Audiencias 2005-2013 19111

Miércoles 19 de enero de 2011 - Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos

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Queridos hermanos y hermanas:

Estamos celebrando la Semana de oración por la unidad de los cristianos, en la cual se invita a todos los creyentes en Cristo a unirse en oración para testimoniar el profundo vínculo que existe entre ellos y para invocar el don de la comunión plena. Es providencial que en el camino para construir la unidad se ponga como centro la oración: esto nos recuerda, una vez más, que la unidad no puede ser simplemente producto de la acción humana; es ante todo un don de Dios, que conlleva un crecimiento en la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El concilio Vaticano II dice: «Estas oraciones en común son un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad y expresión auténtica de los vínculos que siguen uniendo a los católicos con los hermanos separados: "Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre —dice el Señor—, allí estoy yo en medio de ellos" (
Mt 18,20)» (Unitatis redintegratio UR 8). El camino hacia la unidad visible entre todos los cristianos habita en la oración, porque fundamentalmente la unidad no la «construimos» nosotros, sino que la «construye» Dios, viene de él, del Misterio trinitario, de la unidad del Padre con el Hijo en el diálogo de amor que es el Espíritu Santo, y nuestro compromiso ecuménico debe abrirse a la acción divina, debe hacerse invocación diaria de la ayuda de Dios. La Iglesia es suya y no nuestra.

El tema elegido este año para la Semana de oración hace referencia a la experiencia de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, tal como la describen los Hechos de los Apóstoles; hemos escuchado el texto: «Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Ac 2,42). Debemos considerar que ya en el momento de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre personas de distinta lengua y cultura: lo cual significa que la Iglesia abraza desde sus comienzos a gente de diversa proveniencia y, sin embargo, precisamente a partir de esas diferencias, el Espíritu crea un único cuerpo. Pentecostés como inicio de la Iglesia marca la ampliación de la Alianza de Dios a todas las criaturas, a todos los pueblos y a todos los tiempos, para que toda la creación camine hacia su verdadero objetivo: ser lugar de unidad y de amor.

En el versículo citado de los Hechos de los Apóstoles, cuatro características definen a la primera comunidad cristiana de Jerusalén como lugar de unidad y de amor, y san Lucas no quiere describir sólo algo del pasado. Nos ofrece esto como modelo, como norma de la Iglesia presente, porque estas cuatro características deben constituir siempre la vida de la Iglesia. Primera característica: estar unida y firme en la escucha de las enseñanzas de los Apóstoles; luego en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones. Como he dicho, estos cuatro elementos siguen siendo hoy los pilares de la vida de toda comunidad cristiana y constituyen también el único fundamento sólido sobre el cual progresar en la búsqueda de la unidad visible de la Iglesia.

Ante todo tenemos la escucha de las enseñanzas de los apóstoles, o sea, la escucha del testimonio que estos dan de la misión, la vida, la muerte y la resurrección del Señor. Es lo que san Pablo llama sencillamente el «Evangelio». Los primeros cristianos recibían el Evangelio de labios de los Apóstoles, los unía su escucha y su proclamación, puesto que el Evangelio, como afirma san Pablo, «es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16). Todavía hoy, la comunidad de los creyentes reconoce en la referencia a las enseñanzas de los Apóstoles la norma de su fe: por lo tanto, todo esfuerzo para la construcción de la unidad entre todos los cristianos pasa por la profundización de la fidelidad al depositum fidei que nos transmitieron los Apóstoles. La firmeza en la fe es el fundamento de nuestra comunión, es el fundamento de la unidad cristiana.

El segundo elemento es la comunión fraterna. En el tiempo de la primera comunidad cristiana, así como en nuestros días, esta es la expresión más tangible, sobre todo para el mundo externo, de la unidad entre los discípulos del Señor. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los primeros cristianos lo tenían todo en común y quien tenía posesiones y bienes los vendía para repartirlos entre los necesitados (cf. Ac 2,44-45). Este compartir los propios bienes ha encontrado, en la historia de la Iglesia, modalidades siempre nuevas de expresión. Una de estas, peculiar, es la de las relaciones de fraternidad y amistad construidas entre cristianos de diversas confesiones. La historia del movimiento ecuménico está marcada por dificultades e incertidumbres, pero también es una historia de fraternidad, de cooperación y de compartir humana y espiritualmente, que ha cambiado de manera significativa las relaciones entre quienes creen en Jesús, nuestro Señor: todos estamos comprometidos a seguir por este camino. El segundo elemento es, pues, la comunión, que ante todo es comunión con Dios mediante la fe; pero la comunión con Dios crea la comunión entre nosotros y se expresa necesariamente en la comunión concreta de la que hablan los Hechos de los Apóstoles, es decir, el compartir. Nadie en la comunidad cristiana debe pasar hambre, nadie debe ser pobre: se trata de una obligación fundamental. La comunión con Dios, realizada como comunión fraterna, se expresa, en concreto, en el compromiso social, en la caridad cristiana, en la justicia.

Tercer elemento: en la vida de la primera comunidad de Jerusalén era esencial el momento de la fracción del pan, en el que el Señor mismo se hace presente con el único sacrificio de la cruz en su entrega total por la vida de sus amigos: «Este es mi cuerpo entregado en sacrificio por vosotros... Este es el cáliz de mi sangre... derramada por vosotros». «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia» (Ecclesia de Eucharistia EE 1). La comunión en el sacrificio de Cristo es el culmen de nuestra unión con Dios y, por lo tanto, representa también la plenitud de la unidad de los discípulos de Cristo, la comunión plena. Durante esta Semana de oración por la unidad se siente de modo especial la aflicción por la imposibilidad de compartir la misma mesa eucarística, signo de que todavía estamos lejos de la realización de la unidad por la que Cristo rezó. Esta dolorosa experiencia, que también confiere una dimensión penitencial a nuestra oración, debe llegar a ser motivo de un compromiso todavía más generoso por parte de todos, a fin de que, al quitar los obstáculos a la comunión plena, llegue el día en que será posible reunirse en torno a la mesa del Señor, partir juntos el pan eucarístico y beber del mismo cáliz.

Por último, la oración —o, como dice san Lucas, las oraciones— es la cuarta característica de la Iglesia primitiva de Jerusalén descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La oración es desde siempre la actitud constante de los discípulos de Cristo, lo que acompaña su vida cotidiana en obediencia a la voluntad de Dios, como nos lo muestran también las palabras del apóstol san Pablo, que escribe a los Tesalonicenses en su primera carta: «Estad siempre alegres, sed constantes en orar, dad gracias en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» (1Th 5,16-18 cf. Ep 6,18). La oración cristiana, participación en la oración de Jesús, es por excelencia experiencia filial, como lo confirman las palabras del Padrenuestro, oración de la familia —el «nosotros» de los hijos de Dios, de los hermanos y hermanas— que habla al Padre común. Ponerse en actitud de oración significa, por tanto, abrirse también a la fraternidad. Sólo en el «nosotros» podemos decir Padre nuestro. Abrámonos pues a la fraternidad, que deriva del ser hijos del único Padre celestial, y estar dispuestos al perdón y a la reconciliación.

Queridos hermanos y hermanas, como discípulos del Señor tenemos una responsabilidad común hacia el mundo, debemos prestar un servicio común: como la primera comunidad cristiana de Jerusalén, partiendo de lo que ya compartimos, debemos dar un testimonio fuerte, fundado espiritualmente y sostenido por la razón, del único Dios que se ha revelado y nos habla en Cristo, para ser portadores de un mensaje que oriente e ilumine el camino del hombre de nuestro tiempo, a menudo privado de puntos de referencia claros y válidos. Así pues, es importante crecer cada día en el amor recíproco, esforzándose por superar las barreras que todavía existen entre los cristianos; sentir que existe una verdadera unidad interior entre todos los que siguen al Señor; colaborar tanto como sea posible, trabajando juntos sobre las cuestiones que quedan abiertas; y, sobre todo, ser conscientes de que en este itinerario el Señor debe socorrernos, debe ayudarnos mucho todavía, porque sin él, solos, sin «permanecer en él» no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5).

Queridos amigos, una vez más, nos encontramos reunidos en la oración —de modo especial en esta semana— junto a todos aquellos que confiesan su fe en Jesucristo, Hijo de Dios: perseveremos en la oración, seamos hombres de oración, implorando de Dios el don de la unidad, a fin de que se cumpla para todo el mundo su designio de salvación y de reconciliación. Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Junto a aquellos que confiesan la fe en Cristo, os invito a implorar de Dios el don de la unidad, con el fin de que se cumpla para el mundo entero su plan de salvación y reconciliación. Muchas gracias.



Sala Pablo VI

Miércoles 26 de enero de 2011 - Santa Juana de Arco

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de Juana de Arco, una joven santa de finales del Medievo, fallecida a los 19 años, en 1431. Esta santa francesa, citada varias veces en el Catecismo de la Iglesia católica, es particularmente cercana a santa Catalina de Siena, patrona de Italia y de Europa, de quien hablé en una catequesis reciente. En efecto, son dos mujeres jóvenes del pueblo, laicas y consagradas en la virginidad; dos místicas comprometidas, no en el claustro, sino en medio de las realidades más dramáticas de la Iglesia y del mundo de su tiempo. Quizás son las figuras más características de las «mujeres fuertes» que, a finales de la Edad Media, llevaron sin miedo la gran luz del Evangelio a las complejas vicisitudes de la historia. Podríamos compararlas con las santas mujeres que permanecieron en el Calvario, cerca de Jesús crucificado y de su Madre María, mientras los Apóstoles habían huido y Pedro mismo había renegado de él tres veces. La Iglesia, en ese período, vivía la profunda crisis del gran cisma de Occidente, que duró casi 40 años. Cuando muere Catalina de Siena, en 1380, hay un Papa y un Antipapa; cuando nace Juana, en 1412, hay un Papa y dos Antipapas. Además de esta laceración en el seno de la Iglesia, había continuas guerras fratricidas entre los pueblos cristianos de Europa, la más dramática de las cuales fue la interminable «Guerra de los cien años» entre Francia e Inglaterra.

Juana de Arco no sabía leer ni escribir, pero podemos conocer profundamente su alma gracias a dos fuentes de valor histórico excepcional: los dos Procesos contra ella. El primero, el Proceso de condena (PCon), contiene la transcripción de los largos y numerosos interrogatorios a Juana durante los últimos meses de su vida (febrero-mayo de 1431), y refiere literalmente las palabras de la santa. El segundo, el Proceso de nulidad de la condena, o de «rehabilitación» (PNul), contiene las declaraciones de cerca de 120 testigos oculares de todos los períodos de su vida (cf. Procès de Condamnation de Jeanne d'Arc, 3 vol. y Procès en Nullité de la Condamnation de Jeanne d'Arc, 5 vol., ed. Klincksieck, París 1960-1989).

Juana nace en Domremy, una pequeña aldea situada en la frontera entre Francia y Lorena. Sus padres son campesinos acomodados, conocidos por todos como excelentes cristianos. De ellos recibe una buena educación religiosa, con notable influjo de la espiritualidad del Nombre de Jesús, que enseñaba san Bernardino de Siena y los franciscanos difundieron en Europa. Al Nombre de Jesús se une siempre el Nombre de María y así, en el marco de la religiosidad popular, la espiritualidad de Juana es profundamente cristocéntrica y mariana. Desde su infancia demuestra una gran caridad y compasión hacia los más pobres, los enfermos y todos los que sufren, en el contexto dramático de la guerra.

Por sus propias palabras sabemos que la vida religiosa de Juana madura como experiencia mística a partir de la edad de 13 años (PCon, I, pp. 47-48). A través de la «voz» del arcángel san Miguel, Juana percibe que el Señor la llama a intensificar su vida cristiana y también a comprometerse en primera persona por la liberación de su pueblo. Su respuesta inmediata, su «sí», es el voto de virginidad, con un nuevo compromiso en la vida sacramental y en la oración: participación diaria en la misa, confesión y comunión frecuentes, largos momentos de oración silenciosa ante el Crucifijo o la imagen de la Virgen. La compasión y el compromiso de la joven campesina francesa frente al sufrimiento de su pueblo se hacen más intensos por su relación mística con Dios. Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política. Después de los años de vida oculta y de maduración interior sigue el bienio breve, pero intenso, de su vida pública: un año de acción y un año de pasión.

A comienzos del año 1429, Juana inicia su obra de liberación. Los numerosos testimonios nos muestran a esta joven de sólo 17 años como una persona muy fuerte y decidida, capaz de convencer a hombres inseguros y desmoralizados. Superando todos los obstáculos, se encuentra con el Delfín de Francia, el futuro rey Carlos VII, que en Poitiers la somete a un examen por parte de algunos teólogos de la universidad. Su juicio es positivo: no ven en ella nada malo, sólo a una buena cristiana.

El 22 de marzo de 1429, Juana dicta una importante carta al rey de Inglaterra y a sus hombres que asedian la ciudad de Orleans (ib., pp. 221-222). Su propuesta es una paz verdadera en la justicia entre los dos pueblos cristianos, a la luz de los nombres de Jesús y de María, pero es rechazada, y Juana debe luchar por la liberación de la ciudad, que acontece el 8 de mayo. El otro momento culminante de su acción política es la coronación del rey Carlos VII en Reims, el 17 de julio de 1429. Durante un año entero, Juana vive con los soldados, llevando a cabo entre ellos una auténtica misión de evangelización. Son numerosos sus testimonios acerca de la bondad de Juana, de su valentía y de su extraordinaria pureza. Todos la llaman y ella misma se define «la doncella», es decir, la virgen.

La pasión de Juana comienza el 23 de mayo de 1430, cuando cae prisionera en manos de sus enemigos. El 23 de diciembre la llevan a la ciudad de Rouen. Allí tiene lugar el largo y dramático Proceso de condena, que se inicia en febrero de 1431 y acaba el 30 de mayo con la hoguera. Es un proceso grande y solemne, presidido por dos jueces eclesiásticos, el obispo Pierre Cauchon y el inquisidor Jean le Maistre, pero en realidad enteramente dirigido por un nutrido grupo de teólogos de la célebre Universidad de París, que participan en el proceso como asesores. Son eclesiásticos franceses, que al haber hecho una opción política opuesta a la de Juana, a priori tienen un juicio negativo sobre su persona y sobre su misión. Este proceso es una página desconcertante de la historia de la santidad y también una página iluminadora sobre el misterio de la Iglesia que, según las palabras del concilio Vaticano II, es «a la vez santa y siempre necesitada de purificación» (Lumen gentium
LG 8). Es el encuentro dramático entre esta santa y sus jueces, que son eclesiásticos. Acusan y juzgan a Juana, a quien llegan a condenar como hereje y mandan a la muerte terrible de la hoguera. A diferencia de los santos teólogos que habían iluminado la Universidad de París, como san Buenaventura, santo Tomás de Aquino y el beato Duns Scoto, de quienes hablé en algunas catequesis, estos jueces son teólogos carentes de la caridad y la humildad para ver en esta joven la acción de Dios. Vienen a la mente las palabras de Jesús según las cuales los misterios de Dios son revelados a quien tiene el corazón de los pequeños, mientras que permanecen ocultos a los sabios e inteligentes que no tienen humildad (cf. Lc 10,21). Así, los jueces de Juana son radicalmente incapaces de comprenderla, de ver la belleza de su alma: no sabían que estaban condenando a una santa.

El tribunal rechaza, el 24 de mayo, la apelación de Juana al juicio del Papa. La mañana del 30 de mayo, recibe por última vez la santa Comunión en la cárcel e inmediatamente la llevan al suplicio en la plaza del antiguo mercado. Pide a uno de los sacerdotes que sostenga delante de la hoguera una cruz de procesión. Así muere mirando a Jesús crucificado y pronunciando varias veces y en voz alta el Nombre de Jesús (PNul I p. 457 cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 435). Cerca de 25 años más tarde, el Proceso de nulidad, iniciado bajo la autoridad del Papa Calixto III, se concluye con una solemne sentencia que declara nula la condena (7 de julio de 1456; PNul, II, pp. 604-610). Este largo proceso, que recogió las declaraciones de los testigos y los juicios de muchos teólogos, todos favorables a Juana, pone de relieve su inocencia y la perfecta fidelidad a la Iglesia. Más tarde, en 1920, Juana de Arco fue canonizada por Benedicto XV.

Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús, invocado por nuestra santa hasta los últimos instantes de su vida terrena, era como el continuo respiro de su alma, como el latido de su corazón, el centro de toda su vida. El «Misterio de la caridad de Juana de Arco», que tanto fascinó al poeta Charles Péguy, es este amor total a Jesús, y al prójimo en Jesús y por Jesús. Esta santa había comprendido que el amor abraza toda la realidad de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús siempre ocupa el primer lugar en su vida, según su hermosa expresión: «Nuestro Señor debe ser el primer servido» (PCon 1P 288 cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 223). Amarlo significa obedecer siempre a su voluntad. Ella afirma con total confianza y abandono: «Me encomiendo a Dios mi Creador, lo amo con todo mi corazón» (ib., p. 337). Con el voto de virginidad, Juana consagra de modo exclusivo toda su persona al único Amor de Jesús: es «su promesa hecha a nuestro Señor de custodiar bien su virginidad de cuerpo y de alma» (ib ., pp. 149-150). La virginidad del alma es el estado de gracia, valor supremo, para ella más precioso que la vida: es un don de Dios que se ha de recibir y custodiar con humildad y confianza. Uno de los textos más conocidos del primer Proceso se refiere precisamente a esto: «Interrogada si sabía que estaba en gracia de Dios, responde: si no lo estoy, que Dios me quiera poner en ella; si lo estoy, que Dios me quiera conservar en ella» (ib., p. 62; cf. Catecismo de la Iglesia católica CEC 2005).

Nuestra santa vive la oración en la forma de un diálogo continuo con el Señor, que ilumina también su diálogo con los jueces y le da paz y seguridad. Ella pide con confianza: «Dulcísimo Dios, en honor de vuestra santa Pasión, os pido, si me amáis, que me reveléis cómo debo responder a estos hombres de Iglesia» (ib., p. 252). Juana contempla a Jesús como el «rey del cielo y de la tierra». Así, en su estandarte, Juana hizo pintar la imagen de «Nuestro Señor que sostiene el mundo» (ib., p. 172): icono de su misión política. La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana, que Juana lleva a cabo en la caridad, por amor a Jesús. El suyo es un hermoso ejemplo de santidad para los laicos comprometidos en la vida política, sobre todo en las situaciones más difíciles. La fe es la luz que guía toda elección, como testimoniará, un siglo más tarde, otro gran santo, el inglés Tomás Moro. En Jesús Juana contempla también toda la realidad de la Iglesia, tanto la «Iglesia triunfante» del cielo, como la «Iglesia militante» de la tierra. Según sus palabras: «De Nuestro Señor y de la Iglesia, me parece que es todo uno» (ib., p. 166). Esta afirmación, citada en el Catecismo de la Iglesia católica (CEC 795), tiene un carácter realmente heroico en el contexto del Proceso de condena, frente a sus jueces, hombres de Iglesia, que la persiguieron y la condenaron. En el amor a Jesús Juana encuentra la fuerza para amar a la Iglesia hasta el final, incluso en el momento de la condena.

Me complace recordar que santa Juana de Arco tuvo una profunda influencia sobre una joven santa de la época moderna: Teresa del Niño Jesús. En una vida completamente distinta, transcurrida en clausura, la carmelita de Lisieux se sentía muy cercana a Juana, viviendo en el corazón de la Iglesia y participando en los sufrimientos de Cristo por la salvación del mundo. La Iglesia las ha reunido como patronas de Francia, después de la Virgen María. Santa Teresa había expresado su deseo de morir como Juana, pronunciando el Nombre de Jesús (Manuscrito B, 3r), y la animaba el mismo gran amor a Jesús y al prójimo, vivido en la virginidad consagrada.

Queridos hermanos y hermanas, con su luminoso testimonio, santa Juana de Arco nos invita a una medida alta de la vida cristiana: hacer de la oración el hilo conductor de nuestras jornadas; tener plena confianza al cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que sea; vivir la caridad sin favoritismos, sin límites y sacando, como ella, del amor a Jesús un profundo amor a la Iglesia. Gracias.



Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Parroquia de Santa Fe, a los Hermanos de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de la Fuensanta, de Morón de la Frontera, a los profesores venidos de Chile, así como a los demás grupos procedentes de España, Méjico y otros países latinoamericanos. Que a ejemplo de Santa Juana de Arco encontréis en el amor a Jesucristo la fuerza para amar y servir a la Iglesia de todo corazón. Muchas gracias.



Sala Pablo VI

Miércoles 2 de febrero de 2011 - Santa Teresa de Jesús

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Queridos hermanos y hermanas:

A lo largo de las catequesis que he querido dedicar a los Padres de la Iglesia y a grandes figuras de teólogos y de mujeres del Medievo me detuve también a hablar de algunos santos y santas que fueron proclamados doctores de la Iglesia por su eminente doctrina. Hoy quiero iniciar una breve serie de encuentros para completar la presentación de los doctores de la Iglesia. Y comienzo con una santa que representa una de las cimas de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos: santa Teresa de Ávila (de Jesús).

Nace en Ávila, España, en 1515, con el nombre de Teresa de Ahumada. En su autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su infancia: su nacimiento de «padres virtuosos y temerosos de Dios», en el seno de una familia numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas. Todavía niña, cuando tiene menos de nueve años, lee las vidas de algunos mártires que le inspiran el deseo del martirio, hasta el punto de que improvisa una breve huida de casa para morir mártir y subir al cielo (cf. Vida 1, 5); «quiero ver a Dios» dice la pequeña a sus padres. Algunos años más tarde, Teresa hablará de sus lecturas de la infancia y afirmará que en ellas descubrió la verdad, que resume en dos principios fundamentales: por un lado «el hecho de que todo lo que pertenece al mundo de aquí, pasa»; y, por otro, que sólo Dios es «para siempre, siempre, siempre», tema que se reitera en la famosísima poesía «Nada te turbe / nada te espante; / todo se pasa. / Dios no se muda; / la paciencia todo lo alcanza; / quien a Dios tiene / nada le falta / ¡Sólo Dios basta!». Al quedar huérfana de madre a los 12 años, pide a la santísima Virgen que le haga de madre (cf. Vida 1, 7).

Aunque en la adolescencia la lectura de libros profanos la había llevado a las distracciones de una vida mundana, la experiencia como alumna de las religiosas agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la lectura de libros espirituales, sobre todo clásicos de la espiritualidad franciscana, le enseñan el recogimiento y la oración. A la edad de 20 años, entra en el monasterio carmelita de la Encarnación, también en Ávila; en la vida religiosa toma el nombre de Teresa de Jesús. Tres años después, enferma gravemente; tanto que permanece cuatro días en coma, aparentemente muerta (cf. Vida 5, 9). Incluso en la lucha contra sus enfermedades la santa ve el combate contra las debilidades y las resistencias a la llamada de Dios: «Deseaba vivir —escribe—, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a sí y yo dejádole» (Vida 8, 2). En 1543 pierde la cercanía de sus familiares: su padre muere y todos sus hermanos emigran, uno tras otro, a América. En la Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa alcanza la cima de la lucha contra sus debilidades. El descubrimiento fortuito de la estatua de «un Cristo muy llagado» (Vida 9, 1) marca profundamente su vida. La santa, que en aquel período encuentra profunda consonancia con el san Agustín de las Confesiones, describe así el día decisivo de su experiencia mística: «Acaecíame... venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada en él» (Vida 10, 1).

Paralelamente a la maduración de su interioridad, la santa comienza a desarrollar concretamente el ideal de reforma de la Orden carmelita: en 1562 funda en Ávila, con el apoyo del obispo de la ciudad, don Álvaro de Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también la aprobación del superior general de la Orden, Giovanni Battista Rossi. En los años sucesivos prosigue las fundaciones de nuevos Carmelos, en total diecisiete. Es fundamental el encuentro con san Juan de la Cruz, con quien, en 1568, constituye en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de Carmelitas Descalzos. En 1580 obtiene de Roma la erección como provincia autónoma para sus Carmelos reformados, punto de partida de la Orden religiosa de los Carmelitas Descalzos. La vida terrena de Teresa termina precisamente mientras está comprometida en la actividad de fundación. En efecto, en 1582, después de haber constituido el Carmelo de Burgos y mientras se encuentra camino de regreso a Ávila, muere la noche del 15 de octubre en Alba de Tormes, repitiendo humildemente dos expresiones: «Al final, muero como hija de la Iglesia» y «Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos». Una existencia consumida dentro de España, pero entregada por toda la Iglesia. Beatificada en 1614 por el Papa Pablo V y canonizada por Gregorio xv en 1622, el siervo de Dios Pablo vi la proclama «doctora de la Iglesia» en 1970.

Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre sacó provecho de las enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales. Como escritora, siempre se atuvo a lo que personalmente había vivido o había visto en la experiencia de otros (cf. Prólogo al Camino de perfección), es decir, a la experiencia. Teresa teje relaciones de amistad espiritual con numerosos santos, en particular con san Juan de la Cruz. Al mismo tiempo, se alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san Jerónimo, san Gregorio Magno, san Agustín. Entre sus principales obras hay que recordar ante todo la autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella llama Libro de las misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila en 1565, refiere el itinerario biográfico y espiritual, escrito, como afirma la propia Teresa, para someter su alma al discernimiento del «Maestro de los espirituales», san Juan de Ávila. El objetivo es poner de relieve la presencia y la acción de Dios misericordioso en su vida: por esto, la obra refiere a menudo su diálogo de oración con el Señor. Es una lectura que fascina, porque la santa no sólo cuenta, sino que muestra que revive la experiencia profunda de su relación con Dios. En 1566, Teresa escribe el Camino de perfección, que ella llama Avisos y consejos que da Teresa de Jesús a sus hermanas. Las destinatarias son las doce novicias del Carmelo de san José en Ávila. Teresa les propone un intenso programa de vida contemplativa al servicio de la Iglesia, cuya base son las virtudes evangélicas y la oración. Entre los pasajes más preciosos está el comentario al Padre nuestro, modelo de oración. La obra mística más famosa de santa Teresa es el Castillo interior, escrito en 1577, en plena madurez. Se trata de una relectura de su propio camino de vida espiritual y, al mismo tiempo, de una codificación del posible desarrollo de la vida cristiana hacia su plenitud, la santidad, bajo la acción del Espíritu Santo. Teresa se refiere a la estructura de un castillo con siete moradas, como imagen de la interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. La santa se inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el Cantar de los cantares, por el símbolo final de los «dos esposos», que le permite describir, en la séptima morada, el culmen de la vida cristiana en sus cuatro aspectos: trinitario, cristológico, antropológico y eclesial. A su actividad de fundadora de los Carmelos reformados Teresa dedica el Libro de las fundaciones, escrito entre 1573 y 1582, en el cual habla de la vida del grupo religioso naciente. Como en la autobiografía, la narración trata de poner de relieve sobre todo la acción de Dios en la obra de fundación de los nuevos monasterios.

No es fácil resumir en pocas palabras la profunda y articulada espiritualidad teresiana. Quiero mencionar algunos puntos esenciales. En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes o pobreza evangélica, y esto nos atañe a todos; el amor mutuo como elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes humanas: afabilidad, veracidad, modestia, amabilidad, alegría, cultura. En segundo lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes personajes bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente en consonancia sobre todo con la esposa del Cantar de los cantares y con el apóstol san Pablo, además del Cristo de la Pasión y del Jesús eucarístico.

Asimismo, la santa subraya cuán esencial es la oración; rezar, dice, significa «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8, 5). La idea de santa Teresa coincide con la definición que santo Tomás de Aquino da de la caridad teologal, como «amicitia quaedam hominis ad Deum», un tipo de amistad del hombre con Dios, que fue el primero en ofrecer su amistad al hombre; la iniciativa viene de Dios (cf. Summa Theologiae ii-ii,
II-II 23,1). La oración es vida y se desarrolla gradualmente a la vez que crece la vida cristiana: comienza con la oración vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el recogimiento, hasta alcanzar la unión de amor con Cristo y con la santísima Trinidad. Obviamente no se trata de un desarrollo en el cual subir a los escalones más altos signifique dejar el precedente tipo de oración, sino que es más bien una profundización gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida. Más que una pedagogía de la oración, la de Teresa es una verdadera «mistagogia»: al lector de sus obras le enseña a orar rezando ella misma con él; en efecto, con frecuencia interrumpe el relato o la exposición para prorrumpir en una oración.

Otro tema importante para la santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que culmina en la unión con él por gracia, por amor y por imitación. De aquí la importancia que ella atribuye a la meditación de la Pasión y a la Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida de cada creyente y como corazón de la liturgia. Santa Teresa vive un amor incondicional a la Iglesia: manifiesta un vivo «sensus Ecclesiae» frente a los episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la Orden carmelita con la intención de servir y defender mejor a la «santa Iglesia católica romana», y está dispuesta a dar la vida por ella (cf. Vida 33, 5).

Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que quiero subrayar, es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la misma. La santa tiene una idea muy clara de la «plenitud» de Cristo, que el cristiano revive. Al final del recorrido del Castillo interior, en la última «morada» Teresa describe esa plenitud, realizada en la inhabitación de la Trinidad, en la unión con Cristo a través del misterio de su humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todos los tiempos. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, santa Teresa nos enseña a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción; nos enseña a sentir realmente esta sed de Dios que existe en lo más hondo de nuestro corazón, este deseo de ver a Dios, de buscar a Dios, de estar en diálogo con él y de ser sus amigos. Esta es la amistad que todos necesitamos y que debemos buscar de nuevo, día tras día. Que el ejemplo de esta santa, profundamente contemplativa y eficazmente activa, nos impulse también a nosotros a dedicar cada día el tiempo adecuado a la oración, a esta apertura hacia Dios, a este camino para buscar a Dios, para verlo, para encontrar su amistad y así la verdadera vida; porque realmente muchos de nosotros deberían decir: «no vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida». Por esto, el tiempo de la oración no es tiempo perdido; es tiempo en el que se abre el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un amor ardiente a él, a su Iglesia, y una caridad concreta para con nuestros hermanos. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Chile, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos, a ejemplo de Santa Teresa de Jesús, a crecer siempre en la oración y en las virtudes cristianas, hasta llegar a la plenitud del encuentro con el Señor. Muchas gracias.




Sala Pablo VI

Miércoles 9 de febrero de 2011 - San Pedro Canisio


Audiencias 2005-2013 19111