Audiencias 2005-2013 24110

Miércoles 24 de noviembre de 2010: Santa Catalina de Siena

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de una mujer que tuvo un papel eminente en la historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en el que vivió —siglo XIV— fue una época tormentosa para la vida de la Iglesia y de todo el tejido social en Italia y en Europa. Sin embargo, incluso en los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su pueblo, suscitando santos y santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas personas y también hoy nos habla y nos impulsa a caminar con valentía hacia la santidad para que seamos discípulos del Señor de un modo cada vez más pleno.

Nació en Siena, en 1347, en el seno de una familia muy numerosa, y murió en Roma, en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Tercera Orden Dominicana, en la rama femenina llamada de las Mantellate. Permaneciendo en su familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho privadamente cuando todavía era una adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia y a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.

Cuando se difundió la fama de su santidad, fue protagonista de una intensa actividad de consejo espiritual respecto a todo tipo de personas: nobles y hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el Papa Gregorio XI que en aquel período residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a regresar a Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el venerable Juan Pablo II quiso declararla copatrona de Europa: que el viejo continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.

Catalina sufrió mucho, como tantos santos. Alguien incluso pensó que había que desconfiar de ella hasta el punto de que, en 1374, seis años antes de su muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para interrogarla. Pusieron a su lado a un fraile erudito y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestro general de la Orden, el cual se convirtió en su confesor y también en su «hijo espiritual», y escribió una primera biografía completa de la santa. Fue canonizada en 1461.

La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y aprendió a escribir cuando ya era adulta, está contenida en El Diálogo de la Divina Providencia o Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró doctora de la Iglesia, título que se añadía al de copatrona de la ciudad de Roma, por voluntad del beato Pío ix, y de patrona de Italia, según la decisión del venerable Pío XII.

En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la presentó a Jesús que le dio un espléndido anillo, diciéndole: «Yo, tu Creador y Salvador, me caso contigo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que celebres conmigo en el cielo tus nupcias eternas» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo sólo era visible para ella. En este episodio extraordinario reconocemos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con quien vive una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado sobre todo bien.

Ilustra esta unión profunda con el Señor otro episodio de la vida de esta insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias que recibió de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano rojo esplendoroso en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: «Amada hija mía, así como el otro día tomé tu corazón, que tú me ofrecías, ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo» (ib.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (
Ga 2,20).

Como la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de uniformarse a los sentimientos del corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como Cristo mismo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con él alimentada con la oración, con la meditación sobre la Palabra de Dios y con los sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la sagrada Comunión. También Catalina pertenece a la legión de santos eucarísticos con los cuales quise concluir mi exhortación apostólica Sacramentum caritatis (cf. n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para alimentar nuestro camino de fe, fortalecer nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a él.

En torno a una personalidad tan fuerte y auténtica se fue constituyendo una verdadera familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven de elevadísimo nivel de vida, y a veces impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio ser dirigidos espiritualmente por Catalina. La llamaban «mamá» pues como hijos espirituales obtenían de ella el alimento del espíritu.

También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad espiritual de numerosas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las almas el pensamiento de Dios, fortalecen la fe de la gente y orientan la vida cristiana hacia cumbres cada vez más elevadas. «Hijo os declaro y os llamo —escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Giovanni Sabbatini—, en cuanto yo os doy a luz mediante continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, como una madre da a luz a su hijo» (Epistolario, carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras: «Amadísimo y queridísimo hermano e hijo en Cristo dulce Jesús».

Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está vinculado al don de lágrimas. Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de ternura. No pocos santos han tenido el don de lágrimas, renovando la emoción de Jesús mismo, que no retuvo ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo Lázaro y ante el dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los santos se mezclan con la sangre de Cristo, de la cual ella habló con tonos vibrantes e imágenes simbólicas muy eficaces: «Haced memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos como objetivo a Cristo crucificado, escondiéndoos en las llagas de Cristo crucificado; sumergíos en la sangre de Cristo crucificado» (Epistolario, carta n. 16: A uno cuyo nombre se calla).

Aquí podemos comprender por qué Catalina, aun consciente de las faltas humanas de los sacerdotes, siempre tuvo una grandísima reverencia por ellos, pues dispensan, mediante los sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la sangre de Cristo. La santa de Siena siempre invitó a los ministros sagrados, incluso al Papa, a quien llamaba «dulce Cristo en la tierra», a ser fieles a sus responsabilidades, impulsada siempre y solamente por su amor profundo y constante a la Iglesia. Antes de morir dijo: «Al separarme de mi cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia santa, lo cual es una singularísima gracia» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).

De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En El Diálogo de la Divina Providencia, ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente tendido entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma pasa por las tres etapas de todo camino de santificación: el alejamiento del pecado, la práctica de la virtud y del amor, y la unión dulce y afectuosa con Dios.

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valentía, de modo intenso y sincero, a Cristo y a la Iglesia. Por esto, hagamos nuestras las palabras de santa Catalina que leemos en El Diálogo de la Divina Providencia, como conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: «Por misericordia nos has lavado en la sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas. ¡Oh loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir! (...) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti, porque adondequiera que dirija mi pensamiento, no encuentro sino misericordia» (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de Chile, España, México, República Dominicana y otros países latinoamericanos. Siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Santa Catalina de Siena, os invito a todos a amar a Cristo y a la Iglesia con un amor cada vez más intenso y sincero. Muchas gracias.





Sala Pablo VI

Miércoles 1 de diciembre de 2010: Juliana de Norwich

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Queridos hermanos y hermanas

Todavía recuerdo con gran alegría el viaje apostólico que realicé al Reino Unido el pasado mes de septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a numerosas figuras ilustres, que con su testimonio y sus enseñanzas embellecen la historia de la Iglesia. Una de estas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que quiero hablaros esta mañana.

Las noticias de las que disponemos sobre su vida —no muchas— están tomadas principalmente del libro en el cual esta mujer amable y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió de 1342 a 1430 aproximadamente, años tormentosos tanto para la Iglesia, desgarrada por el cisma que siguió al regreso del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Pero Dios, incluso en tiempos de tribulaciones, no cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.

Como ella misma nos cuenta, en mayo de 1373, probablemente el 13 de ese mes, de improviso se vio afectada por una enfermedad gravísima que en tres días parecía que la llevaría a la muerte. Después de que el sacerdote —que acudió a su cabecera— le mostrara el crucifijo, Juliana no sólo recuperó prontamente la salud, sino que recibió las dieciséis revelaciones que sucesivamente puso por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue precisamente el Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. «¿Querrías saber qué quiso decir tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que él quería. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor» (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).

Inspirada por el amor divino, Juliana hizo una opción radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir en una celda, situada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el nombre del santo al que estaba dedicada la iglesia cerca de la cual vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir «recluida», como se decía en sus tiempos. Pero no era la única que hizo esa opción: en aquellos siglos un número considerable de mujeres eligió este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas expresamente para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rieval. Las anacoretas o «reclusas», dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De ese modo, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, por la que la gente las veneraba. Hombres y mujeres de todas las edades y de toda condición, cuando necesitaban consejos y consuelo, las buscaban devotamente. Por tanto, no se trataba de una elección individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a quienes vivían entre dificultades en esta vida.

Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como lo confirma la autobiografía de otra fervorosa cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que acudió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. Por este motivo, cuando Juliana vivía, la llamaban «Madre Juliana», como está escrito en el monumento fúnebre que contiene sus restos mortales. Se había convertido en una madre para muchos.

Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta opción suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y las debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del cual se alejan, no posee y, con amabilidad, la comparten con quienes llaman a su puerta. Pienso, por tanto, con admiración y reconocimiento, en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, tesoro precioso para toda la Iglesia, especialmente a la hora de recordar el primado de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.

Precisamente en la soledad habitada por Dios, Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de las que nos han llegado dos versiones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de que Dios nos ama y su Providencia nos protege. En él leemos estas estupendas palabras: «Vi con seguridad absoluta... que Dios aun antes de crearnos nos ha amado con un amor que nunca ha disminuido y que nunca se desvanecerá. Y con este amor él ha hecho todas sus obras, y con este amor él ha hecho que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y con este amor nuestra vida dura para siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin» (Il libro delle rivelazioni, cap. 86, p. 320).

El tema del amor divino se repite a menudo en las visiones de Juliana de Norwich que, con cierta audacia, no duda en compararlo también con el amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios para con nosotros son tan grandes que, a nosotros, peregrinos en esta tierra, nos evocan el amor de una madre por sus hijos. En realidad, también los profetas bíblicos utilizaron a veces este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y tiene su culmen en la Encarnación del Hijo. Pero Dios supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (
Is 49,15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando nos abrimos, completamente y con confianza total, a este amor y dejamos que sea la única guía de nuestra vida, todo queda transfigurado, encontramos la verdadera paz y la verdadera alegría y somos capaces de difundirlas a nuestro alrededor.

Quiero subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia católica refiere las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un tema que no cesa de constituir una provocación para todos los creyentes (cf. nn. CEC 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se han planteado esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza y a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, incluso del mal Dios sabe sacar un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: «Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe y, por tanto, debía creer perfectamente y con seguridad que todo iba a redundar en bien…» (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).

Sí, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios siempre son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca quedaremos defraudados. «Y todo será bien», «todo será para bien»: este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.

Saludos

Saludo con afecto a los grupos de lengua española, provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Las promesas divinas son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y profundos de nuestro corazón, nunca nos sentiremos defraudados. “Todo estará bien”, “cada cosa será para bien”. Esto lo vivió con gran intensidad Juliana de Norwich. Que su ejemplo os ayude en vuestra vida cristiana, para que siempre seáis signos vivos de la caridad de Cristo y transmitáis a los demás con serena alegría la belleza de su mensaje de salvación. Muchas gracias.



LLAMAMIENTO


Encomiendo a vuestras oraciones y a las de los católicos de todo el mundo a la Iglesia en China, la cual, como sabéis, está viviendo momentos particularmente difíciles. Pidamos a la santísima Virgen María, Auxilio de los cristianos, que sostenga a todos los obispos chinos, tan queridos para mí, a fin de que testimonien su fe con valentía, poniendo toda esperanza en el Salvador que esperamos.

Encomendemos, además, a la Virgen a todos los católicos de ese amado país, para que, con su intercesión, puedan realizar una auténtica existencia cristiana en comunión con la Iglesia universal, contribuyendo así también a la armonía y al bien común de su noble pueblo.




Sala Pablo VI

Miércoles 15 de diciembre de 2010: Santa Verónica Giuliani

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero presentar a una mística que no es de la época medieval; se trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el próximo 27 de diciembre se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città di Castello, el lugar donde vivió durante más tiempo y donde murió, así como Mercatello —su pueblo natal— y la diócesis de Urbino, viven con alegría este acontecimiento.

Verónica nace, como decía, el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el valle de Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; es la última de siete hermanas, otras tres de las cuales abrazarán la vida monástica; le dan el nombre de Úrsula. A la edad de siete años pierde a su madre, y su padre se traslada a Piacenza como superintendente de aduanas del ducado de Parma. En esta ciudad Úrsula siente que crece en ella el deseo de dedicar la vida a Cristo. La llamada se hace cada vez más apremiante, hasta el punto de que a los 17 años entra en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá toda su vida. Allí recibe el nombre de Verónica, que significa «verdadera imagen» y, en efecto, llegará a ser una verdadera imagen de Cristo crucificado. Un año después emite la profesión religiosa solemne: inicia para ella el camino de configuración con Cristo a través de muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas vinculadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, las nupcias místicas, la herida en el corazón y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se convierte en abadesa del monasterio y se verá confirmada en ese cargo hasta su muerte, acontecida en 1727, después de una dolorosísima agonía de 33 días que culmina en una alegría tan profunda que sus últimas palabras fueron: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi sufrimiento. ¡Decídselo a todas, decídselo a todas!» (Summarium Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales pasados en el monasterio de Città di Castello. El Papa Gregorio XVI la proclama santa el 26 de mayo de 1839.

Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, textos autobiográficos, poesías. Sin embargo, la fuente principal para reconstruir su pensamiento es su Diario, iniciado en 1693: nada menos que veintidós mil páginas manuscritas, que abarcan treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y continua, sin tachones ni correcciones, sin signos de puntuación o distribución de la materia en capítulos o partes según un proyecto preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; es más, el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi, la obligó a poner por escrito sus experiencias.

Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la experiencia de que Cristo, Esposo fiel y sincero, la ama y de querer corresponder con un amor cada vez más comprometido y apasionado. En ella todo se interpreta en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad. Vive cada cosa en unión con Cristo, por amor a él y con la alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.

El Cristo al cual Verónica está profundamente unida es el Cristo que sufre de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y doloroso por la Iglesia, en la doble forma de la oración y la ofrenda. La santa vive con esta perspectiva: reza, sufre, busca la «santa pobreza», como «expropiación», pérdida de sí misma (cf. ib. , III, 523), precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.

En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor, avalorando sus oraciones de intercesión con la ofrenda de sí misma en todo sufrimiento. Su corazón se dilata a todas «las necesidades de la santa Iglesia», anhelando la salvación de «todo el mundo» (ib., III-IV, passim). Verónica grita: «Oh pecadores, oh pecadoras…, todos y todas venid al corazón de Jesús; venid al lavatorio de su preciosísima sangre… Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros» (ib., II, 16-17). Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, por su obispo, por los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa en estas palabras: «Nosotros no podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas las almas que se encuentran en estado de ofensa a Dios… especialmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada» (ib., IV, 877). Nuestra santa concibe esta misión como «estar en medio», entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo crucificado.

Verónica vive profundamente la participación en el amor de Jesús que sufre, segura de que «sufrir con alegría» es la «clave del amor» (cf. ib., I, 299.417; III 330 303 871; IV, 192). Pone de relieve que Jesús sufre por los pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos fieles soportaron a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: «Su eterno Padre le hizo ver y sentir en ese punto todos los sufrimientos que iban a padecer sus elegidos, sus almas más queridas, es decir, las que iban a sacar provecho de su sangre y de todos sus sufrimientos» (ib., II, 170). Como dice de sí mismo el apóstol san Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (
Col 1,24). Verónica llega a pedir a Jesús ser crucificada con él: «En un instante —escribe—, vi salir de sus santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron hacia mí. Y yo veía cómo esos rayos se convertían en pequeñas llamas. En cuatro estaban los clavos; y en una vi que estaba la lanza, como de oro, al rojo vivo: y me traspasó el corazón, de lado a lado... y los clavos me traspasaron las manos y los pies. Sentí un gran dolor; pero, incluso en el dolor, me veía, me sentía completamente transformada en Dios» (Diario, I, 897).

La santa está convencida de que ya participa en el reino de Dios, pero al mismo tiempo invoca a todos los santos de la patria celestial para que acudan en su ayuda en el camino terreno de su entrega, en espera de la felicidad eterna; esta es la constante aspiración de su vida (cf. ib., II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, a menudo centrada en «salvar la propia alma» individualmente, Verónica muestra un fuerte sentido «solidario», de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como don del creador, resultan siempre relativas, del todo subordinadas al «gusto» de Dios y bajo el signo de una pobreza radical. En la communio sanctorum, aclara su entrega eclesial, así como la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial. «Los santos —escribe— están allá arriba mediante los méritos y la pasión de Jesús; pero cooperaron en todo lo que hizo nuestro Señor, de modo que toda su vida se ordenaba y se regulaba por sus mismas obras» (ib. , III, III 203,0).

En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces de modo indirecto, pero siempre puntual: revela familiaridad con el Texto sagrado, del cual se alimenta su experiencia espiritual. Asimismo, es preciso señalar que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca van separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia, donde ocupa un lugar especial la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Pero, por otra parte, precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad nada común, guía a una lectura más profunda y «espiritual» del mismo Texto, entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente vive de estas palabras, se hacen vida en ella.

Por ejemplo, nuestra santa cita a menudo la expresión del apóstol san Pablo: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rm 8,31 cf. Diario, I, 714; II, 116; 1021 III 48). En ella la asimilación de este texto paulino, su gran confianza y su profunda alegría, se convierte en un hecho que se realiza en su propia persona: «Mi alma —escribe— se ha unido a la voluntad divina y yo realmente me he establecido y detenido para siempre en la voluntad de Dios. Me parecía que ya no me iba a apartar jamás de este querer de Dios y volví en mí con estas palabras exactas: nada me podrá separar de la voluntad de Dios, ni angustias ni penas ni afanes ni desprecios ni tentaciones ni criaturas ni demonios ni oscuridad, ni siquiera la misma muerte, porque en la vida y en la muerte quiero totalmente y en todo la voluntad de Dios» (Diario, IV, 272). Así tenemos también la certeza de que la muerte no es la última palabra, estamos cimentados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para siempre.

Verónica es, especialmente, un testigo valiente de la belleza y del poder del Amor divino, que la atrae, se apodera de ella, la enardece. Es el Amor crucificado que se ha impreso en su carne, al igual que en la de san Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. «Esposa mía —me susurra Cristo crucificado— me complacen las penitencias que haces por aquellos que están en desgracia ante mí… Luego, desclavando un brazo de la cruz, me hizo señas de que me acercara a su costado... Y me encontré entre los brazos de Cristo crucificado. Lo que sentí entonces no puedo contarlo: habría querido estar siempre en su santísimo costado» (ib., I, 37). También es una imagen de su camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Señor crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. Verónica vive asimismo una relación de profunda intimidad con la Virgen María, testimoniada en las palabras que ella le dice un día y que refiere en su Diario: «Yo te hice descansar en mi regazo, se te concedió la unión con mi alma, y desde ella fuiste llevada volando delante de Dios» (IV, 901).

Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida cristiana, la unión con el Señor viviendo para los demás, abandonándonos a su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia, Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor lleno de sufrimiento de Jesús crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios; nos invita a alimentarnos a diario de la Palabra de Dios para calentar nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la santa pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver!». Gracias.



Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los procedentes de España, Chile y otros países latinoamericanos. Y, de modo particular, a los miembros de la comunidad católica mejicana de Roma, así como a los artesanos venidos de Guanajuato, acompañados por el Gobernador de dicho Estado y el Señor Arzobispo de León, a quienes agradezco el obsequio de un artístico nacimiento. Que el ejemplo de Verónica Giuliani incremente nuestro amor a Cristo. Muchas gracias.





Sala Pablo VI

Miércoles 22 de diciembre de 2010

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Queridos hermanos y hermanas:

Con esta última audiencia antes de las festividades navideñas, nos acercamos, llenos de emoción y de estupor, al «lugar» donde para nosotros y para nuestra salvación comenzó todo, donde todo encontró cumplimiento, donde se encontraron y cruzaron las expectativas del mundo y del corazón humano con la presencia de Dios. Ya podemos saborear desde ahora la alegría por esa pequeña luz que se vislumbra, que desde la cueva de Belén comienza a irradiarse por el mundo. En el camino del Adviento, que la liturgia nos ha invitado a vivir, hemos sido acompañados a acoger con disponibilidad y reconocimiento el gran acontecimiento de la venida del Salvador y a contemplar llenos de admiración su entrada en el mundo.

La espera gozosa, característica de los días que preceden la santa Navidad, ciertamente es la actitud fundamental del cristiano que desea vivir con fruto el renovado encuentro con Aquel que viene a poner su morada entre nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Encontramos esta disposición del corazón, y la hacemos nuestra, en aquellos que fueron los primeros en acoger la venida del Mesías: Zacarías e Isabel, los pastores, el pueblo sencillo y especialmente, María y José, quienes experimentaron en primera persona la conmoción, pero sobre todo la alegría por el misterio de ese nacimiento. Todo el Antiguo Testamento constituye una única gran promesa, que debía cumplirse con la venida de un salvador poderoso. Nos da testimonio de ello en particular el libro del profeta Isaías, el cual nos habla del sufrimiento de la historia y de toda la creación por una redención destinada a dar nuevas energías y nueva orientación al mundo entero. Así, junto a la espera de los personajes de las Sagradas Escrituras, encuentra espacio y significado, a lo largo de los siglos, también nuestra espera, la que en estos días estamos experimentando y la que nos mantiene despiertos durante todo el camino de nuestra vida. En efecto, toda la existencia humana está animada por este profundo sentimiento, por el deseo de que lo más verdadero, lo más bello y lo más grande que hemos vislumbrado e intuido con la mente y el corazón, nos salga al encuentro y ante nuestros ojos se haga concreto y nos vuelva a levantar.

«Muy pronto vendrá el Señor, que domina los pueblos, y se llamará Emmanuel, porque tenemos a Dios con nosotros» (Antífona de entrada, santa misa del 21 de diciembre). En estos días repetimos con frecuencia estas palabras. En el tiempo de la liturgia, que actualiza el Misterio, ya está a las puertas Aquel que viene a salvarnos del pecado y de la muerte, Aquel que, después de la desobediencia de Adán y Eva, nos abraza de nuevo y nos abre de par en par el acceso a la vida verdadera. Lo explica san Ireneo, en su tratado «Contra las herejías», cuando afirma: «El Hijo mismo de Dios entró “en una carne semejante a la del pecado” (
Rm 8,3) para condenar el pecado, y, una vez condenado, excluirlo completamente del género humano. Llamó al hombre a ser semejante a él, lo hizo imitador de Dios, lo puso en el camino que indicó el Padre a fin de que pudiera ver a Dios, y le dio como don al Padre mismo» (III 20,2-3).

Se nos presentan algunas de las ideas preferidas de san Ireneo: Dios con el Niño Jesús nos llama a ser semejantes a él. Vemos cómo es Dios. Y así nos recuerda que deberíamos ser semejantes a Dios. Y debemos imitarlo. Dios se ha donado, Dios se ha dado en nuestras manos. Debemos imitar a Dios. Y, por último, la idea de que así podemos ver a Dios. Una idea central de san Ireneo: el hombre no ve a Dios, no puede verlo, y así está en la oscuridad sobre la verdad, sobre sí mismo. Pero el hombre, que no puede ver a Dios, puede ver a Jesús. Y así ve a Dios, así comienza a ver la verdad, así comienza a vivir.

El Salvador, por tanto, viene para reducir a la impotencia la obra del mal y todo lo que todavía puede mantenernos alejados de Dios, para devolvernos al antiguo esplendor y a la primitiva paternidad. Con su venida entre nosotros Dios nos indica y nos asigna también una tarea: precisamente la de ser semejantes a él y tender a la verdadera vida, la de llegar a la visión de Dios, en el rostro de Cristo. Afirma también san Ireneo: «El Verbo de Dios puso su morada entre los hombres y se hizo Hijo del hombre, para acostumbrar al hombre a percibir a Dios y para acostumbrar a Dios a poner su morada en el hombre según la voluntad del Padre. Por esto, Dios nos dio como “signo” de nuestra salvación a Aquel que, nacido de la Virgen, es el Emmanuel» (ib.). También aquí tenemos una idea central muy hermosa de san Ireneo: debemos acostumbrarnos a percibir a Dios. Dios normalmente está lejos de nuestra vida, de nuestras ideas, de nuestro actuar. Se ha acercado a nosotros y debemos acostumbrarnos a estar con Dios. San Ireneo con audacia se atreve a decir que también Dios debe acostumbrarse a estar con nosotros y en nosotros. Y que quizá Dios debería acompañarnos en Navidad; debemos acostumbrarnos a Dios, como Dios se debe acostumbrar a nosotros, a nuestra pobreza y fragilidad. Por eso, la venida del Señor no puede tener otro objetivo que el de enseñarnos a ver y a amar los acontecimientos, el mundo y todo lo que nos rodea, con los ojos mismos de Dios. El Verbo hecho niño nos ayuda a comprender el modo de actuar de Dios, para que seamos capaces de dejarnos transformar cada vez más por su bondad y por su infinita misericordia.

En la noche del mundo, dejémonos sorprender e iluminar de nuevo por este acto de Dios, totalmente inesperado: Dios se hace Niño. Dejémonos sorprender, iluminar por la Estrella que ha inundado de alegría el universo. Que el Niño Jesús, al llegar hasta nosotros, no nos encuentre desprevenidos, empeñados sólo en embellecer la realidad exterior. Que el cuidado que ponemos para que nuestras calles y nuestras casas sean más resplandecientes nos impulse todavía más a preparar nuestra alma para encontrarnos con Aquel que vendrá a visitarnos, que es la verdadera belleza y la verdadera luz. Purifiquemos, pues, nuestra conciencia y nuestra vida de lo que es contrario a esta venida: pensamientos, palabras, actitudes y acciones, espoleándonos a hacer el bien y a contribuir a realizar en nuestro mundo la paz y la justicia para cada hombre y a caminar así hacia el encuentro con el Señor.

El belén es un signo característico del tiempo navideño. También en la plaza de San Pedro, como es tradición, ya casi está listo e idealmente se asoma a Roma y a todo el mundo, representando la belleza del Misterio del Dios que se ha hecho hombre y ha puesto su morada entre nosotros (cf. Jn 1,14). El belén es expresión de nuestra espera, que Dios se acerca a nosotros, que Cristo se acerca a nosotros, pero también es expresión de la acción de gracias a Aquel que ha decidido compartir nuestra condición humana, en la pobreza y en la sencillez. Me alegro porque permanece viva y, más aún, se renueva la tradición de preparar el belén en las casas, en los ambientes de trabajo, en los lugares de encuentro. Que este genuino testimonio de fe cristiana ofrezca también hoy a todos los hombres de buena voluntad un sugestivo icono del amor infinito del Padre hacia todos nosotros. Que los corazones de los niños y de los adultos se sorprendan de nuevo frente a él.

Queridos hermanos y hermanas, que la Virgen María y san José nos ayuden a vivir el Misterio de la Navidad con renovada gratitud al Señor. Que en medio de la actividad frenética de nuestros días, este tiempo nos dé un poco de calma y de alegría, y nos haga palpar la bondad de nuestro Dios, que se hace Niño para salvarnos y dar nueva valentía y nueva luz a nuestro camino. Este es mi deseo para una santa y feliz Navidad: lo dirijo con afecto a vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares, en particular a los enfermos y a los que sufren, así como a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos.

Saludos

Saludo a los grupos de lengua española, en particular a los peregrinos de Alange y Córdoba, así como a los demás fieles provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Deseo a todos una feliz Navidad y os invito a preparar vuestro corazón para recibir al Niño Jesús. Que la Virgen María y San José nos ayuden a vivir el Misterio de este tiempo santo con renovada gratitud al Señor, ofreciendo a los demás paz y alegría. Muchas gracias.




Sala Pablo VI

Miércoles 29 de diciembre de 2010: Santa Catalina de Bolonia


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