Audiencias 2005-2013 10107

Miércoles 10 de octubre de 2007: San Hilario de Poitiers

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de un gran Padre de la Iglesia de Occidente, san Hilario de Poitiers, una de las grandes figuras de obispos del siglo IV. Enfrentándose a los arrianos, que consideraban al Hijo de Dios como una criatura, aunque excelente, pero sólo criatura, san Hilario consagró toda su vida a la defensa de la fe en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que lo engendró desde la eternidad.

No disponemos de datos seguros sobre la mayor parte de la vida de san Hilario. Las fuentes antiguas dicen que nació en Poitiers, probablemente hacia el año 310. De familia acomodada, recibió una sólida formación literaria, que se puede apreciar claramente en sus escritos. Parece que no creció en un ambiente cristiano. Él mismo nos habla de un camino de búsqueda de la verdad, que lo llevó poco a poco al reconocimiento del Dios creador y del Dios encarnado, que murió para darnos la vida eterna.

Bautizado hacia el año 345, fue elegido obispo de su ciudad natal en torno a los años 353-354. En los años sucesivos, san Hilario escribió su primera obra, el Comentario al Evangelio de san Mateo. Se trata del comentario más antiguo en latín que nos ha llegado de este Evangelio. En el año 356 asistió como obispo al sínodo de Béziers, en el sur de Francia, el "sínodo de los falsos apóstoles", como él mismo lo llamó, pues la asamblea estaba dominada por obispos filo-arrianos, que negaban la divinidad de Jesucristo. Estos "falsos apóstoles" pidieron al emperador Constancio que condenara al destierro al obispo de Poitiers. De este modo, san Hilario se vio obligado a abandonar la Galia en el verano del año 356.

Desterrado en Frigia, en la actual Turquía, san Hilario entró en contacto con un contexto religioso totalmente dominado por el arrianismo. También allí su solicitud de pastor lo llevó a trabajar sin descanso por el restablecimiento de la unidad de la Iglesia, sobre la base de la recta fe formulada por el concilio de Nicea. Con este objetivo emprendió la redacción de su obra dogmática más importante y conocida: el De Trinitate ("Sobre la Trinidad").

En ella, san Hilario expone su camino personal hacia el conocimiento de Dios y se esfuerza por demostrar que la Escritura atestigua claramente la divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en muchas páginas del Antiguo Testamento, en las que ya se presenta el misterio de Cristo. Ante los arrianos insiste en la verdad de los nombres de Padre y de Hijo, y desarrolla toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula del bautismo que nos dio el Señor mismo: "En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si bien algunos pasajes del Nuevo Testamento podrían hacer pensar que el Hijo es inferior al Padre, san Hilario ofrece reglas precisas para evitar interpretaciones equívocas: algunos textos de la Escritura hablan de Jesús como Dios, otros en cambio subrayan su humanidad. Algunos se refieren a él en su preexistencia junto al Padre; otros toman en cuenta el estado de abajamiento (kénosis), su descenso hasta la muerte; otros, por último, lo contemplan en la gloria de la resurrección.

En los años de su destierro, san Hilario escribió también el Libro de los Sínodos, en el que reproduce y comenta para sus hermanos obispos de la Galia las confesiones de fe y otros documentos de los sínodos reunidos en Oriente a mediados del siglo IV. Siempre firme en la oposición a los arrianos radicales, san Hilario muestra un espíritu conciliador con respecto a quienes aceptaban confesar que el Hijo era semejante al Padre en la esencia, naturalmente intentando llevarles siempre hacia la plena fe, según la cual, no se da sólo una semejanza, sino una verdadera igualdad entre el Padre y el Hijo en la divinidad. También me parece característico su espíritu de conciliación: trata de comprender a quienes todavía no han llegado a la verdad plena y, con gran inteligencia teológica, les ayuda a alcanzar la plena fe en la divinidad verdadera del Señor Jesucristo.

En el año 360 ó 361, san Hilario pudo finalmente regresar del destierro a su patria e inmediatamente reanudó la actividad pastoral en su Iglesia, pero el influjo de su magisterio se extendió de hecho mucho más allá de los confines de la misma. Un sínodo celebrado en París en el año 360 o en el 361 retomó el lenguaje del concilio de Nicea. Algunos autores antiguos consideran que este viraje antiarriano del Episcopado de la Galia se debió en buena parte a la firmeza y a la bondad del obispo de Poitiers. Esa era precisamente una característica peculiar de San Hilario: el arte de conjugar la firmeza en la fe con la bondad en la relación interpersonal.

En los últimos años de su vida compuso los Tratados sobre los salmos, un comentario a 58 salmos, interpretados según el principio subrayado en la introducción de la obra: "No cabe duda de que todas las cosas que se dicen en los salmos deben entenderse según el anuncio evangélico, de manera que, independientemente de la voz con la que ha hablado el espíritu profético, todo se refiera al conocimiento de la venida de nuestro Señor Jesucristo, encarnación, pasión y reino, y a la gloria y potencia de nuestra resurrección" (Instructio Psalmorum 5). En todos los salmos ve esta transparencia del misterio de Cristo y de su cuerpo, que es la Iglesia. En varias ocasiones, san Hilario se encontró con san Martín: precisamente cerca de Poitiers el futuro obispo de Tours fundó un monasterio, que todavía hoy existe. San Hilario falleció en el año 367. Su memoria litúrgica se celebra el 13 de enero. En 1851 el beato Pío IX lo proclamó doctor de la Iglesia.

Para resumir lo esencial de su doctrina, quiero decir que el punto de partida de la reflexión teológica de san Hilario es la fe bautismal. En el De Trinitate, escribe: Jesús "mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf.
Mt 28,19), es decir, confesando al Autor, al Unigénito y al Don. Sólo hay un Autor de todas las cosas, pues sólo hay un Dios Padre, del que todo procede. Y un solo Señor nuestro, Jesucristo, por quien todo fue hecho (1Co 8,6), y un solo Espíritu (Ep 4,4), don en todos. (...) No puede encontrarse nada que falte a una plenitud tan grande, en la que convergen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo la inmensidad en el Eterno, la revelación en la Imagen, la alegría en el Don" (De Trinitate 2, 1).

Dios Padre, siendo todo amor, es capaz de comunicar en plenitud su divinidad al Hijo. Considero particularmente bella esta formulación de san Hilario: "Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y quien ama no es envidioso, y quien es Padre lo es totalmente. Este nombre no admite componendas, como si Dios sólo fuera padre en ciertos aspectos y en otros no" (ib. 9, 61).
Por esto, el Hijo es plenamente Dios, sin falta o disminución alguna: "Quien procede del perfecto es perfecto, porque quien lo tiene todo le ha dado todo" (ib. 2, 8). Sólo en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, la humanidad encuentra salvación. Al asumir la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre, "se hizo la carne de todos nosotros" (Tractatus in Psalmos 54, 9); "asumió en sí la naturaleza de toda carne y, convertido así en la vid verdadera, es la raíz de todo sarmiento" (ib. 51, 16).

Precisamente por esto el camino hacia Cristo está abierto a todos —porque él ha atraído a todos hacia su humanidad—, aunque siempre se requiera la conversión personal: "A través de la relación con su carne, el acceso a Cristo está abierto a todos, a condición de que se despojen del hombre viejo (cf. Ep 4,22) y lo claven en su cruz (cf. Col 2,14); a condición de que abandonen las obras de antes y se conviertan, para ser sepultados con él en su bautismo, con vistas a la vida (cf. Col 1,12 Rm 6,4)" (ib. 91, 9).

La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san Hilario, al final de su tratado sobre la Trinidad, pide la gracia de mantenerse siempre fiel a la fe del bautismo. Es una característica de este libro: la reflexión se transforma en oración y la oración se hace reflexión. Todo el libro es un diálogo con Dios.

Quiero concluir la catequesis de hoy con una de estas oraciones, que se convierte también en oración nuestra: "Haz, Señor —reza san Hilario, con gran inspiración— que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Que te adore, Padre nuestro, y juntamente contigo a tu Hijo; que sea merecedor de tu Espíritu Santo, que procede de ti a través de tu Unigénito. Amén" (De Trinitate 12, 57).

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los distintos grupos venidos de España, México, Colombia y otros países latinoamericanos. Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de san Hilario de Poitiers, pidamos también para nosotros la gracia de permanecer siempre fieles a la fe recibida en el bautismo, y testimoniar con alegría y convicción nuestro amor a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Muchas gracias.

(En portugués)
Habéis venido a Roma para venerar la memoria de los Apóstoles y de los mártires meditando sobre el fin glorioso de su combate por Cristo, a fin de recibir la misma fuerza del Espíritu para idénticas batallas en pro del Evangelio en el ambiente en que el Padre celestial os ha colocado. Sobre vosotros y vuestras familias descienda mi bendición apostólica.

(En polaco)
Espero que la visita a las tumbas de los Apóstoles sea para todos un tiempo fructuoso de renovación en la fe.

(En eslovaco)
La plegaria del rosario es oración de comunión. Cread y reforzad también vosotros esta comunión de oración con Cristo y su Madre y con los hermanos. Que os ayude en ello la Virgen del Rosario.

(En italiano)
Se está celebrando en Ravenna durante estos días la décima sesión plenaria de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto, que afronta un tema teológico de especial interés ecuménico: "Consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia: comunión eclesial, conciliaridad y autoridad". Os pido que os unáis a mi oración a fin de que este importante encuentro ayude a caminar hacia la plena comunión entre católicos y ortodoxos, y se pueda llegar pronto a compartir el mismo cáliz del Señor.

Saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana se celebra la memoria litúrgica del beato Papa Juan XXIII. Su inolvidable testimonio evangélico os sostenga, queridos jóvenes, en vuestro compromiso de fidelidad continua a Cristo; a vosotros, queridos enfermos, especialmente a vosotros, queridos pequeños amigos del Instituto para la curación de los tumores de Milán, os anime a seguir pacientemente a Jesús en el camino de la prueba y del sufrimiento; a vosotros, queridos recién casados, os ayude a hacer de vuestra familia un lugar de encuentro constante con el amor de Dios y de los hermanos.





Miércoles 17 de octubre de 2007: San Eusebio de Vercelli

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Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de Vercelli, el primer obispo del norte de Italia del que tenemos noticias seguras. Nació en Cerdeña, a principios del siglo IV. Siendo muy niño aún, se trasladó a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector: así entró a formar parte del clero de la Urbe, en un tiempo en que la Iglesia se encontraba gravemente probada por la herejía arriana.

La gran estima que se tenía de san Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra episcopal de Vercelli. El nuevo obispo emprendió, inmediatamente, una intensa labor de evangelización en un territorio aún en gran parte pagano, especialmente en las zonas rurales.

Inspirándose en san Atanasio, que había escrito la Vida de san Antonio, iniciador del monacato en Oriente, fundó en Vercelli una comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad monástica. Este cenobio dio al clero del norte de Italia un sello significativo de santidad apostólica, y suscitó figuras de obispos importantes como Limenio y Honorato, sucesores de Eusebio en Vercelli, Gaudencio en Novara, Exuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín, todos venerados por la Iglesia como santos.

Sólidamente formado en la fe nicena, san Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por el Credo de Nicea "de la misma naturaleza del Padre". Con este fin se alió con los grandes Padres del siglo IV —sobre todo con san Atanasio, el baluarte de la ortodoxia nicena— contra la política filoarriana del emperador.

Al emperador la fe arriana, por ser más sencilla, le parecía políticamente más útil como ideología del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la conveniencia política: quería utilizar la religión como vínculo de unidad del imperio. Pero estos grandes Padres se opusieron, defendiendo la verdad contra la dominación de la política.

Por este motivo, san Eusebio fue condenado al destierro, como tantos otros obispos de Oriente y de Occidente: como el mismo san Atanasio, como san Hilario de Poitiers —del que hablamos en la última catequesis—, y como Osio de Córdoba. En Escitópolis, Palestina, a donde fue confinado entre los años 355 y 360, san Eusebio escribió una página estupenda de su vida. También allí fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos, y desde allí mantuvo correspondencia con sus fieles de Piamonte, como lo demuestra sobre todo la segunda de sus tres Cartas, cuya autenticidad se reconoce.

Sucesivamente, después del año 360, fue desterrado a Capadocia y a la Tebaida, donde sufrió malos tratos. En el año 361, muerto Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el apóstata, al que no le interesaba el cristianismo como religión del imperio, sino que quería restaurar el paganismo. Puso fin al destierro de estos obispos y así también san Eusebio pudo volver a tomar posesión de su sede.

En el año 362 san Atanasio lo envió a participar en el concilio de Alejandría, que decidió perdonar a los obispos arrianos con tal de que volvieran al estado laical. San Eusebio pudo ejercer aún durante cerca de diez años, hasta su muerte, el ministerio episcopal, manteniendo con su ciudad una relación ejemplar, que inspiró el servicio pastoral de otros obispos del norte de Italia, de los que hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo de Turín.

La relación entre el Obispo de Vercelli y su ciudad se atestigua sobre todo en dos testimonios epistolares. El primero se encuentra en la Carta ya citada, que san Eusebio escribió desde el destierro de Escitópolis "a los amadísimos hermanos y a los presbíteros tan añorados, así como a los santos pueblos de Vercelli, Novara, Ivrea y Tortona, firmes en la fe" (Ep. secunda, CCL 9, p. 104). Estas palabras iniciales, que indican los sentimientos del buen pastor con respecto a su grey, encuentran amplia confirmación, al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del padre a todos y cada uno de sus hijos de Vercelli, con frases llenas de cariño y amor.

Conviene notar, ante todo, la relación explícita que une al Obispo con las sanctae plebes no sólo de Vercelli (Vercellae) —la primera y, durante algunos años aún, la única diócesis de Piamonte—, sino también de Novara (Novaria), Ivrea (Eporedia)y Tortona (Dertona), es decir, de las comunidades cristianas que, dentro de su misma diócesis, habían alcanzado cierta consistencia y autonomía.

Otro elemento interesante nos lo ofrece la despedida con que se concluye la Carta: san Eusebio pide a sus hijos e hijas que saluden "también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor (etiam hos qui foris sunt et nos dignantur diligere). Se trata de un signo evidente de que la relación del Obispo con su ciudad no se limitaba a la población cristiana, sino que se extendía también a quienes, fuera de la Iglesia, reconocían de algún modo su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.

El segundo testimonio de la relación singular del Obispo con su ciudad proviene de la Carta que san Ambrosio de Milán escribió a los vercelenses hacia el año 394, más de veinte años después de la muerte de san Eusebio (Ep. Extra collectionem 14: Maur. 63). La Iglesia de Vercelli atravesaba un momento difícil: estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, san Ambrosio afirma que le cuesta reconocer en los vercelenses "la descendencia de los santos padres, que aprobaron a Eusebio en cuanto lo vieron, sin haberlo conocido antes, olvidando incluso a sus propios conciudadanos".

En la misma Carta, el Obispo de Milán atestigua con gran claridad su estima con respecto a san Eusebio: "Un hombre tan grande —escribe de modo perentorio— mereció realmente ser elegido por toda la Iglesia". La admiración de san Ambrosio por san Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el Obispo de Vercelli gobernaba la diócesis con el testimonio de su vida: "Con la austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia". De hecho, también san Ambrosio, como él mismo declara, se sentía fascinado por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que san Eusebio había perseguido tras las huellas del profeta Elías.

El Obispo de Vercelli —anota san Ambrosio— fue el primero en hacer que su clero llevara vida común y lo educó en la "observancia de las reglas monásticas, aun viviendo en medio de la ciudad". El Obispo y su clero debían compartir los problemas de los ciudadanos, y lo hacían de un modo creíble precisamente cultivando al mismo tiempo una ciudadanía diversa, la del cielo (cf.
He 13,14). Así construyeron realmente una verdadera ciudadanía, una verdadera solidaridad común entre todos los ciudadanos de Vercelli.

De este modo, san Eusebio, mientras hacía suya la causa de la sancta plebs de Vercelli, vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Pero ese rasgo no obstaculizaba para nada su ejemplar dinamismo pastoral. Por lo demás, parece que instituyó en Vercelli las parroquias para un servicio eclesial ordenado y estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de las poblaciones rurales paganas. Ese "rasgo" monástico, más bien, confería una dimensión peculiar a la relación del Obispo con su ciudad. Como los Apóstoles, por los que Jesús oró en su última Cena, los pastores y los fieles de la Iglesia "están en el mundo" (Jn 17,11), pero no son "del mundo". Por eso, como recordaba san Eusebio, los pastores deben exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su morada estable, sino a buscar la Ciudad futura, la definitiva Jerusalén celestial.

Esta "reserva escatológica" permite a los pastores y a los fieles respetar la escala correcta de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las pretensiones injustas del poder político que gobierna. La auténtica escala de valores —parece decir la vida entera de san Eusebio— no viene de los emperadores de ayer y de hoy, sino de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al Padre en la divinidad, pero hombre como nosotros. Refiriéndose a esta escala de valores, san Eusebio no se cansa de "recomendar encarecidamente" a sus fieles que "conserven con gran esmero la fe, mantengan la concordia y sean asiduos en la oración" (Ep. Secunda, cit.).
Queridos amigos, también yo os recomiendo de todo corazón estos valores perennes, a la vez que os saludo y os bendigo con las mismas palabras con que el santo obispo Eusebio concluía su segunda Carta: "Me dirijo a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas, fieles de uno y otro sexo y de todas las edades, para que (...) transmitáis nuestro saludo también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor" (ib.).


Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a las Hermanas Agustinas Misioneras, que celebran su capítulo general, y a los grupos venidos de España, Panamá, Puerto Rico, México, Colombia, Perú, Argentina, y otros países latinoamericanos. Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de san Eusebio de Vercelli, no veamos las ciudades del mundo como nuestra morada definitiva, sino busquemos más bien la Jerusalén del cielo, fieles a Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Muchas gracias.

(A los peregrinos de la archidiócesis de Katowice, en el 750° aniversario de la muerte de san Jacinto)

Que este santo llamado "la luz de Silesia" os guíe en vuestro camino hacia Cristo. Ayer recordamos el aniversario de la elección de mi predecesor Juan Pablo II. Demos gracias a Dios por los frutos de su pontificado y permanezcamos firmes en la fe y en el amor, de los que él fue un gran testigo. Que Dios os bendiga.

(En italiano)
Llamamiento en favor de la eliminación de la pobreza:


Se celebra hoy la Jornada mundial del rechazo de la miseria, reconocida por las Naciones Unidas con el título de Jornada internacional para la eliminación de la pobreza.¡Cuántas poblaciones viven todavía en condiciones de extrema pobreza! La disparidad entre ricos y pobres se ha hecho más evidente e inquietante, también en los países económicamente más avanzados. Esta situación preocupante interpela a la conciencia de la humanidad, porque las condiciones en que se hallan numerosas personas ofenden la dignidad del ser humano y comprometen, por tanto, el progreso auténtico y armónico de la comunidad mundial. Así pues, exhorto a multiplicar los esfuerzos para eliminar las causas de la pobreza y sus trágicas consecuencias.

* * *


Queridos amigos, el mes de octubre nos invita a renovar nuestra cooperación activa en la misión de la Iglesia. Por tanto, poned al servicio del Evangelio vosotros, los jóvenes, las energías frescas de vuestra juventud; vosotros, los enfermos, la fuerza de la oración y del sufrimiento; y vosotros, los recién casados, las potencialidades de la vida conyugal para ofrecer una ayuda concreta a los misioneros que llevan el mensaje cristiano hasta las fronteras de la evangelización.
Anuncio de un consistorio para la creación de veintitrés nuevos cardenales


Tengo la alegría de anunciar que el próximo 24 de noviembre, víspera de la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo, celebraré un consistorio en el que, derogando en una unidad el límite numérico establecido por el Papa Pablo VI, confirmado por mi venerado predecesor Juan Pablo II en la constitución apostólica Universi dominici gregis (cf. ), nombraré dieciocho cardenales. He aquí sus nombres:

1. Mons. Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales.

2. Mons. John Patrick Foley, pro-gran maestre de la Orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén.

3. Mons. Giovanni Lajolo, presidente de la Comisión pontificia para el Estado de la Ciudad del Vaticano y de la Gobernación del mismo.

4. Mons. Paul Josef Cordes, presidente del Consejo pontificio "Cor unum".

5. Mons. Angelo Comastri, arcipreste de la basílica vaticana, vicario general para el Estado de la Ciudad del Vaticano y presidente de la Fábrica de San Pedro.

6. Mons. Stanislaw Rylko, presidente del Consejo pontificio para los laicos.

7. Mons. Raffaele Farina, s.d.b., archivero y bibliotecario de la santa Iglesia romana.

8. Mons. Agustín García-Gasco Vicente, arzobispo de Valencia (España).

9. Mons. Seán Baptist Brady, arzobispo de Armagh (Irlanda).

10. Mons. Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona (España).

11. Mons. André Vingt-Trois, arzobispo de París (Francia).

12. Mons. Angelo Bagnasco, arzobispo de Génova (Italia).

13. Mons. Théodore-Adrien Sarr, arzobispo de Dakar (Senegal).

14. Mons. Oswald Gracias, arzobispo de Bombay (India).

15. Mons. Francisco Robles Ortega, arzobispo de Monterrey (México).

16. Mons. Daniel N. DiNardo, arzobispo de Galveston-Houston (Estados Unidos).

17. Mons. Odilo Pedro Scherer, arzobispo de São Paulo (Brasil).

18. Mons. John Njue, arzobispo de Nairobi (Kenya).

Además, deseo elevar a la dignidad cardenalicia a tres venerados prelados y dos eclesiásticos, beneméritos particularmente por su compromiso en el servicio de la Iglesia:

1. S. B. Emmanuel III Delly, patriarca de Babilonia de los caldeos.

2. Mons. Giovanni Coppa, nuncio apostólico.

3. Mons. Estanislao Esteban Karlic, arzobispo emérito de Paraná (Argentina).

4. P. Urbano Navarrete, s.j., ex rector de la Pontificia Universidad Gregoriana.

5. P. Umberto Betti, o.f.m., ex rector de la Pontificia Universidad Lateranense.

Entre estos últimos, era mi deseo elevar a la dignidad cardenalicia también al anciano obispo Ignacy Jez, de Koszalin-Kolobrzeg (Polonia), benemérito prelado, que falleció ayer de forma imprevista. Por él elevamos nuestra oración de sufragio.

Los nuevos purpurados provienen de varias partes del mundo. En este grupo se refleja la universalidad de la Iglesia con sus múltiples ministerios: junto a prelados beneméritos por el servicio prestado a la Santa Sede, hay pastores que gastan sus energías en el contacto directo con los fieles.
Habría otras personas, muy queridas por mí, que por su entrega al servicio de la Iglesia merecerían ser elevadas a la dignidad cardenalicia. Espero tener en el futuro la oportunidad de testimoniar, también de este modo, mi estima y mi afecto a ellas y a los países a los que pertenecen.

Encomendamos a los nuevos elegidos a la protección de María santísima y le pedimos que los asista en sus respectivas misiones, a fin de que sepan testimoniar con valentía su amor a Cristo y a la Iglesia en toda circunstancia.



Miércoles 24 de octubre de 2007: San Ambrosio

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Queridos hermanos y hermanas:

El santo obispo Ambrosio, de quien os hablaré hoy, murió en Milán en la noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del Sábado santo. El día anterior, hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en la cama, con los brazos abiertos en forma de cruz. Así participaba en el solemne Triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor. "Nosotros veíamos que se movían sus labios", atestigua Paulino, el diácono fiel que, impulsado por san Agustín, escribió su Vida, "pero no escuchábamos su voz". En un momento determinado pareció que llegaba su fin. Honorato, obispo de Vercelli, que se encontraba prestando asistencia a san Ambrosio y dormía en el piso superior, se despertó al escuchar una voz que le repetía: "Levántate pronto. Ambrosio está a punto de morir". Honorato bajó de prisa —prosigue Paulino— "y le ofreció al santo el Cuerpo del Señor. En cuanto lo tomó, Ambrosio entregó el espíritu, llevándose consigo el santo viático. Así su alma, robustecida con la fuerza de ese alimento, goza ahora de la compañía de los ángeles" (Vida 47).

En aquel Viernes santo del año 397 los brazos abiertos de san Ambrosio moribundo manifestaban su participación mística en la muerte y la resurrección del Señor. Esa era su última catequesis: en el silencio de las palabras seguía hablando con el testimonio de la vida.


San Ambrosio no era anciano cuando murió. No tenía ni siquiera sesenta años, pues nació en torno al año 340 en Tréveris, donde su padre era prefecto de las Galias. La familia era cristiana. Cuando falleció su padre, su madre lo llevó a Roma, siendo todavía un muchacho, y lo preparó para la carrera civil, proporcionándole una sólida instrucción retórica y jurídica. Hacia el año 370 fue enviado a gobernar las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán. Precisamente allí se libraba con gran ardor la lucha entre ortodoxos y arrianos, sobre todo después de la muerte del obispo arriano Ausencio. San Ambrosio intervino para pacificar a las dos facciones enfrentadas, y actuó con tal autoridad que, a pesar de ser solamente un catecúmeno, fue aclamado por el pueblo obispo de Milán.

Hasta ese momento, san Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio en el norte de Italia. Muy bien preparado culturalmente, pero desprovisto del conocimiento de las Escrituras, el nuevo obispo se puso a estudiarlas con empeño. Aprendió a conocer y a comentar la Biblia a través de las obras de Orígenes, el indiscutible maestro de la "escuela de Alejandría". De este modo, san Ambrosio introdujo en el ambiente latino la meditación de las Escrituras iniciada por Orígenes, impulsando en Occidente la práctica de la lectio divina. El método de la lectio llegó a guiar toda la predicación y los escritos de san Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante de la palabra de Dios.

Un célebre exordio de una catequesis ambrosiana muestra admirablemente la manera como el santo obispo aplicaba el Antiguo Testamento a la vida cristiana: "Cuando leíamos las historias de los Patriarcas y las máximas de los Proverbios, tratábamos cada día de moral —dice el santo obispo de Milán a sus catecúmenos y a los neófitos— para que vosotros, formados e instruidos por ellos, os acostumbréis a entrar en la senda de los Padres y a seguir el camino de la obediencia a los preceptos divinos" (Los misterios 1, 1).

En otras palabras, según el Obispo, los neófitos y los catecúmenos, después de aprender el arte de vivir rectamente, ya podían considerarse preparados para los grandes misterios de Cristo. De este modo, la predicación de san Ambrosio, que representa el núcleo fundamental de su ingente obra literaria, parte de la lectura de los Libros sagrados ("Los Patriarcas", es decir, los Libros históricos; y "Los Proverbios", o sea, los Libros sapienciales) para vivir de acuerdo con la Revelación divina.

Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este punto de vista es significativo un pasaje de las Confesiones de san Agustín, el cual había ido a Milán como profesor de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Lo que movió el corazón del joven retórico africano, escéptico y desesperado, y lo que lo impulsó definitivamente a la conversión, no fueron las hermosas homilías de san Ambrosio (a pesar de que las apreciaba mucho), sino más bien el testimonio del Obispo y de su Iglesia milanesa, que oraba y cantaba, compacta como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año 386 habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las ceremonias de los arrianos. En el edificio que debía ser expropiado, cuenta san Agustín, "el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su obispo". Este testimonio de las Confesiones es admirable, pues muestra que algo se estaba moviendo en lo más íntimo de san Agustín, el cual prosigue: "Nosotros mismos, aunque insensibles a la calidez de vuestro espíritu, compartíamos la emoción y la consternación de la ciudad" (Confesiones 9, 7).

De la vida y del ejemplo del obispo san Ambrosio, san Agustín aprendió a creer y a predicar. Podemos referir un pasaje de un célebre sermón del Africano, que mereció ser citado muchos siglos después en la constitución conciliar Dei Verbum: "Todos los clérigos —dice la Dei Verbum en el número 25—, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse —aquí viene la cita de san Agustín— "predicadores vacíos de la Palabra, que no la escuchan en su interior"". Precisamente de san Ambrosio había aprendido esta "escucha en su interior", esta asiduidad en la lectura de la sagrada Escritura, con actitud de oración, para acoger realmente en el corazón y asimilar la palabra de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, quisiera presentaros una especie de "icono patrístico" que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa eficazmente "el corazón" de la doctrina de san Ambrosio. En el sexto libro de las Confesiones, san Agustín narra su encuentro con san Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia en la historia de la Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al Obispo de Milán, siempre lo veía rodeado de numerosas personas llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus necesidades. Siempre había una larga fila que esperaba hablar con san Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza. Cuando san Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto sucedía en pocos momentos de la jornada), era porque estaba alimentando el cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las lecturas.

Aquí san Agustín expresa su admiración porque san Ambrosio leía las escrituras con la boca cerrada, sólo con los ojos (cf. Confesiones 6, 3). De hecho, en los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía con vistas a la proclamación, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien leía. El hecho de que san Ambrosio pudiera repasar las páginas sólo con los ojos era para el admirado san Agustín una capacidad singular de lectura y de familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa lectura "a flor de labios", en la que el corazón se esfuerza por alcanzar la comprensión de la palabra de Dios —este es el "icono" del que hablamos—, se puede entrever el método de la catequesis de san Ambrosio: la Escritura misma, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar para llevar a los corazones a la conversión.

Así, según el magisterio de san Ambrosio y san Agustín, la catequesis es inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista lo que escribí en la Introducción al cristianismo con respecto al teólogo. Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de payaso, que recita un papel "por oficio". Más bien, con una imagen de Orígenes, escritor particularmente apreciado por san Ambrosio, debe ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza sobre el corazón del Maestro, y allí aprendió su manera de pensar, de hablar, de actuar. En definitiva, el verdadero discípulo es el que anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz.

Al igual que el apóstol san Juan, el obispo san Ambrosio —que nunca se cansaba de repetir: "Omnia Christus est nobis", "Cristo lo es todo para nosotros"— es un auténtico testigo del Señor. Con sus mismas palabras, llenas de amor a Jesús, concluimos así nuestra catequesis: "Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente; si estás oprimido por la injusticia, él es la justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo a la muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la luz. (...) Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bienaventurado el hombre que espera en él" (De virginitate 16, 99). También nosotros esperamos en Cristo. Así seremos bienaventurados y viviremos en la paz.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a los mexicanos de Puebla, Culiacán y Guadalajara, y a la parroquia de San Anastasio, de Panamá. También a los grupos de españoles, particularmente al de Castellana del Mar, a las asociaciones de gallegos en Madrid y al colegio de las Esclavas de La Coruña. Concluyamos con las palabras de san Ambrosio: "Cristo es todo para nosotros". Aprended de su corazón su modo de pensar, hablar y actuar, ya que los verdaderos discípulos, principalmente los educadores en la fe, son aquellos que anuncian el Evangelio del modo más creíble y eficaz. Muchas gracias.

(En polaco saludó en particular a las religiosas Isabelinas)
Juntamente con vosotras y con toda la Iglesia que está en Polonia, doy gracias a Dios por el espíritu de fe y por el apostolado de esta "samaritana de Silesia". Os encomiendo a su protección a vosotros y a vuestros seres queridos.

(A los peregrinos eslovacos)
Queridos hermanos y hermanas, en estos días se nos invita a reflexionar más intensamente en el compromiso misionero de la Iglesia. También vosotros estáis llamados a evangelizar en el ambiente en el que vivís. Os bendigo con afecto.

(A los peregrinos eslovenos)
Que vuestra peregrinación al lugar consagrado por la sangre del gran Apóstol reavive vuestra fe y vuestra fidelidad a Cristo y a su Iglesia. De corazón os imparto mi bendición.

(En italiano)
Por último, me dirijo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy la liturgia nos recuerda al obispo san Antonio María Claret, que trabajó con constante generosidad por la salvación de las almas. Que su glorioso testimonio evangélico os sostenga a vosotros, queridos jóvenes, al tratar de ser fieles cada día a Cristo; a vosotros, queridos enfermos, os anime a seguir al Señor con confianza en el tiempo del sufrimiento; y a vosotros, queridos recién casados, os ayude a hacer de vuestra familia el lugar donde crece el amor a Dios y a los hermanos.




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