Audiencias 2005-2013 19092

Miércoles 19 de septiembre de 2012: Viaje apostólico a Líbano

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero volver brevemente, con el pensamiento y con el corazón, a las extraordinarias jornadas del viaje apostólico que realicé a Líbano. Un viaje que quise ardientemente, a pesar de las circunstancias difíciles, considerando que un padre siempre debe estar al lado de sus hijos cuando encuentran graves problemas. Me ha impulsado el deseo de anunciar la paz que el Señor resucitado ha dejado a sus discípulos con las palabras: «Mi paz os doy» (
Jn 14,27). Mi viaje tenía como finalidad principal la firma y la entrega de la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente a los representantes de las comunidades católicas de Oriente Medio, así como a las demás Iglesias y comunidades eclesiales y a los líderes musulmanes.

Ha sido un acontecimiento eclesial conmovedor y, al mismo tiempo, una providencial ocasión de diálogo vivida en un país complejo pero emblemático para toda la región, por su tradición de convivencia y de activa colaboración entre los diversos componentes religiosos y sociales. Ante los sufrimientos y los dramas que persisten en esa zona de Oriente Medio, manifesté mi sincera cercanía a las legítimas aspiraciones de esas queridas poblaciones, llevando a ellos un mensaje de aliento y de paz. Pienso en particular en el terrible conflicto que atormenta a Siria, causando, además de miles de muertos, un flujo de prófugos que se extiende en la región en búsqueda desesperada de seguridad y de futuro; y no olvido la difícil situación de Irak. Durante mi visita, la gente de Líbano y de Oriente Medio —católicos, representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales y de las diversas comunidades musulmanas— vivió, con entusiasmo y en un clima distendido y constructivo, una importante experiencia de respeto recíproco, comprensión y fraternidad, que constituye un fuerte signo de esperanza para toda la humanidad. Sobre todo el encuentro con los fieles católicos de Líbano y de Oriente Medio, presentes a millares, suscitó en mi ánimo un sentimiento de profunda gratitud por el ardor de su fe y de su testimonio.

Doy gracias al Señor por este don precioso, que da esperanza para el futuro de la Iglesia en esos territorios: jóvenes, adultos y familias animadas por el firme deseo de arraigar su vida en Cristo, permanecer anclados en el Evangelio y caminar juntos en la Iglesia. Renuevo mi reconocimiento también a cuántos trabajaron incansablemente por mi visita: los patriarcas y los obispos de Líbano con sus colaboradores, la Secretaría general del Sínodo de los obispos, las personas consagradas, los fieles laicos, quienes constituyen una realidad valiosa y significativa en la sociedad libanesa. Pude constatar directamente que las comunidades católicas libanesas, mediante su presencia bimilenaria y su compromiso lleno de esperanza, ofrecen una contribución significativa y apreciada en la vida cotidiana de todos los habitantes del país. Un pensamiento agradecido y deferente dirijo a las autoridades libanesas, a las instituciones y asociaciones, a los voluntarios y a cuantos ofrecieron el apoyo de la oración. No puedo olvidar la cordial acogida que recibí del presidente de la República, señor Michel Sleiman, como también de los diversos componentes del país y de la gente: ha sido una acogida calurosa, según la célebre hospitalidad libanesa. Los musulmanes me acogieron con gran respeto y sincera consideración; su constante y participada presencia me permitió lanzar un mensaje de diálogo y de colaboración entre cristianismo e islam: me parece que ha llegado el momento de dar juntos un testimonio sincero y decidido contra las divisiones, contra la violencia, contra las guerras. Los católicos, llegados también de países limítrofes, manifestaron con fervor su profundo afecto al Sucesor de Pedro.

Después de la bella ceremonia a mi llegada al aeropuerto de Beirut, la primera cita fue de especial solemnidad: la firma de la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente, en la basílica greco-melquita de San Pablo en Harissa. En esa ocasión invité a los católicos de Oriente Medio a fijar la mirada en Cristo crucificado para encontrar la fuerza, incluso en contextos difíciles y dolorosos, de celebrar la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza y de la unidad sobre la división. Aseguré a todos que la Iglesia universal está más cerca que nunca, con el afecto y la oración, a las Iglesias en Oriente Medio: ellas, aun siendo un «pequeño rebaño», no han de tener miedo, en la certeza de que el Señor siempre está con ellas. El Papa no las olvida.

El segundo día de mi viaje apostólico me encontré con representantes de las instituciones de la República y del mundo de la cultura, el Cuerpo diplomático y los líderes religiosos. A ellos, entre otras cosas, señalé un camino por recorrer para favorecer un futuro de paz y de solidaridad: se trata de trabajar a fin de que las diferencias culturales, sociales y religiosas lleguen, en el diálogo sincero, a una nueva fraternidad, donde aquello que une es el sentido compartido de la grandeza y la dignidad de cada persona, cuya vida siempre se ha de defender y tutelar. En la misma jornada tuve un encuentro con los líderes de las comunidades religiosas musulmanas, que se desarrolló en un espíritu de diálogo y benevolencia recíproca. Doy gracias a Dios por este encuentro. El mundo de hoy necesita signos claros y fuertes de diálogo y de colaboración, y de ello Líbano ha sido y deber seguir siendo un ejemplo para los países árabes y para el resto del mundo.

Por la tarde, en la residencia del patriarca Maronita, fui acogido por el entusiasmo incontenible de miles de jóvenes libaneses y de países vecinos, que dieron vida a un momento festivo y orante, que permanecerá inolvidable en el corazón de muchos. Puse de relieve su fortuna por vivir en esa parte del mundo que vio a Jesús, muerto y resucitado por nuestra salvación, y el desarrollo del cristianismo, exhortándolos a la fidelidad y al amor por su tierra, a pesar de las dificultades causadas por la falta de estabilidad y de seguridad. Además, los alenté a permanecer firmes en la fe, confiando en Cristo, fuente de nuestra alegría, y a profundizar la relación personal con él en la oración, como también a estar abiertos a los grandes ideales de la vida, de la familia, de la amistad y de la solidaridad. Al ver a jóvenes cristianos y musulmanes en fiesta en gran armonía, los alenté a construir juntos el futuro de Líbano y de Oriente Medio, y a oponerse juntos a la violencia y a la guerra. La concordia y la reconciliación deben ser más fuertes que los impulsos de muerte.

En la mañana del domingo, tuvo lugar el momento muy intenso y participado de la santa misa en el City Center Waterfront de Beirut, acompañada por sugestivos cantos, que caracterizaron también las demás celebraciones. En presencia de numerosos obispos y de una gran multitud de fieles, procedentes de todas las partes de Oriente Medio, quise exhortar a todos a vivir la fe y a testimoniarla sin miedo, con la consciencia de que la vocación del cristiano y de la Iglesia es la de llevar el Evangelio a todos sin distinción, siguiendo el ejemplo de Jesús. En un contexto marcado por ásperos conflictos, llamé la atención sobre la necesidad de servir a la paz y a la justicia, convirtiéndose en instrumentos de reconciliación y constructores de comunión. Al término de la celebración eucarística, tuve la alegría de entregar la Exhortación apostólica que recoge las conclusiones de la Asamblea especial del Sínodo de los obispos dedicada a Oriente Medio. A través de los patriarcas y los obispos orientales y latinos, los sacerdotes, los consagrados y los laicos, este Documento quiere llegar a todos los fieles de esa querida región, para sostenerlos en la fe y en la comunión, y estimularlos en el camino de la tan deseada nueva evangelización. Por la tarde, en la sede del Patriarcado siro-católico, tuve luego la alegría de un fraterno encuentro ecuménico con los patriarcas ortodoxos y ortodoxos orientales y los representantes de esas Iglesias, como también de las comunidades eclesiales.

Queridos amigos, los días transcurridos en Líbano han sido una maravillosa manifestación de fe y de intensa religiosidad y un signo profético de paz. La multitud de creyentes, procedentes de todo Oriente Medio, tuvo la oportunidad de reflexionar, de dialogar, y, sobre todo, de rezar juntos, renovando el compromiso de enraizar la propia vida en Cristo. Estoy seguro de que el pueblo libanés, en su multiforme pero bien amalgamada composición religiosa y social, sabrá testimoniar con nuevo impulso la paz auténtica, que nace de la confianza en Dios. Deseo que los diversos mensajes de paz y de estima que transmití, ayuden a los gobernantes de la región a dar pasos decisivos hacia la paz y hacia una mejor comprensión de las relaciones entre cristianos y musulmanes. Por mi parte, sigo acompañando con la oración a esas amadas poblaciones, a fin de que permanezcan fieles a los compromisos asumidos. A la maternal intercesión de María, venerada en numerosos y antiguos santuarios libaneses, confío los frutos de esta visita pastoral, así como los propósitos de bien y las justas aspiraciones de todo Oriente Medio. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Colombia, Venezuela, Argentina, y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor que me ha concedido vivir esta visita apostólica. Confiemos a la materna intercesión de María los propósitos de bien y las justas aspiraciones de todo el Oriente Medio. Muchas gracias.



Plaza de San Pedro

Miércoles 26 de septiembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

Durante estos meses hemos recorrido un camino a la luz de la Palabra de Dios para aprender a rezar de un modo cada vez más auténtico, mirando algunas figuras del Antiguo Testamento, los Salmos, las cartas de san Pablo y el Apocalipsis, pero mirando sobre todo la experiencia única y fundamental de Jesús, en su relación con el Padre celestial. En realidad, sólo en Cristo el hombre es capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de un hijo con respecto a un padre que lo ama, sólo en él podemos dirigirnos con toda verdad a Dios llamándolo con afecto «¡Abbá! ¡Padre!». Como los Apóstoles, también nosotros hemos repetido durante estas semanas y repetimos hoy a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (
Lc 11,1).

Además, para aprender a vivir aún más intensamente la relación personal con Dios, hemos aprendido a invocar al Espíritu Santo, primer don del Resucitado a los creyentes, porque es él quien «acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8,26), dice san Pablo, y nosotros sabemos que tiene razón.

En este punto, después de una larga serie de catequesis sobre la oración en la Escritura, podemos preguntarnos: ¿cómo puedo dejarme formar por el Espíritu Santo y así llegar a ser capaz de entrar en la atmósfera de Dios, de rezar con Dios? ¿Cuál es esta escuela en la que él me enseña a rezar, viene en ayuda de mi fatiga de dirigirme a Dios de modo justo? La primera escuela para la oración —lo hemos visto estas semanas— es la Palabra de Dios, la Sagrada Escritura. La Sagrada Escritura es un diálogo permanente entre Dios y el hombre, un diálogo progresivo en el cual Dios se muestra cada vez más cercano, en el cual podemos conocer cada vez mejor su rostro, su voz, su ser. Y el hombre aprende a aceptar conocer a Dios, a hablar con Dios. Por lo tanto, en estas semanas, leyendo la Sagrada Escritura, hemos buscado, en la Escritura, en este diálogo permanente, aprender cómo podemos entrar en contacto con Dios.

Existe además otro precioso «espacio», otra preciosa «fuente» para crecer en la oración, una fuente de agua viva en estrechísima relación con la precedente. Me refiero a la liturgia, que es un ámbito privilegiado donde Dios habla a cada uno de nosotros, aquí y ahora, y espera nuestra respuesta.

¿Qué es la liturgia? Si abrimos el Catecismo de la Iglesia católica —subsidio siempre valioso, diría e indispensable— leemos que originariamente la palabra «liturgia» significa «servicio de parte de y en favor del pueblo» (CEC 1069). Si la teología cristiana tomó este vocablo del mundo griego, lo hizo obviamente pensando en el nuevo pueblo de Dios nacido de Cristo que abrió sus brazos en la Cruz para unir a los hombres en la paz del único Dios. «Servicio en favor del pueblo», un pueblo que no existe por sí mismo, sino que se formó gracias al misterio pascual de Jesucristo. De hecho, el pueblo de Dios no existe por vínculos de sangre, de territorio, de nación, sino que nace siempre de la obra del Hijo de Dios y de la comunión con el Padre que él nos obtiene.

El Catecismo indica además que «en la tradición cristiana (la palabra “liturgia”) quiere significar que el pueblo de Dios toma parte en la obra de Dios» (CEC 1069), porque el pueblo de Dios como tal existe sólo por obra de Dios.

Esto nos lo ha recordado el desarrollo mismo del concilio Vaticano II, que inició sus trabajos, hace cincuenta años, con la discusión del esquema sobre la sagrada liturgia, aprobado luego solemnemente el 4 de diciembre de 1963, el primer texto aprobado por el Concilio. El hecho de que el documento sobre la liturgia fuera el primer resultado de la asamblea conciliar, tal vez fue considerado por algunos una casualidad. Entre tantos proyectos, el texto sobre la sagrada liturgia pareció ser el menos controvertido, y, precisamente por esto, capaz de constituir como una especie de ejercicio para comprender la metodología del trabajo conciliar. Pero sin ninguna duda, lo que a primera vista puede parecer una casualidad, se demostró la elección más justa, incluso a partir de la jerarquía de los temas y de las tareas más importantes de la Iglesia. En efecto, comenzando con el tema de la «liturgia», el Concilio destacó muy claramente el primado de Dios, su prioridad absoluta. Dios primero de todo: precisamente esto nos dice la elección conciliar de partir de la liturgia. Donde la mirada sobre Dios no es determinante, todo lo demás pierde su orientación. El criterio fundamental para la liturgia es su orientación a Dios, para poder así participar en su misma obra.

Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿cuál es esta obra de Dios a la que estamos llamados a participar? La respuesta que nos ofrece la constitución conciliar sobre la sagrada liturgia es aparentemente doble. En el número 5 nos indica, en efecto, que la obra de Dios son sus acciones históricas que nos traen la salvación, culminante en la muerte y resurrección de Jesucristo; pero en el número 7 la misma constitución define precisamente la celebración de la liturgia como «obra de Cristo». En realidad estos dos significados están inseparablemente relacionados. Si nos preguntamos quién salva al mundo y al hombre, la única respuesta es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. Y, ¿dónde se hace actual para nosotros, para mí, hoy, el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? La respuesta es: en la acción de Cristo a través de la Iglesia, en la liturgia, en especial en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial del Hijo de Dios, que nos redimió; en el sacramento de la Reconciliación, donde se pasa de la muerte del pecado a la vida nueva; y en los demás actos sacramentales que nos santifican (cf. Presbyterorum ordinis PO 5). Así, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo es el centro de la teología litúrgica del Concilio.

Demos otro paso hacia adelante y preguntémonos: ¿de qué modo se hace posible esta actualización del misterio pascual de Cristo? El beato Papa Juan Pablo II, a los 25 años de la constitución Sacrosanctum Concilium, escribió: «Para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones litúrgicas. La liturgia es, por consiguiente, el lugar privilegiado del encuentro de los cristianos con Dios y con quien él envió, Jesucristo (cf. Jn 17,3)» (Vicesimus quintus annus, n. 7). En la misma línea leemos en el Catecismo de la Iglesia católica: «Toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa como un diálogo a través de acciones y de palabras» (CEC 1153). Por tanto, la primera exigencia para una buena celebración litúrgica es que sea oración, coloquio con Dios, ante todo escucha y, por tanto, respuesta. San Benito, en su «Regla», hablando de la oración de los Salmos, indica a los monjes: mens concordet voci, «que la mente concuerde con la voz». El santo enseña que en la oración de los Salmos las palabras deben preceder a nuestra mente. Habitualmente no sucede así, antes debemos pensar, y, luego, aquello que hemos pensado se convierte en palabra. Aquí, en cambio, en la liturgia, es al revés, la palabra precede. Dios nos dio la palabra, y la sagrada liturgia nos ofrece las palabras; nosotros debemos entrar dentro de las palabras, en su significado, acogerlas en nosotros, ponernos en sintonía con estas palabras; así nos convertimos en hijos de Dios, semejantes a Dios. Como recuerda la Sacrosanctum Concilium, para asegurar la plena eficacia de la celebración «es necesario que los fieles accedan a la sagrada liturgia con recta disposición de ánimo, pongan su alma de acuerdo con su voz y cooperen con la gracia divina para no recibirla en vano» (SC 11). Elemento fundamental, primario, del diálogo con Dios en la liturgia, es la concordancia entre lo que decimos con los labios y lo que llevamos en el corazón. Entrando en las palabras de la gran historia de la oración, nosotros mismos somos conformados al espíritu de estas palabras y llegamos a ser capaces de hablar con Dios.

En esta línea, quiero sólo hacer referencia a uno de los momentos que, durante la liturgia misma, nos llama y nos ayuda a encontrar esa concordancia, ese conformarnos a lo que escuchamos, decimos y hacemos en la celebración de la liturgia. Me refiero a la invitación que formula el celebrante antes de la plegaria eucarística: «Sursum corda», elevemos nuestro corazón fuera del enredo de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Nuestro corazón, el interior de nosotros mismos, debe abrirse dócilmente a la Palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para recibir su orientación hacia Dios de las palabras mismas que escucha y dice. La mirada del corazón debe dirigirse al Señor, que está en medio de nosotros: es una disposición fundamental.

Cuando vivimos la liturgia con esta actitud de fondo, nuestro corazón está como apartado de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y se eleva interiormente hacia lo alto, hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Come recuerda el Catecismo de la Iglesia católica: «La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar» (CEC 2655): altare Dei est cor nostrum.

Queridos amigos, sólo celebramos y vivimos bien la liturgia si permanecemos en actitud orante, no si queremos «hacer algo», hacernos ver o actuar, sino si orientamos nuestro corazón a Dios y estamos en actitud de oración uniéndonos al misterio de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Dios mismo nos enseña a rezar, afirma san Pablo (cf. Rm 8,26). Él mismo nos ha dado las palabras adecuadas para dirigirnos a él, palabras que encontramos en el Salterio, en las grandes oraciones de las sagrada liturgia y en la misma celebración eucarística. Pidamos al Señor ser cada día más conscientes del hecho de que la liturgia es acción de Dios y del hombre; oración que brota del Espíritu Santo y de nosotros, totalmente dirigida al Padre, en unión con el Hijo de Dios hecho hombre (cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2564). Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Panamá, Costa Rica, Chile, Puerto Rico, Colombia, Argentina y otros países latinoamericanos. Saludo asimismo de modo especial al Presidente de la Cámara de Diputados de Chile, Señor Nicolás Monckeberg Díaz, acompañado de un grupo de parlamentarios, de visita en Roma, recordando al mismo tiempo a los políticos católicos la necesidad de buscar generosamente el bien común de todos los ciudadanos, y de modo coherente con las convicciones propias de hijos de la Iglesia. Invito en fin a todos a celebrar y vivir la liturgia con actitud orante, uniéndonos al Misterio de Cristo y a su diálogo filial con el Padre. Muchas gracias.


Plaza de San Pedro

Miércoles 3 de octubre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

En la última catequesis comencé a hablar de una de las fuentes privilegiadas de la oración cristiana: la sagrada liturgia, que —como afirma el Catecismo de la Iglesia católica— es «participación en la oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo. En la liturgia toda oración cristiana encuentra su fuente y su término» (
CEC 1073). Hoy quiero que nos preguntemos: ¿reservo en mi vida un espacio suficiente a la oración? Y, sobre todo, ¿qué lugar ocupa en mi relación con Dios la oración litúrgica, especialmente la santa misa, como participación en la oración común del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia?

Al responder a esta pregunta debemos recordar ante todo que la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo (cf. ibid., CEC 2565). Por lo tanto, la vida de oración consiste en estar de manera habitual en presencia de Dios y ser conscientes de ello, vivir en relación con Dios como se viven las relaciones habituales de nuestra vida, con los familiares más queridos, con los verdaderos amigos. Es más, la relación con el Señor es la que dona luz al resto de todas nuestras relaciones. Esta comunión de vida con Dios, uno y trino, es posible porque por medio del Bautismo hemos sido injertados en Cristo, hemos comenzado a ser una sola cosa con él (cf. Rm 6,5).

Sólo en Cristo, en efecto, podemos dialogar con Dios Padre como hijos, de lo contrario no es posible, pero en comunión con el Hijo podemos incluso decir nosotros como dijo él: «Abbá». En comunión con Cristo podemos conocer a Dios como verdadero Padre (cf. Mt 11,27). Por esto, la oración cristiana consiste en mirar constantemente y de manera siempre nueva a Cristo, hablar con él, estar en silencio con él, escucharlo, obrar y sufrir con él. El cristiano redescubre su verdadera identidad en Cristo, «primogénito de toda criatura», en quien residen todas las cosas (cf. Col 1,15ss). Al identificarme con él, al ser una cosa sola con él, redescubro mi identidad personal, la de hijo auténtico que mira a Dios como a un Padre lleno de amor.

No olvidemos que a Cristo lo descubrimos, lo conocemos como Persona viva, en la Iglesia. La Iglesia es «su Cuerpo». Esa corporeidad puede ser comprendida a partir de las palabras bíblicas sobre el hombre y sobre la mujer: los dos serán una sola carne (cf. Gn 2,24 Ep 5,30ss.; 1Co 6,16s). El vínculo inseparable entre Cristo y la Iglesia, a través de la fuerza unificadora del amor, no anula el «tú» y el «yo», sino que los eleva a su unidad más profunda. Encontrar la propia identidad en Cristo significa llegar a la comunión con él, que no me anula, sino que me eleva a una dignidad más alta, la dignidad de hijo de Dios en Cristo: «La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más» (Deus caritas est ). Rezar significa elevarse a la altura de Dios mediante una transformación necesaria y gradual de nuestro ser.

Así, participando en la liturgia, hacemos nuestra la lengua de la madre Iglesia, aprendemos a hablar en ella y por ella. Esto sucede, naturalmente, como ya he dicho, de modo gradual, poco a poco. Debo sumergirme progresivamente en las palabras de la Iglesia, con mi oración, con mi vida, con mi sufrimiento, con mi alegría, con mi pensamiento. Es un camino que nos transforma.

Pienso, entonces, que estas reflexiones nos permiten responder a la pregunta que nos hemos planteado al comienzo: ¿cómo aprendo a rezar? ¿Cómo crezco en mi oración? Mirando el modelo que nos enseñó Jesús, el Padrenuestro, vemos que la primera palabra es «Padre» y la segunda es «nuestro». La respuesta, por lo tanto, es clara: aprendo a rezar, alimento mi oración, dirigiéndome a Dios como Padre y orando-con-otros, orando con la Iglesia, aceptando el don de sus palabras, que poco a poco llegan a ser para mí familiares y ricas de sentido. El diálogo que Dios establece en la oración con cada uno de nosotros, y nosotros con él, incluye siempre un «con»; no se puede rezar a Dios de modo individualista. En la oración litúrgica, sobre todo en la Eucaristía, y —formados por la liturgia— en toda oración, no hablamos sólo como personas individuales, sino que entramos en el «nosotros» de la Iglesia que ora. Debemos transformar nuestro «yo» entrando en este «nosotros».

Quiero poner de relieve otro aspecto importante. En el Catecismo de la Iglesia católica leemos: «En la Liturgia de la Nueva Alianza, toda acción litúrgica, especialmente la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos es un encuentro entre Cristo y la Iglesia» (CEC 1097); por lo tanto, quien celebra es el «Cristo total», toda la comunidad, el Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza. La liturgia, entonces, no es una especie de «auto-manifestación» de una comunidad, sino que es, en cambio, salir del simple «ser-uno-mismo», estar encerrado en sí mismo, y acceder al gran banquete, entrar en la gran comunidad viva, en la cual Dios mismo nos alimenta. La liturgia implica universalidad y este carácter universal debe entrar siempre de nuevo en la conciencia de todos. La liturgia cristiana es el culto del templo universal que es Cristo resucitado, cuyos brazos están extendidos en la cruz para atraer a todos en el abrazo del amor eterno de Dios. Es el culto del cielo abierto. Nunca es sólo el acontecimiento de una sola comunidad, con su ubicación en el tiempo y en el espacio. Es importante que cada cristiano se sienta y esté realmente insertado en este «nosotros» universal, que proporciona la base y el refugio al «yo» en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

En esto debemos tener presente y aceptar la lógica de la Encarnación de Dios: él se hizo cercano, presente, entrando en la historia y en la naturaleza humana, haciéndose uno de nosotros. Y esta presencia continúa en la Iglesia, su Cuerpo. La liturgia, entonces, no es el recuerdo de acontecimientos pasados, sino que es la presencia viva del Misterio pascual de Cristo que trasciende y une los tiempos y los espacios. Si en la celebración no emerge la centralidad de Cristo no tendremos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora. Dios obra por medio de Cristo y nosotros no podemos obrar sino por medio de él y en él. Cada día debe crecer en nosotros la convicción de que la liturgia no es un «hacer» nuestro o mío, sino que es acción de Dios en nosotros y con nosotros.

Por lo tanto, no es la persona sola —sacerdote o fiel— o el grupo quien celebra la liturgia, sino que la liturgia es primariamente acción de Dios a través de la Iglesia, que tiene su historia, su rica tradición y su creatividad. Esta universalidad y apertura fundamental, que es propia de toda la liturgia, es una de las razones por la cual no puede ser ideada o modificada por la comunidad o por los expertos, sino que deber ser fiel a las formas de la Iglesia universal.

Incluso en la liturgia de la más pequeña comunidad está siempre presente toda la Iglesia. Por ello, no existen «extranjeros» en la comunidad litúrgica. En cada celebración litúrgica participa junta toda la Iglesia, cielo y tierra, Dios y los hombres. La liturgia cristiana, incluso si se celebra en un lugar y un espacio concreto, y expresa el «sí» de una determinada comunidad, es católica por naturaleza, procede del todo y conduce al todo, en unidad con el Papa, con los obispos, con los creyentes de todas las épocas y de todos los lugares. Cuanto más una celebración está animada por esta conciencia, tanto más fructuosamente se realiza en ella el sentido auténtico de la liturgia.

Queridos amigos, la Iglesia se hace visible de muchas maneras: en la acción caritativa, en los proyectos de misión y en el apostolado personal que cada cristiano debe realizar en el propio ambiente. Pero el lugar donde se la experimenta plenamente como Iglesia es en la liturgia: la liturgia es el acto en el cual creemos que Dios entra en nuestra realidad y nosotros lo podemos encontrar, lo podemos tocar. Es el acto en el cual entramos en contacto con Dios: él viene a nosotros, y nosotros somos iluminados por él. Por ello, cuando en las reflexiones sobre la liturgia sólo centramos nuestra atención en cómo hacerla atrayente, interesante y bella, corremos el riesgo de olvidar lo esencial: la liturgia se celebra para Dios y no para nosotros mismos; es su obra; él es el sujeto; y nosotros debemos abrirnos a él y dejarnos guiar por él y por su Cuerpo, que es la Iglesia.

Pidamos al Señor aprender cada día a vivir la sagrada liturgia, especialmente la celebración eucarística, rezando en el «nosotros» de la Iglesia, que dirige su mirada no a sí misma, sino a Dios, y sintiéndonos parte de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos. Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano, así como a los grupos provenientes de España, México, Perú, Honduras, Chile, Argentina y otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que sepamos vivir cada día la liturgia, especialmente la eucaristía, como acción de Dios en nosotros, y sintiéndonos parte de la Iglesia viva. Muchas gracias.


Plaza de San Pedro

Miércoles 10 de octubre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

Estamos en la víspera del día en que celebraremos los cincuenta años de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II y el inicio del Año de la fe. Con esta Catequesis quiero comenzar a reflexionar —con algunos pensamientos breves— sobre el gran acontecimiento de Iglesia que fue el Concilio, acontecimiento del que fui testigo directo. El Concilio, por decirlo así, se nos presenta como un gran fresco, pintado en la gran multiplicidad y variedad de elementos, bajo la guía del Espíritu Santo. Y como ante un gran cuadro, de ese momento de gracia incluso hoy seguimos captando su extraordinaria riqueza, redescubriendo en él pasajes, fragmentos y teselas especiales.

El beato Juan Pablo II, en el umbral del tercer milenio, escribió: «Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia que la Iglesia ha recibido en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza» (Novo millennio ineunte
NM 57). Pienso que esta imagen es elocuente. Los documentos del concilio Vaticano II, a los que es necesario volver, liberándolos de una masa de publicaciones que a menudo en lugar de darlos a conocer los han ocultado, son, incluso para nuestro tiempo, una brújula que permite a la barca de la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de tempestades o de ondas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a la meta.

Recuerdo bien aquel periodo: era un joven profesor de teología fundamental en la Universidad de Bonn, y fue el arzobispo de Colonia, el cardenal Frings, para mí un punto de referencia humano y sacerdotal, quien me trajo a Roma con él como su teólogo consultor; luego fui nombrado también perito conciliar. Para mí fue una experiencia única: después de todo el fervor y el entusiasmo de la preparación, pude ver una Iglesia viva —casi tres mil padres conciliares de todas partes del mundo reunidos bajo la guía del Sucesor del Apóstol Pedro— que asiste a la escuela del Espíritu Santo, el verdadero motor del Concilio. Raras veces en la historia se pudo casi «tocar» concretamente, como entonces, la universalidad de la Iglesia en un momento de la gran realización de su misión de llevar el Evangelio a todos los tiempos y hasta los confines de la tierra. En estos días, si volvéis a ver las imágenes de la apertura de esta gran Asamblea, a través de la televisión y otros medios de comunicación, podréis percibir también vosotros la alegría, la esperanza y el aliento que nos ha dado a todos nosotros tomar parte en ese evento de luz, que se irradia hasta hoy.

En la historia de la Iglesia, como pienso que sabéis, varios concilios precedieron al Vaticano II. Por lo general, estas grandes Asambleas eclesiales fueron convocadas para definir elementos fundamentales de la fe, sobre todo corrigiendo errores que la ponían en peligro. Pensemos en el concilio de Nicea en el año 325, para combatir la herejía arriana y reafirmar con claridad la divinidad de Jesús Hijo unigénito de Dios Padre; o en el de Éfeso, del año 431, que definió a María como Madre de Dios; en el de Calcedonia, del año 451, que afirmó la única persona de Cristo en dos naturalezas, la naturaleza divina y la humana. Para acercarnos más a nosotros, tenemos que mencionar el concilio de Trento, en el siglo XVI, que clarificó puntos esenciales de la doctrina católica ante la Reforma protestante; o bien el Vaticano i, que comenzó a reflexionar sobre varias temáticas, pero que sólo tuvo tiempo de emanar dos documentos, uno sobre el conocimiento de Dios, la revelación, la fe y las relaciones con la razón, y el otro sobre el primado del Papa y la infalibilidad, porque fue interrumpido por la ocupación de Roma en septiembre de 1870.

Si miramos al concilio ecuménico Vaticano II, vemos que en aquel momento del camino de la Iglesia no existían errores particulares de fe que se debían corregir o condenar, ni había cuestiones específicas de doctrina o de disciplina por clarificar. Se puede comprender entonces la sorpresa del pequeño grupo de cardenales presentes en la sala capitular del monasterio benedictino de San Pablo Extramuros, cuando, el 25 de enero de 1959, el beato Juan XXIII anunció el Sínodo diocesano para Roma y el Concilio para la Iglesia universal. La primera cuestión que se planteó en la preparación de este gran acontecimiento fue precisamente cómo comenzarlo, qué cometido preciso atribuirle. El beato Juan XXIII, en el discurso de apertura, el 11 de octubre de hace cincuenta años, dio una indicación general: la fe debía hablar de un modo «renovado», más incisivo —porque el mundo estaba cambiando rápidamente— manteniendo intactos sin embargo sus contenidos perennes, sin renuncias o componendas. El Papa deseaba que la Iglesia reflexionara sobre su fe, sobre las verdades que la guían. Pero de esta reflexión seria y profunda sobre la fe, debía delinearse de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna, entre el cristianismo y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, no para someterse a él, sino para presentar a nuestro mundo, que tiende a alejarse de Dios, la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y en toda su pureza (cf. Discurso a la Curia romana con ocasión de la felicitación navideña, 22 de diciembre de 2005). Lo indica muy bien el siervo de Dios Pablo VI en la homilía al final de la última sesión del Concilio —el 7 de diciembre de 1965— con palabras extraordinariamente actuales, cuando afirma que, para valorar bien este acontecimiento, «se lo debe mirar en el tiempo en cual se ha verificado. En efecto, tuvo lugar —dice el Papa— en un tiempo en el cual, como todos reconocen, los hombres tienden al reino de la tierra más bien que al reino de los cielos; un tiempo, agregamos, en el cual el olvido de Dios se hace habitual, casi lo sugiere el progreso científico; un tiempo en el cual el acto fundamental de la persona humana, siendo más consciente de sí y de la propia libertad, tiende a reclamar la propia autonomía absoluta, emancipándose de toda ley trascendente; un tiempo en el cual el “laicismo” se considera la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la norma más sabia para el ordenamiento temporal de la sociedad... En este tiempo se ha celebrado nuestro Concilio para gloria de Dios, en el nombre de Cristo, inspirador el Espíritu Santo». Hasta aquí, Pablo VI. Y concluía indicando en la cuestión sobre Dios el punto central del Concilio, aquel Dios que «existe realmente, vive, es una persona, es providente, es infinitamente bueno; es más, no sólo bueno en sí, sino inmensamente bueno también para con nosotros, es nuestro Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad, a tal punto que el hombre, cuando en la contemplación se esfuerza por fijar la mente y el corazón en Dios, realiza el acto más elevado y más pleno de su alma, el acto que incluso hoy puede y debe ser la cima de los innumerables campos de la actividad humana, de la cual estos reciben su dignidad» (AAS 58 [1966], 52-53).

Vemos cómo el tiempo en el que vivimos sigue estando marcado por un olvido y sordera con respecto a Dios. Pienso, entonces, que debemos aprender la lección más sencilla y fundamental del Concilio, es decir, que el cristianismo en su esencia consiste en la fe en Dios, que es Amor trinitario, y en el encuentro, personal y comunitario, con Cristo que orienta y guía la vida: todo lo demás se deduce de ello. Lo importante hoy, precisamente como era el deseo de los padres conciliares, es que se vea —de nuevo, con claridad— que Dios está presente, nos cuida, nos responde. Y que, en cambio, cuando falta la fe en Dios, se derrumba lo que es esencial, porque el hombre pierde su dignidad profunda y lo que hace grande su humanidad, contra todo reduccionismo. El Concilio nos recuerda que la Iglesia, en todos sus componentes, tiene la tarea, el mandato, de transmitir la palabra del amor de Dios que salva, para que sea escuchada y acogida la llamada divina que contiene en sí nuestra bienaventuranza eterna.

Mirando de este modo la riqueza contenida en los documentos del Vaticano II, quiero sólo nombrar las cuatro constituciones, casi los cuatro puntos cardinales de la brújula capaz de orientarnos. La constitución sobre la sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium nos indica cómo en la Iglesia al inicio está la adoración, está Dios, está la centralidad del misterio de la presencia de Cristo. Y la Iglesia, cuerpo de Cristo y pueblo peregrino en el tiempo, tiene como tarea fundamental glorificar a Dios, como lo expresa la constitución dogmática Lumen gentium. El tercer documento que quiero citar es la constitución sobre la divina Revelación Dei Verbum: la Palabra viva de Dios convoca a la Iglesia y la vivifica a lo largo de todo su camino en la historia. Y el modo como la Iglesia lleva a todo el mundo la luz que ha recibido de Dios para que sea glorificado, es el tema de fondo de la constitución pastoral Gaudium et spes.

El concilio Vaticano II es para nosotros un fuerte llamamiento a redescubrir cada día la belleza de nuestra fe, a conocerla de modo profundo para alcanzar una relación más intensa con el Señor, a vivir hasta la últimas consecuencias nuestra vocación cristiana. La Virgen María, Madre de Cristo y de toda la Iglesia, nos ayude a realizar y a llevar a término lo que los padres conciliares, animados por el Espíritu Santo, custodiaban en el corazón: el deseo de que todos puedan conocer el Evangelio y encontrar al Señor Jesús como camino, verdad y vida. Gracias.



Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles provenientes de España, México, Costa Rica, Argentina, Paraguay, Perú, Guatemala, Colombia, Chile y otros países latinoamericanos. Que la Virgen María, Madre de Cristo y de toda la Iglesia, nos ayude a llevar a plenitud el deseo de los Padres conciliares: que todos puedan conocer el Evangelio y encontrar al Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida. Muchas gracias.




Plaza de San Pedro

Miércoles 17 de octubre de 2012


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