Audiencias 2005-2013 26050

Miércoles 26 de mayo de 2010: Munus regendi

26050

Queridos hermanos y hermanas:

El Año sacerdotal está llegando a su término; por este motivo en las últimas catequesis había comenzado a hablar sobre las tareas esenciales del sacerdote, es decir: enseñar, santificar y gobernar. Ya he dedicado dos catequesis a este tema, una al ministerio de la santificación —los sacramentos, sobre todo—, y una al de la enseñanza. Por tanto, me queda hablar hoy sobre la misión del sacerdote de gobernar, de guiar, con la autoridad de Cristo, no con la propia, a la porción del pueblo que Dios le ha encomendado.

¿Cómo comprender en la cultura contemporánea esta dimensión, que implica el concepto de autoridad y tiene origen en el mandato mismo del Señor de apacentar su rebaño? ¿Qué es realmente, para nosotros los cristianos, la autoridad? Las experiencias culturales, políticas e históricas del pasado reciente, sobre todo las dictaduras en Europa del este y del oeste en el siglo XX, han hecho al hombre contemporáneo desconfiado respecto a este concepto. Una desconfianza que, no pocas veces, se manifiesta sosteniendo como necesario el abandono de toda autoridad que no venga exclusivamente de los hombres y esté sometida a ellos, controlada por ellos. Pero precisamente la mirada sobre los regímenes que en el siglo pasado sembraron terror y muerte recuerda con fuerza que la autoridad, en todo ámbito, cuando se ejerce sin una referencia a lo trascendente, si prescinde de la autoridad suprema, que es Dios mismo, acaba inevitablemente por volverse contra el hombre. Es importante, por tanto, reconocer que la autoridad humana nunca es un fin, sino siempre y sólo un medio, y que necesariamente, en toda época, el fin siempre es la persona, creada por Dios con su propia intangible dignidad y llamada a relacionarse con su creador, en el camino terreno de la existencia y en la vida eterna; es una autoridad ejercida en la responsabilidad delante de Dios, del Creador. Una autoridad entendida así, que tenga como único objetivo servir al verdadero bien de las personas y ser transparencia del único Sumo Bien que es Dios, no sólo no es extraña a los hombres, sino, al contrario, es una ayuda preciosa en el camino hacia la plena realización en Cristo, hacia la salvación.

La Iglesia está llamada y comprometida a ejercer este tipo de autoridad, que es servicio, y no la ejerce a título personal, sino en el nombre de Jesucristo, que recibió del Padre todo poder en el cielo y en la tierra (cf.
Mt 28,18). A través de los pastores de la Iglesia, en efecto, Cristo apacienta su rebaño: es él quien lo guía, lo protege y lo corrige, porque lo ama profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio apostólico, hoy los obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, y los sacerdotes, sus colaboradores más valiosos, participen en esta misión suya de hacerse cargo del pueblo de Dios, de ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana o, como dice el Concilio, «procurando personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó» (Presbyterorum ordinis PO 6). Todo pastor, por tanto, es el medio a través del cual Cristo mismo ama a los hombres: mediante nuestro ministerio —queridos sacerdotes—, a través de nosotros, el Señor llega a las almas, las instruye, las custodia, las guía. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, dice: «Apacentar el rebaño del Señor ha de ser compromiso de amor» (123, 5); esta es la norma suprema de conducta de los ministros de Dios, un amor incondicional, como el del buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y solícito por los lejanos (cf. san Agustín, Sermón 340, 1; Sermón 46, 15), delicado con los más débiles, los pequeños, los sencillos, los pecadores, para manifestar la misericordia infinita de Dios con las tranquilizadoras palabras de la esperanza (cf. id., Carta 95, 1).

Aunque esta tarea pastoral esté fundada en el Sacramento, su eficacia no es independiente de la existencia personal del presbítero. Para ser pastor según el corazón de Dios (cf. Jr 3,15) es necesario un profundo arraigo en la viva amistad con Cristo, no sólo de la inteligencia, sino también de la libertad y de la voluntad, una conciencia clara de la identidad recibida en la ordenación sacerdotal, una disponibilidad incondicional a llevar al rebaño encomendado al lugar a donde el Señor quiere y no en la dirección que, aparentemente, parece más conveniente o más fácil. Esto requiere, ante todo, la continua y progresiva disponibilidad a dejar que Cristo mismo gobierne la existencia sacerdotal de los presbíteros. En efecto, nadie es realmente capaz de apacentar el rebaño de Cristo, si no vive una obediencia profunda y real a Cristo y a la Iglesia, y la docilidad del pueblo a sus sacerdotes depende de la docilidad de los sacerdotes a Cristo; por esto, en la base del ministerio pastoral está siempre el encuentro personal y constante con el Señor, el conocimiento profundo de él, el conformar la propia voluntad a la voluntad de Cristo.

En las últimas décadas se ha utilizado a menudo el adjetivo «pastoral» casi en oposición al concepto de «jerárquico», al igual que, en la misma contraposición, se ha interpretado también la idea de «comunión». Quizá este es el punto en el que puede ser útil una breve observación sobre la palabra «jerarquía», que es la designación tradicional de la estructura de autoridad sacramental en la Iglesia, ordenada según los tres niveles del sacramento del Orden: episcopado, presbiterado y diaconado. En la opinión pública prevalece, para esta realidad «jerarquía», el elemento de subordinación y el elemento jurídico; por eso, a muchos les parece que la idea de jerarquía está en contraste con la flexibilidad y la vitalidad del sentido pastoral y que también es contraria a la humildad del Evangelio. Pero esto es un sentido mal entendido de la jerarquía, históricamente causado también por abusos de autoridad y por un afán de hacer carrera, que son precisamente eso, abusos, y no derivan del ser mismo de la realidad «jerarquía». La opinión común es que «jerarquía» es siempre algo vinculado al dominio y que, de ese modo, no corresponde al verdadero sentido de la Iglesia, de la unidad en el amor de Cristo. Pero, como he dicho, esta es una interpretación errónea, que tiene su origen en abusos de la historia, pero no responde al verdadero significado de lo que es la jerarquía. Comencemos con la palabra. Generalmente se dice que el significado de la palabra jerarquía sería «dominio sagrado», pero el verdadero significado no es este, es «origen sagrado», es decir: esta autoridad no viene del hombre, sino que tiene origen en lo sagrado, en el Sacramento; por tanto, somete la persona a la vocación, al misterio de Cristo; convierte al individuo en un servidor de Cristo y sólo en cuanto servidor de Cristo este puede gobernar, guiar por Cristo y con Cristo. Por esto, quien entra en el Orden sagrado del Sacramento, en la «jerarquía», no es un autócrata, sino que entra en un vínculo nuevo de obediencia a Cristo: está vinculado a él en comunión con los demás miembros del Orden sagrado, del sacerdocio. Tampoco el Papa —punto de referencia de todos los demás pastores y de la comunión de la Iglesia— puede hacer lo que quiera; al contrario, el Papa es el custodio de la obediencia a Cristo, a su palabra resumida en la regula fidei, en el Credo de la Iglesia, y debe preceder en la obediencia a Cristo y a su Iglesia. Jerarquía implica, por tanto, un triple vínculo: ante todo, el vínculo con Cristo y el orden que el Señor dio a su Iglesia; en segundo lugar, el vínculo con los demás pastores en la única comunión de la Iglesia; y, por último, el vínculo con los fieles encomendados a la persona, en el orden de la Iglesia.

Por consiguiente, se comprende que comunión y jerarquía no son contrarias entre sí, sino que se condicionan. Son una cosa sola (comunión jerárquica). El pastor, por tanto, es pastor guiando y custodiando la grey, y a veces impidiendo que se disperse. Fuera de una visión clara y explícitamente sobrenatural, no es comprensible la tarea de gobernar propia de los sacerdotes. En cambio, sostenida por el verdadero amor por la salvación de cada fiel, es especialmente valiosa y necesaria también en nuestro tiempo. Si el fin es transmitir el anuncio de Cristo y llevar a los hombres al encuentro salvífico con él para que tengan vida, la tarea de guiar se configura como un servicio vivido en una entrega total para la edificación de la grey en la verdad y en la santidad, a menudo yendo contracorriente y recordando que el mayor debe hacerse como el menor y el superior como el servidor (cf. Lumen gentium LG 27).

¿De dónde puede sacar hoy un sacerdote la fuerza para el ejercicio del propio ministerio en la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una dedicación total a la grey? Sólo hay una respuesta: en Cristo Señor. El modo de gobernar de Jesús no es el dominio, sino el servicio humilde y amoroso del lavatorio de los pies, y la realeza de Cristo sobre el universo no es un triunfo terreno, sino que alcanza su culmen en el madero de la cruz, que se convierte en juicio para el mundo y punto de referencia para el ejercicio de la autoridad que sea expresión verdadera de la caridad pastoral. Los santos, y entre ellos san Juan María Vianney, han ejercido con amor y entrega la tarea de cuidar la porción del pueblo de Dios que se les ha encomendado, mostrando también que eran hombres fuertes y determinados, con el único objetivo de promover el verdadero bien de las almas, capaces de pagar en persona, hasta el martirio, por permanecer fieles a la verdad y a la justicia del Evangelio.

Queridos sacerdotes, «apacentad la grey de Dios que os está encomendada (...); no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón (…) siendo modelos de la grey» (1P 5,2-3). Por tanto, no tengáis miedo de llevar a Cristo a cada uno de los hermanos que él os ha encomendado, seguros de que toda palabra y toda actitud, si vienen de la obediencia a la voluntad de Dios, darán fruto; vivid apreciando las cualidades y reconociendo los límites de la cultura en la que estamos inmersos, con la firme certeza de que el anuncio del Evangelio es el mayor servicio que se puede hacer al hombre. En efecto, en esta vida terrena no hay bien mayor que llevar a los hombres a Dios, despertar la fe, sacar al hombre de la inercia y de la desesperación, dar la esperanza de que Dios está cerca y guía la historia personal y del mundo: en definitiva, este es el sentido profundo y último de la tarea de gobernar que el Señor nos ha encomendado. Se trata de formar a Cristo en los creyentes, mediante ese proceso de santificación que es conversión de los criterios, de la escala de valores, de las actitudes, para dejar que Cristo viva en cada fiel. San Pablo resume así su acción pastoral: «Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4,19).

Queridos hermanos y hermanas, quiero invitaros a rezar por mí, Sucesor de Pedro, que tengo una tarea específica de gobernar la Iglesia de Cristo, así como por todos vuestros obispos y sacerdotes. Rezad para que sepamos cuidar de todas las ovejas, también de las perdidas, del rebaño que se nos ha confiado. A vosotros, queridos sacerdotes, os dirijo mi cordial invitación a las celebraciones conclusivas del Año sacerdotal, los días 9, 10 y 11 del próximo mes de junio, aquí en Roma: meditaremos sobre la conversión y sobre la misión, sobre el don del Espíritu Santo y sobre la relación con María santísima, y renovaremos nuestras promesas sacerdotales, sostenidos por todo el pueblo de Dios. Gracias.


Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los de la parroquia “Madre y Reina del Carmelo”, de la diócesis de Fontibón, y a los demás grupos venidos de España, Argentina, El Salvador, Guatemala, Paraguay y otros países latinoamericanos. Al suplicaros una oración por vuestros sacerdotes, los invito a unirse de corazón a las celebraciones conclusivas del Año sacerdotal, que tendrán lugar en Roma el próximo mes de junio. Muchas gracias.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

La Iglesia recuerda hoy a san Felipe Neri, que se distinguió por su alegría y por la dedicación especial a la juventud, a la que educó y evangelizó mediante la inspirada iniciativa pastoral del Oratorio. Queridos jóvenes, mirad a este santo para aprender a vivir con sencillez evangélica. Queridos enfermos, que san Felipe Neri os ayude a hacer de vuestro sufrimiento una ofrenda al Padre celestial, en unión con Jesús crucificado. Y vosotros, queridos recién casados, sostenidos por la intercesión de san Felipe, inspiraos siempre en el Evangelio para construir una familia verdaderamente cristiana».







Plaza de San Pedro

Miércoles 2 de junio de 2010: Santo Tomás de Aquino

20610

Queridos hermanos y hermanas:

Después de algunas catequesis sobre el sacerdocio y mis últimos viajes, volvemos hoy a nuestro tema principal, es decir, a la meditación de algunos grandes pensadores de la Edad Media. Últimamente habíamos visto la gran figura de san Buenaventura, franciscano, y hoy quiero hablar de aquel a quien la Iglesia llama el Doctor communis: se trata de santo Tomás de Aquino. Mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio recordó que «la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología» (
FR 43). No sorprende que, después de san Agustín, entre los escritores eclesiásticos mencionados en el Catecismo de la Iglesia católica, se cite a santo Tomás más que a ningún otro, hasta sesenta y una veces. También se le ha llamado el Doctor Angelicus, quizá por sus virtudes, en particular la sublimidad del pensamiento y la pureza de la vida.

Tomás nació entre 1224 y 1225 en el castillo que su familia, noble y rica, poseía en Roccasecca, en los alrededores de Aquino, cerca de la célebre abadía de Montecassino, donde sus padres lo enviaron para que recibiera los primeros elementos de su instrucción. Algunos años más tarde se trasladó a la capital del reino de Sicilia, Nápoles, donde Federico IIi había fundado una prestigiosa universidad. En ella se enseñaba, sin las limitaciones vigentes en otras partes, el pensamiento del filósofo griego Aristóteles, en quien el joven Tomás fue introducido y cuyo gran valor intuyó inmediatamente. Pero, sobre todo, en aquellos años trascurridos en Nápoles nació su vocación dominica. En efecto, Tomás quedó cautivado por el ideal de la Orden que santo Domingo había fundado pocos años antes. Sin embargo, cuando vistió el hábito dominico, su familia se opuso a esa elección, y se vio obligado a dejar el convento y a pasar algún tiempo con su familia.

En 1245, ya mayor de edad, pudo retomar su camino de respuesta a la llamada de Dios. Fue enviado a París para estudiar teología bajo la dirección de otro santo, Alberto Magno, del que hablé recientemente. Alberto y Tomás entablaron una verdadera y profunda amistad, y aprendieron a estimarse y a quererse, hasta tal punto que Alberto quiso que su discípulo lo siguiera también a Colonia, donde los superiores de la Orden lo habían enviado a fundar un estudio teológico. En ese tiempo Tomás entró en contacto con todas las obras de Aristóteles y de sus comentaristas árabes, que Alberto ilustraba y explicaba.

En ese período, la cultura del mundo latino se había visto profundamente estimulada por el encuentro con las obras de Aristóteles, que durante mucho tiempo permanecieron desconocidas. Se trataba de escritos sobre la naturaleza del conocimiento, sobre las ciencias naturales, sobre la metafísica, sobre el alma y sobre la ética, ricas en informaciones e intuiciones que parecían válidas y convincentes. Era una visión completa del mundo desarrollada sin Cristo y antes de Cristo, con la pura razón, y parecía imponerse a la razón como «la» visión misma; por tanto, a los jóvenes les resultaba sumamente atractivo ver y conocer esta filosofía. Muchos acogieron con entusiasmo, más bien, con entusiasmo acrítico, este enorme bagaje del saber antiguo, que parecía poder renovar provechosamente la cultura, abrir totalmente nuevos horizontes. Sin embargo, otros temían que el pensamiento pagano de Aristóteles estuviera en oposición a la fe cristiana, y se negaban a estudiarlo. Se confrontaron dos culturas: la cultura pre-cristiana de Aristóteles, con su racionalidad radical, y la cultura cristiana clásica. Ciertos ambientes se sentían inclinados a rechazar a Aristóteles por la presentación que de ese filósofo habían hecho los comentaristas árabes Avicena y Averroes. De hecho, fueron ellos quienes transmitieron al mundo latino la filosofía aristotélica. Por ejemplo, estos comentaristas habían enseñado que los hombres no disponen de una inteligencia personal, sino que existe un único intelecto universal, una sustancia espiritual común a todos, que actúa en todos como «única»: por tanto, una despersonalización del hombre. Otro punto discutible que transmitieron esos comentaristas árabes era que el mundo es eterno como Dios. Como es comprensible se desencadenaron un sinfín de disputas en el mundo universitario y en el eclesiástico. La filosofía aristotélica se iba difundiendo incluso entre la gente sencilla.

Tomás de Aquino, siguiendo la escuela de Alberto Magno, llevó a cabo una operación de fundamental importancia para la historia de la filosofía y de la teología; yo diría para la historia de la cultura: estudió a fondo a Aristóteles y a sus intérpretes, consiguiendo nuevas traducciones latinas de los textos originales en griego. Así ya no se apoyaba únicamente en los comentaristas árabes, sino que podía leer personalmente los textos originales; y comentó gran parte de las obras aristotélicas, distinguiendo en ellas lo que era válido de lo que era dudoso o de lo que se debía rechazar completamente, mostrando la consonancia con los datos de la Revelación cristiana y utilizando amplia y agudamente el pensamiento aristotélico en la exposición de los escritos teológicos que compuso. En definitiva, Tomás de Aquino mostró que entre fe cristiana y razón subsiste una armonía natural. Esta fue la gran obra de santo Tomás, que en ese momento de enfrentamiento entre dos culturas —un momento en que parecía que la fe debía rendirse ante la razón— mostró que van juntas, que lo que parecía razón incompatible con la fe no era razón, y que lo que se presentaba como fe no era fe, pues se oponía a la verdadera racionalidad; así, creó una nueva síntesis, que ha formado la cultura de los siglos sucesivos.

Por sus excelentes dotes intelectuales, Tomás fue llamado a París como profesor de teología en la cátedra dominicana. Allí comenzó también su producción literaria, que prosiguió hasta la muerte, y que tiene algo de prodigioso: comentarios a la Sagrada Escritura, porque el profesor de teología era sobre todo intérprete de la Escritura; comentarios a los escritos de Aristóteles; obras sistemáticas influyentes, entre las cuales destaca la Summa Theologiae; tratados y discursos sobre varios temas. Para la composición de sus escritos, cooperaban con él algunos secretarios, entre los cuales el hermano Reginaldo de Piperno, quien lo siguió fielmente y al cual lo unía una fraterna y sincera amistad, caracterizada por una gran familiaridad y confianza. Esta es una característica de los santos: cultivan la amistad, porque es una de las manifestaciones más nobles del corazón humano y tiene en sí algo de divino, como el propio santo Tomás explicó en algunas quaestiones de la Summa Theologiae, donde escribe: «La caridad es la amistad del hombre principalmente con Dios, y con los seres que pertenecen a Dios» (II-II 23,1).

No permaneció mucho tiempo ni establemente en París. En 1259 participó en el capítulo general de los dominicos en Valenciennes, donde fue miembro de una comisión que estableció el programa de estudios en la Orden. De 1261 a 1265 Tomás estuvo en Orvieto. El Romano Pontífice Urbano IV, que lo tenía en gran estima, le encargó la composición de los textos litúrgicos para la fiesta del Corpus Christi, que celebraremos mañana, instituida a raíz del milagro eucarístico de Bolsena. Santo Tomás tuvo un alma exquisitamente eucarística. Los bellísimos himnos que la liturgia de la Iglesia canta para celebrar el misterio de la presencia real del Cuerpo y de la Sangre del Señor en la Eucaristía se atribuyen a su fe y a su sabiduría teológica. Desde 1265 hasta 1268 Tomás residió en Roma, donde, probablemente, dirigía un Studium, es decir, una casa de estudios de la Orden, y donde comenzó a escribir su Summa Theologiae (cf. Jean-Pierre Torrell, Tommaso d'Aquino. L’uomo e il teologo, Casale Monferrato, 1994, pp. 118-184).

En 1269 lo llamaron de nuevo a París para un segundo ciclo de enseñanza. Los estudiantes, como se puede comprender, estaban entusiasmados con sus clases. Uno de sus ex alumnos declaró que era tan grande la multitud de estudiantes que seguía los cursos de Tomás, que a duras penas cabían en las aulas; y añadía, con una anotación personal, que «escucharlo era para él una felicidad profunda». No todos aceptaban la interpretación de Aristóteles que daba Tomás, pero incluso sus adversarios en el campo académico, como Godofredo de Fontaines, por ejemplo, admitían que la doctrina de fray Tomás era superior a otras por utilidad y valor, y servía como correctivo a las de todos los demás doctores. Quizá también por apartarlo de los vivos debates de entonces, sus superiores lo enviaron de nuevo a Nápoles, para que estuviera a disposición del rey Carlos i, que quería reorganizar los estudios universitarios.

Tomás no sólo se dedicó al estudio y a la enseñanza, sino también a la predicación al pueblo. Y el pueblo de buen grado iba a escucharle. Es verdaderamente una gran gracia cuando los teólogos saben hablar con sencillez y fervor a los fieles. El ministerio de la predicación, por otra parte, ayuda a los mismos estudiosos de teología a un sano realismo pastoral, y enriquece su investigación con fuertes estímulos.

Los últimos meses de la vida terrena de Tomás están rodeados por una clima especial, incluso diría misterioso. En diciembre de 1273 llamó a su amigo y secretario Reginaldo para comunicarle la decisión de interrumpir todo trabajo, porque durante la celebración de la misa había comprendido, mediante una revelación sobrenatural, que lo que había escrito hasta entonces era sólo «un montón de paja». Se trata de un episodio misterioso, que nos ayuda a comprender no sólo la humildad personal de Tomás, sino también el hecho de que todo lo que logramos pensar y decir sobre la fe, por más elevado y puro que sea, es superado infinitamente por la grandeza y la belleza de Dios, que se nos revelará plenamente en el Paraíso. Unos meses después, cada vez más absorto en una profunda meditación, Tomás murió mientras estaba de viaje hacia Lyon, a donde se dirigía para participar en el concilio ecuménico convocado por el Papa Gregorio x. Se apagó en la abadía cisterciense de Fossanova, después de haber recibido el viático con sentimientos de gran piedad.

La vida y las enseñanzas de santo Tomás de Aquino se podrían resumir en un episodio transmitido por los antiguos biógrafos. Mientras el Santo, como acostumbraba, oraba ante el crucifijo por la mañana temprano en la capilla de San Nicolás, en Nápoles, Domenico da Caserta, el sacristán de la iglesia, oyó un diálogo. Tomás preguntaba, preocupado, si cuanto había escrito sobre los misterios de la fe cristiana era correcto. Y el Crucifijo respondió: «Tú has hablado bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu recompensa?». Y la respuesta que dio Tomás es la que también nosotros, amigos y discípulos de Jesús, quisiéramos darle siempre: «¡Nada más que tú, Señor!» (ib., p. 320).

Saludos

Saludo a los grupos de lengua española, en particular a las Hijas de la Inmaculada Concepción de Buenos Aires y a los peregrinos venidos para la Beatificación de María Pierina de Micheli, así como a los demás fieles provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. A todos os invito a participar con profunda piedad y veneración en la próxima Solemnidad del Corpus Christi, para experimentar así constantemente en nosotros los frutos de la Redención. Muchas gracias.

(En lengua polaca)

Hemos comenzado el mes de junio, dedicado a la devoción especial del Sagrado Corazón de nuestro Señor Jesucristo. En este contexto concluiremos el Año sacerdotal. Os pido que oréis siempre por vuestros pastores, para que estén llenos de este amor, del que es signo el Corazón abierto de Jesús.
Llamamiento


Con profunda preocupación sigo los trágicos sucesos que han tenido lugar cerca de la franja de Gaza. Siento la necesidad de expresar mi sentido pésame por las víctimas de estos dolorosísimos hechos, que preocupan a todos os que se interesan por la paz en la región. Una vez más repito con el corazón acongojado que la violencia no resuelve las controversias sino que aumenta sus dramáticas consecuencias y genera más violencia. Hago un llamamiento a todos los que tienen responsabilidades políticas en ámbito local e internacional para que busquen sin cesar soluciones justas mediante el diálogo, a fin de garantizar a las poblaciones de la región mejores condiciones de vida, en concordia y serenidad. Os invito a uniros a mí en la oración por las víctimas, por sus familiares y por todos los que sufren. Que el Señor sostenga los esfuerzos de quienes trabajan sin cesar por la reconciliación y la paz.







Plaza de San Pedro

Miércoles 9 de junio de 2010: Viaje Apostólico a Chipre

9060

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy deseo hablar de mi viaje apostólico a Chipre, que en muchos aspectos representa una continuidad con los anteriores a Tierra Santa y a Malta. Gracias a Dios, esta visita pastoral ha ido muy bien, puesto que ha logrado felizmente sus objetivos. Ya de por sí constituía un acontecimiento histórico; en efecto, hasta ahora el Obispo de Roma nunca había ido a esa tierra bendecida por el trabajo apostólico de san Pablo y san Bernabé y tradicionalmente considerada parte de Tierra Santa. Tras las huellas del Apóstol de los gentiles me hice peregrino del Evangelio, ante todo para confirmar en la fe a las comunidades católicas, una minoría pequeña pero activa en la isla, alentándolas también a proseguir el camino hacia la plena unidad entre los cristianos, especialmente con los hermanos ortodoxos. Al mismo tiempo, quise abrazar idealmente a todas las poblaciones de Oriente Medio y bendecirlas en el nombre del Señor, invocando de Dios el don de la paz. En todas partes me reservaron una acogida cordial, y aprovecho de buen grado esta ocasión para expresar de nuevo mi viva gratitud en primer lugar al arzobispo de Chipre de los maronitas, monseñor Joseph Soueif, y a Su Beatitud monseñor Fouad Twal, así como a sus colaboradores, renovando a cada uno mi aprecio por su acción apostólica. También expreso mi sentido agradecimiento al Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa de Chipre, y de modo particular a Su Beatitud Crisóstomos II, arzobispo de Nueva Justiniana y de todo Chipre, a quien tuve la alegría de abrazar con afecto fraterno, como también al presidente de la República, a todas las autoridades civiles y a cuantos de varias maneras han trabajado de modo encomiable para el éxito de mi visita pastoral.

El viaje comenzó el 4 de junio en la antigua ciudad de Pafos, donde me sentí envuelto en un clima que parecía casi la síntesis perceptible de dos mil años de historia cristiana. Los restos arqueológicos allí presentes son el signo de una antigua y gloriosa herencia espiritual, que todavía hoy sigue teniendo un fuerte impacto en la vida del país. En la iglesia de Santa Ciríaca Crisopolitisa, lugar de culto ortodoxo abierto también a los católicos y a los anglicanos ubicado dentro del sitio arqueológico, se llevó a cabo una conmovedora celebración ecuménica. Con el arzobispo ortodoxo Crisóstomos II y los representantes de las comunidades armenia, luterana y anglicana, renovamos fraternalmente el recíproco e irreversible compromiso ecuménico. Esos mismos sentimientos los manifesté sucesivamente a Su Beatitud Crisóstomos II en el cordial encuentro en su residencia, durante el cual también constaté cuán vinculada está la Iglesia ortodoxa de Chipre al destino de ese pueblo, conservando un devoto y grato recuerdo del arzobispo Macario III, popularmente considerado padre y benefactor de la nación, a quien también yo quise rendir homenaje deteniéndome brevemente ante el monumento que lo representa. Este arraigo en la tradición no impide a la comunidad ortodoxa estar comprometida con decisión en el diálogo ecuménico junto con la comunidad católica, ambas animadas por el sincero deseo de recomponer la comunión plena y visible entre las Iglesias de Oriente y Occidente.

El 5 de junio, en Nicosia, capital de la isla, inicié la segunda etapa del viaje visitando al presidente de la República, que me acogió con gran amabilidad. En el encuentro con las autoridades civiles y con el Cuerpo diplomático subrayé de nuevo la importancia de fundar la ley positiva en los principios éticos de la ley natural, con el fin de promover la verdad moral en la vida pública. Fue un llamamiento a la razón, basado en los principios éticos y cargado de implicaciones exigentes para la sociedad actual, que a menudo ya no reconoce la tradición cultural en la que está fundada.

La liturgia de la Palabra, celebrada en la escuela primaria San Marón, representó uno de los momentos más sugestivos del encuentro con la comunidad católica de Chipre, en sus componentes maronita y latino, y me permitió conocer de cerca el fervor apostólico de los católicos chipriotas, fervor que se expresa también mediante la actividad educativa y asistencial con decenas de instituciones, que se ponen al servicio de la colectividad y cuentan con el aprecio de las autoridades gubernativas y de toda la población. Fue un momento alegre y de fiesta, animado por el entusiasmo de numerosos niños, muchachos y jóvenes. No faltó el aspecto de la memoria, que hizo percibir de modo conmovedor el alma de la Iglesia maronita, que precisamente este año celebra los 1600 años de la muerte de su fundador, san Marón. Al respecto, fue especialmente significativa la presencia de algunos católicos maronitas originarios de cuatro aldeas de la isla donde los cristianos son pueblo que sufre y espera; les manifesté mi paterna comprensión por sus aspiraciones y dificultades.

En esa misma celebración pude admirar el compromiso apostólico de la comunidad latina, guiada por la solicitud del Patriarca latino de Jerusalén y por el celo pastoral de los Frailes Menores de Tierra Santa, que se ponen al servicio de la gente con perseverante generosidad. Los católicos de rito latino, muy activos en el ámbito caritativo, reservan una atención especial a los trabajadores y a los más necesitados. A todos, latinos y maronitas aseguré mi recuerdo en la oración, alentándolos a dar testimonio del Evangelio también mediante un paciente trabajo de confianza recíproca entre cristianos y no cristianos, para construir una paz duradera y una armonía entre los pueblos.

Quise repetir la invitación a la confianza y a la esperanza durante la misa, celebrada en la parroquia de la Santa Cruz en presencia de los sacerdotes, las personas consagradas, los diáconos, los catequistas y los exponentes de asociaciones y movimientos de la isla. Partiendo de la reflexión sobre el misterio de la cruz, dirigí luego un apremiante llamamiento a todos los católicos de Oriente Medio a fin de que, a pesar de las grandes pruebas y las conocidas dificultades, no cedan al desaliento y a la tentación de emigrar, puesto que su presencia en la región constituye un insustituible signo de esperanza. Les garanticé, especialmente a los sacerdotes y a los religiosos, la afectuosa e intensa solidaridad de toda la Iglesia, así como la incesante oración para que el Señor los ayude a ser siempre presencia viva y pacificadora.

Sin duda el momento culminante del viaje apostólico fue la entrega del Instrumentum laboris de la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos. Este acto tuvo lugar el domingo 6 de junio en el palacio de deportes de Nicosia, al término de la solemne celebración eucarística, en la que participaron los patriarcas y los obispos de las distintas comunidades eclesiales de Oriente Medio. Fue coral la participación del pueblo de Dios, «entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta», como dice el Salmo (
Ps 42,5). Lo experimentamos de modo concreto también gracias a la presencia de muchos inmigrantes, que forman un significativo grupo en la población católica de la isla, donde se han integrado sin dificultades. Rezamos juntos por el alma del difunto obispo monseñor Luigi Padovese, presidente de la Conferencia episcopal turca, cuya imprevista y trágica muerte nos dejó afligidos y consternados.

El tema de la Asamblea sinodal para Oriente Medio, que tendrá lugar en Roma durante el próximo mes de octubre, habla de comunión y de apertura a la esperanza: «La Iglesia católica en Oriente Medio: comunión y testimonio». En efecto, este importante acontecimiento se configura como un encuentro de la cristiandad católica de esa región, en sus diversos ritos, pero al mismo tiempo como búsqueda renovada de diálogo y de valentía para el futuro. Por tanto, lo acompañará el afecto orante de toda la Iglesia, en cuyo corazón Oriente Medio ocupa un lugar especial, pues fue precisamente allí donde Dios se dio a conocer a nuestros padres en la fe. No faltará, sin embargo, la atención de otros sujetos de la sociedad mundial, especialmente de los protagonistas de la vida pública, llamados a actuar con constante empeño a fin de que esa región pueda superar las situaciones de sufrimiento y de conflicto que todavía la afligen y recuperar finalmente la paz en la justicia.

Antes de despedirme de Chipre quise visitar la catedral maronita de Nicosia, donde también estaba presente el cardenal Pierre Nasrallah Sfeir, Patriarca de Antioquía de los maronitas. Renové mi sincera cercanía y mi viva comprensión a todas las comunidades de la antigua Iglesia maronita esparcidas por la isla, a cuyas costas los maronitas llegaron en varios períodos y donde a menudo pasaron por duras pruebas para permanecer fieles a su herencia cristiana específica, cuyos recuerdos históricos y artísticos constituyen un patrimonio cultural para toda la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, he regresado al Vaticano con el alma llena de gratitud a Dios y con sentimientos de sincero afecto y estima por los habitantes de Chipre, por los cuales me he sentido acogido y comprendido. En la noble tierra chipriota pude ver la obra apostólica de las distintas tradiciones de la única Iglesia de Cristo y pude casi sentir cómo numerosos corazones latían al unísono. Precisamente como afirmaba el tema del viaje: «Un solo corazón, una sola alma». La comunidad católica chipriota, en sus articulaciones maronita, armenia y latina, se esfuerza incesantemente por ser un solo corazón y una sola alma, tanto en su seno como en las relaciones cordiales y constructivas con los hermanos ortodoxos y con las demás expresiones cristianas. Que el pueblo chipriota y las demás naciones de Oriente Medio, con sus gobernantes y los representantes de las distintas religiones, construyan juntos un futuro de paz, de amistad y de colaboración fraterna. Recemos para que, por intercesión de María santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico, y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, del amor y de la paz.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los procedentes de España, Argentina, México, Perú y otros países latinoamericanos. Os invito a rezar por los sacerdotes, en estos días previos a la clausura del Año Sacerdotal, y a acompañarlos siempre con vuestro afecto. Muchas gracias.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

Mi saludo va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, seguid trabajando, con el entusiasmo que os es propio, por la construcción de una civilización cuyos cimientos sean la verdad y el amor, la paz y la solidaridad. Vosotros, queridos enfermos, unid vuestros sufrimientos al amor infinito del Corazón de Cristo por la salvación de la humanidad. Y vosotros, queridos recién casados, progresad cada vez más en el camino del amor y del respeto mutuo».









Plaza de San Pedro


Audiencias 2005-2013 26050