Audiencias 2005-2013 30031

Miércoles 30 de marzo de 2011 - San Alfonso María de Ligorio

30031
Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero presentaros la figura de un santo doctor de la Iglesia al que debemos mucho, porque fue un insigne teólogo moralista y un maestro de vida espiritual para todos, sobre todo para la gente sencilla. Es el autor de la letra y de la música de uno de los villancicos más populares en Italia y no sólo en Italia: Tu scendi dalle stelle.

Alfonso María de Ligorio nació en 1696 en el seno de una familia napolitana noble y rica. Dotado de notables cualidades intelectuales, con tan sólo 16 años obtuvo el doctorado en derecho civil y canónico. Era el abogado más brillante del foro de Nápoles: durante ocho años ganó todas las causas que defendió. Sin embargo, en su alma sedienta de Dios y deseosa de perfección el Señor lo llevó a comprender que lo llamaba a una vocación muy diferente. De hecho, en 1723, indignado por la corrupción y la injusticia que viciaban el ambiente del foro, abandonó su profesión —y con ella la riqueza y el éxito— y decidió hacerse sacerdote, a pesar de la oposición de su padre. Tuvo excelentes maestros, que lo introdujeron en el estudio de la Sagrada Escritura, de la historia de la Iglesia y de la mística. Adquirió una amplia cultura teológica, que comenzó a dar fruto cuando, algunos años después, emprendió su obra de escritor. Fue ordenado sacerdote en 1726 y se unió, para el ejercicio de su ministerio, a la Congregación diocesana de las Misiones Apostólicas. Alfonso inició una labor de evangelización y catequesis entre los estratos más bajos de la sociedad napolitana, a la que le gustaba predicar y a la que instruía en las verdades fundamentales de la fe. No pocas de estas personas, pobres y modestas, a las que se dirigía, a menudo se entregaban a los vicios y realizaban acciones criminales. Con paciencia les enseñaba a rezar, animándolas a mejorar su modo de vivir. Alfonso obtuvo resultados excelentes: en los barrios más miserables de la ciudad se multiplicaban los grupos de personas que, al caer la tarde, se reunían en las casas privadas y en los talleres, para rezar y meditar la Palabra de Dios, bajo la guía de algunos catequistas formados por Alfonso y por otros sacerdotes, que visitaban regularmente a estos grupos de fieles. Cuando, por deseo expreso del arzobispo de Nápoles, estas reuniones comenzaron a celebrarse en las capillas de la ciudad, tomaron el nombre de «capillas vespertinas». Estas capillas fueron una auténtica fuente de educación moral, de saneamiento social y de ayuda recíproca entre los pobres, con lo cual casi se acabaron los robos, los duelos y la prostitución.

Aunque el contexto social y religioso de la época de san Alfonso era muy distinto del nuestro, las «capillas vespertinas» son un modelo de acción misionera en el que nos podemos inspirar también hoy para una «nueva evangelización», especialmente de los más pobres, y para construir una convivencia humana más justa, fraterna y solidaria. A los sacerdotes se les ha confiado una tarea de ministerio espiritual, mientras que laicos bien formados pueden ser animadores cristianos eficaces, auténtica levadura evangélica en el seno de la sociedad.

Después de pensar en ir a evangelizar a los pueblos paganos, Alfonso, a la edad de 35 años, entró en contacto con los campesinos y los pastores de las regiones interiores del reino de Nápoles y, sorprendido por su ignorancia religiosa y por el estado de abandono en que se hallaban, decidió dejar la capital y dedicarse a estas personas, que eran pobres espiritual y materialmente. En 1732 fundó la Congregación religiosa del Santísimo Redentor, que puso bajo la protección del obispo Tommaso Falcoia, y de la que sucesivamente se convirtió en el superior. Estos religiosos, dirigidos por Alfonso, fueron auténticos misioneros itinerantes, que llegaban incluso a las aldeas más remotas, exhortando a la conversión y a la perseverancia en la vida cristiana sobre todo por medio de la oración. Todavía hoy, los redentoristas, esparcidos por numerosos países del mundo, con nuevas formas de apostolado, continúan esta misión de evangelización. Pienso en ellos con gratitud, exhortándolos a ser siempre fieles al ejemplo de su santo fundador.

Estimado por su bondad y por su celo pastoral, en 1762 Alfonso fue nombrado obispo de Sant’Agata dei Goti, ministerio que, por concesión del Papa Pío VI, abandonó en 1775 a causa de las enfermedades que sufría. El mismo Pontífice, en 1787, al recibir la noticia de su muerte, que se produjo en medio de muchos sufrimientos, exclamó: «¡Era un santo!». Y no se equivocó: Alfonso fue canonizado en 1839, y en 1871 fue declarado doctor de la Iglesia. Este título es muy apropiado por muchas razones. Ante todo, porque propuso una rica enseñanza de teología moral, que expresa adecuadamente la doctrina católica, hasta el punto de que fue proclamado por el Papa Pío XII «patrono de todos los confesores y los moralistas». En su época se había difundido una interpretación muy rigorista de la vida moral, entre otras razones por la mentalidad jansenista que, en vez de alimentar la confianza y esperanza en la misericordia de Dios, fomentaba el miedo y presentaba un rostro de Dios adusto y severo, muy lejano del que nos reveló Jesús. San Alfonso, sobre todo en su obra principal, titulada Teología moral, propone una síntesis equilibrada y convincente entre las exigencias de la ley de Dios, esculpida en nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo e interpretada con autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la conciencia y de la libertad del hombre, que precisamente en la adhesión a la verdad y al bien permiten la maduración y la realización de la persona. A los pastores de almas y a los confesores Alfonso recomendaba ser fieles a la doctrina moral católica, asumiendo al mismo tiempo una actitud caritativa, comprensiva, dulce, para que los penitentes se sintieran acompañados, sostenidos y animados en su camino de fe y de vida cristiana. San Alfonso nunca se cansaba de repetir que los sacerdotes son un signo visible de la infinita misericordia de Dios, que perdona e ilumina la mente y el corazón del pecador para que se convierta y cambie de vida. En nuestra época, en la que son claros los signos de pérdida de la conciencia moral y —es preciso reconocerlo— de cierta falta de estima hacia el sacramento de la Confesión, la enseñanza de san Alfonso sigue siendo de gran actualidad.

Junto a las obras de teología, san Alfonso compuso muchos otros escritos, destinados a la formación religiosa del pueblo. El estilo es sencillo y agradable. Las obras de san Alfonso, leídas y traducidas a numerosas lenguas, han contribuido a plasmar la espiritualidad popular de los últimos dos siglos. Algunas de ellas son textos que se leen con gran provecho también hoy, como Las máximas eternas, Las glorias de María, La práctica de amar a Jesucristo, obra —esta última— que representa la síntesis de su pensamiento y su obra maestra. Insiste mucho en la necesidad de la oración, que permite abrirse a la Gracia divina para cumplir diariamente la voluntad de Dios y conseguir la propia santificación. Con respecto a la oración escribe: «Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, replico y replicaré siempre, mientras viva, que toda nuestra salvación está en el rezar». De aquí su famoso axioma: «Quien reza se salva» (Del gran mezzo della preghiera e opusculi affini. Opere Ascetiche II, Roma 1962, p. 171). Me viene a la mente, a este propósito, la exhortación de mi predecesor, el venerable siervo de Dios Juan Pablo II: «Nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas “escuelas de oración”... Hace falta, por tanto, que enseñar a orar se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral» (Novo millennio ineunte
NM 33 y NM 34).

Entre las formas de oración aconsejadas encarecidamente por san Alfonso destaca la visita al Santísimo Sacramento o, como diríamos hoy, la adoración, breve o prolongada, personal o comunitaria, ante la Eucaristía. «Ciertamente —escribe Alfonso— entre todas las devociones esta de adorar a Jesús sacramentado es la primera después de los sacramentos, la más querida por Dios y la más útil para nosotros... ¡Oh, qué gran delicia estar ante un altar con fe... y presentarle nuestras necesidades, como hace un amigo a otro con el que se tiene total confianza!» (Visitas al Santísimo Sacramento y a María santísima para cada día del mes. Introducción). La espiritualidad alfonsiana es, de hecho, eminentemente cristológica, centrada en Cristo y en su Evangelio. La meditación del misterio de la Encarnación y de la Pasión del Señor son frecuentemente objeto de su predicación, pues en estos acontecimientos se ofrece «abundantemente» la Redención a todos los hombres. Y precisamente porque es cristológica, la piedad alfonsiana es también exquisitamente mariana. Muy devoto de María, Alfonso ilustra su papel en la historia de la salvación: asociada a la Redención y Mediadora de gracia, Madre, Abogada y Reina. Además, san Alfonso afirma que la devoción a María nos confortará grandemente en el momento de nuestra muerte. Estaba convencido de que la meditación sobre nuestro destino eterno, sobre nuestra llamada a participar para siempre en la felicidad de Dios, así como sobre la trágica posibilidad de la condenación, contribuye a vivir con serenidad y compromiso, y a afrontar la realidad de la muerte conservando siempre la confianza en la bondad de Dios.

San Alfonso María de Ligorio es un ejemplo de pastor celoso, que conquistó las almas predicando el Evangelio y administrando los sacramentos, combinado con un modo de actuar basado en una bondad humilde y suave, que nacía de la intensa relación con Dios, que es la Bondad infinita. Tuvo una visión optimista, pero realista, de los recursos de bien que el Señor da a cada hombre y concedió importancia a los afectos y a los sentimientos del corazón, además de la mente, para poder amar a Dios y al prójimo.

En conclusión, quiero recordar que nuestro santo, análogamente a san Francisco de Sales —del que hablé hace algunas semanas— insiste en decir que la santidad es accesible a todos los cristianos: «El religioso como religioso, el seglar como seglar, el sacerdote como sacerdote, el casado como casado, el comerciante como comerciante, el soldado como soldado, y así sucesivamente en todos los estados» (Pratica di amare Gesù Cristo. Opere ascetiche I, Roma 1933, p. 79). Demos gracias al Señor porque, con su Providencia, suscita santos y doctores en lugares y tiempos diversos, que hablan el mismo lenguaje para invitarnos a crecer en la fe y a vivir con amor y con alegría nuestra vida cristiana en las sencillas acciones de cada día, para caminar por la senda de la santidad, por la senda que lleva a Dios y a la verdadera alegría. Gracias.



LLAMAMIENTO

Apremio de paz para Costa de Marfil


(En francés)

Desde hace mucho tiempo mi pensamiento se dirige con frecuencia a las poblaciones de Costa de Marfil, traumatizadas por dolorosas luchas internas y por graves tensiones sociales y políticas.

A la vez que expreso mi cercanía a cuantos han perdido a un ser querido y sufren la violencia, hago un apremiante llamamiento para que se emprenda lo antes posible un proceso de diálogo constructivo por el bien común. La dramática oposición hace más urgente el restablecimiento del respeto y de la convivencia pacífica. No se debe ahorrar ningún esfuerzo en tal sentido.

Con estos sentimientos he decidido enviar a este noble país al cardenal Peter Kodwo Turkson, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, para que exprese mi solidaridad y la de la Iglesia universal a las víctimas del conflicto y aliente a la reconciliación y a la paz.

(En español)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los alumnos del Seminario menor de Getafe, así como a los grupos provenientes de España, Chile, México y otros países latinoamericanos. Que a ejemplo de san Alfonso María de Ligorio recorramos con alegría nuestro camino de conversión y santidad, y pidamos al Señor que suscite en nuestro tiempo santos y doctores que sepan proponer a todos de una manera sencilla e incisiva el mensaje de Cristo y la belleza de su vida. Muchas gracias.




Plaza de San Pedro

Miércoles 6 de abril de 2011 - Santa Teresita del Niño Jesús

60411

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de santa Teresa de Lisieux, Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, que sólo vivió en este mundo 24 años, a finales del siglo XIX, llevando una vida muy sencilla y oculta, pero que, después de su muerte y de la publicación de sus escritos, se ha convertido en una de las santas más conocidas y amadas. «Teresita» no ha dejado de ayudar a las almas más sencillas, a los pequeños, a los pobres, a los que sufren, que la invocan, y también ha iluminado a toda la Iglesia con su profunda doctrina espiritual, hasta el punto de que el venerable Juan Pablo II, en 1997, quiso darle el título de doctora de la Iglesia, añadiéndolo al de patrona de las misiones, que ya le había otorgado Pío XI en 1927. Mi amado predecesor la definió «experta en la scientia amoris» (Novo millennio ineunte
NM 42). Esta ciencia, que ve resplandecer en el amor toda la verdad de la fe, Teresa la expresa principalmente en el relato de su vida, publicado un año después de su muerte bajo el título de Historia de un alma. Es un libro que inmediatamente tuvo un enorme éxito, fue traducido a muchas lenguas y difundido en todo el mundo. Quiero invitaros a redescubrir este pequeño gran tesoro, este luminoso comentario del Evangelio plenamente vivido. De hecho, Historia de un alma es una maravillosa historia de Amor, narrada con tanta autenticidad, sencillez y lozanía que el lector no puede menos de quedar fascinado ante ella. ¿Cuál es ese Amor que colmó toda la vida de Teresa, desde su infancia hasta su muerte? Queridos amigos, este Amor tiene un rostro, tiene un nombre: ¡es Jesús! La santa habla continuamente de Jesús. Recorramos, pues, las grandes etapas de su vida, para entrar en el corazón de su doctrina.

Teresa nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, una ciudad de Normandía, en Francia. Era la última hija de Luis y Celia Martin, esposos y padres ejemplares, beatificados juntos el 19 de octubre de 2008. Tuvieron nueve hijos, cuatro de los cuales murieron en edad temprana. Quedaron las cinco hijas, que se hicieron todas religiosas. Teresa, a los 4 años, quedó profundamente afectada por la muerte de su madre (MSA 13r). El padre, junto con las hijas, se trasladó entonces a la ciudad de Lisieux, donde se desarrollaría toda la vida de la santa. Más tarde Teresa, atacada por una grave enfermedad nerviosa, se curó por una gracia divina, que ella misma definió como «la sonrisa de la Virgen» (ib., 29v-30v). Recibió la primera Comunión, vivida intensamente (ib., MSA 35r), y puso a Jesús Eucaristía en el centro de su existencia.

La «Gracia de Navidad» de 1886 marca un giro de 180 grados, que ella llama su «completa conversión» (ib., MSA 44-45r). De hecho, se cura totalmente de su hipersensibilidad infantil e inicia una «carrera de gigante». A la edad de 14 años, Teresa se acerca cada vez más, con gran fe, a Jesús crucificado, y se toma muy en serio el caso, aparentemente desesperado, de un criminal condenado a muerte e impenitente (ib., MSA 45-46v). «Quería a toda costa impedirle que cayera en el infierno», escribe la santa, con la certeza de que su oración lo pondría en contacto con la Sangre redentora de Jesús. Es su primera y fundamental experiencia de maternidad espiritual: «Tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús», escribe. Con María santísima, la joven Teresa ama, cree y espera con «un corazón de madre» (cf. Pr 6/10r).

En noviembre de 1887, Teresa va en peregrinación a Roma junto a su padre y su hermana Celina (ib., MSA 55-67r). Para ella, el momento culminante es la audiencia del Papa León XIII, al que pide permiso de entrar, con apenas 15 años, en el Carmelo de Lisieux. Un año después, su deseo se realiza: se hace carmelita, «para salvar las almas y rezar por los sacerdotes» (ib., MSA 69v). Al mismo tiempo, comienza la dolorosa y humillante enfermedad mental de su padre. Es un gran sufrimiento que conduce a Teresa a la contemplación del rostro de Jesús en su Pasión (ib., MSA 71rv). De esta manera, su nombre de religiosa —sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz— expresa el programa de toda su vida, en la comunión con los misterios centrales de la Encarnación y la Redención. Su profesión religiosa, en la fiesta de la Natividad de María, el 8 de septiembre de 1890, es para ella un verdadero matrimonio espiritual en la «pequeñez» del Evangelio, caracterizada por el símbolo de la flor: «¡Qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en esposa de Jesús!» —escribe—. Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su florecita al Niño Jesús» (ib., MSA 77r). Para Teresa, ser religiosa significa ser esposa de Jesús y madre de las almas (cf. MSB 2v). Ese mismo día, la santa escribe una oración que indica toda la orientación de su vida: pide a Jesús el don de su Amor infinito, el don de ser la más pequeña, y sobre todo pide la salvación de todos los hombres: «Que hoy no se condene ni una sola alma» (Pr 2). Es de gran importancia su Ofrenda al Amor misericordioso, que hizo en la fiesta de la Santísima Trinidad de 1895 (MSA 83-84r; Pr 6): una ofrenda que Teresa comparte enseguida con sus hermanas, siendo ya vice-maestra de novicias.

Diez años después de la «Gracia de Navidad», en 1896, llega la «Gracia de Pascua», que abre el último período de la vida de Teresa, con el inicio de su pasión en profunda unión a la Pasión de Jesús; se trata de la pasión del cuerpo, con la enfermedad que la llevaría a la muerte en medio de grandes sufrimientos, pero sobre todo se trata de la pasión del alma, con una dolorosísima prueba de la fe (MSC 4-7v). Con María al pie de la cruz de Jesús, Teresa vive entonces la fe más heroica, como luz en las tinieblas que le invaden el alma. La carmelita es consciente de vivir esta gran prueba por la salvación de todos los ateos del mundo moderno, a los que llama «hermanos». Vive, entonces, más intensamente el amor fraterno (MSC 8-33v): hacia las hermanas de su comunidad, hacia sus dos hermanos espirituales misioneros, hacia los sacerdotes y hacia todos los hombres, especialmente los más alejados. Se convierte realmente en una «hermana universal». Su caridad amable y sonriente es la expresión de la alegría profunda cuyo secreto nos revela: «Jesús, mi alegría es amarte a ti» (PN 45/7). En este contexto de sufrimiento, viviendo el amor más grande en las cosas más pequeñas de la vida diaria, la santa realiza en plenitud su vocación de ser el Amor en el corazón de la Iglesia (cf. MSB 3v).

Teresa muere la noche del 30 de septiembre de 1897, pronunciando las sencillas palabras: «¡Dios mío, os amo!», mirando el crucifijo que apretaba entre sus manos. Estas últimas palabras de la santa son la clave de toda su doctrina, de su interpretación del Evangelio. El acto de amor, expresado en su último aliento, era como la respiración continua de su alma, como el latido de su corazón. Las sencillas palabras «Jesús, te amo» están en el centro de todos sus escritos. El acto de amor a Jesús la sumerge en la Santísima Trinidad. Ella escribe: «Lo sabes, Jesús mío. Yo te amo. Me abrasa con su fuego tu Espíritu de Amor. Amándote yo a ti, atraigo al Padre» (PN 17/2).

Queridos amigos, también nosotros, con santa Teresa del Niño Jesús, deberíamos poder repetir cada día al Señor, que queremos vivir de amor a él y a los demás, aprender en la escuela de los santos a amar de una forma auténtica y total. Teresa es uno de los «pequeños» del Evangelio que se dejan llevar por Dios a las profundidades de su Misterio. Una guía para todos, sobre todo para quienes, en el pueblo de Dios, desempeñan el ministerio de teólogos. Con la humildad y la caridad, la fe y la esperanza, Teresa entra continuamente en el corazón de la Sagrada Escritura que contiene el Misterio de Cristo. Y esta lectura de la Biblia, alimentada con la ciencia del amor, no se opone a la ciencia académica. De hecho, la ciencia de los santos, de la que habla ella misma en la última página de la Historia de un alma, es la ciencia más alta: «Así lo entendieron todos los santos, y más especialmente los que han llenado el universo con la luz de la doctrina evangélica. ¿No fue en la oración donde san Pablo, san Agustín, san Juan de la Cruz, santo Tomás de Aquino, san Francisco, santo Domingo y tantos otros amigos ilustres de Dios bebieron aquella ciencia divina que cautivaba a los más grandes genios?» (MSC 36r). La Eucaristía, inseparable del Evangelio, es para Teresa el sacramento del Amor divino que se rebaja hasta el extremo para elevarnos hasta él. En su última Carta, sobre una imagen que representa a Jesús Niño en la Hostia consagrada, la santa escribe estas sencillas palabras: «Yo no puedo tener miedo a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí (...) ¡Yo lo amo! Pues él es sólo amor y misericordia» (LT 266).

En el Evangelio Teresa descubre sobre todo la misericordia de Jesús, hasta el punto de afirmar: «A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas (...). Entonces todas se me presentan radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las demás), me parece revestida de amor» (MSA 84r). Así se expresa también en las últimas líneas de la Historia de un alma: «Sólo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde correr... No me abalanzo al primer puesto, sino al último... Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él» (MSC 36-37r). «Confianza y amor» son, por tanto, el punto final del relato de su vida, dos palabras que, como faros, iluminaron todo su camino de santidad para poder guiar a los demás por su mismo «caminito de confianza y de amor», de la infancia espiritual (cf. MSC 2-3r; LT 226). Confianza como la del niño que se abandona en las manos de Dios, inseparable del compromiso fuerte, radical, del verdadero amor, que es don total de sí mismo, para siempre, como dice la santa contemplando a María: «Amar es darlo todo, darse incluso a sí mismo» (Poesía Por qué te amo, María: p PN 54/22). Así Teresa nos indica a todos que la vida cristiana consiste en vivir plenamente la gracia del Bautismo en el don total de sí al amor del Padre, para vivir como Cristo, en el fuego del Espíritu Santo, su mismo amor por todos los demás.



Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los de las diócesis de Alcalá de Henares y Plasencia, al grupo de Religiosas Siervas de María, que celebran el cincuenta aniversario de su consagración religiosa, así como a los demás fieles provenientes de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. A ejemplo de santa Teresita del Niño Jesús, invito a todos a descubrir en la lectura orante de la Biblia, en participación fructuosa en la Eucaristía y en la contemplación del Crucificado la ciencia del amor misericordioso que impregna el misterio de Cristo. Muchas gracias.
* * *

Nuevo llamamiento por Costa de Marfil y Libia


Sigo continuamente con gran preocupación las dramáticas vicisitudes que están viviendo en estos días las queridas poblaciones de Costa de Marfil y Libia. Espero, además, que el cardenal Turkson, a quien he encargado que vaya a Costa de Marfil para manifestar mi solidaridad, pueda entrar pronto en el país. Pido a Dios por las víctimas y estoy cerca de todos los que están sufriendo. ¡La violencia y el odio siempre son una derrota! Por esto dirijo un nuevo y apremiante llamamiento a todas las partes implicadas, para que se ponga en marcha la obra de pacificación y de diálogo, y se eviten ulteriores derramamientos de sangre.



Plaza de San Pedro

Miércoles 13 de abril de 2011 - La santidad

13041
Queridos hermanos y hermanas:

En las audiencias generales de estos últimos dos años nos han acompañado las figuras de muchos santos y santas: hemos aprendido a conocerlos más de cerca y a comprender que toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida han sido faros para muchas generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de diversos modos la presencia poderosa y transformadora del Resucitado; han dejado que Cristo aferrara tan plenamente su vida que podían afirmar como san Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (
Ga 2,20). Seguir su ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en comunión con ellos, «nos une a Cristo, del que mana, como de fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del pueblo de Dios» (Lumen gentium LG 50). Al final de este ciclo de catequesis, quiero ofrecer alguna idea de lo que es la santidad.

¿Qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A menudo se piensa todavía que la santidad es una meta reservada a unos pocos elegidos. San Pablo, en cambio, habla del gran designio de Dios y afirma: «Él (Dios) nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor» (Ep 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del designio divino está Cristo, en el que Dios muestra su rostro: el Misterio escondido en los siglos se reveló en plenitud en el Verbo hecho carne. Y san Pablo dice después: «Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19). En Cristo el Dios vivo se hizo cercano, visible, audible, tangible, de manera que todos puedan recibir de su plenitud de gracia y de verdad (cf. Jn 1,14-16). Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única ley suprema, la que san Pablo expresa en un fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser semejantes a Jesús, como afirma san Pablo: «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8,29). Y san Agustín exclama: «Viva será mi vida llena de ti» (Confesiones, 10, 28). El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria» (Lumen gentium LG 41).

Pero permanece la pregunta: ¿cómo podemos recorrer el camino de la santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta es clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo (cf. Is 6,3), quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma. Para decirlo una vez más con el concilio Vaticano II: «Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron» (Lumen gentium LG 40). La santidad tiene, por tanto, su raíz última en la gracia bautismal, en ser insertados en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado. San Pablo subraya con mucha fuerza la transformación que lleva a cabo en el hombre la gracia bautismal y llega a acuñar una terminología nueva, forjada con la preposición «con»: con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con Cristo; nuestro destino está unido indisolublemente al suyo. «Por el bautismo —escribe— fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos (...), así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,4). Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que conlleva; pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.

¿Cómo puede suceder que nuestro modo de pensar y nuestras acciones se conviertan en el pensar y el actuar con Cristo y de Cristo? ¿Cuál es el alma de la santidad? De nuevo el concilio Vaticano II precisa; nos dice que la santidad no es sino la caridad plenamente vivida. «“Dios es amor y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). Dios derramó su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rm 5,5). Por tanto, el don principal y más necesario es el amor con el que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo a causa de él. Ahora bien, para que el amor pueda crecer y dar fruto en el alma como una semilla buena, cada cristiano debe escuchar de buena gana la Palabra de Dios y cumplir su voluntad con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en la sagrada liturgia, y dedicarse constantemente a la oración, a la renuncia de sí mismo, a servir activamente a los hermanos y a la práctica de todas las virtudes. El amor, en efecto, como lazo de perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3,14 Rm 13,10), dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a su fin» (Lumen gentium LG 42). Quizás también este lenguaje del concilio Vaticano II nos resulte un poco solemne; quizás debemos decir las cosas de un modo aún más sencillo. ¿Qué es lo esencial? Lo esencial es nunca dejar pasar un domingo sin un encuentro con Cristo resucitado en la Eucaristía; esto no es una carga añadida, sino que es luz para toda la semana. No comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida, seguir las «señales de tráfico» que Dios nos ha comunicado en el Decálogo leído con Cristo, que simplemente explicita qué es la caridad en determinadas situaciones. Me parece que esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al inicio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las «señales de tráfico» que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de caridad. «Por eso, el amor a Dios y al prójimo es el sello del verdadero discípulo de Cristo» (Lumen gentium LG 42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos.

Esta es la razón por la cual san Agustín, comentando el capítulo cuarto de la primera carta de san Juan, puede hacer una afirmación atrevida: «Dilige et fac quod vis», «Ama y haz lo que quieras». Y continúa: «Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; que esté en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien» (7, 8: PL 35). Quien se deja guiar por el amor, quien vive plenamente la caridad, es guiado por Dios, porque Dios es amor. Así, tienen gran valor estas palabras: «Dilige et fac quod vis», «Ama y haz lo que quieras».

Quizás podríamos preguntarnos: nosotros, con nuestras limitaciones, con nuestra debilidad, ¿podemos llegar tan alto? La Iglesia, durante el Año litúrgico, nos invita a recordar a multitud de santos, es decir, a quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana. Los santos nos dicen que todos podemos recorrer este camino. En todas las épocas de la historia de la Iglesia, en todas las latitudes de la geografía del mundo, hay santos de todas las edades y de todos los estados de vida; son rostros concretos de todo pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre sí. En realidad, debo decir que también según mi fe personal muchos santos, no todos, son verdaderas estrellas en el firmamento de la historia. Y quiero añadir que para mí no sólo algunos grandes santos, a los que amo y conozco bien, son «señales de tráfico», sino también los santos sencillos, es decir, las personas buenas que veo en mi vida, que nunca serán canonizadas. Son personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero en su bondad de todos los días veo la verdad de la fe. Esta bondad, que han madurado en la fe de la Iglesia, es para mí la apología más segura del cristianismo y el signo que indica dónde está la verdad.

En la comunión de los santos, canonizados y no canonizados, que la Iglesia vive gracias a Cristo en todos sus miembros, nosotros gozamos de su presencia y de su compañía, y cultivamos la firme esperanza de poder imitar su camino y compartir un día la misma vida bienaventurada, la vida eterna.

Queridos amigos, ¡qué grande y bella, y también sencilla, es la vocación cristiana vista a esta luz! Todos estamos llamados a la santidad: es la medida misma de la vida cristiana. Una vez más san Pablo lo expresa con gran intensidad cuando escribe: «A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo ... Y él ha constituido a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio y para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ep 4,7 Ep 4,11-13). Quiero invitaros a todos a abriros a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser también nosotros como teselas del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia, a fin de que el rostro de Cristo brille en la plenitud de su esplendor. No tengamos miedo de tender hacia lo alto, hacia las alturas de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado; dejémonos guiar en todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será él quien nos transforme según su amor. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores y alumnos del Colegio diocesano San Roque, de Valencia, al grupo de la Escuela de la Santísima Trinidad, de Barcelona, así como a los fieles provenientes de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Les invito a que se abran sin miedo a la acción del Espíritu Santo, que con sus dones transforma la vida, para responder a la vocación a la santidad, a la cual el Señor nos llama a todos los bautizados. Muchas gracias.

(En italiano)

En este último tramo de la Cuaresma os exhorto a proseguir con empeño el camino espiritual hacia la Pascua. Queridos jóvenes, intensificad vuestro testimonio de amor fiel a Cristo crucificado. Vosotros, queridos enfermos, mirad la cruz del Señor para ofrecer con valentía la prueba de la enfermedad. Y vosotros, queridos recién casados, haced que vuestra unión conyugal esté siempre vivificada por el amor divino.



VÍDEO-MENSAJE

Me alegra enviar mi afectuoso saludo a todos los que se hallan reunidos en el Xavier College, de Melbourne, con ocasión del III Encuentro nacional de la familia. Este importante acontecimiento os brinda la oportunidad no sólo de testimoniar los vínculos de afecto en el seno de vuestras familias, sino también de profundizarlos en la más amplia familia de Dios, que es la Iglesia, de forma que os convirtáis en protagonistas de una nueva humanidad, de una renovada cultura de amor y de unidad, de vida y de estabilidad, dando siempre gloria a Dios, nuestro Padre. Os aseguro mis oraciones, en especial por vuestros hijos y por los enfermos. Encomendándoos a la Sagrada Familia de Nazaret e invocando la intercesión de santa Mary MacKillop, imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de alegría y de paz.



Plaza de San Pedro

Miércoles 20 de abril de 2011 - Triduo Pascual


Audiencias 2005-2013 30031