Balmes Jaime - Etica - CAPÍTULO XXI: Objeto y perfección de la sociedad civil


CAPÍTULO XXII: Algunas condiciones fundamentales en toda organización social

      175. El poder público tiene dos funciones: proteger y fomentar: la protección consiste en evitar y reprimir el mal; el fomento, en promover el bien. Antes de fomentar, debe proteger: no puede hacer el bien, si no empieza por evitar el mal. Esto último es más fácil que lo primero; porque el mal, en cuanto perturba el orden de una manera violenta, tiene caracteres fijos, inequívocos, que guían para la aplicación del remedio. Todavía no se sabe con certeza cuáles son los medios más a propósito para multiplicar la población: es decir, que es un misterio el fomento de la vida; pero no lo es su destrucción violenta: el homicidio no da lugar a equivocaciones. La producción y distribución de la riqueza es un fin económico, para el cual no siempre se han conocido los medios, ni se conocen del todo ahora; pero la destrucción de la riqueza es una cosa palpable: desde el origen de las sociedades se ha castigado a los incendiarios. Los medios de adquirir una propiedad pueden estar sujetos a dudas; pero no lo está el despojo que el ladrón comete en un camino, o asaltando una casa.

    176. Sin embargo, ni aun en las funciones protectoras son siempre tan claros los deberes del poder público, como en los ejemplos aducidos; porque la protección, no sólo se encamina a impedir la violencia, sino también todo aquello que de un modo u otro ataca el derecho, lo cual produce dificultades y complicaciones. A primera vista parece que la sociedad política debe considerarse como otra cualquiera, en que cada miembro lleva su caudal, para percibir su ganancia o exponerse a la pérdida; pero en esta comparación no hay cumplida exactitud; pues que algunos de los derechos principales, entre ellos el de propiedad, si preexisten en algún modo a la organización social, se hallan en un estado muy imperfecto. Así hay muchas cosas en la sociedad que el individuo no lleva a ella, sino que nacen de la misma; por lo cual es necesario prescindir de la comparación, y dar a la ciencia del derecho público una base más ancha, cual es la que llevo indicada (174)

    El hombre individual tiene el deber de conservar la vida y la s alud, de atender a sus necesidades, y desenvolver sus facultades en el orden físico, intelectual y moral, con arreglo al dictamen de la razón, reflejo de la ley eterna. Estos objetos no puede alcanzarlos viviendo enteramente solo, y así necesita reunirse con otros para el auxilio común. Esta asociación, de la cual resultan tantos bienes (cap. XX), ofrece, sin embargo, el inconveniente de limitar en ciertos puntos ese mismo desarrollo, porque, obrando simultáneamente las facultades de los asociados, la extensión del ejercicio de las de uno es un obstáculo para la dilatación de las del otro.

    Un sistema de ruedas en una máquina produce efectos a que no alcanzaría una sola: hay más fuerza, más regularidad, mejor aplicación del impulso, más garantías de duración; pero estas ventajas no se consiguen, sin que cada rueda pierda, por decirlo así, una parte de su libertad, pues que, para concurrir al fin, es necesario que todas se subordinen a las condiciones del sistema general.

    177. Ni la protección ni el fomento pueden realizarse sino bajo ciertas condiciones que limitan en algún mo do la libertad individual; limitación que se compensa abundantemente con los beneficios que de ella dimanan. Las condiciones fundamentales de la organización social re harán palpables con algunas explicaciones.

    Si el hombre viviera solo, atendería a sus necesidades echando mano de los medios que le ofreciese la naturaleza; cogería el fruto del primer árbol que le ocurriera; se guarecería en las cuevas donde hallase más comodidades ; o, si levantase alguna choza, elegiría el sitio y la forma de la construcción según sus necesidades y capricho. El mundo sería suyo: y la posesión y el usufructo no conocerían más límite que el de sus fuerzas. Desde el momento que el hombre se reúne con otros, esta libertad se hace imposible: si todos conservasen el derecho a todo, resultaría que nadie tendría derecho a nada.

    Si en un paseo público se halla una persona sola, podrá disfrutarle de la manera que bien le pareciere, andando de prisa o despacio, tomando la dirección que se le antoje, variándola con frecuencia y según cuadre a sus caprichos. Todo el paseo es suyo, sin más limitación que sus fuerzas. Llega otra persona: la libertad ya se restringe: porque es claro que ninguna de las dos puede echar a correr por donde se halla la otra, tropezando con ella y lastimándola. Van acudiendo otros, y la libertad se va restringiendo más, a proporción que el número se aumenta; hasta que, si el paseo se llena, es indispensable mucho orden para que no resulte la mayor confusión. Si, estando muy concurrido, unos van hacia delante otros hacia atrás, unos cruzan en direcciones perpendiculares, otros en diagonales, sin cuidarse nadie del vecino, sino tomando cada cual la primera que le ocurre, el resultado será formarse un remolino de gentes que se sofocarán, y ni siquiera podrán andar. ¿Cuál es el medio de conservar el orden y la posible libertad para todos? El quitar un poco de libertad a cada uno, subordinando su paseo a las necesidades del orden general. Si los que van toman la derecha, y los que vienen la izquierda, y los que quieren atravesar lo hacen sólo en puntos determinados, donde el paseo tenga más anchura, resultará que, por mucha que sea la gente, habrá orden, todos andarán, todos disfrutarán del paseo con la libertad posible, atendido lo numeroso de la concurrencia. He aquí uno de los hechos fundamentales de la organización social; restringir la libertad individual lo necesario pare mantener el orden público, y la justa libertad de todos.

    El labrador que cultiva un campo, en cuyos alrededores no hay propiedades de otro, será libre de dirigir por donde le pareciere las aguas que le sobran; de lo contrario, no podrá dirigirlas de modo que vayan a parar a campos ajenos, inundándolos, y causando así grave perjuicio. La propiedad del uno restringe, pues, la libertad del otro: siendo todos los hombres propietarios de algo, tienen su libertad limitada por la propiedad de los demás.

    178. Por esta doctrina se puede apreciar en su justo valor la profundidad de los que hablan de la libertad individual, como de una cosa absoluta, a que no es lícito tocar sin una especie de sacrilegio: creen emitir una observación filosófica, y en la realidad dicen un solemne despropósito. La libertad individual absoluta es imposible en cualquiera organización social; los que la proclaman, es necesario que empiecen por descomponerlo todo, dispersando a los hombres por los bosques, para que vivan como las fieras.


CAPÍTULO XXIII: DERECHO DE PROPIEDAD

Sección I: Estado, importancia y dificultades de la cuestión

      179. La propiedad, tomada esta palabra en su acepción más general, es la pertenencia de un objeto a un sujeto, asegurada por la ley. Si esta ley es natural, la propiedad será natural; si positiva, positiva. En el primer sentido, podremos decir que el hombre es propietario de sus facultades intelectuales, morales y físicas; porque la ley natural le garantiza esta pertenencia, de suerte que infringe la ley quien le perturba en el uso de ellas. Ya se entiende que aquí se habla de propiedad, sólo en cuanto se refiere a los demás hombres, pues que, considerando al individuo con relación a Dios, esta propiedad no es más que un usufructo, y en esto hemos fundado una de las razones que prueban la inmoralidad del suicidio (capítulo XV, sección V)

    La muchedumbre y variedad de las relaciones socia les producen complicaciones difíciles en la adquisición y conservación de la propiedad; y la jurisprudencia halla un vasto campo donde explayarse, combinando los principios de justicia y equidad con la conveniencia pública. Dejando la parte que no corresponde a la filosofía moral, nos limitaremos a fijar los principios generales que rigen en esta materia, empezando por examinar los cimientos en que estriba el derecho de propiedad.

    180. ¿En qué se funda el derecho de propiedad? ¿Por qué unas cosas pertenecen a un individuo con exclusión de los demás? ¿Por qué no tienen todos derecho a todo?

    En la actualidad es más necesario que en otros tiempos el estudiar a fondo el principio del derecho de propie dad, porque se halla vivamente combatido por escuelas disolventes, y amenazado por sectas audaces, que probablemente causarán profundas revoluciones en el porvenir de las sociedades modernas.

    181. El derecho de propiedad ¿puede fundarse en el “solo” trabajo “individual” empleado para la adquisición de un objeto? No. A un mismo tiempo nacen dos niños: el uno no tiene más amparo que un hospicio; el otro es dueño, de inmensas riquezas; y, no obstante, el segundo no ha podido trabajar más que el primero; ambos acababan de ver la luz.

    182. ¿Puede acaso fundarse el derecho de propiedad en las necesidades que se han de satisfacer? No. De lo contrario, sería de derecho la distribución de todo por partes iguales; porque en el orden natural, todos los hombres tienen idénticas necesidades, y las diferencias que resultan sólo serían relativas a las cualidades físicas de cada uno: por ejemplo, el ser más o menos comedor o bebedor, el sentir más o menos el calor o el frío. En este supuesto, no podrían entrar en consideración las necesidades facticias, porque en ellas la desigualdad resulta de la riqueza, y, por lo tanto, de un hecho que, en tal caso, sería contrario al principio del supuesto derecho.

    183. El trabajo “personal” en la adquisición explica en algún modo la propiedad en sus primeros pasos, pero no en su complicación, tal como se presenta en las socie dades, por poco adelantadas que se hallen. El salvaje que mata una fiera, es propietario de ella, y el derecho a alimentarse de su carne y cubrirse con su piel, se funda en el trabajo que le ha costado el adquirirla. En un bosque de árboles frutales, cada salvaje es propietario de lo que necesita para saciar el hambre; este derecho se funda en las mismas necesidades que ha de satis facer; y se aplica a una fruta especial, por sólo el trabajo de cogerla.

    184. Pero, esta sencillez del derecho de propiedad dura muy poco; no se conserva ni entre las hordas errantes. El salvaje propietario de la piel de la fiera, quiere trasmitirla a otro; aquí ya encontramos un nuevo título; el segundo ya no la posee por su trabajo, sino por donación. El salvaje, antes de morir, lega a sus hijos o parientes las pieles que posee: aquí hallamos un título nuevo, la sucesión. Todavía en estos títulos vemos un obje to: la satisfacción de las necesidades de los individuos a quienes se transmite la propiedad; pero ésta puede tomar un aspecto nuevo: el dueño establece que desde la muerte de uno de sus sucesores, posea el otro que él determina: aquí hallamos la propiedad limitada por el difunto; éste continúa en cierto modo dominándola, pues que arregla las transmisiones sucesivas. Aun puede es forzarse más la dificultad: el difunto no ha querido que nadie poseyese su propiedad, sino que se la conservase como un recuerdo de la habilidad y osadía del cazador, aquí continúa su dominio después de la muerte, pues que excluye la posibilidad de que otro se haga propietario.

    195. ¿En qué se fundan estos derechos? ¿Por qué se han introducido en la sociedad? ¿cuál es su límite? ¿cuáles son las facultades, del poder público para ampliarlos, restringirlos o modificarlos? He aquí unas cuestiones que afectan profundamente a la organización social, y de que depende la mayor parte de la legislación civil.

    El derecho de propiedad no se comprende bien, si no se le abarca en todas sus relaciones; los puntos de vista incompletos, conducen a resultados desastrosos. En pocas materiales acarrea errores más trascendentales un método exclusivo; éste es un conjunto cuyas partes no se pueden separar sin que se destrocen. En el derecho de propiedad se combinan los eternos principios de la moral, con las necesidades individuales, domésticas y públicas, y con miras económicas; y también con el fin de evitar el que la sociedad esté entregada a una turbación continua.

    Examinemos estos elementos y veamos la parte que a cada uno corresponde.

Sección II: El Principio fundamental del derecho de propiedad es el trabajo

      186. Suponiendo que no haya todavía propiedad alguna, claro es que el título más justo para su adquisición, es el trabajo empleado en la producción o formación de un objeto. Un árbol que está en la orilla de mar, en un país de salvajes, no es propiedad de nadie; pero, si uno de ellos le derriba, le ahueca, y hace de él una canoa para navegar, ¿cabe título más justo para que le pertenezca al salvaje marino la propiedad de su tosca nave? Este derecho se funda en la misma naturaleza de las cosas. El árbol, antes de ser trabajado, no pertenecía a nadie; pero ahora no es el árbol propiamente dicho, sino un objeto nuevo; sobre la materia, que es la madera, está la forma de canoa; y el valor que tiene para las necesidades de la navegación, es efecto del trabajo: representa las fatigas, las privaciones, el sudor del que lo ha construido; y así la propiedad, en este caso, es una especie de continuación de la propiedad de las facultades empleadas en la construcción.

    El Autor de la naturaleza ha querido sujetarnos al trabajo; pero este trabajo debe sernos útil; de lo contrario, no tendría objeto. La utilidad no se realizaría si el fruto del trabajo no fuese de pertenencia del trabajador; siendo todo de todos, igual derecho tendría el laborioso que el indolente; las fatigas no hallarían recompensa y así faltaría el estímulo para trabajar.

    Luego el trabajo es un título natural para la propiedad del fruto del mismo; y la legislación que no respete este principio, es intrínsecamente injusta.

    187. La ocupación o aprehensión, que suele contarse entre los títulos de adquisición de propiedad, se reduce a la del trabajo, pues que toda ocupación supone una acción en quien se apodera de la cosa. Así es que esta propiedad se extiende, según las huellas que deja en lo ocupado el trabajo del ocupante. En una tierra que no fuera propiedad de nadie, no bastaría para adquirirla el que uno se presentase en ella y dijese: “es mía”, ni tampoco el que la recorriese en todas direcciones. No sería justo su dominio, ni tendría derecho a excluir a los otros, sino cuando la hubiese mejorado; por ejemplo, labrándola, cercándola con un vallado que asegurase la conservación del fruto, o acarreándole agua y dis poniendo los surcos para regarla.

Sección III: Cómo el principio del trabajo se aplica a las transmisiones gratuitas

      188. El individuo no limita sus afecciones a sí propio; las extiende a sus semejantes; y muy particularmente a su mujer, hijos y parientes. Cuando trabaja, no busca solamente su utilidad, sino también la de las personas que ama, y que dependen de él, a cuyo bienestar puede contribuir. Es to se funda en los más íntimos sentimientos del corazón; y la aplicación del fruto del trabajo del hombre a la utilidad de las personas de quienes debe cuidar el operario, es una condición indispensable para la conservación de las familias. Luego el que los bienes del padre pasen a los hijos es un principio de derecho natural, que no se puede contrariar sin cegar en su origen el amor al trabajo, y perturbar las relaciones de la sociedad doméstica.

      189. La transmisión de los bienes a los descendientes, ascendientes y colaterales es una aplicación del mismo principio; la ley sigue la dirección de las afecciones del propietario; garantiza la propiedad transmitida, en el mismo orden que supone a las afecciones del dueño; y no considera extinguido el derecho, hasta que supone haber llegado al límite de la afección.

    El hombre no tiene solamente las afecciones de familia; las circunstancias le crean muchas otras; y, aun prescindiendo de los sentimientos, su libre voluntad se propone objetos a cuya consecución dedica el fruto de su trabajo, el respeto, la admiración, le ligan con ciertas personas fuera del círculo de su parentela; o le hacen distinguir entre los individuos de ella, dando a unos preferencia sobre otros, sin atenerse a la rigurosa escala de mayor o menor proximidad. Miras de utilidad pública, el deseo de perpetuar su nombre, u otros fines, hacen que quiera aplicar a un establecimiento, a una obra, una parte de sus bienes. En todos estos casos media la voluntad del propietario; y es digna de respeto por motivos de equidad y de conveniencia. Cuanto más se respete es ta voluntad, más estímulo tiene el hombre para trabajar; pues que, inclinado a pensar ama, siente que sus fuerzas se enervan y su actitud decae, tan pronto como ve señalado un límite a la libre disposición de lo que adquiere con su trabajo. De aquí dimanan la justicia y la conveniencia de respetar las donaciones y los testamentos, esto es, las transmisiones que del fruto de su trabajo hace el hombre durante su vida, o para después de s u muerte.

    190. Tenemos, pues, que el principio fundamental de la propiedad, considerada en la región del derecho, es el trabajo; y que las transmisiones de ella, reconocidas y sancionadas por la ley, vienen a ser un continuo tributo que pagan las leyes al trabajo del primer poseedor. Este luminoso principio manifiesta cuán sagrado es el derecho de propiedad, y con cuánta circunspección debe procederse en todo cuanto la afecta de cerca o de lejos; pero también enseña cuán mal uso harían de sus riquezas los que, habiéndolas heredado de otro, no las empleasen para el bien de sus semejantes, y consumieran en la indolencia el fruto de la actividad del primer poseedor, valiéndose de la protección de la ley para contrariar el fin de la misma ley.

Sección IV: Cómo el principio del trabajo se aplica a las transmisiones no gratuitas

    191. La transmisión de la propiedad no siempre es gratuita; a veces no hay más que un cambio: se transmite la una para adquirir la otra. El comprador transmite al vendedor la propiedad del dinero; pero es con la mira y la condición de adquirir la propiedad del objeto comprado. Como toda propiedad se funda primitivamente en el trabajo, resulta que todos los cambios entre los hombres se reducen a cambiar una cantidad de trabajo. El cultivador da a sus operarios el alimento y el vestido, los cuales le han costado a él o a sus mayores un trabajo físico o intelectual; pero es en cambio del trabajo que los jornaleros le han hecho, y cuyo valor permanece en la tierra, mejorada con labranza. Supongamos que el pago del jornal se hace en dinero; éste no lo ha adquirido el dueño sin trabajo suyo o de los suyos; cuando les da, pues, el dinero, les da el fruto de un trabajo. Los jornaleros con el dinero adquieren lo necesario para su manutención; es decir, que llevan en el dinero un signo del trabajo que han hecho para otro; de manera que la moneda viene a ser un signo de una serie de trabajos en todas las manos por las que va pasando. Es un valor fácil de manejar que los hombres han adoptado por signo general; y se han empleado metales preciosos, con el fin de que sea más difícil adulterarle, y de que el trabajo esté garantido en el mismo valor intrínseco del signo que representa. Esto me conduce a decir dos palabras sobre un punto que ha servido de tema a muchas declamaciones.

Sección V: La usura

    192. Siendo el trabajo el origen primitivo de la propiedad, se echa de ver cuánta justicia, cuán profunda sabiduría, cuánta previsión, cuánto caudal de economía política se encierra en la ley moral que prohíbe las adquisiciones sin trabajo: los que han combatido la prohibición de la usura, se han acreditado de muy superficiales, porque la usura no se refiere precisamente al interés del dinero; su principio fundamental es el siguiente:

    No se puede exigir un fruto de aquello que no lo produce.

    193. Bien mirada, pues, la prohibición de la usura, es una ley para impedir que los ricos vivan a expensas de los pobres, y los que no trabajan abusen de su posición para aprovecharse del sudor de los que trabajan.

    Desde este punto de vista, y sabiendo hacer las aplicaciones debidas, se puede responder a todas las dificultades, inclusas las que resultan de la nueva organización industrial y mercantil, en que han adquirido especial importancia los valores monetarios en metálico o en papel.


CAPÍTULO XXIV: La sociedad en sus relaciones con la moral y la religión

    194. Resulta de la doctrina precedente que la seguridad personal, y el respeto a la propiedad, son los objetos preferentes de la sociedad en cuanto protege; la parte que le incumbe en cuanto fomenta, no pertenece a la filosofía moral sino en lo que puede rozarse con los principios morales. Me contentaré, pues, con breves indicaciones.

    195. A juzgar por la doctrina de algunos publicistas, la sociedad civil debe ser del todo indiferente a cuanto no pertenezca, o al bienestar material, o al desarrollo de las ciencias y de las artes. Para ellos el adelanto de los pueblos es el aumento de su riqueza; y el término de su perfección, la abundancia de goces materiales, fomentados y refinados por las bellas artes, y adornados con el esplendor de las ciencias, como la luz de antorchas que brillan alrededor de un festín. Formarse semejantes ideas de la perfección social, es desconocer la dignidad de la naturaleza humana, y olvidarse de su elevado destino, aun en lo tocante a su vida sobre la tierra. Claro es que los deberes de la potestad civil no deben confundirse con los de la religiosa, y que no se ha de pretender que le incumba el cuidar del hombre interior, cuando puede influir únicamente sobre el exterior; pero de aquí a deducir que la sociedad haya de ser atea en religión y epicúrea en moral, va una distancia inmensa que no es lícito salvar. Si se postergan en el orden civil los deberes morales, considerando al derecho como un simple medio de organización externa, se mina por la base el mismo edificio que se quiere consolidar. Las relaciones sociales se simplifican en apariencia; pero en la realidad se la complica espantosamente, porque no hay complicaciones peores que las que surgen de las entrañas de un pueblo corrompido.

    196. El derecho civil, considerado como un simple medio de organización, y sin relación alguna a los principios morales, es un cuerpo sin alma, una máquina que ejerce sus funciones por la pura fuerza, y cuyos movimientos se paran desde el instante en que cesa de recibir el impulso externo. El derecho, siendo la vida de la sociedad civil, no puede ser una cosa muerta; que, si lo fuera, sería incapaz de vivificar el cuerpo social: sería una regla de administración, sin más resguardo que un escudo: las leyes penales.

    El legislador no puede nunca perder de vista que la legitimidad no es sinónimo de legalidad externa; y que las leyes, para ser respetadas, necesitan de algo más que los procedimientos con que se forman, y las penas con que se sancionan. A los ojos del género humano, sólo es respetable lo justo; y las leyes dejan de ser leyes cuando no son ju stas; y pierden el carácter de justas cuando, aunque entrañen justicia, no son presentadas sino como medios externos que no tiene más principio que el de la utilidad, ni más sanción que la fuerza. Esta utilidad misma es bien pronto disputada merced a la variedad de aspectos ofrecidos por las relaciones sociales; y esta fuerza es bien pronto vencida, porque nada pueden unos pocos que gobiernan, contra los muchos que obedecen, cuando éstos no quieren continuar en la obediencia. A los hombres se los debe atraer por la esperanza del bien, y contenerlos por el temor del mal; es cierto; pero ambas cosas han de estar dominadas por las ideas de justicia y moralidad, sin las que las acciones humanas se reducen a operaciones de especulación en que cada cual discurre a su modo, y acomete unas u otras según las probabilidades de buen o mal resultado. Entonces el dique contra el mal es la intimidación; y el fomento del bien, los medios de corrupción; es decir, que la sociedad se mueve por los dos resortes más bajos: el egoísmo y el miedo.

    No, no es así como deben organizarse las sociedades: esto equivale a depositar en su corazón un germen de muerte, que se desenvuelve con tanta mayor rapidez, cuanto son mayores los adelantos de las ciencias y las artes, y más copiosos y refinados los goces sensibles. La sociedad, compuesta de hombres, gobernada por hombres, ordenada al bien de los hombres, no puede estar regida por principios contradictorios a los que rigen al hombre. Este no alcanza su perfección con sólo desenvolver sus facultades intelectuales, y proporcionarse bienestar material; por el contrario, si, alcanzando ambas cosas, está falto de moralidad, su depravación es todavía mayor; y, lejos de que los goces le hagan feliz su vida devorada por la sed de los placeres, o gastada por el cansancio y fastidio, es una continua alternativa entre la exaltación del frenesí y la postración del tedio, y en lugar de la dicha que busca, encuentra un manantial de sinsabores, y padecimientos.

    197. La naturaleza del hombre y la sana razón están, pues, enseñando que la moral es un verdadero y muy grande interés público: y que se le debiera colocar en primera línea, siquiera por los bienes que produce y los desastres que evita. Pero conviene advertir que la moral, aunque altamente “útil”, no quiere ser tratada como un objeto de mera utilidad; quiere que se la respete, se la ame, por lo que es en sí; y que los saludables efectos, sí bien se esperen de ella con entera seguridad no se le prefijen, como a una máquina los productos de elaboración. Cuando se empieza por ensalzar a la moral sólo como cosa conveniente, el discurso pierde su fuerza; la cuestión se reduce a cálculo, en cuyo caso los hombres no están dispuestos a escuchar exhortaciones a la virtud. Mucho más se daña a la moral si se la proclama como un medio de dirigir las masas, “supliendo” con la moralidad la ignorancia del mayor número: esto equivale a predicar la inmoralidad, porque interesa en favor de ella una de las pasiones más poderosas del hombre: el orgullo. Desde el momento en que la moral no sea más que la regla del vulgo necio, nadie querrá ser mo ral, para no llevar la humillante nota de ignorancia y necedad.

    198. Lo que se dice de la moral, puede aplicarse a la religión: proclamada como un hecho de mera conveniencia, como un medio de gobierno para los ignorantes, pierde su augusto carácter: deja de ser una voz del cielo, y se convierte en un ardid de los astutos para dominar a los tontos. La religión produce indudablemente bienes inmensos a la sociedad, hasta en el orden puramente civil; contribuye poderosamente para fortalecer la autoridad pública y hacer dóciles y razonables a los pueblos; suple la falta de conocimientos del mayor número, porque ella por sí sola es ya muy alta sabiduría; templa las pasiones de la multitud con su influencia suave, su bondad encantadora, sus inefables consuelos, sus sublimes verdades, sus pensamientos de eternidad; mas para esto necesita ser lo que es: ser religión, ser cosa divina, no humana; ser un objeto de veneración, no un medio de gobierno.

    199. ¡Qué horror! ¡qué ceguera! ¡mirar a la religión y a la moral como resortes solo adaptados a la ignorancia, a la pobreza y a la debilidad! ¿Acaso los diques han de ser menos fuertes, a proporción que es mayor el ímpetu de las aguas? ¿Por ventura el caballo necesita menos del freno cuanto es más indócil y brioso? Las luces sin moral son fuego que devasta; la riqueza sin moral es un incentivo de corrupción. El poder sin moral se convierte en tiranía. Las luces, la riqueza, el poder, si les falta la moral, son un triple origen de calamidades. La inmoralidad impele por el camino del mal, la luz y la riqueza multiplican los medios; el poder allana todos los obstáculos: ¿se concibe acaso un monstruo más horrible que el que desea el mal con ardor, y lo sabe ejecutar de mil maneras, y dispone de recursos de todas clases, y domina todas las resistencias? No, no es verdad que la religión y la moral sean únicamente para el pobre y desvalido: no, no es verdad que la religión y la moral no deben penetrar en la mansión del rico y del poderoso. La choza del pobre sin moral, es un objeto repugnante, pero inspira más lástima que indignación; el palacio del magnate, con el cortejo de la inmoralidad, es un objeto horrible: el oro, la pedrería, la misma púrpura, no bastan a ocultar la asquerosa fealdad de la corrupción, como ni los aromas, ni el esplendoroso aparato, ni las preciosas colgaduras, ni los ricos vestidos, son suficientes a disminuir el horror de un cadáver pestilente. La religión y la inmoralidad, cuando están abajo, despiden un vapor mortífero que mata al poder público; y, cuando están arriba, son una lluvia de fuego que todo lo convierte en polvo y ceniza.


CAPÍTULO XXV: La ley civil

    200. A la luz de los principios establecidos, y explicado ya en qué consisten la ley eterna y la natural, al tratar del origen y esencia de la moralidad, podremos formarnos ideas claras sobre la ley civil.

    La ley, ha dicho con admirable concisión y sabiduría Santo Tomás, es “una ordenación de la razón, dirigida al bien común, promulgada por el que tiene el cuidado de la comunidad”. “Rationis ordinatio, ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet promulgata”.

    201. Ordenación de la razón: “Rationis ordinatio” Los seres racionales deben ser gobernados por la razón, no por la voluntad del que manda. La voluntad, sin la razón, es pasión o capricho; y el capricho o la pasión gobernando, son arbitrariedad y tiranía. Y nótese aquí la profundidad filosófica que se encierra en el lenguaje común: arbitrariedad se llama al procedimiento ilegal del gobernante: consignándose en esta expresión la verdad de que en gobierno no ha de procederse por voluntad o “arbitrio”, sino por razón.

    La moral, no sólo pertenece a la razón, sino que constituye una parte de su esencia; y es, además, su complemento, su perfección, su ornato. Cuando, pues, se dice, ordenación de la razón, se entiende también ordenación conforme a los eternos principios de la moral; las leyes intrínsecamente inmorales no son leyes, son crímenes; no favorecen a la sociedad, la pervierten o la hunden: no producen obligación, no merecen obediencia; basta que, sin obedecerlas, se las oiga promulgar con paciencia.

    Decir que toda la ley, por sólo ser formada, es ley y obligatoria, es arruinar los fundamentos de la moral, es contradecir al sentido común, es borrar la historia, es mentir a la humanidad, es proclamar la tiranía, es legitimar el crimen. ¿Qué otras adulaciones desearon Tiberio y Nerón, y cuantos tiranos han devastado la faz de la tierra, costando a la humanidad torrentes de sangre y de lágrimas? Esto no es fortalecer la autoridad pública, es matarla; a ella se la conduele al abuso de sus atribuciones, y a los pueblos se les viene a decir: “estáis condenados a obedecer cuanto se os mande, siquiera sea lo más injusto e inmoral” ¡Ay del día en que se hablase a los pueblos con este lenguaje sacrílego! Desde entonces se considerarían en peligro de ser víctimas de la tiranía, y su paciencia se acabaría tan pronto como tuviesen medios para sacudir el yugo.

    202. Dirigida al bien común: “ad bonum commune”. El cimiento de la ley es la justicia; su objeto, el bien común. Las leyes no deben hacerse para la utilidad de los gobernantes, sino de los gobernados: los pueblos no son para los gobiernos; los gobiernos son para los pueblos. Cuando el que gobierna atiende a su utilidad propia y olvida la pública, es tirano; y, aunque su autoridad sea legítima, el uso que de ella hace es tiránico. En esto no cabe excepción de ninguna clase: toda ley, sea la que fuere, debe estar encaminada a la utilidad pública; si le falta esta condición, no merece el nombre de ley. (Véanse los capítulos XVIII y XXV)

    203. Las leyes pueden distinguir favorablemente a ciertos individuos y clases determinadas; pero esta distinción ha de ser por motivos de utilidad general: si este motivo le faltase, sería injusta; porque los hombres, así como no son patrimonio del gobierno, no lo son tampoco de clase alguna. La aristocracia de diversas especies que hallamos en la historia de las naciones, tenía este objeto; y, cuando se ha desviado de él, ha perecido. Las distinciones y preeminencias que se otorgan a los individuos y a las clases, no son títulos dispensados para nutrir el orgullo y complacer a la vanidad; cuanta más elevación, mayores obligaciones. Las clases más altas tienen el deber de emplear sus ventajas y preponderancia en bien de las inferiores: cuando así lo hacen, no dispensan una gracia, cumplen un deber; si lo olvida, su altura deja de ser conveniente; la ley que la protege, pierde su vida, que consistía en la razón de conveniencia pública que justificaba la elevación; y bien pronto la Providencia cuida de restablecer el equilibrio, dejando que se des encadenen las tempestades, y dispersen como un puñado de polvo la obra de los siglos.

    204. “Promulgata”. La ley no conocida no obliga, y no puede ser conocida, si no está promulgada. Los actos morales necesitan libertad; y ésta supone el conocimiento.

    205. Por el que tiene el cuidado de la sociedad. “Ab eo qui curam communitatis habet”. La ley debe emanar del poder público. Sea cual fuere la forma en que se halle constituido, monárquico, aristocrático, democrático o mixto, tiene la facultad de legislar, porque sin esto le es imposible llenar sus funciones. Gobernar es dirigir, y no se dirige sin regla; la regla es la ley.

    206. Es de notar que en esta definición de la ley no entra la idea de fuerza, ni siquiera como pena: su profundo autor creyó, y con razón, que la sanción penal no era esencial a la ley; la pena es el escudo, o, si se quie re, la espada de la ley; mas no pertenece a su esencia. Por el contrario, la pena es una triste necesidad a que apela el legislador para suplir lo que falta a la influencia puramente moral. La legislación más perfecta sería aquella en que no se debiese nunca conminar, por aplicarse a hombres que no necesitas en del temor de la pena para cumplir lo mandado. Cuando el hombre obedece sólo por el temor de la pena, procede como esclavo: compara entre las ventajas de la des obediencia y los males del castigo; y, encontrando que éstos no se compensan con aquellas, opta por la obediencia. Pero, si en vez de obrar por temor obedece por razones puramente morales, porque éste es su deber, porque hace bien, entonces la obediencia le ennoblece; porque, procediendo con entera libertad, con pleno dominio de sí mismo, no se somete al hombre, sino a la ley; y la ley no es para él una regla meramente humana: es un dictamen de la razón y de la justicia, un reflejo de la verdad eterna, una emanación de la santidad y sabiduría infinita. Desde este punto de vista, la ley es de derecho natural y “divino”; y los que han combatido este último epíteto y le han mirado como emblema de esclavitud, debieron de ser bien superficiales cuando no alcanzaron a ver que ésta era la única y sólida garantía de la verdadera libertad.


Balmes Jaime - Etica - CAPÍTULO XXI: Objeto y perfección de la sociedad civil