Audiencias 2005-2013 12046

Miércoles 12 de abril de 2006: El Triduo pascual

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Queridos hermanos y hermanas:

Mañana comienza el Triduo pascual, que es el fulcro de todo el Año litúrgico. Con la ayuda de los ritos sagrados del Jueves santo, del Viernes santo y de la solemne Vigilia pascual, reviviremos el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Son días que pueden volver a suscitar en nosotros un deseo más vivo de adherirnos a Cristo y de seguirlo generosamente, conscientes de que él nos ha amado hasta dar su vida por nosotros.

En efecto, los acontecimientos que nos vuelve a proponer el Triduo santo no son sino la manifestación sublime de este amor de Dios al hombre. Por consiguiente, dispongámonos a celebrar el Triduo pascual acogiendo la exhortación de san Agustín: "Ahora considera atentamente los tres días santos de la crucifixión, la sepultura y la resurrección del Señor. De estos tres misterios realizamos en la vida presente aquello de lo que es símbolo la cruz, mientras que por medio de la fe y de la esperanza realizamos aquello de lo que es símbolo la sepultura y la resurrección" (Epistola 55, 14, 24).

El Triduo pascual comienza mañana, Jueves santo, con la misa vespertina "In cena Domini", aunque por la mañana normalmente se tiene otra significativa celebración litúrgica, la misa Crismal, durante la cual todos los presbíteros de cada diócesis, congregados en torno al obispo, renuevan sus promesas sacerdotales y participan en la bendición de los óleos de los catecúmenos, de los enfermos y del Crisma; eso lo haremos mañana por la mañana también aquí, en San Pedro.

Además de la institución del sacerdocio, en este día santo se conmemora la ofrenda total que Cristo hizo de sí mismo a la humanidad en el sacramento de la Eucaristía. En la misma noche en que fue entregado, como recuerda la sagrada Escritura, nos dejó el "mandamiento nuevo" -"mandatum novum"- del amor fraterno realizando el conmovedor gesto del lavatorio de los pies, que recuerda el humilde servicio de los esclavos.

Este día singular, que evoca grandes misterios, concluye con la Adoración eucarística, en recuerdo de la agonía del Señor en el huerto de Getsemaní. Como narra el evangelio, Jesús, embargado de tristeza y angustia, pidió a sus discípulos que velaran con él permaneciendo en oración: "Quedaos aquí y velad conmigo" (
Mt 26,38), pero los discípulos se durmieron.

También hoy el Señor nos dice a nosotros: "Quedaos aquí y velad conmigo". Y también nosotros, discípulos de hoy, a menudo dormimos. Esa fue para Jesús la hora del abandono y de la soledad, a la que siguió, en el corazón de la noche, el prendimiento y el inicio del doloroso camino hacia el Calvario.

El Viernes santo, centrado en el misterio de la Pasión, es un día de ayuno y penitencia, totalmente orientado a la contemplación de Cristo en la cruz. En las iglesias se proclama el relato de la Pasión y resuenan las palabras del profeta Zacarías: "Mirarán al que traspasaron" (Jn 19,37). Y durante el Viernes santo también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón traspasado del Redentor, en el que, como escribe san Pablo, "están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2,3), más aún, en el que "reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2,9).

Por eso el Apóstol puede afirmar con decisión que no quiere saber "nada más que a Jesucristo, y este crucificado" (1Co 2,2). Es verdad: la cruz revela "la anchura y la longitud, la altura y la profundidad" -las dimensiones cósmicas, este es su sentido- de un amor que supera todo conocimiento -el amor va más allá de todo cuanto se conoce- y nos llena "hasta la total plenitud de Dios" (cf. Ep 3,18-19).

En el misterio del Crucificado "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical" (Deus caritas est ). La cruz de Cristo, escribe en el siglo V el Papa san León Magno, "es fuente de todas las bendiciones y causa de todas las gracias" (Discurso 8 sobre la pasión del Señor, 6-8: PL 54, 340-342).

En el Sábado santo la Iglesia, uniéndose espiritualmente a María, permanece en oración junto al sepulcro, donde el cuerpo del Hijo de Dios yace inerte como en una condición de descanso después de la obra creadora de la Redención, realizada con su muerte (cf. He 4,1-13). Ya entrada la noche comenzará la solemne Vigilia pascual, durante la cual en cada Iglesia el canto gozoso del Gloria y del Aleluya pascual se elevará del corazón de los nuevos bautizados y de toda la comunidad cristiana, feliz porque Cristo ha resucitado y ha vencido a la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, para una fructuosa celebración de la Pascua, la Iglesia pide a los fieles que se acerquen durante estos días al sacramento de la Penitencia, que es una especie de muerte y resurrección para cada uno de nosotros. En la antigua comunidad cristiana, el Jueves santo se tenía el rito de la Reconciliación de los penitentes, presidido por el obispo. Desde luego, las condiciones históricas han cambiado, pero prepararse para la Pascua con una buena confesión sigue siendo algo que conviene valorizar al máximo, porque nos ofrece la posibilidad de volver a comenzar nuestra vida y tener realmente un nuevo inicio en la alegría del Resucitado y en la comunión del perdón que él nos ha dado.

Conscientes de que somos pecadores, pero confiando en la misericordia divina, dejémonos reconciliar por Cristo para gustar más intensamente la alegría que él nos comunica con su resurrección. El perdón que nos da Cristo en el sacramento de la Penitencia es fuente de paz interior y exterior, y nos hace apóstoles de paz en un mundo donde por desgracia continúan las divisiones, los sufrimientos y los dramas de la injusticia, el odio, la violencia y la incapacidad de reconciliarse para volver a comenzar nuevamente con un perdón sincero.

Sin embargo, sabemos que el mal no tiene la última palabra, porque quien vence es Cristo crucificado y resucitado, y su triunfo se manifiesta con la fuerza del amor misericordioso. Su resurrección nos da esta certeza: a pesar de toda la oscuridad que existe en el mundo, el mal no tiene la última palabra. Sostenidos por esta certeza, podremos comprometernos con más valentía y entusiasmo para que nazca un mundo más justo.

Formulo de corazón este augurio para todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, deseándoos que os preparéis con fe y devoción para las ya próximas fiestas pascuales. Os acompañe María santísima, que, después de haber seguido a su Hijo divino en la hora de la pasión y de la cruz, compartió el gozo de su resurrección.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas, saludo a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los del apostolado de los Agustinos Recoletos y a los de la Obra de la Iglesia. También a los de Valladolid, León y Chile, y a los estudiantes de Barcelona y Quito. Preparaos a las fiestas de pascua con una buena confesión. Dejaos reconciliar por Cristo. Su perdón es fuente de paz y os hace apóstoles de paz en el mundo. Que María santísima, la cual siguió fielmente a su Hijo en su pasión y compartió la alegría de su resurrección, os acompañe.

(En polaco)
Estos días de la Semana santa nos presentan los misterios salvíficos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ojalá que sean para todos vosotros un tiempo de gracia y de conversión. Os deseo una digna preparación para la Pascua y un encuentro gozoso con Cristo resucitado.

(En lengua croata)
Nuestro Salvador, con su muerte en la cruz, nos ha perdonado los pecados y con su resurrección nos ha dado nueva vida. Queridos hermanos, llevad en vuestro corazón el amor de Cristo como vuestro mayor tesoro.

(En italiano)
Por último, saludo cordialmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos amigos, disponed vuestro corazón para celebrar con profunda participación el Misterio pascual, a fin de encontrar en la contemplación de la muerte y resurrección de Cristo la luz que os permita caminar fielmente tras las huellas del Redentor.





Miércoles 19 de abril de 2006: Que Dios me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia

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Queridos hermanos y hermanas:

Al inicio de esta audiencia general, que tiene lugar en el clima gozoso de la Pascua, juntamente con vosotros quisiera dar gracias al Señor, que, después de haberme llamado hace exactamente un año a servir a la Iglesia como Sucesor del apóstol Pedro —¡Gracias por vuestra alegría! ¡Gracias por vuestras aclamaciones!—, no deja de acompañarme con su indispensable ayuda.

¡Qué rápido pasa el tiempo! Ya ha transcurrido un año desde que, de un modo para mí absolutamente inesperado y sorprendente, los cardenales reunidos en cónclave decidieron elegir a mi pobre persona para suceder al amado siervo de Dios el gran Papa Juan Pablo II.

Recuerdo con emoción el primer impacto que tuve, desde el balcón central de la basílica, inmediatamente después de mi elección, con los fieles reunidos en esta misma plaza. Se me ha quedado grabado en la mente y en el corazón ese encuentro, al que han seguido muchos otros, que me han permitido experimentar la gran verdad de lo que dije durante la solemne concelebración con la que inicié solemnemente el ejercicio del ministerio petrino: "Soy consciente de que no estoy solo.
No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría llevar yo solo". Y cada vez me convenzo más de que por mí mismo no podría cumplir esta tarea, esta misión. Pero siento también que vosotros me ayudáis a cumplirla. Así estoy en una gran comunión y juntos podemos llevar adelante la misión del Señor.

Cuento con el insustituible apoyo de la celestial protección de Dios y de los santos, y me conforta vuestra cercanía, queridos amigos, que me otorgáis el don de vuestra indulgencia y vuestro amor.
¡Gracias, de corazón, a todos los que de diversas maneras me acompañan de cerca o me siguen de lejos espiritualmente con su afecto y su oración. A cada uno le pido que siga sosteniéndome, pidiendo a Dios que me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia.

Narra el evangelista san Juan que Jesús, precisamente después de su resurrección, llamó a Pedro a encargarse de su rebaño (cf.
Jn 21,15 Jn 21,23). ¿Quién hubiera podido imaginar humanamente entonces el desarrollo que lograría en el transcurso de los siglos aquel pequeño grupo de discípulos del Señor? San Pedro y los Apóstoles, y después sus sucesores, primero en Jerusalén y luego hasta los últimos confines de la tierra, difundieron con valentía el mensaje evangélico, cuyo núcleo fundamental e imprescindible es el Misterio pascual: la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo.

La Iglesia celebra en Pascua este misterio, prolongando su alegre resonancia en los días sucesivos; canta el aleluya por el triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte.

"La celebración de la Pascua según una fecha del calendario —afirma el Papa san León Magno— nos recuerda la fiesta eterna que supera todo tiempo humano". "La Pascua actual —prosigue- es la sombra de la Pascua futura. Por eso, la celebramos para pasar de una fiesta anual a una fiesta que será eterna".

La alegría de estos días se extiende a todo el Año litúrgico y se renueva de modo especial el domingo, día dedicado al recuerdo de la resurrección del Señor. En él, que es como la "pequeña Pascua" de cada semana, la asamblea litúrgica reunida para la santa misa proclama en el Credo que Jesús resucitó el tercer día, añadiendo que esperamos "la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro". Así se indica que el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús constituye el centro de nuestra fe y sobre este anuncio se funda y crece la Iglesia.

San Agustín recuerda, de modo incisivo: "Consideremos, amadísimos hermanos, la resurrección de Cristo. En efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja, así su resurrección es sacramento de vida nueva. (...) Has creído, has sido bautizado: la vida vieja ha muerto en la cruz y ha sido sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras" (Sermón Guelferb. 9, 3).

Las narraciones evangélicas, que refieren las apariciones del Resucitado, concluyen por lo general con la invitación a superar cualquier incertidumbre, a confrontar el acontecimiento con las Escrituras, a anunciar que Jesús, más allá de la muerte, es el eterno viviente, fuente de vida nueva para todos los que creen. Así acontece, por ejemplo, en el caso de María Magdalena (cf. Jn 20,11-18), que descubre el sepulcro abierto y vacío, e inmediatamente teme que se hayan llevado el cuerpo del Señor. El Señor entonces la llama por su nombre y en ese momento se produce en ella un cambio profundo: el desconsuelo y la desorientación se transforman en alegría y entusiasmo. Con prontitud va donde los Apóstoles y les anuncia: "He visto al Señor" (Jn 20,18).

Es un hecho que quien se encuentra con Jesús resucitado queda transformado en su interior. No se puede "ver" al Resucitado sin "creer" en él. Pidámosle que nos llame a cada uno por nuestro nombre y nos convierta, abriéndonos a la "visión" de la fe.

La fe nace del encuentro personal con Cristo resucitado y se transforma en impulso de valentía y libertad que nos lleva a proclamar al mundo: Jesús ha resucitado y vive para siempre. Esta es la misión de los discípulos del Señor de todas las épocas y también de nuestro tiempo: "Si habéis resucitado con Cristo —exhorta san Pablo—, buscad las cosas de arriba (...). Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra" (Col 3,1-2). Esto no quiere decir desentenderse de los compromisos de cada día, desinteresarse de las realidades terrenas; más bien, significa impregnar todas nuestras actividades humanas con una dimensión sobrenatural, significa convertirse en gozosos heraldos y testigos de la resurrección de Cristo, que vive para siempre (cf. Jn 20,25 Lc 24,33-34).

Queridos hermanos y hermanas, en la Pascua de su Hijo unigénito Dios se revela plenamente a sí mismo y revela su fuerza victoriosa sobre las fuerzas de la muerte, la fuerza del Amor trinitario.

La santísima Virgen María, que se asoció íntimamente a la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, y al pie de la cruz se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos ayude a comprender este misterio de amor que cambia los corazones y nos haga gustar plenamente la alegría pascual, para poder comunicarla luego, a nuestra vez, a los hombres y mujeres del tercer milenio.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas: saludo con afecto a los visitantes de Latinoamérica y de España, de modo especial a los religiosos agustinos, a los seminaristas de Madrid y a los numerosos grupos parroquiales y escolares españoles, así como a los diversos peregrinos de Argentina, Costa Rica, El Salvador y México. Que la Virgen María nos ayude a comprender este gran misterio de amor que cambia los corazones y nos hace gustar la alegría pascual.

(En italiano)
Queridos muchachos y jóvenes, Cristo resucitado os invita a vosotros, como invitó a los primeros discípulos, a ser sus testigos. Responded con alegría y amor a este mandato y seréis sembradores de esperanza en el corazón de vuestros coetáneos.

Saludo asimismo a los enfermos y a los recién casados. Para vosotros, queridos enfermos, la resurrección de Cristo sea fuente inagotable de consuelo y esperanza. Y vosotros, queridos recién casados, sed testigos del Señor resucitado con vuestro amor conyugal fiel.



Miércoles 26 de abril de 2006: La Tradición, comunión en el tiempo

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Queridos hermanos y hermanas:

¡Gracias por vuestro afecto!

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de entender el designio originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para comprender así mejor también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la gran comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial es suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida por el ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo se extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones.

Por consiguiente, tenemos una doble universalidad: la universalidad sincrónica —estamos unidos con los creyentes en todas las partes del mundo— y también una universalidad diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única gran comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio en la historia, el que asegura su realización a lo largo de los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.

Así nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria. La Tradición se llama así porque surgió del testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella —a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.

Jesús, en su vida histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a los Apóstoles (cf.
Lc 6,13) la tarea de hacer discípulos a todas las naciones, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,19 s).

Por lo demás, el universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre sin interrupción en la historia hasta la vuelta gloriosa de Cristo (cf. 1Co 11,26). ¿Quién actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles —jefes del Israel escatológico (cf. Mt 19,28)— y a través de toda la vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara: el Espíritu Santo.

Los Hechos de los Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san Lucas, presentan de forma viva la compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del Paráclito, los Apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado: "Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24,48 s). "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Ac 1,8). Y esta promesa, al inicio increíble, se realizó ya en tiempo de los Apóstoles: "Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen" (Ac 5,32).

Por consiguiente, es el Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (cf., por ejemplo, Ac 13,3 s y 1Tm 4,14). Es interesante constatar que, mientras en algunos pasajes se dice que san Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias (cf. Ac 14,23), en otros lugares se afirma que es el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey (cf. Ac 20,28).

Así, la acción del Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la hora de las decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Ac 15,28); la Iglesia crece y camina "en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo" (Ac 9,31).

Esta permanente actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición: no es la simple transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús, crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la comunidad reunida por él.

La Tradición es la comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, templo santo de Dios Padre, edificado sobre el cimiento de los Apóstoles y mantenido en pie por la piedra angular, Cristo, mediante la acción vivificante del Espíritu Santo: "Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu" (Ep 2,19-22).

Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, el agua de la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre saludable llegan a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la Tradición es la presencia permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para redimirnos y santificarnos en el Espíritu mediante el ministerio de su Iglesia, para gloria del Padre.

Así pues, concluyendo y resumiendo, podemos decir que la Tradición no es transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad. Y al ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor que hemos escuchado al inicio de labios del lector: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).

Saludos

Me es grato saludar cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial al grupo de médicos de la Universidad de Madrid, acompañados del señor cardenal Julián Herranz. Saludo también a los diversos grupos parroquiales, asociaciones y colegios de España, así como a los peregrinos de México y de otros países latinoamericanos. Os exhorto a todos a mantener viva la comunión con vuestros pastores y entre vosotros como hermanos en Cristo. ¡Muchas gracias!

(En polaco)
Esta semana hemos celebrado la fiesta de san Adalberto, obispo y mártir, patrono de Polonia. Su martirio ha llegado a ser el fundamento de la identidad de vuestra nación. Que él os alcance de Dios la gracia de una profunda fe y de un desarrollo positivo para vuestra patria.

(En lituano)

Cristo resucitado es nuestra alegría. Él, que es la verdadera vida, reine en nosotros, venciendo el pecado y la muerte.

(En italiano)
En el alegre clima de la Pascua, deseo dirigir un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A vosotros, queridos jóvenes, en especial a los estudiantes de las escuelas católicas de la diócesis de Frosinone-Veroli-Ferentino, acompañados por el obispo mons. Salvatore Boccaccio, os exhorto a seguir fielmente las huellas de Cristo. A cada uno de vosotros, queridos enfermos, os invito a aceptar con fe los sufrimientos y las pruebas de la vida, viendo en ellas manifestaciones misteriosas del amor de Dios. Y a vosotros, queridos recién casados, os deseo que viváis el matrimonio como don e itinerario diario de maduración personal y familiar, para convertiros en servidores generosos del Evangelio.



Miércoles 3 de mayo de 2006: La Tradición apostólica

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Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis queremos comprender un poco lo que es la Iglesia. La última vez meditamos sobre el tema de la Tradición apostólica. Vimos que no es una colección de cosas, de palabras, como una caja de cosas muertas. La Tradición es el río de la vida nueva, que viene desde los orígenes, desde Cristo, hasta nosotros, y nos inserta en la historia de Dios con la humanidad. Este tema de la Tradición es tan importante que quisiera seguir reflexionando un poco más sobre él. En efecto, es de gran trascendencia para la vida de la Iglesia.

El concilio Vaticano II destacó, al respecto, que la Tradición es apostólica ante todo en sus orígenes: "Dios, con suma benignidad, quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación (cf.
2Co 1,20 y 2Co 3,16 2Co 4,6), mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos" (Dei Verbum DV 7).

El Concilio prosigue afirmando que ese mandato lo cumplieron con fidelidad los Apóstoles, los cuales "con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó" (ib.). Con los Apóstoles, añade el Concilio, colaboraron también "otros de su generación, que pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo" (ib.).

Los Apóstoles, jefes del Israel escatológico, que eran doce como las tribus del pueblo elegido, prosiguen la "recolección" iniciada por el Señor, y lo hacen ante todo transmitiendo fielmente el don recibido, la buena nueva del reino que vino a los hombres en Jesucristo. Su número no sólo expresa la continuidad con la santa raíz, el Israel de las doce tribus, sino también el destino universal de su ministerio, que llevaría la salvación hasta los últimos confines de la tierra. Se puede deducir del valor simbólico que tienen los números en el mundo semítico: doce es resultado de multiplicar tres, número perfecto, por cuatro, número que remite a los cuatro puntos cardinales y, por consiguiente, al mundo entero.

La comunidad que nace del anuncio evangélico se reconoce convocada por la palabra de los primeros que vivieron la experiencia del Señor y fueron enviados por él. Sabe que puede contar con la guía de los Doce, así como con la de los que ellos van asociando progresivamente como sucesores en el ministerio de la Palabra y en el servicio a la comunión. Por consiguiente, la comunidad se siente comprometida a transmitir a otros la "alegre noticia" de la presencia actual del Señor y de su misterio pascual, operante en el Espíritu.

Eso se pone claramente de manifiesto en algunos pasajes de las cartas de san Pablo: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí" (1Co 15,3). Y esto es importante. Como sabemos, san Pablo, llamado originariamente por Cristo con una vocación personal, es un verdadero Apóstol y, a pesar de ello, también para él cuenta fundamentalmente la fidelidad a lo que había recibido. No quería "inventar" un nuevo cristianismo, por llamarlo así, "paulino". Por eso, insiste: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí". Transmitió el don inicial que viene del Señor y es la verdad que salva. Luego, hacia el final de su vida, escribe a Timoteo: "Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros" (2Tm 1,14).

También lo muestra con eficacia este antiguo testimonio de la fe cristiana, escrito por Tertuliano alrededor del año 200: "(Los Apóstoles) al principio afirmaron la fe en Jesucristo y establecieron Iglesias en Judea e inmediatamente después, esparcidos por el mundo, anunciaron la misma doctrina y una misma fe a las naciones; y luego fundaron Iglesias en cada ciudad. De estas tomaron las demás Iglesias la ramificación de su fe y las semillas de la doctrina, y la siguen tomando precisamente para ser Iglesias. De esta manera, también ellas se consideran apostólicas como descendientes de las Iglesias de los Apóstoles" (De praescriptione haereticorum, 20: PL 2, 32).

El concilio Vaticano II comenta: "Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida y su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree" (Dei Verbum DV 8). La Iglesia transmite todo lo que es y lo que cree; lo transmite con el culto, con la vida y con la enseñanza. Así pues, la Tradición es el Evangelio vivo, anunciado por los Apóstoles en su integridad, según la plenitud de su experiencia única e irrepetible: por obra de ellos la fe se comunica a los demás, hasta nosotros, hasta el fin del mundo.

Por consiguiente, la Tradición es la historia del Espíritu que actúa en la historia de la Iglesia a través de la mediación de los Apóstoles y de sus sucesores, en fiel continuidad con la experiencia de los orígenes. Es lo que precisa el Papa san Clemente Romano hacia finales del siglo I: "Los Apóstoles —escribe— nos predicaron el Evangelio enviados por nuestro Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado por Dios. En resumen, Cristo viene de Dios, y los Apóstoles de Cristo: una y otra cosa, por tanto, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. (...) También nuestros Apóstoles tuvieron conocimiento, por inspiración de nuestro Señor Jesucristo, que se disputaría sobre la dignidad episcopal. Por esta causa, pues, previendo perfectamente el porvenir, establecieron a los elegidos y les dieron la orden de que, al morir ellos, otros que fueran varones probados les sucedieran en el ministerio" (Ad Corinthios I, 42. 44: PG 1,292 296).

Esta cadena del servicio prosigue hasta hoy, y proseguirá hasta el fin del mundo. En efecto, el mandato que dio Jesús a los Apóstoles fue transmitido por ellos a sus sucesores. Más allá de la experiencia del contacto personal con Cristo, experiencia única e irrepetible, los Apóstoles transmitieron a sus sucesores el envío solemne al mundo que recibieron del Maestro.

La palabra Apóstol viene precisamente del verbo griego apostéllein, que quiere decir enviar. El envío apostólico —como muestra el texto de Mt 28, 19s— implica un servicio pastoral ("haced discípulos a todas las naciones..."), litúrgico ("bautizándolas...") y profético ("enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado"), garantizado por la presencia del Señor hasta la consumación del tiempo ("he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo").

Así, aunque de manera diversa a la de los Apóstoles, también nosotros tenemos una verdadera experiencia personal de la presencia del Señor resucitado. A través del ministerio apostólico Cristo mismo llega así a quienes son llamados a la fe. La distancia de los siglos se supera y el Resucitado se presenta vivo y operante para nosotros, en el hoy de la Iglesia y del mundo. Esta es nuestra gran alegría. En el río vivo de la Tradición Cristo no está distante dos mil años, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la luz que nos permite vivir y encontrar el camino hacia el futuro.



Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, de modo particular a la Guardia real del Rey de España, a la Orden ecuestre del Santo Sepulcro, a los abogados del Estado, a la promoción de guardiamarinas y demás grupos españoles. Saludo también a los peregrinos de México, al grupo de Guatemala y a los demás visitantes latinoamericanos. Agradezcamos al Señor que a través de la Tradición apostólica ha llegado íntegro hasta nosotros el mensaje de la salvación. Muchas gracias por vuestra atención.

(En polaco)
La Iglesia celebra hoy la solemnidad de la Madre de Dios, Reina de Polonia. Este año es el 350° aniversario de la asignación de este título por el rey Jan Kazimierz. (...) Saludo al Episcopado polaco reunido en Jasna Góra y a todos los fieles. Encomendando a vuestra oración los preparativos de la ya cercana peregrinación a Polonia, os bendigo de corazón. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En lituano)

Que vuestra visita a Roma, donde los Apóstoles Pedro y Pablo testimoniaron con su martirio la fidelidad a Dios, os ayude a apreciar el don de la fe y a amar a la Iglesia de Cristo.

(En italiano)
Deseo dirigirme ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Acabamos de iniciar el mes de mayo, dedicado especialmente a la Virgen María, y os exhorto, queridos jóvenes, a que la imitéis cada día en cumplir la voluntad de Dios. Contemplando a la Madre de Cristo crucificado, vosotros, queridos enfermos, acoged el valor salvífico de toda cruz, incluida la más pesada.
Finalmente, a vosotros, queridos recién casados, os encomiendo a la maternal protección de la santísima Virgen, para que podáis crear en vuestra familia el clima de oración y amor de la casa de Nazaret.




Audiencias 2005-2013 12046