Audiencias 2005-2013 10306

Miércoles 1 de marzo de 2006: La Cuaresma, itinerario de reflexión y oración intensa

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con la liturgia del miércoles de Ceniza, iniciamos el itinerario cuaresmal de cuarenta días, que nos llevará al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, centro del misterio de nuestra salvación. Este es un tiempo favorable, en el que la Iglesia invita a los cristianos a tomar una conciencia más viva de la obra redentora de Cristo y a vivir con más profundidad su bautismo. En efecto, en este tiempo litúrgico el pueblo de Dios, desde los primeros tiempos, se alimenta con la abundancia de la palabra de Dios, para fortalecerse en la fe, recorriendo toda la historia de la creación y de la redención.

Con su duración de cuarenta días, la Cuaresma encierra una indudable fuerza evocadora. En efecto, alude a algunos de los acontecimientos que marcaron la vida y la historia del antiguo Israel, volviendo a proponer, también a nosotros, su valor paradigmático: pensemos, por ejemplo, en los cuarenta días del diluvio universal, que concluyeron con el pacto de alianza establecido por Dios con Noé, y así con la humanidad, y en los cuarenta días de permanencia de Moisés en el monte Sinaí, tras los cuales tuvo lugar el don de las tablas de la Ley. El tiempo de Cuaresma quiere invitarnos sobre todo a revivir con Jesús los cuarenta días que pasó en el desierto, orando y ayunando, antes de emprender su misión pública.

También nosotros hoy iniciamos un camino de reflexión y oración con todos los cristianos del mundo para dirigirnos espiritualmente hacia el Calvario, meditando los misterios centrales de la fe. Así nos prepararemos para experimentar, después del misterio de la cruz, la alegría de la Pascua de resurrección.

En todas las comunidades parroquiales se realiza hoy un gesto austero y simbólico: la imposición de la ceniza; este rito va acompañado de dos fórmulas muy densas de significado, que constituyen una apremiante llamada a reconocerse pecadores y a volver a Dios.

La primera fórmula reza: "Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás" (cf.
Jn 3,19). Estas palabras, tomadas del libro del Génesis, evocan la condición humana, marcada por la caducidad y el límite, y quieren impulsarnos a volver a poner nuestra esperanza únicamente en Dios.

La segunda fórmula remite a las palabras que pronunció Jesús al inicio de su ministerio itinerante: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1,15). Es una invitación a poner como fundamento de la renovación personal y comunitaria la adhesión firme y confiada al Evangelio. La vida del cristiano es una vida de fe, fundada en la palabra de Dios y alimentada por ella. En las pruebas de la vida y en todas las tentaciones, el secreto de la victoria radica en escuchar la Palabra de verdad y rechazar con decisión la mentira y el mal.

Este es el programa verdadero, central, del tiempo de Cuaresma: escuchar la Palabra de verdad; vivir, hablar y hacer la verdad; evitar la mentira, que envenena a la humanidad y es la puerta de todos los males.

Por tanto, urge volver a escuchar, en estos cuarenta días, el Evangelio, la palabra del Señor, palabra de verdad, para que en todos los cristianos, en cada uno de nosotros, se refuerce la conciencia de la verdad que nos ha sido concedida, para que la vivamos y demos testimonio de ella. La Cuaresma nos impulsa a dejar que la palabra de Dios penetre en nuestra vida para conocer así la verdad fundamental: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde debemos ir, cuál es el camino que hemos de seguir en la vida. De este modo, el tiempo de Cuaresma nos ofrece un itinerario ascético y litúrgico que, a la vez que nos ayuda a abrir los ojos a nuestra debilidad, nos estimula a abrir el corazón al amor misericordioso de Cristo.

El camino cuaresmal, al acercarnos a Dios, nos permite mirar de un modo nuevo a nuestros hermanos y sus necesidades. Quien comienza a ver a Dios, a ver el rostro de Cristo, ve de una forma diferente también a los hermanos, descubre a los hermanos, su bien, su mal, sus necesidades.
Por esto, la Cuaresma, como escucha de la verdad, es un tiempo favorable para convertirse al amor, porque la verdad profunda, la verdad de Dios, es al mismo tiempo amor. Al convertirnos a la verdad de Dios, necesariamente debemos convertirnos al amor, un amor que sepa hacer propia la actitud de compasión y misericordia del Señor, como quise recordar en el Mensaje para la Cuaresma, que tiene por tema las palabras evangélicas: "Jesús, al ver a la multitud, se compadeció de ella" (Mt 9,36).

La Iglesia, consciente de su misión en el mundo, no cesa de proclamar el amor misericordioso de Cristo, que sigue dirigiendo su mirada conmovida hacia los hombres y los pueblos de todos los tiempos.

"Ante los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad —escribí en el citado Mensaje cuaresmal—, la indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo están en un contraste intolerable con la "mirada" de Cristo. El ayuno y la limosna, que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el período de Cuaresma, son una ocasión propicia para configurarnos con esa misma "mirada"" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de febrero de 2006, p. 4), con la mirada de Cristo, y vernos a nosotros mismos, ver a la humanidad, a los demás, con esta misma mirada. Con este espíritu entremos en el clima austero y orante de la Cuaresma, que es precisamente un clima de amor a los hermanos.

Que sean días de reflexión e intensa oración, en los que nos dejemos guiar por la palabra de Dios, que la liturgia nos propone abundantemente. Que la Cuaresma sea, además, un tiempo de ayuno, de penitencia y de vigilancia sobre nosotros mismos, convencidos de que la lucha contra el pecado no termina nunca, pues la tentación es una realidad de cada día, y la fragilidad y el engaño son experiencias de todos.

Por último, que la Cuaresma, a través de la limosna, haciendo el bien a los demás, sea ocasión de compartir sinceramente con los hermanos los dones recibidos y de mostrarnos solícitos a las necesidades de los más pobres y abandonados.

Que en este itinerario penitencial nos acompañe María, la Madre del Redentor, que es maestra de escucha y de fiel adhesión a Dios. Que la Virgen santísima nos ayude a llegar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, a celebrar el gran misterio de la Pascua de Cristo. Con estos sentimientos, deseo a todos una buena y fructífera Cuaresma.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los alumnos del seminario menor de Sigüenza-Guadalajara, a las Misioneras de la Providencia de Toledo, a las Hermandades y a los alumnos del colegio "Mater Salvatoris" de Madrid y de otros centros educativos. También a los peregrinos de Puerto Rico. Que la Madre del Redentor nos acompañe y nos ayude a llegar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, a celebrar el gran misterio de la Pascua. Os deseo a todos una buena y fructífera Cuaresma.

(En italiano)

(A los participantes en la asamblea plenaria del Comité pontificio de ciencias históricas)
Queridos amigos, gracias por el servicio que prestáis a la Santa Sede en el campo internacional de los estudios históricos; proseguid vuestro camino de investigadores con espíritu de fidelidad a la Iglesia y a la verdad histórica.

(A la comunidad del seminario interdiocesano de Tarento)
Queridos seminaristas, os invito a fundar vuestra existencia en la roca firme de la palabra de Dios, para ser testigos valientes del Evangelio de Cristo en nuestro tiempo.

* * *


Por último, dirijo mi saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El tiempo de Cuaresma, que hoy comenzamos, os lleve a cada uno a un conocimiento cada vez más íntimo de Cristo, para que tengáis sus mismos sentimientos y lo hagáis todo en comunión con él, en las diversas situaciones en que os encontréis.




Miércoles 15 de marzo de 2006: La voluntad de Jesús sobre la Iglesia y la elección de los Doce

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Queridos hermanos y hermanas:

Después de las catequesis sobre los salmos y los cánticos de Laudes y Vísperas, quisiera dedicar los próximos encuentros del miércoles al misterio de la relación entre Cristo y la Iglesia, considerándolo a partir de la experiencia de los Apóstoles, a la luz de la misión que se les encomendó. La Iglesia se constituyó sobre el fundamento de los Apóstoles como comunidad de fe, esperanza y caridad. A través de los Apóstoles, nos remontamos a Jesús mismo.

La Iglesia comenzó a constituirse cuando algunos pescadores de Galilea encontraron a Jesús y se dejaron conquistar por su mirada, su voz y su invitación cordial y fuerte: "Venid conmigo y os haré pescadores de hombres" (
Mc 1,17 Mt 4,19). Al inicio del tercer milenio, mi amado predecesor Juan Pablo II propuso a la Iglesia la contemplación del rostro de Cristo (cf. Novo millennio ineunte NM 16 ss).

Siguiendo en la misma dirección, en las catequesis que comienzo hoy quisiera mostrar precisamente cómo la luz de ese Rostro se refleja en el rostro de la Iglesia (cf. Lumen gentium LG 1), a pesar de los límites y las sombras de nuestra humanidad frágil y pecadora. Después de María, reflejo puro de la luz de Cristo, son los Apóstoles, con su palabra y su testimonio, quienes nos transmiten la verdad de Cristo. Sin embargo, su misión no está aislada, sino que se sitúa dentro de un misterio de comunión, que implica a todo el pueblo de Dios y se realiza por etapas, desde la antigua hasta la nueva Alianza.

A este propósito, hay que decir que se tergiversa del todo el mensaje de Jesús si se lo separa del contexto de la fe y de la esperanza del pueblo elegido: como el Bautista, su precursor inmediato, Jesús se dirige ante todo a Israel (cf. Mt 15,24), para "reunirlo" en el tiempo escatológico que llega con él. Al igual que la predicación de Juan, también la de Jesús es al mismo tiempo llamada de gracia y signo de contradicción y de juicio para todo el pueblo de Dios. Por tanto, desde el primer momento de su actividad salvífica, Jesús de Nazaret tiende a congregar al pueblo de Dios.

Aunque su predicación es siempre una exhortación a la conversión personal, en realidad él tiende continuamente a la constitución del pueblo de Dios, que ha venido a reunir, purificar y salvar. Por eso, resulta unilateral y carente de fundamento la interpretación individualista, propuesta por la teología liberal, del anuncio que Cristo hace del Reino. En el año 1900, el gran teólogo liberal Adolf von Harnack la resume así en sus lecciones sobre La esencia del cristianismo: "El reino de Dios viene, porque viene a cada uno de los hombres, tiene acceso a su alma, y ellos lo acogen. Ciertamente, el reino de Dios es el señorío de Dios, pero es el señorío del Dios santo en cada corazón" (Tercera lección, p. 100 s). En realidad, este individualismo de la teología liberal es una acentuación típicamente moderna: desde la perspectiva de la tradición bíblica y en el horizonte del judaísmo, en el que se sitúa la obra de Jesús aunque con toda su novedad, resulta evidente que toda la misión del Hijo encarnado tiene una finalidad comunitaria: él ha venido precisamente para unir a la humanidad dispersa, ha venido para congregar, para unir al pueblo de Dios.

Un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la Alianza, para manifestar en ella el cumplimiento de las promesas hechas a los Padres, que hablan siempre de convocación, unificación, unidad, es la institución de los Doce. Hemos escuchado el Evangelio sobre esta institución de los Doce. Leo una vez más su parte central: "Subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce..." (Mc 3,13-16 cf. Mt 10,1-4 Lc 6,12-16). En el lugar de la revelación, "el monte", Jesús, con una iniciativa que manifiesta absoluta conciencia y determinación, constituye a los Doce para que sean con él testigos y anunciadores del acontecimiento del reino de Dios.

Sobre la historicidad de esta llamada no existen dudas, no sólo en virtud de la antigüedad y de la multiplicidad de los testimonios, sino también por el simple motivo de que allí aparece el nombre de Judas, el apóstol traidor, a pesar de las dificultades que esta presencia podía crear a la comunidad naciente. El número Doce, que remite evidentemente a las doce tribus de Israel, ya revela el significado de acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de refundar el pueblo santo.
Superado desde hacía tiempo el sistema de las doce tribus, la esperanza de Israel anhelaba su reconstitución como signo de la llegada del tiempo escatológico (pensemos en la conclusión del libro de Ezequiel: Ez 37,15-19 Ez 39,23-29 Ez 40-48). Al elegir a los Doce, para introducirlos en una comunión de vida consigo y hacerles partícipes de su misión de anunciar el Reino con palabras y obras (cf. Mc 6,7-13 Mt 10,5-8 Lc 9,1-6 Lc 6,13), Jesús quiere manifestar que ha llegado el tiempo definitivo en el que se constituye de nuevo el pueblo de Dios, el pueblo de las doce tribus, que se transforma ahora en un pueblo universal, su Iglesia.

Con su misma existencia los Doce —procedentes de diferentes orígenes— son un llamamiento a todo Israel para que se convierta y se deje reunir en la nueva Alianza, cumplimiento pleno y perfecto de la antigua. El hecho de haberles encomendado en la última Cena, antes de su Pasión, la misión de celebrar su memorial, muestra cómo Jesús quería transmitir a toda la comunidad en la persona de sus jefes el mandato de ser, en la historia, signo e instrumento de la reunión escatológica iniciada en él. En cierto sentido podemos decir que precisamente la última Cena es el acto de la fundación de la Iglesia, porque él se da a sí mismo y crea así una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con él mismo.

Desde esta perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera —con la efusión del Espíritu— el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20,23). Los doce Apóstoles son así el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia. Por tanto, es del todo incompatible con la intención de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace algunos años: "Jesús sí, Iglesia no". Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica.

Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo. Es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles, está vivo en la sucesión de los Apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con nosotros, el Reino de Dios viene.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de Latinoamérica, en especial a los miembros de la Fundación "Fundabem", de Ávila, al Colegio Sagrado Corazón de Logroño, así como a los peregrinos de Buenos Aires. Os invito a todos a crecer en vuestro amor a esta gran familia que es la Iglesia, descubriendo siempre en ella el rostro de Cristo.

(En italiano)
Por último, dirijo un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Os animo a proseguir con entrega el itinerario cuaresmal; que la gracia de este particular tiempo litúrgico os ayude, queridos amigos, a imitar la filial adhesión de Jesús a la voluntad del Padre.
La audiencia concluyó con el canto del paternóster y la bendición apostólica. Luego, Su Santidad saludó personalmente a los obispos presentes, a los enfermos y a algunos representantes de diversas instituciones o movimientos.



Miércoles 29 de marzo de 2006: El don de la comunión

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Queridos hermanos y hermanas:

A través del ministerio apostólico, la Iglesia, comunidad congregada por el Hijo de Dios encarnado, vivirá en la sucesión de los tiempos edificando y alimentando la comunión en Cristo y en el Espíritu, a la que todos están llamados y en la que pueden experimentar la salvación donada por el Padre. En efecto, como dice el Papa san Clemente, tercer Sucesor de Pedro, al final del siglo I, los Doce se esforzaron por constituirse sucesores (cf. 1 Clem 42, 4), para que la misión que les había sido encomendada continuara después de su muerte. Así, a lo largo de los siglos la Iglesia, orgánicamente estructurada bajo la guía de los pastores legítimos, ha seguido viviendo en el mundo como misterio de comunión, en el que se refleja de alguna manera la misma comunión trinitaria, el misterio de Dios mismo.

El apóstol san Pablo alude ya a este supremo manantial trinitario, cuando desea a sus cristianos: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (
2Co 13,13). Estas palabras, que probablemente constituyen un eco del culto de la Iglesia naciente, ponen de relieve que el don gratuito del amor del Padre en Jesucristo se realiza y se expresa en la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo. Esta interpretación, basada en el estrecho paralelismo que establece el texto entre los tres genitivos ("la gracia de nuestro Señor Jesucristo... el amor de Dios... y la comunión del Espíritu Santo"), presenta la "comunión" como don específico del Espíritu, fruto del amor donado por Dios Padre y de la gracia ofrecida por nuestro Señor Jesucristo.

Por lo demás, el contexto inmediato, caracterizado por la insistencia en la comunión fraterna, nos orienta a ver en la koinonía del Espíritu Santo no sólo la "participación" en la vida divina casi individualmente, cada uno para sí mismo, sino también, como es lógico, la "comunión" entre los creyentes que el Espíritu mismo suscita como su artífice y agente principal (cf. Ph 2,1).

Se podría afirmar que la gracia, el amor y la comunión, referidos respectivamente a Cristo, al Padre y al Espíritu Santo, son diversos aspectos de la única acción divina para nuestra salvación, acción que crea la Iglesia y hace de la Iglesia -como dijo san Cipriano en el siglo III- "un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (De Orat. Dom., 23: PL 4, 536, citado en Lumen gentium, 4).

La idea de la comunión como participación en la vida trinitaria está iluminada con particular intensidad en el evangelio de san Juan, donde la comunión de amor que une al Hijo con el Padre y con los hombres es, al mismo tiempo, el modelo y el manantial de la comunión fraterna, que debe unir a los discípulos entre sí: "Amaos los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 15,12 cf. Jn 13,34). "Que sean uno como nosotros somos uno" (Jn 17,21 Jn 17,22). Así pues, comunión de los hombres con el Dios Trinitario y comunión de los hombres entre sí.

En el tiempo de la peregrinación terrena, el discípulo, mediante la comunión con el Hijo, ya puede participar de la vida divina de él y del Padre. "Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,3). Esta vida de comunión con Dios y entre nosotros es la finalidad propia del anuncio del Evangelio, la finalidad de la conversión al cristianismo: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros" (1Jn 1,3).

Por tanto, esta doble comunión, con Dios y entre nosotros, es inseparable. Donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión entre nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios Trinitario, como hemos escuchado.

Ahora damos un paso más. La comunión, fruto del Espíritu Santo, se alimenta con el Pan eucarístico (cf. 1Co 10,16-17) y se manifiesta en las relaciones fraternas, en una especie de anticipación del mundo futuro. En la Eucaristía Jesús nos alimenta, nos une a sí mismo, al Padre, al Espíritu Santo y entre nosotros, y esta red de unidad que abraza al mundo es una anticipación del mundo futuro en nuestro tiempo.

Precisamente así, por ser anticipación del mundo futuro, la comunión es un don también con consecuencias muy reales; nos hace salir de nuestra soledad, nos impide encerrarnos en nosotros mismos y nos hace partícipes del amor que nos une a Dios y entre nosotros. Es fácil comprender cuán grande es este don: basta pensar en las fragmentaciones y en los conflictos que enturbian las relaciones entre personas, grupos y pueblos enteros. Y si no existe el don de la unidad en el Espíritu Santo, la fragmentación de la humanidad es inevitable.

La "comunión" es realmente la buena nueva, el remedio que nos ha dado el Señor contra la soledad, que hoy amenaza a todos; es el don precioso que nos hace sentirnos acogidos y amados en Dios, en la unidad de su pueblo congregado en nombre de la Trinidad; es la luz que hace brillar a la Iglesia como estandarte enarbolado entre los pueblos: "Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros" (1Jn 1,6-7). Así, a pesar de todas las fragilidades humanas que pertenecen a su fisonomía histórica, la Iglesia se manifiesta como una maravillosa creación de amor, hecha para que Cristo esté cerca de todos los hombres y mujeres que quieran de verdad encontrarse con él, hasta el final de los tiempos.

Y en la Iglesia el Señor permanece con nosotros, siempre contemporáneo. La Escritura no es algo del pasado. El Señor no habla en pasado, sino que habla en presente, habla hoy con nosotros, nos da luz, nos muestra el camino de la vida, nos da comunión, y así nos prepara y nos abre a la paz.

Saludos

Saludo a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los alumnos del seminario menor de la Asunción de Santiago de Compostela, a los fieles de las parroquias de San Andrés de Borrassà, San Juan de Mata de Salamanca, San Pedro de Ciudad Real, así como a los alumnos del Colegio de las Esclavas de Santander, Cristo Rey de Benifayó, Jesús María de Barcelona y Fray Luis de Granada. Vivid en comunión fraterna, "amándoos los unos a los otros" y anunciando así el Evangelio a todos los hombres.

(En polaco)
La Cuaresma es el tiempo propicio para transformar nuestra vida y encontrarnos con Cristo, que "nos amó hasta el extremo". Es la ocasión para superar nuestro egoísmo, nuestras divisiones y luchas. Que en vuestras familias y en vuestras comunidades reine siempre el espíritu de reconciliación y benevolencia. Que Dios os bendiga.


(A los peregrinos croatas)
Convertirse significa amar al Creador por encima de todo. No tengáis miedo de creer en él y consagrar vuestra vida a Cristo, compartiendo con él vuestra felicidad y dificultades.

(En italiano)
Mi pensamiento va finalmente a los enfermos, a los recién casados y a los jóvenes, especialmente a los alumnos del instituto "Andrea Bafile" de Collesapone dell'Aquila, así como a los jóvenes de la diócesis de Caserta, aquí presentes con su obispo, mons. Raffaele Nogaro. El tiempo cuaresmal, con sus repetidas invitaciones a la conversión, os lleve, queridos jóvenes, a un amor a Cristo y a su Iglesia cada vez más consciente; aumente en vosotros, queridos enfermos, la conciencia de que el Señor crucificado nos sostiene en la prueba; y os ayude a vosotros, queridos recién casados, a hacer de vuestra vida familiar un lugar de crecimiento constante en el amor fiel y generoso.




Miércoles 5 de abril de 2006: El servicio a la comunión

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Queridos hermanos y hermanas:

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace pocas semanas, queremos considerar los orígenes de la Iglesia, para entender el plan originario de Jesús, y comprender así lo esencial de la Iglesia, que permanece aunque vayan cambiando los tiempos. Queremos entender también el porqué de nuestro ser en la Iglesia y cómo debemos esforzarnos por vivirlo al inicio de un nuevo milenio cristiano.

Considerando la Iglesia naciente, podemos descubrir dos aspectos en ella: el primero lo pone de relieve san Ireneo de Lyon, mártir y gran teólogo de finales del siglo II, el primero que elaboró una teología de algún modo sistemática. San Ireneo escribe: "Donde está la Iglesia, está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia, pues el Espíritu es verdad" (Adversus haereses , III, 24,1, PG 7, 966). Así pues, hay un vínculo íntimo entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu Santo construye la Iglesia y le dona la verdad; como dice san Pablo, derrama el amor en el corazón de los creyentes (cf.
Rm 5,5).

Pero hay también un segundo aspecto. Este vínculo íntimo con el Espíritu no anula nuestra humanidad con toda su debilidad; así, la comunidad de los discípulos desde el inicio experimenta no sólo la alegría del Espíritu Santo, la gracia de la verdad y del amor, sino también la prueba, constituida sobre todo por los contrastes en lo que atañe a las verdades de fe, con las consiguientes laceraciones de la comunión.

Del mismo modo que la comunión del amor existe desde el inicio y existirá hasta el final (cf. 1Jn 1,1 ss), así por desgracia desde el inicio existe también la división. No debe sorprendernos que exista la división también hoy: "Salieron de entre nosotros —dice la primera carta de san Juan—; pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros" (1Jn 2,19).

Así pues, en las vicisitudes del mundo y también en las debilidades de la Iglesia, siempre existe el peligro de perder la fe y, por tanto, también de perder el amor y la fraternidad. Por consiguiente, quien cree en la Iglesia del amor y quiere vivir en ella tiene el deber preciso de reconocer también este peligro y aceptar que no es posible la comunión con quien se ha alejado de la doctrina de la salvación (cf. 2Jn 9-11).

La primera carta de san Juan muestra bien que la Iglesia naciente era plenamente consciente de estas posibles tensiones en la experiencia de la comunión: en el Nuevo Testamento ninguna voz se alzó con mayor fuerza para poner de relieve la realidad y el deber del amor fraterno entre los cristianos, pero esa misma voz se dirige con drástica severidad a los adversarios, que fueron miembros de la comunidad y ahora ya no lo son.

La Iglesia del amor es también la Iglesia de la verdad, entendida ante todo como fidelidad al Evangelio encomendado por el Señor Jesús a los suyos. La fraternidad cristiana nace del hecho de haber sido constituidos hijos del mismo Padre por el Espíritu de la verdad: "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8,14). Pero la familia de los hijos de Dios, para vivir en la unidad y en la paz, necesita alguien que la conserve en la verdad y la guíe con discernimiento sabio y autorizado: es lo que está llamado a hacer el ministerio de los Apóstoles.

Aquí llegamos a un punto importante. La Iglesia es totalmente del Espíritu, pero tiene una estructura, la sucesión apostólica, a la que compete la responsabilidad de garantizar la permanencia de la Iglesia en la verdad donada por Cristo, de la que deriva también la capacidad del amor.

El primer sumario de los Hechos de los Apóstoles expresa con gran eficacia la convergencia de estos valores en la vida de la Iglesia naciente: "Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión (koinonìa), a la fracción del pan y a las oraciones" (Ac 2,42). La comunión nace de la fe suscitada por la predicación apostólica, se alimenta con el partir el pan y la oración, y se manifiesta en la caridad fraterna y en el servicio. Estamos ante la descripción de la comunión de la Iglesia naciente con la riqueza de su dinamismo interior y sus expresiones visibles: el don de la comunión es custodiado y promovido de modo especial por el ministerio apostólico, que a su vez es don para toda la comunidad.

Los Apóstoles y sus sucesores son, por consiguiente, los custodios y los testigos autorizados del depósito de la verdad entregado a la Iglesia, como son también los ministros de la caridad; estos dos aspectos van juntos. Siempre deben ser conscientes de que estos dos servicios son inseparables, pues en realidad es uno solo: verdad y caridad, reveladas y donadas por el Señor Jesús.

En ese sentido, su servicio es ante todo un servicio de amor: la caridad que deben vivir y promover es inseparable de la verdad que custodian y transmiten. La verdad y el amor son dos caras del mismo don, que viene de Dios y, gracias al ministerio apostólico, es custodiado en la Iglesia y llega a nosotros hasta la actualidad. También a través del servicio de los Apóstoles y de sus sucesores, nos llega el amor de Dios Trinidad para comunicarnos la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32).

Todo esto que vemos en la Iglesia naciente nos impulsa a orar por los sucesores de los Apóstoles, por todos los obispos y por los Sucesores de Pedro, para que juntos sean realmente custodios de la verdad y de la caridad; para que sean, en este sentido, realmente apóstoles de Cristo, a fin de que su luz, la luz de la verdad y de la caridad, no se apague nunca en la Iglesia y en el mundo.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial al obispo de Santander, mons. José Vilaplana, y acompañantes, venidos con motivo del Año santo Lebaniego. Saludo también a los profesores y alumnos de distintos colegios e institutos españoles, así como a los demás peregrinos de España y Latinoamérica. Os invito a practicar la caridad con los más necesitados y a fomentar la comunión en la Iglesia. ¡Muchas gracias!

El próximo día 7 de abril se celebran los 500 años del nacimiento de san Francisco Javier, el gran misionero jesuita que predicó el Evangelio por tierras de Asia, abriendo muchas puertas a Cristo. Me uno a dicha celebración agradeciendo al Señor este gran don a su Iglesia. He enviado al cardenal Antonio María Rouco para presidir los actos en el santuario de Javier, en Navarra, España. Me uno a él y a todos los peregrinos que acudirán a tan insigne lugar misionero.


Al contemplar la figura de san Francisco Javier, nos sentimos llamados a rezar por quienes dedican su vida a la misión evangelizadora, proclamando la belleza del mensaje salvador de Jesús.
Al mismo tiempo, os invito a rezar para que, por intercesión de este santo, todos intensifiquen sus esfuerzos por consolidar los horizontes de paz que parecen abrirse en el País Vasco y en toda España, y a superar los obstáculos que puedan presentarse a lo largo de este camino.

(En polaco)
Saludo a los polacos aquí presentes. Junto con vosotros doy gracias a Dios por el pontificado de mi gran predecesor Juan Pablo II. Que su presencia espiritual y el patrimonio de su enseñanza nos fortalezcan en la fe y nos ayuden en el camino hacia el encuentro con Cristo. Que Dios os bendiga a vosotros y a vuestras familias. ¡Alabado sea Jesucristo!.

(En italiano)
Dirijo un cordial saludo a los enfermos, a los recién casados y a los jóvenes... En este último tramo de la Cuaresma, os exhorto a proseguir con empeño el camino espiritual hacia la Pascua.
Queridos jóvenes, intensificad vuestro testimonio de amor fiel a Cristo crucificado. Vosotros, queridos enfermos, mirad a la cruz del Señor para ofrecer con valentía la prueba de la enfermedad. Y vosotros, queridos recién casados, haced que vuestra unión matrimonial esté siempre vivificada por el amor divino.




Audiencias 2005-2013 10306