Audiencias 2005-2013 8049

Miércoles 8 de abril de 2009: El Triduo pascual

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Queridos hermanos y hermanas:

La Semana santa, que para nosotros los cristianos es la semana más importante del año, nos brinda la oportunidad de sumergirnos en los acontecimientos centrales de la Redención, de revivir el Misterio pascual, el gran Misterio de la fe. Desde mañana por la tarde, con la misa in Coena Domini, los solemnes ritos litúrgicos nos ayudarán a meditar de modo más vivo la pasión, la muerte y la resurrección del Señor en los días del santo Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico. Que la gracia divina abra nuestro corazón para que comprendamos el don inestimable que es la salvación que nos ha obtenido el sacrificio de Cristo.

Este don inmenso lo encontramos admirablemente narrado en un célebre himno contenido en la carta a los Filipenses (cf.
Ph 2,6-11), que en Cuaresma hemos meditado muchas veces. El Apóstol recorre, de un modo tan esencial como eficaz, todo el misterio de la historia de la salvación aludiendo a la soberbia de Adán que, aunque no era Dios, quería ser como Dios. Y a esta soberbia del primer hombre, que todos sentimos un poco en nuestro ser, contrapone la humildad del verdadero Hijo de Dios que, al hacerse hombre, no dudó en tomar sobre sí todas las debilidades del ser humano, excepto el pecado, y llegó hasta la profundidad de la muerte. A este abajamiento hasta lo más profundo de la pasión y de la muerte sigue su exaltación, la verdadera gloria, la gloria del amor que llegó hasta el extremo. Por eso es justo —como dice san Pablo— que "al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!" (Ph 2,10-11).


Con estas palabras san Pablo hace referencia a una profecía de Isaías donde Dios dice: Yo soy el Señor, que toda rodilla se doble ante mí en los cielos y en la tierra (cf. Is 45,23). Esto —dice san Pablo— vale para Jesucristo. Él, en su humildad, en la verdadera grandeza de su amor, es realmente el Señor del mundo y ante él toda rodilla se dobla realmente.

¡Qué maravilloso y, a la vez, sorprendente es este misterio! Nunca podremos meditar suficientemente esta realidad. Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios como propiedad exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza divina, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo y signo de distancia con respecto a nosotros. Al contrario, "se despojó de su rango", asumiendo la miserable y débil condición humana. A este respecto, san Pablo usa un verbo griego muy rico de significado para indicar la kénosis, el abajamiento de Jesús. La forma (morphé) divina se ocultó en Cristo bajo la forma humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por nuestros límites humanos y por la muerte. Este compartir radical y verdaderamente nuestra naturaleza, en todo menos en el pecado, lo condujo hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud, la muerte.

Pero todo esto no fue fruto de un mecanismo oscuro o de una fatalidad ciega: fue, más bien, una libre elección suya, por generosa adhesión al plan de salvación del Padre. Y la muerte a la que se encaminó —añade san Pablo— fue la muerte de cruz, la más humillante y degradante que se podía imaginar. Todo esto el Señor del universo lo hizo por amor a nosotros: por amor quiso "despojarse de su rango" y hacerse hermano nuestro; por amor compartió nuestra condición, la de todo hombre y toda mujer. A este propósito, un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto de Ciro, escribe: "Siendo Dios y Dios por naturaleza, siendo igual a Dios, no consideró esto algo grande, como hacen aquellos que han recibido algún honor por encima de sus méritos, sino que, ocultando sus méritos, eligió la humildad más profunda y tomó la forma de un ser humano" (Comentario a la carta a los PH 2,6-7).

El Triduo pascual, que —como decía— comenzará mañana con los sugestivos ritos vespertinos del Jueves santo tiene como preludio la solemne Misa Crismal, que por la mañana celebra el obispo con su presbiterio y en el curso de la cual todos renuevan juntos las promesas sacerdotales pronunciadas el día de la ordenación. Es un gesto de gran valor, una ocasión muy propicia en la que los sacerdotes reafirman su fidelidad a Cristo, que los ha elegido como ministros suyos. Este encuentro sacerdotal asume además un significado particular, porque es casi una preparación para el Año sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars y que comenzará el próximo 19 de junio. También en la Misa Crismal se bendecirán el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y se consagrará el Crisma. Con estos ritos se significa simbólicamente la plenitud del sacerdocio de Cristo y la comunión eclesial que debe animar al pueblo cristiano, reunido para el sacrificio eucarístico y vivificado en la unidad por el don del Espíritu Santo.

En la misa de la tarde, llamada in Coena Domini, la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y el mandamiento nuevo de la caridad, que Jesús dejó a sus discípulos. San Pablo ofrece uno de los testimonios más antiguos de lo que sucedió en el Cenáculo la víspera de la pasión del Señor. "El Señor Jesús —escribe san Pablo al inicio de los años 50, basándose en un texto que recibió del entorno del Señor mismo— en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía"" (1Co 11,23-25).

Estas palabras, llenas de misterio, manifiestan con claridad la voluntad de Cristo: bajo las especies del pan y del vino él se hace presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Es el sacrificio de la alianza nueva y definitiva, ofrecida a todos, sin distinción de raza y de cultura. Y Jesús constituye ministros de este rito sacramental, que entrega a la Iglesia como prueba suprema de su amor, a sus discípulos y a cuantos proseguirán su ministerio a lo largo de los siglos. Por tanto, el Jueves santo constituye una renovada invitación a dar gracias a Dios por el don supremo de la Eucaristía, que hay que acoger con devoción y adorar con fe viva. Por eso, la Iglesia anima, después de la celebración de la santa Misa, a velar en presencia del santísimo Sacramento, recordando la hora triste que Jesús pasó en soledad y oración en Getsemaní antes de ser arrestado y luego condenado a muerte.

Así llegamos al Viernes santo, día de la pasión y la crucifixión del Señor. Cada año, situándonos en silencio ante Jesús colgado del madero de la cruz, constatamos cuán llenas de amor están las palabras pronunciadas por él la víspera, en la última Cena: "Esta es mi sangre de la alianza, que se derrama por muchos" (cf. Mc 14,24). Jesús quiso ofrecer su vida en sacrificio para el perdón de los pecados de la humanidad. Lo mismo que sucede ante la Eucaristía, sucede ante la pasión y muerte de Jesús en la cruz: el misterio se hace insondable para la razón. Estamos ante algo que humanamente podría parecer absurdo: un Dios que no sólo se hace hombre, con todas las necesidades del hombre; que no sólo sufre para salvar al hombre cargando sobre sí toda la tragedia de la humanidad, sino que además muere por el hombre.

La muerte de Cristo recuerda el cúmulo de dolor y de males que pesa sobre la humanidad de todos los tiempos: el peso aplastante de nuestro morir, el odio y la violencia que aún hoy ensangrientan la tierra. La pasión del Señor continúa en el sufrimiento de los hombres. Como escribe con razón Blaise Pascal, "Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo; no hay que dormir en este tiempo" (Pensamientos, 553). El Viernes santo es un día lleno de tristeza, pero al mismo tiempo es un día propicio para renovar nuestra fe, para reafirmar nuestra esperanza y la valentía de llevar cada uno nuestra cruz con humildad, confianza y abandono en Dios, seguros de su apoyo y de su victoria. La liturgia de este día canta: "O Crux, ave, spes unica", "¡Salve, oh cruz, esperanza única!".

Esta esperanza se alimenta en el gran silencio del Sábado santo, en espera de la resurrección de Jesús. En este día las iglesias están desnudas y no se celebran ritos litúrgicos particulares. La Iglesia vela en oración como María y junto con María, compartiendo sus mismos sentimientos de dolor y confianza en Dios. Justamente se recomienda conservar durante todo el día un clima de oración, favoreciendo la meditación y la reconciliación; se anima a los fieles a acercarse al sacramento de la Penitencia, para poder participar, realmente renovados, en las fiestas pascuales.

El recogimiento y el silencio del Sábado santo nos llevarán en la noche a la solemne Vigilia pascual, "madre de todas las vigilias", cuando prorrumpirá en todas las iglesias y comunidades el canto de alegría por la resurrección de Cristo. Una vez más, se proclamará la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte, y la Iglesia se llenará de júbilo en el encuentro con su Señor. Así entraremos en el clima de la Pascua de Resurrección.

Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente el Triduo santo, para participar cada vez más profundamente en el misterio de Cristo. En este itinerario nos acompaña la Virgen santísima, que siguió en silencio a su Hijo Jesús hasta el Calvario, participando con gran pena en su sacrificio, cooperando así al misterio de la redención y convirtiéndose en Madre de todos los creyentes (cf Jn 19,25-27). Juntamente con ella entraremos en el Cenáculo, permaneceremos al pie de la cruz, velaremos idealmente junto a Cristo muerto aguardando con esperanza el alba del día radiante de la resurrección. En esta perspectiva, os expreso desde ahora a todos mis mejores deseos de una feliz y santa Pascua, junto con vuestras familias, parroquias y comunidades.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Caridad Dominicas de la Presentación, a los grupos venidos de España, México, Puerto Rico y otros países latinoamericanos, así como a los participantes en el Congreso universitario internacional univ 2009, deseándoles que estos días en Roma les ayuden a renovar su amistad con Jesucristo y a seguirlo como Maestro de vida. Deseo a todos una feliz y santa Pascua, junto a vuestras familias, parroquias y comunidades. Muchas gracias.

(En polaco)
En el umbral del Triduo pascual os deseo que el vivir en la fe los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Cristo os permita a todos experimentar el amor de Dios y despierte la esperanza de participar en su gloria.

(A los grupos de peregrinos húngaros)
En estos días santos sentid la grandeza del amor que nos ha manifestado el Hijo de Dios con su dolorosa pasión, con su muerte en la cruz y con su gloriosa resurrección. Dadle gracias con fe cierta y con amor fiel.

(A los peregrinos croatas)
Jesús nos amó hasta el extremo. En estos días se renovará ante nuestros ojos el misterio del amor crucificado. Seguid al Señor con corazón confiado y dadle gracias con fe cierta y con amor fiel, para que se manifieste en vosotros la fuerza portentosa del Resucitado.

(En italiano)
Por las víctimas del terremoto de L'Aquila


Renuevo mi cercanía espiritual a la querida comunidad de L'Aquila y de las demás poblaciones duramente golpeadas por el violento fenómeno sísmico de los días pasados, que ha provocado muchas víctimas, numerosos heridos e ingentes daños materiales. La solicitud con que las autoridades, las fuerzas del orden, los voluntarios y otras personas están socorriendo a estos hermanos nuestros demuestra cuán importante es la solidaridad para superar juntos pruebas tan dolorosas. Una vez más deseo decir a esas queridas poblaciones que el Papa comparte su pena y sus preocupaciones. Queridos hermanos, en cuanto me sea posible, espero ir a encontrarme con vosotros. Sabed que el Papa ora por todos, implorando para los difuntos la misericordia del Señor, y para los familiares y los supervivientes el consuelo maternal de María y el apoyo de la esperanza cristiana.

(A los participantes en el Congreso internacional univ)
Queridos amigos, os exhorto a responder con alegría a la llamada del Señor para dar un sentido pleno a vuestra vida: en el estudio, en las relaciones con vuestros compañeros, en la familia y en la sociedad. "De que tú y yo —decía san Josemaría Escrivá— nos comportemos como Dios quiere, no lo olvides, dependen muchas cosas grandes" (Camino, 755).


Saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana entraremos en el Triduo sacro, que nos hará revivir los misterios centrales de nuestra salvación. Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a encontrar en la cruz la luz necesaria para caminar tras las huellas del Redentor. Que para vosotros, queridos enfermos, la Pasión del Señor, que culmina en el triunfo de la Pascua, constituya siempre una fuente de esperanza. Y vosotros, queridos recién casados, viviendo el Misterio pascual, haced que vuestra existencia se transforme en un don recíproco.




Miércoles 15 de abril de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

La tradicional audiencia general de los miércoles hoy está impregnada de gozo espiritual, el gozo que ningún sufrimiento ni pena pueden borrar, porque es un gozo que brota de la certeza de que Cristo, con su muerte y su resurrección, ha triunfado definitivamente sobre el mal y sobre la muerte. "¡Cristo ha resucitado, aleluya!", canta la Iglesia en fiesta. Y este clima festivo, estos sentimientos típicos de la Pascua, no sólo se prolongan durante esta semana, la octava de Pascua, sino que se extienden también a lo largo de los cincuenta días que van hasta Pentecostés. Más aún, podemos decir que el misterio de la Pascua abarca todo el arco de nuestra existencia.

En este tiempo litúrgico son realmente numerosas las referencias bíblicas y los estímulos a la meditación que se nos ofrecen para profundizar el significado y el valor de la Pascua. El via crucis, que en el Triduo sacro recorrimos con Jesús hasta el Calvario reviviendo su dolorosa pasión, en la solemne Vigilia pascual se transformó en el consolador via lucis. Podemos decir que todo este camino de sufrimiento, visto desde la resurrección, es camino de luz y de renacimiento espiritual, de paz interior y de firme esperanza. Después del llanto, después del desconcierto del Viernes santo, al que siguió el silencio lleno de espera del Sábado santo, al alba del "primer día después del sábado" resonó con vigor el anuncio de la Vida que ha derrotado a la muerte: "Dux vitae mortuus regnat vivus", "El Señor de la vida había muerto, pero ahora, vivo, triunfa".

La novedad conmovedora de la resurrección es tan importante que la Iglesia no cesa de proclamarla, prolongando su recuerdo especialmente cada domingo. En efecto, cada domingo es "día del Señor" y Pascua semanal del pueblo de Dios. Nuestros hermanos orientales, con el fin de evidenciar este misterio de salvación que afecta a nuestra vida diaria, en lengua rusa llaman al domingo "día de la resurrección" (voskrescénje).

Así pues, para nuestra fe y para nuestro testimonio cristiano es fundamental proclamar la resurrección de Jesús de Nazaret como acontecimiento real, histórico, atestiguado por muchos y autorizados testigos. Lo afirmamos con fuerza porque, también en nuestro tiempo, no falta quien trata de negar su historicidad reduciendo el relato evangélico a un mito, a una "visión" de los Apóstoles, retomando o presentando antiguas teorías, ya desgastadas, como nuevas y científicas.

Ciertamente, la resurrección no fue para Jesús un simple retorno a la vida anterior, pues en ese caso se trataría de algo del pasado: hace dos mil años uno resucitó, volvió a su vida anterior, como por ejemplo Lázaro. La Resurrección se sitúa en otra dimensión: es el paso a una dimensión de vida profundamente nueva, que nos toca también a nosotros, que afecta a toda la familia humana, a la historia y al universo.

Este acontecimiento, que introdujo una nueva dimensión de vida, una apertura de nuestro mundo hacia la vida eterna, cambió la existencia de los testigos oculares, como lo demuestran los relatos evangélicos y los demás escritos del Nuevo Testamento. Es un anuncio que generaciones enteras de hombres y mujeres a lo largo de los siglos han acogido con fe y han testimoniado a menudo al precio de su sangre, sabiendo que precisamente así entraban en esta nueva dimensión de la vida.

También este año, en Pascua resuena inmutable y siempre nueva, en todos los rincones de la tierra, esta buena nueva: Jesús, muerto en la cruz, ha resucitado y vive glorioso, porque ha derrotado el poder de la muerte, ha introducido al ser humano en una nueva comunión de vida con Dios y en Dios. Esta es la victoria de la Pascua, nuestra salvación. Así pues, podemos cantar con san Agustín: "La resurrección de Cristo es nuestra esperanza", porque nos introduce en un nuevo futuro.

Es verdad: la resurrección de Jesús funda nuestra firme esperanza e ilumina toda nuestra peregrinación terrena, incluido el enigma humano del dolor y de la muerte. La fe en Cristo crucificado y resucitado es el corazón de todo el mensaje evangélico, el núcleo central de nuestro "Credo". En un conocido pasaje paulino, contenido en la primera carta a los Corintios (
1Co 15,3-8), podemos encontrar una expresión autorizada de ese "Credo" esencial. En él, el Apóstol, para responder a algunos miembros de la comunidad de Corinto que paradójicamente proclamaban la resurrección de Jesús pero negaban la de los muertos —nuestra esperanza—, transmite fielmente lo que él, Pablo, había recibido de la primera comunidad apostólica sobre la muerte y la resurrección del Señor.

Comienza con una afirmación casi perentoria: "Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué. Si no, habríais creído en vano" (vv. 1Co 15,1-2). Inmediatamente añade que ha transmitido lo que él mismo había recibido. Y a continuación viene el pasaje que hemos escuchado al inicio de nuestro encuentro. San Pablo presenta ante todo la muerte de Jesús y, en un texto tan escueto, pone dos añadiduras a la noticia de que "Cristo murió": la primera: murió "por nuestros pecados"; la segunda: "según las Escrituras" (v. 1Co 15,3). La expresión "según las Escrituras" pone el acontecimiento de la muerte del Señor en relación con la historia de la alianza veterotestamentaria de Dios con su pueblo, y nos hace comprender que la muerte del Hijo de Dios pertenece al entramado de la historia de la salvación; más aún, nos hace comprender que esa historia recibe de ella su lógica y su verdadero significado.

Hasta ese momento la muerte de Cristo había permanecido casi como un enigma, cuyo éxito era aún incierto. En el misterio pascual se cumplen las palabras de la Escritura, o sea, esta muerte realizada "según las Escrituras" es un acontecimiento que contiene en sí un logos, una lógica: la muerte de Cristo atestigua que la Palabra de Dios se hizo "carne", "historia" humana, hasta el fondo. Cómo y por qué sucedió eso se comprende gracias a la otra añadidura que san Pablo hace: Cristo murió "por nuestros pecados". Con estas palabras el texto paulino parece retomar la profecía de Isaías contenida en el cuarto canto del Siervo de Dios (cf. Is 53,12). El Siervo de Dios —así dice el canto— "indefenso se entregó a la muerte", llevó "el pecado de muchos", e intercediendo por los "rebeldes" pudo obtener el don de la reconciliación de los hombres entre sí y de los hombres con Dios: su muerte es, por tanto, una muerte que pone fin a la muerte; el camino de la cruz lleva a la Resurrección.

En los versículos que siguen el Apóstol se refiere a la resurrección del Señor. Dice que Cristo "resucitó al tercer día según las Escrituras". ¡De nuevo "según las Escrituras"! No pocos exegetas ven en la expresión "resucitó al tercer día según las Escrituras" una alusión significativa a lo que se lee en el Salmo 16, donde el Salmista proclama: "No me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción" (v. 1Co 15,10). Este es uno de los textos del Antiguo Testamento que, en el cristianismo primitivo, se solía citar a menudo para probar el carácter mesiánico de Jesús. Dado que según la interpretación judía la corrupción comenzaba después del tercer día, las palabras de la Escritura se cumplen en Jesús, que resucita al tercer día, es decir, antes de que comience la corrupción.

San Pablo, transmitiendo fielmente la enseñanza de los Apóstoles, subraya que la victoria de Cristo sobre la muerte se produce por el poder creador de la Palabra de Dios. Este poder divino trae esperanza y alegría: este es, en definitiva, el contenido liberador de la revelación pascual. En la Pascua Dios se revela a sí mismo y revela el poder del amor trinitario que aniquila las fuerzas destructoras del mal y de la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, dejémonos iluminar por el esplendor del Señor resucitado. Acojámoslo con fe y adhirámonos generosamente a su Evangelio, como hicieron los testigos privilegiados de su resurrección; como hizo, algunos años después, san Pablo, que se encontró con el divino Maestro de un modo extraordinario en el camino de Damasco. No podemos tener sólo para nosotros el anuncio de esta Verdad que cambia la vida de todos. Con humilde confianza oremos: "Oh Jesús, que resucitando de entre los muertos has anticipado nuestra resurrección, nosotros creemos en ti".

Me complace concluir con una exclamación que solía repetir Silvano del Monte Athos: "Alégrate, alma mía. Siempre es Pascua, porque Cristo resucitado es nuestra resurrección". Que la Virgen María nos ayude a cultivar en nosotros, y en nuestro entorno, este clima de alegría pascual, para ser testigos del Amor divino en todas las situaciones de nuestra vida.

Una vez más, ¡feliz Pascua a todos!

Saludos

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular a los peregrinos venidos de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Os aliento a todos a que, como hicieron los Apóstoles, acojáis con fe el misterio de la resurrección de Cristo y, llenos de alegre esperanza, seáis testigos de esta gozosa verdad que cambia nuestras vidas. Os deseo a todos unas felices Pascuas.

(En lengua croata)
El Señor resucitado, que venció a la muerte y nos dio la vida, se apareció a los discípulos, los confirmó en la fe y los convirtió en sus testigos. No tengáis miedo en creerle y consagrarle vuestra vida, compartiendo con él vuestra felicidad y vuestras dificultades.

(A los peregrinos eslovacos)
Hermanos y hermanas, que vuestra visita a Roma en la octava de Pascua sea para cada uno de vosotros ocasión de auténtica renovación espiritual. El Señor resucitado os acompañe con su paz. De buen grado os bendigo.

(A los fieles y peregrinos polacos)
El Señor ha resucitado y nosotros somos sus testigos. Os deseo que la luz de la mañana de la resurrección ilumine todas las tinieblas y que perdure en vosotros la alegría pascual de testigos del amor de Dios. Que Dios os bendiga.

(En italiano)

(A un grupo de diáconos de la Compañía de Jesús y a grupos de seminaristas de varias diócesis italianas)
A todos y a cada uno os deseo que la resurrección del Señor sea una invitación profunda a renovar vuestra vida poniéndola al servicio del Evangelio.


Os saludo a vosotros, queridos jóvenes, entre los que recuerdo particularmente a los de la archidiócesis de Milán que se preparan para su profesión de fe, etapa que sigue al sacramento de la Confirmación. El Señor os acompañe en vuestro camino. Os saludo a vosotros, queridos enfermos, y por último a vosotros, queridos recién casados. A cada uno de vosotros deseo de corazón que os dejéis iluminar por la luz de Cristo resucitado para poder experimentar la alegría de su presencia en vosotros.



Miércoles 22 de abril de 2009: Ambrosio Auperto

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Queridos hermanos y hermanas:

La Iglesia vive en las personas, y quien quiere conocer a la Iglesia, comprender su misterio, debe considerar a las personas que han vivido y viven su mensaje, su misterio. Por ello, desde hace mucho tiempo, en las catequesis de los miércoles hablo de personas de las que podemos aprender lo que es la Iglesia. Comenzamos con los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, y poco a poco hemos llegado hasta el siglo VIII, el período de Carlomagno. Hoy voy a hablar de Ambrosio Auperto, un autor más bien desconocido; en efecto, sus obras fueron atribuidas, en gran parte, a otros personajes más conocidos, desde san Ambrosio de Milán hasta san Ildefonso, para no hablar de las que los monjes de Montecassino creyeron que debían atribuir a la pluma de un abad suyo del mismo nombre, que vivió casi un siglo más tarde. Prescindiendo de alguna breve alusión autobiográfica insertada en su gran comentario al Apocalipsis, tenemos pocas noticias ciertas sobre su vida. Sin embargo, la atenta lectura de las obras cuya paternidad la crítica ha ido reconociendo poco a poco, permite descubrir en su enseñanza un tesoro teológico y espiritual valioso también para nuestro tiempo.

Ambrosio Auperto, nacido en Provenza de una familia distinguida, según su tardío biógrafo Juan fue a la corte del rey franco Pipino el Breve donde, además del cargo de oficial, desarrolló de alguna forma también el de preceptor del futuro emperador Carlomagno. Probablemente en el séquito del Papa Esteban ii, que entre los años 753-754 acudió a la corte franca, Auperto llegó a Italia y visitó la famosa abadía benedictina de San Vicente, en las fuentes del Volturno, en el ducado de Benevento. Esa abadía, fundada a inicios de aquel siglo por los tres hermanos beneventanos Paldón, Tatón y Tasón, era conocida como oasis de cultura clásica y cristiana. Poco después de su visita, Ambrosio Auperto decidió abrazar la vida religiosa y entró en aquel monasterio, donde pudo formarse de modo adecuado, sobre todo en el campo de la teología y la espiritualidad, según la tradición de los Padres.

Hacia el año 761 fue ordenado sacerdote y el 4 de octubre del año 777 fue elegido abad con el apoyo de los monjes francos, mientras que le eran contrarios los longobardos, favorables al longobardo Potón. La tensión, de trasfondo nacionalista, no se calmó en los meses sucesivos, con la consecuencia de que al año siguiente, el 778, Auperto pensó en dimitir y marcharse con algunos monjes francos a Spoleto, donde podía contar con la protección de Carlomagno. A pesar de ello, las disensiones en el monasterio de San Vicente no cesaron, y algunos años después, cuando a la muerte del abad que sucedió a Auperto fue elegido precisamente Potón (año 782), el conflicto volvió a encenderse y se llegó a la denuncia del nuevo abad ante Carlomagno. Este remitió a los contendientes al tribunal del Pontífice, el cual los convocó a Roma. Llamó también como testigo a Auperto que, sin embargo, durante el viaje murió repentinamente, quizá asesinado, el 30 de enero del año 784.

Ambrosio Auperto fue monje y abad en una época marcada por fuertes tensiones políticas, que repercutían también en la vida interna de los monasterios. De ello se hace eco frecuentemente y con preocupación en sus escritos. Por ejemplo, denuncia la contradicción entre la espléndida apariencia externa de los monasterios y la tibieza de los monjes: seguramente esta crítica se dirigía también a su propia abadía. Para ella escribió la Vida de los tres fundadores, con la clara intención de ofrecer a la nueva generación de monjes un punto de referencia con el cual confrontarse.

Una finalidad semejante tenía también el pequeño tratado ascético Conflictus vitiorum et virtutum ("Conflicto entre los vicios y las virtudes"), que obtuvo gran éxito en la Edad Media y se publicó en 1473 en Utrecht bajo el nombre de san Gregorio Magno y un año después en Estrasburgo bajo el nombre de san Agustín. En él Ambrosio Auperto pretendía enseñar a los monjes de modo concreto cómo afrontar el combate espiritual día a día. De modo significativo, no aplica la afirmación de 2 Tm 3,12: "Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones", a la persecución externa, sino al asalto que el cristiano debe sufrir en su interior por parte de las fuerzas del mal. Se presentan en una especie de disputa 24 parejas de combatientes: cada vicio trata de embaucar al alma con razonamientos sutiles, mientras que la virtud respectiva rebate esas insinuaciones utilizando sobre todo palabras de la Escritura.

En este tratado sobre el conflicto entre vicios y virtudes, Auperto contrapone a la cupiditas (la codicia) el contemptus mundi (el desprecio del mundo), que se convierte en una figura importante en la espiritualidad de los monjes. Este desprecio del mundo no es un desprecio de la creación, de la belleza y de la bondad de la creación y del Creador, sino un desprecio de la falsa visión del mundo que nos presenta e insinúa precisamente la codicia. Esta nos insinúa que el "tener" sería el sumo valor de nuestro ser, de nuestro vivir en el mundo, para parecer importantes. Así falsifica la creación del mundo y destruye el mundo.

Auperto observa también que el afán de ganancias de los ricos y los poderosos de la sociedad de su tiempo existe también en el interior de las almas de los monjes; por ello, escribió un tratado titulado De cupiditate, en el que, con el apóstol san Pablo, denuncia desde el inicio la codicia como la raíz de todos los males. Escribe: "Desde el suelo de la tierra diversas espinas agudas brotan de varias raíces; en el corazón del hombre, en cambio, los piquetes de todos los vicios proceden de una única raíz, la codicia" (De cupiditate 1: CCCM 27 b, p. 963). Este relieve revela toda su actualidad a la luz de la presente crisis económica mundial. Vemos que precisamente de esta raíz de la codicia ha nacido esta crisis. Ambrosio imagina la objeción que los ricos y los poderosos podrían aducir diciendo: nosotros no somos monjes; para nosotros no valen ciertas exigencias ascéticas. Y responde: "Es verdad lo que decís, pero también para vosotros vale el camino angosto y estrecho, según la manera de vuestro estado de vida y en la medida de vuestras fuerzas, porque el Señor sólo propuso dos puertas y dos caminos (es decir, la puerta estrecha y la ancha, el camino angosto y el cómodo); no indicó una tercera puerta o un tercer camino" (l.c., p. 978).

Ve claramente que los estilos de vida son muy distintos. Pero también para el hombre de este mundo, también para el rico vale el deber de combatir contra la codicia, contra el afán de poseer, de aparecer, contra el falso concepto de libertad como facultad de disponer de todo según el propio arbitrio. También el rico debe encontrar el auténtico camino de la verdad, del amor y, así, de la vida recta. Por eso, Auperto, como prudente pastor de almas, al final de su predicación penitencial, sabe decir una palabra de consuelo: "No he hablado contra los codiciosos, sino contra la codicia, no contra la naturaleza, sino contra el vicio" (l.c., p. 981).

La obra más importante de Ambrosio Auperto es seguramente su comentario en diez libros al Apocalipsis, que constituye, después de siglos, el primer comentario amplio en el mundo latino al último libro de la Sagrada Escritura. Esta obra fue fruto de un trabajo de muchos años, llevado a cabo en dos etapas entre los años 758 y 767, por tanto antes de su elección como abad. En el prólogo indica con precisión sus fuentes, lo cual no era normal en absoluto en la Edad Media. A través de su fuente quizás más significativa, el comentario del obispo Primasio Adrumetano, redactado hacia la mitad del siglo VI, Auperto entra en contacto con la interpretación del Apocalipsis que había dejado el africano Ticonio, el cual vivió una generación antes de san Agustín. No era católico: pertenecía a la Iglesia cismática donatista; sin embargo, era un gran teólogo. En este comentario vio reflejado, sobre todo en el Apocalipsis, el misterio de la Iglesia.

Ticonio había llegado a la convicción de que la Iglesia era un cuerpo compuesto de dos partes: una, dice él, pertenece a Cristo; pero la otra parte de la Iglesia pertenece al diablo. San Agustín leyó este comentario y lo aprovechó, pero subrayó fuertemente que la Iglesia está en las manos de Cristo, sigue siendo su Cuerpo, formando con él un solo sujeto, partícipe de la mediación de la gracia. Por eso, subraya que la Iglesia nunca puede separarse de Jesucristo.

En su lectura del Apocalipsis, semejante a la de Ticonio, Auperto no se interesa tanto de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos, cuanto de las consecuencias que se derivan para la Iglesia del presente de su primera venida, la encarnación en el seno de la Virgen María. Y nos dice unas palabras muy importantes: en realidad Cristo "debe nacer, morir y resucitar cada día en nosotros, que somos su Cuerpo" (In Apoc. III: CCCM 27, p. 205). En el contexto de la dimensión mística propia de todo cristiano, él contempla a María como modelo de la Iglesia, modelo para todos nosotros, porque también en nosotros y entre nosotros debe nacer Cristo. Siguiendo a los Padres que veían en la "mujer vestida de sol" de Ap 12,1 la imagen de la Iglesia, Auperto argumenta: "La bienaventurada y piadosa Virgen.... diariamente da a luz nuevos pueblos, con los cuales se forma el Cuerpo general del Mediador. Por tanto, no debe sorprender que ella, en cuyo bendito seno la Iglesia misma mereció ser unida a su Cabeza, represente la imagen de la Iglesia".

En este sentido Auperto considera que la Virgen María desempeña un papel decisivo en la obra de la Redención (cf. también sus homilías In purificatione s. Mariae e In adsumptione s. Mariae). Su gran veneración y su profundo amor a la Madre de Dios le inspiran a veces formulaciones que de alguna forma anticipan las de san Bernardo y de la mística franciscana, pero sin desviarse hacia formas discutibles de sentimentalismo, porque él no separa nunca a María del misterio de la Iglesia. Por eso, con razón, Ambrosio Auperto es considerado el primer gran mariólogo de Occidente.

Él cree que la piedad -que, según él, debe liberar al alma del apego a los placeres terrenos y transitorios- debe ir unida al profundo estudio de las ciencias sagradas, sobre todo la meditación de las Sagradas Escrituras, que define "cielo profundo, abismo insondable" (In Apoc. IX). En la hermosa oración con la que concluye su comentario al Apocalipsis, subrayando la prioridad que en toda búsqueda teológica de la verdad corresponde al amor, se dirige a Dios con estas palabras: "Cuando te escrutamos intelectualmente, no te descubrimos como eres verdaderamente; en cambio, cuando te amamos, te alcanzamos".

Hoy podemos constatar que Ambrosio Auperto vivió en un tiempo de fuerte manipulación política de la Iglesia, en la que el nacionalismo y el tribalismo habían desfigurado el rostro de la Iglesia. Pero él, en medio de todas esas dificultades, que experimentamos también nosotros, supo descubrir el verdadero rostro de la Iglesia en María, en los santos. De este modo, supo entender lo que significa ser católico, ser cristiano, vivir de la Palabra de Dios, entrar en este abismo y así vivir el misterio de la Madre de Dios: dar vida de nuevo a la Palabra de Dios, ofrecer a la Palabra de Dios la propia carne en el tiempo presente. Y con todo su conocimiento teológico, con toda la profundidad de su ciencia, Auperto supo comprender que con la simple investigación teológica no se puede conocer a Dios tal como es en realidad. Sólo el amor lo alcanza. Escuchemos este mensaje y oremos al Señor para que nos ayude a vivir el misterio de la Iglesia hoy, en nuestro tiempo.

Saludos

Saludo con afecto a los fieles de lengua española procedentes de España y otros países latinoamericanos, en particular a los peregrinos de México, acompañados por los cardenales Norberto Rivera Carrera y Ennio Antonelli, que colaboraron en la organización del VI Encuentro mundial de las familias, celebrado en el mes de enero pasado. Que su estancia en Roma los confirme en la fe de los Apóstoles y los aliente a ser discípulos y misioneros de Jesucristo, que con su resurrección ha vencido el pecado y la muerte, y nos alienta a ser testigos de la verdad del Evangelio que cambia nuestras vidas. Muchas gracias.

(A varios grupos de peregrinos procedentes de Polonia)
Mañana se celebra la fiesta de san Adalberto, patrono de Polonia. Encomendando vuestra patria y a todos vosotros, aquí presentes, a su protección, os bendigo de corazón.

(A los peregrinos croatas)
El Señor resucitado que, a pesar de estar las puertas cerradas, entró en la sala de la última Cena y animó a sus discípulos cambiando su miedo por una fe cierta, os fortalezca también a vosotros en la fe, la esperanza y el amor.

(En italiano)
Saludo ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el Señor resucitado llene de su amor el corazón de cada uno de vosotros, queridos jóvenes, para que estéis dispuestos a seguirlo con el entusiasmo y el vigor de vuestra edad; os sostenga a vosotros, queridos enfermos, para aceptar con serenidad el peso del sufrimiento; y os guíe a vosotros, queridos recién casados, a fundar en la fiel entrega mutua familias impregnadas del perfume de la santidad evangélica.


Deseo, por último, dirigir unas palabras en particular a los jóvenes del Centro juvenil internacional San Lorenzo, que recuerdan hoy el 25° aniversario de la entrega de la cruz del Año santo a los jóvenes del mundo. En efecto, el 22 de abril de 1984, al final del Año santo de la Redención, el amado Juan Pablo II encomendó a los jóvenes del mundo la gran cruz de madera que, por deseo suyo, se había colocado junto al altar mayor de la basílica de San Pedro durante ese Año jubilar especial. Desde entonces, la cruz fue acogida en el Centro juvenil internacional San Lorenzo, y desde allí comenzó a viajar por los continentes, abriendo el corazón de tantos muchachos y muchachas al amor redentor de Cristo. Esta peregrinación prosigue aún, sobre todo en preparación de las Jornadas mundiales de la juventud, hasta el punto de que ya se la conoce como Cruz de las Jornadas mundiales de la juventud.Queridos amigos, os encomiendo de nuevo esta cruz. Seguid llevándola a todos los rincones de la tierra, para que también las próximas generaciones descubran la misericordia de Dios y reaviven en su corazón la esperanza en Cristo crucificado y resucitado.








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