Audiencias 2005-2013 10030

Miércoles 10 de marzo de 2010: San Buenaventura (2)

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Basílica vaticana

Saludo a la peregrinación de la Fundación don Carlos Gnocchi

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en esta basílica y daros mi cordial bienvenida a cada uno. Saludo a la peregrinación promovida por la Fundación don Carlos Gnocchi después de la reciente beatificación de esta luminosa figura del clero milanés. Queridos amigos, tengo muy presente la extraordinaria actividad que lleváis a cabo a favor de los niños con dificultades, de los discapacitados, de los ancianos, de los enfermos terminales y en el vasto ámbito asistencial y sanitario. Mediante vuestros proyectos de solidaridad, os esforzáis por proseguir la benemérita obra que comenzó el beato Carlos Gnocchi, apóstol de los tiempos modernos y genio de la caridad cristiana, que, afrontando los desafíos de su tiempo, se dedicó con gran solicitud a los pequeños mutilados, víctimas de la guerra, en quienes veía el rostro de Dios. Sacerdote dinámico y entusiasta, y agudo educador, vivió íntegramente el Evangelio en los diferentes contextos de vida, en los que trabajó con incesante celo y con incansable ardor apostólico. En este Año sacerdotal la Iglesia lo mira una vez más como un modelo a imitar. Que su ejemplo resplandeciente sostenga el compromiso de cuantos se dedican al servicio de los más débiles y suscite en los sacerdotes el vivo deseo de redescubrir y reforzar la conciencia del extraordinario don de gracia que el ministerio ordenado representa para quien lo ha recibido, para toda la Iglesia y para el mundo.

Concluyamos este breve encuentro cantando la oración del Pater Noster.


Sala Pablo VI

San Buenaventura (2)

Queridos hermanos y hermanas:

La semana pasada hablé de la vida y de la personalidad de san Buenaventura de Bagnoregio. Esta mañana quiero proseguir su presentación, deteniéndome sobre una parte de su obra literaria y de su doctrina.

Como ya dije, uno de los varios méritos de san Buenaventura fue interpretar de forma auténtica y fiel la figura de san Francisco de Asís, a quien veneró y estudió con gran amor. En tiempos de san Buenaventura una corriente de Frailes Menores, llamados "espirituales", sostenía en particular que con san Francisco se había inaugurado una fase totalmente nueva de la historia, en la que aparecería el "Evangelio eterno", del que habla el Apocalipsis, sustituyendo al Nuevo Testamento. Este grupo afirmaba que la Iglesia ya había agotado su papel histórico, y una comunidad carismática de hombres libres guiados interiormente por el Espíritu —es decir, los "Franciscanos espirituales"— pasaba a ocupar su lugar. Las ideas de este grupo se basaban en los escritos de un abad cisterciense, Gioacchino da Fiore, fallecido en 1202. En sus obras, afirmaba un ritmo trinitario de la historia. Consideraba el Antiguo Testamento como la edad del Padre, seguida del tiempo del Hijo, el tiempo de la Iglesia. Había que esperar aún la tercera edad, la del Espíritu Santo. Así, toda la historia se debía interpretar como una historia de progreso: desde la severidad del Antiguo Testamento a la relativa libertad del tiempo del Hijo, en la Iglesia, hasta la plena libertad de los hijos de Dios, en el período del Espíritu Santo, que iba a ser, por fin, el tiempo de la paz entre los hombres, de la reconciliación de los pueblos y de las religiones. Gioacchino da Fiore había suscitado la esperanza de que el comienzo del nuevo tiempo vendría de un nuevo monaquismo. Por eso, es comprensible que un grupo de franciscanos creyera reconocer en san Francisco de Asís al iniciador del tiempo nuevo y en su Orden a la comunidad del periodo nuevo: la comunidad del tiempo del Espíritu Santo, que dejaba atrás a la Iglesia jerárquica, para iniciar la nueva Iglesia del Espíritu, desvinculada ya de las viejas estructuras.

Por consiguiente, se corría el riesgo de una gravísima tergiversación del mensaje de san Francisco, de su humilde fidelidad al Evangelio y a la Iglesia, y ese equívoco conllevaba una visión errónea del cristianismo en su conjunto.

San Buenaventura, que en 1257 se convirtió en ministro general de la Orden franciscana, se encontró ante una grave tensión dentro de su misma Orden precisamente a causa de quienes sostenían la mencionada corriente de los "Franciscanos espirituales", que se remontaba a Gioacchino da Fiore. Para responder a este grupo y restablecer la unidad en la Orden, san Buenaventura estudió atentamente los escritos auténticos de Gioacchino da Fiore y los que se le atribuían y, teniendo en cuenta la necesidad de presentar fielmente la figura y el mensaje de su amado san Francisco, quiso exponer una visión correcta de la teología de la historia. San Buenaventura afrontó el problema precisamente en su última obra, una recopilación de conferencias a los monjes del Estudio parisino, que quedó incompleta y nos ha llegado a través de las transcripciones de los oyentes, titulada Hexaëmeron, es decir, una explicación alegórica de los seis días de la creación. Los Padres de la Iglesia consideraban los seis o siete días del relato sobre la creación como profecía de la historia del mundo, de la humanidad. Los siete días representaban para ellos siete periodos de la historia, más tarde interpretados también como siete milenios. Con Cristo se entraba en el último, es decir, el sexto periodo de la historia, al que seguiría después el gran sábado de Dios. San Buenaventura supone esta interpretación histórica de la narración de los días de la creación, pero de un modo muy libre e innovador. Según él, dos fenómenos de su tiempo hacen necesaria una nueva interpretación del curso de la historia:

El primero es la figura de san Francisco, el hombre totalmente unido a Cristo hasta la comunión de los estigmas, casi un alter Christus, y con san Francisco la nueva comunidad creada por él, distinta del monaquismo conocido hasta entonces. Este fenómeno exigía una nueva interpretación, como novedad de Dios aparecida en aquel momento.

El segundo es la posición de Gioacchino da Fiore, que anunciaba un nuevo monaquismo; y un período totalmente nuevo de la historia, que iba más allá de la revelación del Nuevo Testamento, exigía una respuesta.

Como ministro general de la Orden de los Franciscanos, san Buenaventura vio en seguida que con la concepción espiritualista, inspirada en Gioacchino da Fiore, la Orden no era gobernable, sino que iba lógicamente hacia la anarquía. A su parecer, las consecuencias eran dos:

La primera: la necesidad práctica de estructuras y de inserción en la realidad de la Iglesia jerárquica, de la Iglesia real, requería un fundamento teológico, entre otras razones porque los demás, los que seguían la concepción espiritualista, mostraban un aparente fundamento teológico.

La segunda: aun teniendo en cuenta el realismo necesario, no había que perder la novedad de la figura de san Francisco.

¿Cómo respondió san Buenaventura a la exigencia práctica y teórica? Aquí sólo puedo hacer un resumen esquemático e incompleto de su respuesta en algunos puntos:

1. San Buenaventura rechaza la idea del ritmo trinitario de la historia. Dios es uno en toda la historia y no se divide en tres divinidades. Por consiguiente, la historia es una, aunque es un camino y —según san Buenaventura— un camino de progreso.

2. Jesucristo es la última Palabra de Dios; en él Dios ha dicho todo, donándose y diciéndose a sí mismo. Dios no puede decir, ni dar más que a sí mismo. El Espíritu Santo es Espíritu del Padre y del Hijo. Cristo mismo dice del Espíritu Santo: "Él os recordará todo lo que yo os he dicho" (
Jn 14,26), "recibirá de lo mío y os lo anunciará" (Jn 16,15). Así pues, no hay otro Evangelio más alto, no hay que esperar otra Iglesia. Por eso también la Orden de san Francisco debe insertarse en esta Iglesia, en su fe, en su ordenamiento jerárquico.

3. Esto no significa que la Iglesia sea inmóvil, que esté anclada en el pasado y no pueda haber novedad en ella. "Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt", las obras de Cristo no retroceden, no desaparecen, sino que avanzan, dice el santo en la carta De tribus quaestionibus. Así formula explícitamente san Buenaventura la idea del progreso, y esta es una novedad respecto a los Padres de la Iglesia y a gran parte de sus contemporáneos. Para san Buenaventura Cristo ya no es el fin de la historia, como para los Padres de la Iglesia, sino su centro; con Cristo la historia no acaba, sino que comienza un período nuevo. Otra consecuencia es la siguiente: hasta ese momento dominaba la idea de que los Padres de la Iglesia eran la cima absoluta de la teología, todas las generaciones siguientes sólo podían ser sus discípulas. También san Buenaventura reconoce a los Padres como maestros para siempre, pero el fenómeno de san Francisco le da la certeza de que la riqueza de la Palabra de Cristo es inagotable y de que incluso en las nuevas generaciones pueden aparecer luces nuevas. La unicidad de Cristo garantiza asimismo la novedad y la renovación en todos los períodos de la historia.

Ciertamente, la Orden Franciscana —subraya— pertenece a la Iglesia de Jesucristo, a la Iglesia apostólica y no puede construirse en un espiritualismo utópico. Pero, al mismo tiempo, es válida la novedad de esa Orden respecto al monaquismo clásico, y san Buenaventura —como dije en la catequesis anterior— defendió esta novedad contra los ataques del clero secular de París: los franciscanos no tienen un monasterio fijo, pueden estar presentes en todas partes para anunciar el Evangelio. Precisamente la ruptura con la estabilidad, característica del monaquismo, en favor de una nueva flexibilidad, restituyó a la Iglesia el dinamismo misionero.

Llegados a este punto, quizá es útil decir que también hoy existen visiones según las cuales toda la historia de la Iglesia en el segundo milenio ha sido una decadencia permanente; algunos ya ven la decadencia inmediatamente después del Nuevo Testamento. En realidad, "Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt", las obras de Cristo no retroceden, sino que avanzan. ¿Qué sería la Iglesia sin la nueva espiritualidad de los cistercienses, de los franciscanos y de los dominicos, de la espiritualidad de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz, etcétera? También hoy vale esta afirmación: "Opera Christi non deficiunt, sed proficiunt", avanzan. San Buenaventura nos enseña el conjunto del discernimiento necesario, incluso severo, del realismo sobrio y de la apertura a los nuevos carismas que Cristo da, en el Espíritu Santo, a su Iglesia. Y mientras se repite esta idea de la decadencia, existe también otra idea, este "utopismo espiritualista", que se repite. De hecho, sabemos que después del concilio Vaticano II algunos estaban convencidos de que todo era nuevo, de que había otra Iglesia, de que la Iglesia pre-conciliar había acabado e iba a surgir otra, totalmente "otra". ¡Un utopismo anárquico! Y, gracias a Dios, los timoneles sabios de la barca de Pedro, el Papa Pablo vi y el Papa Juan Pablo II, por una parte defendieron la novedad del Concilio y, por otra, al mismo tiempo, defendieron la unicidad y la continuidad de la Iglesia, que siempre es Iglesia de pecadores y siempre es lugar de gracia.

4.En este sentido, san Buenaventura, como ministro general de los franciscanos, adoptó una línea de gobierno en la que era clarísimo que la nueva Orden, como comunidad, no podía vivir a la misma "altura escatológica" de san Francisco, en el cual él ve anticipado el mundo futuro, sino que —guiada, al mismo tiempo, por un sano realismo y por la valentía espiritual— debía acercarse tanto como fuera posible a la realización máxima del Sermón de la montaña, que para san Francisco fue la regla, si bien teniendo en cuenta los límites del hombre, marcado por el pecado original.

Vemos así que para san Buenaventura gobernar no coincidía simplemente con hacer algo, sino que era sobre todo pensar y rezar. En la base de su gobierno siempre encontramos la oración y el pensamiento; todas sus decisiones eran fruto de la reflexión, del pensamiento iluminado de la oración. Su íntima relación con Cristo acompañó siempre su labor de ministro general y, por esto, compuso una serie de escritos teológico-místicos, que expresan el alma de su gobierno y manifiestan la intención de guiar interiormente la Orden, es decir, de gobernar no sólo mediante órdenes y estructuras, sino guiando e iluminando las almas, orientando hacia Cristo.

De estos escritos, que son el alma de su gobierno y que muestran tanto a la persona como a la comunidad el camino a recorrer, quiero mencionar sólo uno, su obra maestra, el Itinerarium mentis in Deum, que es un "manual" de contemplación mística. Este libro fue concebido en un lugar de profunda espiritualidad: el monte de la Verna, donde san Francisco recibió los estigmas. En la introducción el autor ilustra las circunstancias que dieron origen a este escrito: "Mientras meditaba sobre las posibilidades del alma de ascender a Dios, se me presentó, entre otras cosas, el acontecimiento admirable que sucedió en aquel lugar al beato Francisco, es decir, la visión del serafín alado en forma de Crucifijo. Y meditando sobre ello, en seguida me percaté de que esa visión me ofrecía el éxtasis contemplativo del mismo padre Francisco y a la vez el camino que lleva hasta él" (Itinerario della mente in Dio,Prólogo, 2, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 499).

Las seis alas del serafín se convierten así en el símbolo de seis etapas que llevan progresivamente al hombre desde el conocimiento de Dios, mediante la observación del mundo y de las criaturas y mediante la exploración del alma misma con sus facultades, a la unión íntima con la Trinidad por medio de Cristo, a imitación de san Francisco de Asís. Habría que dejar que las últimas palabras del Itinerarium de san Buenaventura, que responden a la pregunta sobre cómo se puede alcanzar esta comunión mística con Dios, llegaran hasta el fondo de nuestro corazón: "Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la comunión mística con Dios), pregunta a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al clamor de la oración, no al estudio de la letra; al esposo, no al maestro; a Dios, no al hombre; a la neblina, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y trasporta en Dios con las fuertes unciones y los afectos vehementes... Entremos, por tanto, en la neblina, acallemos los afanes, las pasiones y los fantasmas; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, para decir con Felipe después de haberlo visto: esto me basta" (ib., VII, 6).

Queridos amigos, acojamos la invitación que nos dirige san Buenaventura, el doctor seráfico, y entremos en la escuela del Maestro divino: escuchemos su Palabra de vida y de verdad, que resuena en lo íntimo de nuestra alma. Purifiquemos nuestros pensamientos y nuestras acciones, a fin de que él pueda habitar en nosotros, y nosotros podamos escuchar su voz divina, que nos atrae hacia la felicidad verdadera.


Llamamiento


Estoy profundamente cercano a las personas afectadas por el reciente seísmo en Turquía y a sus familias. A cada uno aseguro mi oración, y pido a la comunidad internacional que les ayude con prontitud y generosidad. Mis sentidas condolencias se dirigen también a las víctimas de la atroz violencia que ensangrienta a Nigeria y que no ha escatimado ni siquiera a los niños indefensos. Una vez más repito encarecidamente que la violencia no resuelve los conflictos, sino que sólo aumenta sus trágicas consecuencias. Hago un llamamiento a cuantos en el país tienen responsabilidades civiles y religiosas para que promuevan la seguridad y la convivencia pacífica de toda la población. Manifiesto, por último, mi cercanía a los pastores y a los fieles nigerianos, y oro a Dios para que, fuertes y firmes en la esperanza, sean auténticos testigos de reconciliación.

Saludos

(En español)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de Santa María Magdalena de Dos Hermanas, acompañados por el cardenal Carlos Amigo Vallejo. Siguiendo la enseñanza de san Buenaventura, os invito a continuar el camino cuaresmal de preparación para la Pascua mediante la escucha atenta de la Palabra divina, la práctica de la caridad y la purificación del corazón.

(En italiano)

Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, que el camino cuaresmal que estamos recorriendo sea ocasión de auténtica conversión que os lleve a la madurez de la fe en Cristo. Queridos enfermos, participando con amor en el sufrimiento del Hijo de Dios encarnado, podéis compartir ya desde ahora la gloria y la alegría de su resurrección. Y vosotros, queridos recién casados, encontrad en la alianza que, al precio de su sangre, Cristo selló con su Iglesia, el apoyo y el modelo de vuestro pacto conyugal y de vuestra misión al servicio del Evangelio".





Plaza de San Pedro

Miércoles 17 de marzo de 2010: San Buenaventura (3)

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Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana, continuando con la reflexión del miércoles pasado, quiero profundizar junto con vosotros en otros aspectos de la doctrina de san Buenaventura de Bagnoregio. Se trata de un eminente teólogo, que merece ser puesto al lado de otro grandísimo pensador contemporáneo suyo, santo Tomás de Aquino. Ambos escrutaron los misterios de la Revelación, valorizando los recursos de la razón humana, en el diálogo fecundo entre fe y razón que caracteriza al Medioevo cristiano, haciendo de este una época de gran viveza intelectual, como también de fe y de renovación eclesial, aunque con frecuencia no se ha subrayado suficientemente. Tienen en común otras analogías: tanto san Buenaventura, franciscano, como santo Tomás, dominico, pertenecían a las Órdenes Mendicantes que, con su lozanía espiritual, como recordé en catequesis anteriores, en el siglo XIII renovaron toda la Iglesia y atrajeron a numerosos seguidores. Ambos sirvieron a la Iglesia con diligencia, con pasión y con amor, hasta tal punto que fueron invitados a participar en el concilio ecuménico de Lyon en 1274, el mismo año en que murieron: santo Tomás mientras viajaba hacia Lyon, y san Buenaventura durante los trabajos de ese concilio. También en la plaza de San Pedro las estatuas de los dos santos ocupan una posición paralela, situadas precisamente al inicio de la Columnata partiendo de la fachada de la basílica vaticana: una en el brazo de la izquierda y la otra en el brazo de la derecha. A pesar de todos estos aspectos, en estos dos grandes santos podemos observar dos enfoques distintos ante la investigación filosófica y teológica, que muestran la originalidad y la profundidad de pensamiento de uno y otro. Quiero comentar brevemente algunas de estas diferencias.

Una primera diferencia concierne al concepto de teología. Ambos doctores se preguntan si la teología es una ciencia práctica o una ciencia teórica, especulativa. Santo Tomás reflexiona sobre dos posibles respuestas opuestas. La primera dice: la teología es reflexión sobre la fe, y el objetivo de la fe es que el hombre llegue a ser bueno, que viva según la voluntad de Dios. Por lo tanto, el objetivo de la teología debería ser guiar por el camino recto, bueno; por consiguiente, en el fondo es una ciencia práctica. La otra posición dice: la teología intenta conocer a Dios. Nosotros somos obra de Dios; Dios está por encima de nuestro obrar. Dios realiza en nosotros el obrar justo. Por tanto, substancialmente ya no se trata de nuestro obrar, sino de conocer a Dios y no de nuestro actuar. La conclusión de santo Tomás es: la teología implica ambos aspectos: es teórica, intenta conocer cada vez más a Dios, y es práctica: intenta orientar nuestra vida hacia el bien. Pero la primacía corresponde al conocimiento: sobre todo debemos conocer a Dios, después sigue obrar según Dios (Summa Theologiae
I 1,4). Esta primacía del conocimiento respecto de la praxis es significativo para la orientación fundamental de santo Tomás.

La respuesta de san Buenaventura es muy parecida, pero los matices son distintos. San Buenaventura conoce los mismos argumentos en una y otra dirección, como santo Tomás, pero para responder a la pregunta de si la teología es una ciencia práctica o teórica, hace tres distinciones: amplía la alternativa entre teórico (primacía del conocimiento) y práctico (primacía de la praxis), añadiendo una tercera actitud, que llama "sapiencial" y afirmando que la sabiduría abarca ambos aspectos. Y prosigue: la sabiduría busca la contemplación (como la forma más alta del conocimiento) y tiene como intención "ut boni fiamus", que lleguemos a ser buenos, sobre todo esto: ser buenos (cf. Breviloquium, Prólogo, 5). Después añade: "La fe está en el intelecto, de modo que provoca el afecto. Por ejemplo: conocer que Cristo ha muerto "por nosotros" no se queda en conocimiento, sino que necesariamente se convierte en afecto, en amor" (Proemium in I Sent., q. 3).

En la misma línea se mueve su defensa de la teología, es decir, de la reflexión racional y metódica de la fe. San Buenaventura enumera algunos argumentos contra el hacer teología, quizá generalizados entre una parte de los frailes franciscanos y presentes también en nuestro tiempo: la razón vacía la fe, es una actitud violenta respecto a la Palabra de Dios, debemos escuchar y no analizar la Palabra de Dios (cf. Carta de san Francisco de Asís a san Antonio de Padua). A estos argumentos contra la teología, que muestran los peligros existentes en la teología misma, el santo responde: es verdad que hay un modo arrogante de hacer teología, una soberbia de la razón, que se pone por encima de la Palabra de Dios. Pero la verdadera teología, el trabajo racional de la verdadera y de la buena teología tiene otro origen, no la soberbia de la razón. Quien ama quiere conocer cada vez más y mejor a la persona amada; la verdadera teología no compromete la razón y su búsqueda motivada por la soberbia, "sed propter amorem eius cui assentit" —"motivada por amor a Aquel al cual ha dado su consentimiento" (Proemium in I Sent., q. 2)—, y quiere conocer mejor al amado: esta es la intención fundamental de la teología. Por tanto, para san Buenaventura, al fin, es determinante la primacía del amor.

En consecuencia, santo Tomás y san Buenaventura definen de manera diferente el destino último del hombre, su felicidad plena: para santo Tomás el fin supremo, al cual se dirige nuestro deseo, es ver a Dios. En este acto sencillo de ver a Dios encuentran solución todos los problemas: somos felices, no es necesario nada más.

Para san Buenaventura, en cambio, el destino último del hombre es amar a Dios, el encuentro y la unión de su amor y del nuestro. Para él esta es la definición más adecuada de nuestra felicidad.
En esta línea, podríamos decir también que la categoría más alta para santo Tomás es la verdad, mientras que para san Buenaventura es el bien. Sería un error ver una contradicción entre estas dos respuestas. Para ambos la verdad es también el bien, y el bien es también la verdad; ver a Dios es amar y amar es ver. Se trata, por tanto, de matices distintos de una visión fundamentalmente común. Ambos matices han formado tradiciones diversas y espiritualidades distintas, y así han mostrado la fecundidad de la fe, una en la diversidad de sus expresiones.

Volvamos a san Buenaventura. Es evidente que el matiz específico de su teología, del cual he puesto sólo un ejemplo, se explica a partir del carisma franciscano: el "Poverello" de Asís, más allá de los debates intelectuales de su tiempo, había mostrado con toda su vida la primacía del amor; era un icono vivo y enamorado de Cristo, y así hizo presente, en su tiempo, la figura del Señor: convenció a sus contemporáneos no con palabras, sino con su vida. En todas las obras de san Buenaventura, incluidas las obras científicas, de escuela, se ve y se encuentra esta inspiración franciscana; es decir, se nota que piensa partiendo del encuentro con el "Poverello" de Asís. Pero para entender la elaboración concreta del tema de la "primacía del amor" debemos tener presente otra fuente: los escritos del llamado Pseudo-Dionisio, un teólogo siríaco del siglo VI, que se ocultó bajo el pseudónimo de Dionisio el Areopagita, haciendo referencia, con este nombre, a una figura de los Hechos de los Apóstoles (cf. Ac 17,34). Este teólogo había creado una teología litúrgica y una teología mística, y había hablado ampliamente de los distintos órdenes de los ángeles. Sus escritos se tradujeron al latín en el siglo ix; en el tiempo de san Buenaventura —estamos en el siglo XIII— parecía una nueva tradición, que despertó el interés del santo y de los demás teólogos de su siglo. Dos cosas atraían especialmente la atención de san Buenaventura:

1 .El Pseudo-Dionisio habla de nueve órdenes de ángeles, cuyos nombres había encontrado en la Escritura y después había ordenado a su manera, desde los simples ángeles hasta los serafines. San Buenaventura interpreta estos órdenes de los ángeles como escalones en el acercamiento de la criatura a Dios. Así pueden representar el camino humano, la subida hacia la comunión con Dios. Para san Buenaventura no hay ninguna duda: san Francisco de Asís pertenecía al orden seráfico, al orden supremo, al coro de los serafines, es decir: era puro fuego de amor. Y así debían ser los franciscanos. Pero san Buenaventura sabía bien que este último grado de acercamiento a Dios no se puede insertar en un ordenamiento jurídico, sino que siempre es un don particular de Dios. Por eso la estructura de la Orden franciscana es más modesta, más realista, pero debe ayudar a sus miembros a acercarse cada vez más a una existencia seráfica de puro amor. El miércoles pasado hablé sobre esta síntesis entre realismo sobrio y radicalidad evangélica en el pensamiento y en la acción de san Buenaventura.

2. San Buenaventura, sin embargo, encontró en los escritos de Pseudo-Dionisio otro elemento, para él aún más importante. Mientras que para san Agustín el intellectus, el ver con la razón y el corazón, es la última categoría del conocimiento, el Pseudo-Dionisio da otro paso más: en la subida hacia Dios se puede llegar a un punto en que la razón deja de ver. Pero en la noche del intelecto el amor sigue viendo, ve lo que es inaccesible a la razón. El amor se extiende más allá de la razón, ve más, entra más profundamente en el misterio de Dios. San Buenaventura quedó fascinado por esta visión, que coincidía con su espiritualidad franciscana. Precisamente en la noche oscura de la cruz se muestra toda la grandeza del amor divino; donde la razón deja de ver, el amor ve. Las palabras conclusivas del "Itinerario de la mente hacia Dios", en una lectura superficial, pueden parecer una expresión exagerada de una devoción sin contenido; en cambio, leídas a la luz de la teología de la cruz de san Buenaventura, son una expresión límpida y realista de la espiritualidad franciscana: "Si ahora anhelas saber cómo sucede esto (la subida hacia Dios), pregunta a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no al intelecto; al clamor de la oración, no al estudio de la letra; ... no a la luz, sino al fuego que todo lo inflama y transporta en Dios" (VII, 6). Todo esto no es anti-intelectual y no es anti-racional: supone el camino de la razón, pero lo trasciende en el amor de Cristo crucificado. Con esta trasformación de la mística del Pseudo-Dionisio, san Buenaventura se sitúa en los inicios de una gran corriente mística, que elevó y purificó mucho la mente humana: es una cima en la historia del espíritu humano.

Esta teología de la cruz, nacida del encuentro entre la teología del Pseudo-Dionisio y la espiritualidad franciscana, no debe hacernos olvidar que san Buenaventura también comparte con san Francisco de Asís el amor a la creación, la alegría por la belleza de la creación de Dios. Sobre este punto cito una frase del primer capítulo del "Itinerario": "Quien... no ve los innumerables esplendores de las criaturas, está ciego; quien con tantas voces no se despierta, está sordo; quien no alaba a Dios por todas estas maravillas, está mudo; quien con tantos signos no se eleva hasta el primer principio, es necio" (I, 15). Toda la creación habla en voz alta de Dios, del Dios bueno y bello; de su amor.

Por tanto, para san Buenaventura toda nuestra vida es un "itinerario", una peregrinación, una subida hacia Dios. Pero sólo con nuestras fuerzas no podemos subir hasta la altura de Dios. Dios mismo debe ayudarnos, debe "tirar de nosotros" hacia arriba. Por eso es necesaria la oración. La oración —así dice el santo— es la madre y el origen de la elevación, "sursum actio", acción que nos eleva, dice san Buenaventura. Concluyo, por tanto, con la oración con la que comienza su "Itinerario": "Oremos, pues, y digamos al Señor, nuestro Dios: "Guíame, Señor, por tus sendas y caminaré en tu verdad. Alégrese mi corazón en el temor de tu nombre" (I, 1).

Saludos

(En lengua inglesa)

Hoy, fiesta de san Patricio, saludo en particular a todos los fieles y peregrinos irlandeses aquí presentes. Como sabéis, en los meses pasados la Iglesia en Irlanda se ha visto duramente sacudida por la crisis relativa a los abusos sexuales. Como signo de mi profunda preocupación he escrito una carta pastoral sobre esta dolorosa situación. La firmaré en la solemnidad de san José, custodio de la Sagrada Familia y patrono de la Iglesia universal, y la enviaré inmediatamente después. Os pido a todos que la leáis con corazón abierto y espíritu de fe. Espero que contribuya al proceso de arrepentimiento, curación y renovación.

(En lengua española)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, venidos de España, México y otros países latinoamericanos. Que el ejemplo y el mensaje de san Buenaventura ayude a todos a seguir con esperanza en el camino hacia el misterio de la Pascua del Señor.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

Queridos jóvenes, encontrarme con vosotros es para mí motivo de consuelo y esperanza, porque vuestra edad es la primavera de la vida. Sed siempre fieles al amor que Dios tiene por vosotros. Os dirijo ahora un saludo afectuoso a vosotros, queridos enfermos. Cuando se sufre, toda la realidad en nosotros y en torno a nosotros parece oscurecerse, pero en lo íntimo de nuestro corazón eso no debe apagar la luz consoladora de la fe. Cristo con su cruz nos sostiene en la prueba. Y vosotros, queridos recién casados, a quienes saludo cordialmente, sed agradecidos a Dios por el don de la familia. Contando siempre con su ayuda, haced de vuestra vida una misión de amor fiel y generoso".




Plaza de San Pedro

Miércoles 24 de marzo de 2010: San Alberto Magno

24030

Queridos hermanos y hermanas:

Uno de los maestros más grandes de la teología medieval es san Alberto Magno. El título de "grande" (magnus), con el que pasó a la historia, indica la vastedad y la profundidad de su doctrina, que unió a la santidad de vida. Ya sus contemporáneos no dudaban en atribuirle títulos excelentes; un discípulo suyo, Ulrico de Estrasburgo, lo definió "asombro y milagro de nuestra época".

Nació en Alemania a principios del siglo XIII, y todavía muy joven se dirigió a Italia, a Padua, sede de una de las universidades más famosas del Medioevo. Se dedicó al estudio de las llamadas "artes liberales": gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, es decir, de la cultura general, manifestando el típico interés por las ciencias naturales que muy pronto se convertiría en el campo predilecto de su especialización. Durante su estancia en Padua, frecuentó la iglesia de los Dominicos, a los cuales después se unió con la profesión de los votos religiosos. Las fuentes hagiográficas dan a entender que Alberto maduró esta decisión gradualmente. La intensa relación con Dios, el ejemplo de santidad de los frailes dominicos, la escucha de los sermones del beato Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo en el gobierno de la Orden de los Predicadores, fueron los factores decisivos que lo ayudaron a superar toda duda, venciendo también resistencias familiares. Con frecuencia, en los años de la juventud, Dios nos habla y nos indica el proyecto de nuestra vida. Como para Alberto, también para todos nosotros la oración personal alimentada por la Palabra del Señor, la participación frecuente en los sacramentos y la dirección espiritual de hombres iluminados son medios para descubrir y seguir la voz de Dios. Recibió el hábito religioso de manos del beato Jordán de Sajonia.

Después de la ordenación sacerdotal, sus superiores lo destinaron a la enseñanza en varios centros de estudios teológicos anexos a los conventos de los padres dominicos. Sus brillantes cualidades intelectuales le permitieron perfeccionar el estudio de la teología en la universidad más célebre de la época, la de París. Desde entonces san Alberto emprendió la extraordinaria actividad de escritor que prosiguió durante toda su vida.

Se le asignaron tareas prestigiosas. En 1248 recibió el encargo de abrir un estudio teológico en Colonia, una de las capitales más importantes de Alemania, donde vivió en varios períodos de su vida, y que se convirtió en su ciudad de adopción. De París llevó consigo a Colonia a un alumno excepcional, Tomás de Aquino. Bastaría sólo el mérito de haber sido maestro de santo Tomás, para sentir una profunda admiración por san Alberto. Entre estos dos grandes teólogos, se instauró una relación de recíproca estima y amistad, actitudes humanas que ayudan mucho al desarrollo de la ciencia. En 1254 Alberto fue elegido provincial de la "Provincia Teutoniae" —teutónica— de los padres dominicos, que comprendía comunidades esparcidas en un vasto territorio del centro y del norte de Europa. Se distinguió por el celo con el que ejerció ese ministerio, visitando a las comunidades y exhortando constantemente a los hermanos a vivir la fidelidad a las enseñanzas y los ejemplos de santo Domingo.

Sus dotes no escaparon a la atención del Papa de aquella época, Alejandro IV, que quiso que Alberto estuviera durante un tiempo a su lado en Anagni —adonde los Papas iban con frecuencia—, en Roma y en Viterbo, para servirse de su asesoramiento teológico. El mismo Sumo Pontífice lo nombró obispo de Ratisbona, una diócesis grande y famosa, pero que atravesaba un momento difícil. De 1260 a 1262 Alberto desempeñó este ministerio con infatigable dedicación, y logró traer paz y concordia a la ciudad, reorganizar parroquias y conventos, y dar un nuevo impulso a las actividades caritativas.

En los años 1263 y 1264 Alberto predicó en Alemania y en Bohemia, por voluntad del Papa Urbano IV y regresó después a Colonia, donde retomó su misión de docente, estudioso y escritor. Al ser un hombre de oración, de ciencia y de caridad, gozaba de gran autoridad en sus intervenciones, en varias vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad de la época: fue sobre todo un hombre de reconciliación y de paz en Colonia, donde el arzobispo había entrado en dura contraposición con las instituciones ciudadanas; se prodigó durante los trabajos del II concilio de Lyon, en 1274, convocado por el Papa Gregorio X para favorecer la unión entre la Iglesia latina y la griega, después de la separación del gran cisma de Oriente de 1054; aclaró el pensamiento de santo Tomás de Aquino, que había sido objeto de objeciones e incluso de condenas completamente injustificadas.

Murió en la celda de su convento de la Santa Cruz en Colonia en 1280, y muy pronto fue venerado por sus hermanos dominicos. La Iglesia lo propuso al culto de los fieles con la beatificación, en 1622, y con la canonización, en 1931, cuando el Papa Pío XI lo proclamó Doctor de la Iglesia. Se trataba de un reconocimiento indudablemente apropiado a este gran hombre de Dios e insigne estudioso no sólo de las verdades de la fe, sino de muchísimos otros sectores del saber; en efecto, echando una ojeada a los títulos de sus numerosísimas obras, nos damos cuenta de que su cultura es prodigiosa y de que sus intereses enciclopédicos lo llevaron a ocuparse no sólo de filosofía y de teología, como otros contemporáneos, sino también de cualquier otra disciplina conocida entonces: física, química, astronomía, mineralogía, botánica, zoología... Por este motivo el Papa Pío XII lo nombró patrono de los cultores de las ciencias naturales y también se le llama Doctor universalis precisamente por la vastedad de sus intereses y de su saber.

Ciertamente, los métodos científicos adoptados por san Alberto Magno no son los que se consolidaron en los siglos posteriores. Su método consistía simplemente en la observación, en la descripción y en la clasificación de los fenómenos estudiados, pero de este modo abrió la puerta a trabajos futuros.

Sigue teniendo mucho que enseñarnos. San Alberto muestra sobre todo que entre fe y ciencia no existe oposición, pese a algunos episodios de incomprensión que han tenido lugar en la historia. Un hombre de fe y de oración, como era san Alberto Magno, puede cultivar serenamente el estudio de las ciencias naturales y avanzar en el conocimiento del micro y del macrocosmos, descubriendo las leyes propias de la materia, porque todo esto concurre a alimentar la sed de Dios y el amor a él. La Biblia nos habla de la creación como del primer lenguaje a través del cual Dios —que es suma inteligencia, que es Logos— nos revela algo de sí mismo. El libro de la Sabiduría, por ejemplo, afirma que los fenómenos de la naturaleza, dotados de grandeza y belleza, son como las obras de un artista, a través de las cuales, por analogía, podemos conocer al Autor de la creación (cf.
Sg 13,5). Con una similitud clásica en la Edad Media y en el Renacimiento, el mundo natural puede compararse con un libro escrito por Dios, que nosotros leemos según los distintos enfoques de las ciencias (cf. Discurso a los participantes en la asamblea plenaria de la Academia pontificia de las ciencias, 31 de octubre de 2008). ¡Cuántos científicos, siguiendo los pasos de san Alberto Magno, han llevado adelante sus investigaciones movidos por asombro y gratitud frente al mundo que, a sus ojos de estudiosos y creyentes, se presentaba y se presenta como la obra buena de un Creador sabio y amoroso! El estudio científico se transforma en un himno de alabanza. Lo había comprendido muy bien un gran astrofísico de nuestros tiempos, cuya causa de beatificación se ha incoado, Enrico Medi, el cual escribió: "Oh, vosotras, misteriosas galaxias..., yo os veo, os calculo, os entiendo, os estudio y os descubro, penetro en vosotras y os recojo. Tomo vuestra luz y con ella hago ciencia; tomo el movimiento y hago de él sabiduría; tomo el destello de los colores y hago de él poesía; os tomo a vosotras, estrellas, en mis manos, y temblando en la unidad de mi ser os elevo por encima de vosotras mismas, y en oración os presento al Creador, que vosotras sólo podéis adorar a través de mí" (Le opere. Inno alla creazione).

San Alberto Magno nos recuerda que entre ciencia y fe existe amistad, y que los hombres de ciencia pueden recorrer, mediante su vocación al estudio de la naturaleza, un auténtico y fascinante camino de santidad.

Su extraordinaria apertura de mente se revela también en una operación cultural que emprendió con éxito, a saber, en la acogida y en la valorización del pensamiento de Aristóteles. De hecho, en tiempos de san Alberto se estaba difundiendo el conocimiento de numerosas obras de este gran filósofo griego del siglo iv antes de Cristo, sobre todo en el ámbito de la ética y de la metafísica. Estas demostraban la fuerza de la razón, explicaban con lucidez y claridad el sentido y la estructura de la realidad, su inteligibilidad, el valor y la finalidad de las acciones humanas. San Alberto Magno abrió la puerta para acoger toda la filosofía de Aristóteles en la filosofía y la teología medieval, una incorporación que Santo Tomás elaboró después de modo definitivo. Esta incorporación de una filosofía —digamos— pagana pre-cristiana fue una auténtica revolución cultural para aquel tiempo. Sin embargo, muchos pensadores cristianos temían la filosofía de Aristóteles, la filosofía no cristiana, sobre todo porque, presentada por sus comentaristas árabes, se había interpretado de una manera que parecía —por lo menos en algunos puntos— completamente inconciliable con la fe cristiana. De modo que se planteaba un dilema: ¿fe y razón se contraponen o no se contraponen?

Aquí está uno de los grandes méritos de san Alberto: con rigor científico estudió las obras de Aristóteles, convencido de que todo lo que es realmente racional es compatible con la fe revelada en las Sagradas Escrituras. En otras palabras, san Alberto Magno contribuyó así a la formación de una filosofía autónoma, diferente de la teología, a la cual la une sólo la unidad de la verdad. Así nació en el siglo XIII una distinción clara entre los dos saberes, filosofía y teología, que, dialogando entre sí, cooperan armoniosamente al descubrimiento de la auténtica vocación del hombre, sediento de verdad y de felicidad: es sobre todo la teología, definida por san Alberto "ciencia afectiva", la que indica al hombre su llamada a la alegría eterna, una alegría que brota de la adhesión plena a la verdad.

San Alberto Magno fue capaz de comunicar estos conceptos de modo sencillo y comprensible. Auténtico hijo de santo Domingo, predicaba de buen grado al pueblo de Dios, que era conquistado por su palabra y por el ejemplo de su vida.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que nunca falten en la santa Iglesia teólogos doctos, piadosos y sabios como san Alberto Magno, y que nos ayude a cada uno de nosotros a hacer nuestra la "fórmula de la santidad" que él siguió en su vida: "Querer todo lo que yo quiero para la gloria de Dios, como Dios quiere para su gloria todo lo que él quiere", es decir, conformarse siempre a la voluntad de Dios para querer y hacerlo todo sólo y siempre para su gloria.

Queridos hermanos y hermanas, saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al cardenal Francisco Javier Errázuriz Ossa y al presidente de la Conferencia episcopal de Chile, monseñor Alejandro Goic Karmelic, con la delegación venida para recibir una imagen de la Virgen del Carmen, que bendeciré como signo de afecto a los hijos de ese país, que celebra su bicentenario, y los acompañará en estos momentos de dificultad tras el reciente terremoto sufrido. Saludo también a los grupos venidos de España, México y otros países latinoamericanos. Muchas gracias.

(En lengua italiana)

Saludo por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que la solemnidad de la Anunciación, que celebraremos mañana, sea para todos una invitación a seguir el ejemplo de María santísima: que para vosotros, queridos jóvenes, se traduzca en una pronta disponibilidad a la llamada del Padre para que seáis fermento evangélico en la sociedad; que para vosotros, queridos enfermos, sea estímulo a renovar la aceptación serena y confiada de la voluntad divina y a transformar vuestro sufrimiento en un instrumento de redención de toda la humanidad; y que el sí de María suscite en vosotros, queridos recién casados, un compromiso más generoso para construir una familia fundada en el amor recíproco y en los valores cristianos perennes.




Plaza de San Pedro

Miércoles 31 de marzo de 2010: El Triduo pascual


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