Audiencias 2005-2013 31030

Miércoles 31 de marzo de 2010: El Triduo pascual

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Queridos hermanos y hermanas:

Estamos viviendo los días santos que nos invitan a meditar los acontecimientos centrales de nuestra redención, el núcleo esencial de nuestra fe. Mañana comienza el Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico, en el cual estamos llamados al silencio y a la oración para contemplar el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor.

En las homilías, los Padres a menudo hacen referencia a estos días que, como explica san Atanasio en una de sus Cartas pascuales, nos introducen "en el tiempo que nos da a conocer un nuevo inicio, el día de la santa Pascua, en la que el Señor se inmoló" (Carta 5, 1-2: PG 26,1379).

Os exhorto, por tanto, a vivir intensamente estos días, a fin de que orienten decididamente la vida de cada uno a la adhesión generosa y convencida a Cristo, muerto y resucitado por nosotros.

En la santa Misa crismal, preludio matutino del Jueves santo, se reunirán mañana por la mañana los presbíteros con su obispo. Durante una significativa celebración eucarística, que habitualmente tiene lugar en las catedrales diocesanas, se bendecirán el óleo de los enfermos, de los catecúmenos, y el crisma. Además, el obispo y los presbíteros renovarán las promesas sacerdotales que pronunciaron el día de su ordenación. Este año, ese gesto asume un relieve muy especial, porque se sitúa en el ámbito del Año sacerdotal, que convoqué para conmemorar el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Quiero repetir a todos los sacerdotes el deseo que formulé en la conclusión de la carta de convocatoria: "A ejemplo del santo cura de Ars, dejaos conquistar por Cristo y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz".

Mañana por la tarde celebraremos el momento de la institución de la Eucaristía. El apóstol san Pablo, escribiendo a los Corintios, confirmaba a los primeros cristianos en la verdad del misterio eucarístico, comunicándoles él mismo lo que había aprendido: "El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía". Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía"" (
1Co 11,23-25). Estas palabras manifiestan con claridad la intención de Cristo: bajo las especies del pan y del vino, él se hace presente de modo real con su cuerpo entregado y con su sangre derramada como sacrificio de la Nueva Alianza. Al mismo tiempo, constituye a los Apóstoles y a sus sucesores ministros de este sacramento, que entrega a su Iglesia como prueba suprema de su amor.

Además, con un rito sugestivo, recordaremos el gesto de Jesús que lava los pies a los Apóstoles (cf. Jn 13,1-25). Este acto se convierte para el evangelista en la representación de toda la vida de Jesús y revela su amor hasta el extremo, un amor infinito, capaz de habilitar al hombre para la comunión con Dios y hacerlo libre. Al final de la liturgia del Jueves santo, la Iglesia reserva el Santísimo Sacramento en un lugar adecuadamente preparado, que representa la soledad de Getsemaní y la angustia mortal de Jesús. Ante la Eucaristía, los fieles contemplan a Jesús en la hora de su soledad y rezan para que cesen todas las soledades del mundo. Este camino litúrgico es, asimismo, una invitación a buscar el encuentro íntimo con el Señor en la oración, a reconocer a Jesús entre los que están solos, a velar con él y a saberlo proclamar luz de la propia vida.

El Viernes santo haremos memoria de la pasión y de la muerte del Señor. Jesús quiso ofrecer su vida como sacrificio para el perdón de los pecados de la humanidad, eligiendo para ese fin la muerte más cruel y humillante: la crucifixión. Existe una conexión inseparable entre la última Cena y la muerte de Jesús. En la primera, Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, o sea, su existencia terrena, se entrega a sí mismo, anticipando su muerte y transformándola en acto de amor. Así, la muerte que, por naturaleza, es el fin, la destrucción de toda relación, queda transformada por él en acto de comunicación de sí, instrumento de salvación y proclamación de la victoria del amor. De ese modo, Jesús se convierte en la clave para comprender la última Cena que es anticipación de la transformación de la muerte violenta en sacrificio voluntario, en acto de amor que redime y salva al mundo.

El Sábado santo se caracteriza por un gran silencio. Las Iglesias están desnudas y no se celebran liturgias particulares. En este tiempo de espera y de esperanza, los creyentes son invitados a la oración, a la reflexión, a la conversión, también a través del sacramento de la reconciliación, para poder participar, íntimamente renovados, en la celebración de la Pascua.

En la noche del Sábado santo, durante la solemne Vigilia pascual, "madre de todas las vigilias", ese silencio se rompe con el canto del Aleluya, que anuncia la resurrección de Cristo y proclama la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte. La Iglesia gozará en el encuentro con su Señor, entrando en el día de la Pascua que el Señor inaugura al resucitar de entre los muertos.

Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente este Triduo sacro ya inminente, para estar cada vez más profundamente insertados en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que nos acompañe en este itinerario espiritual la Virgen santísima. Que ella, que siguió a Jesús en su pasión y estuvo presente al pie de la cruz, nos introduzca en el misterio pascual, para que experimentemos la alegría y la paz de Cristo resucitado.

Con estos sentimientos, desde ahora os deseo de corazón una santa Pascua a todos, felicitación que extiendo a vuestras comunidades y a todos vuestros seres queridos.

Saludos

(En español)

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, de modo particular a los numerosos jóvenes que participan en el encuentro universitario internacional UNIV 2010, al grupo de consagrados de la Obra de la Iglesia, así como a los fieles venidos de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Os invito a todos a que tengáis muy presentes en vuestras oraciones a los sacerdotes que mañana, en la Misa crismal, renovarán sus promesas sacerdotales junto a sus obispos. Pidamos para que, creciendo cada día más en fidelidad y amor a Cristo, sean en medio de sus hermanos mensajeros de esperanza, reconciliación y paz. A todos os deseo una santa y feliz Pascua de resurrección. Muchas gracias por vuestra visita.

(En italiano)

(A los participantes en el UNIV 2010)

Queridos amigos, habéis venido a Roma con ocasión de la Semana santa para una experiencia de fe, amistad y enriquecimiento espiritual. Os invito a reflexionar sobre la importancia de los estudios universitarios para formar la "mentalidad católica universal" que san Josemaría describía así: "Amplitud de horizontes y una profundización enérgica, en lo perennemente vivo de la ortodoxia católica". Que crezca en cada uno de vosotros el deseo de encontraros personalmente con Jesucristo, para dar testimonio de él con alegría en todos los ambientes.


(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

Que la contemplación de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, queridos jóvenes, os confirme cada vez más en el testimonio cristiano. Vosotros, queridos enfermos, sacad de la cruz de Cristo la fuerza diaria para superar los momentos de prueba y desconsuelo. Que a vosotros, queridos recién casados, el misterio pascual, que contemplamos en estos días, os estimule a hacer de vuestra familia un lugar de amor fiel y fecundo.





Plaza de San Pedro

Miércoles 7 de abril de 2010: La Octava de Pascua

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, la habitual audiencia general de los miércoles se ve inundada por la alegría luminosa de la Pascua. En estos días la Iglesia celebra el misterio de la Resurrección y vive el gran gozo que deriva de la buena nueva del triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte. Una alegría que no sólo se prolonga durante la Octava de Pascua, sino que se extiende durante cincuenta días hasta Pentecostés. Después del llanto y la consternación del Viernes santo, y después del silencio cargado de espera del Sábado santo, he aquí el anuncio estupendo: "¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!" (
Lc 24,34). En toda la historia del mundo, esta es la "buena nueva" por excelencia, es el "Evangelio" anunciado y transmitido a lo largo de los siglos, de generación en generación.

La Pascua de Cristo es el acto supremo e insuperable del poder de Dios. Es un acontecimiento absolutamente extraordinario, el fruto más hermoso y maduro del "misterio de Dios". Es tan extraordinario, que resulta inenarrable en aquellas dimensiones que escapan a nuestra capacidad humana de conocimiento e investigación. Y, aun así, también es un hecho "histórico", real, testimoniado y documentado. Es el acontecimiento en el que se funda toda nuestra fe. Es el contenido central en el que creemos y el motivo principal por el que creemos.

El Nuevo Testamento no describe cómo tuvo lugar la Resurrección de Jesús. Refiere solamente los testimonios de aquellos a los que Jesús en persona se apareció después de haber resucitado. Los tres Evangelios sinópticos nos narran que ese anuncio —¡Ha resucitado!"— lo proclamaron inicialmente algunos ángeles. Es, por tanto, un anuncio que tiene su origen en Dios; pero Dios lo confía en seguida a sus "mensajeros", para que lo transmitan a todos. De modo que son esos mismos ángeles quienes invitan a las mujeres —que habían ido al sepulcro al amanecer— a que vayan en seguida a decir a los discípulos: "Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis" (Mt 28,7). De este modo, mediante las mujeres del Evangelio, ese mandato divino llega a todos y cada uno, para que a su vez transmitan a otros, con fidelidad y con valentía, esa misma noticia: una noticia hermosa, alegre y fuente de gozo.

Sí, queridos amigos, toda nuestra fe se basa en la transmisión constante y fiel de esta "buena nueva". Y nosotros, hoy, queremos expresar a Dios nuestra profunda gratitud por las innumerables generaciones de creyentes en Cristo que nos han precedido a lo largo de los siglos, porque cumplieron el mandato fundamental de anunciar el Evangelio que habían recibido. La buena nueva de la Pascua, por tanto, requiere la labor de testigos entusiastas y valientes. Todo discípulo de Cristo, también cada uno de nosotros, está llamado a ser testigo. Este es el mandato preciso, comprometedor y apasionante del Señor resucitado. La "noticia" de la vida nueva en Cristo debe resplandecer en la vida del cristiano, debe estar viva y activa en quien la comunica, y ha de ser realmente capaz de cambiar el corazón, toda la existencia. Esta noticia está viva, ante todo, porque Cristo mismo es su alma viva y vivificante. Nos lo recuerda san Marcos al final de su Evangelio, donde escribe que los Apóstoles "salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban" (Mc 16,20).

La experiencia de los Apóstoles es también la nuestra y la de todo creyente, de todo discípulo que se hace "anunciador". De hecho, también nosotros estamos seguros de que el Señor, hoy como ayer, actúa junto con sus testigos. Este es un hecho que podemos reconocer cada vez que vemos despuntar los brotes de una paz verdadera y duradera, donde el compromiso y el ejemplo de los cristianos y de los hombres de buena voluntad está animado por el respeto de la justicia, el diálogo paciente, la estima convencida de los demás, el desinterés y el sacrificio personal y comunitario. Lamentablemente, también vemos en el mundo mucho sufrimiento, mucha violencia, muchas incomprensiones. La celebración del Misterio pascual, la contemplación gozosa de la Resurrección de Cristo, que vence al pecado y la muerte con la fuerza del amor de Dios es ocasión propicia para redescubrir y profesar con más convicción nuestra confianza en el Señor resucitado, que acompaña a los testigos de su palabra obrando prodigios junto con ellos. Seremos verdaderamente y hasta el fondo testigos de Jesús resucitado cuando dejemos que se transparente en nosotros el prodigio de su amor; cuando en nuestras palabras y, más aún, en nuestros gestos, en plena coherencia con el Evangelio, se pueda reconocer la voz y la mano de Jesús.

El Señor nos manda, por tanto, a todas partes como testigos suyos. Pero sólo lo seremos a partir y en referencia continua a la experiencia pascual, la que María Magdalena expresa anunciando a los demás discípulos: "He visto al Señor" (cf. Jn 20,18). En este encuentro personal con Cristo resucitado están el fundamento indestructible y el contenido central de nuestra fe, la fuente fresca e inagotable de nuestra esperanza y el dinamismo ardiente de nuestra caridad. Así nuestra vida cristiana coincidirá completamente con el anuncio: "Es verdad. Cristo Señor ha resucitado". Por tanto, dejémonos conquistar por el atractivo de la Resurrección de Cristo. Que la Virgen María nos sostenga con su protección y nos ayude a gustar plenamente el gozo pascual, para que sepamos llevarlo a nuestra vez a todos nuestros hermanos.

Una vez más, ¡Feliz Pascua a todos!

Saludos

(En ruso)

Me alegra enviar, a través de la agencia Itar-Tass, mi cordial saludo y mi felicitación a todos los rusos, tanto a los que viven en la patria como a los que se encuentran en otras partes del mundo. Que la solemnidad de la santa Pascua, que este año los católicos y los ortodoxos hemos tenido la alegría de celebrar juntos, sea ocasión de una renovada fraternidad y de una colaboración cada vez más intensa en la verdad y en la caridad.

(En español)

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los numerosos grupos de colegios y parroquias venidos de España, así como a los procedentes de México y otros países latinoamericanos. Con la ayuda de la Virgen María, anunciad que Cristo ha resucitado. Reitero a todos mi felicitación pascual, con el ruego de que la hagáis llegar a vuestros familiares y amigos.

(En italiano)

Saludo a los jóvenes presentes, especialmente a los adolescentes de la diócesis de Cremona, y a los numerosos grupos de muchachos y muchachas que este año hacen su profesión de fe. Queridos amigos, sed siempre fieles a vuestro Bautismo: vivid con plenitud vuestra consagración bautismal y sed testigos de Cristo muerto y resucitado por nosotros. También os dirijo un saludo afectuoso a vosotros, queridos enfermos: que la luz de la Pascua os ilumine y os sostenga en vuestro sufrimiento. Y vosotros, queridos recién casados, encontrad en el misterio pascual la valentía para ser protagonistas en la Iglesia y en la sociedad, contribuyendo con vuestro amor fiel y fecundo a la construcción de la civilización del amor.





Plaza de San Pedro

Miércoles 14 de abril de 2010: Munus docendi

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Queridos amigos:

En este periodo pascual, que nos conduce a Pentecostés y que nos encamina también a las celebraciones de clausura de este Año Sacerdotal, programadas para el 9, 10 y 11 de junio próximo, quiero dedicar aún algunas reflexiones al tema del Ministerio ordenado, comentando la realidad fecunda de la configuración del sacerdote a Cristo Cabeza, en el ejercicio de los tria munera que recibe, es decir, de los tres oficios de enseñar, santificar y gobernar.

Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis —en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también las consecuencias que derivan de la tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos tres oficios, es necesario aclarar ante todo lo que se entiende por «representar». El sacerdote representa a Cristo. ¿Qué quiere decir «representar» a alguien? En el lenguaje común generalmente quiere decir recibir una delegación de una persona para estar presente en su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente; al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección, que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.

Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presencia del Señor, y la absolución de los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza estos gestos. Estos tres oficios del sacerdote —que la Tradición ha identificado en las diversas palabras de misión del Señor: enseñar, santificar y gobernar— en su distinción y en su profunda unidad son una especificación de esta representación eficaz. Esas son en realidad las tres acciones de Cristo resucitado, el mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía.

El primer oficio del que quisiera hablar hoy es el munus docendi, es decir, el de enseñar. Hoy, en plena emergencia educativa, el munus docendi de la Iglesia, ejercido concretamente a través del ministerio de cada sacerdote, resulta particularmente importante. Vivimos en una gran confusión sobre las opciones fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre qué es el mundo, de dónde viene, a dónde vamos, qué tenemos que hacer para realizar el bien, cómo debemos vivir, cuáles son los valores realmente pertinentes. Con respecto a todo esto existen muchas filosofías opuestas, que nacen y desaparecen, creando confusión sobre las decisiones fundamentales, sobre cómo vivir, porque normalmente ya no sabemos de qué y para qué hemos sido hechos y a dónde vamos. En esta situación se realiza la palabra del Señor, que tuvo compasión de la multitud porque eran como ovejas sin pastor (cf.
Mc 6,34). El Señor hizo esta constatación cuando vio los miles de personas que le seguían en el desierto porque, entre las diversas corrientes de aquel tiempo, ya no sabían cuál era el verdadero sentido de la Escritura, qué decía Dios. El Señor, movido por la compasión, interpretó la Palabra de Dios —él mismo es la Palabra de Dios—, y así dio una orientación. Esta es la función in persona Christi del sacerdote: hacer presente, en la confusión y en la desorientación de nuestro tiempo, la luz de la Palabra de Dios, la luz que es Cristo mismo en este mundo nuestro. Por tanto, el sacerdote no enseña ideas propias, una filosofía que él mismo se ha inventado, encontrado, o que le gusta; el sacerdote no habla por sí mismo, no habla para sí mismo, para crearse admiradores o un partido propio; no dice cosas propias, invenciones propias, sino que, en la confusión de todas las filosofías, el sacerdote enseña en nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra, su modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16); es decir, Cristo no se propone a sí mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida eterna».

Este hecho, es decir, que el sacerdote no inventa, no crea ni proclama ideas propias en cuanto que la doctrina que anuncia no es suya, sino de Cristo, no significa, por otra parte, que sea neutro, casi como un portavoz que lee un texto que quizá no hace suyo. También en este caso vale el modelo de Cristo, que dijo: «Yo no vengo de mí mismo y no vivo para mí mismo, sino que vengo del Padre y vivo para el Padre». Por ello, en esta profunda identificación, la doctrina de Cristo es la del Padre y él mismo es uno con el Padre. El sacerdote que anuncia la palabra de Cristo, la fe de la Iglesia y no sus propias ideas, debe decir también: yo no vivo de mí y para mí, sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo que Cristo nos ha dicho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote debe identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se convierte, sin embargo, en una palabra profundamente personal. San Agustín, sobre este tema, hablando de los sacerdotes, dijo: «Y nosotros, ¿qué somos? Ministros (de Cristo), sus servidores; porque lo que os distribuimos no es nuestro, sino que lo sacamos de su reserva. Y también nosotros vivimos de ella, porque somos siervos como vosotros» (Discurso 229/e, 4).

La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben ser interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así realmente el sacerdote entre en una profunda comunión interior con Cristo mismo. El sacerdote cree, acoge y trata de vivir, ante todo como propio, lo que el Señor ha enseñado y la Iglesia ha transmitido, en el itinerario de identificación con el propio ministerio del que san Juan María Vianney es testigo ejemplar (cf. Carta para la convocatoria del Año sacerdotal). «Unidos en la misma caridad —afirma también san Agustín— todos somos oyentes de aquel que es para nosotros en el cielo el único Maestro» (Enarr. in PS 131, 1, 7).

La voz del sacerdote, en consecuencia, a menudo podría parecer una «voz que grita en el desierto» (Mc 1,3), pero precisamente en esto consiste su fuerza profética: en no ser nunca homologado, ni homologable, a una cultura o mentalidad dominante, sino en mostrar la única novedad capaz de realizar una renovación auténtica y profunda del hombre, es decir, que Cristo es el Viviente, es el Dios cercano, el Dios que actúa en la vida y para la vida del mundo y nos da la verdad, la manera de vivir.

En la preparación esmerada de la predicación festiva, sin excluir la ferial, en el esfuerzo de formación catequética, en las escuelas, en las instituciones académicas y, de manera especial, a través del libro no escrito que es su propia vida, el sacerdote es siempre «docente», enseña. Pero no con la presunción de quien impone verdades propias, sino con la humilde y alegre certeza de quien ha encontrado la Verdad, ha sido aferrado y transformado por ella, y por eso no puede menos de anunciarla. De hecho, el sacerdocio nadie lo puede elegir para sí; no es una forma de alcanzar seguridad en la vida, de conquistar una posición social: nadie puede dárselo, ni buscarlo por sí mismo. El sacerdocio es respuesta a la llamada del Señor, a su voluntad, para ser anunciadores no de una verdad personal, sino de su verdad.

Queridos hermanos sacerdotes, el pueblo cristiano pide escuchar de nuestras enseñanzas la genuina doctrina eclesial, que les permita renovar el encuentro con Cristo que da la alegría, la paz, la salvación. La Sagrada Escritura, los escritos de los Padres y de los Doctores de la Iglesia, el Catecismo de la Iglesia católica constituyen, a este respecto, puntos de referencia imprescindibles en el ejercicio del munus docendi, tan esencial para la conversión, el camino de fe y la salvación de los hombres. «Ordenación sacerdotal significa: ser sumergidos (...) en la Verdad» (Homilía en la Misa Crismal, 9 de abril de 2009), esa Verdad que no es simplemente un concepto o un conjunto de ideas que transmitir y asimilar, sino que es la Persona de Cristo, con la cual, por la cual y en la cual vivir; así, necesariamente, nace también la actualidad y la comprensibilidad del anuncio. Sólo esta conciencia de una Verdad hecha Persona en la encarnación del Hijo justifica el mandato misionero: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16,15). Sólo si es la Verdad está destinado a toda criatura, no es una imposición de algo, sino la apertura del corazón a aquello por lo que ha sido creado.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor ha confiado a los sacerdotes una gran tarea: ser anunciadores de su Palabra, de la Verdad que salva; ser su voz en el mundo para llevar aquello que contribuye al verdadero bien de las almas y al auténtico camino de fe (cf. 1Co 6,12). Que san Juan María Vianney sea ejemplo para todos los sacerdotes. Era hombre de gran sabiduría y fortaleza heroica para resistir a las presiones culturales y sociales de su tiempo a fin de llevar las almas a Dios: sencillez, fidelidad e inmediatez eran las características esenciales de su predicación, transparencia de su fe y de su santidad. Así el pueblo cristiano quedaba edificado y, como sucede con los auténticos maestros de todos los tiempos, reconocía en él la luz de la Verdad. Reconocía en él, en definitiva, lo que siempre se debería reconocer en un sacerdote: la voz del buen Pastor.



Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, venidos de España, México y otros países latinoamericanos, en particular a los colegios provenientes de Alicante, Benalúa y Linares. Os invito a continuar rezando por vuestros sacerdotes, para que este Año sea un periodo de abundantes gracias, que les refuerce en su configuración con Cristo, Cabeza y Pastor.

Muchas gracias.









Plaza de San Pedro

Miércoles 21 de abril de 2010: Viaje apostólico a Malta

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Queridos hermanos y hermanas:

Como sabéis, el sábado y el domingo pasados realicé un viaje apostólico a Malta, sobre el que hoy quiero hablar brevemente. La ocasión de mi visita pastoral fue el 1950° aniversario del naufragio del apóstol san Pablo en las costas del archipiélago maltés y de su permanencia en aquellas islas durante casi tres meses. El acontecimiento se sitúa alrededor del año 60 y el libro de los Hechos de los Apóstoles lo narra con numerosos detalles (cc.
Ac 27-28). Como le sucedió a san Pablo, también yo he experimentado la calurosa acogida de los malteses —verdaderamente extraordinaria— y por esto expreso de nuevo mi reconocimiento más vivo y cordial al presidente de la República, al Gobierno y a las demás autoridades del Estado, y doy fraternalmente las gracias a los obispos del país y a todos los que han colaborado para preparar este encuentro festivo entre el Sucesor de Pedro y la población maltesa. La historia de este pueblo de casi dos mil años es inseparable de la fe católica, que caracteriza su cultura y sus tradiciones: se dice que en Malta hay nada menos que 365 iglesias, «una para cada día del año», una señal visible de esta profunda fe.

Todo comenzó con aquel naufragio: después de ir a la deriva durante catorce días, empujada por los vientos, la nave que transportaba a Roma al apóstol san Pablo y a muchas otras personas encalló en un banco de la isla de Malta. Por eso, después de mantener un encuentro muy cordial con el presidente de la República, en la capital La Valeta —que tuvo el hermoso marco del jovial saludo de numerosos chicos y chicas—, en seguida me dirigí en peregrinación a la llamada «Gruta de San Pablo», en Rabat, para un momento intenso de oración. Asimismo, allí pude saludar a un grupo numeroso de misioneros malteses. Pensar en ese pequeño archipiélago en el centro del Mediterráneo, y en cómo llegó allí la semilla del Evangelio, suscita un sentimiento de gran asombro por los misteriosos designios de la Providencia divina: viene espontáneo dar gracias al Señor y también a san Pablo que, en medio de aquella violenta tempestad, mantuvo la confianza y la esperanza, y las transmitió a su vez a sus compañeros de viaje. De ese naufragio, o mejor, de la sucesiva permanencia de san Pablo en Malta, nació una comunidad cristiana fervorosa y sólida, que dos mil años después sigue siendo fiel al Evangelio y se esfuerza por conjugarlo con las complejas cuestiones de la época contemporánea. Naturalmente, esto no siempre es fácil, ni se puede dar por descontado, pero los habitantes de Malta saben encontrar en la visión cristiana de la vida las respuestas a los nuevos desafíos. Un signo de ello, por ejemplo, es el hecho de que haya mantenido firme el profundo respeto de la vida por nacer y de la sacralidad del matrimonio, optando por no introducir el aborto y el divorcio en el ordenamiento jurídico del país.

Por tanto, mi viaje tenía el objetivo de confirmar en la fe a la Iglesia que está en Malta, una realidad muy viva, bien compaginada y presente en el territorio de Malta y Gozo. Toda esta comunidad se había dado cita en Floriana, en Granary Square, la plaza situada delante de la iglesia de San Publio, donde celebré la santa misa participada con gran fervor. Para mí fue motivo de alegría, y también de consuelo, sentir el calor especial de ese pueblo que da la impresión de ser una gran familia, unida por la fe y la visión cristiana de la vida. Después de la celebración, quise encontrarme con algunas personas víctimas de abusos por parte de miembros del clero. Compartí con ellos el sufrimiento y, con conmoción, recé con ellos, asegurando la acción de la Iglesia.

Malta da la impresión de ser una gran familia; no hay que pensar que, a causa de su conformación geográfica, sea una sociedad «aislada» del mundo. No es así, y se ve, por ejemplo, por los contactos que Malta mantiene con varios países y por el hecho de que en numerosas naciones se encuentran sacerdotes malteses. En efecto, las familias y las parroquias de Malta han sabido educar a numerosos jóvenes en el sentido de Dios y de la Iglesia, de modo que muchos de ellos han respondido generosamente a la llamada de Jesús y se han hecho presbíteros. Entre estos, un gran número ha abrazado el compromiso misionero ad gentes, en tierras lejanas, heredando el espíritu apostólico que impulsó a san Pablo a llevar el Evangelio a donde todavía no había llegado. Este es un aspecto que reafirmé de buen grado, es decir, que «la fe se fortalece dándola» (Redemptoris missio RMi 2). Desde la cepa de esta fe, Malta se ha desarrollado y ahora se abre a varias realidades económicas, sociales y culturales, a las cuales ofrece una valiosa aportación.

Está claro que a lo largo de los siglos Malta a menudo ha tenido que defenderse, como se ve por sus fortificaciones. La posición estratégica del pequeño archipiélago obviamente llamaba la atención de las distintas potencias políticas y militares. Y, aun así, la vocación más profunda de Malta es la cristiana, es decir, la vocación universal de la paz. La célebre cruz de Malta, que todos asocian a esa nación, ha ondeado muchas veces en medio de conflictos y contiendas; pero, gracias a Dios, nunca ha perdido su significado auténtico y perenne: es el signo del amor y de la reconciliación, y esta es la verdadera vocación de los pueblos que acogen y abrazan el mensaje cristiano.

Malta, encrucijada natural, está en el centro de rutas de migración: hombres y mujeres, como san Pablo un tiempo, arriban a las costas maltesas, a veces impulsados por condiciones de vida bastante arduas, por violencias y persecuciones, y naturalmente esto conlleva complejos problemas en el plano humanitario, político y jurídico, problemas que no tienen soluciones fáciles, sino que hay que buscarlas con perseverancia y tenacidad, concertando las intervenciones a nivel internacional. Así conviene que se actúe en todas las naciones en las que los valores cristianos son la raíz de sus Cartas constitucionales y culturas.

El desafío de conjugar en la complejidad de hoy la perenne validez del Evangelio es fascinante para todos, pero especialmente para los jóvenes. Las nuevas generaciones, en efecto, lo sienten de modo mucho más fuerte; por eso, pese a que mi visita fue breve, quise que tampoco en Malta faltara el encuentro con los jóvenes. Fue un momento de diálogo profundo e intenso, y el ambiente en el que tuvo lugar —el puerto de La Valeta— y el entusiasmo de los jóvenes lo hicieron todavía más hermoso. No podía menos de recordarles la experiencia juvenil de san Pablo: una experiencia extraordinaria, única y, sin embargo, capaz de hablar a las nuevas generaciones de toda época, por la transformación radical que conllevó el encuentro con Cristo resucitado. Por lo tanto, miré a los jóvenes de Malta como a herederos potenciales de la aventura espiritual de san Pablo, llamados como él a descubrir la belleza del amor de Dios que se nos ha dado en Jesucristo; a abrazar el misterio de su cruz; a salir vencedores en las pruebas y las tribulaciones; a no tener miedo de las «tempestades» de la vida, ni tampoco de los naufragios, porque el designio de amor de Dios también es más grande que las tempestades y los naufragios.

Queridos amigos, en síntesis, este ha sido el mensaje que llevé a Malta. Pero, como apuntaba, ha sido mucho lo que yo mismo he recibido de esa Iglesia, de ese pueblo bendecido por Dios, que ha sabido colaborar válidamente con su gracia. Que por intercesión del apóstol san Pablo, de san Jorge Preca, sacerdote, primer santo maltés, y de la Virgen María, a quien los fieles de Malta y Gozo veneran con tanta devoción, progrese en la paz y en la prosperidad.



Saludos

(A los peregrinos de habla hispana)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes del curso de formación permanente del Pontificio Colegio Español en Roma, así como a los grupos venidos de España, México y otros países latinoamericanos.

(En italiano)

El próximo domingo, cuarto del tiempo de Pascua, se celebra la Jornada de oración por las vocaciones. Os deseo, queridos jóvenes, que en el diálogo con Dios encontréis vuestra respuesta personal a su designio de amor; a vosotros, queridos enfermos, os invito a ofrecer vuestros sufrimientos para que maduren numerosas y santas vocaciones. Y a vosotros, queridos recién casados, que la oración diaria os dé la fuerza para construir una auténtica familia cristiana.









Plaza de San Pedro


Audiencias 2005-2013 31030