Audiencias 2005-2013 12127

Miércoles 12 de diciembre de 2007: San Paulino de Nola

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Queridos hermanos y hermanas:

El Padre de la Iglesia en el que centramos nuestra atención hoy es san Paulino de Nola. Contemporáneo de san Agustín, con quien estuvo unido por una profunda amistad, san Paulino ejerció su ministerio en Campania, en Nola, donde fue monje y luego presbítero y obispo. Ahora bien, era originario de Aquitania, en el sur de Francia, y precisamente de Burdeos, donde nació en el seno de una familia de la alta sociedad. Allí recibió una fina educación literaria, teniendo por maestro al poeta Ausonio. Se alejó de su tierra en una primera ocasión para seguir su precoz carrera política: siendo joven, llegó a ser gobernador de Campania. En este cargo público destacó por su sabiduría y mansedumbre. Fue durante este período cuando la gracia hizo germinar en su corazón la semilla de la conversión. Lo que lo impulsó a ello fue la fe sencilla e intensa con la que el pueblo veneraba la tumba de un santo, el mártir Félix, en el santuario de la actual Cimitile. Como responsable de la administración pública, san Paulino se interesó por este santuario e hizo construir un hospicio para los pobres y una carretera para hacer más fácil el acceso de los numerosos peregrinos.

Mientras se dedicaba a construir la ciudad terrena, descubría el camino hacia la ciudad celestial. El encuentro con Cristo fue el punto de llegada después de un camino arduo, lleno de pruebas. Algunas circunstancias dolorosas, comenzando por la pérdida del favor de la autoridad política, le hicieron experimentar la caducidad de las cosas. Tras llegar a la fe, escribió: "El hombre sin Cristo es polvo y sombra" (Poesía X, 289). Tratando de iluminar el sentido de la existencia, se trasladó a Milán para aprender de san Ambrosio. Después completó la formación cristiana en su tierra natal, donde recibió el bautismo de manos del obispo Delfino, de Burdeos. En su camino de fe se sitúa también el matrimonio. Se casó con Teresa, una mujer noble de Barcelona, con la que tuvo un hijo. Hubiera seguido siendo un buen laico cristiano, si la muerte del niño a los pocos días no lo hubiera sacudido interiormente, mostrándole que Dios tenía otro plan para su vida. Se sintió llamado a entregarse a Cristo en una rigurosa vida ascética.

Totalmente de acuerdo con su esposa Teresa, vendió sus bienes para ayudar a los pobres; ambos dejaron Aquitania y se fueron a vivir a Nola, junto a la basílica del protector san Félix, en casta fraternidad, según una forma de vida a la que se unieron también otros. El ritmo comunitario era típicamente monástico, pero san Paulino, que había sido ordenado presbítero en Barcelona, ejercía también el ministerio sacerdotal en favor de los peregrinos. Esto le granjeó la simpatía y la confianza de la comunidad cristiana que, al morir el obispo, hacia el año 409, lo eligió a él como sucesor en la cátedra de Nola.

Su actividad pastoral se intensificó, caracterizándose por una solicitud especial en favor de los pobres. Dejó la imagen de un auténtico pastor de la caridad, como lo describió san Gregorio Magno en el capítulo III de sus Diálogos, en el que presenta a san Paulino en el heroico gesto de ofrecerse como prisionero en lugar del hijo de una viuda. Desde el punto de vista histórico, se discute la veracidad del episodio, pero queda la figura de un obispo de gran corazón, que supo estar junto a su pueblo en las tristes contingencias de las invasiones bárbaras.

La conversión de san Paulino impresionó a sus contemporáneos. Su maestro Ausonio, poeta pagano, se sintió "traicionado", y le dirigió palabras duras, reprochándole el "desprecio", considerado irrazonable, de los bienes materiales, y la renuncia a su vocación literaria. San Paulino replicó que su generosidad con los pobres no significaba desprecio de los bienes terrenales, sino una valorización para el fin más elevado: la caridad.

Por lo que se refiere a sus vocación literaria, san Paulino no había renunciado a su talento poético, que seguiría cultivando, sino a las fórmulas poéticas inspiradas en la mitología y en los ideales paganos. Una nueva estética regía ya su sensibilidad: era la belleza del Dios encarnado, crucificado y resucitado, de quien ahora se había convertido en trovador. En realidad, no había renunciado a la poesía, sino que ahora buscaba su inspiración en el Evangelio, como dice en este verso: "Para mí el único arte es la fe; y Cristo, mi poesía" ("At nobis ars una fides, et musica Christus": Poesía XX, 32).

Sus poesías son cantos de fe y de amor, en los que la historia diaria de los pequeños y grandes acontecimientos se ve como historia de salvación, como historia de Dios con nosotros. Muchas de estas composiciones, las así llamadas "Poesías de Navidad", están relacionadas con la fiesta anual del mártir san Félix, a quien había escogido como patrono celestial. Recordando a san Félix, quería glorificar a Cristo mismo, convencido de que la intercesión del santo le había alcanzado la gracia de la conversión: "Por tu luz, con gozo, he amado a Cristo" (Poesía XXI, 373). Expresó este mismo concepto ampliando el espacio del santuario con una nueva basílica, que mandó decorar de manera que las pinturas, ilustradas con oportunas explicaciones, se convirtieran para los peregrinos en una catequesis visual. En una poesía, dedicada a otro gran catequista, san Niceto de Remesiana, mientras lo acompañaba en una visita a sus basílicas, explicaba así su proyecto: "Ahora quiero que contemples la larga serie de pinturas de las paredes de los pórticos... Nos ha parecido útil representar con la pintura temas sagrados en toda la casa de san Félix, con la esperanza de que, al ver estas imágenes, la figura dibujada suscite el interés de las mentes asombradas de los campesinos" (Poesía XXVII, vv. 511.580-583). Todavía hoy se pueden admirar los vestigios de esas obras, que convierten al santo de Nola en una de las figuras de referencia de la arqueología cristiana.

En el cenobio de Cimitile la vida transcurría en pobreza y en oración, totalmente sumergida en la lectio divina. La Escritura leída, meditada y asimilada, era la luz a través de la cual el santo de Nola escrutaba su alma en su búsqueda de la perfección. A quienes se sorprendían por su decisión de abandonar los bienes materiales, les recordaba que ese gesto, en realidad, no representaba una plena conversión: "Abandonar o vender los bienes temporales que se poseen en este mundo no significa la culminación, sino sólo el inicio de la carrera en el estadio; no es, por así decir, la meta, sino sólo la salida. El atleta no gana cuando se despoja de la ropa, pues deja los vestidos para comenzar a luchar. Sólo recibe la corona de vencedor después de haber combatido como se debe" (cf. Carta XXIV, 7 a Sulpicio Severo).

Además de la ascesis y la palabra de Dios, la caridad: en la comunidad monástica los pobres se sentían en su casa. San Paulino no se limitaba a darles limosna: los acogía como si fueran Cristo mismo. Les había reservado un sector del monasterio; al obrar así, no tenía la impresión de dar, sino de recibir, en el intercambio de dones entre la acogida brindada y la gratitud hecha oración de aquellos a quienes ayudaba. A los pobres los llamaba sus "dueños" (cf. Carta XIII, 11 a Pammaquio) y, constatando que se alojaban en el piso inferior, solía decir que su oración constituía el fundamento de su casa (cf. Poesía XXI, 393-394).

San Paulino no escribió tratados de teología, pero sus poesías y su denso epistolario están llenos de una teología vivida, penetrada por la palabra de Dios, escrutada constantemente como luz para la vida. En particular, destaca en ella el sentido de la Iglesia como misterio de unidad. Vivía la comunión sobre todo a través de una profunda experiencia de la amistad espiritual. En este sentido, san Paulino fue un verdadero maestro, haciendo de su vida una encrucijada de espíritus elegidos: san Martín de Tours, san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, Delfín de Burdeos, Niceto de Remesiana, Vitricio de Ruán, Rufino de Aquileya, Pammaquio, Sulpicio Severo y muchos más, unos más conocidos y otros menos.

En este clima surgieron las intensas páginas que dirigió a san Agustín. Independientemente del contenido de cada una de esas cartas, impresiona el entusiasmo con el que el santo de Nola canta la amistad misma, como manifestación del único cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. He aquí un significativo pasaje de los inicios de la correspondencia entre los dos amigos: "No es de sorprender que, a pesar de la lejanía, estemos unidos y de que sin habernos conocido nos conocemos, pues somos miembros de un solo cuerpo, tenemos una sola cabeza, hemos quedado inundados por una única gracia, vivimos de un solo pan, avanzamos por el mismo camino y vivimos en la misma casa" (Carta 6, 2).

Como puede verse, se trata de una bellísima descripción de lo que significa ser cristianos, ser cuerpo de Cristo, vivir en la comunión de la Iglesia. La teología de nuestro tiempo ha encontrado precisamente en el concepto de comunión la clave para enfocar el misterio de la Iglesia. El testimonio de san Paulino de Nola nos ayuda a experimentar la Iglesia tal como nos la presenta el concilio Vaticano II: como sacramento de la íntima unión con Dios y, así, de la unidad de todos nosotros, y por último de todo el género humano (cf. Lumen gentium
LG 1). Desde esta perspectiva os deseo a todos un feliz tiempo de Adviento

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a las Siervas de María Ministras de los Enfermos, y a los distintos grupos venidos de España, México, Venezuela y otros países latinoamericanos. Os animo a intensificar vuestra preparación para las fiestas de Navidad, siguiendo el ejemplo de oración y de caridad de san Paulino de Nola. Muchas gracias.
En portugués el Santo Padre exhortó a los fieles a vivir con alegría el tiempo de Navidad que se acerca y a realizar obras buenas, especialmente en sus hogares. Concluyó felicitándolos por la Navidad y el año nuevo.

(A los polacos)
En el camino de Adviento hacia el encuentro con Cristo que viene nos acompaña hoy san Paulino de Nola. Nos da un ejemplo de santidad caracterizada por la ascesis, la oración y la preocupación por los pobres y los que sufren. Es una indicación siempre actual. Que en este camino Dios os bendiga a vosotros y a vuestros seres queridos.

(En italiano)
Saludo, por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A vosotros, queridos jóvenes, os deseo que dispongáis vuestro corazón para acoger a Jesús, que nos salva con la fuerza de su amor. A vosotros, queridos enfermos, que en vuestra enfermedad experimentáis todavía más el peso de la cruz, os deseo que las próximas fiestas navideñas os traigan serenidad y consuelo. Y vosotros, queridos recién casados, que acabáis de formar vuestra familia, creced cada día en el amor que Jesús ha venido a darnos en su Navidad.




Miércoles 19 de diciembre de 2007: El misterio de la Navidad

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Queridos hermanos y hermanas:

En estos días, a medida que nos acercamos a la gran fiesta de Navidad, la liturgia nos invita a intensificar nuestra preparación, poniéndonos a disposición muchos textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que nos estimulan a comprender cada vez mejor el sentido y el valor de esta celebración anual.

La Navidad, por una parte, nos hace conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la cueva de Belén; y, por otra, nos exhorta también a esperar, velando y orando, a nuestro Redentor, que en el último día "vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos".

Quizá hoy también nosotros, los creyentes, esperamos realmente al Juez; ahora bien, todos esperamos justicia. Vemos tantas injusticias en el mundo, en nuestro pequeño mundo, en casa, en el barrio, así como en el gran mundo de los Estados, de las sociedades. Y esperamos que se haga justicia. La justicia es un concepto abstracto: se hace justicia. Nosotros esperamos que venga concretamente quien puede hacer justicia. En este sentido, oramos: "Ven, Señor Jesucristo, como Juez. Ven a tu manera".

El Señor sabe cómo entrar en el mundo y crear justicia. Pedimos que el Señor, el Juez, nos responda; que realmente cree justicia en el mundo. Esperamos justicia, pero no puede ser sólo expresión de una exigencia con respecto a los demás. Esperar justicia en el sentido cristiano significa sobre todo que nosotros mismos comenzamos a vivir ante los ojos del Juez, según los criterios del Juez; que comenzamos a vivir en su presencia, realizando la justicia en nuestra vida. Así, realizando la justicia, poniéndonos en presencia del Juez, esperamos la justicia en la realidad.

Este es el sentido del Adviento, de la vigilancia. La vigilancia del Adviento quiere decir vivir ante los ojos del Juez, preparándonos así nosotros mismos y preparando al mundo para la justicia. Por tanto, de esta manera, viviendo ante los ojos del Dios-Juez, podemos preparar al mundo para la venida de su Hijo, disponer el corazón para acoger "al Señor que viene".

El Niño, a quien hace unos dos mil años adoraron los pastores en una cueva en la noche de Belén, no se cansa de visitarnos en la vida cotidiana, mientras como peregrinos nos encaminamos hacia el Reino. En su espera, el creyente se hace intérprete de las esperanzas de toda la humanidad; la humanidad anhela la justicia; así, aunque frecuentemente de una manera inconsciente, espera a Dios, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Para nosotros, los cristianos, esta espera se caracteriza por la oración asidua, como se muestra en la serie particularmente sugestiva de invocaciones que se nos proponen durante estos días de la Novena de Navidad tanto en el aleluya de la misa, como en la antífona antes del cántico del Magnificat en las Vísperas.

Cada una de las invocaciones, que imploran la venida de la Sabiduría, del Sol de justicia, del Dios-con-nosotros, contiene una oración dirigida al Esperado de los pueblos para que apresure su venida. Ahora bien, invocar el don del nacimiento del Salvador prometido significa también comprometerse para preparar el camino, para predisponer una digna morada no sólo en el ambiente en torno a nosotros, sino sobre todo en nuestra alma.

Dejándonos guiar por el evangelista san Juan, tratemos por tanto de dirigir en estos días nuestro pensamiento y nuestro corazón al Verbo eterno, al Logos, a la Palabra que se hizo carne y de cuya plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (cf.
Jn 1,14 Jn 1,16). Esta fe en el Logos Creador, en la Palabra que creó el mundo, en Aquel que vino como un Niño, esta fe y su gran esperanza, por desgracia, hoy parecen alejadas de la realidad de la vida de cada día, pública o privada. Parece que esta verdad es demasiado grande. Nosotros mismos nos arreglamos según nuestras posibilidades, al menos eso es lo que parece. Pero así el mundo resulta cada vez más caótico e incluso violento: lo comprobamos cada día. Y la luz de Dios, la luz de la Verdad, se apaga. La vida se vuelve oscura y sin brújula.

¡Qué importante es, por tanto, ser realmente creyentes! Como creyentes, reafirmemos con fuerza, con nuestra vida, el misterio de salvación que trae consigo la celebración de la Navidad de Cristo. En Belén se manifestó al mundo la Luz que ilumina nuestra vida; se nos reveló el Camino que nos lleva a la plenitud de nuestra humanidad. Si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene festejar la Navidad? La celebración se vacía. Ante todo nosotros, los cristianos, debemos reafirmar con profunda y sentida convicción la verdad del Nacimiento de Cristo para testimoniar delante de todos la conciencia de un don inaudito que es riqueza no sólo para nosotros, sino para todos. De aquí brota el deber de la evangelización, que es precisamente comunicar este eu-angelion, esta "buena nueva". Es lo que ha recordado recientemente el documento de la Congregación para la doctrina de la fe titulado: "Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización", que quiero presentar a vuestra reflexión y profundización personal y comunitaria.

Queridos amigos, en esta preparación inmediata a la Navidad, la oración de la Iglesia se hace más intensa, para que se realicen las esperanzas de paz, de salvación, de justicia, de las que el mundo tiene necesidad urgente. Pidamos a Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz. Que los deseos de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días lleguen a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones, para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz reine en las familias, para que pasen la Navidad unidas ante el belén y el árbol lleno de luces. Que el mensaje de solidaridad y de acogida que brota de la Navidad contribuya a crear una sensibilidad más profunda ante las antiguas y nuevas formas de pobreza, ante el bien común, en el que todos estamos llamados a participar. Que todos los miembros de la comunidad familiar, en especial los niños, los ancianos, las personas más débiles, puedan sentir el calor de esta fiesta, y que se dilate después durante todos los días del año.

Que la Navidad sea para todos la fiesta de la paz y de la alegría: alegría por el nacimiento del Salvador, Príncipe de la paz. Como los pastores, apresuremos ya desde ahora nuestro paso hacia Belén. Así, en el corazón de la Nochebuena también nosotros podremos contemplar al "Niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre", junto con María y José (Lc 2,12 Lc 2,16).

Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que podamos entrar en el misterio de su Nacimiento. María, que donó su seno virginal al Verbo de Dios, que lo contempló niño entre sus brazos maternos, y que sigue ofreciéndolo a todos como Redentor del mundo, nos ayude a hacer de la próxima Navidad una ocasión de crecimiento en el conocimiento y en el amor de Cristo. Este es el deseo que expreso con afecto a todos vosotros, que estáis aquí presentes, a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos!

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a los Tarsicios de Lucena, a las delegaciones del Gobierno mexicano y del Estado de Jalisco, a los sacerdotes del Colegio Mexicano de Roma, así como a los demás grupos venidos de España y de otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que entre en ella el misterio de su Nacimiento. A todos vosotros y a vuestras familias os deseo una santa y feliz Navidad. Muchas gracias.

(En italiano)
Saludo por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A pocos días de la solemnidad de la Navidad, ojalá que el amor que Dios manifiesta a la humanidad en el nacimiento de Cristo acreciente en vosotros, queridos jóvenes, el deseo de servir generosamente a vuestros hermanos. Que para vosotros, queridos enfermos, sea fuente de consuelo y serenidad, porque el Señor viene a visitarnos, trayendo consolación y esperanza. Y que a vosotros, queridos recién casados, os impulse a consolidar vuestra promesa de amor y fidelidad recíproca.





Miércoles 2 de enero de 2008: La maternidad divina de María

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Queridos hermanos y hermanas:

Una fórmula de bendición muy antigua, recogida en el libro de los Números, reza así: "El Señor te bendiga y te guarde. El Señor ilumine su rostro sobre ti y te sea propicio. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz" (
Nb 6,24-26). Con estas palabras que la liturgia nos hizo volver a escuchar ayer, primer día del año, os expreso mis mejores deseos a vosotros, aquí presentes, y a todos los que en estas fiestas navideñas me han enviado testimonios de afectuosa cercanía espiritual.

Ayer celebramos la solemne fiesta de María, Madre de Dios. "Madre de Dios", Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V, exactamente en el concilio de Éfeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo.

Con ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. Algunos Padres, queriendo salvaguardar la plena humanidad de Jesús, sugerían un término más atenuado: en vez de Theotokos, proponían Christotokos, Madre de Cristo. Pero precisamente eso se consideró una amenaza contra la doctrina de la plena unidad de la divinidad con la humanidad de Cristo. Por eso, después de una larga discusión, en el concilio de Éfeso, del año 431, como he dicho, se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf. DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).

Después de ese concilio se produjo una auténtica explosión de devoción mariana, y se construyeron numerosas iglesias dedicadas a la Madre de Dios. Entre ellas sobresale la basílica de Santa María la Mayor, aquí en Roma. La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451), en el que Cristo fue declarado "verdadero Dios y verdadero hombre (...), nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de Dios, en su humanidad" (DS 301). Como es sabido, el concilio Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad divina. El capítulo se titula: "La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia".

El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.

En estos día de fiesta nos hemos detenido a contemplar en el belén la representación del Nacimiento. En el centro de esta escena encontramos a la Virgen Madre que ofrece al Niño Jesús a la contemplación de quienes acuden a adorar al Salvador: los pastores, la gente pobre de Belén, los Magos llegados de Oriente. Más tarde, en la fiesta de la "Presentación del Señor", que celebraremos el 2 de febrero, serán el anciano Simeón y la profetisa Ana quienes recibirán de las manos de la Madre al pequeño Niño y lo adorarán. La devoción del pueblo cristiano siempre ha considerado el nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como dos aspectos del mismo misterio de la encarnación del Verbo divino. Por eso, nunca ha considerado la Navidad como algo del pasado. Somos "contemporáneos" de los pastores, de los Magos, de Simeón y Ana, y mientras vamos con ellos nos sentimos llenos de alegría, porque Dios ha querido ser Dios con nosotros y tiene una madre, que es nuestra madre.

Del título de "Madre de Dios" derivan luego todos los demás títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos en el privilegio de la "Inmaculada Concepción", es decir, en el hecho de haber sido inmune del pecado desde su concepción. María fue preservada de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo mismo vale con respecto a la "Asunción": no podía estar sujeta a la corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado al Salvador.

Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de "Madre de la Iglesia".

Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: "Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19,27). Así es la traducción española del texto griego: ei? t? íd?a; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (ei? t? íd?a) es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.

Queridos hermanos y hermanas, en estos primeros días del año se nos invita a considerar atentamente la importancia de la presencia de María en la vida de la Iglesia y en nuestra existencia personal. Encomendémonos a ella, para que guíe nuestros pasos en este nuevo período de tiempo que el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos de su Hijo, y así también valientes artífices de su reino en el mundo, reino de luz y de verdad.

¡Feliz año a todos! Este es el deseo que os expreso a vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos durante esta primera audiencia general del año 2008. Que el nuevo año, iniciado bajo el signo de la Virgen María, nos haga sentir más vivamente su presencia materna, de forma que, sostenidos y confortados por la protección de la Virgen, podamos contemplar con ojos renovados el rostro de su Hijo Jesús y caminar más ágilmente por la senda del bien.

Una vez más: ¡Feliz año a todos!

Saludos

Saludo a los peregrinos venidos de España y Latinoamérica. Confiémonos a la Virgen María, para que nos conduzca a su Hijo Jesucristo y nos haga valientes constructores de su reino en este mundo. ¡Feliz año nuevo!

(En italiano)
A todos los peregrinos de lengua italiana presentes en esta primera audiencia general de 2008 les expreso un afectuoso deseo de serenidad y bien para el nuevo año.

Dirijo un saludo especial a la comunidad de los Legionarios de Cristo, que provienen de diversos países, y en particular a los nuevos sacerdotes y a los representantes del "Regnum Christi". Queridos hermanos, el misterio de la encarnación que celebramos en este tiempo litúrgico os ilumine en el camino de fidelidad a Cristo. A ejemplo de María, conservad, meditad y seguid al Verbo que en Belén se hizo carne, y difundid con entusiasmo su mensaje de salvación.

Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A vosotros, queridos jóvenes, os deseo que consideréis cada día como un don de Dios, que es preciso acoger con gratitud y vivir con rectitud. A vosotros, queridos enfermos, que el nuevo año os conforte en el cuerpo y en el espíritu. Y vosotros, queridos recién casados, entrad en la escuela de la Sagrada Familia de Nazaret, para aprender a realizar una auténtica comunión de vida y amor.




Miércoles 9 de enero de 2008: San Agustín (1)

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Queridos hermanos y hermanas:

Después de las grandes festividades navideñas, quiero volver a las meditaciones sobre los Padres de la Iglesia y hablar hoy del Padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de altísima inteligencia y de incansable solicitud pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia a menudo es conocido, al menos de fama, incluso por quienes ignoran el cristianismo o no tienen familiaridad con él, porque dejó una huella profundísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.

Por su singular relevancia, san Agustín ejerció una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde era obispo; y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que san Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.

Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también Pablo VI: «Se puede afirmar que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores» (AAS, 62, 1970, p. 426: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo de 1970, p. 10).

San Agustín es, además, el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas diversas obras. Hoy nuestra atención se centrará en su vida, que puede reconstruirse a través de sus escritos, y en particular de las Confesiones, su extraordinaria autobiografía espiritual, escrita para alabanza de Dios, que es su obra más famosa. Las Confesiones, precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología, constituyen un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre, por decirlo así, como una "cumbre" espiritual.

Pero, volvamos a su vida. San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como sucede también hoy a muchos jóvenes.

San Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, cuyo nombre desconocemos, la cual, tras quedar viuda, fue superiora de un monasterio femenino. El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue un estudiante ejemplar. En cualquier caso, estudió bien la gramática, primero en su ciudad natal y después en Madaura y, a partir del año 370, retórica en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo dominio en griego, ni aprendió el púnico, la lengua de sus paisanos.
Precisamente en Cartago san Agustín leyó por primera vez el Hortensius, obra de Cicerón que después se perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia la conversión. Ese texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en las Confesiones: «Aquel libro cambió mis aficiones» hasta el punto de que «de repente me pareció vil toda vana esperanza, y con increíble ardor de corazón deseaba la inmortalidad de la sabiduría» (III 4,7).

Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efectivamente la verdad, y dado que en ese libro apasionante faltaba ese nombre, al acabar de leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Pero quedó decepcionado, no sólo porque el estilo latino de la traducción de la sagrada Escritura era deficiente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio. En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altura de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad, propio de la filosofía. Sin embargo, no quería vivir sin Dios; buscaba una religión que respondiera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.

De esta manera, cayó en la red de los maniqueos, que se presentaban como cristianos y prometían una religión totalmente racional. Afirmaban que el mundo se divide en dos principios: el bien y el mal. Así se explicaría toda la complejidad de la historia humana. También la moral dualista atraía a san Agustín, pues implicaba una moral muy elevada para los elegidos; quienes, como él, se adherían a esa moral podían llevar una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente los jóvenes.

Por tanto, se hizo maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó también una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherirse a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y progresar en su carrera. De esa mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, muy inteligente, que después estaría presente en su preparación para el bautismo junto al lago de Como, participando en los Diálogos que san Agustín nos dejó. Por desgracia, el muchacho falleció prematuramente.

Cuando tenía alrededor de veinte años, fue profesor de gramática en su ciudad natal, pero pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el paso del tiempo, sin embargo, comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron precisamente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas; se trasladó a Roma y después a Milán, donde residía entonces la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.

En Milán, san Agustín adquirió la costumbre de escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo san Ambrosio, que había sido representante del emperador para el norte de Italia. El retórico africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; y no sólo por su retórica. Sobre todo el contenido fue tocando cada vez más su corazón.

El gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de belleza retórica y de altura filosófica, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: san Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad, incluso filosófica, del Antiguo Testamento; y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la síntesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.

Pronto san Agustín se dio cuenta de que la interpretación alegórica de la Escritura y la filosofía neoplatónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíblicos, le habían parecido insuperables.

Así, tras la lectura de los escritos de los filósofos, san Agustín se dedicó a hacer una nueva lectura de la Escritura y sobre todo de las cartas de san Pablo. Por tanto, la conversión al cristianismo, el 15 de agosto del año 386, llegó al final de un largo y agitado camino interior, del que hablaremos en otra catequesis. Se trasladó al campo, al norte de Milán, junto al lago de Como, con su madre Mónica, su hijo Adeodato y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. Así, a los 32 años, san Agustín fue bautizado por san Ambrosio el 24 de abril del año 387, durante la Vigilia pascual, en la catedral de Milán.

Después del bautismo, san Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, al estilo monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre repentinamente se enfermó y poco más tarde murió, destrozando el corazón de su hijo.

Tras regresar finalmente a su patria, el convertido se estableció en Hipona para fundar allí un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse, fue ordenado presbítero en el año 391 y comenzó con algunos compañeros la vida monástica en la que pensaba desde hacía bastante tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación. Quería dedicarse sólo al servicio de la verdad; no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecerles el don de la verdad. En Hipona, cuatro años después, en el año 395, fue consagrado obispo.

Al seguir profundizando en el estudio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, san Agustín se convirtió en un obispo ejemplar por su incansable compromiso pastoral: predicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayudaba a los pobres y a los huérfanos, cuidaba la formación del clero y la organización de monasterios femeninos y masculinos.

En poco tiempo, el antiguo retórico se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: muy activo en el gobierno de su diócesis, también con notables implicaciones civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona influyó notablemente en la dirección de la Iglesia católica del África romana y, más en general, en el cristianismo de su tiempo, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el Dios único y rico en misericordia.

Y san Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: afectado por la fiebre mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por los vándalos invasores, como cuenta su amigo Posidio en la Vita Augustini, el obispo pidió que le transcribieran con letras grandes los salmos penitenciales "y pidió que colgaran las hojas en la pared de enfrente, de manera que desde la cama, durante su enfermedad, los podía ver y leer, y lloraba intensamente sin interrupción" (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de san Agustín, que falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. A sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior dedicaremos los próximos encuentros.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, a la parroquia Nuestra Señora de los Milagros de Alange, a los capitulares de la Congregación de San Pedro "ad vincula", así como a los demás grupos venidos de España, México, Brasil y otros países latinoamericanos. Os invito a imitar la confianza en Dios de san Agustín y a acogeros a su intercesión. Muchas gracias.

(En polaco)
La vida de san Agustín es un ejemplo de la obra de la gracia divina, que dirige las complicadas vicisitudes del hombre hacia el conocimiento de la Verdad definitiva, hacia la unión con Cristo y el servicio a su Iglesia. Que esta gracia transforme nuestra vida diaria a fin de que culmine en la felicidad eterna. ¡Que Dios os bendiga!.

(En italiano)
Mi pensamiento se dirige, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos hermanos, en estos días sucesivos a la fiesta de la Epifanía, seguimos meditando en la manifestación de Jesús a todos los pueblos. Queridos jóvenes, la Iglesia os invita a ser testigos entusiastas de Cristo entre vuestros coetáneos; a vosotros, queridos enfermos, os exhorta a difundir cada día su luz con serena paciencia; y a vosotros, queridos recién casados, os estimula a ser signo de su presencia renovadora con vuestro amor fiel.





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