Balmes Jaime - Etica - CAPÍTULO XVI: El hombre está destinado a vivir en sociedad


CAPÍTULO XVII: Deberes y derechos de la sociedad doméstica, o sea de la familia

    141. La reunión de los hombres forma las sociedades, las que son de diferentes especies, según los vínculos que las constituyen. La primera, la más natural, la indispensable para la conservación del género humano, es la de familia. Su objeto nos ha de enseñar las relaciones morales que de ella dimanan.

    142. La especie humana perecería, si los padres no cuidasen de sus hijos, alimentándolos, librándolos de la intemperie y preservándolos de tantas causas como les acarrearían la muerte. Esta obligación se refiere en primer lugar a la madre; por esto la naturaleza le da lo necesario para alimentar al recién nacido, y pone en su corazón un inagotable raudal de amor, de solicitud y de ternura.

    143. La debilidad de la mujer, la imposibilidad de procurarse por sí sola la subsistencia para sí y para su familia, están reclamando el auxilio del padre sobre quien pesa también la obligación de conservar la vida de individuos a quienes la ha dado.

    144. Los discursos de la razón están de más cuando se halla de por medio la intrínseca necesidad de las cosas y habla tan alto la naturaleza: estos deberes son tan claros, que no hay necesidad de esforzar los argumentos que prueban: escritos se hallan con caracteres indele bles

  en el corazón de los padres; el indecible amor que profesan a sus hijos, es una elocuente proclamación de la ley natural.

    145. Claro es que la conservación del humano linaje no se refiere únicamente a la vida física, sino que abraza también la intelectual y moral: el Autor de la naturaleza ha querido que se perpetuase la especie humana, pero no como una raza de brutos, sino como criaturas racionales. La razón no se despliega sin la comunicación intelectual: y así es que, al encomendarse a los padres el cuidado de conservar y perfeccionar a los hijos en lo físico, se les ha encomendado también el desarrollo y perfección en el orden intelectual y moral. He aquí, pues, cómo la misma naturaleza nos está indicando que los padres tienen obligación de educar a sus hijos, formando su entendimiento y corazón cual conviene a las criaturas racionales.

    146. Este cuidado debe extenderse a largo tiempo; más todavía que el relativo a lo físico, porque la experiencia enseña que el niño llega lentamente al conocimiento de las verdades de que necesita, y, sobre todo, sus inclinaciones sensibles se depravan con facilidad, y, ahogando la semilla de las ideas morales, no las dejan prevalecer en la conducta.

    147. El común de los hombres sólo vive lo necesario para cuidar de la educación de sus hijos: muchos son los padres que mueren antes de que éstos alcancen la edad adulta, y casi todos descienden al sepulcro sin haber podido cuidar de los menores. Esta verdad se manifiesta en las tablas de la duración de la vida, y sin necesidad de cálculos nos lo está mostrando la experiencia común. Cuando los padres tienen de cincuenta a sesenta años, sus hijos mayores no pasan de veinte a treinta; y a éstos siguen otros que no son todavía capaces de proveer a su subsistencia, y menos aún de dirigirse bien entre los escollos del mundo. Este hecho es de la mayor importancia para manifestar la necesidad de que los vínculos del matrimonio sean durables por toda la vida, cuidando unidos, el marido y la mujer, de los hijos que la Providencia les ha encomendado. Sin esta permanencia en la unión, muchos hijos se verían abandonados antes de tiempo, y se perturbaría el orden de la familia y de la sociedad. El corto plazo de vida concedido al hombre le está indicando que, en vez de divagar a merced de sus pasiones, formando nuevos lazos, y dando simultáneo origen a distintas familias, se apresure a cuidar de la que tiene, porque se acerca a pasos rápidos el momento de bajar al sepulcro.

    148. Ninguna sociedad, por pequeña que sea, puede conservarse ordenada, sin una autoridad que la rija; donde hay reunión, es preciso que haya una ley de unidad; de lo contrario, es inevitable el desorden. Las fuerzas individuales entregadas a sí solas, sin esta ley de unidad, o producen dispersión, o acarrean choque y anarquía. De esta regla no se exceptúa la sociedad doméstica; y, como la autoridad no puede residir en los hijos, ha de estar en los padres. Así, la autoridad paterna está fundada en la misma naturaleza, anteriormente a toda sociedad civil.

    149. Los límites de esta autoridad se hallan fijados por el objeto de la misma; debe tener todo lo necesario para que la sociedad de la familia pueda alcanzar su fin, que es la crianza y educación de los hijos, de tal modo, que se perpetúe el linaje humano con el debido desarrollo y perfección de las facultades intelectuales y mo rales.

    150. Antes de la sociedad con los hijos, hay la de marido y mujer; y entre éstos ha de haber autoridad, para que haya orden. La debilidad de la mujer, las necesidades de su sexo, sus inclinaciones naturales, el predominio que en ella tiene el sentimiento sobre la reflexión, la misma clase de medios que la naturaleza le ha dado para adquirir ascendiente, todo está indicando que no ha nacido para mandar al varón, a quien la naturaleza ha hecho reflexivo, de corazón menos sensible, sin los medios y las artes de seducir, pero con el aire y la fuerza de mando. La autoridad de la familia se halla, pues, en el varón; la de la madre viene en su auxilio y la reemplaza cuando falta.

    151. El derecho de mandar es correlativo de la obligación de obediencia; así, pues, los deberes de la mujer con el marido y de los hijos con los padres están limitados Por el derecho de sus respectivos superiores (77, 78, 79) La mujer debe a su marido, y los hijos a los padres, sumisión y obediencia en todo lo concerniente al buen orden doméstico. Cuáles sean las aplicaciones de es tos deberes, lo indican las circunstancias; y no puede establecerse una regla general que fije con toda exactitud la línea hasta donde llegan, y de la que no pasan. En la instabilidad de las cosas humanas es inevitable el que haya muchos casos que parezcan pedir la ampliación o la restricción de la autoridad doméstica; y el buen orden de las familias y de los estados ha exigido que los legis ladores establecieran reglas para determinar algunas de las relaciones domésticas. De aquí es el que la autoridad conyugal y la potestad patria tengan diferente extensión en los varios tiempos y países, cuyas diferencias no pertenecen a este lugar, y son objeto de la jurisprudencia.

    152. En la infancia de las sociedades, cuando las familias no estaban unidas con vínculos bastantes para constituir verdaderos estados políticos, la potestad patria debía ser naturalmente muy fuerte; siendo el único elemento de orden privado y público, debía tener todo lo necesario para llenar su objeto. Pero, a medida que la organización social fue progresando, la potestad patria, si bien entró como un elemento de orden, no fue el único; y así es que sus facultades se restringieron, pasando algunas de ellas al poder social. En este punto ha habido variedad en la legislación de los pueblos, viéndose sociedades bastante adelantadas, donde todavía se conservaba a la potestad patria el derecho de vida y muerte; pero en general se puede asegurar que la tendencia ha sido de restricción, encaminándose a dejarle únicamente lo indispensable para la crianza y educación de los hijos y el buen orden en la administración de los asuntos domésticos.

    153. Los innumerables beneficios que los hijos deben a sus padres, producen la obligación de la gratitud; y, así como el padre cuida de la infancia y adolescencia del hijo, así el hijo debe cuidar de la vejez de su padre. La piedad filial es un deber sagrado; las ofensas a los padres son contra la naturaleza; y así es que el parricidio se ha mirado con tanto horror en todos los pueblos, cas tigándole unos con suplicios espantosos, y no señalándole otros ninguna pena, porque las leyes le consideraban imposible.

    154. La naturaleza no comunica al amor filial la viveza, profundidad, ternura y constancia que distinguen al paterno y al materno; en lo cual se manifiesta la sabiduría del Criador, que ha dado un impulso más irresis tible, a proporción de que se dirigía a un objeto más necesario. Los padres viven y el mundo se conserva, a pesar del cruel comportamiento de algunos hijos, y de la ingratitud e indiferencia de muchos; pero el mundo se acabaría pronto, si este olvido de los deberes fuese posible en los padres. Un anciano desvalido molesta a los hijos que le asisten, pero la negligencia de éstos sólo puede abreviarle un poco la vida; mas si el desvalimiento de los hijos molestase a los padres, y éstos se olvidasen de cuidar de ellos, y no fueran capaces de los mayores sacrificios, el niño perecería cuando apenas empezara a vivir.

    155. A pesar de esta diferencia de sentimientos, la obligación moral de los hijos para con los padres es grave, gravísima: el amor, la obediencia, el respeto, la veneración, el auxilio en las necesidades, la tolerancia de sus molestias, el compasivo disimulo de sus faltas, la paciencia en las enfermedades y flaquezas de la vejez, son deberes prescriptos por la piedad filial; quien los olvida y quebranta, ofende a la naturaleza, y en ella a Dios, su autor.


CAPÍTULO XVIII: Origen del Poder Público

    156. La sociedad doméstica no basta para el género humano, porque, limitada a la crianza y educación de los hijos, no se extiende a las relaciones generales establecidas por motivos de necesidad y utilidad. Sin la autoridad paterna, no sería posible la conservación del orden entre los individuos de una misma familia; sin la autoridad política, no fuera posible conservar el orden entre las diferentes familias: éstas serían a manera de individuos que lucharían entre sí continuamente, pues que, para terminar sus desavenencias no tendrían otro medio que la fuerza.

    157. Supuesto que Dios ha hecho al hombre para vivir en sociedad, ha querido todo lo necesario para que ésta fuera posible; por donde se ve que la existencia de un poder público es de derecho natural, y que lo es también la sumisión a sus mandatos. La forma de este poder es varia, según las circunstancias; los trámites para llegar a constituirse han sido diferentes, según las ideas, costumbres y situación de los pueblos; pero bajo una u otra forma este poder ha existido, y ha debido existir por necesidad, dondequiera que los hombres se han hallado reunidos: sin esto, era inevitable la anarquía, y, por consiguiente, la ruina de la sociedad.

    Esta doctrina es tan clara, t an sencilla, tan conforme a la naturaleza de las cosas, que no se explica fácilmente por qué se ha disputado tanto sobre el origen del poder: reconocido el carácter social del hombre, así con respecto a lo físico como a lo intelectual y moral, el dis putar sobre la legitimidad de la “existencia” del poder equivalente a disputar sobre la legitimidad de satisfacer una de las necesidades más urgentes. El hombre se alimenta, porque sin esto moriría, se viste, se guarece, porque sin esto sería víctima de la intemperie; vive en familia, porque no puede vivir solo; las familias se reúnen en sociedad, porque no

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pueden vivir aisladas; y reunidas en sociedad están sometidas a un poder público, porque sin él serían víctimas de la confusión y acabarían por dispersarse o perecer. ¿Qué necesidad hay de inventar teorías para explicar hechos tan naturales? ¿Por qué se han querido sustituir las cavilaciones de la filosofía a las prescripciones de la naturaleza?

    158. La variedad de formas del poder público es un hecho análogo a la variedad de alimentos, de trajes, de edificios: lo que había en el fondo era una necesidad que se debía satisfacer, pero el modo ha sido diferente, según las ideas, costumbres, climas, estado social y demás circunstancias de los pueblos. Esta varie dad nada prueba contra la necesidad del hecho fundamental; solo manifiesta la diversidad de sus aplicaciones; no indica que haya dependido de la libre voluntad, sino que la necesidad, la conveniencia, u otras causas, le han modificado. La variedad de alimentos, trajes y habitaciones, no destruye la neces idad de estos medios, y el que, a la vista de la diversidad de las formas del poder público, finge contratos primitivos, por los cuales los hombres se hayan convenido en vivir juntos y en someterse a una autoridad, es no menos extravagante que quien se los imaginara unidos para convenir en vestirse, en edificar casas y en dar tal o cual figura a sus trajes, tal o cual forma a sus habitaciones.

    159. ¿Cómo se organizó, pues, el poder público? ¿Cuáles fueron los trámites de su formación? Los mismos de todos los grandes hechos, los cuales no se sujetan a la estrechez y regularidad de los procedimientos fijados por el hombre. Debieron de combinarse elementos de diversas clases, según las circunstancias. La potestad patria, los matrimonios, la riqueza, la fuerza, la sagacidad, los convenios, la conquista, la necesidad de protección, y otras causas semejantes, producirían naturalmente el que un individuo o una familia, una casta, se levantasen sobre sus semejantes y ejerciesen, con más o menos limitación, las funciones del poder público. A veces la autoridad de un padre de familia, extendiéndose a sus ra mas y dependencias, formaría el tronco de un poder, que, vinculándose en una casa o parentela, daría príncipes y reyes a las generaciones que iban sobreviniendo; a veces se necesitarían caudillos que guiasen en una transmisión, en una guerra, en la defensa de los hogares; y éstos, levantados por la necesidad de las circunstancias, permanecerían después en su elevación; a veces una colonia de pueblos más civilizados, empezando por pedir hospitalidad, acabarían por establecer un imperio; a veces un hombre extraordinario por su capacidad arrebataría la admiración de sus semejantes, que, creyéndolo enviado por el cielo, se someterían gustosos a su enseñanza y mandatos, vinculando en su familia el derecho supremo; en una palabra, el poder público se ha formado de varios modos bajo condiciones diversas; y casi siempre lentamente, a manera de aquellos terrenos que resultan del sedimento de los ríos en el transcurso de largos años.

    Atiéndase a la formación de los estados modernos y se comprenderá la de los antiguos. ¿Acaso la Europa se ha constituido bajo un solo principio que le haya servido de regla constante? La conquista, los matrimonios, la sucesión, las cesiones, los convenios, las intrigas, las revoluciones, los libres llamamientos, ¿no son otros tantos orígenes del poder público en las sociedades modernas? Así en su origen como en su desarrollo, ¿la fuerza y el derecho no andan mezclados con harta frecuencia? Aun en nuestros días, ¿no estamos viendo cambios de formas, restauraciones, conquistas, convenios; transformándose el poder público, ora bajo las influencias de la diplomacia, ora bajo los debates de una asamblea, ora bajo la fuerza de las bayonetas o de las conmociones populares? Esta variedad, estas vicisitudes, por más lamentables que sean, son inevitables, atendida la incesante lucha en que por la misma naturaleza de las cosas se hallan las ideas, las costumbres, los intereses, y por los sacudimientos que produce el choque de las pasiones, que se ponen al servicio de los elementos combatientes. La misma transformación que van sufriendo de continuo las s ociedades, adelantando las unas, retrogradando las otras, y contribuyendo todas a que se realicen los destinos que Dios ha señalado a la humanidad en su mansión sobre la tierra, es una causa necesaria de diferencias, y un insuperable obstáculo para que los hechos, con su inmensa variedad y amplitud, puedan caber en la mezquina regularidad de los moldes filosóficos. Es necesario contemplar la sociedad desde un punto de vista elevado, para no dejarse deslumbrar por teorías pobres, que pretenden explicar y arreglar el mundo con algunas fábulas, tan henchidas de v anidad como faltas de verdad.

    160. En resumen: el objeto del poder público es una necesidad del género humano; su valor moral se funda en la ley natural, que autoriza y manda la existencia del mismo; el modo de su formación ha dependido de las circunstancias, sufriendo la variedad e instabilidad de las cosas humanas.


CAPÍTULO XIX: Derechos y deberes recíprocos, independientes del orden social

    161. Antes de examinar los derechos y deberes que se fundan en el orden social, conviene advertir que, independientemente de toda reunión en sociedad, y hasta de los vínculos de familia, tiene el hombre obligaciones con respecto a sus semejantes. Basta que dos indiv iduos se encuentren, aunque sea por casualidad y por breves momentos, para que nazcan derechos y deberes conformes a las circunstancias.

    Supóngase que un hombre enteramente solo en la tierra tropieza con otro cuya existencia no conocía; ¿puede matarle, atropellarle, ni molestarle en ningún sentido? Es evidente que no. Luego, en ambos, la seguridad individual es un derecho, y el respeto a ella un deber. Al encontrar a su semejante, le ve en peligro de morir por enfermedad, por fatiga, por hambre o sed; ¿puede dejarle abandonado y no socorrerle en su infortunio? Claro es que no. Luego el auxilio en las necesidades, es otra obligación que hace del simple contacto de hombre con hombre.

    El decir que no hay otros deberes relativos que los nacidos de la organización social, es contrario a todos los sentimientos del corazón. Un navegante en alta mar divisa a un infeliz que está luchando con las olas; ¿no sería culpable si, pudiendo, no le salvara? Aunque el desgraciado perteneciese a la raza más bárbara, con la cual no fuera posible tener ninguna clase de relaciones, ¿no llamaríamos monstruo de crueldad al navegante que no lo librase del peligro? No hay entre ellos el vínculo social, pero hay el humano; siendo notable que esta clase de actos se llaman de humanidad, y lo contrario inhumanidad, porque, haciéndolos, nos portamos como hombres, y, omitiéndolos, como fieras.

    162. El Autor de la naturaleza nos une a todos con un mismo lazo, por el mero hecho de hacernos semejantes. La razón de esto se halla en que, no pudiendo el hombre vivir solo, necesita del auxilio de los demás; y la satisfacción de esta necesidad queda sin garantía, si todo hombre no tiene prohibición de maltratar a otro, y la obligación de socorrerle. Esta ley moral es una condición indispensable para el mismo orden físico, y de aquí es que Dios la ha escrito, no sólo en el entendimiento, sino también en el corazón, para que, no sólo la conociésemos, sino también la sintiésemos; de suerte que cuando fuese preciso obrar, el impulso natural se adelantase a la reflexión. ¿Quién no sufre al ver sufrir? ¿Quién no siente un vivo deseo de aliviar al infortunado? ¿Quién ve en peligro la vida de otro, sin que instintivamente se arroje a salvarle? En una calle vemos a una persona distraída, que no advierte que un caballo, un carruaje, le van a atropellar; ¿necesitamos acaso de la reflexión para cogerla del brazo y librarla de una desgracia? ¿Los vínculos de familia ni de sociedad son necesarios para que nos creamos ligados con este deber?

    163. El derecho de defensa existe independientemente de la organización social. Por lo mismo que el hombre puede y debe conservar su vida, tiene un indisputable derecho a defenderla contra quien se la quiere quitar. Por idéntica razón se extiende el derecho de defensa a la integridad de los miembros y al ejercicio de nuestras facultades. Si un hombre solitario se viere golpeado por otro, tiene derecho a rechazar los golpes pagándole con la misma moneda; y, si se le quiere coartar en su libertad, por ejemplo, ligándole o encerrándole, tendría derecho a desembarazarse de su oficioso custodio. Un salvaje que quiere beber de una fuente o comer de la fruta de un árbol del desierto no puede ser coartado por otro en el uso de su derecho; y, si este último pretende lo contrario, el primero podrá usar de los medios convenientes para h acerle entrar en razón.

    164. Infiérese de esto que, independientemente de toda sociedad doméstica y política, tiene el individuo derechos y deberes; derechos a lo que necesita para la conservación de la vida y el racional ejercicio de sus fa cultades; deberes de respetar esos mismos derechos en los demás, y de socorrerles en sus necesidades, según lo exijan las circunstancias. Estos derechos y deberes se fundan en el hombre como hombre, y no como individuo de una sociedad organizada; nacen de una ley de sociedad universal, que ha establecido Dios entre todos los individuos de la especie humana, por el mismo hecho de criarlos.

    165. Conviene tener bien entendida y presente esta doctrina sobre los derechos y deberes individuales, para comprender a fondo los que nacen de la organización social, o de la reunión permanente de los hombres en sociedad. El hombre no lo recibe todo de esta reunión; lleva a ella un caudal propio, que está sujeto a ciertas condiciones, pero del cual no es lícito despojarle sin justos motivos.


CAPÍTULO XX: Ventajas de la asociación

      166. La reunión de los hombres en sociedad acarrea a los as ociados inmensas ventajas. La seguridad individual es garantida contra las pasiones; los medios para la conservación de la vida se aumentan; las fuerzas para dominar la naturaleza y hacerla contribuir a la satisfacción de las necesidades, se multiplican con la asociación; las facultades intelectuales se acrecientan notablemente, participando todos de las ideas de todos. Manifestémoslo con un ejemplo.

    Algunas tribus de salvajes se hallan desparramadas por un valle plantado de árboles, de cuyo fruto se sustentan. Mientras los árboles se conservan bien, hay abundancia de alimentos; mas, por desgracia, suele acontecer que en el tiempo de las lluvias el valle se inunda, y los árboles destruyen o deterioran. La causa de la inundación está en que unas enormes piedras impiden que las aguas corran con libertad por su cauce; si fuera posible apartarlas, el peligro desaparecería; y, además, colocándolas en la embocadura del valle por donde se desborda el torrente, en lugar de dañar como ahora, aprovecharían mucho, pues servirían de dique y asegurarían para siempre la conservación de los árboles. Un salvaje concibe esta idea, acomete la empresa, forceja, se fatiga, pero en vano: cada una de las piedras pesa mucho más de lo que puede mover un hombre. A los esfuerzos del uno suceden los del otro con igual resultado; aunque los salvajes fuesen un millón, las piedras sufrieran los impulsos “sucesivos”, y permanecerían en su puesto. He aquí los efectos del aislamiento. Introducid ahora el prin cipio de asociación. Cada piedra necesita la fuerza de diez hombres: como la gente sobra, se reúnen diez para cada una; las piedras eran veinte; acometiendo la empresa a un mismo tiempo los necesarios para todo, que serán doscientos, una obra que antes era absolutamente imposible, se lleva a cabo en un abrir y cerrar de ojos.

    Fácil sería multiplicar los ejemplos análogos. Tomad mil individuos, exigidles que trabajen por separado sin unión de sus fuerzas: aunque sean todos excelentes ingenieros y arquitectos, no alcanzarán a construir un dique regular, ni a levantar un miserable edificio.

    167. La asociación es una condición indispensable para el progreso; sin ella el género humano se hallaría reducido a la situación de los brutos. ¿Por qué dominamos a los animales aun cuando alguno de ellos se declare en insurrección? Porque ellos no se ayudan recíprocamente y nosotros sí. Un caballo se rebela contra su jinete y se propone derribarle o no dejarle montar, o atropellarle con mordiscos y coces; por poco tiempo que haya, acuden al socorro del jinete cuantas personas le pueden auxiliar, y el caballo tiene que someterse a la fuerza, porque no puede contra tantos. Si los demás caballos se hubiesen as ociado a la insurrección, y reuniéndose con el que diera la señal, hubiesen dado una batalla en regla, el triunfo de los hombres habría sido harto más difícil; y probablemente en la primera refriega quedara dueño del campo el ejército caballar.

    168. En la asociación, las fuerzas no se suman, sino que se multiplican; y a veces la multiplicación no puede expresarse por la ley de los factores ordinarios. La fuerza de diez, unida a otra de diez, no hace sólo veinte, sino ciento, y a veces mucho más. Un individuo quiere no ver un peso que exige la fuerza de dos: no consigue nada; su fuerza es nula para el efecto: la reunión de otra fuerza como uno, no sólo compone la suma de dos, sino que multiplica la otra por un número infinito, pues que, siendo antes un valor nulo, lo convierte en un valor verdadero. Las fuerzas de los individuos A y B, consideradas en sí, eran algo cada una; mas, para el efecto de mo ver el peso, no eran n ada. Así, los efectos “sucesivos” no estaban representados por 1 más, 1 igual a dos, pues entonces hubieran movido el peso; sino por 0 más 0. Se las reúne, impelen a un mismo tiempo, y el cero se convierte en 2. Luego la reunión hace el efecto de la multiplicación por un número infinito, Porque, considerando al cero corno cantidad infinitamente pequeña, no puede elevarse a la cantidad finita, 2, sin multiplicarse por un factor infinito.

    169. La acumulación de los medios para proveer a las necesidades de todas especies, es otro de los resultados importantes de la asociación. Ella liga a los hombres distantes en lugar y tiempo, y hace que las generaciones presentes se aprovechen del trabajo de las pasadas. Cada generación consume lo que necesita y transmite el residuo a las futuras, y este residuo forma un caudal inmenso, cuya pérdida nos haría retroceder a la barbarie, dejándonos en la más espantosa pobreza. Suponed que una nación pierde de repente todo lo que le legaron sus antepasados, y que se queda únicamente con lo que ella ha hecho; se hallará de repente sin ciudades, sin pueblos, sin aldeas, con poquísimos edificios para vivir; los ríos sin puentes y sin diques; la tierra sin establecimientos de labor; las comarcas sin caminos; los mares sin naves, sin puertos, sin faros; las bibliotecas sin libros; los archivos sin papeles; las artes sin reglas; nada quedará, porque puede llamarse nada lo que cada generación tiene de obra propia, si se compara con lo heredado. Desgraciada humanidad si perdiese el enlace de la asociación en el espacio y en el tiempo: si en el espacio, los hombre se quedarían aislados y reducidos a la condición de grupos errantes; si en el tiempo, la ruptura con lo pasado equivaldría a un diluvio universal; y ese rico patrimonio de que nos gloriamos, se trocaría en destrozadas tablas en que apenas sobrenadarían algunos miserables restos.



    170. Admiremos en esto la sabiduría del Autor de la naturaleza, que, imponiéndonos la ley de asociación, nos ha enseñado un medio necesario para adelantar; y compadezcámonos de esos habladores que han declamado contra la sociedad, dando una evidente prueba de su orgullosa irreflexión. El que condena la sociedad, el que la mira como un mal o como un hecho inútil, se puede comparar al hijo insolente que desdeña la protección de su padre, y le exige una liquidación de cuentas; las cuentas se liquidan, y el resultado es que el insolente pierde hasta la ropa que lleva, y se queda desnudo.


CAPÍTULO XXI: Objeto y perfección de la sociedad civil

    171. Para conocer a fondo los derechos y deberes que nacen de la organización social, y cómo en ella deben regularizarse los que son independientes de la misma, conviene tener presente que la sociedad no es para bien de unos ni de pocos, sino de todos; y, por consiguiente, el poder público que la gobierna no debe ni puede encaminarse al solo bien de un individuo, de una familia, ni de una clase, sino al de todos los asociados. Este es un principio fundamental de derecho público. Los hombres gobernados no son una propiedad de quien los gobierna: están, sí, encomendados a su dirección, y para que la dirección pudiese ejercerse con orden y provecho se les ha prescripto la obediencia. Esta doctrina no puede desecharse, a no ser que se quiera anteponer el bien de uno al de todos, sosteniendo que Dios ha criado a los hombres de una concisión semejante a la de los brutos, los que no viven para sí, sino para las necesidades y re galo de otro. No se realza de esta suerte la dignidad del poder público, antes bien se la rebaja: la verdadera dignidad del mando está en mandar para el bien de los que obedecen, cuando el mando se dirige al bien particular del que impera, y no al público, la autoridad se degrada, convirtiéndose en una verdadera explotación.

    Esta doctrina, sólida garantía de los derechos de gobernantes y gobernados, es una luz que se difunde por todos los ramos de la legislación política y civil.

    172. El interés público, acorde con la sana moral, debe ser la piedra de toque de las leyes; por lo cual debemos también fijar con exactitud cuál es el verdadero sentido de las palabras interés público, bien público, felicidad pública, palabras que se emplean a cada paso, y por desgracia con harta vaguedad. Y, sin embargo, es imposible conocer bien los principios y las reglas de la legislación, si el sentido de dichas expresiones no está bien determinado. No iremos a un punto, si no sabemos dónde está; ni acertaremos en un blanco, si no lo vemos clara y distintamente.

    La necesidad de fijar con exactitud el sentido de las palabras bien, felicidad de los pueblos, la manifiestan las varias acepciones en que se las toma. Para unos la felicidad pública es el desarrollo material, para otros el intelectual y moral; ora se mira como más feliz al pueblo que se levanta sobre los otros por su poderío, ora al que vive tranquilo y calmo so disfrutando de la ventura del hogar doméstico. De aquí procede la confusión que reina en las palabras adelanto, progreso, mejoras, desarrollo, prosperidad, felicidad, civilización, cultura, que cada cual toma en el sentido que bien le parece, queriendo, en consecuencia, imprimir a la sociedad un impulso especial, por el camino de lo que se llama felicidad pública.

    173. No creo imposible, ni siquiera difícil, el fiar las ideas sobre este punto. El bien público no puede ser otra cosa que la perfección d e la sociedad. ¿En qué consiste esta perfección? La sociedad es una reunión de hombres; esta reunión será tanto más perfecta, cuanto mayor sea la suma de perfección que se encuentre en el conjunto de sus individuos, y cuanto mejor se halle distribuida esta suma entre todos los miembros. La sociedad es un ser moral; considerada en sí, y con separación de los individuos, no es más que un objeto abstracto; y, por consiguiente, la perfección de ella se ha de buscar, en último resultado, en los individuos que la componen. Luego la perfección de la sociedad es en último análisis la perfección del hombre; y será tanto más perfecta, cuanto más contribuya a la perfección de los individuos.

    Llevada la cuestión a este punto de vista, la resolución es muy sencilla: la perfección de la sociedad consiste en la organización más a propósito para el desarrollo simultáneo y armónico de todas las facultades del mayor número posible de los individuos que la componen. En el hombre hay entendimiento, cuyo objeto es la verdad; hay voluntad, cuya regla es la moral; hay necesidades sensibles, cuya satisfacción constituye el bienestar material. Y así, la sociedad será tanto más perfecta, cuanta más verdad proporcione al entendimiento del mayor número, mejor moral a su voluntad, más cumplida satisfacción de las necesidades materiales

    174. Ahora podemos señalar exactamente el última término de los adelantos sociales, de la civilización, y de cuanto se expresa por otras palabras semejantes, diciendo que es:

    La mayor inteligencia posible, para el mayor número posible; la mayor moralidad posible, para el mayor moralidad posible, para el mayor numero posible; el mayor bienestar posible, para el mayor número posible.

    Quítese una cualquiera de estas condiciones, la perfección desaparece. Un pueblo inteligente, pero sin moralidad ni medios de subsistir, no se podría llamar perfecto; también dejaría mucho que desear el que fuese moral, pero al mismo tiempo ignorante y pobre; y mucho más todavía si, abundando de bienestar material, fuese inmoral e ignorante. Dadle inteligencia y moralidad, pero suponedle en la miseria: es digno de compasión; dadle inteligencia y bienestar, pero suponedle inmoral: merece desprecio: dadle, por fin, moralidad y bienestar, pero suponedle ignorante: será semejante a un hombre bueno, rico y tonto: lo que ciertamente no es modelo de la perfección humana.


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