Audiencias 2005-2013 29120

Miércoles 29 de diciembre de 2010: Santa Catalina de Bolonia

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Queridos hermanos y hermanas:

En una reciente catequesis hablé de santa Catalina de Siena. Hoy quiero presentaros a otra santa, menos conocida, que lleva el mismo nombre: santa Catalina de Bolonia, mujer de vasta cultura, pero muy humilde; dedicada a la oración, aunque siempre dispuesta a servir; generosa en el sacrificio, pero llena de alegría a la hora de aceptar con Cristo la cruz.

Nace en Bolonia el 8 de septiembre de 1413, primogénita de Benvenuta Mammolini y de Giovanni de Vigri, rico y culto patricio de Ferrara, doctor en derecho y lector público en Padua, donde desempeñaba actividad diplomática para Nicolás III d'Este, marqués de Ferrara. Las noticias sobre la infancia y la niñez de Catalina son escasas y no todas son seguras. De niña vive en Bolonia, en casa de sus abuelos; allí la educan los familiares, sobre todo su madre, mujer de gran fe. Se traslada con ella a Ferrara cuando tenía cerca de diez años y entra en la corte de Nicolás III d’Este como dama de honor de Margarita, hija natural de Nicolás. El marqués está transformando Ferrara en una espléndida ciudad, llamando a artistas y literatos de varios países. Promueve la cultura y, aunque lleve una vida privada poco ejemplar, cuida mucho el bien espiritual, la conducta moral y la educación de sus súbditos.

En Ferrara, Catalina no se deja influir por los aspectos negativos que conllevaba a menudo la vida de corte; goza de la amistad de Margarita y se convierte en su confidente; enriquece su cultura: estudia música, pintura y danza; aprende a escribir poesías y composiciones literarias, y a tocar la viola; se hace experta en el arte de la miniatura y de la copia; perfecciona el estudio del latín. En su futura vida monástica valorizará mucho el patrimonio cultural y artístico adquirido en estos años. Aprende con facilidad, con pasión y con tenacidad; muestra gran prudencia, singular modestia, gracia y amabilidad en el comportamiento. En cualquier caso, una nota la distingue de modo absolutamente claro: su espíritu constantemente dirigido a las cosas del cielo. En 1427, a sólo catorce años, entre otras razones como consecuencia de algunos acontecimientos familiares, Catalina decide dejar la corte, para unirse a un grupo de mujeres jóvenes provenientes de familias nobles que hacían vida común, consagrándose a Dios. Su madre, con fe, da su consentimiento, aunque tenía otros proyectos para ella.

No conocemos el camino espiritual de Catalina antes de esta decisión. Hablando en tercera persona, afirma que ha entrado al servicio de Dios «iluminada por la gracia divina (…) con recta conciencia y gran fervor», solícita día y noche en la santa oración, esforzándose por conquistar todas las virtudes que veía en los demás, «no por envidia, sino para agradar más a Dios, en quien había puesto todo su amor» (Le sette armi spirituali, VII, 8, Bolonia 1998, p. 12). Sus progresos espirituales en esta nueva fase de la vida son notables, pero también son grandes y terribles sus pruebas, sus sufrimientos interiores, sobre todo las tentaciones del demonio. Atraviesa una profunda crisis espiritual hasta el umbral de la desesperación (cf. ib., VII, pp. 12-29). Vive en la noche del espíritu, asaltada también por la tentación de la incredulidad respecto a la Eucaristía. Después de sufrir mucho, el Señor la consuela: en una visión le da el conocimiento claro de la presencia real eucarística, un conocimiento tan luminoso que Catalina no logra expresarlo con las palabras (cf. ib., VIII, 2, pp. 42-46). En el mismo período una prueba dolorosa se abate sobre la comunidad: surgen tensiones entre quienes quieren seguir la espiritualidad agustiniana y quienes se orientan más hacia la espiritualidad franciscana.

Entre 1429 y 1430 la responsable del grupo, Lucia Mascheroni, decide fundar un monasterio agustiniano. Catalina, en cambio, con otras, elige vincularse a la regla de santa Clara de Asís. Es un don de la Providencia, porque la comunidad habita cerca de la iglesia del Espíritu Santo anexa al convento de los Frailes Menores que se han adherido al movimiento de la Observancia. Así Catalina y sus compañeras pueden participar regularmente en las celebraciones litúrgicas y recibir una asistencia espiritual adecuada. También tienen la alegría de escuchar la predicación de san Bernardino de Siena (cf. ib., VII, 62, p. 26). Catalina narra que, en 1429 —tercer año desde su conversión— va a confesarse con uno de los Frailes Menores que estima, hace una buena confesión y pide intensamente al Señor que le conceda el perdón de todos los pecados y de la pena unida a ellos. Dios le revela en una visión que le ha perdonado todo. Es una experiencia muy fuerte de la misericordia divina, que la marca para siempre, dándole nuevo impulso para responder con generosidad al inmenso amor de Dios (cf. ib., ix, 2, pp. 46-48).

En 1431 tiene una visión del juicio final. La estremecedora escena de los condenados la impulsa a intensificar oraciones y penitencias por la salvación de los pecadores. El demonio sigue atacándola y ella se encomienda de modo cada vez más total al Señor y a la Virgen María (cf. ib., x, 3, pp. 53-54). En sus escritos, Catalina nos deja algunas anotaciones esenciales de esta misteriosa batalla, de la que sale vencedora con la gracia de Dios. Lo hace para instruir a sus hermanas y a quienes deseen encaminarse por la senda de la perfección: quiere poner en guardia ante las tentaciones del demonio, que a menudo se esconde bajo apariencias engañosas, para luego insinuar dudas de fe, incertidumbres vocacionales y sensualidad.

En el tratado autobiográfico y didascálico, Las siete armas espirituales, Catalina ofrece, al respecto, enseñanzas de gran sabiduría y de profundo discernimiento. Habla en tercera persona al referir las gracias extraordinarias que el Señor le da y en primera persona al confesar sus pecados. Su escrito refleja la pureza de su fe en Dios, la profunda humildad, la sencillez de corazón, el ardor misionero, el celo por la salvación de las almas. Identifica siete armas en la lucha contra el mal, contra el diablo: 1. tener cuidado y solicitud en obrar siempre el bien; 2. creer que nosotros solos nunca podremos hacer algo verdaderamente bueno; 3. confiar en Dios y, por amor a él, no temer nunca la batalla contra el mal, tanto en el mundo como en nosotros mismos; 4. meditar a menudo los hechos y las palabras de la vida de Jesús, sobre todo su pasión y muerte; 5. recordar que debemos morir; 6. tener fija en la mente la memoria de los bienes del Paraíso; 7. tener familiaridad con la Santa Escritura, llevándola siempre en el corazón para que oriente todos nuestros pensamientos y acciones. ¡Un buen programa de vida espiritual, también hoy, para cada uno de nosotros!

En el convento, Catalina, a pesar de que estaba acostumbrada a la corte de Ferrara, se ocupa de lavar, coser, hacer pan y cuidar de los animales. Todo, incluso los servicios más humildes, lo hace con amor y con obediencia pronta, dando a sus hermanas un testimonio luminoso. En efecto, ella ve en la desobediencia el orgullo espiritual que destruye cualquier otra virtud. Por obediencia acepta el cargo de maestra de novicias, pese a que se considere incapaz de desempeñar esta responsabilidad, y Dios sigue animándola con su presencia y sus dones: de hecho, es una maestra sabia y apreciada.

Más tarde le encomiendan el servicio del locutorio. Le cuesta mucho interrumpir a menudo la oración para responder a las personas que se presentan a la reja del monasterio, pero tampoco esta vez el Señor deja de visitarla y de estar cerca. Con ella el monasterio es cada vez más un lugar de oración, de ofrenda, de silencio, de esfuerzo y de alegría. A la muerte de la abadesa, los superiores piensan inmediatamente en ella, pero Catalina los impulsa a dirigirse a las Clarisas de Mantua, más instruidas en las Constituciones y en las observancias religiosas. Sin embargo, pocos años después, en 1456, piden a su monasterio que haga una nueva fundación en Bolonia. Catalina preferiría terminar sus días en Ferrara, pero el Señor se le aparece y la exhorta a cumplir la voluntad de Dios yendo a Bolonia como abadesa. Se prepara al nuevo compromiso con ayunos, disciplinas y penitencias. Va a Bolonia con dieciocho hermanas. Como superiora es la primera en la oración y en el servicio; vive en profunda humildad y pobreza. Cuando termina el trienio de abadesa es feliz de que la sustituyan, pero al cabo de un año debe retomar sus funciones, porque la nueva elegida se ha quedado ciega. Aunque sufre y la atormentan graves enfermedades, presta su servicio con generosidad y entrega.

A lo largo de un año más exhorta a sus hermanas a la vida evangélica, a la paciencia y a la constancia en las pruebas, al amor fraterno, a la unión con el Esposo divino, Jesús, a fin de preparar así la propia dote para las nupcias eternas. Una dote que Catalina ve en saber compartir los sufrimientos de Cristo, afrontando con serenidad necesidades, angustias, desprecio, incomprensión (cf. Le sette armi spirituali, X, 20, pp. 57-58). A comienzos de 1463 sus enfermedades se agravan; reúne a las hermanas por última vez en el capítulo, para anunciarles su muerte y recomendar la observancia de la Regla. Hacia finales de febrero padece fuertes sufrimientos que ya no la abandonarán, pero es ella quien consuela a las hermanas en el dolor, asegurándoles su ayuda también desde el cielo. Después de recibir los últimos sacramentos, entrega a su confesor el escrito Las siete armas espirituales y entra en agonía; su rostro se embellece y se ilumina; mira de nuevo con amor a cuantas la rodean y expira dulcemente, pronunciando tres veces el nombre de Jesús: es el 9 de marzo de 1463 (cf. I. Bembo, Specchio di illuminazione. Vita di S. Caterina a Bologna, Florencia 2001, cap. III). Catalina es canonizada por el Papa Clemente XI el 22 de mayo de 1712. La ciudad de Bolonia, en la capilla del monasterio del Corpus Domini, conserva su cuerpo incorrupto.

Queridos amigos, santa Catalina de Bolonia, con sus palabras y su vida, es una fuerte invitación a dejarnos guiar siempre por Dios, a cumplir diariamente su voluntad, aunque a menudo no coincida con nuestros proyectos, a confiar en su Providencia que nunca nos deja solos. Desde esta perspectiva, santa Catalina habla con nosotros. A pesar de que han pasado muchos siglos, es muy moderna y habla a nuestra vida. Como nosotros sufre la tentación, sufre las tentaciones de la incredulidad, de la sensualidad, de un combate difícil, espiritual. Se siente abandonada por Dios, se encuentra en la oscuridad de la fe. Pero en todas estas situaciones se agarra siempre a la mano del Señor, no lo deja, no lo abandona. Y avanzando de la mano del Señor, va por el camino correcto y encuentra la senda de la luz. Así, nos dice también a nosotros: ánimo, incluso en la noche de la fe, incluso entre tantas dudas que podemos tener, no dejes la mano del Señor, camina de su mano, cree en la bondad de Dios; ¡esto es ir por el camino correcto! Y quiero subrayar otro aspecto, el de su gran humildad: es una persona que no quiere ser alguien o algo; no quiere sobresalir; no quiere gobernar. Quiere servir, hacer la voluntad de Dios, estar al servicio de los demás. Precisamente por esto Catalina era creíble en la autoridad, porque se podía ver que para ella la autoridad era exactamente servir a los demás. Pidamos a Dios, por intercesión de nuestra santa, el don de realizar el proyecto que él tiene para nosotros, con valentía y generosidad, para que sólo él sea la roca firme sobre la cual se edifica nuestra vida. Gracias.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, de Valdivia, a los miembros de la Escolanía de Loyola, de Pamplona, y a los demás grupos procedentes de España, Méjico, Argentina y otros países latinoamericanos. Que, a ejemplo de Santa Catalina de Bolonia, os dejéis guiar siempre por Dios, confiando en su bondad, que nunca nos abandona. Deseo a todos un Año lleno de las bendiciones del Señor. Muchas gracias.





Sala Pablo VI


Miércoles 5 de enero de 2011

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Queridos hermanos y hermanas:


Me alegra acogeros en esta primera audiencia general del año nuevo y de todo corazón os expreso mis mejores deseos a vosotros y vuestras familias. Que el Señor del tiempo y de la historia guíe nuestros pasos por el camino del bien y conceda a cada uno abundancia de gracia y prosperidad. Todavía envueltos en la luz de la santa Navidad, que nos invita a la alegría por la venida del Salvador, hoy estamos en la víspera de la Epifanía, en la que celebramos la manifestación del Señor a todos los pueblos. La fiesta de la Navidad fascina hoy igual que en otros tiempos, más que otras grandes fiestas de la Iglesia; fascina porque de algún modo todos intuyen que el nacimiento de Jesús tiene que ver con las aspiraciones y las esperanzas más profundas del hombre. El consumismo puede distraer de esta nostalgia interior, pero si en nuestro corazón tenemos el deseo de acoger a ese Niño que trae la novedad de Dios, que ha venido para darnos la vida en plenitud, las luces de los adornos navideños pueden ser más bien un reflejo de la Luz que se encendió con la encarnación de Dios.

En las celebraciones litúrgicas de estos días santos hemos vivido de modo misterioso pero real la entrada del Hijo de Dios en el mundo y nos ha iluminado una vez más la luz de su resplandor. Toda celebración es presencia actual del misterio de Cristo y en ella se prolonga la historia de la salvación. A propósito de la Navidad, el Papa san León Magno afirma: «Aunque ahora la sucesión de las acciones corpóreas haya pasado, como fue establecido anticipadamente en el designio eterno…, nosotros adoramos continuamente el mismo parto de la Virgen que produce nuestra salvación» (Sermón sobre la Navidad del Señor 29, 2), y precisa: «porque ese día no ha pasado de tal modo que haya pasado también el poder de la obra que se reveló entonces» (Sermón sobre la Epifanía 36, 1). Celebrar los acontecimientos de la encarnación del Hijo de Dios no es un simple recuerdo de hechos del pasado, sino que es hacer presentes los misterios portadores de salvación. En la liturgia, en la celebración de los sacramentos, esos misterios se hacen actuales y llegan a ser eficaces para nosotros, hoy. San León Magno afirma también: «Todo lo que el Hijo de Dios hizo y enseñó para reconciliar al mundo no lo conocemos sólo en el relato de acciones realizadas en el pasado, sino que estamos bajo el efecto del dinamismo de esas acciones presentes» (Sermón 52, 1).

En la Constitución sobre la sagrada liturgia, el concilio Vaticano II subraya que la obra de la salvación realizada por Cristo continúa en la Iglesia mediante la celebración de los santos misterios, gracias a la acción del Espíritu Santo. Ya en el Antiguo Testamento, en el camino hacia la plenitud de la fe, tenemos testimonios de que la presencia y la acción de Dios es mediada a través de los signos, por ejemplo, el del fuego (cf.
Ex 3,2 ss; Ex 19,18). Pero a partir de la encarnación sucede algo conmovedor: el régimen de contacto salvífico con Dios se transforma radicalmente y la carne se convierte en el instrumento de la salvación: «Verbum caro factum est», «el Verbo se hizo carne», escribe el evangelista san Juan, y un autor cristiano del siglo III, Tertuliano, afirma: «Caro salutis est cardo», «la carne es el quicio de la salvación» (De carnis resurrectione, 8, 3: pl 2, 806).

La Navidad ya es la primicia del «sacramentum-mysterium paschale», es decir, es el inicio del misterio central de la salvación, que culmina en la pasión, muerte y resurrección, porque Jesús comienza a ofrecerse a sí mismo por amor desde el primer instante de su existencia humana en el seno de la Virgen María. La noche de Navidad, por tanto, está profundamente vinculada a la gran vigilia nocturna de la Pascua, cuando la redención se realiza en el sacrificio glorioso del Señor muerto y resucitado. El belén mismo, como imagen de la encarnación del Verbo, a la luz del relato evangélico, ya alude a la Pascua y es interesante ver que en algunos iconos de la Navidad en la tradición oriental se representa al Niño Jesús envuelto en pañales y acostado en un pesebre que tiene la forma de un sepulcro; una alusión al momento en que lo descolgarán de la cruz, envuelto en una sábana, y lo pondrán en un sepulcro excavado en la roca (cf. Lc 2,7 Lc 23,53). Encarnación y Pascua no están una al lado de la otra, sino que son dos puntos clave inseparables de la única fe en Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado y redentor. La cruz y la resurrección presuponen la encarnación. Sólo porque verdaderamente el Hijo, y en él Dios mismo, «bajó» y «se hizo carne», la muerte y la resurrección de Jesús son acontecimientos que nos resultan contemporáneos y nos atañen, nos arrancan de la muerte y nos abren a un futuro en el que esta «carne», la existencia terrena y transitoria, entrará en la eternidad de Dios. Desde esta perspectiva unitaria del Misterio de Cristo, la visita al belén orienta a la visita a la Eucaristía, donde encontramos presente de modo real a Cristo crucificado y resucitado, al Cristo vivo.

La celebración litúrgica de la Navidad, por tanto, no es sólo recuerdo, sino que es sobre todo misterio; no es sólo memoria, sino también presencia. Para captar el sentido de estos dos aspectos inseparables, es necesario vivir intensamente todo el tiempo de Navidad como la Iglesia lo presenta. Si lo consideramos en sentido lato, se extiende durante cuarenta días, del 25 de diciembre al 2 de febrero, de la celebración de la noche de Navidad a la Maternidad de María, a la Epifanía, al Bautismo de Jesús, a las bodas de Caná, a la Presentación en el templo, precisamente en analogía con el tiempo pascual, que forma una unidad de cincuenta días, hasta Pentecostés. La manifestación de Dios en la carne es el acontecimiento que ha revelado la Verdad en la historia. En efecto, la fecha del 25 de diciembre, vinculada a la idea de la manifestación solar —Dios que aparece como luz sin ocaso en el horizonte de la historia—, nos recuerda que no se trata sólo de una idea, la idea de que Dios es la plenitud de la luz, sino de una realidad para nosotros, los hombres, ya realizada y siempre actual: hoy, como entonces, Dios se revela en la carne, es decir, en el «cuerpo vivo» de la Iglesia peregrina en el tiempo, y en los sacramentos nos da hoy la salvación.

Los símbolos de las celebraciones navideñas, que nos recuerdan las lecturas y las oraciones, dan a la liturgia de este tiempo un sentido profundo de «epifanía» de Dios en su Cristo-Verbo encarnado, es decir, de «manifestación» que posee a su vez un significado escatológico, es decir, orienta a los tiempos últimos. Ya en el Adviento las dos venidas, la histórica y la venida al final de la historia, estaban directamente vinculadas; pero es de modo especial en la Epifanía y en el Bautismo de Jesús donde la manifestación mesiánica se celebra en la perspectiva de las esperas escatológicas: la consagración mesiánica de Jesús, Verbo encarnado, mediante la efusión del Espíritu Santo en forma visible, lleva a cumplimiento el tiempo de las promesas e inaugura los tiempos últimos.

Es preciso rescatar este tiempo navideño de un revestimiento demasiado moralista y sentimental. La celebración de la Navidad no nos propone sólo ejemplos a imitar, como la humildad y la pobreza del Señor, su benevolencia y amor a los hombres; sino que más bien es la invitación a dejarse transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra carne. San León Magno exclama: «El Hijo de Dios… se ha unido a nosotros y nos ha unido a él de tal modo que el rebajarse de Dios a la condición humana se convierte en un elevarse del hombre a las alturas de Dios» (Sermón sobre el Nacimiento del Señor 27, 2). La manifestación de Dios tiene como fin nuestra participación en la vida divina, la realización en nosotros del misterio de su encarnación. Ese misterio es el cumplimiento de la vocación del hombre. San León Magno explica también la importancia concreta y siempre actual para la vida cristiana del misterio de la Navidad: «Las palabras del Evangelio y de los profetas… inflaman nuestro espíritu y nos enseñan a comprender el nacimiento del Señor, este misterio del Verbo hecho carne, no tanto como un recuerdo de un acontecimiento pasado, cuanto como un hecho que tiene lugar ante nuestros ojos… Es como si se nos proclamara de nuevo en la solemnidad de hoy: “Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor”» (Sermón sobre el Nacimiento del Señor 29, 1). Y añade: «Reconoce, cristiano, tu dignidad, y, hecho partícipe de la naturaleza divina, cuida de no recaer, con una conducta indigna, de esa grandeza en la primitiva bajeza» (Sermón 1 sobre el Nacimiento del Señor, 3).

Queridos amigos, vivamos este tiempo de Navidad con intensidad: después de adorar al Hijo de Dios hecho hombre y recostado en un pesebre, estamos llamados a pasar al altar del sacrificio, donde Cristo, el Pan vivo bajado del cielo, se nos ofrece como verdadero alimento para la vida eterna. Y lo que hemos visto con nuestros ojos, en la mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos, o sea el Verbo hecho carne, anunciémoslo con alegría al mundo y testimoniémoslo generosamente con toda nuestra vida. Una vez más, de corazón os felicito por el año nuevo a todos vosotros y a vuestros seres queridos, y os deseo una feliz fiesta de la Epifanía.

Saludos

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular, a los peregrinos de España, México, y de otros países latinoamericanos. Os exhorto a vivir con intensidad el misterio del nacimiento del Hijo de Dios, a anunciarlo con alegría al mundo, y dar testimonio de su amor con vuestra vida. Asimismo, os renuevo de corazón mis mejores deseos para este Año Nuevo, así como una feliz fiesta de la Epifanía. Muchas gracias.



Sala Pablo VI

Miércoles 12 de enero de 2011 - Santa Catalina de Génova

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy deseo hablaros de otra santa que lleva el nombre de Catalina. Después de Catalina de Siena y de Catalina de Bolonia, me refiero a Catalina de Génova, conocida especialmente por su visión sobre el purgatorio. El texto que describe su vida y su pensamiento se publicó en esa ciudad de Liguria en 1551; está dividido en tres partes: la Vida propiamente dicha, la Demostración y declaración del purgatorio —más conocida como Tratado— y el Diálogo entre el alma y el cuerpo (cf. Libro de la Vita mirabile et dottrina santa, della beata Caterinetta da Genoa. Nel quale si contiene una utile et catholica dimostratione et dechiaratione del purgatorio, Génova 1551). El redactor final fue el confesor de Catalina, el sacerdote Cattaneo Marabotto.

Catalina nació en Génova, en 1447; última de cinco hijos, quedó huérfana del padre, Giacomo Fieschi, en tierna edad. Su madre, Francesca di Negro, impartió una buena educación cristiana; tanto que la mayor de las dos hijas se hizo religiosa. A los dieciséis años, Catalina fue dada como esposa a Giuliano Adorno, un hombre que, después de varias experiencias comerciales y militares en Oriente Medio, había regresado a Génova para casarse. La vida matrimonial no fue fácil, entre otras cosas por el carácter del marido, aficionado al juego de azar. La propia Catalina fue inducida inicialmente a llevar un tipo de vida mundana, en la cual, sin embargo, no logró encontrar serenidad. Después de diez años, percibía en su corazón un profundo sentido de vacío y de aflicción.

La conversión comenzó el 20 de marzo de 1473, gracias a una singular experiencia. Había ido a la iglesia de San Benito y al monasterio de Nuestra Señora de las Gracias para confesarse y al arrodillarse ante el sacerdote «recibió —como ella misma escribe— una herida en el corazón, de un inmenso amor de Dios», con una visión tan clara de sus miserias y de sus defectos y, al mismo tiempo, de la bondad de Dios, que casi se desmayó. Este conocimiento de sí misma, de su vida vacía y de la bondad de Dios, le tocó el corazón. De esta experiencia nació la decisión que orientó toda su vida, expresada en las palabras: «No más mundo, no más pecados» (cf. Vita mirabile, 3rv). Entonces Catalina huyó, sin hacer la confesión. Regresó a casa, entró en la habitación más escondida y lloró largamente. En ese momento fue instruida interiormente sobre la oración y tuvo conciencia del inmenso amor de Dios hacia ella, pecadora, una experiencia espiritual que no lograba expresar con palabras (cf. Vita mirabile, 4r). En esa ocasión se le apareció Jesús sufriente, cargado con la cruz, como a menudo se le representa en la iconografía de la santa. Al cabo de pocos días, volvió al sacerdote para hacer por fin una buena confesión. Aquí comenzó la «vida de purificación» que, durante largo tiempo, le hizo sentir un constante dolor por los pecados cometidos y la impulsó a imponerse penitencias y sacrificios para mostrar a Dios su amor.

En este camino, Catalina se iba acercando cada vez más al Señor, hasta entrar en la que se denomina «vida unitiva», es decir, una relación de unión profunda con Dios. En la Vida está escrito que su alma sólo se guiaba y dirigía interiormente por el dulce amor de Dios, que le daba todo lo que necesitaba. Catalina se abandonó de un modo tan total en las manos del Señor que vivió durante cerca de veinticinco años —como ella escribe— «sin mediación de ninguna criatura, instruida y gobernada sólo por Dios» (Vita, 117r-118r), alimentada sobre todo por la oración constante y por la santa Comunión que recibía cada día, algo poco común en su tiempo. Sólo muchos años más tarde el Señor le dio un sacerdote para que cuidara de su alma.

Catalina fue siempre reacia a confiar y manifestar su experiencia de comunión mística con Dios, sobre todo por la profunda humildad que sentía frente a las gracias del Señor. Sólo la perspectiva de darle gloria a él y de poder ayudar a otros en su camino espiritual la impulsó a narrar lo que sucedía en ella, desde el momento de su conversión, que es su experiencia originaria y fundamental. El lugar de su ascensión a las cumbres místicas fue el hospital de Pammatone, el mayor complejo hospitalario genovés, del cual fue directora y animadora. Por tanto, llevó una vida totalmente activa, pese a esta profundidad de su vida interior. En Pammatone se fue formando a su alrededor un grupo de seguidores, discípulos y colaboradores, atraídos por su vida de fe y por su caridad. Conquistó incluso a su marido, Giuliano Adorno, hasta el punto de que este dejó su vida disipada, convirtiéndose en terciario franciscano, y se trasladó al hospital a fin de ayudar a su mujer. Catalina se ocupó del cuidado de los enfermos hasta el término de su camino terreno, el 15 de septiembre de 1510. Desde su conversión hasta su muerte no se produjeron acontecimientos extraordinarios, pero dos elementos caracterizan toda su existencia: por una parte, la experiencia mística, o sea, la profunda unión con Dios, sentida como una unión esponsal, y, por otra, la asistencia a los enfermos, la organización del hospital, el servicio al prójimo, especialmente a los más necesitados y abandonados. Estos dos polos —Dios y el prójimo— llenaron totalmente su vida, que pasó prácticamente entre las paredes del hospital.

Queridos amigos, nunca debemos olvidar que cuanto más amemos a Dios y seamos constantes en la oración, más lograremos amar verdaderamente a quien está a nuestro alrededor, a quien tenemos cerca, porque seremos capaces de ver en cada persona el rostro del Señor, que ama sin límites ni distinciones. La mística no aleja de los otros, no crea una vida abstracta, sino que más bien acerca a los demás porque se comienza a ver y a actuar con los ojos, con el corazón de Dios.

El pensamiento de Catalina sobre el purgatorio, por el cual es particularmente conocida, está condensado en las últimas dos partes del libro citado al inicio: el Tratado sobre el purgatorio y el Diálogo entre el alma y el cuerpo. Es importante notar que Catalina, en su experiencia mística, nunca tuvo revelaciones específicas sobre el purgatorio o sobre las almas que están allí purificándose. Sin embargo, en los escritos inspirados de nuestra santa es un elemento central y el modo de describirlo tiene características originales respecto a su época. El primer rasgo original se refiere al «lugar» de la purificación de las almas. En su tiempo se representaba principalmente recurriendo a imágenes vinculadas al espacio. Se pensaba en un cierto espacio, donde se encontraría el purgatorio. En Catalina, en cambio, el purgatorio no se presenta como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: no es un fuego exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, frente al infinito amor de Dios (cf. Vita mirabile, 171v). Hemos escuchado el relato de ese momento de conversión, donde Catalina siente improvisamente la bondad de Dios, la distancia infinita entre su propia vida y esa bondad, y un fuego abrasador en su interior. Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio. También aquí hay un rasgo original respecto al pensamiento de ese tiempo. En efecto, no se parte del más allá para describir los tormentos del purgatorio —como era habitual en esa época y quizás lo es todavía hoy— y luego indicar el camino para la purificación o la conversión, sino que nuestra santa parte de la experiencia interior de su vida en camino hacia la eternidad. El alma —dice Catalina— se presenta a Dios todavía atada a los deseos y a la pena que derivan del pecado, y esto le impide gozar de la visión beatífica de Dios. Catalina afirma que Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina majestad (cf. Vita mirabile, 177r). Y también nosotros sentimos cuán distantes estamos, cuán llenos de tantas cosas, de modo que no podemos ver a Dios. El alma es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, por consiguiente, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a ese amor, y precisamente el mismo amor a Dios se convierte en llama, el amor mismo la purifica de sus escorias de pecado.

En Catalina se vislumbra la presencia de fuentes teológicas y místicas a las que era normal recurrir en su época. En particular, se encuentra una imagen típica de Dionisio el Areopagita, la del hilo de oro que une el corazón humano con Dios mismo. Cuando Dios ha purificado al hombre, lo une con un sutilísimo hilo de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el hombre queda como «superado y vencido, y totalmente fuera de sí». De este modo el corazón del hombre es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía, el único motor de su existencia (cf. Vita mirabile, 246rv). Catalina utiliza esta situación de elevación hacia Dios y de abandono a su voluntad, expresada en la imagen del hilo, para expresar la acción de la luz divina sobre las almas del purgatorio, luz que las purifica y las eleva hacia los resplandores de los rayos fulgentes de Dios (cf. Vita mirabile, 179r).

Queridos amigos, los santos, en su experiencia de unión con Dios, alcanzan un «saber» tan profundo de los misterios divinos, en el cual amor y conocimiento se compenetran, que son una ayuda para los mismos teólogos en su compromiso de estudio, de intelligentia fidei, de intelligentia de los misterios de la fe, de profundización real de los misterios, por ejemplo, de lo que es el purgatorio.

Con su vida, santa Catalina nos enseña que cuanto más amemos a Dios y entremos en intimidad con él en la oración, tanto más él se da a conocer y enciende nuestro corazón con su amor. Escribiendo sobre el purgatorio, la santa nos recuerda una verdad fundamental de la fe que se convierte para nosotros en invitación a rezar por los difuntos, a fin de que puedan llegar a la visión beatífica de Dios en la comunión de los santos (cf. Catecismo de la Iglesia católica
CEC 1032). Asimismo, el servicio humilde, fiel y generoso que la santa prestó durante toda su vida en el hospital de Pammatone es un luminoso ejemplo de caridad para todos y un estímulo especialmente para las mujeres, que dan una contribución fundamental a la sociedad y a la Iglesia con su valiosa obra, enriquecida por su sensibilidad y por la atención hacia los más pobres y necesitados. Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Uruguay y México y otros países latinoamericanos. Os invito a que siguiendo el ejemplo de amor de Dios de santa Catalina de Génova, sepáis entrar en intimidad de oración con Él y os dejéis transformar por el fuego de su amor. Muchas gracias.



Sala Pablo VI

Miércoles 19 de enero de 2011 - Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos


Audiencias 2005-2013 29120