Audiencias 2005-2013 13100

Miércoles 13 de octubre de 2010: Beata Ángela de Foligno

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de la beata Ángela de Foligno, una gran mística medieval que vivió en el siglo XIII. Generalmente, uno queda fascinado por las cumbres de la experiencia de unión con Dios que ella alcanzó, pero quizás se consideran demasiado poco sus primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la llevó desde el punto de partida, el «gran temor del infierno», hasta la meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de Ángela ciertamente no es la de una ferviente discípula del Señor. Nació alrededor de 1248 en una familia acomodada, y quedó huérfana de padre; su madre la educó de un modo más bien superficial. Muy pronto fue introducida en los ambientes mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con quien se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, tanto que se permitía despreciar a los llamados «penitentes» —que abundaban en esa época—, es decir, a aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.

Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un huracán, la añosa guerra contra Perugia y sus duras consecuencias influyen en la vida de Ángela, la cual toma conciencia progresivamente de sus pecados, hasta dar un paso decisivo: invoca a san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo con vistas a hacer una buena confesión general: estamos en 1285; Ángela se confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, su camino de conversión conoce otro viraje: el final de los vínculos afectivos, puesto que, en pocos meses, mueren primero su madre y luego su marido y todos sus hijos. Entonces vende sus bienes y en 1291 entra en la Tercera Orden de San Francisco. Muere en Foligno el 4 de enero de 1309.

El Libro de la beata Ángela de Foligno, en el cual se recoge la documentación sobre nuestra beata, relata esta conversión; indica los medios necesarios: la penitencia, la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, el sucederse de las experiencias de Ángela, que comienzan en 1285. Recordándolas, después de haberlas vivido, trató de contarlas a través del fraile confesor, quien las transcribió fielmente intentando después organizarlas por etapas, que llamó «pasos o mutaciones», pero sin lograr ordenarlas plenamente (cf. Il Libro della beata Angela da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto se debió a que para la beata Ángela la experiencia de unión es una implicación total de los sentidos espirituales y corporales; y de lo que ella «comprende» durante sus éxtasis sólo queda, por decirlo así, una «sombra» en su mente. «Oí realmente estas palabras —confiesa después de un éxtasis místico—, pero lo que vi y comprendí, y que él [es decir, Dios] me mostró, de ningún modo sé o puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que entendí con las palabras que oí, pero fue un abismo absolutamente inefable». Ángela de Foligno presenta sus «vivencias» místicas, sin elaborarlas con la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de modo improviso e inesperado. Al mismo fraile confesor le cuesta referir esos acontecimientos, «también a causa de su gran y admirable discreción respecto a los dones divinos» (ib., p. 194). A la dificultad de Ángela de expresar su experiencia mística se añade además la dificultad para sus oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad que el único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y desea tomar total posesión de él. Así es para Ángela, que escribía a uno de sus hijos espirituales: «Hijo mío, si vieras mi corazón, te sentirías absolutamente obligado a hacer todas las cosas que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío». Resuenan aquí las palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (
Ga 2,20).

Consideremos sólo algún «paso» del rico camino espiritual de nuestra beata. El primero, en realidad, es una premisa: «Fue el conocimiento del pecado —como ella precisa— a consecuencia del cual el alma tuvo un gran temor de condenarse; en este paso lloró amargamente» (Il Libro della beata Angela da Foligno, p. 39). Este «temor» del infierno responde al tipo de fe que Ángela tenía en el momento de su «conversión»; una fe todavía pobre en caridad, es decir, en amor a Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a Ángela la perspectiva del doloroso «camino de la cruz» que, del octavo al decimoquinto paso, la llevará después al «camino del amor». Narra el fraile confesor: «La feligresa me dijo entonces: He tenido esta revelación divina: “Después de las cosas que ha escrito, haga escribir que quien quiera conservar la gracia no debe apartar los ojos del alma de la cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le concedo o permito”» (ib., p. 143). Pero en esta fase Ángela todavía «no siente amor»; afirma: «El alma siente vergüenza y aflicción, y no experimenta todavía el amor, sino el dolor» (ib., p. 39), y está insatisfecha.

Ángela siente que debe dar algo a Dios para reparar sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, es más, que es «nada» ante él; comprende que su voluntad no le puede dar el amor de Dios, porque sólo puede darle su «nada», el «no amor». Como ella dirá: sólo «el amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que reconozca sus defectos y la bondad divina (…). Ese amor lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no puede verificarse o existir ningún engaño. Con este amor no se puede mezclar algo del amor del mundo» (ib., pp. 124-125). Abrirse sólo y totalmente al amor de Dios, que tiene su máxima expresión en Cristo: «Oh Dios mío —reza— hazme digna de conocer el altísimo misterio, que tu fervorosísimo e inefable amor realizó, junto con el amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima encarnación por nosotros. (…) ¡Oh incomprensible amor! Por encima de este amor, que llevó a mi Dios a hacerse hombre para hacerme Dios, no existe amor más grande» (ib., p. 295). Sin embargo, el corazón de Ángela lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha, se encontraba perdonada y todavía afligida por el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno porque cuanto más progresa el alma por el camino de la perfección cristiana, tanto más se convence no sólo de ser «indigna», sino de ser merecedora del infierno.

Así, en su camino místico, Ángela comprende de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su «indignidad» y de «merecer el infierno» no será su «unión con Dios» y el poseer la «verdad», sino Jesús crucificado, «su crucifixión por mí», su amor. En el octavo paso, dice: «Todavía no entendía si era un bien mayor mi liberación de los pecados y del infierno y la conversión a penitencia, o su crucifixión por mí» (ib., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, que percibió en todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente por esto prefiere contemplar a Cristo crucificado, porque en esa visión ve realizado el perfecto equilibrio: en la cruz está el hombre-Dios, en un acto supremo de sufrimiento, que es un acto supremo de amor. En la tercera Instrucción la beata insiste en esta contemplación y afirma: «Cuánto más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. (…) Por eso, cuánto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos transformados en él mediante el amor. (…) Lo que he dicho del amor (…) lo digo también del dolor: el alma cuánto más contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se entristece y se transforma en dolor» (ib., pp. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y en los sufrimientos de Cristo crucificado, identificarse con él. La conversión de Ángela, que comienza con la confesión de 1285, llegará a su madurez sólo cuando el perdón de Dios aparecerá ante su alma como el don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: «Nadie tiene excusa —afirma— porque cualquiera puede amar a Dios, y él no pide al alma sino que lo quiera, porque él la ama y es su amor» (ib., p. 76).

En el itinerario espiritual de Ángela el paso de la conversión a la experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable, se realiza a través del Crucificado. El «Dios-hombre de la Pasión» se convierte en su «maestro de perfección». Toda su experiencia mística es, por tanto, tender a una «semejanza» perfecta con él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y radicales. A esta estupenda empresa Ángela se entrega totalmente, en cuerpo y alma, sin escatimar penitencias ni tribulaciones del principio al fin, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada totalmente en él: «Oh hijos de Dios —recomendaba— transformaos totalmente en el Dios-hombre de la Pasión, que os amó tanto que se dignó morir por vosotros con una muerte ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de modo muy penoso y amargo. ¡Esto sólo por amarte a ti, oh hombre!» (ib., p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque —como ella afirma— «mediante la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; mediante el desprecio y la vergüenza obtendrá sumo honor y grandísima gloria; mediante poca penitencia hecha con pena y dolor, poseerá con infinita dulzura y consolación el Sumo Bien, Dios eterno» (ib., p. 293).

De la conversión a la unión mística con Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante: «Cuánto más reces —afirma— tanto más serás iluminado; cuánto más seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás el Sumo Bien, el Ser sumamente bueno; cuánto más profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuánto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuánto más te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de entenderlo. Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque entenderás que no puedes comprender» (ib., p. 184).

Queridos hermanos y hermanas, la vida de la beata Ángela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero el encuentro con la figura de san Francisco y, por último, el encuentro con Cristo crucificado despierta el alma para la presencia de Dios, para el hecho de que sólo con Dios la vida es verdadera vida, porque en el dolor por el pecado se convierte en amor y alegría. Así nos habla a nosotros la beata Ángela. Hoy todos corremos el peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy lejano de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y me conoce y me ama. Y la beata Ángela quiere que estemos atentos a estos signos con los que el Señor nos toca al alma, que estemos atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo crucificado. Pidamos al Señor que nos haga estar atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente. Gracias.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Compañía de la Cruz; a los miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de la Estrella, de Sevilla; a los representantes de la Cofradía de Investigadores de Toledo, acompañados por el Señor Cardenal Antonio Cañizares Llovera; a los fieles de la Arquidiócesis de Santiago de los Caballeros, con su Arzobispo, Monseñor Ramón Benito de la Rosa Carpio, así como a los demás grupos procedentes de España, México, Honduras, Argentina y otros países latinoamericanos. Que la Beata Ángela de Foligno nos ayude a comprender que la verdadera felicidad consiste en la amistad con Cristo, crucificado por amor nuestro. A su divina bondad sigo encomendando con esperanza a los mineros de la región de Atacama, en Chile. Muchas gracias y que Dios os bendiga.





Plaza de San Pedro

Miércoles 20 de octubre de 2010: Santa Isabel de Hungría

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Hoy quiero hablaros de una de las mujeres del Medievo que ha suscitado mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, también llamada Isabel de Turingia.

Nació en 1207; los historiadores discuten sobre el lugar. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar los vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merano, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaban los juegos, la música y la danza; rezaba con fidelidad sus oraciones y ya mostraba una atención especial por los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.

Su niñez feliz se interrumpió bruscamente cuando, de la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. En efecto, según las costumbres de aquel tiempo, su padre había decidido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a comienzos del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la aparente gloria se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, con frecuencia en guerra entre sí y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de muy buen grado el noviazgo entre su hijo Luis y la princesa húngara. Isabel dejó su patria con una rica dote y un gran séquito, incluidas sus doncellas personales, dos de las cuales fueron amigas fieles hasta el final. Son ellas quienes nos han dejado valiosas informaciones sobre la infancia y la vida de la santa.

Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el recio castillo que domina la ciudad. Allí se celebró el compromiso entre Luis e Isabel. En los años sucesivos, mientras Luis aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. Pese a que el noviazgo se había decidido por motivos políticos, entre los dos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Luis, después de la muerte de su padre, comenzó a reinar en Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de solapadas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de corte. Así, incluso la celebración del matrimonio no fue suntuosa y el dinero de los costes del banquete se dio en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad, Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba componendas. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la puso ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando su suegra la reprendió por ese gesto, ella respondió: «¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?». Se comportaba con sus súbditos del mismo modo que se comportaba delante de Dios. En las Declaraciones de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: «No consumía alimentos si antes no estaba segura de que provenían de las propiedades y de los legítimos bienes de su marido. En cambio, se abstenía de los bienes conseguidos ilícitamente, y se preocupaba incluso por indemnizar a aquellos que habían sufrido violencia» (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que ocupan cargos de mando: el ejercicio de la autoridad, a todos los niveles, debe vivirse como un servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.

Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, proporcionaba vestidos, pagaba las deudas, se hacía cargo de los enfermos y enterraba a los muertos. Bajando de su castillo, a menudo iba con sus doncellas a las casas de los pobres, les llevaba pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y las camas de los pobres. Cuando refirieron este comportamiento a su marido, este no sólo no se disgustó, sino que respondió a los acusadores: «Mientras no me venda el castillo, me alegro». En este contexto se sitúa el milagro del pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con su marido que le preguntó qué llevaba. Ella abrió el delantal y, en lugar de pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.

Su matrimonio fue profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, en cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado de la gran fe de su esposa, Luis, refiriéndose a su atención por los pobres, le dijo: «Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado». Un testimonio claro de cómo la fe y el amor a Dios y al prójimo refuerzan la vida familiar y hacen todavía más profunda la unión matrimonial.

La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores, que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Rogelio (Rüdiger) como director espiritual. Cuando este le contó la historia de la conversión del joven y rico comerciante Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó todavía más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, siguió con más decisión aún a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, al que siguieron después otros dos, nuestra santa no abandonó nunca sus obras de caridad. Además ayudó a los Frailes Menores a construir un convento en Halberstadt, del cual fray Rogelio se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.

Una dura prueba fue el adiós a su marido, a finales de junio de 1227 cuando Luis IV se unió a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que se trataba de una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: «No te retendré. He entregado toda mi persona a Dios y ahora también tengo que darte a ti». Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Luis cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcarse, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al conocer la noticia, se afligió tanto que se retiró a la soledad, pero después, fortalecida por la oración y consolada por la esperanza de volver a verlo en el cielo, comenzó a interesarse de nuevo por los asuntos del reino. Pero la esperaba otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose auténtico heredero de Luis y acusando a Isabel de ser una mujer devota incompetente para gobernar. La joven viuda, junto con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y buscó un lugar donde refugiarse. Sólo dos de sus doncellas permanecieron a su lado, la acompañaron y confiaron a los tres hijos a los cuidados de los amigos de Luis. Peregrinando por las aldeas, Isabel trabajaba donde recibía acogida, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y entrega a Dios, algunos parientes, que le seguían siendo fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse en el castillo de la familia en Marburgo, donde vivía también su director espiritual Conrado. Fue él quien refirió al Papa Gregorio IX el siguiente hecho: «El viernes santo de 1228, poniendo las manos sobre el altar de la capilla de su ciudad, Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Quería renunciar también a todas las posesiones, pero yo la disuadí por amor de los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y desamparados. Al reprenderla yo por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una gracia especial y humildad» (Epistula magistri Conradi, 14-17).

Podemos descubrir en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la que vivió san Francisco: en efecto, el Poverello de Asís declaró en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes le resultaba amargo se transformó en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel pasó los últimos tres años de su vida en el hospital que ella misma había fundado, sirviendo a los enfermos, velando por los moribundos. Siempre trataba de realizar los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con algunas de sus amigas, vestidas con hábitos grises, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Tercera Orden Regular de San Francisco y de la Orden Franciscana Secular.

En noviembre de 1231 la atacaron fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Unos diez días después, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse sola con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios de su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el Papa Gregorio IX la proclamó santa y, el mismo año, fue consagrada la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.

Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos que la fe y la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás, y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace también la esperanza, la certeza de que Cristo nos ama y de que el amor de Cristo nos espera y así nos hace capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y de este modo a encontrar la verdadera justicia y el amor, así como la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Cofradía escolapia del Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del mayor dolor, de Granada; a los fieles de Alcobendas, a los Oficiales del curso de Estado Mayor de la Academia Aérea de Ecuador, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Que la figura de Santa Isabel de Hungría, modelo de caridad, nos inspire también a nosotros a un amor intenso hacia Dios y hacia el prójimo. Muchas gracias.

(A los jóvenes, los enfermos y los recién casados)

Se despidió dirigiendo a los jóvenes, los enfermos y los recién casados estas palabras: «Queridos amigos, el mes de octubre nos invita a renovar nuestra activa cooperación a la misión de la Iglesia. Con las energías lozanas de la juventud, con la fuerza de la oración y del sacrificio, y con las potencialidades de la vida conyugal, sed misioneros del Evangelio, ofreciendo vuestro apoyo concreto a cuantos se esfuerzan por llevarlo a quien todavía no lo conoce».


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ANUNCIO DE CONSISTORIO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES



Ahora, con alegría, anuncio que el próximo 20 de noviembre tendré un consistorio en el cual nombraré nuevos miembros del Colegio cardenalicio. Los cardenales tienen la tarea de ayudar al Sucesor del Apóstol san Pedro en el cumplimiento de su misión de principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión en la Iglesia (cf. Lumen gentium
LG 18).


He aquí los nombres de los nuevos purpurados:

1. Monseñor Angelo Amato, S.D.B., prefecto de la Congregación para las causas de los santos.

2. Su Beatitud Antonios Naguib, patriarca de Alejandría de los coptos (Egipto).

3. Monseñor Robert Sarah, presidente del Consejo pontificio «Cor unum».

4. Monseñor Francesco Monterisi, arcipreste de la basílica papal de San Pablo Extramuros.

5. Monseñor Fortunato Baldelli, penitenciario mayor.

6. Monseñor Raymond Leo Burke, prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica.

7. Monseñor Kurt Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.

8. Monseñor Paolo Sardi, vicecamarlengo de santa Iglesia romana.

9. Monseñor Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el clero.

10. Monseñor Velasio De Paolis, C.S., presidente de la Prefectura para los asuntos económicos de la Santa Sede.

11. Monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura.

12. Monseñor Medardo Joseph Mazombwe, arzobispo emérito de Lusaka (Zambia).

13. Monseñor Raúl Eduardo Vela Chiriboga, arzobispo emérito de Quito (Ecuador).

14. Monseñor Laurent Monsengwo Pasinya, arzobispo de Kinshasa (República democrática del Congo).

15. Monseñor Paolo Romeo, arzobispo de Palermo (Italia).

16. Monseñor Donald William Wuerl, arzobispo de Washington (Estados Unidos).

17. Monseñor Raymundo Damasceno Assis, arzobispo de Aparecida (Brasil).

18. Monseñor Kazimierz Nycz, arzobispo de Varsovia (Polonia).

19. Monseñor Albert Malcolm Ranjith Patabendige Don, arzobispo de Colombo (Sri Lanka).

20. Monseñor Reinhard Marx, arzobispo de Munich y Freising (Alemania).

Además, he decidido elevar a la dignidad cardenalicia a dos prelados y dos clérigos, que se han distinguido por su generosidad y entrega al servicio de la Iglesia. Son:

1. Monseñor José Manuel Estepa Llaurens, arzobispo Ordinario militar emérito (España).

2. Monseñor Elio Sgreccia, ex presidente de la Academia pontificia para la vida (Italia).

3. Monseñor Walter Brandmüller, ex presidente del Comité pontificio de ciencias históricas (Alemania).

4. Monseñor Domenico Bartolucci, ex maestro director de la Capilla musical pontificia (Italia).

En la lista de los nuevos purpurados se refleja la universalidad de la Iglesia, pues provienen de varias partes del mundo y desempeñan diferentes tareas al servicio de la Santa Sede o en contacto directo con el pueblo de Dios como padres y pastores de Iglesias particulares.

Os invito a rezar por los nuevos cardenales, pidiendo la intercesión especial de la santísima Madre de Dios, a fin de que desempeñen con fruto su ministerio en la Iglesia.







Plaza de San Pedro

Miércoles 27 de octubre de 2010: Santa Brígida

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Queridos hermanos y hermanas:

En la ferviente vigilia del gran jubileo del año 2000, el venerable siervo de Dios Juan Pablo II proclamó copatrona de toda Europa a santa Brígida de Suecia. Esta mañana quiero presentar su figura, su mensaje y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que enseñar —todavía hoy— a la Iglesia y al mundo.

Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización inmediatamente después de su muerte, acontecida en 1373. Brígida nació setenta años antes, en 1303, en Finster, Suecia, una nación del norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la santa la había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.

Podemos distinguir dos períodos en la vida de esta santa. El primero se caracteriza por su condición de mujer felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de una importante provincia del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, la segunda de los cuales, Karin (Catalina), es venerada como santa. Se trata de un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica fue apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte durante cierto tiempo, con el fin de instruir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.

Brígida, guiada espiritualmente por un docto religioso que la inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva sobre su familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera «iglesia doméstica». Junto con su marido, adoptó la regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad con los indigentes; incluso fundó un hospital. Al lado de su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. Al regreso de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, realizada en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco tiempo después, en la paz de un monasterio donde se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.

Este primer período de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar lo que hoy podríamos definir una auténtica «espiritualidad conyugal»: los esposos cristianos pueden recorrer juntos un camino de santidad, sostenidos por la gracia del sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer quien con su sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura logra que el marido recorra un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día tras día, también hoy iluminan a su familia con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor suscite también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en la generación y en la educación de los hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.

Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo período de su vida. Renunció a otras nupcias para intensificar la unión con el Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, tras la muerte de su marido, después de distribuir sus bienes a los pobres, aunque nunca accedió a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Allí comenzaron las revelaciones divinas, que la acompañaron durante todo el resto de su vida. Brígida las dictó a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título precisamente Revelationes extravagantes (Revelaciones suplementarias).

Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta en forma de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los cuales también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata del relato de una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela acerca de la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna duda, lo precisa el venerable Juan Pablo II en la carta Spes aedificandi: «Al reconocer la santidad de Brígida, la Iglesia, sin pronunciarse sobre cada una de las revelaciones que tuvo, aceptó la autenticidad global de su experiencia interior» (n. 5).

De hecho, leyendo estas Revelaciones nos sentimos interpelados sobre numerosos temas importantes. Por ejemplo, aparece con frecuencia la descripción, con detalles bastante realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios a los hombres. En labios del Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: «Oh, amigos míos, yo amo con tanta ternura a mis ovejas que, si fuera posible, quisiera morir muchas otras veces por cada una de ellas con la misma muerte que sufrí para la redención de todas» (Revelationes, libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la convirtió en Mediadora y Madre de misericordia, es un tema que se repite en las Revelaciones.

Al recibir estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección de parte del Señor: «Hija mía —leemos en el primer libro de las Revelaciones—, te he elegido a ti para mí, ámame con todo tu corazón... más que a todo lo que existe en el mundo» (c. 1). Por otra parte, Brígida sabía bien y estaba firmemente convencida de que todo carisma está destinado a edificar a la Iglesia. Precisamente por este motivo, no pocas de sus revelaciones iban dirigidas, en forma de amonestaciones incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluidas las autoridades religiosas y políticas, para que vivieran su vida cristiana con coherencia; pero siempre lo hacía con una actitud de respeto y fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del apóstol Pedro.

En 1349 Brígida dejó Suecia para siempre y peregrinó a Roma. No sólo quería participar en el jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una Orden religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador y compuesta de monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que no nos debe sorprender: en el Medievo existían fundaciones monásticas con una rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la misma Regla monástica, que preveía la dirección de la abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana se reconoce a la mujer una dignidad propia, y —siguiendo el ejemplo de María, Reina de los Apóstoles— un lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es igualmente importante para el crecimiento espiritual de la comunidad. Además, la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.

En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se dirigió en peregrinación a varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el cual Brígida nutrió siempre gran devoción. Por último, en 1371, se cumplió su mayor deseo: el viaje a Tierra Santa, adonde fue en compañía de sus hijos espirituales, un grupo que Brígida llamaba «los amigos de Dios».

Durante esos años, los Pontífices estaban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se dirigió a ellos pidiéndoles encarecidamente que volvieran a la sede de Pedro, en la ciudad eterna.

Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI regresara definitivamente a Roma. Fue enterrada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la llevaron de nuevo a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.

La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y las experiencias que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, hace de ella una figura eminente en la historia de Europa. Proveniente de Escandinavia, santa Brígida testimonia que el cristianismo ha impregnado profundamente la vida de todos los pueblos de este continente. Al declararla copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II deseó que santa Brígida —que vivió en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental todavía no estaba herida por la división— interceda eficazmente ante Dios para obtener la gracia tan esperada de la unidad plena de todos los cristianos. Por esta misma intención, tan importante para nosotros, y para que Europa sepa alimentarse siempre de sus raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, discípula fiel de Dios, copatrona de Europa. Gracias por vuestra atención.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a las Religiosas Carmelitas Misioneras Teresianas; a los miembros de la Cofradía de Nuestra Señora de la Cabeza, de Andújar; al grupo de la parroquia de Nuestra Señora del Rescate, de Ujarrás, en Costa Rica, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a llevar una intensa vida de oración, a ejemplo de Santa Brígida de Suecia, copatrona de Europa. Muchas gracias.





Sala Pablo VI

Miércoles 3 de noviembre de 2010: Margarita de Oingt


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