Audiencias 2005-2013 22090

Miércoles 22 de septiembre de 2010: Viaje apostólico al Reino Unido

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero detenerme a hablar del viaje apostólico al Reino Unido, que Dios me concedió realizar en los días pasados. Fue una visita oficial y, al mismo tiempo, una peregrinación al corazón de la historia y de la actualidad de un pueblo rico en cultura y en fe, como es el pueblo británico. Se trata de un acontecimiento histórico, que ha marcado una nueva fase importante en el largo y complejo camino de las relaciones entre esas poblaciones y la Santa Sede. El objetivo principal de la visita era proclamar beato al cardenal John Henry Newman, uno de los ingleses más grandes de los tiempos recientes, insigne teólogo y hombre de Iglesia. En efecto, la ceremonia de beatificación representó el momento más destacado del viaje apostólico, cuyo tema se inspiraba en el lema del escudo cardenalicio del beato Newman: «El corazón habla al corazón». Y en los cuatro intensos y bellísimos días transcurridos en aquella noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos hablaron al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. En efecto, pude constatar cuán fuerte y activa sigue siendo la herencia cristiana en todos los niveles de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y son numerosas las expresiones de religiosidad que mi visita ha puesto aún más de relieve.

Desde el primer día de mi permanencia en el Reino Unido, y durante todo el período de mi estancia, en todas partes recibí una cordial acogida de las autoridades, de los exponentes de las diversas realidades sociales, de los representantes de las distintas confesiones religiosas y especialmente de la gente común. Pienso en particular en los fieles de la comunidad católica y en sus pastores, que, aunque son una minoría en el país, gozan de gran aprecio y consideración, comprometidos en el gozoso anuncio de Jesucristo, haciendo que el Señor resplandezca y siendo su voz especialmente entre los últimos. A todos renuevo la expresión de mi profunda gratitud por el entusiasmo demostrado y por el encomiable celo con el que han trabajado para que mi visita —cuyo recuerdo conservaré para siempre en mi corazón— fuera un éxito.

La primera cita fue en Edimburgo con Su Majestad la reina Isabel II, que, junto con su consorte, el duque de Edimburgo, me acogió con gran cortesía en nombre de todo el pueblo británico. Se trató de un encuentro muy cordial, en el que compartimos algunas profundas preocupaciones por el bienestar de los pueblos del mundo y el papel de los valores cristianos en la sociedad. En la histórica capital de Escocia pude admirar las bellezas artísticas, testimonio de una rica tradición y de profundas raíces cristianas. A ello hice referencia en el discurso a Su Majestad y a las autoridades presentes, recordando que el mensaje cristiano se ha convertido en parte integrante de la lengua, del pensamiento y de la cultura de los pueblos de esas islas. También hablé del papel que Gran Bretaña ha desempeñado y desempeña en el panorama internacional, mencionando la importancia de los pasos que se han dado para una pacificación justa y duradera en Irlanda del Norte.

El clima de fiesta y alegría que crearon los muchachos y los niños alegró la etapa de Edimburgo. Después me trasladé a Glasgow, una ciudad que cuenta con parques encantadores, donde presidí la primera santa misa del viaje precisamente en Bellahouston Park. Fue un momento de intensa espiritualidad, muy importante para los católicos del país, también considerando el hecho de que ese día se celebraba la fiesta litúrgica de san Ninián, primer evangelizador de Escocia. A esa asamblea litúrgica reunida en oración atenta y partícipe, que las melodías tradicionales y los hermosos cantos hacían todavía más solemne, le recordé la importancia de la evangelización de la cultura, especialmente en nuestra época, en la que un penetrante relativismo amenaza con ensombrecer la inmutable verdad sobre la naturaleza del hombre.

El segundo día comencé la visita a Londres. Allí me encontré primero con el mundo de la educación católica, que reviste un papel relevante en el sistema de instrucción de aquel país. En un auténtico clima de familia hablé a los educadores, recordando la importancia de la fe en la formación de ciudadanos maduros y responsables. A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con simpatía y entusiasmo, les propuse que no persiguieran objetivos limitados, contentándose con opciones cómodas, sino que aspiraran a algo más grande, es decir, a la búsqueda de la verdadera felicidad, que se encuentra sólo en Dios. En la cita sucesiva, con los responsables de las otras religiones más representadas en el Reino Unido, recordé la necesidad ineludible de un diálogo sincero, que para ser plenamente provechoso debe respetar el principio de reciprocidad. Al mismo tiempo, puse de relieve la búsqueda de lo sagrado como terreno común a todas las religiones sobre el cual afianzar la amistad, la confianza y la colaboración.

La visita fraterna al arzobispo de Canterbury fue la ocasión para subrayar el compromiso común de testimoniar el mensaje cristiano que vincula a católicos y anglicanos. Siguió uno de los momentos más significativos del viaje apostólico: el encuentro en el gran salón del Parlamento británico con personalidades institucionales, políticas, diplomáticas, académicas, religiosas, exponentes del mundo cultural y empresarial. En ese lugar tan prestigioso subrayé que, para los legisladores, la religión no debe representar un problema a resolver, sino un factor que contribuye de modo vital al camino histórico y al debate público de la nación, especialmente porque recuerda la importancia esencial del fundamento ético para las opciones en los distintos sectores de la vida social.

En ese mismo clima solemne, me dirigí después a la abadía de Westminster: por primera vez un Sucesor de Pedro entró en ese lugar de culto, símbolo de las antiquísimas raíces cristianas del país. El rezo de la oración de las Vísperas, junto a las diversas comunidades cristianas del Reino Unido, representó un momento importante en las relaciones entre la comunidad católica y la Comunión anglicana. Cuando veneramos juntos la tumba de san Eduardo el Confesor, mientras el coro cantaba: «Congregavit nos in unum Christi amor», todos alabamos a Dios, que nos lleva por el camino de la plena unidad.

En la mañana del sábado, la cita con el primer ministro marcó el inicio de la serie de encuentros con los mayores exponentes del mundo político británico. Siguió la celebración eucarística en la catedral de Westminster, dedicada a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Fue un momento extraordinario de fe y de oración —que puso también de relieve la rica y preciosa tradición de música litúrgica «romana» e «inglesa»— en el que tomaron parte los distintos componentes eclesiales, espiritualmente unidos a los numerosos creyentes de la larga historia cristiana de esa tierra. Fue una gran alegría encontrarme con gran número de jóvenes que participaban en la santa misa desde fuera de la catedral. Con su presencia llena de entusiasmo y a la vez atenta y respetuosa, demostraron que quieren ser los protagonistas de una nueva época de testimonio valiente, de solidaridad activa y de compromiso generoso al servicio del Evangelio.

En la nunciatura apostólica me encontré con algunas víctimas de abusos por parte de exponentes del clero y de religiosos. Fue un momento intenso de conmoción y de oración. Poco después, me encontré también con un grupo de profesionales y voluntarios responsables de la protección de muchachos y jóvenes en los ambientes eclesiales, un aspecto particularmente importante y presente en el compromiso pastoral de la Iglesia. Les di las gracias y los alenté a seguir adelante con su trabajo, que se inserta en la larga tradición de la Iglesia de esmero por el respeto, la educación y la formación de las nuevas generaciones. También en Londres, visité la residencia de ancianos dirigida por las Hermanitas de los Pobres con la valiosa aportación de numerosos enfermeros y voluntarios. Esa casa de acogida es signo de la gran consideración que la Iglesia siempre ha tenido por los ancianos, y a la vez expresión del compromiso de los católicos británicos por el respeto de la vida, sin tener en cuenta la edad o las condiciones.

Como dije antes, el culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, hijo ilustre de Inglaterra. Estuvo precedida y preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por la noche en Londres, en Hyde Park, en un clima de profundo recogimiento. A la multitud de fieles, especialmente jóvenes, señalé de nuevo la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente, cuyo mensaje espiritual se puede sintetizar en el testimonio de que el camino de la conciencia no es encerrarse en el propio «yo», sino apertura, conversión y obediencia a Aquel que es camino, verdad y vida. El rito de beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne celebración eucarística dominical, en presencia de una vasta multitud proveniente de toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representantes de muchos otros países. Este acontecimiento conmovedor volvió a poner de actualidad a un estudioso de talla excepcional, un insigne escritor y poeta, un sabio hombre de Dios, cuyo pensamiento ha iluminado muchas conciencias y ejerce todavía hoy un atractivo extraordinario. En él han de inspirarse, en particular, los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido, para que también en nuestros días esa noble tierra siga dando frutos abundantes de vida evangélica.

El encuentro con la Conferencia episcopal de Inglaterra y Gales y con la de Escocia, concluyó una jornada de fiesta grande y de comunión intensa de corazones para la comunidad católica en Gran Bretaña.

Queridos hermanos y hermanas, en mi visita al Reino Unido, como siempre, quise sostener en primer lugar a la comunidad católica, alentándola a trabajar incansablemente por defender las verdades morales inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, están en la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre. Quise asimismo hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas y de su destino último. Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la imperecedera novedad del Evangelio, del cual está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una profunda convicción: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una sola cosa con el «genio» y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no cesa de trabajar por mantener continuamente despierta esta tradición espiritual y cultural.

El beato John Henry Newman, cuya figura y cuyos escritos todavía conservan una extraordinaria actualidad, merece ser conocido por todos. Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos por «esparcir dondequiera que vayan el perfume de Cristo, a fin de que toda su vida sea solamente una irradiación de la del Señor», como escribió sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.


Llamamiento del Papa por la plena comunión entre católicos y ortodoxos


En esta semana se celebra en Viena la reunión plenaria de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. El tema de la fase actual de estudio es el papel del Obispo de Roma en la comunión de la Iglesia universal, con especial referencia al primer milenio de la historia cristiana. La obediencia a la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, y la consideración de los grandes desafíos que hoy se presentan ante el cristianismo, nos obligan a empeñarnos seriamente en la causa del restablecimiento de la comunión plena entre las Iglesias. Exhorto a todos a orar intensamente por los trabajos de la Comisión y por un continuo desarrollo y consolidación de la paz y la concordia entre los bautizados, para que podamos dar al mundo un testimonio evangélico cada vez más auténtico.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano, en Roma, y a los fieles provenientes de Medellín. Os invito a agradecer a Dios los numerosos frutos apostólicos de mi reciente visita a Reino Unido. Muchas gracias.





Plaza de San Pedro

Miércoles 29 de septiembre de 2010: Matilde de Hackeborn

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy desearía hablaros de santa Matilde de Hackeborn, una de las grandes figuras del monasterio de Helfta, que vivió en el siglo XIII. Su hermana, santa Gertrudis la Grande, en el libro VI de la obra Liber specialis gratiae (Libro de la gracia especial), en el que se narran las gracias especiales que Dios concedió a santa Matilde, afirma: «Lo que hemos escrito es muy poco respecto a lo que hemos omitido. Únicamente para gloria de Dios y utilidad del prójimo publicamos estas cosas, porque nos parecería injusto guardar silencio sobre tantas gracias que Matilde recibió de Dios, no tanto para ella misma, según nuestra opinión, sino para nosotros y para aquellos que vendrán después de nosotros» (Matilde de Hackeborn, Liber specialis gratiae, VI, 1).

Esta obra fue redactada por santa Gertrudis y por otra monja de Helfta, y tiene una historia singular. Matilde, a la edad de cincuenta años, atravesaba una grave crisis espiritual acompañada de sufrimientos físicos. En estas condiciones, confió a dos religiosas amigas las gracias singulares con que Dios la había guiado desde la infancia, pero no sabía que ellas tomaban nota de todo. Cuando lo supo, se angustió y se turbó profundamente. Pero el Señor la tranquilizó, haciéndole comprender que cuanto se escribía era para gloria de Dios y el bien del prójimo (cf. ib., II, 25; V, 20). Así, esta obra es la fuente principal para obtener informaciones sobre la vida y la espiritualidad de nuestra santa.

Con ella entramos en la familia del barón de Hackeborn, una de las más nobles, ricas y potentes de Turingia, emparentada con el emperador Federico II, y entramos también en el monasterio de Helfta, en el período más glorioso de su historia. El barón ya había dado al monasterio una hija, Gertrudis de Hackeborn (1231-1232/1291-1292), dotada de una notable personalidad, abadesa durante cuarenta años, capaz de dar una impronta peculiar a la espiritualidad del monasterio, llevándolo a un florecimiento extraordinario como centro de mística y cultura, escuela de formación científica y teológica. Gertrudis les dio a las monjas una elevada instrucción intelectual, que les permitía cultivar una espiritualidad fundada en la Sagrada Escritura, la liturgia, la tradición patrística, la Regla y la espiritualidad cisterciense, con particular predilección por san Bernardo de Claraval y Guillermo de Saint-Thierry. Fue una verdadera maestra, ejemplar en todo, en el radicalismo evangélico y en el celo apostólico. Matilde, desde la infancia, acogió y gustó el clima espiritual y cultural creado por su hermana, dando luego su impronta personal.

Matilde nació en 1241 o 1242, en el castillo de Helfta; era la tercera hija del barón. A los siete años, con la madre, visitó a su hermana Gertrudis en el monasterio de Rodersdorf. Se sintió tan fascinada por ese ambiente, que deseó ardientemente formar parte de él. Ingresó como educanda, y en 1258 se convirtió en monja en el convento que, mientras tanto, se había mudado a Helfta, en la finca de los Hackeborn. Se distinguió por la humildad, el fervor, la amabilidad, la limpidez y la inocencia de su vida, la familiaridad y la intensidad con que vive su relación con Dios, la Virgen y los santos. Estaba dotada de elevadas cualidades naturales y espirituales, como «la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas y la voz de una maravillosa suavidad: todo la hacía apta para ser un verdadero tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos» (ib., Proemio). Así, «el ruiseñor de Dios» —como se la llama—, siendo muy joven todavía, se convirtió en directora de la escuela del monasterio, directora del coro y maestra de novicias, servicios que desempeñó con talento e infatigable celo, no sólo en beneficio de las monjas sino también de todo aquel que deseaba recurrir a su sabiduría y bondad.

Iluminada por el don divino de la contemplación mística, Matilde compuso numerosas plegarias. Fue maestra de doctrina fiel y de gran humildad, consejera, consoladora y guía en el discernimiento: «Ella enseñaba —se lee— la doctrina con tanta abundancia como jamás se había visto en el monasterio, y ¡ay!, tenemos gran temor de que no se verá nunca más algo semejante. Las monjas se reunían en torno a ella para escuchar la Palabra de Dios como alrededor de un predicador. Era el refugio y la consoladora de todos, y tenía, por don singular de Dios, la gracia de revelar libremente los secretos del corazón de cada uno. Muchas personas, no sólo en el monasterio sino también extraños, religiosos y seglares, llegados desde lejos, testimoniaban que esta santa virgen los había liberado de sus penas y que jamás habían experimentado tanto consuelo como cuando estaban junto a ella. Además, compuso y enseñó tantas plegarias que, si se recopilaran, excederían el volumen de un salterio» (ib., VI, 1).

En 1261 llegó al convento una niña de cinco años, de nombre Gertrudis; se la encomendaron a Matilde, apenas veinteañera, que la educó y la guió en la vida espiritual hasta hacer de ella no sólo una discípula excelente sino también su confidente. En 1271 ó 1272 también ingresó en el monasterio Matilde de Magdeburgo. Así, el lugar acogía a cuatro grandes mujeres —dos Gertrudis y dos Matilde—, gloria del monaquismo germánico. Durante su larga vida pasada en el monasterio, Matilde soportó continuos e intensos sufrimientos, a los que sumaba las durísimas penitencias elegidas por la conversión de los pecadores. De este modo, participó en la pasión del Señor hasta el final de su vida (cf. ib., vi, 2). La oración y la contemplación fueron el humus vital de su existencia: las revelaciones, sus enseñanzas, su servicio al prójimo y su camino en la fe y en el amor tienen aquí sus raíces y su contexto. En el primer libro de la obra Liber specialis gratiae, las redactoras recogen las confidencias de Matilde articuladas a lo largo de las fiestas del Señor, de los santos y, de modo especial, de la bienaventurada Virgen. Es impresionante la capacidad que tiene esta santa de vivir la liturgia en sus varios componentes, incluso en los más simples, llevándola a la vida cotidiana monástica. Algunas imágenes, expresiones y aplicaciones a veces resultan ajenas a nuestra sensibilidad, pero, si se considera la vida monástica y su tarea de maestra y directora del coro, se capta su singular capacidad de educadora y formadora, que ayuda a sus hermanas de comunidad a vivir intensamente, partiendo de la liturgia, cada momento de la vida monástica.

En la oración litúrgica, Matilde da particular relieve a las horas canónicas y a la celebración de la santa misa, sobre todo a la santa Comunión. Aquí se extasiaba a menudo en una intimidad profunda con el Señor en su ardientísimo y dulcísimo Corazón, mediante un diálogo estupendo, en el que pedía la iluminación interior, mientras intercedía de modo especial por su comunidad y sus hermanas. En el centro están los misterios de Cristo, a los cuales la Virgen María remite constantemente para avanzar por el camino de la santidad: «Si deseas la verdadera santidad, está cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que santifica todas las cosas» (ib., I, 40). En esta intimidad con Dios está presente el mundo entero, la Iglesia, los bienhechores, los pecadores. Para ella, el cielo y la tierra se unen.

Sus visiones, sus enseñanzas y las vicisitudes de su existencia se describen con expresiones que evocan el lenguaje litúrgico y bíblico. Así se capta su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, que era su pan diario. A ella recurría constantemente, ya sea valorando los textos bíblicos leídos en la liturgia, ya sea tomando símbolos, términos, paisajes, imágenes y personajes. Tenía predilección por el Evangelio: «Las palabras del Evangelio eran para ella un alimento maravilloso y suscitaban en su corazón sentimientos de tanta dulzura, que muchas veces por el entusiasmo no podía terminar su lectura… El modo como leía esas palabras era tan ferviente, que suscitaba devoción en todos. De igual modo, cuando cantaba en el coro estaba totalmente absorta en Dios, embargada por tal ardor que a veces manifestaba sus sentimientos mediante gestos… Otra veces, como en éxtasis, no oía a quienes la llamaban o la movían, y de mal grado retomaba el sentido de las cosas exteriores» (ib., VI, 1). En una de sus visiones, es Jesús mismo quien le recomienda el Evangelio; abriéndole la llaga de su dulcísimo Corazón, le dice: «Considera qué inmenso es mi amor: si quieres conocerlo bien, en ningún lugar lo encontrarás expresado más claramente que en el Evangelio. Nadie ha oído jamás expresar sentimientos más fuertes y más tiernos que estos: Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros (
Jn 15,9)» (ib., I, 22).

Queridos amigos, la oración personal y litúrgica, especialmente la liturgia de las Horas y la santa misa son el fundamento de la experiencia espiritual de santa Matilde de Hackeborn. Dejándose guiar por la Sagrada Escritura y alimentada con el Pan eucarístico, recorrió un camino de íntima unión con el Señor, siempre en plena fidelidad a la Iglesia. Esta es también para nosotros una fuerte invitación a intensificar nuestra amistad con el Señor, sobre todo a través de la oración diaria y la participación atenta, fiel y activa en la santa misa. La liturgia es una gran escuela de espiritualidad.

Su discípula Gertrudis describe con expresiones intensas los últimos momentos de la vida de santa Matilde de Hackeborn, durísimos, pero iluminados por la presencia de la santísima Trinidad, del Señor, de la Virgen María y de todos los santos, incluso de su hermana de sangre Gertrudis. Cuando llegó la hora en que el Señor quiso llamarla a sí, ella le pidió poder vivir todavía en el sufrimiento por la salvación de las almas, y Jesús se complació con este ulterior signo de amor.

Matilde tenía 58 años. Recorrió el último tramo de camino caracterizado por ocho años de graves enfermedades. Su obra y su fama de santidad se difundieron ampliamente. Al llegar su hora, «el Dios de majestad…, única suavidad del alma que lo ama…, le cantó: Venite vos, benedicti Patris mei… Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino…, y la asoció a su gloria» (ib., VI, 8).

Santa Matilde de Hackeborn nos encomienda al sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen María. Nos invita a alabar al Hijo con el corazón de la Madre y a alabar a María con el corazón del Hijo: «Te saludo, oh Virgen veneradísima, en ese dulcísimo rocío que desde el corazón de la santísima Trinidad se difundió en ti; te saludo en la gloria y el gozo con que ahora te alegras eternamente, tú que preferida entre todas las criaturas de la tierra y del cielo fuiste elegida incluso antes de la creación del mundo. Amén» (ib., i, 45).



Saludos

(En inglés)

Mi pensamiento va a la grave crisis humanitaria que ha golpeado recientemente Nigeria septentrional, donde dos millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares a causa de las graves inundaciones. A todos los damnificados expreso mi cercanía espiritual y les aseguro mi oración.

(En español)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a la Delegación de la Junta de Castilla y León, de España, y a la de la Escuela de Carabineros, de Santiago de Chile, así como a los demás grupos provenientes de España, México, Panamá, y demás países latinoamericanos. Que el ejemplo de Santa Matilde nos mueva a todos a considerar la Liturgia como una gran escuela de espiritualidad.

Muchas gracias.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

Sentid junto a vosotros, queridos jóvenes, la presencia de los Ángeles y dejaos guiar por ellos, a fin de que toda vuestra vida esté iluminada por la Palabra de Dios. Vosotros, queridos enfermos, unid vuestros sufrimientos a los de Cristo por la renovación espiritual de la sociedad humana. Y vosotros, queridos recién casados, recurrid a menudo a la ayuda de vuestros Ángeles custodios para que podáis crecer en el testimonio constante de un amor auténtico», concluyó Benedicto XVI.



Plaza de San Pedro

Miércoles 6 de octubre de 2010: Santa Gertrudis

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Queridos hermanos y hermanas:

Santa Gertrudis la Grande, de quien quiero hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-alemana. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, la única mujer de Alemania que recibió el apelativo de «Grande», por su talla cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento influyó de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de particulares talentos naturales y de extraordinarios dones de gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y de prontitud a la hora de socorrer a los necesitados.

En Helfta se confronta, por decirlo así, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la audiencia del miércoles pasado; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente, de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con una confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo de su mundo monástico, sino también y sobre todo del bíblico, litúrgico, patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.

Nace el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada ni de sus padres ni del lugar de su nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le desvela el sentido de su primer desarraigo: «La he elegido como morada mía porque me complace que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía (…). Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes, para que nadie la amara por razón de consanguinidad y yo fuera el único motivo del afecto que se le tiene» (Le rivelazioni, I, 16, Siena 1994, pp. 76-77).

A los cinco años de edad, en 1261, entra en el monasterio, como era habitual en aquella época, para la formación y el estudio. Allí transcurre toda su existencia, de la cual ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la previno con longánima paciencia e infinita misericordia, olvidando los años de la infancia, la adolescencia y la juventud, transcurridos «en tal ofuscamiento de la mente que habría sido capaz (…) de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me hubiese gustado y donde hubiera podido, si tú no me hubieses prevenido, tanto con un horror innato del mal y una inclinación natural por el bien, como con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana (…) y esto aunque tú quisiste que desde la infancia, es decir, desde que yo tenía cinco años, habitara en el santuario bendito de la religión para que allí me educaran entre tus amigos más devotos» (ib., II, 23, 140 s).

Gertrudis es una estudiante extraordinaria; aprende todo lo que se puede aprender de las ciencias del trivio y del cuadrivio, la formación de su tiempo; se siente fascinada por el saber y se entrega al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de cualquier expectativa. Si bien no sabemos nada de sus orígenes, ella nos dice mucho de sus pasiones juveniles: la cautivan la literatura, la música y el canto, así como el arte de la miniatura; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; con frecuencia dice que es negligente; reconoce sus defectos y pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejo y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, tanto que asombran a algunas personas que se preguntan cómo podía sentir preferencia por ella el Señor.

De estudiante pasa a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucede nada excepcional: el estudio y la oración son su actividad principal. Destaca entre sus hermanas por sus dotes; es tenaz en consolidar su cultura en varios campos. Pero durante el Adviento de 1280 comienza a sentir disgusto de todo esto, se percata de su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, por la noche, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve incluso como un don de Dios «para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, aun llevando —¡ay de mí!— el nombre y el hábito de religiosa, yo había ido levantando con mi soberbia, a fin de que pudiera encontrar así al menos el camino para mostrarme tu salvación» (ib., II, 1 p. 87). Tiene la visión de un joven que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En aquella mano Gertrudis reconoce «la preciosa huella de las llagas que han anulado todos los actos de acusación de nuestros enemigos» (ib., II, 1 p. 89), reconoce a Aquel que en la cruz nos salvó con su sangre, Jesús.

Desde ese momento se intensifica su vida de comunión íntima con el Señor, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos —Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen— incluso cuando no podía acudir al coro por estar enferma. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más sencillos y claros, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.

Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir su particular «conversión»: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional celo misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la llama con su gracia «de las cosas externas a la vida interior y de las ocupaciones terrenas al amor de las cosas espirituales». Gertrudis comprende que estaba alejada de él, en la región de la desemejanza, como dice ella siguiendo a san Agustín; que se ha dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; conducida ahora al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. «De gramática se convierte en teóloga, con la incansable y atenta lectura de todos los libros sagrados que podía tener o procurarse, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Por eso, tenía siempre lista alguna palabra inspirada y de edificación con la cual satisfacer a quien venía a consultarla, junto con los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión equivocada y cerrar la boca a sus opositores» (ib., I, 1, p. 25).

Gertrudis transforma todo eso en apostolado: se dedica a escribir y divulgar la verdad de fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta tal punto que era útil y grata a los teólogos y a las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, entre otras razones por las vicisitudes que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del Heraldo del amor divino o Las revelaciones, nos quedan los Ejercicios espirituales, una rara joya de la literatura mística espiritual.

En la observancia religiosa —dice su biógrafa— nuestra santa es «una sólida columna (…), firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad» (ib., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien se encuentra con ella la conciencia de estar en presencia del Señor. Y, de hecho, Dios mismo le hace comprender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. Gertrudis se siente indigna de este inmenso tesoro divino y confiesa que no lo ha custodiado y valorizado. Exclama: «¡Ay de mí! Si tú me hubieses dado por tu recuerdo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría tenido que mirarlo con mayor respeto y reverencia de la que he tenido por estos dones tuyos» (ib., II, 5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, se adhiere a la voluntad de Dios, «porque —afirma— he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que se me hayan dado para mí sola, al no poder nadie frustrar tu eterna sabiduría. Haz, pues, oh Dador de todo bien que me has otorgado gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva al pensar que el celo de las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón» (Ib., II, 5, p. 100 s).

Estima en particular dos favores, más que cualquier otro, como Gertrudis misma escribe: «Los estigmas de tus salutíferas llagas que me imprimiste, como joyas preciosas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con la que lo marcaste. Tú me inundaste con tus dones de tanta dicha que, aunque tuviera que vivir mil años sin ninguna consolación ni interna ni externa, su recuerdo bastaría para confortarme, iluminarme y colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de distintos modos el sagrario nobilísimo de tu divinidad que es tu Corazón divino (…). A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María, Madre tuya, y de haberme encomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría encomendar a su propia madre a su amada esposa» (Ib., ii, 23, p. 145).

Orientada hacia la comunión sin fin, concluye su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 ó 1302, a la edad de cerca de 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: «Oh Jesús, a quien amo inmensamente, quédate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división y tú bendigas mi tránsito, para que mi espíritu, liberado de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar descanso en ti. Amén» (Ejercicios, Milán 2006, p. 148).

Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de camino recto, y nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús, el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor a la Sagrada Escritura, en al amor a la liturgia, en la fe profunda, en el amor a María, para conocer cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular, a las Hermanas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia, así como a los fieles procedentes de España, Argentina, Chile, Colombia, Guatemala, México, Nicaragua y otros países latinoamericanos. Que el ejemplo de Santa Gertrudis os impulse a conocer profundamente la Sagrada Escritura, a amar con humildad a Cristo y a su Iglesia, a cultivar la oración personal y a participar con fidelidad en la Santa Misa. Muchas gracias y que Dios os bendiga.





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