Balmes Jaime - Etica - CAPÍTULO XXV: La ley civil


CAPÍTULO XXVI: Los tributos

    207. No es posible gobernar un Estado sin los medios convenientes; de aquí nace la justicia de los tributos. La sociedad protege la vida y los intereses de los asociados; luego éstos deben contribuir en la proporción correspondiente para formar la suma necesaria a los medios de gobierno.

    208. El modo de exigir los tributos está sujeto a trámites que varían según las leyes y costumbres de los diversos países; pero hay dos máximas de que no se puede nunca prescindir: 1ª, que no es lícito exigir más de lo necesario para el buen gobierno del Estado; 2ª, que la distribución de las cargas debe hacerse en la proporción dictada por la justicia y la equidad.

    209. Que no se puede exigir más de lo necesario, es indudable. El poder público no es el dueño de las propiedades de los súbditos; cuando éstos le entregan una cierta cantidad, no le pagan una deuda como a dueño, sino que le proporcionan un auxilio para gobernar bien. Si el poder público exige más de lo necesario, merece a los ojos de la sana moral el mismo nombre que se aplica a los que usurpan la propiedad ajena. Este nombre es duro, pero es el propio; agravado más y más por la circunstancia de que quien atropella es el mismo que debiera proteger.

    210. La equitativa distribución de las cargas es otra máxima fundamental. A más de que a esto obliga la misma fuerza de las cosas, so pena de que, agobiando igualmente al pobre que al rico, se destruyan los pequeños capitales y se vayan segando los manantiales de la riqueza pública, media en ello una poderosa razón de justicia Quien tiene más recibe en la protección un beneficio mayor; por lo mismo que su propiedad es mayor, ocupa en mayor escala la acción protectora del gobierno; y así está obligado a contribuir en mayor cantidad. Permítaseme aclarar la materia con un ejemplo sencillo. De dos propietarios, el uno no tiene más que pocas casas en una calle; el otro posee todo, el resto de ella: si se ha de poner un vigilante para la comodidad y seguridad de la calle, ¿quién duda que deberá contribuir en mayor cantidad el que la posee casi toda?

    211. Otra máxima fundamental hay en la materia, y que se extiende no sólo a la recaudación e inversión de los tributos, sino también a todo lo concerniente a la gobernación del Estado, cual es, que el poder público no debe ser considerado nunca como un verdadero dueño, ni de los caudales ni de los empleos públicos, sino como un administrador que no puede disponer de nada a su voluntad, sino que debe proceder siempre por razones de utilidad pública, reguladas por la sana moral. Los caudales públicos sólo pueden invertirse en bien del público; los mismos sueldos que se dan a los empleados, no son otra cosa que medios de sostener con decoro las ruedas de la administración. Los empleos no pueden proveerse por otros motivos que los de utilidad pública; quien se aparta de esta regla, dispone de lo que no es suyo: es un verdadero defraudador. Los destinos no deben crearse ni conservarse para ocupar a las personas; por el contrario, la ocupación de éstas no tiene más objeto que el desempeño del destino: cuando los empleos son para los hombres, y no los hombres para los empleos, se invierte el orden, se comete una injusticia; se gastan los caudales de los pueblos, y el acto no es menos inmoral porque se haga en mayor escala, por lo mismo será más grave la responsabilidad.

    212. Estos son los verdaderos principios de razón, de moral, de justicia, de conveniencia, aplicados al gobierno del Estado. ¡Qué importa el que la miseria y la maldad de los hombres los hayan desconocido con frecuencia! No cesemos por esto de proclamarlos; inculquémoslos una y otra vez: grábense profundamente en la conciencia pública, cuyo poder es siempre grande para evitar males. Cuando haya mucha corrupción, pensemos que sin el freno de la conciencia pública, sería infinitamente mayor; y, así como las miserias y las iniquidades individuales no impiden el que se proclame la moral como regla de la vida privada, las injusticias y los escándalos no deben nunca desalentar para que dejen de proclamarse la moral y la justicia como reglas de la conducta pública.

    La sinrazón, la injusticia, la inmoralidad, nunca prescriben; nunca adquieren un establecimiento definitivo, siempre tiemblan; y cejan o no avanzan tanto en su carrera, cuando oyen las protestas de la razón, de la justicia y de la moral.


CAPÍTULO XXVII: Penas y premios

    213. El orden del universo debe tener medios de ejecución y garantías de duración. El maquinista toma sus precauciones para que su máquina ejerza del modo conveniente las funciones que él se ha propuesto; y, en general, quien desea llegar a un fin, emplea los medios aptos para conseguirlo. En los seres destituidos de libertad, el orden se realiza y mantiene por leyes necesarias; mas éstas no son aplicables cuando se trata de agentes libres. Por lo que es preciso que haya un suplemento de esta necesidad; un medio que, respetando la libertad del agente, garantice la ejecución y conservación del orden. Si así no fuera, el mundo de las inteligencias resultaría de inferior condición al universo corpóreo. Este medio, esta garantía de la ejecución y conservación del orden moral, es la influencia moral por el temor o la esperanza: la pena o el premio.

    214. Dios ha prescripto a las criaturas el orden que deben observar en su conducta; ellas, en fuerza de su libertad, pueden no ejecutar lo que les está mandado; si suponemos que no hay premio ni pena, la realización y la conservación del orden establecido se halla completamente en manos de la criatura; y el Criador se encuentra, por decirlo así, desarmado, en presencia de un ser libre que le dice: “no quiero”. Esto manifiesta la profunda razón en que estriba la doctrina del premio y del castigo: con estos dos resortes, la voluntad queda libre, pero no sin restricción; para evitar el que diga: “no quiero”, se la halaga con la esperanza del premio, y se la intimida con la amenaza del castigo; y, si ni aun con esto se consigue el impedirlo, y la criatura insiste en decir: “no quiero”, el orden que no se ha podido conservar en la esfera de la libertad, se restablece en la de la necesidad; la pena impuesta al culpable es una compensación del desorden; es una satisfa cción tributada al orden moral.

    215. La pena es un mal aflictivo aplicado al culpable a consecuencia de su culpa. Sus objetos son los siguientes: 1º) Amenazada, es un preventivo de la falta; y, por consiguiente, un medio de realización y conservación del orden moral. 2º) Aplicada, es una reparación del desorden moral y, por tanto, un medio de restablecer el equilibrio perdido. 3º) Una prevención contra ulteriores faltas en el culpable, y una lección para los que presencien el castigo.

    De aquí resulta que la pena tiene los caracteres de sanción, expiación, corrección y escarmiento. Sanción, en cuanto afianza la ley garantizando su observancia. Expiación, en cuanto es una reparación del desorden mo ral. Corrección, en cuanto se encamina a la enmienda del culpable. Escarmiento, en cuanto detiene a los que la ven aplicada a otros.

    216. El carácter de corrección se halla en toda pena que no sea la última. Así, en la sociedad, la multa, la prisión, la exposición, el destierro, el presidio, son correccionales; pero la de muerte no lo es; no se encamina a corregir al culpable, pues que acaba con él.

    217. El único carácter esencial a toda pena aplicada, es el de expiación; porque, si suponemos una sola criatura en el mundo, y ésta peca, y por el pecado se le aplica una pena final, no habrá objeto de corrección para el castigado, ni tampoco de escarmiento, por no haber otros que puedan escarmentar.

    218. Tocante al carácter preventivo, lo que la hace sanción de la ley, tampoco es absolutamente necesario. Por lo mismo que existe la obligación moral, el que falte a ella con el debido conocimiento, se hace responsable y se somete a las consecuencias de su responsabilidad; por manera que, si suponemos que el delincuente, advirtiendo perfectamente toda la fealdad de la acción que comete, ignora la pena señalada, no dejará de ser penable, a no ser que la pena esté únicamente impuesta para el caso de ser conocida y arrostrada.

    219. Infiérese de esta doctrina que el mirar las penas únicamente como medios correccionales, es desconocer su naturaleza. La pena tiene otros objetos fuera del bien del culpable; a veces atiende a dicho bien, a veces prescinde de él, y se dirige únicamente a la expiación y escarmiento. La doctrina que atribuye a las penas el solo carácter de corrección, es una consecuencia del sistema utilitario: según éste, el bien moral es lo útil con respecto al mismo que lo ejecuta; el mal, lo dañoso; así la reparación, o la pena, no debe ser otra cosa que una especie de lección para que el culpable conozca mejor su utilidad, y un medio para que la busque.

    Con semejante doctrina, se ennoblecen todas las penas, no hay ninguna vergonzosa: el criminal castigado no es más que un infeliz que erró un cálculo, y a quien se enseña a calcular mejor. En tal supuesto, no puede haber ninguna pena final, ni aun en lo humano; y habría mucha inconsecuencia, si no se condenase la pena de muerte.

    220. La doctrina que quita a las penas el carácter de expiación, y les deja únicamente el de corrección, parece a primera vista muy humana: ¿qué cosa más filantrópica que atender tan sólo al bien del mismo culpable? Sin embargo, examinándola a fondo, se la encuentra in-moral, subversiva de las ideas de justicia, contraria a los sentimientos del corazón, y altamente cruel.

    221. Si la pena no tiene otro objeto que la corrección del culpable, se sigue que el orden moral no exige ninguna reparación, sean cuales fuesen las infracciones que padezca; esto equivale a decir que no hay moralidad, que semejante idea es del todo vacía. El equilibrio de la naturaleza tiene sus medios de conservación y restablecimiento; ¿y se pretenderá que de ellos carezca el mundo moral? Dios quiere el bien moral; la criatura, en fuerza de su libertad, no lo quiere: ¿prevalecerá la voluntad de la criatura contra la del Criador, no sólo en la consumación del acto malo, sino también en todas sus consecuencias, quedando Dios sin medio alguno para restablecer el equilibrio moral y el orden destruido?

    222. Otra consecuencia se sigue de esta doctrina, y es, que la pena debiera ser tanto menos aplicable, cuanto menos esperanza hubiese de enmienda; por manera que, si suponemos una voluntad tan firme, que, una vez decidida por el mal, fuese muy difícil apartarla de él, la pena casi no tendría objeto; y, si hubiese certeza de que no se apartaría del mal, la pena no debiera aplicarse. ¿A qué la corrección, cuando no hay esperanza de enmienda? Esta doctrina es horrible, porque, en vez de aumentar la pena en proporción de la maldad, la disminuye; y al extremo del crimen, a la obstinación en cometerle, le otorga el privilegio de la inmunidad de todo castigo.

    Véase, pues, con cuánta verdad he dicho que la pretendida dulzura de la corrección era profundamente inmoral: no es nuevo que se cubran con el manto de la filantropía las apologías del crimen.

    223. El culpable castigado por pura corrección no está bajo la mano de la justicia, sino de la medicina: ¿con qué derecho se cura, si él no quiere? He aquí el diálogo entre el penado y el juez:

    -Has cometido un delito, y se te aplican seis años de prisión.

-¿Con qué objeto?

-Para que te corrijas.

-¿Conque se trata solamente de mi bien?

-No de otra cosa.

-Pues entonces, yo renuncio a este favor.

    -No se admite la renuncia.

    -¿Por qué? ¿no se trata de mi bien? Pues, si yo no lo quiero, ¿con qué razón se me obliga a aceptar el bien de estar encerrado?

    -Es preciso que la ley se cumpla.

    -De esta precisión me quejo, y digo que es injusta. Se me quieren hacer favores, y a la fuerza se me obliga a aceptarlos.

    Si el juez no apela a las ideas de escarmiento para los demás, ya que no quiera hablar de expiación, es necesario confesar que no puede responder a las objeciones del delincuente; pero, si habla de algo que no sea pura corrección, apártase de teoría, y entra en terreno común.

    224. Si se admitiera semejante error, se trastornaría el lenguaje. No se podría decir: “el culpable merece tal pena”; sino: “al culpable le conviene tal pena”. Merecer es ser digno de una cosa; y, en tratándose de castigo, envuelve la idea de expiación. Faltando ésta, falta el merecimiento, la idea moral de la pena; y así resulta una simple medida de utilidad, no un efecto de la justicia.

    ¿Quién no ve que esto subvierte todas las ideas que rigen en el mundo moral y social, destruyendo por su base todos los principios en que estriba la autoridad de la justicia al imponer una pena?

    225. La infracción del orden mo ral excita un sentimiento de animadversión contra el culpable. ¿Quién no lo experimenta al ver un acto de injusticia, de perfidia, de ingratitud, de crueldad? En aquel sentimiento instantáneo, ¿hay, por ventura, algún interés por el culpable? No: por el contrario, dirige la indignación contra él. Se dirá tal vez que esto es espíritu de venganza; pero adviértase que con harta frecuencia el sentimiento de indignación es del todo desinteresado, pues que el acto que nos indigna no se refiere a nosotros ni a nada nuestro; en cuyo caso será trastornar el sentido de las pala bras el aplicarle el nombre de venganza. Se replicará, tal vez, que nos interesamos también por los desconocidos, y que por esto se nos excita el sentimiento de venganza cuando vemos un mal comportamiento con otro cualquiera; pero, aun dando a la palabra una acepción tan lata, no se resuelve la dificultad; pues que una acción infame o vergonzosa, aunque no se refiera a otro, por ser pura mente individual, también nos inspira el sentimiento de animadversión contra quien la comete.

    226. Además, aquí se omite el atender al objeto del sentimiento de ira, considerado en sus relaciones morales, lo que da a la cuestión un aspecto nuevo. La palabra venganza, en su acepción común, expresa una idea mala, porque significa el deseo de reparar una ofensa de un modo indebido. Pero, si miramos la ira como un sentimiento del alma que se levanta contra lo malo, la ira tiene un objeto bueno, y puede ser buena; y, si la venganza no significase más que una reparación justa y por los medios debidos, no expresaría ninguna idea viciosa. Esto es tanta verdad, que la idea de vengar se aplica a Dios; y él mismo se atribuye este derecho. Las leyes humanas también vengan; y así decimos: “está satisfecha la vindicta pública; con el castigo del culpable la sociedad ha quedado vengada”.

    En este sentimiento del corazón, que con harta frecuencia acarrea desastres, encontramos, pues, un instinto de justicia; lo cual es una nueva prueba de que el mal, aplicado al culpable como pena, no tiene sólo el carácter de corrección, sino también, y principalmente, el de expiación. Quien infringe el orden moral, merece sufrir: cuando el corazón se subleva instintivamente contra una acción mala obedece al impulso de la naturaleza, bien que luego la razón añade: que la aplicación de la pena merecida no corresponde al particular, sino a la autoridad humana y a Dios. El instinto natural nos indica el merecimiento del castigo; la ley nos impide aplicarle; porque no puede concederse este derecho a los particulares, sin que la sociedad caiga en el más completo desorden, y sin dar margen a muchas injusticias.

    227. La crueldad es otro de los caracteres de la doctrina que estamos combatiendo. Hagámoslo sentir, pues que ésta es excelente prueba en semejantes casos. Un infame abusa de la confianza de un amigo; le hace traición; se conjura contra él; le roba, y por complemento le asesina. El criminal cae bajo la mano de la justicia. Al aplicarle la pena, la ley mira a la víctima del crimen, mira a la sociedad ultrajada, mira a la amistad vendida, mira a la humanidad sacrificada: con la ley está el corazón de todos los hombres; todos exclaman: “¡Qué infamia! ¡qué perfidia! ¡qué crueldad! Desventurado, ¿quién le dijera que había de morir a manos del mismo a quien daba continuas muestras de fidelidad y de amor? Caiga sobre la cabeza del culpable la espada de la ley; si esto no se hace, no hay justicia, no hay humanidad sobre la tierra”. En esta explosión de sentimientos, el filósofo de la “pura corrección” no ve más que necedades. No se trata de vengar a la víctima, ni a la sociedad; lo que se debe procurar es la enmienda del culpable; aplicarle, sí, una corrección; pero el límite de ella ha de ser la esperanza de la enmienda. Sin esto, la pena sería inútil, sería cruel... Bueno sería aconsejar al filósofo que semejante discurso lo tuviese en monólogo, y que no lo oyese nadie; pues, de lo contrario, sería posible que las gentes le aplicasen a él un correctivo de sus teorías, sin esperar intervención del juez.

    228. He aquí a lo que se reduce la pretendida filantropía: una crueldad refinada, a una injusticia que indigna. Se piensa en el bien del culpable, y se olvida su delito; se favorece al criminal, y se posterga a la victima. La moral, la justicia, la amistad, la humanidad, no merecen reparación; todos los cuidados es preciso concentrarlos sobre el criminal, tratándole como a un enfermo a quien se obliga a tomar una medicina repugnante o a quien se hace una operación dolorosa. Para la moral, la justicia, la víctima, para todo lo más sagrado e interesante que hay sobre la tierra, sólo olvido; Para el crimen, para lo más repugnante que imaginarse pueda, sólo compasión.

    Contra semejante doctrina protesta la razón, protesta la moral, protesta el corazón, protesta el sentido común, protestan las leyes y costumbres de todos los pueblos, protestan en masa el género humano. Jamás se han dejado de mirar los castigos como expiaciones; jamás se ha considerado la pena como simple medio de corrección; jamás se ha limitado a la mejora del culpable, prescindiendo de la reparación debida a la justicia.

    229. El carácter expiatorio de la pena es conforme a las costumbres religiosas de todos los pueblos, quienes han creído siempre que, para aplacar a la divinidad, era preciso ofrecer una mortificación del culpable o de algo que le represente. De aquí la efusión de sangre en los sacrificios; de aquí la consumación de las víctimas por el fuego; de aquí las penas voluntarias que se han impuesto los individuos y los pueblos, cuando han querido desarmar la cólera divina. Los culpables vengaban en sí propios la culpa para prevenir la venganza del cielo. ¡Tan profundamente grabada tenían en su espíritu la idea de la necesidad de reparación, y de restablecer el equilibrio moral con el castigo de los contraventores!

    230. En este caso, como en todos los demás, se hallan en pro de la verdad, la razón, el sentido común, los sentimientos, las costumbres, la conciencia del género humano, la legislación, las tradiciones primitivas; la verdad, que es la realidad, se halla en armonía con las otras realidades; el error, que es la ficción humana choca con todo, y no puede descender al campo de los hechos sin desvanecerse como el humo.

    231. Nótese bien que, al combatir la doctrina contraria, no me propongo sostener que las penas, no hayan de ser correccionales; por el contrario, afirmo que, en cuanto sea posible, no debe el legislador perder nunca de vis ta un objeto tan importante. El carácter expiatorio se realza y embellece cuando, a más de ser una justa reparación en el orden moral, es un medio para la enmienda del culpable: ¿qué más puede desear el legislador que reparar el desorden en sí mismo, y restituir al orden al que lo había infringido? Las leyes humanas deben proponerse este objeto, en cuanto sea compatible con la justicia; imitando en ello a la ley divina, la cual no castiga sino para mejorar, excepto el caso en que, llenada la medida, cierra el Juez supremo los tesoros de su misericordia y descarga sobre el culpable el formidable peso de la justicia.

    232. La mayor parte de los desórdenes llevan consigo cierta pena en sus efectos naturales: la gula, la embriaguez, la destemplanza, la pereza, la ira, todos los vicios producen males físicos que pueden considerarse como otras tantas penas que al propio tiempo nos sirven de freno contra el desorden, y de paternal amonestación para que no nos apartemos del camino de la virtud. Dios ha establecido en nuestra misma organización un sistema penal de corrección, castigando el desorden con el dolor, y haciendo necesarias las privaciones para el restablecimiento del orden. El glotón satisface su apetito desordenado, pero sufre en consecuencia las molestias y dolores de la indigestión; siendo notable que la ley física de su restablecimiento es una privación: la dieta.

    En los demás vicios hallamos un orden semejante: la pena tras el delito, la privación del goce, para curar el mal físico; así las leyes mismas de la naturaleza nos ofrecen una serie de penas correccionales y expiatorias, manifestándose en esto la sabiduría que ha presidido al or-den físico y moral, e indicando que es una sola mano la que lo arreglado todo, pues que, entre cosas tan diferentes, hallamos tal enlace, tal concierto y armonía.


CAPÍTULO XXVIII: Inmortalidad del alma - Premios y penas de la otra vida

233. Por el orden mismo de la materia nos hallamos conducidos a tratar de los premios y penas de la otra vida, lo cual se liga con la inmortalidad del alma y demás doctrinas religiosas. ¿A qué se reduce la religión, si después de esta vida no hay nada? Si el alma muere con el cuerpo, es inútil hablarle al hombre de moral y religión: este sería el caso en que, sin duda, respondiera: comamos y bebamos, que mañana moriremos. En la fugacidad de la vida, en ese bello sueño que pasa y des aparece, los instantes de placer son preciosos, si a ello se limita nuestra existencia; no hay entonces razón alguna para dejar de aprovecharlos; la conducta epicúrea es consecuencia muy lógica de las doctrinas que niegan la inmortalidad del alma.

    234. Así como el principio de una cosa puede ser por creación o por formación, según que empieza de nuevo en su totalidad, o se compone de algo que antes existía; así también el fin puede ser por aniquilamiento o por disolución, según que se reduce a la nada, o se descompone por la separación de las partes. Una máquina no empieza en su totalidad absoluta cuando se la constituye, pues que sus partes existían ya de antemano; y cuando se deshace no se anonada, pues sus partes continúan existiendo, aunque separadamente, o al menos sin la disposición en que antes estaban.

    Lo simple no puede empezar por formación o composición, ni acabar por disolución; si no hay partes, claro es que no pueden reunirse, ni separarse, ni desordenarse; lo simple empieza o acaba en su totalidad. De esto se infiere evidentemente que el alma humana, siendo simple, no puede acabar por descomposición; y así la muerte del cuerpo no la destruye. Ella no tiene ningún germen de disolución, porque no encierra diversidad ni distinción en su sustancia; por tanto, es preciso decir, o que dura para siempre, o que Dios la aniquila. La psicología nos demuestra la inmortalidad intrínseca, o sea la imposibilidad de perecer por disolución; ahora, para probar la inmortalidad extrínseca, esto es, que Díos no la anonada, es preciso echar mano de otra clase de argumentos.

    235. La experiencia nos enseña que las substancias corpóreas no se aniquilan, sino que pasan de un estado a otro. Las moléculas que las componen, están en continuo movimiento; se hallan en las entrañas de la tierra, después se combinan con la organización vegetal y forman parte de una planta; cuando ésta muere, continúan bajo la forma de madera; ésta se pudre o se quema, y las moléculas se dispersan para entrar en nuevas combinaciones en el reino vegetal o animal; de suerte que las sustancias corpóreas recorren un círculo de transfo rmación, mas no se anonadan. ¿Cuál de los dos seres es el más noble, más digno, por decirlo así, de los cuidados del Criador, una molécula sin voluntad, sin pensamiento, sin sentido, sin vida, sujeta a las leyes necesarias, o un ser inteligente, libre, capaz de dilatar indefinidamente sus ideas, y, sobre todo, de conocer y amar a su Autor? La respuesta no es dudosa; luego el sostener que el alma se reduce a la nada, es invertir el orden del mundo, suponiendo que lo inferior se conserva y lo superior se acaba; y que Dios se complace en conservar lo inerte y en anonadar lo inteligente y libre.

    236. El hombre tiene un deseo innato de la inmortalidad, la idea de la nada le contrista; y es harta evidente que su deseo no se satisface en esta vida, que, por su extremada brevedad, es comparada con razón a un sueño. Si el alma muere con el cuerpo, se nos habrá dado un deseo natural, cuya satisfacción nos será del todo imposible; esto es contrario a la sabiduría y bondad del Criador: Dios castiga a los culpables, pero no se complace en atormentar a sus criaturas con irrealizables deseos.

    Se dirá que aun en esta vida deseamos muchas cosas que no podemos conseguir, y que, sin embargo, nada se infiere contra la bondad y sabiduría de Dios. Pero es preciso reflexionar que la inmensidad de los deseos que en vida experimentamos, aunque varios, y con harta frecuencia extraviados, se dirigen todos a la felicidad; esto busca el sabio como el necio, el virtuoso como el corrompido; unos por camino verdadero, otros por errado; el resorte natural es el mismo en todos: el deseo de ser feliz. Si hay otra vida, estos deseos pueden cumplirse todos, no en lo que tienen de malo, y a veces de contradictorio, sino en lo que encierra de amor a la felicidad; y, por tanto, quedan a salvo la bondad y sabiduría de Dios; pero, si el alma muere con el cuerpo, no se satisface ni lo legítimo ni lo ilegítimo, ni lo razonable ni lo necio; y tantos deseos vehementes e indestructibles se han dado al hombre para llegar, ¿a qué? A la nada.

    237. Supuesta la inmortalidad del alma, no se ve inconveniente en que la suerte del hombre haya sido encomendada a su libertad; y que, grabado en su espíritu el deseo de ser feliz, se le haya otorgado la facultad de buscar esta dicha de varios modos, para que, si no la encontrase, la responsabilidad fuera suya: así se explica por qué unos aman las riquezas, otros los placeres, otros la gloria, otros el poder, buscando la felicidad en objetos que no la encierran: en tal caso, suya es la culpa; el deseo de ser feliz es natural; pero el carácter de inteligentes y libres exigía que esta felicidad fuese el fruto de nuestras obras; que llegásemos a ella por el conocimiento y la libre voluntad, y no por una serie de impulsos necesarios. Cuando los deseos no se satisfacen en esta vida, o en vez de gozo, hallamos sinsabores, y en lugar de placeres, dolor, no podemos quejarnos de Dios, que nos ha sujetado a estas leyes para nuestro propio bien; y si, aun siendo moderados y lícitos, nuestros deseos no se satisfacen sobre la tierra, tampoco hay lugar a queja, porque, no siendo ésta nuestra mansión final, y habiendo de vivir para siempre en la otra, la vida de la tierra es un mero tránsito, y cuanto sufrimos aquí, no es más que una ligera incomodidad que arrostra gustoso el viajero para llegar a su patria. Pero todo esto desaparece, si el alma muere con el cuerpo; entonces no hay ninguna explicación plausible: deseamos con vehemencia, y no podemos llenar los deseos; aunque los moderemos, ajustándolos a razón, tampoco se cumplen; las privaciones que sufrimos no tienen compensación en ninguna parte: nuestra vida es una ilusión permanente; nuestra existencia, una contradicción. El no ser nos horroriza; la inmortalidad nos encanta: deseamos vivir, y vivir en todo; antes de abandonar esta tierra, queremos dejar recuerdos de nuestra existencia. El poderoso construye grandes palacios que él no habitará; el labrador planta bosques que no verá, crecidos; el viajero escribe su nombre en una roca solitaria que leerán las generaciones venideras; el sabio se complace en la inmortalidad de sus obras; el conquistador, en la fama de sus victorias; el fundador de una casa ilustre, en la perpetuidad de su nombre, y hasta el humilde padre de familias se lisonjea con el pensamiento de que vivirá en sus descendientes y en la memoria de sus vecinos: el deseo de la inmortalidad se manifiesta en todos de mil maneras, bajo diversas formas; pero no es posible arrancarle del corazón; y este deseo inmenso, que vuela al través de los siglos, que se dilata por las profundidades de la eternidad, que nos consuela en el infortunio y nos alienta en el abatimiento; este deseo, que levanta nuestros ojos hacia un nuevo mundo, y nos inspira desdén por lo perecedero, ¿sólo se nos habría dado como una bella ilusión, como una mentira cruel, para dormirnos en brazos de la muerte y no despertar jamás? No, esto no es posible; esto contradice a la bondad y sabiduría de Dios; esto conduciría a negar la Providencia, y de aquí, el ateísmo.

    238. En el hombre todo anuncia la inmortalidad. Sus ideas no versan sobre el contingente sino sobre lo necesario; no merece a sus ojos el nombre de ciencia lo que no se ocupa en lo necesario, y, por consiguiente, eterno. Los fenómenos pasajeros forman el objeto de sus observaciones para llegar al conocimiento de lo permanente; tiene fija su vista a lo que se sucede en la cadena de los tiempos, pero es para elevarse a lo que no pasa con el tiempo. En su propia mente encierra un mundo ideal, necesario; las ciencias matemáticas, ontológicas y morales prescinden de las condiciones pasajeras; se forman de un conjunto de verdades eternas, indestructibles, que ni nacieron con el mundo, ni perecerían, pereciendo el mundo. Siendo esto así, ¿qué misterio, qué contradicción es el espíritu del hombre, si tamaña amplitud sólo se le ha concedido para los breves momentos de su vida sobre la tierra? Semejante suposición, ¿no nos haría concebir la idea de un ser maléfico que se ha complacido en burlarse de nosotros?

    239. En confirmación de este mismo argumento hay otra consideración de mucha gravedad. La mayor parte de los hombres se fijan poco en esas ideas grandes que forman las delicias de una vida meditabunda. Ocupados en sus tareas ordinarias, faltos de tiempo y preparación para pensar sobre los secretos de la filosofía, dejan correr sus días sin desenvolver sus facultades intelectuales más allá de lo necesario para el objeto de su estado y profesión. Considerando a la humanidad desde este punto de vista, se nos ofrece como un caudal inmenso de fuerzas intelectuales y morales, del que no se emplea en la tierra más que una parte insignificante, comparada con la totalidad. Si el alma sobrevive al cuerpo, se concibe muy bien que estas facultades no se desenvuelvan aquí en su mayor parte; les espera la eternidad, donde podrán ejercer sus funciones en grande escala; y entonces el género humano se parece a un viajero que durante el viaje lleva arrolladas y escondidas las preciosidades que luego desplegará y empleará cuando llegue a su casa. Pero, si el alma no tiene más vida que ésta, ¿de qué sirve tanto caudal de fuerzas intelectuales y morales? ¿qué sabiduría fuera la que criase lo que no había de servir? Tanto valdría pretender que obra cuerdamente el labrador que esparce sobre la tierra la semilla en grande abundancia, sabiendo que sólo han de brotar pocos granos, y queriendo destruir los tallos antes que lleguen a sazón.

    240. Los destinos de la humanidad sobre la tierra no sirven a explicar el misterio de la vida, si ésta se acaba con el cuerpo. Es verdad que el linaje humano ha hecho cosas admirables transformando la faz del globo, y que probablemente las hará mayores en adelante; es cierto que se nos ofrece a manera de un grande individuo encargado de representar un inmenso drama, cuyos papeles están repartidos entre las varias naciones, y de los cuales le corresponde u pequeñísima parte a cada hombre particular; pero este drama tiene un sentido, si la vida presente se liga con una vida futura, si los destinos de la humanidad

sobre la tierra están enlazados con los del otro mundo: de lo contrario, no. En efecto: reflexionando sobre la historia, y aun sobre la exp eriencia de cada día, notamos que, en el curso general de los destinos h umanos, los acontecimientos marchan sin consideración a los individuos, ni aun a los pueblos: pueblos e individuos son como pequeñas ruedas del gran movimiento, duran un instante, luego desaparecen por sí mismos; y, si alguna vez embarazan, son aniquilados. Considerad el desarrollo de una idea, de una institución, un elemento social cualquiera: aparece como un germen apenas visible, y se extiende, se propaga, hasta dominar vastos países por dilatados siglos. Pero, ¿a qué costa? A costa de mil ensayos inútiles, tentativas erradas, angustias, guerras, devastación desastres de todas clases, La civilización griega se extiende por el Oriente: las luces se difunden; los pueblos puestos en contacto se desarrollan y adquieren nueva vida; es verdad; pero medid, si alcanzáis, la cadena de infortunios que este adelanto cuesta a la humanidad; recorred las épocas de Filipo, Alejandro y sus sucesores, hasta que invaden el Oriente las legiones ro manas. Roma da unidad al mundo, contribuye a su civilización, es cierto; pero, mientras contempláis este cuadro, veis diez siglos de guerras y desastres; ríos de lágrimas y sangre. Los bárbaros del Norte salen de sus bosques, y sus razas, llenas de vida, rejuvenecen las de pueblos degenerados; de aquellas hordas se formaron con el tiempo las brillantes naciones que cubren la faz de Europa; es verdad; pero, antes de llegar a este resultado, transcurrirán otros diez siglos de calamidades sin cuento. Los árabes dominan el Mediodía, y transmiten a la civilización europea algunas luces en las ciencias y en las artes; pero ¿a qué precio las compra la humanidad? Con ocho siglos de guerra. La civilización progresa; viene el siglo de los descubrimientos: las islas orientales y occidentales reciben nueva vida; pero, ¿a qué precio? Fijad, si podéis, la vista en los cuadros de horror que os ofrece la historia. La Europa llega al siglo XVI; es sabia, culta, rica, poderosa; todavía la sangre se continuará, vertiendo a torrentes, acaudillando grandes ejércitos Gonzalo de Córdoba, Carlos V, Gustavo, Luis XIV, Napoleón... y, ¿qué hay en el porvenir?

    En estas revoluciones inmensas, con las cuales recorre la humanidad la vasta órbita de sus movimientos, los individuos, los pueblos, las generaciones, parecen nada; los individuos sufren y mueren a millones; los pueblos son víctimas de grandes calamidades, y a veces dispersados o exterminados. Concibiendo la vida de la humanidad sobre la tierra como el tránsito para otra; viendo en la cúspide del mundo social a la Providencia enlazando lo terreno con lo celeste, lo temporal con lo eterno, se comprende la razón de las grandes catástrofes: porque sólo descubrimos en ellas los males de un momento, encaminados a la realización de un designio superior; pero, si el alma muere con el cuerpo, ¿a qué esos padecimientos privados y públicos? ¿a qué el haber puesto sobre la tierra una débil criatura para hacerla sufrir y morir? ¿dónde está la compensación de tantos males? ¿dónde el objeto de tan desastrosas mudanzas?

    Se dirá que la compensación se halla en el adelanto social; que el objeto es la perfección de la sociedad; pero esta respuesta es altamente fútil, si no suponemos la in mortalidad del alma. La sociedad en sí no es otra cosa que un todo moral; considerada con abstracción de los individuos, es un ser abstracto: ella es inteligente cuando ellos lo son, es moral cuando, ellos lo son, es feliz cuando ellos lo son. La inteligencia, la moralidad, el bienestar de la humanidad, no es otra cosa que la suma de estas cualidades que se halla en los hombres. Por estas consideraciones se echa de ver que el individuo, aunque pequeño, no puede desaparecer delante de la sociedad; es infinitésimo si se quiere, pero de la suma de estos infinitésimos la sociedad se integra. Ahora bien, si la adquisición de una idea para la humanidad ha costado a un número inmenso de sus individuos el vivir entre continuas turbaciones que les produjesen la ignorancia; si la conquista de una mejora moral ha costado a muchas generaciones la agitación y la esclavitud; si el adelanto material lo han pagado una larga serie de generaciones con guerras, incendios, devastaciones, males sin cuento; ¿qué vienen a significar esos bienes, esas mejoras y adelantos? Y cuando se reflexiona que las generaciones que disfrutan de las adquisiciones de los pasados, trabajan, y sufren, y mueren por adquirir para los venideros, se nos presenta el género humano como una serie de operarios que trabajan, y se afanan, y sufren, y mueren para una cosa ideal, para un ser abstracto que llaman la sociedad, presentando una evolución sin término, sin objeto, sin ninguna razón que justifique sus transformaciones incesantes.

    La humanidad es un sublime y grande individuo moral, cuando se reconoce a sus miembros la inmortalidad y se los considera pasando sobre la tierra para llegar a otro destino. Sin esto, el mismo progreso humanitario es una especie de sima sin fondo, donde se precipitan las generaciones sucesivas, sin saber por qué, ni para qué; un mar sin límites a donde llevan su caudal los individuos y los pueblos, perdiéndose luego en su inmensidad, como las aguas de los ríos en los abismos del Océano.

    241. Cuando se finge por un momento que el alma es mortal, se apodera del corazón una profunda tristeza, al fijar la vista sobre el breve plazo señalado a nuestra vida. Duélese el hombre de haber visto la luz del día. Hoja que el viento lleva, arista que el fuego devora, flor de heno secada por el aliento de la tarde; ¿quién le ha dado el conocer con tanta extensión y amar con tanto ardor, si sus ojos se han de cerrar para no abrirse jamás, si su inteligencia se ha de extinguir como una centella que serpea y muere; si más allá del sepulcro no hay nada, sino soledad, silencio, muerte por toda la eternidad? ... ¿Quién nos ha dado ese apego a nuestros semejantes, si nos hemos de separar para siempre? ¿Quién nos inspira que tanto nos ocupemos en lo venidero, si para nosotros no hay porvenir, si nuestro porvenir es a nada? ¿Quién nos mece con tantas esperanzas, si no hay para nosotros otro destino que la lobreguez de la tumba? ¡Ay, que triste fuera entonces el haber visto la luz del día, y el sol inflamando el firmamento, y la luna despidiendo su luz plácida y tranquila, y las estrellas tachonando la bóveda celeste con los blandones de un inmenso festín; si al deshacerse nuestra frágil organización no hay para nosotros nada, y se nos echa de este sublime espectáculo para arrojarnos a un abismo!

    242. No, no es así; éste es un pensamiento sacrílego, una palabra blasfema. Si así fuese, no habría Providencia, no habría Dios, el mu ndo fuera una serie de fenómenos incomprensibles; una evolución perenne de acontecimientos sin objeto; una fatalidad ciega que seguiría su camino por las inmensidades del espacio y del tiempo, sin origen, sin objeto, sin fin, sin conciencia de sí propia; un ser misterioso que arrojaría de su seno infinidad de seres con inteligencia, con voluntad, con amor y con inmensos deseos; y que luego los absorbería de nuevo en sus abismos, como una sima que traga en sus profundidades tenebrosas los plateados y resplandecientes lienzos de una vistosa casaca. Entonces el mundo no sería una belleza, no el “cosmos” de los antiguos, sino el caos; una especie de fragua donde se elaboran en confusa mezcla los placeres y los dolores, donde un ímpetu ciego lo lleva todo en revuelto torbellino, donde se han reservado para el ser más noble, para el ser inteligente y libre, mayor cúmulo de males, sin compensación ninguna; donde se han reunido en síntesis todas las contradicciones: deseo de luz y eternas tinieblas; expansión ilimitada y silencio eterno; apego a la vida y muerte absoluta; amor al bien, a lo bello, a lo grande, y el destino a la nada; esperanzas sin fin, y por dicha final un puñado de polvo dispersado por el viento.

    ¿Quién puede asentir a un sistema tan absurdo y des consolador? En medio del orden, de la armonía, que admiramos en todas las partes de la creación, ¿quién podrá persuadir de que el desorden y el caos sólo existan con relación a nosotros? ¿quién no aparta con horror la vista de ese cuadro desesperante?

    243. Hagamos la contraprueba: empecemos por admirar la inmortalidad del alma; y el caos se aclara; del fondo de sus tinieblas surge la luz, y el mundo se presenta otra vez ordenado, bello, resplandeciente. Se explica la inmensidad de nuestros deseos, porque se pueden llenar; se explica la extensión de nuestra inteligencia, porque se ha de dilatar un día por un mundo sin fin; se explica la necesidad de las ideas, porque desde que nacemos empezamos la comunicación con un orden inmortal; se explica la alternativa de los placeres y dolores, porque lo que falta en esta vida se compensa en la otra; se explican las evoluciones y las catástrofes de la humanidad sobre la tierra, porque se eligen con destinos eternos; se explican los sufrimientos de los individuos en esas transformaciones, porque su vivir no acaba con el cuerpo; se explica el bien de la sociedad considerado en sí misino, porque es un grande objeto intentado por la Providencia, para enlazar lo pasado con lo venidero, la tierra con el cielo, el tiempo con la eternidad. El orden, la armonía, la razón, la justicia, brillan bajo la influencia de esta idea consoladora; y el universo, lejos de ser un caos, es un conjunto admirable, una sociedad inmortal de los seres inteligentes y libres, entre sí y con su Criador; en la cúpula de este vasto conjunto resplandece el destino del hombre en aquella ciudad inmortal, iluminada por Dios y descripta por el Profeta de Patmos.

    El orden moral se explica también con la inmortalidad: el bien tiene su premio, y el mal, su castigo; sobre la dicha del culpable pende la muerte como una espada; a sus pies el abismo de la eternidad; si la virtud está algunas veces abrumada de infortunio y marchando sobre la tierra entre la pobreza, la humillación y el sufrimiento, levanta al cielo sus ojos llorosos, y endulza sus lágrimas con un pensamiento de esperanza.

    Así es, así debe ser; así lo enseña la razón; así nos lo dice el corazón; así lo manifiesta la sana filosofía; así lo proclama la religión; así lo ha creído siempre el género humano; así lo hallamos en las tradiciones primitivas, en la cuna del mundo.


Balmes Jaime - Etica - CAPÍTULO XXV: La ley civil