Audiencias 2005-2013 22108

Miércoles 22 de octubre de 2008: La divinidad de Cristo en la predicación de san Pablo

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Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis de las semanas anteriores meditamos sobre la "conversión" de san Pablo, fruto del encuentro personal con Jesús crucificado y resucitado, y nos interrogamos sobre cuál fue la relación del Apóstol de los gentiles con el Jesús terreno. Hoy quiero hablar de la enseñanza que san Pablo nos ha dejado sobre la centralidad del Cristo resucitado en el misterio de la salvación, sobre su cristología. En verdad, Jesucristo resucitado, "exaltado sobre todo nombre", está en el centro de todas sus reflexiones. Para el Apóstol, Cristo es el criterio de valoración de los acontecimientos y de las cosas, el fin de todos los esfuerzos que él hace para anunciar el Evangelio, la gran pasión que sostiene sus pasos por los caminos del mundo. Y se trata de un Cristo vivo, concreto: el Cristo —dice san Pablo— "que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (
Ga 2,20). Esta persona que me ama, con la que puedo hablar, que me escucha y me responde, este es realmente el principio para entender el mundo y para encontrar el camino en la historia.

Quien ha leído los escritos de san Pablo sabe bien que él no se preocupó de narrar los hechos de la vida de Jesús, aunque podemos pensar que en sus catequesis contaba sobre el Jesús prepascual mucho más de lo que escribió en sus cartas, que son amonestaciones en situaciones concretas. Su intencionalidad pastoral y teológica se dirigía de tal modo a la edificación de las nacientes comunidades, que espontáneamente concentraba todo en el anuncio de Jesucristo como "Señor", vivo y presente ahora en medio de los suyos. De ahí la esencialidad característica de la cristología paulina, que desarrolla las profundidades del misterio con una preocupación constante y precisa: ciertamente, anunciar al Jesús vivo y su enseñanza, pero anunciar sobre todo la realidad central de su muerte y resurrección, como culmen de su existencia terrena y raíz del desarrollo sucesivo de toda la fe cristiana, de toda la realidad de la Iglesia.

Para el Apóstol, la resurrección no es un acontecimiento en sí mismo, separado de la muerte: el Resucitado es siempre el mismo que fue crucificado. También ya resucitado lleva sus heridas: la pasión está presente en él y, con Pascal, se puede decir que sufre hasta el fin del mundo, aun siendo el Resucitado y viviendo con nosotros y para nosotros. San Pablo comprendió esta identidad del Resucitado con el Cristo crucificado en el camino de Damasco: en ese momento se le reveló con claridad que el Crucificado es el Resucitado y el Resucitado es el Crucificado, que dice a san Pablo: "¿Por qué me persigues?" (Ac 9,4). San Pablo, cuando persigue a Cristo en la Iglesia, comprende que la cruz no es "una maldición de Dios" (Dt 21,23), sino sacrificio para nuestra redención.

El Apóstol contempla fascinado el secreto escondido del Crucificado-resucitado y a través de los sufrimientos experimentados por Cristo en su humanidad (dimensión terrena) se remonta a la existencia eterna en la que es uno con el Padre (dimensión pre-temporal): "Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5).

Estas dos dimensiones, la preexistencia eterna junto al Padre y el descenso del Señor en la encarnación, se anuncian ya en el Antiguo Testamento, en la figura de la Sabiduría. En los Libros sapienciales del Antiguo Testamento encontramos algunos textos que exaltan el papel de la Sabiduría, que existe desde antes de la creación del mundo. En este sentido deben leerse pasajes como este del Salmo 90: "Antes de que nacieran los montes, o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios" (v. Ps 90,2); o pasajes como el que habla de la Sabiduría creadora: "El Señor me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra" (Pr 8,22-23). También es sugestivo el elogio de la Sabiduría, contenido en el libro homónimo: "La Sabiduría se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo" (Sg 8,1).

Los mismos textos sapienciales que hablan de la preexistencia eterna de la Sabiduría, hablan de su descenso, del abajamiento de esta Sabiduría, que se creó una tienda entre los hombres. Así ya sentimos resonar las palabras del Evangelio de san Juan que habla de la tienda de la carne del Señor. Se creó una tienda en el Antiguo Testamento: aquí se refiere al templo, al culto según la "Torá"; pero, desde el punto de vista del Nuevo Testamento, podemos entender que era sólo una prefiguración de la tienda mucho más real y significativa: la tienda de la carne de Cristo. Y ya en los libros del Antiguo Testamento vemos que este abajamiento de la Sabiduría, su descenso a la carne, implica también la posibilidad de ser rechazada.

San Pablo, desarrollando su cristología, se refiere precisamente a esta perspectiva sapiencial: reconoce en Jesús a la Sabiduría eterna que existe desde siempre, la Sabiduría que desciende y se crea una tienda entre nosotros; así, puede describir a Cristo como "fuerza y sabiduría de Dios"; puede decir que Cristo se ha convertido para nosotros en "sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención" (1Co 1,24 1Co 1,30). De la misma forma, san Pablo aclara que Cristo, al igual que la Sabiduría, puede ser rechazado sobre todo por los dominadores de este mundo (cf. 1Co 2,6-9), de modo que en los planes de Dios puede crearse una situación paradójica: la cruz, que se transformará en camino de salvación para todo el género humano.

Un desarrollo posterior de este ciclo sapiencial, según el cual la Sabiduría se abaja para después ser exaltada a pesar del rechazo, se encuentra en el famoso himno contenido en la carta a los Filipenses (cf. Ph 2,6-11). Se trata de uno de los textos más elevados de todo el Nuevo Testamento. Los exegetas, en su gran mayoría, concuerdan en considerar que este pasaje contiene una composición anterior al texto de la carta a los Filipenses. Este es un dato de gran importancia, porque significa que el judeo-cristianismo, antes de san Pablo, creía en la divinidad de Jesús. En otras palabras, la fe en la divinidad de Jesús no es un invento helenístico, surgido mucho después de la vida terrena de Jesús, un invento que, olvidando su humanidad, lo habría divinizado. En realidad, vemos que el primer judeo-cristianismo creía en la divinidad de Jesús; más aún, podemos decir que los Apóstoles mismos, en los grandes momentos de la vida de su Maestro, comprendieron que era el Hijo de Dios, como dijo san Pedro en Cesarea de Filipo: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16).

Pero volvamos al himno de la carta a los Filipenses. Este texto puede estar estructurado en tres estrofas, que ilustran los momentos principales del recorrido realizado por Cristo. Su preexistencia está expresada en las palabras: "A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios" (v. Ph 2,6). Sigue después el abajamiento voluntario del Hijo en la segunda estrofa: "Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo" (v. Ph 2,7), hasta humillarse "obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz" (v. Ph 2,8). La tercera estrofa del himno anuncia la respuesta del Padre a la humillación del Hijo: "Por eso Dios lo exaltó y le concedió el Nombre que está sobre todo nombre" (v. Ph 2,9).

Lo que impresiona es el contraste entre el abajamiento radical y la siguiente glorificación en la gloria de Dios. Es evidente que esta segunda estrofa está en contraste con la pretensión de Adán, que quería hacerse Dios, y también está en contraste con el gesto de los constructores de la torre de Babel, que querían edificar por sí solos el puente hasta el cielo y convertirse ellos mismos en divinidad. Pero esta iniciativa de la soberbia acabó en la autodestrucción: así no se llega al cielo, a la verdadera felicidad, a Dios. El gesto del Hijo de Dios es exactamente lo contrario: no la soberbia, sino la humildad, que es la realización del amor, y el amor es divino. La iniciativa de abajamiento, de humildad radical de Cristo, con la cual contrasta la soberbia humana, es realmente expresión del amor divino; a ella le sigue la elevación al cielo a la que Dios nos atrae con su amor.

Además de la carta a los Filipenses, hay otros lugares de la literatura paulina donde los temas de la preexistencia y el descenso del Hijo de Dios a la tierra están unidos entre sí. Una reafirmación de la identificación entre Sabiduría y Cristo, con todas sus implicaciones cósmicas y antropológicas, se encuentra en la primera carta a Timoteo: "Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levantado a la gloria" (1Tm 3,16). Sobre todo con estas premisas se puede definir mejor la función de Cristo como Mediador único, en la perspectiva del único Dios del Antiguo Testamento (cf. 1Tm 2,5 en relación con Is 43,10-11 Is 44,6). Cristo es el verdadero puente que nos guía al cielo, a la comunión con Dios.

Por último, sólo una alusión a los últimos desarrollos de la cristología de san Pablo en las cartas a los Colosenses y a los Efesios. En la primera, a Cristo se le califica como "primogénito de toda la creación" (cf. Col 1,15-20). La palabra "primogénito" implica que el primero entre muchos hijos, el primero entre muchos hermanos y hermanas, bajó para atraernos y hacernos sus hermanos y hermanas. En la carta a los Efesios encontramos la hermosa exposición del plan divino de la salvación, cuando san Pablo dice que Dios quería recapitularlo todo en Cristo (cf. Ep 1,3-23). Cristo es la recapitulación de todo, lo asume todo y nos guía a Dios. Así nos implica en un movimiento de descenso y de ascenso, invitándonos a participar en su humildad, es decir, en su amor al prójimo, para ser así partícipes también de su glorificación, convirtiéndonos con él en hijos en el Hijo. Pidamos al Señor que nos ayude a conformarnos a su humildad, a su amor, para ser así partícipes de su divinización.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española; en particular, a los venidos de Argentina, España, México, Panamá, Perú y otros países latinoamericanos. Invito a todos a contemplar el plan de salvación que san Pablo nos muestra con hondura, y en el que nos exhorta a participar uniéndonos íntimamente a Cristo. Muchas gracias.

(A los fieles y peregrinos de lengua portuguesa)

Que esta peregrinación a Roma llene de luz y fortaleza vuestro testimonio cristiano, para que confeséis a Jesucristo como único Salvador y Señor de la vida: fuera de él no hay vida, ni esperanza. Con Cristo hay éxito eterno en la vida que Dios os confió.

(En polaco)
Hoy volvemos a leer el pensamiento de san Pablo sobre la obra de Cristo. La muerte y la resurrección del Hijo de Dios son el cumplimiento del plan de la salvación, en el que participamos si colaboramos con la gracia y tratamos de vivir en unión con Cristo.

(A los fieles y peregrinos eslovacos)
El domingo pasado celebramos la Jornada mundial de las misiones, que constituye una invitación a renovar nuestra cooperación activa en las obras misioneras de la Iglesia. Sed también vosotros misioneros de la buena nueva de Cristo, especialmente con vuestras oraciones y vuestras obras.

(En italiano)

(A un grupo de muchachos que acababan de recibir el sacramento de la Confirmación)
Queridos amigos, con la fuerza del Espíritu Santo, sed testigos valientes de Jesús y de su Evangelio en la familia, en la escuela, en la parroquia y entre vuestros coetáneos.


Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El mes de octubre nos invita a renovar nuestra cooperación activa en la misión de la Iglesia. Con las energías lozanas de la juventud, con el apoyo espiritual de la oración y del sacrificio, y con las potencialidades de la vida conyugal, sed por doquier misioneros del Evangelio, dando vuestra ayuda concreta a todos los que se esfuerzan por llevarlo a quienes aún no lo conocen.



Miércoles 29 de octubre de 2008: La teología de la cruz en la predicación de san Pablo

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Queridos hermanos y hermanas:

En la experiencia personal de san Pablo hay un dato incontrovertible: mientras que al inicio había sido un perseguidor y había utilizado la violencia contra los cristianos, desde el momento de su conversión en el camino de Damasco, se había pasado a la parte de Cristo crucificado, haciendo de él la razón de su vida y el motivo de su predicación. Entregó toda su vida por las almas (cf.
2Co 12,15), una vida nada tranquila, llena de insidias y dificultades. En el encuentro con Jesús le quedó muy claro el significado central de la cruz: comprendió que Jesús había muerto y resucitado por todos y por él mismo. Ambas cosas eran importantes; la universalidad: Jesús murió realmente por todos; y la subjetividad: murió también por mí. En la cruz, por tanto, se había manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios.

Este amor san Pablo lo experimentó ante todo en sí mismo (cf. Ga 2,20) y de pecador se convirtió en creyente, de perseguidor en apóstol. Día tras día, en su nueva vida, experimentaba que la salvación era "gracia", que todo brotaba de la muerte de Cristo y no de sus méritos, que por lo demás no existían. Así, el "evangelio de la gracia" se convirtió para él en la única forma de entender la cruz, no sólo el criterio de su nueva existencia, sino también la respuesta a sus interlocutores. Entre estos estaban, ante todo, los judíos que ponían su esperanza en las obras y esperaban de ellas la salvación; y estaban también los griegos, que oponían su sabiduría humana a la cruz; y, por último, estaban ciertos grupos de herejes, que se habían formado su propia idea del cristianismo según su propio modelo de vida.

Para san Pablo la cruz tiene un primado fundamental en la historia de la humanidad; representa el punto central de su teología, porque decir cruz quiere decir salvación como gracia dada a toda criatura. El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro es la comunidad de Corinto. Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, san Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo crucificado. Su fuerza no es el lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y la humildad de quien confía sólo en el "poder de Dios" (cf. 1Co 2,1-5).

La cruz, por todo lo que representa y también por el mensaje teológico que contiene, es escándalo y necedad. Lo afirma el Apóstol con una fuerza impresionante, que conviene escuchar de sus mismas palabras: "La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios. (...) Quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1Co 1,18-23).

Las primeras comunidades cristianas, a las que san Pablo se dirige, saben muy bien que Jesús ya ha resucitado y vive; el Apóstol quiere recordar, no sólo a los Corintios o a los Gálatas, sino a todos nosotros, que el Resucitado sigue siendo siempre Aquel que fue crucificado. El "escándalo" y la "necedad" de la cruz radican precisamente en el hecho de que donde parece haber sólo fracaso, dolor, derrota, precisamente allí está todo el poder del Amor ilimitado de Dios, porque la cruz es expresión de amor y el amor es el verdadero poder que se revela precisamente en esta aparente debilidad. Para los judíos la cruz es skandalon, es decir, trampa o piedra de tropiezo: parece obstaculizar la fe del israelita piadoso, que no encuentra nada parecido en las Sagradas Escrituras.

San Pablo, con gran valentía, parece decir aquí que la apuesta es muy alta: para los judíos, la cruz contradice la esencia misma de Dios, que se manifestó con signos prodigiosos. Por tanto, aceptar la cruz de Cristo significa realizar una profunda conversión en el modo de relacionarse con Dios. Si para los judíos el motivo de rechazo de la cruz se encuentra en la Revelación, es decir, en la fidelidad al Dios de sus padres, para los griegos, es decir, para los paganos, el criterio de juicio para oponerse a la cruz es la razón. En efecto, para estos últimos la cruz es moría, necedad, literalmente insipidez, un alimento sin sal; por tanto, más que un error, es un insulto al buen sentido.

San Pablo mismo, en más de una ocasión, sufrió la amarga experiencia del rechazo del anuncio cristiano considerado "insípido", irrelevante, ni siquiera digno de ser tomado en cuenta en el plano de la lógica racional. Para quienes, como los griegos, veían la perfección en el espíritu, en el pensamiento puro, ya era inaceptable que Dios se hiciera hombre, sumergiéndose en todos los límites del espacio y del tiempo. Por tanto, era totalmente inconcebible creer que un Dios pudiera acabar en una cruz.

Y esta lógica griega es también la lógica común de nuestro tiempo. El concepto de apátheia indiferencia, como ausencia de pasiones en Dios, ¿cómo habría podido comprender a un Dios hecho hombre y derrotado, que incluso habría recuperado luego su cuerpo para vivir como resucitado? "Te escucharemos sobre esto en otra ocasión" (Ac 17,32), le dijeron despectivamente los atenienses a san Pablo, cuando oyeron hablar de resurrección de los muertos. Creían que la perfección consistía en liberarse del cuerpo, concebido como una prisión. ¿Cómo no iban a considerar una aberración recuperar el cuerpo? En la cultura antigua no parecía haber espacio para el mensaje del Dios encarnado. Todo el acontecimiento "Jesús de Nazaret" parecía estar marcado por la más total necedad y ciertamente la cruz era el aspecto más emblemático.

¿Pero por qué san Pablo, precisamente de esto, de la palabra de la cruz, hizo el punto fundamental de su predicación? La respuesta no es difícil: la cruz revela "el poder de Dios" (cf. 1Co 1,24), que es diferente del poder humano, pues revela su amor: "La necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1Co 1,25). Nosotros, a siglos de distancia de san Pablo, vemos que en la historia ha vencido la cruz y no la sabiduría que se opone a la cruz. El Crucificado es sabiduría, porque manifiesta de verdad quién es Dios, es decir, poder de amor que llega hasta la cruz para salvar al hombre. Dios se sirve de modos e instrumentos que a nosotros, a primera vista, nos parecen sólo debilidad.

El Crucificado desvela, por una parte, la debilidad del hombre; y, por otra, el verdadero poder de Dios, es decir, la gratuidad del amor: precisamente esta gratuidad total del amor es la verdadera sabiduría. San Pablo lo experimentó incluso en su carne, como lo testimonia en varios pasajes de su itinerario espiritual, que se han convertido en puntos de referencia precisos para todo discípulo de Jesús: "Él me dijo: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza"" (2Co 12,9); y también: "Ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte" (1Co 1,28). El Apóstol se identifica hasta tal punto con Cristo que también él, aun en medio de numerosas pruebas, vive en la fe del Hijo de Dios que lo amó y se entregó por sus pecados y por los de todos (cf. Ga 1,4 Ga 2,20). Este dato autobiográfico del Apóstol es paradigmático para todos nosotros.

San Pablo ofreció una admirable síntesis de la teología de la cruz en la segunda carta a los Corintios (cf. 2Co 5,14-21), donde todo está contenido en dos afirmaciones fundamentales: por una parte, Cristo, a quien Dios ha tratado como pecado en nuestro favor (v. 2Co 5,21), murió por todos (v. 2Co 5,14); por otra, Dios nos ha reconciliado consigo, no imputándonos nuestras culpas (vv. 2Co 5,18-20). Por este "ministerio de la reconciliación" toda esclavitud ha sido ya rescatada (cf. 1Co 6,20 1Co 7,23). Aquí se ve cómo todo esto es relevante para nuestra vida. También nosotros debemos entrar en este "ministerio de la reconciliación", que supone siempre la renuncia a la propia superioridad y la elección de la necedad del amor.

San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de la reconciliación, de la cruz, que es salvación para todos nosotros. Y también nosotros debemos saber hacer esto: podemos encontrar nuestra fuerza precisamente en la humildad del amor y nuestra sabiduría en la debilidad de renunciar para entrar así en la fuerza de Dios. Todos debemos formar nuestra vida según esta verdadera sabiduría: no vivir para nosotros mismos, sino vivir en la fe en el Dios del que todos podemos decir: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí".

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a los grupos provenientes de España, México, Argentina y otros países de Latinoamérica. Que Dios, en este Año paulino, os ayude a profundizar en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por todos. Muchas gracias.

(En polaco)
La XII Asamblea general del Sínodo de los obispos, que concluyó el domingo pasado y tuvo como tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia", nos ha recordado la necesidad de alimentarnos constantemente de la Palabra inspirada de Dios. Que la lectura diaria de la Biblia sea para vosotros ocasión para encontraros con Dios y estímulo para renovar vuestra vida.

(A los peregrinos procedentes de la República Checa)
En el mes de octubre, dedicado al santo rosario, os exhorto a redescubrir la comunión con la Virgen María por medio de esta oración.

(En eslovaco)
Hermanos y hermanas, el domingo próximo la Iglesia nos invita a orar por los difuntos. Su recuerdo nos debe llevar a meditar en la eternidad, orientando nuestra vida a los valores que no perecen.

(En italiano)

Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ayer la liturgia hizo memoria de los santos apóstoles Simón y Judas Tadeo. Su ejemplo os sostenga a vosotros, queridos jóvenes, en vuestro compromiso de fidelidad diaria a Cristo; os estimule a vosotros, queridos enfermos, a seguir siempre a Jesús en el camino de la prueba y del sufrimiento; y os ayude a vosotros, queridos recién casados, a hacer de vuestra familia el lugar del encuentro constante con el amor de Dios y de los hermanos.




Miércoles 5 de noviembre de 2008: La resurrección de Cristo en la teología de san Pablo

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Queridos hermanos y hermanas:

"Si no resucitó Cristo, es vacía nuestra predicación, y es vacía también vuestra fe (...) y vosotros estáis todavía en vuestros pecados" (
1Co 15,14 1Co 15,17). Con estas fuertes palabras de la primera carta a los Corintios, san Pablo da a entender la importancia decisiva que atribuye a la resurrección de Jesús, pues en este acontecimiento está la solución del problema planteado por el drama de la cruz. Por sí sola la cruz no podría explicar la fe cristiana; más aún, sería una tragedia, señal de la absurdidad del ser. El misterio pascual consiste en el hecho de que ese Crucificado "resucitó al tercer día, según las Escrituras" (1Co 15,4); así lo atestigua la tradición protocristiana. Aquí está la clave de la cristología paulina: todo gira alrededor de este centro gravitacional. Toda la enseñanza del apóstol san Pablo parte del misterio de Aquel que el Padre resucitó de la muerte y llega siempre a él. La resurrección es un dato fundamental, casi un axioma previo (cf. 1Co 15,12), basándose en el cual san Pablo puede formular su anuncio (kerigma) sintético: el que fue crucificado y que así manifestó el inmenso amor de Dios por el hombre, resucitó y está vivo en medio de nosotros.

Es importante notar el vínculo entre el anuncio de la resurrección, tal como san Pablo lo formula, y el que se realizaba en las primeras comunidades cristianas prepaulinas. Aquí se puede ver realmente la importancia de la tradición que precede al Apóstol y que él, con gran respeto y atención, quiere a su vez entregar. El texto sobre la resurrección, contenido en el capítulo 15, versículos 1-11, de la primera carta a los Corintios, pone bien de relieve el nexo entre "recibir" y "transmitir". San Pablo atribuye mucha importancia a la formulación literal de la tradición; al término del pasaje que estamos examinando subraya: "Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos" (1Co 15,11), poniendo así de manifiesto la unidad del kerigma, del anuncio para todos los creyentes y para todos los que anunciarán la resurrección de Cristo.

La tradición a la que se une es la fuente a la que se debe acudir. La originalidad de su cristología no va nunca en detrimento de la fidelidad a la tradición. El kerigma de los Apóstoles preside siempre la re-elaboración personal de san Pablo; cada una de sus argumentaciones parte de la tradición común, en la que se expresa la fe compartida por todas las Iglesias, que son una sola Iglesia. Así san Pablo ofrece un modelo para todos los tiempos sobre cómo hacer teología y cómo predicar. El teólogo, el predicador, no crea nuevas visiones del mundo y de la vida, sino que está al servicio de la verdad transmitida, al servicio del hecho real de Cristo, de la cruz, de la Resurrección. Su deber es ayudarnos a comprender hoy, tras las antiguas palabras, la realidad del "Dios con nosotros"; por tanto, la realidad de la vida verdadera.

Aquí conviene precisar: san Pablo, al anunciar la Resurrección, no se preocupa de presentar una exposición doctrinal orgánica —no quiere escribir una especie de manual de teología—, sino que afronta el tema respondiendo a dudas y preguntas concretas que le hacían los fieles. Así pues, era un discurso ocasional, pero lleno de fe y de teología vivida. En él se encuentra una concentración de lo esencial: hemos sido "justificados", es decir, hemos sido salvados por el Cristo muerto y resucitado por nosotros. Emerge sobre todo el hecho de la Resurrección, sin el cual la vida cristiana sería simplemente absurda. En aquella mañana de Pascua sucedió algo extraordinario, algo nuevo y, al mismo tiempo algo muy concreto, marcado por señales muy precisas, registradas por numerosos testigos.

Para san Pablo, como para los demás autores del Nuevo Testamento, la Resurrección está unida al testimonio de quien hizo una experiencia directa del Resucitado. Se trata de ver y de percibir, no sólo con los ojos o con los sentidos, sino también con una luz interior que impulsa a reconocer lo que los sentidos externos atestiguan como dato objetivo. Por ello, san Pablo, como los cuatro Evangelios, otorga una importancia fundamental al tema de las apariciones, que son condición fundamental para la fe en el Resucitado que dejó la tumba vacía. Estos dos hechos son importantes: la tumba está vacía y Jesús se apareció realmente.

Así se constituye la cadena de la tradición que, a través del testimonio de los Apóstoles y de los primeros discípulos, llegará a las generaciones sucesivas, hasta nosotros. La primera consecuencia, o el primer modo de expresar este testimonio, es predicar la resurrección de Cristo como síntesis del anuncio evangélico y como punto culminante de un itinerario salvífico. Todo esto san Pablo lo hace en diversas ocasiones: se pueden consultar las cartas y los Hechos de los Apóstoles, donde se ve siempre que para él el punto esencial es ser testigo de la Resurrección. Cito sólo un texto: san Pablo, arrestado en Jerusalén, está ante el Sanedrín como acusado. En esta circunstancia, en la que está en juego su muerte o su vida, indica cuál es el sentido y el contenido de toda su predicación: "Por esperar la resurrección de los muertos se me juzga" (Ac 23,6). Este mismo estribillo lo repite san Pablo continuamente en sus cartas (cf. 1Th 1,9 s; 1Th 4,13-18 1Th 5,10), en las que apela a su experiencia personal, a su encuentro personal con Cristo resucitado (cf. Ga 1,15-16 1Co 9,1).

Pero podemos preguntarnos: ¿Cuál es, para san Pablo, el sentido profundo del acontecimiento de la resurrección de Jesús? ¿Qué nos dice a nosotros a dos mil años de distancia? La afirmación "Cristo ha resucitado" ¿es actual también para nosotros? ¿Por qué la Resurrección es un tema tan determinante para él y para nosotros hoy? San Pablo da solemnemente respuesta a esta pregunta al principio de la carta a los Romanos, donde comienza refiriéndose al "Evangelio de Dios... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1,1 Rm 1,3-4).

San Pablo sabe bien, y lo dice muchas veces, que Jesús era Hijo de Dios siempre, desde el momento de su encarnación. La novedad de la Resurrección consiste en el hecho de que Jesús, elevado desde la humildad de su existencia terrena, ha sido constituido Hijo de Dios "con poder". El Jesús humillado hasta la muerte en cruz puede decir ahora a los Once: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18). Se ha realizado lo que dice el Salmo 2, versículo 8: "Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra". Por eso, con la Resurrección comienza el anuncio del Evangelio de Cristo a todos los pueblos, comienza el reino de Cristo, este nuevo reino que no conoce otro poder que el de la verdad y del amor.

Por tanto, la Resurrección revela definitivamente cuál es la auténtica identidad y la extraordinaria estatura del Crucificado. Una dignidad incomparable y altísima: Jesús es Dios. Para san Pablo la identidad secreta de Jesús, más que en la encarnación, se revela en el misterio de la Resurrección. Mientras el título de Cristo, es decir, "Mesías", "Ungido", en san Pablo tiende a convertirse en el nombre propio de Jesús, y el de Señor especifica su relación personal con los creyentes, ahora el título de Hijo de Dios ilustra la relación íntima de Jesús con Dios, una relación que se revela plenamente en el acontecimiento pascual. Así pues, se puede decir que Jesús resucitó para ser el Señor de los vivos y de los muertos (cf. Rm 14,9 2Co 5,15) o, con otras palabras, nuestro Salvador (cf. Rm 4,25).

Todo esto tiene importantes consecuencias para nuestra vida de fe: estamos llamados a participar hasta lo más profundo de nuestro ser en todo el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo. Dice el Apóstol: hemos "muerto con Cristo" y creemos que "viviremos con él, sabiendo que Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él" (Rm 6,8-9). Esto se traduce en la práctica compartiendo los sufrimientos de Cristo, como preludio a la configuración plena con él mediante la resurrección, a la que miramos con esperanza. Es lo que le sucedió también a san Pablo, cuya experiencia personal está descrita en las cartas con tonos tan apremiantes como realistas: "Y conocerlo a él, el poder de su resurrección y la comunión de sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Ph 3,10-11 cf. 2Tm 2,8-12).

La teología de la cruz no es una teoría; es la realidad de la vida cristiana. Vivir en la fe en Jesucristo, vivir la verdad y el amor implica renuncias todos los días, implica sufrimientos. El cristianismo no es el camino de la comodidad; más bien, es una escalada exigente, pero iluminada por la luz de Cristo y por la gran esperanza que nace de él. San Agustín dice: a los cristianos no se les ahorra el sufrimiento; al contrario, les toca un poco más, porque vivir la fe expresa el valor de afrontar la vida y la historia más en profundidad. Con todo, sólo así, experimentando el sufrimiento, conocemos la vida en su profundidad, en su belleza, en la gran esperanza suscitada por Cristo crucificado y resucitado. El creyente se encuentra situado entre dos polos: por un lado, la Resurrección, que de algún modo está ya presente y operante en nosotros (cf. Col 3,1-4 Ep 2,6); por otro, la urgencia de insertarse en el proceso que conduce a todos y todo a la plenitud, descrita en la carta a los Romanos con una imagen audaz: como toda la creación gime y sufre casi dolores del parto, así también nosotros gemimos en espera de la redención de nuestro cuerpo, de nuestra redención y resurrección (cf. Rm 8,18-23).

En síntesis, podemos decir con san Pablo que el verdadero creyente obtiene la salvación profesando con su boca que Jesús es el Señor y creyendo con el corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Es importante ante todo el corazón que cree en Cristo y que por la fe "toca" al Resucitado; pero no basta llevar en el corazón la fe; debemos confesarla y testimoniarla con la boca, con nuestra vida, haciendo así presente la verdad de la cruz y de la resurrección en nuestra historia.

De esta forma el cristiano se inserta en el proceso gracias al cual el primer Adán, terrestre y sujeto a la corrupción y a la muerte, se va transformando en el último Adán, celestial e incorruptible (cf. 1Co 15,20-22 1Co 15,42-49). Este proceso se inició con la resurrección de Cristo, en la que, por tanto, se funda la esperanza de que también nosotros podremos entrar un día con Cristo en nuestra verdadera patria que está en el cielo. Sostenidos por esta esperanza proseguimos con valor y con alegría.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española; en particular, a los miembros de la Asociación valenciana de agricultores y al obispo de Autlán, monseñor Gonzalo Galván Castillo, acompañado de un grupo de sacerdotes de su diócesis. A ejemplo del apóstol san Pablo, os invito a ser testigos creíbles y audaces de Jesucristo resucitado, del que esperamos confiados que transforme "nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa". Que Dios os bendiga.

(En lengua polaca)
Cristo murió y resucitó para nuestra salvación. Esta es la principal verdad de la teología de san Pablo y el centro de nuestra fe. Que esta verdad plasme nuestra vida diaria, para que seamos partícipes de los frutos de la salvación. Que Dios os bendiga.

(En italiano)

Saludo ahora a los peregrinos de lengua italiana y doy a cada uno una cordial bienvenida. Con particular afecto me dirijo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. En estos días la Iglesia nos invita a rezar por nuestros queridos difuntos y su recuerdo nos invita a meditar en el misterio de la muerte y de la vida eterna. El pensamiento de la muerte no ha de ser para vosotros, queridos jóvenes, motivo de tristeza, sino estímulo a apreciar y valorar plenamente vuestra juventud, orientando siempre vuestro corazón a los valores espirituales que no perecen. Vosotros, queridos enfermos, renovad constantemente vuestra confianza en el Señor, sabiendo que en toda situación estamos siempre en sus manos: él es para nosotros Padre bueno y misericordioso. Y vosotros, queridos recién casados, sacad de la perspectiva de la vida eterna un estímulo para proyectar vuestra familia dejándoos guiar por Cristo y por su Evangelio.





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