Audiencias 2005-2013 12118

Miércoles 12 de noviembre de 2008: La parusía en la predicación de san Pablo

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Queridos hermanos y hermanas:

El tema de la Resurrección, sobre el que hablamos la semana pasada, abre una nueva perspectiva, la de la espera de la vuelta del Señor y, por ello, nos lleva a reflexionar sobre la relación entre el tiempo presente, tiempo de la Iglesia y del reino de Cristo, y el futuro (éschaton) que nos espera, cuando Cristo entregará el Reino al Padre (cf.
1Co 15,24). Todo discurso cristiano sobre las realidades últimas, llamado escatología, parte siempre del acontecimiento de la Resurrección: en este acontecimiento las realidades últimas ya han comenzado y, en cierto sentido, ya están presentes.

Probablemente en el año 52 san Pablo escribió la primera de sus cartas, la primera carta a los Tesalonicenses, donde habla de esta vuelta de Jesús, llamada parusía, adviento, nueva, definitiva y manifiesta presencia (cf. 1Th 4,13-18). A los Tesalonicenses, que tienen sus dudas y problemas, el Apóstol escribe así: "Si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús" (1Th 4,14). Y continúa: "Los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires, y así estaremos siempre con el Señor" (1Th 4,16-17). San Pablo describe la parusía de Cristo con acentos muy vivos y con imágenes simbólicas, pero que transmiten un mensaje sencillo y profundo: al final estaremos siempre con el Señor. Este es, más allá de las imágenes, el mensaje esencial: nuestro futuro es "estar con el Señor"; en cuanto creyentes, en nuestra vida ya estamos con el Señor; nuestro futuro, la vida eterna, ya ha comenzado.

En la segunda carta a los Tesalonicenses, san Pablo cambia la perspectiva; habla de acontecimientos negativos, que deberán suceder antes del final y conclusivo. No hay que dejarse engañar —dice— como si el día del Señor fuera verdaderamente inminente, según un cálculo cronológico: "Por lo que respecta a la venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él, os rogamos, hermanos, que no os dejéis alterar tan fácilmente en vuestros ánimos, ni os alarméis por alguna manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente el día del Señor. Que nadie os engañe de ninguna manera" (2Th 2,1-3). La continuación de este texto anuncia que antes de la venida del Señor tiene que llegar la apostasía y se revelará un no bien identificado "hombre impío", el "hijo de la perdición" (2Th 2,3), que la tradición llamará después el Anticristo.

Pero la intención de esta carta de san Pablo es ante todo práctica; escribe: "Cuando estábamos entre vosotros os mandábamos esto: si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma. Porque nos hemos enterado de que hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A esos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan" (2Th 3,10-12). En otras palabras, la espera de la parusía de Jesús no dispensa del trabajo en este mundo; al contrario, crea responsabilidad ante el Juez divino sobre nuestro obrar en este mundo. Precisamente así crece nuestra responsabilidad de trabajar en y para este mundo. Veremos lo mismo el domingo próximo en el pasaje evangélico de los talentos, donde el Señor nos dice que ha confiado talentos a todos y el Juez nos pedirá cuentas de ellos diciendo: ¿Habéis dado fruto? Por tanto la espera de su venida implica responsabilidad con respecto a este mundo.

En la carta a los Filipenses, en otro contexto y con aspectos nuevos, aparece esa misma verdad y el mismo nexo entre parusía —vuelta del Juez-Salvador— y nuestro compromiso en la vida. San Pablo está en la cárcel esperando la sentencia, que puede ser de condena a muerte. En esta situación piensa en su futuro "estar con el Señor", pero piensa también en la comunidad de Filipos, que necesita a su padre, san Pablo, y escribe: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger. Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe, a fin de que tengáis por mi causa un nuevo motivo de orgullo en Cristo Jesús, cuando yo vuelva a estar entre vosotros" (Ph 1,21-26).

San Pablo no tiene miedo a la muerte; al contrario: de hecho, la muerte indica el completo estar con Cristo. Pero san Pablo participa también de los sentimientos de Cristo, el cual no vivió para sí mismo, sino para nosotros. Vivir para los demás se convierte en el programa de su vida y por ello muestra su perfecta disponibilidad a la voluntad de Dios, a lo que Dios decida. Sobre todo, está disponible, también en el futuro, a vivir en esta tierra para los demás, a vivir para Cristo, a vivir para su presencia viva y así para la renovación del mundo. Vemos que este estar con Cristo crea a san Pablo una gran libertad interior: libertad ante la amenaza de la muerte, pero también libertad ante todas las tareas y los sufrimientos de la vida. Está sencillamente disponible para Dios y es realmente libre.

Y ahora, después de haber examinado los diversos aspectos de la espera de la parusía de Cristo, pasamos a preguntarnos: ¿Cuáles son las actitudes fundamentales del cristiano ante las realidades últimas: la muerte, el fin del mundo? La primera actitud es la certeza de que Jesús ha resucitado, está con el Padre y, por eso, está con nosotros para siempre. Y nadie es más fuerte que Cristo, porque está con el Padre, está con nosotros. Por eso estamos seguros y no tenemos miedo. Este era un efecto esencial de la predicación cristiana. El miedo a los espíritus, a los dioses, era muy común en todo el mundo antiguo. También hoy los misioneros, junto con tantos elementos buenos de las religiones naturales, se encuentran con el miedo a los espíritus, a los poderes nefastos que nos amenazan. Cristo vive, ha vencido a la muerte y ha vencido a todos estos poderes. Con esta certeza, con esta libertad, con esta alegría vivimos. Este es el primer aspecto de nuestro vivir con respecto al futuro.

En segundo lugar, la certeza de que Cristo está conmigo, de que en Cristo el mundo futuro ya ha comenzado, también da certeza de la esperanza. El futuro no es una oscuridad en la que nadie se orienta. No es así. Sin Cristo, también hoy el futuro es oscuro para el mundo, hay mucho miedo al futuro. El cristiano sabe que la luz de Cristo es más fuerte y por eso vive en una esperanza que no es vaga, en una esperanza que da certeza y valor para afrontar el futuro.

Por último, la tercera actitud. El Juez que vuelve —es Juez y Salvador a la vez— nos ha confiado la tarea de vivir en este mundo según su modo de vivir. Nos ha entregado sus talentos. Por eso nuestra tercera actitud es: responsabilidad con respecto al mundo, a los hermanos, ante Cristo y, al mismo tiempo, también certeza de su misericordia. Ambas cosas son importantes. No vivimos como si el bien y el mal fueran iguales, porque Dios sólo puede ser misericordioso. Esto sería un engaño. En realidad, vivimos en una gran responsabilidad. Tenemos los talentos, tenemos que trabajar para que este mundo se abra a Cristo, para que se renueve. Pero incluso trabajando y sabiendo en nuestra responsabilidad que Dios es verdadero juez, también estamos seguros de que este juez es bueno, conocemos su rostro, el rostro de Cristo resucitado, de Cristo crucificado por nosotros. Por eso podemos estar seguros de su bondad y seguir adelante con gran valor.

Un dato ulterior de la enseñanza paulina sobre la escatología es el de la universalidad de la llamada a la fe, que reúne a los judíos y a los gentiles, es decir, a los paganos, como signo y anticipación de la realidad futura, por lo que podemos decir que ya estamos sentados en el cielo con Jesucristo, pero para mostrar en los siglos futuros la riqueza de la gracia (cf. Ep 2,6 s): el después se convierte en un antes para hacer evidente el estado de realización incipiente en que vivimos. Esto hace tolerables los sufrimientos del momento presente, que no son comparables a la gloria futura (cf. Rm 8,18). Se camina en la fe y no en la visión, y aunque sería preferible salir del destierro del cuerpo y estar con el Señor, lo que cuenta en definitiva, habitando en el cuerpo o saliendo de él, es ser agradables a Dios (cf. 2Co 5,7-9).

Finalmente, un último punto que quizás parezca un poco difícil para nosotros. En la conclusión de su primera carta a los Corintios, san Pablo repite y pone también en labios de los Corintios una oración surgida en las primeras comunidades cristianas del área de Palestina: Maranà, thà! que literalmente significa "Señor nuestro, ¡ven!" (1Co 16,22). Era la oración de la primera comunidad cristiana; y también el último libro del Nuevo testamento, el Apocalipsis, se concluye con esta oración: "¡Ven, Señor!". ¿Podemos rezar así también nosotros? Me parece que para nosotros hoy, en nuestra vida, en nuestro mundo, es difícil rezar sinceramente para que acabe este mundo, para que venga la nueva Jerusalén, para que venga el juicio último y el Juez, Cristo. Creo que aunque, por muchos motivos, no nos atrevamos a rezar sinceramente así, sin embargo de una forma justa y correcta podemos decir también con los primeros cristianos: "¡Ven, Señor Jesús!".

Ciertamente, no queremos que venga ahora el fin del mundo. Pero, por otra parte, queremos que acabe este mundo injusto. También nosotros queremos que el mundo cambie profundamente, que comience la civilización del amor, que llegue un mundo de justicia y de paz, sin violencia, sin hambre. Queremos todo esto. Pero ¿cómo podría suceder esto sin la presencia de Cristo? Sin la presencia de Cristo nunca llegará un mundo realmente justo y renovado. Y, aunque sea de otra manera, totalmente y en profundidad, podemos y debemos decir también nosotros, con gran urgencia y en las circunstancias de nuestro tiempo: ¡Ven, Señor! Ven a tu modo, del modo que tú sabes. Ven donde hay injusticia y violencia. Ven a los campos de refugiados, en Darfur y en Kivu del norte, en tantos lugares del mundo. Ven donde domina la droga. Ven también entre los ricos que te han olvidado, que viven sólo para sí mismos. Ven donde eres desconocido. Ven a tu modo y renueva el mundo de hoy. Ven también a nuestro corazón, ven y renueva nuestra vida. Ven a nuestro corazón para que nosotros mismos podamos ser luz de Dios, presencia tuya. En este sentido oramos con san Pablo: Maranà, thà! "¡Ven, Señor Jesús"!, y oramos para que Cristo esté realmente presente hoy en nuestro mundo y lo renueve.

Saludos

(En español)

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En particular, a los peregrinos y grupos venidos de Chile, España, Guatemala, México, Paraguay y de otros países latinoamericanos. Que la enseñanza y el ejemplo de san Pablo nos ayude a todos a orientar nuestra vida hacia el encuentro definitivo con el Salvador. Con ocasión de su inauguración, saludo también al canal de la Iglesia católica en Colombia "Cristovisión", deseando que esta iniciativa contribuya a difundir los valores del Evangelio en ese amado país. Que Dios os bendiga.

(En lengua polaca)

San Pablo, hablando de la parusía, nos anima a perseverar en la fe y a fortalecer nuestra vida espiritual. La fe despierta la esperanza y transforma y sostiene la vida de los creyentes. Que toda nuestra vida, con el espíritu de esta esperanza, sea el camino hacia el festivo encuentro con Dios.

(A los peregrinos eslovacos)

Queridos jóvenes, el domingo pasado celebramos la Dedicación de la basílica romana de San Juan de Letrán. Que la visita a esta catedral del Obispo de Roma afiance vuestro amor al Sucesor de Pedro.

(A los peregrinos de la archidiócesis de Milán que acudieron a presentar al Papa los dos primeros ejemplares del nuevo Leccionario ambrosiano)

Os agradezco este gesto tan lleno de significado eclesial y os exhorto a acoger el nuevo Leccionario como un gran don para toda la comunidad ambrosiana. Que sea para vosotros instrumento valioso para un renovado compromiso misionero de anunciar el Evangelio en todos los ámbitos de la sociedad.


Saludo por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el ejemplo de san Martín, cuya fiesta celebramos ayer, sea para vosotros, queridos jóvenes, un impulso a una fidelidad evangélica cada vez mayor; a vosotros, queridos enfermos, os estimule a confiar en el Señor que nunca abandona a sus hijos en el momento de la prueba; y a vosotros, queridos recién casados, os lleve a respetar y servir con valentía a la vida humana, que es don de Dios".




Miércoles 19 de noviembre de 2008: La justificación en la enseñanza de san Pablo

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Queridos hermanos y hermanas:

En el camino que estamos recorriendo guiados por san Pablo, queremos reflexionar ahora sobre un tema que está en el centro de las controversias del siglo de la Reforma: la cuestión de la justificación. ¿Cómo llega a ser justo el hombre a los ojos de Dios? Cuando san Pablo se encontró con el Resucitado en el camino de Damasco era un hombre realizado: irreprensible en cuanto a la justicia que deriva de la Ley (cf.
Ph 3,6), superaba a muchos de sus coetáneos en la observancia de las prescripciones mosaicas y era celoso en sostener las tradiciones de sus padres (cf. Ga 1,14). La iluminación de Damasco le cambió radicalmente la existencia: comenzó a considerar todos sus méritos, logrados en una carrera religiosa integérrima, como "basura" frente a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo (cf. Ph 3,8). La carta a los Filipenses nos ofrece un testimonio conmovedor del paso de san Pablo de una justicia fundada en la Ley y conseguida con la observancia de las obras prescritas, a una justicia basada en la fe en Cristo: comprendió que todo lo que hasta entonces le había parecido una ganancia, en realidad frente a Dios era una pérdida, y por ello decidió apostar toda su existencia por Jesucristo (cf. Ph 3,7). El tesoro escondido en el campo y la perla preciosa, por cuya adquisición invierte todo lo demás, ya no eran las obras de la Ley, sino Jesucristo, su Señor.

La relación entre san Pablo y el Resucitado llegó a ser tan profunda que lo impulsó a afirmar que Cristo ya no era solamente su vida, sino su vivir, hasta el punto de que para poder alcanzarlo, incluso el morir era una ganancia (cf. Ph 1,21). No es que despreciara la vida, sino que había comprendido que para él el vivir ya no tenía otro objetivo, y por tanto ya no albergaba otro deseo que alcanzar a Cristo, como en una competición de atletismo, para estar siempre con él: el Resucitado se había convertido en el principio y el fin de su existencia, el motivo y la meta de su carrera.

Sólo la preocupación por el crecimiento en la fe de aquellos a los que había evangelizado y la solicitud por todas las Iglesias que había fundado (cf. 2Co 11,28) lo impulsaban a ralentizar la carrera hacia su único Señor, para esperar a los discípulos de modo que pudieran correr con él hacia la meta. Aunque en la anterior observancia de la Ley no tenía nada que reprocharse desde el punto de vista de la integridad moral, una vez alcanzado por Cristo prefería no juzgarse a sí mismo (cf. 1Co 4,3-4), sino que se limitaba a correr para conquistar a Aquel por el que había sido conquistado (cf. Ph 3,12).

Precisamente por esta experiencia personal de la relación con Jesucristo, san Pablo pone ya en el centro de su Evangelio una irreductible oposición entre dos itinerarios alternativos hacia la justicia: uno construido sobre las obras de la Ley, el otro fundado sobre la gracia de la fe en Cristo. La alternativa entre la justicia por las obras de la Ley y la justicia por la fe en Cristo se convierte así en uno de los temas predominantes en sus cartas: "Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la Ley nadie será justificado" (Ga 2,15-16). Y a los cristianos de Roma les reafirma que "todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús" (Rm 3,23-24). Y añade: "Pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la Ley" (Rm 3,28). Lutero en este punto tradujo "justificado sólo por la fe". Volveré sobre esto al final de la catequesis, pues antes debemos aclarar qué es esta "Ley" de la que hemos sido liberados y qué son esas "obras de la Ley" que no justifican.

Ya en la comunidad de Corinto existía la opinión, que se repetirá muchas veces a lo largo de la historia, según la cual se trataba de la ley moral y que, por tanto, la libertad cristiana consistía en la liberación de la ética. Así, en Corinto circulaba la expresión “p??ta µ?? ??est??” (todo me es lícito). Es obvio que esta interpretación es errónea: la libertad cristiana no es libertinaje; la liberación de la que habla san Pablo no es liberación de hacer el bien.

¿Pero qué significa, por consiguiente, la Ley de la que hemos sido liberados y que no salva? Para san Pablo, como para todos sus contemporáneos, la palabra Ley significaba la Torá en su totalidad, es decir, los cinco libros de Moisés. En la interpretación de los fariseos, la que había estudiado y hecho suya san Pablo, la Torá implicaba un conjunto de comportamientos que iban desde el núcleo ético hasta las observancias rituales y cultuales que determinaban sustancialmente la identidad del hombre justo. De modo particular, la circuncisión, las observancias acerca del alimento puro y en general la pureza ritual, las reglas sobre la observancia del sábado, etc. Esos comportamientos también aparecen a menudo en los debates entre Jesús y sus contemporáneos.

Todas estas observancias, que expresan una identidad social, cultural y religiosa, habían llegado a ser singularmente importantes en el tiempo de la cultura helenística, comenzando desde el siglo III a.C. Esta cultura, que se había convertido en la cultura universal de entonces y era una cultura aparentemente racional, una cultura politeísta aparentemente tolerante, constituía una fuerte presión hacia la uniformidad cultural y así amenazaba la identidad de Israel, que se veía políticamente obligado a entrar en esa identidad común de la cultura helenística con la consiguiente pérdida de su propia identidad, que implicaba también la pérdida de la preciosa herencia de la fe de sus padres, de la fe en el único Dios y en las promesas de Dios.

Contra esa presión cultural, que no sólo amenazaba la identidad israelita, sino también la fe en el único Dios y en sus promesas, era necesario crear un muro de contención, un escudo de defensa que protegiera la preciosa herencia de la fe; ese muro consistía precisamente en las observancias y prescripciones judías. San Pablo, que había aprendido estas observancias precisamente en su función defensiva del don de Dios, de la herencia de la fe en un único Dios, veía amenazada esta identidad por la libertad de los cristianos: por eso los perseguía.

En el momento de su encuentro con el Resucitado comprendió que con la resurrección de Cristo la situación había cambiado radicalmente. Con Cristo, el Dios de Israel, el único Dios verdadero, se convertía en el Dios de todos los pueblos. El muro entre Israel y los paganos —así lo dice la carta a los Efesios— ya no era necesario: es Cristo quien nos protege contra el politeísmo y todas sus desviaciones; es Cristo quien nos une con Dios y en el único Dios; es Cristo quien garantiza nuestra verdadera identidad en la diversidad de las culturas. El muro ya no es necesario. Cristo es nuestra identidad común en la diversidad de las culturas, y es él el que nos hace justos. Ser justo quiere decir sencillamente estar con Cristo y en Cristo. Y esto basta. Ya no son necesarias otras observancias. Por eso la expresión "sola fide" de Lutero es verdadera si no se opone la fe a la caridad, al amor. La fe es mirar a Cristo, encomendarse a Cristo, unirse a Cristo, conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el amor; por tanto, creer es conformarse a Cristo y entrar en su amor. Por eso, san Pablo en la carta a los Gálatas, en la que sobre todo ha desarrollado su doctrina sobre la justificación, habla de la fe que obra por medio de la caridad (cf. Ga 5,6).

San Pablo sabe que en el doble amor a Dios y al prójimo está presente y se cumple toda la Ley. Así, en la comunión con Cristo, en la fe que crea la caridad, se realiza toda la Ley. Somos justos cuando entramos en comunión con Cristo, que es el amor. Veremos lo mismo en el evangelio del próximo domingo, solemnidad de Cristo Rey. Es el evangelio del juez cuyo único criterio es el amor. Sólo pide esto: ¿Me visitaste cuando estaba enfermo?, ¿cuando estaba en la cárcel? ¿Me diste de comer cuando tenía hambre?, ¿me vestiste cuando estaba desnudo? Así la justicia se decide en la caridad. Así, al final de este evangelio, podemos decir casi: sólo amor, sólo caridad. Pero no hay contradicción entre este evangelio y san Pablo. Es la misma visión según la cual la comunión con Cristo, la fe en Cristo, crea la caridad. Y la caridad es realización de la comunión con Cristo. Así, estando unidos a él, somos justos, y de ninguna otra forma.

Al final, sólo podemos orar al Señor para que nos ayude a creer. Creer realmente; así, creer llega a ser vida, unidad con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así, transformados por su amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser realmente justos a los ojos de Dios.

Saludos

:Un saludo muy cordial a los peregrinos de lengua española. En particular, a los que han venido de España, Chile, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dejarse ganar por Cristo y a seguir así el ejemplo de san Pablo, cuya vida no tuvo ningún otro objetivo sino estar y permanecer siempre con él. Muchas gracias por vuestra visita.

(En lengua portuguesa)

Antes de vosotros, muchas generaciones de peregrinos vinieron a arrodillarse ante las tumbas de san Pedro y san Pablo, buscando la razón de vivir tan fuerte y segura que llevó a los Apóstoles a dar su vida por Cristo. Espero que la encontréis.

(A la asociación "Rodzina Rodla", heredera de la Unión de los polacos de Alemania)
Espero que vuestra actividad contribuya a la edificación de la unidad y a la consolidación de los vínculos fraternos entre las naciones.

(A una peregrinación de la diócesis de Ugento-Santa María de Leuca)
Queridos amigos, una vez más os agradezco el afecto con que me acogisteis, y espero que de nuestro encuentro brote para vuestra comunidad diocesana una renovada, fiel y generosa adhesión a Cristo y a su Iglesia.


Saludo por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El domingo próximo, último del tiempo ordinario, celebraremos la solemnidad de Cristo, Rey del universo. Queridos jóvenes, poned a Jesús en el centro de vuestra vida, y de él recibiréis luz y valor. Cristo, que hizo de la cruz un trono real, os enseñe a vosotros, queridos enfermos, a comprender el valor redentor del sufrimiento vivido en unión con él. Ya vosotros, queridos recién casados, os deseo que reconozcáis la presencia del Señor en vuestro camino familiar.





Miércoles 26 de noviembre de 2008: La doctrina de la justificación. De la fe a las obras

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Palabras de saludo del Santo Padre al Patriarca Aram 1

Esta mañana, saludo con gran alegría a Su Santidad Aram I, Catholicós de Cilicia de los armenios, así como a la distinguida delegación que lo acompaña y a los peregrinos armenios procedentes de diversos países. Esta visita fraterna es una ocasión significativa para fortalecer los vínculos de unidad que ya existen entre nosotros, mientras avanzamos hacia la comunión plena, que es el objetivo de todos los seguidores de Cristo y un don que debemos pedir al Señor cada día.

Por este motivo, Santidad, invoco la gracia del Espíritu Santo sobre su peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, e invito a todos los presentes a orar con fervor al Señor para que su visita y nuestros encuentros sean un nuevo paso en el camino hacia la unidad plena.

Santidad, deseo expresarle mi gratitud en especial por su constante compromiso personal en el campo del ecumenismo, particularmente en la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, y en el Consejo mundial de Iglesias.

En la fachada exterior de la basílica vaticana hay una estatua de san Gregorio el Iluminador, fundador de la Iglesia armenia, que uno de vuestros historiadores llamó "nuestro progenitor y padre en el Evangelio". La presencia de esta estatua evoca los sufrimientos que le costó llevar al pueblo armenio al cristianismo, pero también recuerda a los numerosos mártires y confesores de la fe cuyo testimonio ha dado abundantes frutos en la historia de vuestro pueblo. La cultura y la espiritualidad armenias están impregnadas del orgullo de este testimonio de sus antepasados, que sufrieron con fidelidad y valentía en comunión con el Cordero degollado para la salvación del mundo.

Bienvenidos, Santidad, queridos obispos y queridos amigos. Juntos invoquemos la intercesión de san Gregorio el Iluminador y sobre todo a la Virgen Madre de Dios, para que iluminen nuestro camino y nos guíen hacia la plenitud de la unidad que todos deseamos.



La doctrina de la justificación. De la fe a las obras

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis del miércoles pasado hablé de la cuestión de cómo el hombre llega a ser justo ante Dios. Siguiendo a san Pablo, hemos visto que el hombre no es capaz de ser "justo" con sus propias acciones, sino que realmente sólo puede llegar a ser "justo" ante Dios porque Dios le confiere su "justicia" uniéndolo a Cristo, su Hijo. Y esta unión con Cristo, el hombre la obtiene mediante la fe. En este sentido, san Pablo nos dice: no son nuestras obras, sino la fe la que nos hace "justos".

Sin embargo, esta fe no es un pensamiento, una opinión o una idea. Esta fe es comunión con Cristo, que el Señor nos concede y por eso se convierte en vida, en conformidad con él. O, con otras palabras, la fe, si es verdadera, si es real, se convierte en amor, se convierte en caridad, se expresa en la caridad. Una fe sin caridad, sin este fruto, no sería verdadera fe. Sería fe muerta.

Por tanto, en la última catequesis encontramos dos niveles: el de la irrelevancia de nuestras acciones, de nuestras obras para alcanzar la salvación, y el de la "justificación" mediante la fe que produce el fruto del Espíritu. Confundir estos dos niveles ha causado, en el transcurso de los siglos, no pocos malentendidos en la cristiandad. En este contexto es importante que san Pablo, en la misma carta a los Gálatas, por una parte, ponga el acento de forma radical en la gratuidad de la justificación no por nuestras obras, pero que, al mismo tiempo, subraye también la relación entre la fe y la caridad, entre la fe y las obras: "En Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" (
Ga 5,6). En consecuencia, por una parte, están las "obras de la carne" que son "fornicación, impureza, libertinaje, idolatría..." (cf. Ga 5,19-21): todas obras contrarias a la fe; y, por otra, está la acción del Espíritu Santo, que alimenta la vida cristiana suscitando "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5,22-23): estos son los frutos del Espíritu que brotan de la fe.

Al inicio de esta lista de virtudes se cita al agapé, el amor; y, en la conclusión, el dominio de sí. En realidad, el Espíritu, que es el Amor del Padre y del Hijo, derrama su primer don, el agapé, en nuestros corazones (cf. Rm 5,5); y el agapé, el amor, para expresarse en plenitud exige el dominio de sí. Sobre el amor del Padre y del Hijo, que nos alcanza y transforma profundamente nuestra existencia, traté también en mi primera encíclica: Deus caritas est. Los creyentes saben que en el amor mutuo se encarna el amor de Dios y de Cristo, por medio del Espíritu.

Volvamos a la carta a los Gálatas. Aquí san Pablo dice que los creyentes, soportándose mutuamente, cumplen el mandamiento del amor (cf. Ga 6,2). Justificados por el don de la fe en Cristo, estamos llamados a vivir amando a Cristo en el prójimo, porque según este criterio seremos juzgados al final de nuestra existencia. En realidad, san Pablo no hace sino repetir lo que había dicho Jesús mismo y que nos recordó el Evangelio del domingo pasado, en la parábola del Juicio final.

En la primera carta a los Corintios, san Pablo hace un célebre elogio del amor. Es el llamado "himno a la caridad": "Aunque hablara las lenguas de los hombre y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. (...) La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés..." (1Co 13,1 1Co 13,4-5). El amor cristiano es muy exigente porque brota del amor total de Cristo por nosotros: el amor que nos reclama, nos acoge, nos abraza, nos sostiene, hasta atormentarnos, porque nos obliga a no vivir ya para nosotros mismos, encerrados en nuestro egoísmo, sino para "Aquel que ha muerto y resucitado por nosotros" (cf. 2Co 5,15). El amor de Cristo nos hace ser en él la criatura nueva (cf. 2Co 5,17) que entra a formar parte de su Cuerpo místico, que es la Iglesia.

Desde esta perspectiva, la centralidad de la justificación sin las obras, objeto primario de la predicación de san Pablo, no está en contradicción con la fe que actúa en el amor; al contrario, exige que nuestra misma fe se exprese en una vida según el Espíritu. A menudo se ha visto una contraposición infundada entre la teología de san Pablo y la de Santiago, que, en su carta escribe: "Del mismo modo que el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta" (Jc 2,26). En realidad, mientras que san Pablo se preocupa ante todo en demostrar que la fe en Cristo es necesaria y suficiente, Santiago pone el acento en las relaciones de consecuencia entre la fe y las obras (cf. Jc 2,2-4).

Así pues, tanto para san Pablo como para Santiago, la fe que actúa en el amor atestigua el don gratuito de la justificación en Cristo. La salvación, recibida en Cristo, debe ser conservada y testimoniada "con respeto y temor. De hecho, es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar como bien le parece. Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones (...), presentando la palabra de vida", dirá también san Pablo a los cristianos de Filipos (cf. Ph 2,12-14 Ph 2,16).

Con frecuencia tendemos a caer en los mismos malentendidos que caracterizaban a la comunidad de Corinto: aquellos cristianos pensaban que, habiendo sido justificados gratuitamente en Cristo por la fe, "todo les era lícito". Y pensaban, y a menudo parece que lo piensan también los cristianos de hoy, que es lícito crear divisiones en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, celebrar la Eucaristía sin interesarse por los hermanos más necesitados, aspirar a los carismas mejores sin darse cuenta de que somos miembros unos de otros, etc.

Las consecuencias de una fe que no se encarna en el amor son desastrosas, porque se reduce al arbitrio y al subjetivismo más nocivo para nosotros y para los hermanos. Al contrario, siguiendo a san Pablo, debemos tomar nueva conciencia de que, precisamente porque hemos sido justificados en Cristo, no nos pertenecemos ya a nosotros mismos, sino que nos hemos convertido en templo del Espíritu y por eso estamos llamados a glorificar a Dios en nuestro cuerpo con toda nuestra existencia (cf. 1Co 6,19). Sería un desprecio del inestimable valor de la justificación si, habiendo sido comprados al caro precio de la sangre de Cristo, no lo glorificáramos con nuestro cuerpo.

En realidad, este es precisamente nuestro culto "razonable" y al mismo tiempo "espiritual", por el que san Pablo nos exhorta a "ofrecer nuestro cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios" (cf. Rm 12,1). ¿A qué se reduciría una liturgia que se dirigiera sólo al Señor y que no se convirtiera, al mismo tiempo, en servicio a los hermanos, una fe que no se expresara en la caridad? Y el Apóstol pone a menudo a sus comunidades frente al Juicio final, con ocasión del cual todos "seremos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo en su vida mortal, el bien o el mal" (2Co 5,10 cf. también Rm 2,16). Y este pensamiento debe iluminarnos en nuestra vida de cada día.

Si la ética que san Pablo propone a los creyentes no degenera en formas de moralismo y se muestra actual para nosotros, es porque cada vez vuelve a partir de la relación personal y comunitaria con Cristo, para hacerse realidad en la vida según el Espíritu. Esto es esencial: la ética cristiana no nace de un sistema de mandamientos, sino que es consecuencia de nuestra amistad con Cristo. Esta amistad influye en la vida: si es verdadera, se encarna y se realiza en el amor al prójimo.

Por eso, cualquier decaimiento ético no se limita a la esfera individual, sino que al mismo tiempo es una devaluación de la fe personal y comunitaria: de ella deriva y sobre ella influye de forma determinante. Así pues, dejémonos alcanzar por la reconciliación, que Dios nos ha dado en Cristo, por el amor "loco" de Dios por nosotros: nada ni nadie nos podrá separar nunca de su amor (cf. Rm 8,39). En esta certeza vivimos. Y esta certeza nos da la fuerza para vivir concretamente la fe que obra en el amor.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los procedentes de España, México, Chile, y a los venidos de otros países de Latinoamérica. En estos momentos deseo recordar la marcha para pedir la libertad de los secuestrados que tendrá lugar el próximo viernes en Colombia. Elevo a Dios una ferviente plegaria para que acabe ese flagelo y se logre pronto la concordia y la paz en esa amada nación. Muchas gracias.

(En francés)
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa, y en particular al grupo de Aix-en-Provence. Ojalá que, siguiendo la enseñanza de san Pablo, el culto que rendís a Dios se convierta al mismo tiempo en servicio a vuestros hermanos y que vuestra fe se exprese realmente en la caridad.

(A los peregrinos polaco)
Caminando por las calles de Roma siguiendo las huellas de san Pablo, conservad en la memoria sus palabras de aliento: "No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto".

(A los fieles y peregrinos croatas)
Cristo Rey, cuya venida en la fe y en la esperanza esperamos con alegría, os bendiga y proteja a vosotros y a vuestras familias.

(A un grupo de sacerdotes de la archidiócesis de Catania, encabezados por su pastor, monseñor Salvatore Gristina)
Queridos amigos, cuidad cada vez más vuestro encuentro personal con Jesús y perseverad en el cumplimiento generoso de vuestro ministerio al servicio del pueblo cristiano.


Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El domingo próximo comienza el tiempo de Adviento, preparación para el Nacimiento de Cristo. Os exhorto a vosotros, queridos jóvenes, a vivir este "tiempo fuerte" con vigilante oración y ardiente acción apostólica. A vosotros, queridos enfermos, os animo a sostener con el ofrecimiento de vuestros sufrimientos el camino de toda la Iglesia de preparación para la Navidad. Y a vosotros, queridos recién casados, os deseo que seáis testigos del espíritu de amor que anima y sostiene a toda la familia de Dios.






Audiencias 2005-2013 12118