Audiencias 2005-2013 20041

Miércoles 20 de abril de 2011 - Triduo Pascual

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Queridos hermanos y hermanas:

Hemos llegado ya al corazón de la Semana Santa, culmen del camino cuaresmal. Mañana entraremos en el Triduo Pascual, los tres días santos en los que la Iglesia conmemora el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. El Hijo de Dios, al hacerse hombre por obediencia al Padre, llegando a ser en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf.
He 4,15), aceptó cumplir hasta el fondo su voluntad, afrontar por amor a nosotros la pasión y la cruz, para hacernos partícipes de su resurrección, a fin de que en él y por él podamos vivir para siempre en la consolación y en la paz. Os exhorto, por tanto, a acoger este misterio de salvación, a participar intensamente en el Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico y momento de gracia especial para todo cristiano; os invito a buscar en estos días el recogimiento y la oración, a fin de beber más profundamente en este manantial de gracia. Al respecto, con vistas a las festividades inminentes, todo cristiano está invitado a celebrar el sacramento de la Reconciliación, momento de especial adhesión a la muerte y resurrección de Cristo, para poder participar con mayor fruto en la santa Pascua.

El Jueves Santo es el día en que se conmemora la institución de la Eucaristía y del sacerdocio ministerial. Por la mañana, cada comunidad diocesana, congregada en la iglesia catedral en torno a su obispo, celebra la Misa Crismal, en la que se bendicen el santo Crisma, el óleo de los catecúmenos y el óleo de los enfermos. Desde el Triduo Pascual y durante todo el año litúrgico, estos óleos se usarán para los sacramentos del Bautismo, la Confirmación, las Ordenaciones sacerdotal y episcopal, y la Unción de los enfermos; así se evidencia que la salvación, transmitida por los signos sacramentales, brota precisamente del Misterio pascual de Cristo. En efecto, hemos sido redimidos con su muerte y resurrección y, mediante los sacramentos, bebemos en esa misma fuente salvífica. Durante la Misa Crismal, mañana, tiene lugar también la renovación de las promesas sacerdotales. En todo el mundo, cada sacerdote renueva los compromisos que asumió el día de su Ordenación, para consagrarse totalmente a Cristo en el ejercicio del sagrado ministerio al servicio de los hermanos. Acompañemos a nuestros sacerdotes con nuestra oración.

El Jueves Santo, por la tarde, comienza efectivamente el Triduo Pascual, con la memoria de la Última Cena, en la que Jesús instituyó el Memorial de su Pascua, cumpliendo así el rito pascual judío. De acuerdo con la tradición, cada familia judía, reunida en torno a la mesa en la fiesta de Pascua, come el cordero asado, conmemorando la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto; así, en el Cenáculo, consciente de su muerte inminente, Jesús, verdadero Cordero pascual, se ofrece a sí mismo por nuestra salvación (cf. 1Co 5,7). Al pronunciar la bendición sobre el pan y sobre el vino, anticipa el sacrificio de la cruz y manifiesta la intención de perpetuar su presencia en medio de los discípulos: bajo las especies del pan y del vino, se hace realmente presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Durante la Última Cena los Apóstoles son constituidos ministros de este sacramento de salvación; Jesús les lava los pies (cf. Jn 13,1-25), invitándolos a amarse los unos a los otros como él los ha amado, dando la vida por ellos. Repitiendo este gesto en la liturgia, también nosotros estamos llamados a testimoniar efectivamente el amor de nuestro Redentor.

El Jueves Santo, por último, se concluye con la adoración eucarística, recordando la agonía del Señor en el huerto de Getsemaní. Al salir del Cenáculo, Jesús se retiró a orar, solo, en presencia del Padre. Los Evangelios narran que, en ese momento de comunión profunda, Jesús experimentó una gran angustia, un sufrimiento tal que le hizo sudar sangre (cf. Mt 26,38). Consciente de su muerte inminente en la cruz, siente una gran angustia y la cercanía de la muerte. En esta situación aparece también un elemento de gran importancia para toda la Iglesia. Jesús dice a los suyos: permaneced aquí y velad. Y esta invitación a la vigilancia atañe precisamente a este momento de angustia, de amenaza, en la que llegará el traidor, pero también concierne a toda la historia de la Iglesia. Es un mensaje permanente para todos los tiempos, porque la somnolencia de los discípulos no sólo era el problema de ese momento, sino que es el problema de toda la historia. La cuestión es en qué consiste esta somnolencia, en qué consistiría la vigilancia a la que el Señor nos invita. Yo diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo de la historia consiste en cierta insensibilidad del alma ante el poder del mal, una insensibilidad ante todo el mal del mundo. Nosotros no queremos dejarnos turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas; pensamos que tal vez no sea tan grave, y olvidamos. Y no es sólo insensibilidad ante el mal, mientras deberíamos velar para hacer el bien, para luchar por la fuerza del bien. Es insensibilidad ante Dios: esta es nuestra verdadera somnolencia; esta insensibilidad ante la presencia de Dios que nos hace insensibles también ante el mal. No sentimos a Dios —nos molestaría— y así naturalmente no sentimos tampoco la fuerza del mal y permanecemos en el camino de nuestra comodidad. La adoración nocturna del Jueves Santo, el estar velando con el Señor, debería ser precisamente el momento para hacernos reflexionar sobre la somnolencia de los discípulos, de los defensores de Jesús, de los apóstoles, de nosotros, que no vemos, no queremos ver toda la fuerza del mal, y que no queremos entrar en su pasión por el bien, por la presencia de Dios en el mundo, por el amor al prójimo y a Dios.

Luego, el Señor comienza a orar. Los tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan— duermen, pero alguna vez se despiertan y escuchan el estribillo de esta oración del Señor: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». ¿Qué es mi voluntad? ¿Qué es tu voluntad, de la que habla el Señor? Mi voluntad es «que no debería morir», que se le evite ese cáliz del sufrimiento; es la voluntad humana, de la naturaleza humana, y Cristo siente, con toda la conciencia de su ser, la vida, el abismo de la muerte, el terror de la nada, esta amenaza del sufrimiento. Y siente el abismo del mal más que nosotros, que tenemos esta aversión natural contra la muerte, este miedo natural a la muerte. Además de la muerte, siente también todo el sufrimiento de la humanidad. Siente que todo esto es el cáliz que debe beber, que debe obligarse a beber, aceptar el mal del mundo, todo lo que es terrible, la aversión contra Dios, todo el pecado. Y podemos entender que Jesús, con su alma humana, sienta terror ante esta realidad, que percibe en toda su crueldad: mi voluntad sería no beber el cáliz, pero mi voluntad está subordinada a tu voluntad, a la voluntad de Dios, a la voluntad del Padre, que es también la verdadera voluntad del Hijo. Así Jesús, en esta oración, transforma la aversión natural, la aversión contra el cáliz, contra su misión de morir por nosotros; transforma esta voluntad natural suya en voluntad de Dios, en un «sí» a la voluntad de Dios. El hombre de por sí siente la tentación de oponerse a la voluntad de Dios, de tener la intención de seguir su propia voluntad, de sentirse libre sólo si es autónomo; opone su propia autonomía a la heteronomía de seguir la voluntad de Dios. Este es todo el drama de la humanidad. Pero, en realidad, esta autonomía está equivocada y este entrar en la voluntad de Dios no es oponerse a sí mismo, no es una esclavitud que violenta mi voluntad, sino que es entrar en la verdad y en el amor, en el bien. Y Jesús tira de nuestra voluntad, que se opone a la voluntad de Dios, que busca autonomía; tira de nuestra voluntad hacia lo alto, hacia la voluntad de Dios. Este es el drama de nuestra redención, que Jesús eleva hacia lo alto nuestra voluntad, toda nuestra aversión contra la voluntad de Dios, y nuestra aversión contra la muerte y el pecado, y la une a la voluntad del Padre: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». En esta transformación del «no» en un «sí», en esta inserción de la voluntad de la criatura en la voluntad del Padre, él transforma la humanidad y nos redime. Y nos invita a entrar en este movimiento suyo: salir de nuestro «no» y entrar en el «sí» del Hijo. Mi voluntad está allí, pero es decisiva la voluntad del Padre, porque esta es la verdad y el amor.

Hay otro elemento de esta oración que me parece importante. Los tres testimonios han conservado —como se puede constatar en la Sagrada Escritura— la palabra hebrea o aramea con la que el Señor habló al Padre; lo llamó: «Abbá», padre. Pero esta fórmula, «Abbá», es una forma familiar del término padre, una forma que sólo se usa en familia, que nunca se había usado refiriéndose a Dios. Aquí vemos la intimidad de Jesús, que habla en familia, habla verdaderamente como Hijo con el Padre. Vemos el misterio trinitario: el Hijo que habla con el Padre y redime a la humanidad.

Otra observación. La carta a los Hebreos nos ha dado una profunda interpretación de esta oración del Señor, de este drama de Getsemaní. Dice: estas lágrimas de Jesús, esta oración, estos gritos de Jesús, esta angustia, todo esto no es simplemente una concesión a la debilidad de la carne, como se podría decir. Precisamente así realiza la función del Sumo Sacerdote, porque el Sumo Sacerdote debe llevar al ser humano, con todos sus problemas y sufrimientos, a la altura de Dios. Y la carta a los Hebreos dice: con todos estos gritos, lágrimas, sufrimientos, oraciones, el Señor ha llevado nuestra realidad a Dios (cf. He 5,7 ss). Y usa la palabra griega prospherein, que es el término técnico para indicar lo que debe hacer el Sumo Sacerdote: ofrecer, alzar sus manos.

Precisamente en este drama de Getsemaní, donde parece que ya no está presente la fuerza de Dios, Jesús realiza la función del Sumo Sacerdote. Y dice además que en este acto de obediencia, es decir, de conformación de la voluntad natural humana a la voluntad de Dios, se perfecciona como sacerdote. Y usa de nuevo la palabra técnica para ordenar sacerdote. Precisamente así se convierte realmente en el Sumo Sacerdote de la humanidad y así abre el cielo y la puerta a la resurrección.

Si reflexionamos sobre este drama de Getsemaní, podemos ver también el gran contraste entre Jesús con su angustia, con su sufrimiento, y el gran filósofo Sócrates, que permanece tranquilo y no se turba ante la muerte. Y esto parece lo ideal. Podemos admirar a este filósofo, pero la misión de Jesús era otra. Su misión no era esa total indiferencia y libertad; su misión era llevar en sí todo nuestro sufrimiento, todo el drama humano. Y por eso precisamente esta humillación de Getsemaní es esencial para la misión del hombre-Dios. Él lleva en sí nuestro sufrimiento, nuestra pobreza, y la transforma según la voluntad de Dios. Y así abre las puertas del cielo, abre el cielo: esta tienda del Santísimo, que hasta ahora el hombre ha cerrado contra Dios, queda abierta por este sufrimiento y obediencia de Jesús. Estas son algunas observaciones para el Jueves Santo, para nuestra celebración de la noche del Jueves Santo.

El Viernes Santo conmemoraremos la pasión y la muerte del Señor; adoraremos a Cristo crucificado; participaremos en sus sufrimientos con la penitencia y el ayuno. «Mirando al que traspasaron» (cf. Jn 19,37), podremos acudir a su corazón desgarrado, del que brota sangre y agua, como a una fuente; de ese corazón, de donde mana el amor de Dios para cada hombre, recibimos su Espíritu. Acompañemos, por tanto, también nosotros a Jesús que sube al Calvario; dejémonos guiar por él hasta la cruz; recibamos la ofrenda de su cuerpo inmolado.

Por último, en la noche del Sábado Santo celebraremos la solemne Vigilia Pascual, en la que se nos anuncia la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre la muerte, que nos invita a ser en él hombres nuevos. Al participar en esta santa Vigilia, en la noche central de todo el año litúrgico, conmemoraremos nuestro Bautismo, en el que también nosotros hemos sido sepultados con Cristo, para poder resucitar con él y participar en el banquete del cielo (cf. Ap 19,7-9).

Queridos amigos, hemos tratado de comprender el estado de ánimo con que Jesús vivió el momento de la prueba extrema, para descubrir lo que orientaba su obrar. El criterio que guió cada opción de Jesús durante toda su vida fue su firme voluntad de amar al Padre, de ser uno con el Padre y de serle fiel; esta decisión de corresponder a su amor lo impulsó a abrazar, en toda circunstancia, el proyecto del Padre, a hacer suyo el designio de amor que le encomendó para recapitular en él todas las cosas, para reconducir a él todas las cosas. Al revivir el Triduo santo, dispongámos a acoger también nosotros en nuestra vida la voluntad de Dios, conscientes de que en la voluntad de Dios, aunque parezca dura, en contraste con nuestras intenciones, se encuentra nuestro verdadero bien, el camino de la vida. Que la Virgen Madre nos guíe en este itinerario, y nos obtenga de su Hijo divino la gracia de poder entregar nuestra vida por amor a Jesús, al servicio de nuestros hermanos. Gracias.



Saludos

(En lengua italiana)

Doy una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. En particular os saludo a vosotros, participantes en el encuentro internacional del UNIV, organizado por la Prelatura del Opus Dei. Queridos amigos, os deseo que estas jornadas romanas sean para todos vosotros ocasión para redescubrir la persona de Cristo y para hacer una fuerte experiencia eclesial, a fin de que podáis volver a casa animados por el deseo de testimoniar la misericordia del Padre celestial. Así, a través de vuestra vida se cumplirá lo que deseaba san Josemaría Escrivá: “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: este lee la vida de Jesucristo” (Camino, n. 2)».

(En español)

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, especialmente a los participantes en el encuentro UNIV, así como a los venidos de Argentina, Colombia, Ecuador, España, México y otros países latinoamericanos. Que la Virgen María nos enseñe a todos a acompañar en estos días a su Hijo, en los momentos decisivos de su misterio redentor.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

Saludo cordialmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana entraremos en el Triduo sacro, que nos hará revivir los misterios centrales de nuestra salvación. Os invito a vosotros, queridos jóvenes, y de modo especial a vosotros, muchachos de la «Lega Nazionale Dilettanti», a mirar a la cruz y hallar en ella luz para caminar fielmente siguiendo las huellas del Redentor. Que para vosotros, queridos enfermos, la pasión del Señor, que culmina en el triunfo glorioso de la Pascua, constituya siempre una fuente de esperanza y de consuelo. Y vosotros, queridos recién casados, disponed vuestro corazón a celebrar con intensa participación el Misterio Pascual, para que vuestra existencia se convierta cada día en un don recíproco, abierto al amor fecundo en bien.




Plaza de San Pedro

Miércoles 27 de abril de 2011 - La Octava de Pascua

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Queridos hermanos y hermanas:

En estos primeros días del tiempo pascual, que se prolonga hasta Pentecostés, estamos todavía llenos de la lozanía y de la alegría nueva que las celebraciones litúrgicas han traído a nuestro corazón. Por tanto, hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros sobre la Pascua, corazón del misterio cristiano. En efecto, todo tiene su inicio aquí: Cristo resucitado de entre los muertos es el fundamento de nuestra fe. De la Pascua se irradia, como desde un centro luminoso, incandescente, toda la liturgia de la Iglesia, sacando de ella contenido y significado. La celebración litúrgica de la muerte y resurrección de Cristo no es una simple conmemoración de este acontecimiento, sino su actualización en el misterio, para la vida de todo cristiano y de toda comunidad eclesial, para nuestra vida. La fe en Cristo resucitado transforma la existencia, actuando en nosotros una resurrección continua, come escribía san Pablo a los primeros creyentes: «Antes sí erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz» (
Ep 5,8-9).

Entonces, ¿cómo podemos hacer que la Pascua se convierta en «vida»? ¿Cómo puede asumir una «forma» pascual toda nuestra existencia interior y exterior? Debemos partir de la comprensión auténtica de la resurrección de Jesús: ese acontecimiento no es un simple retorno a la vida precedente, como lo fue para Lázaro, para la hija de Jairo o para el joven de Naím, sino que es algo completamente nuevo y distinto. La resurrección de Cristo es el paso hacia una vida que ya no está sometida a la caducidad del tiempo, una vida inmersa en la eternidad de Dios. En la resurrección de Jesús comienza una nueva condición del ser hombres, que ilumina y transforma nuestro camino de cada día y abre un futuro cualitativamente diferente y nuevo para toda la humanidad. Por ello, san Pablo no sólo vincula de manera inseparable la resurrección de los cristianos a la de Jesús (cf. 1Co 15,16 1Co 15,20), sino que señala también cómo se debe vivir el misterio pascual en la cotidianidad de nuestra vida.

En la carta a los Colosenses, san Pablo dice: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (3, 1-2). A primera vista, al leer este texto, podría parecer que el Apóstol quiere favorecer el desprecio de la realidad terrena, es decir, invitando a olvidarse de este mundo de sufrimiento, de injusticias, de pecados, para vivir anticipadamente en un paraíso celestial. En este caso, el pensamiento del «cielo» sería una especie de alienación. Pero, para captar el sentido verdadero de estas afirmaciones paulinas, basta no separarlas de su contexto. El Apóstol precisa muy bien lo que entiende por «los bienes de allá arriba», que el cristiano debe buscar, y «los bienes de la tierra», de los cuales debe cuidarse. Los «bienes de la tierra» que es necesario evitar son ante todo: «Dad muerte —escribe san Pablo— a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría» (3, 5-6). Dar muerte en nosotros al deseo insaciable de bienes materiales, al egoísmo, raíz de todo pecado. Por tanto, cuando el Apóstol invita a los cristianos a desprenderse con decisión de los «bienes de la tierra», claramente quiere dar a entender que eso pertenece al «hombre viejo» del cual el cristiano debe despojarse, para revestirse de Cristo.

Del mismo modo que explicó claramente cuáles son los bienes en los que no hay que fijar el propio corazón, con la misma claridad san Pablo nos señala cuáles son los «bienes de arriba», que el cristiano debe buscar y gustar. Atañen a lo que pertenece al «hombre nuevo», que se ha revestido de Cristo una vez para siempre en el Bautismo, pero que siempre necesita renovarse «a imagen de su Creador» (Col 3,10). El Apóstol de los gentiles describe así esos «bienes de arriba»: «Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro (...). Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta» (Col 3,12-14). Así pues, san Pablo está muy lejos de invitar a los cristianos, a cada uno de nosotros, a evadirse del mundo en el que Dios nos ha puesto. Es verdad que somos ciudadanos de otra «ciudad», donde está nuestra verdadera patria, pero el camino hacia esta meta debemos recorrerlo cada día en esta tierra. Participando desde ahora en la vida de Cristo resucitado debemos vivir como hombres nuevos en este mundo, en el corazón de la ciudad terrena.

Este es el camino no sólo para transformarnos a nosotros mismos, sino también para transformar el mundo, para dar a la ciudad terrena un rostro nuevo que favorezca el desarrollo del hombre y de la sociedad según la lógica de la solidaridad, de la bondad, con un respeto profundo de la dignidad propia de cada uno. El Apóstol nos recuerda cuáles son las virtudes que deben acompañar a la vida cristiana; en la cumbre está la caridad, con la cual todas las demás están relacionadas encontrando en ella su fuente y fundamento. La caridad resume y compendia «los bienes del cielo»: la caridad que, con la fe y la esperanza, representa la gran regla de vida del cristiano y define su naturaleza profunda.

La Pascua, por tanto, nos trae la novedad de un cambio profundo y total de una vida sujeta a la esclavitud del pecado a una vida de libertad, animada por el amor, fuerza que derriba toda barrera y construye una nueva armonía en el propio corazón y en la relación con los demás y con las cosas. Todo cristiano, así como toda comunidad, si vive la experiencia de este paso a la resurrección, no puede menos de ser fermento nuevo en el mundo, entregándose sin reservas en favor de las causas más urgentes y más justas, como demuestran los testimonios de los santos de todas las épocas y todos los lugares. Son numerosas también las expectativas de nuestro tiempo: nosotros, los cristianos, creyendo firmemente que la resurrección de Cristo ha renovado al hombre sin sacarlo del mundo donde construye su historia, debemos ser los testigos luminosos de esta vida nueva que la Pascua ha traído. La Pascua es un don que se ha de acoger cada vez más profundamente en la fe, para poder actuar en cada situación, con la gracia de Cristo, según la lógica de Dios, la lógica del amor. La luz de la resurrección de Cristo debe penetrar nuestro mundo, debe llegar como mensaje de verdad y de vida a todos los hombres a través de nuestro testimonio de todos los días.

Queridos amigos: ¡Sí, Cristo ha resucitado verdaderamente! No podemos retener sólo para nosotros la vida y la alegría que él nos ha donado en su Pascua, sino que debemos donarla a cuantos están cerca de nosotros. Esta es nuestra tarea y nuestra misión: hacer resucitar en el corazón del prójimo la esperanza donde hay desesperación, la alegría donde hay tristeza, la vida donde hay muerte. Testimoniar cada día la alegría del Señor resucitado significa vivir siempre en «forma pascual» y hacer resonar el gozoso anuncio de que Cristo no es una idea o un recuerdo del pasado, sino una Persona que vive con nosotros, para nosotros y en nosotros; y con él, para él y en él podemos hacer nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5).



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes y alumnos del Seminario Conciliar de Barcelona, así como a los grupos provenientes de España, Guinea Ecuatorial, Perú, México, Argentina y otros países Latinoamericanos. Les animo a que con el testimonio cotidiano de vida irradien la luz de la resurrección de Cristo, que penetra el mundo, y se hace mensaje de verdad y amor para todos los hombres. Muchas gracias.




Plaza de San Pedro

Miércoles 4 de mayo de 2011 - El hombre en oración

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Después de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oración, de modo específico de la cristiana, es decir, la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue enseñándonos. De hecho, es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (
Lc 11,1).

En las próximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una «escuela de oración». En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.

En esta primera catequesis, como introducción, quiero proponer algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.

Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: «Mi corazón desea verte... Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado» (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, París 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30). «Que yo te vea»: aquí está el núcleo de la oración.

En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no carecía de esperanza de rescate y liberación por parte de Dios. Así podemos apreciar esta súplica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice así: «Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa más grave, absuelve mi pecado... Mira, Señor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre él: perdónalo sin dilación. Aligera tu castigo severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, líbrame de las ataduras» (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, París 1976, trad. it. en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Estas expresiones demuestran que el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y de bondad divina.

En el seno de la religión pagana de la antigua Grecia se produce una evolución muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones más desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relación con Dios y ser mejor. Por ejemplo, el gran filósofo Platón refiere una oración de su maestro, Sócrates, considerado con razón uno de los fundadores del pensamiento occidental. Sócrates rezaba así: «Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que sólo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido más» (Opere I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero.

En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de ellas reza así: «Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas —ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres—, a ti dirijo mis súplicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos» (Eurípides, Las Troyanas, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 54). Dios permanece un poco oculto, y aún así el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.

También entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que nació y se difundió en gran parte el cristianismo de los orígenes, la oración, aun asociada a una concepción utilitarista y fundamentalmente vinculada a la petición de protección divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y acción de gracias. Lo atestigua un autor del África romana del siglo ii después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de los contemporáneos respecto a la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: «Tú sí eres santa; tú eres en todo tiempo salvadora de la especie humana; tú, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; tú ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios» (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).

En ese mismo tiempo, el emperador Marco Aurelio —que también era filósofo pensador de la condición humana— afirma la necesidad de rezar para entablar una cooperación provechosa entre acción divina y acción humana. En su obra Recuerdos escribe: «¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayudan incluso en lo que depende de nosotros? Comienza, por tanto, a rezarles y verás» (Dictionnaire de spiritualitè XII/2, Col 2213). Este consejo del emperador filósofo fue puesto en práctica efectivamente por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando así que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, queda privada de sentido y de referencia. De hecho, en toda oración se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta debilidad e indigencia, y por eso pide ayuda al cielo, y por otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque, preparándose a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.

Queridos amigos, en estos ejemplos de oraciones de las diversas épocas y civilizaciones se constata la conciencia que tiene el ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y desalentador si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su designio sobre el mundo. La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de modo espontáneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocación que desde la tierra espera una palabra del cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Constantinopla, da voz a esta espera, diciendo: «Inconoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. De ti vienen nuestros males y nuestros bienes. De ti dependen todos nuestros anhelos, oh Inefable, a quien nuestras almas sienten presente, elevando a ti un himno de silencio» (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).

En los ejemplos de oración de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.

Al inicio de nuestro camino «en la escuela de la oración», pidamos pues al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con él en la oración sea cada vez más intensa, afectuosa y constante. Digámosle una vez más: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los formadores y alumnos del Seminario Menor de la Asunción de Santiago de Compostela y a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que experimentando el anhelo de Dios que está en el interior del hombre, pidáis al Señor que ilumine vuestros corazones para que vuestra relación con Él en la oración sea cada vez más intensa. Muchas gracias.




Plaza de San Pedro

Miércoles 11 de mayo de 2011 - El hombre en oración (2)


Audiencias 2005-2013 20041