Audiencias 2005-2013 16018

Miércoles 16 de enero de 2008: San Agustín (2)

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, al igual que el miércoles pasado, quiero hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por eso, el 26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo en la basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado para esa misión. Dijo: «En esta vida todos somos mortales, pero para cada persona el último día de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en la edad madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo, por voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (EP 213,1).

En ese momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo san Agustín sobre sus propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep. 213,6).

De hecho, en los cuatro años siguientes llevó a cabo una extraordinaria actividad intelectual: escribió obras importantes, emprendió otras no menos relevantes, mantuvo debates públicos con los herejes —siempre buscaba el diálogo—, promovió la paz en las provincias africanas amenazadas por las tribus bárbaras del sur.

En este sentido escribió al conde Darío, que había ido a África para tratar de solucionar la disputa entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de la que se estaban aprovechando las tribus de los moros para sus correrías: «Acabar con la guerra mediante la palabra, y buscar o mantener la paz con la paz y no con la guerra, es un título de gloria mucho mayor que matar a los hombres con la espada. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que haya derramamiento de sangre» (EP 229,2).

Por desgracia, la esperanza de una pacificación de los territorios africanos quedó defraudada: en mayo del año 429 los vándalos, invitados a África como venganza por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por las otras ricas provincias africanas. En mayo o junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30, 1), ya rodeaban Hipona, asediándola.

En la ciudad se había refugiado también Bonifacio, el cual, habiéndose reconciliado demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de san Agustín: «Las lágrimas eran, más que de costumbre, su pan día y noche y, habiendo llegado ya al final de su vida, vivía su vejez en la amargura y en el luto más que los demás» (Vida, 28, 6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas destruidas en los campos y a los habitantes asesinados por los enemigos o desplazados; las iglesias sin sacerdotes y ministros; las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido en las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros habían sido hechos prisioneros, perdida la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, reducidos a una dolorosa y larga esclavitud por los enemigos» (ib., 28, 8).

Aunque era anciano y estaba cansado, san Agustín permaneció en la brecha, confortándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la meditación de los misteriosos designios de la Providencia. Al respecto, hablaba de la "vejez del mundo" —y en realidad ese mundo romano era viejo—; hablaba de esta vejez como lo había hecho ya algunos años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.

En la vejez —decía— abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Por eso, hacía la invitación: «No rechaces rejuvenecer con Cristo, incluso en un mundo envejecido. Él te dice: "No temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (cf. Serm. 81, 8). Por eso el cristiano no debe abatirse, incluso en situaciones difíciles, sino que ha de esforzarse por ayudar a los necesitados.

Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Tiabe, Honorato, el cual le había preguntado si, ante la amenaza de las invasiones bárbaras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida: «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, todos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algunos necesitan quedarse, no los han de abandonar quienes tienen el deber de asistirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salven juntos o juntos soporten las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (EP 228,2). Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad» (ib., 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a lo largo de los siglos, han acogido y hecho propio?

Mientras tanto la ciudad de Hipona resistía. La casa-monasterio de san Agustín había abierto sus puertas para acoger a sus hermanos en el episcopado que pedían hospitalidad. Entre estos se encontraba también Posidio, que había sido su discípulo, el cual de este modo pudo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.

«En el tercer mes de aquel asedio —narra— se acostó con fiebre: era su última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pudiera parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había recitado con el pueblo (cf. ib., 31, 2).

Cuanto más se agravaba su enfermedad, más necesidad sentía el obispo moribundo de soledad y de oración: «Para que nadie le molestara en su recogimiento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos iban a visitarlo o cuando le llevaban la comida. Su voluntad se cumplió escrupulosamente y durante todo ese tiempo él se dedicaba a la oración» (ib., 31, 3). Murió el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente pudo descansar en Dios.

«Para la inhumación de su cuerpo —informa Posidio— se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa en la actualidad. Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y de otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).

Es un juicio que podemos compartir: en sus escritos también nosotros lo «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.

En san Agustín, que nos habla, que me habla a mí en sus escritos, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la vida. De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España, Uruguay y otros países latinoamericanos. Que la vida y escritos de san Agustín sean para todos nosotros luz y aliento en nuestro camino. Muchas gracias.

Pasado mañana, viernes 18 de enero, comienza la habitual Semana de oración por la unidad de los cristianos, que este año reviste un valor singular, pues se cumple su primer centenario. El tema es la invitación de san Pablo a los Tesalonicenses: "Orad constantemente" (
1Th 5,17). De buen grado hago mía esa invitación y la extiendo a toda la Iglesia. Sí, es necesario orar sin cesar pidiendo con insistencia a Dios el gran don de la unidad entre todos los discípulos del Señor. Que la fuerza inagotable del Espíritu Santo nos estimule a un compromiso sincero de búsqueda de la unidad, para que profesemos todos juntos que Jesús es el único Salvador del mundo.

(A los representantes de la Asociación italiana de ganaderos)
Que la fiesta litúrgica de vuestro patrono, san Antonio Abad, que celebraremos mañana, suscite en vosotros el deseo de adheriros con generosidad creciente a Cristo y testimoniar con alegría su Evangelio.



Saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el ejemplo de san Antonio abad, insigne padre del monaquismo que trabajó tanto en favor de la Iglesia, sosteniendo a los mártires en la persecución, os anime, queridos jóvenes, a buscar constantemente a Cristo y a seguirlo fielmente; a vosotros, queridos enfermos, os fortalezca para soportar con paciencia vuestros sufrimientos y ofrecerlos a fin de que el reino de Dios se difunda por todo el mundo; y a vosotros, queridos recién casados, os ayude a ser testigos del amor de Cristo en vuestra vida familiar.



Miércoles 23 de enero de 2008: La Semana de oración por la unidad de los cristianos

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Queridos hermanos y hermanas:

Estamos celebrando la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que se concluirá el viernes próximo, 25 de enero, fiesta de la Conversión del apóstol san Pablo. Los cristianos de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales se unen en estos días en una invocación común para pedir al Señor Jesús el restablecimiento de la unidad plena entre todos sus discípulos.

Es una súplica concorde, hecha con una sola alma y un solo corazón, respondiendo al anhelo mismo del Redentor, que en la última Cena se dirigió al Padre con estas palabras: "No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (
Jn 17,20-21). Al pedir la gracia de la unidad, los cristianos se unen a la oración misma de Cristo y se comprometen a obrar activamente para que toda la humanidad lo acoja y lo reconozca como al único Pastor y Señor, y de este modo pueda experimentar la alegría de su amor.

Este año, la Semana de oración por la unidad de los cristianos asume un valor y un significado particulares, porque celebra su primer centenario. Desde sus inicios se reveló una intuición verdaderamente fecunda. Fue en el año 1908: un anglicano estadounidense, que después entró en la comunión de la Iglesia católica, fundador de la Society of the Atonement (Comunidad de hermanos y hermanas del Atonement), el padre Paul Wattson, juntamente con otro episcopaliano, el padre Spencer Jones, lanzó la idea profética de un octavario de oraciones por la unidad de los cristianos.

La idea fue acogida favorablemente por el arzobispo de Nueva York y por el nuncio apostólico. Después, en 1916, el llamamiento a rezar por la unidad se extendió a toda la Iglesia católica gracias a la intervención de mi venerado predecesor el Papa Benedicto XV, con el breve Ad perpetuam rei memoriam. La iniciativa, que mientras tanto había suscitado gran interés, progresivamente se fue consolidando por doquier y, con el tiempo, fue precisando su estructura, desarrollándose gracias a la aportación del abad Couturier (1936).

Más tarde, cuando sopló el viento profético del concilio Vaticano II, se sintió aún más la urgencia de la unidad. Después de la asamblea conciliar continuó el camino paciente de la búsqueda de la comunión plena entre todos los cristianos, camino ecuménico que año tras año ha encontrado precisamente en la Semana de oración por la unidad de los cristianos uno de los momentos más relevantes y fecundos.

Cien años después del primer llamamiento a rezar juntos por la unidad, esta Semana de oración se ha convertido ya en una tradición consolidada, conservando el espíritu y las fechas escogidas al inicio por el padre Wattson. Las escogió por su carácter simbólico. En el calendario de ese tiempo, el 18 de enero era la fiesta de la Cátedra de San Pedro, que es fundamento firme y garantía segura de unidad de todo el pueblo de Dios, mientras que el 25 de enero, tanto entonces como hoy, la liturgia celebra la fiesta de la Conversión de San Pablo.

A la vez que damos gracias al Señor por estos cien años de oración y de compromiso común entre tantos discípulos de Cristo, recordamos con gratitud al que puso en marcha esta providencial iniciativa espiritual, el padre Wattson, y también a todos los que, juntamente con él, la han promovido y enriquecido con sus aportaciones, convirtiéndola en patrimonio común de todos los cristianos.

Acabo de recordar que el concilio Vaticano II prestó gran atención al tema de la unidad de los cristianos, especialmente con el decreto sobre el ecumenismo (Unitatis redintegratio), en el que, entre otras cosas, se subrayan con fuerza el papel y la importancia de la oración por la unidad. La oración —afirma el Concilio— está en el corazón mismo de todo el camino ecuménico. "Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico" (Unitatis redintegratio UR 8).

Precisamente gracias a este ecumenismo espiritual —santidad de vida, conversión del corazón, oraciones privadas y públicas—, la búsqueda común de la unidad ha experimentado en estas décadas un gran desarrollo, que se ha diversificado en múltiples iniciativas: conocimiento recíproco, contacto fraterno entre miembros de diversas Iglesias y comunidades eclesiales, conversaciones cada vez más amistosas, colaboraciones en diferentes campos, diálogo teológico, búsqueda de formas concretas de comunión y de colaboración. Lo que ha vivificado y sigue vivificando este camino hacia la comunión plena entre todos los cristianos es ante todo la oración: "Orad sin cesar" (1Th 5,17) es el tema de la Semana de este año; al mismo tiempo, es la invitación que no deja de resonar nunca en nuestras comunidades para que la oración sea la luz, la fuerza, la orientación de nuestros pasos, con una actitud de humilde y dócil escucha de nuestro Señor común.

En segundo lugar, el Concilio pone de relieve la oración común, la que elevan conjuntamente católicos y otros cristianos al único Padre celestial. El decreto sobre el ecumenismo afirma al respecto: "Estas oraciones en común son un medio sumamente eficaz para alcanzar la gracia de la unidad" (Unitatis redintegratio UR 8), porque en la oración común las comunidades cristianas se ponen en presencia del Señor y, tomando conciencia de las contradicciones engendradas por la división, manifiestan la voluntad de obedecer a su voluntad, recurriendo con confianza a su auxilio omnipotente.

El decreto añade, también, que estas oraciones son "la expresión auténtica de los vínculos con que están unidos los católicos con los hermanos separados (seiuncti)" (ib.). La oración común no es, por tanto, un acto voluntarista o meramente sociológico, sino que es expresión de la fe que une a todos los discípulos de Cristo. En el transcurso de los años se ha instaurado una fecunda colaboración en este campo y desde 1968 el entonces Secretariado para la unidad de los cristianos, convertido después en Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y el Consejo mundial de Iglesias, preparan juntos los subsidios de la Semana de oración por la unidad, que después se divulgan conjuntamente en el mundo, cubriendo zonas que no se hubieran podido alcanzar si se actuara separadamente.

El decreto conciliar sobre el ecumenismo se refiere a la oración por la unidad cuando, precisamente al final, afirma que el Concilio es consciente de que "este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humanas. Por eso pone toda su esperanza en la oración de Cristo por la Iglesia" (Unitatis redintegratio UR 24). La conciencia de nuestros límites humanos nos lleva a abandonarnos confiadamente en las manos del Señor.

Si se analiza detenidamente, esta Semana de oración tiene como finalidad profunda apoyarse firmemente en la oración de Cristo, que en su Iglesia sigue rezando para que "todos sean uno... para que el mundo crea..." (Jn 17,21). Hoy percibimos claramente el realismo de estas palabras. El mundo sufre por la ausencia de Dios, por la inaccesibilidad de Dios; desea conocer el rostro de Dios. Pero, ¿cómo podrían y pueden los hombres de hoy reconocer este rostro de Dios en el rostro de Jesucristo si los cristianos estamos divididos, si uno enseña contra el otro, si uno está contra el otro? Sólo en la unidad podemos mostrar realmente a este mundo, que lo necesita, el rostro de Dios, el rostro de Cristo.

También es evidente que esta unidad no la podemos alcanzar únicamente con nuestras estrategias, con el diálogo y con todo lo que hacemos, aunque sea muy necesario. Lo que podemos hacer es ofrecer nuestra disponibilidad y nuestro deseo de acoger esta unidad cuando el Señor nos la conceda. Este es el sentido de la oración: abrir nuestro corazón, crear en nosotros esta disponibilidad que abre el camino a Cristo. En la liturgia de la Iglesia antigua, después de la homilía del obispo o del que presidía la celebración, el celebrante principal decía: "Conversi ad Dominum". A continuación, él mismo y todos se levantaban y se volvían hacia Oriente. Todos querían mirar hacia Cristo. Sólo convertidos, sólo con esta conversión a Cristo, con esta mirada común dirigida a Cristo, podemos encontrar el don de la unidad.

Podemos decir que la oración por la unidad ha impulsado y acompañado las diferentes etapas del movimiento ecuménico, especialmente a partir del concilio Vaticano II. En este período la Iglesia católica ha entrado en contacto con las diversas Iglesias y comunidades eclesiales de Oriente y de Occidente con diferentes formas de diálogo, afrontando con cada una los problemas teológicos e históricos surgidos en el transcurso de los siglos y que se han convertido en elementos de división. El Señor ha hecho que estas relaciones amistosas hayan mejorado el conocimiento recíproco, que hayan intensificado la comunión, haciendo al mismo tiempo más clara la percepción de los problemas que quedan por resolver y que fomentan la división. Hoy, en esta Semana, damos gracias a Dios que ha sostenido e iluminado el camino recorrido hasta ahora, un camino fecundo que el decreto conciliar sobre el ecumenismo describía como "surgido por el impulso del Espíritu Santo" y "cada día más amplio" (Unitatis redintegratio UR 1).

Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación a "orar sin cesar" que el apóstol san Pablo dirigió a los primeros cristianos de Tesalónica, comunidad que él mismo había fundado. Y precisamente porque sabía que habían surgido discordias quiso recomendar que fueran pacientes con todos, que no devolvieran mal por mal, que buscaran siempre el bien entre ellos y con todos, permaneciendo alegres en toda circunstancia, felices porque el Señor está cerca.

Los consejos que san Pablo dio a los tesalonicenses pueden inspirar también hoy el comportamiento de los cristianos en el ámbito de las relaciones ecuménicas. Sobre todo, dice: "Vivid en paz unos con otros" y añade: "Orad sin cesar. En todo dad gracias" (cf. 1Th 5,13 1Th 5,18). Acojamos también nosotros esta apremiante exhortación del Apóstol tanto para dar gracias al Señor por los progresos realizados en el movimiento ecuménico, como para pedir la unidad plena.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, alcance para todos los discípulos de su divino Hijo la gracia de vivir cuanto antes en paz y en caridad recíproca, para dar un testimonio convincente de reconciliación ante el mundo entero, a fin de hacer accesible el rostro de Dios en el rostro de Cristo, que es el Dios-con-nosotros, el Dios de la paz y de la unidad.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a la Guardia de honor del Sagrado Corazón de Jesús, de México; a la Scuola italiana de Valparaíso, Chile; y a los grupos llegados de España y de otros países latinoamericanos. Os invito a "ser constantes en la oración" para impetrar la plena comunión de los bautizados en Cristo, y a vivir en paz y caridad fraterna, que son requisitos de toda concordia y unidad. ¡Muchas gracias!

(En polaco)
Hermanos y hermanas, os exhorto a desear ardientemente la unidad de los cristianos, acogiendo la exhortación del apóstol san Pablo: "Vivid en paz unos con otros. Sed pacientes con todos. Procurad siempre el bien mutuo y el de todos. Estad siempre alegres. Orad sin cesar" (cf. 1Th 5,13-17). Que Dios confirme en vosotros estos santos deseos y os bendiga.

(En eslovaco)

Hermanos y hermanas, durante la Semana de oración por la unidad de los cristianos, os invito a elevar intensas oraciones al Señor para que realice las palabras de Cristo: "Que todos sean uno". Con afecto os bendigo a vosotros y a vuestros seres queridos.

(En italiano)
Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana celebraremos la memoria litúrgica de san Francisco de Sales, patrono de la prensa católica. Obispo de Ginebra en una época de graves conflictos, fue hombre de paz y de comunión. Maestro de vida espiritual, enseñó que la perfección cristiana está al alcance de todas las personas. Queridos jóvenes, enfermos y recién casados, por intercesión de san Francisco de Sales, vivid también vosotros vuestra vocación en las circunstancias concretas en que os encontráis, confiando en el amor de Dios que siempre nos acompaña.



Miércoles 30 de enero de 2008: San Agustín - Armonía entre fe y razón

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Queridos amigos:

Después de la Semana de oración por la unidad de los cristianos volvemos hoy a hablar de la gran figura de san Agustín. Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de septiembre de 1986, pp. 15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).

Sobre el tema de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra: "Convertíos". Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar en lo que significa esta conversión: es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.

La catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.

Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y razón son "las dos fuerzas que nos llevan a conocer" (Contra academicos , III, 20,43). A este respecto, son justamente célebres sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas ("cree para comprender") —creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas ("comprende para creer"), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.

Las dos afirmaciones de san Agustín expresan con gran eficacia y profundidad la síntesis de este problema, en la que la Iglesia católica ve manifestado su camino. Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino.

San Agustín experimentó con extraordinaria intensidad esta cercanía de Dios al hombre. La presencia de Dios en el hombre es profunda y al mismo tiempo misteriosa, pero puede reconocerse y descubrirse en la propia intimidad: no hay que salir fuera —afirma el convertido—; "vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo más íntimo del hombre. Y si encuentras que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo. Pero, al hacerlo, recuerda que trasciendes un alma que razona. Así pues, dirígete adonde se enciende la luz misma de la razón" (De vera religione, 39, 72). Con una afirmación famosísima del inicio de las Confesiones, autobiografía espiritual escrita en alabanza de Dios, él mismo subraya: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti" (I, 1, 1).

La lejanía de Dios equivale, por tanto, a la lejanía de sí mismos. "Porque tú —reconoce san Agustín (Confesiones , III,
III 6,11)— estabas más dentro de mí que lo más íntimo de mí, y más alto que lo supremo de mi ser" ("interior intimo meo et superior summo meo"), hasta el punto de que, como añade en otro pasaje recordando el tiempo precedente a su conversión, "tú estabas, ciertamente, delante de mí, mas yo me había alejado también de mí, y no acertaba a hallarme, ¡cuánto menos a ti!" (Confesiones, V, 2, 2).

Precisamente porque san Agustín vivió a fondo este itinerario intelectual y espiritual, supo presentarlo en sus obras con tanta claridad, profundidad y sabiduría, reconociendo en otros dos famosos pasajes de las Confesiones (IV, 4, 9 y 14, 22) que el hombre es "un gran enigma" (magna quaestio) y "un gran abismo" (grande profundum), enigma y abismo que sólo Cristo ilumina y colma. Esto es importante: quien está lejos de Dios también está lejos de sí mismo, alienado de sí mismo, y sólo puede encontrarse a sí mismo si se encuentra con Dios. De este modo logra llegar a sí mismo, a su verdadero yo, a su verdadera identidad.

El ser humano —subraya después san Agustín en el De civitate Dei (XII, 27)— es sociable por naturaleza pero antisocial por vicio, y quien lo salva es Cristo, único mediador entre Dios y la humanidad, y "camino universal de la libertad y de la salvación", como repitió mi predecesor Juan Pablo II (Augustinum Hipponensem, 21). Fuera de este camino, que nunca le ha faltado al género humano —afirma también san Agustín en esa misma obra— "nadie ha sido liberado nunca, nadie es liberado y nadie será liberado" (De civitate Dei X, 32, 2). Como único mediador de la salvación, Cristo es cabeza de la Iglesia y está unido místicamente a ella, hasta el punto de que san Agustín puede afirmar: "Nos hemos convertido en Cristo. En efecto, si él es la cabeza, nosotros somos sus miembros; el hombre total es él y nosotros" (In Iohannis evangelium tractatus, 21, 8).

Según la concepción de san Agustín, la Iglesia, pueblo de Dios y casa de Dios, está por tanto íntimamente vinculada al concepto de Cuerpo de Cristo, fundamentada en la relectura cristológica del Antiguo Testamento y en la vida sacramental centrada en la Eucaristía, en la que el Señor nos da su Cuerpo y nos transforma en su Cuerpo. Por tanto, es fundamental que la Iglesia, pueblo de Dios, en sentido cristológico y no en sentido sociológico, esté verdaderamente insertada en Cristo, el cual, como afirma san Agustín en una página hermosísima, "ora por nosotros, ora en nosotros; nosotros oramos a él; él ora por nosotros como sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza; y nosotros oramos a él como a nuestro Dios; por tanto, reconocemos en él nuestra voz y la suya en nosotros" (Enarrationes in Psalmos, 85, 1).

En la conclusión de la carta apostólica Augustinum Hipponensem, Juan Pablo II pregunta al mismo santo qué quería decir a los hombres de hoy y responde, ante todo, con las palabras que san Agustín escribió en una carta dictada poco después de su conversión: "A mí me parece que hay que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad" (EP 1,1), la verdad que es Cristo mismo, Dios verdadero, a quien se dirige una de las oraciones más hermosas y famosas de las Confesiones (X, 27, 38): "Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia, la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y me abrasé en tu paz".

San Agustín encontró a Dios y durante toda su vida lo experimentó hasta el punto de que esta realidad —que es ante todo el encuentro con una Persona, Jesús— cambió su vida, como cambia la de cuantos, hombres y mujeres, en cualquier tiempo, tienen la gracia de encontrarse con él. Pidamos al Señor que nos dé esta gracia y nos haga encontrar así su paz.



Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los distintos grupos de estudiantes y peregrinos venidos de Argentina, Chile, España y de otros países latinoamericanos. Siguiendo el ejemplo y las enseñanzas de san Agustín, os animo a buscar a Cristo con todas las fuerzas, para encontrar en él la verdad de vuestras vidas. ¡Muchas gracias!

(En polaco)

San Agustín nos enseña la amistad con Dios. En la oración famosa confiesa: "¡Tarde te amé! De ti me mantenían alejado aquellas cosas (que, si no fuesen en ti, no existirían). Has mostrado tu esplendor y has disipado mi ceguera... Me has tocado y me he inflamado en tu paz" (cf. Confesiones X, 27, 38). Que esta oración despierte también en nosotros la voluntad de conocer a Dios. ¡Alabado sea Jesucristo!.

(En italiano)

(A los fieles de la parroquia de Santa Catalina de Nardò y en especial a un grupo de jóvenes músicos)

Queridos amigos, os doy las gracias por vuestra presencia y os deseo que este encuentro acreciente en cada uno el deseo de testimoniar con alegría el Evangelio en la vida de cada día. Os acompaño con mi oración, a fin de que podáis edificar todos vuestros proyectos sobre las bases sólidas de la fidelidad a Dios. Saludo también a los agentes de Cáritas de la diócesis de Sabina-Poggio Mirteto y los animo a proseguir con generosidad su obra en favor de los más necesitados.



Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana se celebra la memoria litúrgica de san Juan Bosco, sacerdote y educador. Miradlo como un auténtico maestro de vida, queridos jóvenes, especialmente vosotros de Serroni di Battipaglia que vais a ser confirmados. Vosotros, queridos enfermos, aprended de su experiencia espiritual a confiar en toda circunstancia en Cristo crucificado. Y vosotros, queridos recién casados, recurrid a su intercesión para asumir con empeño generoso vuestra misión de esposos.





Audiencias 2005-2013 16018