Audiencias 2005-2013 26038

Miércoles 26 de marzo de 2008: La resurrección de Cristo clave de bóveda del cristianismo

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Queridos hermanos y hermanas:

«Et resurrexit tertia die secundum Scripturas», «Resucitó al tercer día según las Escrituras». Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir de este gran misterio, que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración eucarística.

Sin embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad central de la fe cristiana se propone a los fieles de un modo más intenso en su riqueza doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada vez más y la vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual. Cada año, en el «santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado», como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su sepultura. Luego, al «tercer día», la Iglesia revive su resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el que se realizan en plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, debemos renovar constantemente nuestra adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la certeza de nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los muertos no envejece y Jesús está siempre vivo; y también sigue vivo su Evangelio.

«La fe de los cristianos —afirma san Agustín— es la resurrección de Cristo». Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente: «Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos» (
Ac 17,31). En efecto, no era suficiente la muerte para demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado. ¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.

La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros; pero sólo su resurrección es «prueba segura», es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en la carta a los Romanos: «Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9).

Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan. El debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos.

¿No es la certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido valentía, audacia profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas? ¿No es el encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos hombres y mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen dejándolo todo para seguirlo y poniendo su vida al servicio del Evangelio? «Si Cristo no resucitó, —decía el apóstol san Pablo— es vana nuestra predicación y es vana también nuestra fe» (1Co 15,14). Pero ¡resucitó!

El anuncio que en estos días volvemos a escuchar sin cesar es precisamente este: ¡Jesús ha resucitado! Es «el que vive» (Ap 1,18), y nosotros podemos encontrarnos con él, como se encontraron con él las mujeres que, al alba del tercer día, el día siguiente al sábado, se habían dirigido al sepulcro; como se encontraron con él los discípulos, sorprendidos y desconcertados por lo que les habían referido las mujeres; y como se encontraron con él muchos otros testigos en los días que siguieron a su resurrección.

Incluso después de su Ascensión, Jesús siguió estando presente entre sus amigos, como por lo demás había prometido: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). El Señor está con nosotros, con su Iglesia, hasta el fin de los tiempos. Los miembros de la Iglesia primitiva, iluminados por el Espíritu Santo, comenzaron a proclamar el anuncio pascual abiertamente y sin miedo. Y este anuncio, transmitiéndose de generación en generación, ha llegado hasta nosotros y resuena cada año en Pascua con una fuerza siempre nueva.

De modo especial en esta octava de Pascua, la liturgia nos invita a encontrarnos personalmente con el Resucitado y a reconocer su acción vivificadora en los acontecimientos de la historia y de nuestra vida diaria. Por ejemplo, hoy, miércoles, nos propone el episodio conmovedor de los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35). Después de la crucifixión de Jesús, invadidos por la tristeza y la decepción, volvían a casa desconsolados. Durante el camino conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado en aquellos días en Jerusalén; entonces se les acercó Jesús, se puso a conversar con ellos y a enseñarles: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24,25-26). Luego, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.

La enseñanza de Jesús —la explicación de las profecías— fue para los discípulos de Emaús como una revelación inesperada, luminosa y consoladora. Jesús daba una nueva clave de lectura de la Biblia y ahora todo quedaba claro, precisamente orientado hacia este momento. Conquistados por las palabras del caminante desconocido, le pidieron que se quedara a cenar con ellos. Y él aceptó y se sentó a la mesa con ellos. El evangelista san Lucas refiere: «Sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (Lc 24,30). Fue precisamente en ese momento cuando se abrieron los ojos de los dos discípulos y lo reconocieron, «pero él desapareció de su lado» (Lc 24,31). Y ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).

En todo el año litúrgico, y de modo especial en la Semana santa y en la semana de Pascua, el Señor está en camino con nosotros y nos explica las Escrituras, nos hace comprender este misterio: todo habla de él. Esto también debería hacer arder nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos. El Señor está con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de Emaús lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. Y este partir el pan nos hace pensar precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la última Cena, donde Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos.

Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace presente con nosotros en la santa Eucaristía, se nos da a sí mismo y abre nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su Palabra, también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados. Cada domingo la comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del Salvador su testamento de amor y de servicio fraterno.

Queridos hermanos y hermanas, que la alegría de estos días afiance aún más nuestra adhesión fiel a Cristo crucificado y resucitado. Sobre todo, dejémonos conquistar por la fascinación de su resurrección. Que María nos ayude a ser mensajeros de la luz y de la alegría de la Pascua para muchos hermanos nuestros.

De nuevo os deseo a todos una feliz Pascua.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los alumnos del seminario mayor iberoamericano de los Padres de Schönstatt. Saludo también a los distintos grupos de estudiantes y peregrinos venidos de Argentina, El Salvador, España, México, Puerto Rico, y de otros países latinoamericanos. Que la alegría de la resurrección de Cristo haga más profunda y fiel vuestra vida cristiana, al mismo tiempo que os animo a ser, con la ayuda de María, mensajeros de la luz y la alegría de la Pascua para todos vuestros hermanos. ¡Felices Pascuas!

(En portugués)

Que el Dios de todo consuelo bendiga vuestros hogares y el trabajo de cada uno, para que seáis portadores de paz y alegría en la esperanza de la feliz resurrección en el día del Señor.

(En italiano)
Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes y especialmente vosotros, muchachos y muchachas que habéis venido en tan gran número de parroquias y oratorios de la archidiócesis de Milán, sed protagonistas entusiastas en la Iglesia y en la sociedad. Vosotros, que hacéis este año la «profesión de fe», empeñaos en construir la civilización del amor, fundada en Cristo, que murió y resucitó por todos. Queridos enfermos, que la luz de la Resurrección ilumine y sostenga vuestro sufrimiento diario, haciéndolo fecundo en beneficio de toda la humanidad. Y vosotros, queridos recién casados, sacad cada día del misterio pascual la fuerza para un amor sincero e inagotable.



Miércoles 9 de abril de 2008: San Benito de Nursia

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de san Benito, fundador del monacato occidental y también patrono de mi pontificado. Comienzo citando una frase de san Gregorio Magno que, refiriéndose a san Benito, dice: «Este hombre de Dios, que brilló sobre esta tierra con tantos milagros, no resplandeció menos por la elocuencia con la que supo exponer su doctrina» (Dial. II, 36). El gran Papa escribió estas palabras en el año 592; el santo monje había muerto cincuenta años antes y todavía seguía vivo en la memoria de la gente y sobre todo en la floreciente Orden religiosa que fundó. San Benito de Nursia, con su vida y su obra, ejerció una influencia fundamental en el desarrollo de la civilización y de la cultura europea.

La fuente más importante sobre su vida es el segundo libro de los Diálogos de san Gregorio Magno. No es una biografía en el sentido clásico. Según las ideas de su época, san Gregorio quiso ilustrar mediante el ejemplo de un hombre concreto —precisamente san Benito— la ascensión a las cumbres de la contemplación, que puede realizar quien se abandona en manos de Dios. Por tanto, nos presenta un modelo de vida humana como ascensión hacia la cumbre de la perfección.

En el libro de los Diálogos, san Gregorio Magno narra también muchos milagros realizados por el santo. También en este caso no quiere simplemente contar algo extraño, sino demostrar cómo Dios, advirtiendo, ayudando e incluso castigando, interviene en las situaciones concretas de la vida del hombre. Quiere mostrar que Dios no es una hipótesis lejana, situada en el origen del mundo, sino que está presente en la vida del hombre, de cada hombre.

Esta perspectiva del «biógrafo» se explica también a la luz del contexto general de su tiempo: entre los siglos V y VI, el mundo sufría una tremenda crisis de valores y de instituciones, provocada por el derrumbamiento del Imperio Romano, por la invasión de los nuevos pueblos y por la decadencia de las costumbres. Al presentar a san Benito como «astro luminoso», san Gregorio quería indicar en esta tremenda situación, precisamente aquí, en esta ciudad de Roma, el camino de salida de la «noche oscura de la historia» (cf. Juan Pablo II, Discurso en la abadía de Montecassino, 18 de mayo de 1979, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de mayo de 1979, p. 11).

De hecho, la obra del santo, y en especial su Regla, fueron una auténtica levadura espiritual, que cambió, con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que llamamos «Europa».

La fecha del nacimiento de san Benito se sitúa alrededor del año 480. Procedía, según dice san Gregorio de la región de Nursia, ex provincia Nursiae. Sus padres, de clase acomodada, lo enviaron a estudiar a Roma. Él, sin embargo, no se quedó mucho tiempo en la ciudad eterna. Como explicación totalmente creíble, san Gregorio alude al hecho de que al joven Benito le disgustaba el estilo de vida de muchos de sus compañeros de estudios, que vivían de manera disoluta, y no quería caer en los mismos errores. Sólo quería agradar a Dios: «soli Deo placere desiderans» (Dial. II, Prol. 1).

Así, antes de concluir sus estudios, san Benito dejó Roma y se retiró a la soledad de los montes que se encuentran al este de la ciudad eterna. Después de una primera estancia en el pueblo de Effide (hoy Affile), donde se unió durante algún tiempo a una «comunidad religiosa» de monjes, se hizo eremita en la cercana Subiaco. Allí vivió durante tres años, completamente solo, en una gruta que, desde la alta Edad Media, constituye el «corazón» de un monasterio benedictino llamado «Sacro Speco» (Gruta sagrada).

El período que pasó en Subiaco, un tiempo de soledad con Dios, fue para san Benito un momento de maduración. Allí tuvo que soportar y superar las tres tentaciones fundamentales de todo ser humano: la tentación de autoafirmarse y el deseo de ponerse a sí mismo en el centro; la tentación de la sensualidad; y, por último, la tentación de la ira y de la venganza.

San Benito estaba convencido de que sólo después de haber vencido estas tentaciones podía dirigir a los demás palabras útiles para sus situaciones de necesidad. De este modo, tras pacificar su alma, podía controlar plenamente los impulsos de su yo, para ser artífice de paz a su alrededor. Sólo entonces decidió fundar sus primeros monasterios en el valle del Anio, cerca de Subiaco.

En el año 529, san Benito dejó Subiaco para asentarse en Montecassino. Algunos han explicado que este cambio fue una manera de huir de las intrigas de un eclesiástico local envidioso. Pero esta explicación resulta poco convincente, pues su muerte repentina no impulsó a san Benito a regresar (Dial. II, 8). En realidad, tomó esta decisión porque había entrado en una nueva fase de su maduración interior y de su experiencia monástica.

Según san Gregorio Magno, su salida del remoto valle del Anio hacia el monte Cassio —una altura que, dominando la llanura circunstante, es visible desde lejos—, tiene un carácter simbólico: la vida monástica en el ocultamiento tiene una razón de ser, pero un monasterio también tiene una finalidad pública en la vida de la Iglesia y de la sociedad: debe dar visibilidad a la fe como fuerza de vida. De hecho, cuando el 21 de marzo del año 547 san Benito concluyó su vida terrena, dejó con su Regla y con la familia benedictina que fundó, un patrimonio que ha dado frutos a través de los siglos y que los sigue dando en el mundo entero.

En todo el segundo libro de los Diálogos, san Gregorio nos muestra cómo la vida de san Benito estaba inmersa en un clima de oración, fundamento de su existencia. Sin oración no hay experiencia de Dios. Pero la espiritualidad de san Benito no era una interioridad alejada de la realidad. En la inquietud y en el caos de su época, vivía bajo la mirada de Dios y precisamente así nunca perdió de vista los deberes de la vida cotidiana ni al hombre con sus necesidades concretas.

Al contemplar a Dios comprendió la realidad del hombre y su misión. En su Regla se refiere a la vida monástica como «escuela del servicio del Señor» (Prol. RB 1,45) y pide a sus monjes que «nada se anteponga a la Obra de Dios» (RB 143, 3), es decir, al Oficio divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Prol. RB 19-11), que después debe traducirse en la acción concreta. «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos», afirma (Prol. RB 135).

Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación «para que en todo sea glorificado Dios» (RB 57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (RB 58, 7) en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (RB 5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (RB 4,21 RB 72,11), y precisamente así, sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su Regla (RB 7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios.

A la obediencia del discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio «hace las veces de Cristo» (RB 2,2 RB 63,13). Su figura, descrita sobre todo en el segundo capítulo de la Regla, con un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues —como escribe san Gregorio Magno— «el santo de ninguna manera podía enseñar algo diferente de lo que vivía» (Dial. II, 36). El abad debe ser un padre tierno y al mismo tiempo un maestro severo (RB 2,24), un verdadero educador. Aun siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la ternura del buen Pastor (RB 27,8), a «servir más que a mandar» (RB 64,8), y a «enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras» (RB 2,12). Para poder decidir con responsabilidad, el abad también debe escuchar «el consejo de los hermanos» (RB 3,2), porque «muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» (RB 3,3). Esta disposición hace sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso en ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que escucha.

San Benito califica la Regla como «mínima, escrita sólo para el inicio» (RB 73,8); pero, en realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.

Pablo VI, al proclamar el 24 de octubre de 1964 a san Benito patrono de Europa, pretendía reconocer la admirable obra llevada a cabo por el santo a través de la Regla para la formación de la civilización y de la cultura europea. Hoy Europa, recién salida de un siglo herido profundamente por dos guerras mundiales y después del derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de su propia identidad.

Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa. Sin esta savia vital, el hombre queda expuesto al peligro de sucumbir a la antigua tentación de querer redimirse por sí mismo, utopía que de diferentes maneras, en la Europa del siglo XX, como puso de relieve el Papa Juan Pablo II, provocó «una regresión sin precedentes en la atormentada historia de la humanidad» (Discurso a la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, 12 de enero de 1990, n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 6). Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de san Benito como una luz para nuestro camino. El gran monje sigue siendo un verdadero maestro que enseña el arte de vivir el verdadero humanismo.

Saludos

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, en particular, a los miembros del curso de actualización sacerdotal del Pontificio Colegio Español de Roma, al grupo de Lleida con su obispo administrador apostólico, mons. Javier Salinas, a la Institución «Padre Rubinos» de A Coruña, y a los demás peregrinos venidos de España, Argentina, Ecuador y otros países latinoamericanos. Os exhorto a que, siguiendo las huellas de san Benito, no antepongáis nada al amor de Cristo. Muchas gracias.

(En italiano)
Saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, exhortando a todos a vivir intensamente este tiempo pascual, testimoniando la alegría que Cristo muerto y resucitado da a cuantos se encomiendan a él. .




Miércoles 30 de abril de 2008: Viaje apostólico a Estados Unidos

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Queridos hermanos y hermanas:

Aunque ya han pasado varios días desde mi regreso, deseo dedicar la catequesis de hoy, como de costumbre, al viaje apostólico que realicé a la Organización de las Naciones Unidas y a Estados Unidos del 15 al 21 de abril. Ante todo renuevo mi más cordial agradecimiento a la Conferencia episcopal estadounidense, así como al presidente Bush, por haberme invitado y por la cálida acogida que me brindaron. Pero quisiera extender mi agradecimiento a todos los que, en Washington y en Nueva York, acudieron a saludarme y a manifestar su amor al Papa, y a los que me acompañaron y apoyaron con la oración y con el ofrecimiento de sus sacrificios.

Como es sabido, la ocasión de la visita fue el bicentenario de la elevación de la primera diócesis del país, Baltimore, a sede metropolitana, y de la fundación de las sedes de Nueva York, Boston, Filadelfia y Louisville. Por eso, en este aniversario típicamente eclesial, tuve la alegría de visitar personalmente, por primera vez como sucesor de Pedro, al querido pueblo de Estados Unidos, para confirmar en la fe a los católicos, para renovar e incrementar la fraternidad con todos los cristianos, y para anunciar a todos el mensaje de "Cristo, nuestra esperanza", como rezaba el lema del viaje.

En el encuentro con el señor presidente, en su residencia, rendí homenaje a ese gran país, que desde los inicios se edificó sobre la base de una feliz conjugación entre principios religiosos, éticos y políticos, y que sigue siendo un ejemplo válido de sana laicidad, donde la dimensión religiosa, en la diversidad de sus expresiones, no sólo se tolera, sino que también se valora como "alma" de la nación y garantía fundamental de los derechos y los deberes del hombre. En ese contexto la Iglesia puede desempeñar con libertad y compromiso su misión de evangelización y promoción humana, y también de "conciencia crítica", contribuyendo a la construcción de una sociedad digna de la persona humana y, al mismo tiempo, estimulando a un país, como Estados Unidos, al que todos consideran como uno de los principales actores del escenario internacional, hacia la solidaridad global, cada vez más necesaria y urgente, y hacia el ejercicio paciente del diálogo en las relaciones internacionales.

Naturalmente, la misión y el papel de la comunidad eclesial estuvieron en el centro del encuentro con los obispos, que tuvo lugar en el santuario nacional de la Inmaculada Concepción, en Washington. En el contexto litúrgico de las Vísperas, alabamos al Señor por el camino recorrido por el pueblo de Dios en Estados Unidos, por el celo de sus pastores, y por el fervor y la generosidad de sus fieles, que se manifiesta en la elevada y abierta consideración de la fe y en innumerables iniciativas caritativas y humanitarias en el país y en el extranjero.

Al mismo tiempo, apoyé a mis hermanos en el episcopado en su difícil tarea de sembrar el Evangelio en una sociedad marcada por muchas contradicciones, que amenazan la coherencia de los católicos e incluso del clero. Los animé a elevar su voz sobre las cuestiones morales y sociales actuales y a formar a los fieles laicos para que sean buena "levadura" en la comunidad civil, desde la célula fundamental que es la familia. En este sentido, los exhorté a volver a proponer el sacramento del matrimonio como don y compromiso indisoluble entre un hombre y una mujer, ámbito natural de acogida y de educación de los hijos. La Iglesia y la familia, juntamente con la escuela, especialmente la de inspiración cristiana, deben cooperar para impartir a los jóvenes una sólida educación moral, pero en esta tarea también tienen una gran responsabilidad los agentes de la comunicación y del entretenimiento.

Pensando en el doloroso caso de los abusos sexuales a menores cometidos por ministros ordenados, expresé a los obispos mi cercanía, animándolos en el compromiso de curar las heridas y de reforzar las relaciones con sus sacerdotes. Respondiendo a algunas preguntas planteadas por los obispos, subrayé algunos aspectos importantes: la relación intrínseca entre el Evangelio y la "ley natural"; la sana concepción de la libertad, que se comprende y se realiza en el amor; la dimensión eclesial de la experiencia cristiana; la exigencia de anunciar de manera nueva, en especial a los jóvenes, la "salvación" como plenitud de vida, y de educar en la oración, de la que brotan las respuestas generosas a la llamada del Señor.

En la grande y festiva celebración eucarística en el estadio Nationals Park de Washington invocamos al Espíritu Santo sobre toda la Iglesia que está en Estados Unidos para que, firmemente arraigada en la fe transmitida por los padres, profundamente unida y renovada, afronte los desafíos presentes y futuros con valentía y esperanza, la esperanza que "no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo" (
Rm 5,5).

Ciertamente, uno de estos desafíos es el de la educación; por eso, en la Universidad católica de América me reuní con los rectores de universidades y de centros universitarios católicos, con los responsables diocesanos de la enseñanza, y con los representantes de los profesores y los alumnos. La tarea educativa es parte integrante de la misión de la Iglesia, y la comunidad eclesial estadounidense siempre se ha comprometido mucho en este campo, prestando al mismo tiempo un gran servicio social y cultural a todo el país. Es importante que esto continúe. También es importante cuidar la calidad de los centros católicos de enseñanza, para que en ellos se forme a las personas verdaderamente según "la medida de la madurez" de Cristo (cf. Ep 4,13), conjugando fe y razón, libertad y verdad. Por tanto, con alegría confirmé a los formadores en su valioso compromiso de caridad intelectual.

En un país con una vocación multicultural, como Estados Unidos, asumieron un relieve especial los encuentros con los representantes de otras religiones: en Washington, en el Centro cultural Juan Pablo II, con judíos, musulmanes, hindúes, budistas y jainistas; y en Nueva York, la visita a la Sinagoga. Momentos —especialmente este último— muy cordiales, que confirmaron el compromiso común por el diálogo y la promoción de la paz y de los valores espirituales y morales. En la que puede considerarse como la patria de la libertad religiosa, recordé que es preciso defender siempre esta libertad con un esfuerzo conjunto, para evitar toda forma de discriminación y prejuicio. Y puse de relieve la gran responsabilidad de los líderes religiosos, tanto al enseñar el respeto y la no violencia, como al mantener vivos los interrogantes más profundos de la conciencia humana. También la celebración ecuménica en la iglesia parroquial de San José se caracterizó por una gran cordialidad. Juntos oramos al Señor para que aumente en los cristianos la capacidad de dar razón, también con una unidad cada vez mayor, de su única gran esperanza (cf. 1P 3,15), basada en la fe común en Jesucristo.

Otro objetivo principal de mi viaje fue la visita a la sede central de la ONU: la cuarta visita de un Papa, después de la de Pablo VI en 1965 y de las dos de Juan Pablo II, en 1979 y en 1995. En el sexagésimo aniversario de la Declaración universal de derechos humanos, la Providencia me permitió confirmar, en la más amplia y autorizada asamblea supranacional, el valor de esa Carta, recordando su fundamento universal, es decir, la dignidad de la persona humana, creada por Dios a su imagen y semejanza para cooperar en el mundo en su gran designio de vida y de paz.

Al igual que la paz, también el respeto de los derechos humanos está arraigado en la "justicia", es decir, en un orden ético válido para todos los tiempos y para todos los pueblos, que se puede resumir en la célebre máxima: "No hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti", o expresada de manera positiva con las palabras de Jesús: "Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos" (Mt 7,12). Sobre esta base, que constituye la contribución típica de la Santa Sede a la Organización de las Naciones Unidas, renové, y vuelvo a renovar hoy, el compromiso efectivo de la Iglesia católica de contribuir a reforzar relaciones internacionales caracterizadas por los principios de responsabilidad y solidaridad.

En mi corazón han quedado fuertemente grabados también otros momentos de mi permanencia en Nueva York. En la catedral de San Patricio, en el corazón de Manhattan —verdaderamente una "casa de oración para todos los pueblos"—, celebré la santa misa con los sacerdotes y los consagrados, que acudieron de todas las partes del país. No olvidaré nunca la cordialidad con que me felicitaron por el tercer aniversario de mi elección a la sede de Pedro. Fue un momento conmovedor, en el que experimenté de manera sensible todo el apoyo de la Iglesia a mi ministerio. Lo mismo puedo decir del encuentro con los jóvenes y los seminaristas, que se celebró precisamente en el seminario diocesano, precedido por una cita muy significativa con muchachos y jóvenes discapacitados, acompañados de sus familiares.

A los jóvenes, que por naturaleza tienen sed de verdad y de amor, les propuse algunas figuras de hombres y mujeres que han testimoniado de manera ejemplar el Evangelio en tierra estadounidense, el Evangelio de la verdad que hace libres en el amor, en el servicio, en la vida entregada por los demás. Al ver las tinieblas que hoy amenazan su vida, los jóvenes pueden encontrar en los santos la luz que las disipa: la luz de Cristo, esperanza para todo hombre.

Esta esperanza, más fuerte que el pecado y la muerte, animó el momento lleno de emoción que pasé en silencio en el cráter de la Zona Cero, donde encendí un cirio orando por todas las víctimas de esa terrible tragedia.

Por último, mi visita culminó con la celebración eucarística en el Yankee Stadium de Nueva York: llevo todavía en el corazón esa fiesta de fe y de fraternidad, con la que celebramos el bicentenario de las diócesis más antiguas de Estados Unidos. El pequeño rebaño de los orígenes se ha desarrollado enormemente, enriqueciéndose con la fe y las tradiciones de sucesivas oleadas de inmigración. A esa Iglesia, que ahora afronta los desafíos del presente, tuve la alegría de anunciar nuevamente a "Cristo nuestra esperanza" ayer, hoy y siempre.

Queridos hermanos y hermanas, os invito a uniros a mí en la acción de gracias por el alentador resultado de este viaje apostólico y en la súplica a Dios, por intercesión de la Virgen María, para que produzca abundantes frutos para la Iglesia en Estados Unidos y en todas las partes del mundo.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española. Os invito a dar conmigo gracias a Dios por este viaje apostólico y a seguir pidiendo por los frutos espirituales del mismo.

(En italiano)
Mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy la liturgia celebra la memoria del Pontífice san Pío V que, impulsado por un profundo amor a la Iglesia, promovió con celo incansable la propagación de la fe y reformó el culto litúrgico. Que su ejemplo y su intercesión os animen a vosotros, queridos jóvenes, a realizar de modo auténtico y coherente vuestra vocación cristiana; que os sostengan a vosotros, queridos enfermos, para perseverar en la esperanza y para ofrecer vuestros sufrimientos en unión con los de Cristo por la salvación de la humanidad; y que os hagan crecer a vosotros, queridos recién casados, en vuestro compromiso recíproco de fidelidad y de amor.





Audiencias 2005-2013 26038