Audiencias 2005-2013 28112

Miércoles 28 de noviembre de 2012: El Año de la fe. ¿Cómo hablar de Dios?

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Queridos hermanos y hermanas:

La cuestión central que nos planteamos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica en los corazones frecuentemente cerrados de nuestros contemporáneos y en sus mentes a veces distraídas por los muchos resplandores de la sociedad? Jesús mismo, dicen los evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se interrogó sobre ello: «¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?» (
Mc 4,30). ¿Cómo hablar de Dios hoy? La primera respuesta es que nosotros podemos hablar de Dios porque Él ha hablado con nosotros. La primera condición del hablar con Dios es, por lo tanto, la escucha de cuanto ha dicho Dios mismo. ¡Dios ha hablado con nosotros! Así que Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática muy apartada de nosotros. Dios se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha auto-comunicado hasta encarnarse. Dios es una realidad de nuestra vida; es tan grande que también tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el «arte de vivir», el camino de la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ep 1,5 Rm 8,14). Jesús ha venido para salvarnos y mostrarnos la vida buena del Evangelio.

Hablar de Dios quiere decir, ante todo, tener bien claro lo que debemos llevar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y está presente en la historia; el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por esto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y su Evangelio; supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino siguiendo el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad —Dios se hace uno de nosotros—, es el método realizado en la Encarnación en la sencilla casa de Nazaret y en la gruta de Belén, el de la parábola del granito de mostaza. Es necesario no temer la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y lentamente la hace crecer (cf. Mt 13,33). Al hablar de Dios, en la obra de evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, es necesario una recuperación de sencillez, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se hace cercano a nosotros en Jesucristo hasta la Cruz y que en la Resurrección nos da la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera. Ese excepcional comunicador que fue el apóstol Pablo nos brinda una lección, orientada justo al centro de la fe, sobre la cuestión de «cómo hablar de Dios» con gran sencillez. En la Primera Carta a los Corintios escribe: «Cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (2, 1-2). Por lo tanto, la primera realidad es que Pablo no habla de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado o inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla del Dios que ha entrado en su vida, habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y que hablará con nosotros, habla del Cristo crucificado y resucitado. La segunda realidad es que Pablo no se busca a sí mismo, no quiere crearse un grupo de admiradores, no quiere entrar en la historia como cabeza de una escuela de grandes conocimientos, no se busca a sí mismo, sino que san Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y real. Pablo habla sólo con el deseo de querer predicar aquello que ha entrado en su vida y que es la verdadera vida, que le ha conquistado en el camino de Damasco. Así que hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquel que nos lo da a conocer, que nos revela su rostro de amor; quiere decir expropiar el propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos nosotros los que podemos ganar a los otros para Dios, sino que debemos esperarlos de Dios mismo, invocarlos de Él. Hablar de Dios nace, por ello, de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con Él, en la vida de oración y según los Mandamientos.

Comunicar la fe, para san Pablo, no significa llevarse a sí mismo, sino decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado en su existencia ya transformada por ese encuentro: es llevar a ese Jesús que siente presente en sí y se ha convertido en la verdadera orientación de su vida, para que todos comprendan que Él es necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada hombre. El Apóstol no se conforma con proclamar palabras, sino que involucra toda su existencia en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios es necesario darle espacio, en la confianza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: hacerle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la convicción profunda de que cuánto más le situemos a Él en el centro, y no a nosotros, más fructífera será nuestra comunicación. Y esto vale también para las comunidades cristianas: están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazones, egoísmos, indiferencia, y viviendo el amor de Dios en las relaciones cotidianas. Preguntémonos si de verdad nuestras comunidades son así. Debemos ponernos en marcha para llegar a ser siempre y realmente así: anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos.

En este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en su unicidad habla de su Padre —Abbà— y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los malestares y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo, y diría que lo esencial del anuncio de Jesús es que hace transparente el mundo y que nuestra vida vale para Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación se transparenta el rostro de Dios y nos muestra cómo Dios está presente en las historias cotidianas de nuestra vida. Tanto en las parábolas de la naturaleza —el grano de mostaza, el campo con distintas semillas— o en nuestra vida —pensemos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y otras parábolas de Jesús—. Por los Evangelios vemos cómo Jesús se interesa en cada situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo con plena confianza en la ayuda del Padre. Y que realmente en esta historia, escondidamente, Dios está presente y si estamos atentos podemos encontrarle. Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que le encuentran, ven su reacción ante los problemas más dispares, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él anuncio y vida se entrelazan: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de una íntima relación con Dios Padre. Este estilo es una indicación esencial para nosotros, cristianos: nuestro modo de vivir en la fe y en la caridad se convierte en un hablar de Dios en el hoy, porque muestra, con una existencia vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de aquello que decimos con las palabras; que no se trata sólo de palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Al respecto debemos estar atentos para percibir los signos de los tiempos en nuestra época, o sea, para identificar las potencialidades, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura actual, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la protección de la creación, y comunicar sin temor la respuesta que ofrece la fe en Dios. El Año de la fe es ocasión para descubrir, con la fantasía animada por el Espíritu Santo, nuevos itinerarios a nivel personal y comunitario, a fin de que en cada lugar la fuerza del Evangelio sea sabiduría de vida y orientación de la existencia.

También en nuestro tiempo un lugar privilegiado para hablar de Dios es la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Lumen gentium LG 11 Apostolicam actuositatem AA 11), llamados a redescubrir esta misión suya, asumiendo la responsabilidad de educar, de abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios como un servicio fundamental a sus vidas, de ser los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos. Y en esta tarea es importante ante todo la vigilancia, que significa saber aprovechar las ocasiones favorables para introducir en familia el tema de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a los numerosos condicionamientos a los que están sometidos los hijos. Esta atención de los padres es también sensibilidad para recibir los posibles interrogantes religiosos presentes en el ánimo de los hijos, a veces evidentes, otras ocultos. Además, la alegría: la comunicación de la fe debe tener siempre una tonalidad de alegría. Es la alegría pascual que no calla o esconde la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de la dificultad, de la incomprensión y de la muerte misma, sino que sabe ofrecer los criterios para interpretar todo en la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del Evangelio es precisamente esta mirada nueva, esta capacidad de ver cada situación con los ojos mismos de Dios. Es importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no es un peso, sino una fuente de alegría profunda; es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien que no hace ruido; y ofrece orientaciones preciosas para vivir bien la propia existencia. Finalmente, la capacidad de escucha y de diálogo: la familia debe ser un ambiente en el que se aprende a estar juntos, a solucionar las diferencias en el diálogo recíproco hecho de escucha y palabra, a comprenderse y a amarse para ser un signo, el uno para el otro, del amor misericordioso de Dios.

Hablar de Dios, pues, quiere decir hacer comprender con la palabra y la vida que Dios no es el rival de nuestra existencia, sino su verdadero garante, el garante de la grandeza de la persona humana. Y con ello volvemos al inicio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, ese Dios que nos ha mostrado un amor tan grande como para encarnarse, morir y resucitar por nosotros; ese Dios que pide seguirle y dejarse transformar por su inmenso amor para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; ese Dios que nos ha dado la Iglesia para caminar juntos y, a través de la Palabra y los Sacramentos, renovar toda la Ciudad de los hombres a fin de que pueda transformarse en Ciudad de Dios.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Bolivia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar testimonio de Dios, que nos ha mostrado en la muerte y resurrección de su Hijo el más grande amor, y nos pide seguirlo y dejarnos transformar por Él, de modo que en su Iglesia, a través de la Palabra y los sacramentos, podamos renovar el mundo entero. Muchas gracias.
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LLAMAMIENTO


El próximo 1 de diciembre es el Día mundial de lucha contra el sida, iniciativa de las Naciones Unidas para llamar la atención sobre una enfermedad que ha causado millones de muertos y trágicos sufrimientos humanos, acentuados en las regiones más pobres del mundo que con gran dificultad pueden acceder a fármacos eficaces. En particular mi pensamiento se dirige al gran número de niños que cada año contraen el virus de sus propias madres, a pesar de que existan terapias para impedirlo. Aliento las numerosas iniciativas que, en el ámbito de la misión eclesial, se promueven para derrotar este flagelo.


Sala Pablo VI

Miércoles 5 de diciembre de 2012: El Año de la fe. Dios revela su «designio de benevolencia»

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Queridos hermanos y hermanas:

El apóstol san Pablo, al comienzo de su carta a los cristianos de Éfeso (cf.
Ep 1,3-14), eleva una oración de bendición a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos introduce a vivir el tiempo de Adviento, en el contexto del Año de la fe.El tema de este himno de alabanza es el proyecto de Dios respecto al hombre, definido con términos llenos de alegría, de estupor y de acción de gracias, como un «designio de benevolencia» (v. 9), de misericordia y de amor.

¿Por qué el apóstol eleva a Dios, desde lo profundo de su corazón, esta bendición? Porque mira su obrar en la historia de la salvación, que alcanza su cumbre en la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y contempla cómo el Padre celestial nos ha elegido antes aun de la creación del mundo para ser sus hijos adoptivos en su Hijo Unigénito Jesucristo (cf. Rm 8, 14s.; Ga 4, 4s.). Nosotros existimos en la mente de Dios desde la eternidad, en un gran proyecto que Dios ha custodiado en sí mismo y que ha decidido poner por obra y revelar «en la plenitud de los tiempos» (cf. Ep 1,10). San Pablo nos hace comprender, por lo tanto, cómo toda la creación y, en particular, el hombre y la mujer no son fruto de la casualidad, sino que responden a un designio de benevolencia de la razón eterna de Dios que con el poder creador y redentor de su Palabra da origen al mundo. Esta primera afirmación nos recuerda que nuestra vocación no es simplemente existir en el mundo, estar insertados en una historia, y tampoco ser sólo criaturas de Dios; es algo más grande: es ser elegidos por Dios, antes aun de la creación del mundo, en el Hijo, Jesucristo. En Él, por lo tanto, nosotros ya existimos, por decirlo así, desde siempre. Dios nos contempla en Cristo como hijos adoptivos. El «designio de benevolencia» de Dios, que el Apóstol califica también como «designio de amor» (Ep 1,5), se define «el misterio» de la voluntad divina (v. 9), oculto y ahora manifestado en la Persona y en la obra de Cristo. La iniciativa divina precede a toda respuesta humana: es un don gratuito de su amor que nos envuelve y nos transforma.

¿Cuál es el fin último de este designio misterioso? ¿Cuál es el centro de la voluntad de Dios? Es —nos dice san Pablo— el de «recapitular en Cristo todas las cosas» (v. 10). En esta expresión encontramos una de las formulaciones centrales del Nuevo Testamento que nos hacen comprender el designio de Dios, su proyecto de amor para toda la humanidad, una formulación que, en el siglo II, san Ireneo de Lyon tomó como núcleo de su cristología: «recapitular» toda la realidad en Cristo. Tal vez alguno de vosotros recuerda la fórmula usada por el Papa san Pío X para la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús: «Instaurare omnia in Christo», fórmula que remite a esta expresión paulina y que era también el lema de ese santo Pontífice. El Apóstol, sin embargo, habla más precisamente de recapitulación del universo en Cristo, y ello significa que en el gran designio de la creación y de la historia Cristo se erige como centro de todo el camino del mundo, piedra angular de todo, que atrae a Sí toda la realidad, para superar la dispersión y el límite y conducir todo a la plenitud querida por Dios (cf. Ep 1,23).

Este «designio de benevolencia» no ha quedado, por decirlo así, en el silencio de Dios, en la altura de su Cielo, sino que Él lo ha dado a conocer entrando en relación con el hombre, a quien no sólo ha revelado algo, sino a Sí mismo. Él no ha comunicado simplemente un conjunto de verdades, sino que se ha auto-comunicado a nosotros, hasta ser uno de nosotros, hasta encarnarse. El Concilio Ecuménico Vaticano II en la constitución dogmática Dei Verbum dice: «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo —no sólo algo de sí, sino a sí mismo— y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina» (DV 2). Dios no sólo dice algo, sino que se comunica, nos atrae en la naturaleza divina de tal modo que quedamos implicados en ella, divinizados. Dios revela su gran designio de amor entrando en relación con el hombre, acercándose a él hasta el punto de hacerse, Él mismo, hombre. Continúa el Concilio: «Dios invisible movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33,11 Jn 15,14-15), trata con ellos (cf. Ba 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía» (ib.). El hombre, sólo con su inteligencia y sus capacidades, no habría podido alcanzar esta revelación tan luminosa del amor de Dios. Es Dios quien ha abierto su Cielo y se abajó para guiar al hombre al abismo de su amor.

Escribe también san Pablo a los cristianos de Corinto: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu; pues el Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios» (1Co 2,9-10). Y san Juan Crisóstomo, en una célebre página de comentario al comienzo de la Carta a los Efesios, invita a gustar toda la belleza de este «designio de benevolencia» de Dios revelado en Cristo, con estas palabras: «¿Qué es lo que te falta? Te has convertido en inmortal, en libre, en hijo, en justo, en hermano, en coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres glorificado. Todo nos ha sido donado y —como está escrito— “¿cómo no nos dará todo con Él?” (Rm 8,32). Tu primicia (cf. 1Co 15,20 1Co 15,23) es adorada por los ángeles [...]: ¿qué es lo que te falta?» (PG 62,11).

Esta comunión en Cristo por obra del Espíritu Santo, ofrecida por Dios a todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que se sobrepone a nuestra humanidad, sino que es la realización de las aspiraciones más profundas, de aquel deseo de infinito y de plenitud que alberga en lo íntimo el ser humano, y lo abre a una felicidad no momentánea y limitada, sino eterna. San Buenaventura de Bagnoregio, refiriéndose a Dios que se revela y nos habla a través de las Escrituras para conducirnos a Él, afirma: «La Sagrada Escritura es [...] el libro en el cual están escritas palabras de vida eterna para que no sólo creamos, sino también poseamos la vida eterna, en la cual veremos, amaremos y se realizarán todos nuestros deseos» (Breviloquium, Prol.; Opera Omnia V, 201 s.). Por último, el beato Papa Juan Pablo II recordaba que «la Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe» (Enc. Fides et ratio FR 14).

Desde esta perspectiva, ¿qué es, por lo tanto, el acto de fe? Es la respuesta del hombre a la Revelación de Dios, que se da a conocer, que manifiesta su designio de benevolencia; es, por usar una expresión agustiniana, dejarse aferrar por la Verdad que es Dios, una Verdad que es Amor. Por ello san Pablo subraya cómo a Dios, que ha revelado su misterio, se debe «la obediencia de la fe» (Rm 16,26 cf. Rm 1,5 2Co 10,5-6), la actitud con la cual «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela» (Const. dogm. Dei Verbum DV 5). Todo esto conduce a un cambio fundamental del modo de relacionarse con toda la realidad; todo se ve bajo una nueva luz, se trata por lo tanto de una verdadera «conversión». Fe es un «cambio de mentalidad», porque el Dios que se ha revelado en Cristo y ha dado a conocer su designio de amor, nos aferra, nos atrae a Sí, se convierte en el sentido que sostiene la vida, la roca sobre la que la vida puede encontrar estabilidad. En el Antiguo Testamento encontramos una densa expresión sobre la fe, que Dios confía al profeta Isaías a fin de que la comunique al rey de Judá, Acaz. Dios afirma: «Si no creéis —es decir, si no os mantenéis fieles a Dios— no subsistiréis» (Is 7,9). Existe, por lo tanto, un vínculo entre estar y comprender que expresa bien cómo la fe es acoger en la vida la visión de Dios sobre la realidad, dejar que sea Dios quien nos guíe con su Palabra y los Sacramentos para entender qué debemos hacer, cuál es el camino que debemos recorrer, cómo vivir. Al mismo tiempo, sin embargo, es precisamente comprender según Dios, ver con sus ojos lo que hace fuerte la vida, lo que nos permite «estar de pie», y no caer.

Queridos amigos, el Adviento, el tiempo litúrgico que acabamos de iniciar y que nos prepara para la Santa Navidad, nos coloca ante el luminoso misterio de la venida del Hijo de Dios, el gran «designio de benevolencia» con el cual Él quiere atraernos a sí, para hacernos vivir en plena comunión de alegría y de paz con Él. El Adviento nos invita una vez más, en medio de tantas dificultades, a renovar la certeza de que Dio está presente: Él ha entrado en el mundo, haciéndose hombre como nosotros, para llevar a plenitud su plan de amor. Y Dios pide que también nosotros nos convirtamos en signo de su acción en el mundo. A través de nuestra fe, nuestra esperanza, nuestra caridad, Él quiere entrar en el mundo siempre de nuevo y quiere hacer resplandecer siempre de nuevo su luz en nuestra noche.



Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a ser signo de la acción de Dios en el mundo por medio de la fe, la esperanza, la caridad. El Señor quiere siempre hacer resplandecer nuevamente su luz en la noche. Muchas gracias.



LLAMAMIENTO


Siguen llegando preocupantes noticias sobre la grave crisis humanitaria en el este de la República Democrática del Congo, desde hace meses escenario de enfrentamientos armados y violencias. A gran parte de la población le faltan los medios de subsistencia primaria y miles de habitantes han sido obligados a abandonar sus casas para buscar refugio en otro lugar. Así que renuevo mi llamamiento al diálogo y a la reconciliación y pido a la comunidad internacional que se emplee para ayudar a las necesidades de la población.


Sala Pablo VI

Miércoles 12 de diciembre de 2012: El Año de la fe. Las etapas de la Revelación

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Queridos hermanos y hermanas:

En la pasada catequesis hablé de la Revelación de Dios como comunicación que Él hace de Sí mismo y de su designio de benevolencia y de amor. Esta Revelación de Dios se introduce en el tiempo y en la historia de los hombres: historia que se convierte en «el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos» (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio
FR 12).

El evangelista san Marcos —como hemos oído— refiere, en términos claros y sintéticos, los momentos iniciales de la predicación de Jesús: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios» (Mc 1,15). Lo que ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del hombre empieza a brillar en la gruta de Belén; es el Misterio que contemplaremos dentro de poco en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de Nazaret Dios manifiesta su rostro y pide la decisión del hombre de reconocerle y seguirle. La revelación de Dios en la historia, para entrar en relación de diálogo de amor con el hombre, da un nuevo sentido a todo el camino humano. La historia no es una simple sucesión de siglos, años, días, sino que es el tiempo de una presencia que le da pleno significado y la abre a una sólida esperanza.

¿Dónde podemos leer las etapas de esta Revelación de Dios? La Sagrada Escritura es el lugar privilegiado para descubrir los acontecimientos de este camino, y desearía —una vez más— invitar a todos, en este Año de la fe, a tomar con más frecuencia la Biblia para leerla y meditarla, y a prestar mayor atención a las lecturas de la Misa dominical; todo ello constituye un alimento precioso para nuestra fe.

Leyendo el Antiguo Testamento, podemos ver cómo las intervenciones de Dios en la historia del pueblo que se ha elegido y con el que hace alianza no son hechos que pasan y caen en el olvido, sino que se transforman en «memoria», constituyen juntos la «historia de la salvación», mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel a través de la celebración de los acontecimientos salvíficos. Así, en el Libro del Éxodo, el Señor indica a Moisés que celebre el gran momento de la liberación de la esclavitud de Egipto, la Pascua judía, con estas palabras: «Este será un día memorable para vosotros; en él celebraréis fiesta en honor del Señor. De generación en generación, como ley perpetua lo festejaréis» (12, 14). Para todo el pueblo de Israel recordar lo que Dios ha ordenado se convierte en una especie de imperativo constante para que el transcurso del tiempo se caracterice por la memoria viva de los acontecimientos pasados, que así, día a día, forman de nuevo la historia y permanecen presentes. En el Libro del Deuteronomio Moisés se dirige al pueblo diciendo: «Guárdate bien de olvidar las cosas que han visto tus ojos y que no se aparten de tu corazón mientras vivas; cuéntaselas a tus hijos y a tus nietos» (4, 9). Y así dice también a nosotros: «Guárdate bien de olvidar las cosas que Dios ha hecho con nosotros». La fe se alimenta del descubrimiento y de la memoria del Dios siempre fiel, que guía la historia y constituye el fundamento seguro y estable sobre el que apoyar la propia vida. Igualmente el canto del Magníficat, que la Virgen María eleva a Dios, es un ejemplo altísimo de esta historia de la salvación, de esta memoria que hace presente y tiene presente el obrar de Dios. María exalta la acción misericordiosa de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a las promesas de alianza hechas a Abraham y a su descendencia; y todo esto es memoria viva de la presencia divina que jamás desaparece (cf. Lc 1,46-55)

Para Israel el Éxodo es el acontecimiento histórico central en el que Dios revela su acción poderosa. Dios libera a los israelitas de la esclavitud de Egipto para que puedan volver a la Tierra Prometida y adorarle como el único y verdadero Señor. Israel no se pone en camino para ser un pueblo como los demás —para tener también él una independencia nacional—, sino para servir a Dios en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre está en obediencia a Él, donde Dios está presente y es adorado en el mundo; y, naturalmente, no sólo para ellos, sino para testimoniarlo entre los demás pueblos. La celebración de este acontecimiento es hacerlo presente y actual, pues la obra de Dios no desfallece. Él es fiel a su proyecto de liberación y continúa persiguiéndolo, a fin de que el hombre pueda reconocer y servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.

Dios por lo tanto se revela a Sí mismo no sólo en el acto primordial de la creación, sino entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño pueblo que no era ni el más numeroso ni el más fuerte. Y esta Revelación de Dios, que prosigue en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos, la Palabra creadora que está en el origen del mundo, se ha encarnado en Jesús y ha mostrado el verdadero rostro de Dios. En Jesús se realiza toda promesa, en Él culmina la historia de Dios con la humanidad. Cuando leemos el relato de los dos discípulos en camino hacia Emaús, narrado por san Lucas, vemos cómo emerge claramente que la persona de Cristo ilumina el Antiguo Testamento, toda la historia de la salvación, y muestra el gran proyecto unitario de los dos Testamentos, muestra su unicidad. Jesús, de hecho, explica a los dos caminantes perdidos y desilusionados que es el cumplimiento de toda promesa: «Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras» (Lc 24,27). El evangelista refiere la exclamación de los dos discípulos tras haber reconocido que aquel compañero de viaje era el Señor: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32).

El Catecismo de la Iglesia católica resume las etapas de la Revelación divina mostrando sintéticamente su desarrollo (cf. CEC 54-64): Dios invitó al hombre desde el principio a una íntima comunión con Él, y aun cuando el hombre, por la propia desobediencia, perdió su amistad, Dios no le dejó en poder de la muerte, sino que ofreció muchas veces a los hombres su alianza (cf. Misal Romano, Pleg. Euc. IV). El Catecismo recorre el camino de Dios con el hombre desde la alianza con Noé tras el diluvio a la llamada de Abraham a salir de su tierra para hacerle padre de una multitud de pueblos. Dios forma a Israel como su pueblo a través del acontecimiento del Éxodo, la alianza del Sinaí y el don, por medio de Moisés, de la Ley para ser reconocido y servido como el único Dios vivo y verdadero. Con los profetas Dios guía a su pueblo en la esperanza de la salvación. Conocemos —por Isaías— el «segundo Éxodo», el retorno del exilio de Babilonia a la propia tierra, la refundación del pueblo; al mismo tiempo, sin embargo, muchos permanecen dispersos y así empieza la universalidad de esta fe. Al final ya no se espera a un solo rey, David, a un hijo de David, sino a un «Hijo del hombre», la salvación de todos los pueblos. Se realizan encuentros entre las culturas, primero con Babilonia y Siria, después también con la multitud griega. Y vemos cómo el camino de Dios se amplía, se abre cada vez más hacia el Misterio de Cristo, el Rey del universo. En Cristo se realiza por fin la Revelación en su plenitud, el designio de benevolencia de Dios: Él mismo se hace uno de nosotros.

Me he detenido haciendo memoria de la acción de Dios en la historia del hombre para mostrar las etapas de este gran proyecto de amor testimoniado en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: un único proyecto de salvación dirigido a toda la humanidad, progresivamente revelado y realizado por el poder de Dios, en el que Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre y halla nuevos inicios de alianza cuando el hombre se extravía. Esto es fundamental en el camino de fe. Estamos en el tiempo litúrgico de Adviento que nos prepara para la Santa Navidad. Como todos sabemos, el término Adviento significa «llegada», «presencia», y antiguamente indicaba precisamente la llegada del rey o del emperador a una determinada provincia. Para nosotros, cristianos, la palabra indica una realidad maravillosa e impresionante: el propio Dios ha atravesado su Cielo y se ha inclinado hacia el hombre; ha hecho alianza con él entrando en la historia de un pueblo; Él es el rey que ha bajado a esta pobre provincia que es la tierra y nos ha donado su visita asumiendo nuestra carne, haciéndose hombre como nosotros. El Adviento nos invita a recorrer el camino de esta presencia y nos recuerda siempre de nuevo que Dios no se ha suprimido del mundo, no está ausente, no nos ha abandonado a nuestra suerte, sino que nos sale al encuentro en diversos modos que debemos aprender a discernir. Y también nosotros con nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad, estamos llamados cada día a vislumbrar y a testimoniar esta presencia en el mundo frecuentemente superficial y distraído, y a hacer que resplandezca en nuestra vida la luz que iluminó la gruta de Belén. Gracias.

Saludos

(En español)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los participantes en el Congreso Internacional promovido por la Pontificia Comisión para América Latina, así como a las autoridades civiles y eclesiásticas, y a los numerosos fieles del Estado de Michoacán, México, que desde esa amada tierra han querido ofrecerme este hermoso Belén artesanal. Que Nuestra Señora de Guadalupe vele por la noble Nación mexicana y le conceda unidad, justicia, concordia y paz. Dirijo también un afectuoso saludo a los demás grupos provenientes de España y otros países latinoamericanos. Exhorto a todos, en este tiempo de Adviento, a dedicarse a la lectura de la Biblia, para recordar la obra de Dios en medio de su pueblo y testimoniar su presencia viva en el mundo. Muchas gracias.

(En italiano)

Queridos jóvenes, aprended en la escuela de María a amar y a esperar; queridos enfermos, que la Santísima Virgen os sea compañera y consolación en el sufrimiento; y vosotros, queridos recién casados, encomendad a la Madre de Jesús vuestro camino conyugal.


Sala Pablo VI

Miércoles 19 de diciembre de 2012: La Virgen María: Icono de la fe obediente


Audiencias 2005-2013 28112