Audiencias 2005-2013 10611

Miércoles 1 de junio de 2011 - El hombre en oración (5) La intercesión de Moisés por su pueblo

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(
Ex 32,7-14)

Queridos hermanos y hermanas:

Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y caudillo del tiempo del Éxodo, desempeñó su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diría sobre todo, orando. Reza por el faraón cuando Dios, con las plagas, trataba de convertir el corazón de los egipcios (cf. Ex 8–10); pide al Señor la curación de su hermana María enferma de lepra (cf. Nm NM 12,9-13); intercede por el pueblo que se había rebelado, asustado por el relato de los exploradores (cf. Nm NM 14,1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el campamento (cf. Nm NM 11,1-2) y cuando serpientes venenosas hacían estragos (cf. Nm NM 21,4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando su misión se había vuelto demasiado pesada (cf. Nm NM 11,10-15); ve a Dios y habla con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (cf. Ex 24,9-17 Ex 33,7-23 Ex 34,1-10 Ex 34,28-35).

También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón que haga el becerro de oro, Moisés ora, explicando de modo emblemático su función de intercesor. El episodio se narra en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el capítulo 9 del Deuteronomio. En la catequesis de hoy quiero reflexionar sobre este episodio y, en particular, sobre la oración de Moisés que encontramos en el relato del Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba al pie del Sinaí mientras Moisés, en el monte, esperaba el don de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cf. Ex 24,18 Dt 9,9). El número cuarenta tiene valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, que es él quien la sostiene. El hecho de comer, en efecto, implica tomar el alimento que nos sostiene; por eso, en este caso ayunar, renunciando al alimento, adquiere un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cf. Dt 8,3). Ayunando, Moisés muestra que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y alimenta el corazón del hombre, haciéndolo entrar en una alianza con el Altísimo, que es fuente de la vida, es la vida misma.

Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado» (Ex 32,1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sinaí muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Ps 106,20). Por eso, el Señor reacciona y ordena a Moisés que baje del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: «Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo» (Ex 32,10). Como hizo a Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés lo que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento (cf. Am Am 3,7). Dice: «Deja que mi ira se encienda contra ellos». En realidad, ese «deja que mi ira se encienda contra ellos» se dice precisamente para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios siempre es la salvación. Como en el caso de las dos ciudades del tiempo de Abraham, el castigo y la destrucción, en los que se manifiesta la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo transforme. Así, la oración de intercesión hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.

La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia del Señor. Se refiere ante todo a la historia de redención que Dios comenzó con la salida de Israel de Egipto, y prosigue recordando la antigua promesa dada a los Padres. El Señor realizó la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia. ¿Por qué entonces —pregunta Moisés— «han de decir los egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra”?» (Ex 32,12). La obra de salvación comenzada debe ser llevada a término; si Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría interpretarse como el signo de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida; es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del pecado que mata. Así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Entonces —argumenta Moisés con el Señor—, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, él podría parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés hizo experiencia concreta del Dios de salvación, fue enviado como mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por el destino de su pueblo, y al mismo tiempo preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.

Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas: «Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre”» (Ex 32,13). Moisés recuerda la historia fundadora de los orígenes, recuerda a los Padres del pueblo y su elección, totalmente gratuita, en la que únicamente Dios tuvo la iniciativa. No por sus méritos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor (cf. Dt 10,15). Y ahora, Moisés pide al Señor que continúe con fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de volver a él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de fidelidad. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. El intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso únicamente de la salvación que Dios mismo desea, renuncia a la perspectiva de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Señor. La frase que Dios le había dirigido, «Y de ti haré un gran pueblo», ni siquiera es tomada en cuenta por el «amigo» de Dios, que en cambio está dispuesto a asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la salvación para Israel, dirá al Señor: «Ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro que has escrito» (v. 32). Con la oración, deseando lo que es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que llega hasta el don total de sí. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo —«o me borras»—, los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece —«o me borras»—, sino que con el corazón traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san Pablo mismo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a nosotros; su intercesión no sólo es solidaridad, sino identificación con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que transforma y renueva.

Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí. Su oración en la cruz es contemporánea de todos los hombres, es contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con él, un cuerpo con él, identificados con él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con él. Pidamos al Señor que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación, es transformación.

Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, (…) ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,33-35 Rm 8,38 Rm 8,39).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los de la parroquia de San Juan Evangelista, de Madrid, así como a los demás grupos provenientes de España, Argentina, Ecuador, México y otros países latinoamericanos. Que el Señor nos ayude a comprender en la oración su designio gratuito de salvación, que ha llegado a su culminación en el don de su Hijo, Jesucristo, para que siguiendo su ejemplo demos la vida por los demás, sin esperar nada a cambio. Muchas gracias.

(En polaco)

«Saludo cordialmente a los polacos aquí presentes. Al saludaros me dirijo de modo particular a los jóvenes que el sábado próximo se reunirán en Lednica. Queridos hermanos, daréis gracias a Dios por la vida y por la beatificación de Juan Pablo II, padre, guía, sacerdote y amigo de los jóvenes. Él construyó la casa sobre la roca que es Cristo. Siguió la voz del Evangelio. Perseveró en la oración y en la adoración de la Eucaristía. Tenía el corazón abierto a todos los hombres. Sufrió con Cristo. Fue un peregrino extraordinario en la fe. Que os impulse el lema del encuentro: «Juan Pablo II. Lo que cuenta es la santidad». De corazón os bendigo en vuestro camino hacia la santidad».



Plaza de San Pedro

Miércoles 8 de junio de 2011 - Viaje apostólico a Croacia

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablaros de la visita pastoral a Croacia que realicé el sábado y el domingo pasados. Un viaje apostólico breve, que se desarrolló íntegramente en la capital Zagreb, pero a la vez rico en encuentros y sobre todo en un intenso espíritu de fe, pues los croatas son un pueblo profundamente católico. Renuevo mi más vivo agradecimiento al cardenal Bozanic, arzobispo de Zagreb, a monseñor Srakic, presidente de la Conferencia episcopal, y a los demás obispos de Croacia, así como al presidente de la República, por la cordial acogida que me brindaron. Mi reconocimiento va a todas las autoridades civiles y a todos los que colaboraron de distintas formas en este acontecimiento, especialmente a las personas que ofrecieron por esta intención oraciones y sacrificios.

«Juntos en Cristo», este fue el lema de mi visita, que expresa ante todo la experiencia de encontrarse todos unidos en el nombre de Cristo, la experiencia de ser Iglesia, manifestada en el reunirse del pueblo de Dios alrededor del Sucesor de Pedro. Pero «Juntos en Cristo», tenía, en este caso, una referencia particular a la familia: de hecho, el motivo principal de mi visita era la i Jornada nacional de las familias católicas croatas, que culminó en la concelebración eucarística del domingo por la mañana, en la que participó, en el área del hipódromo de Zagreb, una gran multitud de fieles. Para mí fue muy importante confirmar en la fe sobre todo a las familias, que el concilio Vaticano II llamó «iglesias domésticas» (cf. Lumen gentium
LG 11). El beato Juan Pablo II, que visitó tres veces Croacia, dio gran relieve al papel de la familia en la Iglesia; así, con este viaje, he querido dar continuidad a este aspecto de su magisterio. En la Europa de hoy, las naciones de sólida tradición cristiana tienen una especial responsabilidad en la defensa y promoción del valor de la familia fundada en el matrimonio, que por lo demás, es decisiva tanto en el ámbito educativo como en el social. Este mensaje tenía, por tanto, una particular relevancia para Croacia, que, con su rico patrimonio espiritual, ético y cultural, se prepara para entrar en la Unión Europea.

La santa misa se celebró en el peculiar clima espiritual de la novena de Pentecostés. Como en un gran «cenáculo» al aire libre, las familias croatas se reunieron en oración, invocando juntos el don del Espíritu Santo. Esto me permitió destacar el don y el compromiso de la comunión en la Iglesia, así como la oportunidad de animar a los cónyuges en su misión. En nuestros días, mientras por desgracia se constata la multiplicación de las separaciones y de los divorcios, la fidelidad de los cónyuges se ha convertido por sí misma en un testimonio significativo del amor de Cristo, que permite vivir el matrimonio por lo que es, es decir, la unión de un hombre y de una mujer que, con la gracia de Cristo, se aman, y se ayudan durante toda la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad. La primera educación en la fe consiste precisamente en el testimonio de esta fidelidad al pacto conyugal; de ella los hijos aprenden sin palabras que Dios es amor fiel, paciente, respetuoso y generoso. La fe en el Dios que es Amor se transmite ante todo con el testimonio de fidelidad al amor conyugal, que se traduce naturalmente en amor a los hijos, fruto de esta unión. Pero esta fidelidad no es posible sin la gracia de Dios, sin el apoyo de la fe y del Espíritu Santo. Por eso la Virgen María no cesa de interceder ante su Hijo, para que —como en las bodas de Caná— renueve continuamente a los cónyuges el don del «vino bueno», es decir, de su Gracia, que permite vivir en «una sola carne» en las distintas edades y situaciones de la vida.

En este contexto de gran atención a la familia, se insertó muy bien la Vigilia con los jóvenes, que tuvo lugar la noche del sábado en la plaza Jelacic, corazón de la ciudad de Zagreb. Allí me encontré con la nueva generación croata y percibí toda la fuerza de su fe joven, animada por un gran impulso hacia la vida y su significado, hacia el bien, hacia la libertad, es decir, hacia Dios. Fue muy bello y conmovedor escuchar a estos jóvenes cantar con alegría y entusiasmo, y después, en el momento de escuchar y de orar, recogerse en profundo silencio. Les repetí la pregunta que Jesús hizo a sus primeros discípulos: «¿Qué buscáis?» (Jn 1,38), pero les dije que Dios los busca a ellos primero y más de lo que ellos lo buscan a él. Esta es la alegría de la fe: descubrir que Dios nos ama primero. Es un descubrimiento que nos mantiene siempre discípulos y, por tanto, siempre jóvenes en espíritu. Este misterio, durante la Vigilia, se vivió en la oración de adoración eucarística: en el silencio, en nuestro estar «juntos en Cristo», encontró su plenitud. Así mi invitación a seguir a Jesús fue un eco de la Palabra que él mismo dirigía al corazón de los jóvenes.

Otro momento que podemos definir de «cenáculo» fue la celebración de las Vísperas en la catedral, con los obispos, los sacerdotes, los religiosos y los jóvenes que se están formando en los seminarios y en los noviciados. También aquí experimentamos de manera especial nuestro ser «familia» como comunidad eclesial. En la catedral de Zagreb se encuentra la monumental tumba del beato cardenal Alojzije Stepinac, obispo y mártir. En nombre de Cristo se opuso con valentía primero a los atropellos del nazismo y del fascismo y, después, a los del régimen comunista. Fue detenido y confinado en su pueblo natal. Creado cardenal por el Papa Pío XII, murió en 1960 a causa de una enfermedad contraída en la cárcel. A la luz de su testimonio, animé a los obispos y a los presbíteros en su ministerio, exhortándolos a la comunión y al celo apostólico; volví a proponer a los consagrados la belleza y la radicalidad de su forma de vida; invité a los seminaristas, a los novicios y las novicias, a seguir con alegría a Cristo que los ha llamado por su nombre. Este momento de oración, enriquecido con la presencia de tantos hermanos y hermanas que han dedicado su vida al Señor, fue para mí de gran consuelo, y rezo para que las familias croatas sean siempre tierra fértil para el nacimiento de numerosas y santas vocaciones al servicio del reino de Dios.

Muy significativo fue también el encuentro con exponentes de la sociedad civil, del mundo político, académico, cultural y empresarial, con el Cuerpo diplomático y con los líderes religiosos, reunidos en el teatro Nacional de Zagreb. En ese contexto tuve la gran alegría de rendir homenaje a la gran tradición cultural croata, inseparable de su historia de fe y de la presencia viva de la Iglesia, promotora, a lo largo de los siglos, de múltiples instituciones y sobre todo formadora de ilustres investigadores de la verdad y del bien común. Entre estos recordé en particular al padre jesuita Ruder Boškovic, gran científico de cuyo nacimiento este año se cumple el tercer centenario. Una vez más fue evidente para todos nosotros la más profunda vocación de Europa, que es la de custodiar y renovar un humanismo que tiene raíces cristianas y que se puede definir «católico», es decir universal e integral. Un humanismo que pone en el centro la conciencia del hombre, su apertura trascendente y al mismo tiempo su realidad histórica, capaz de inspirar proyectos políticos diversos pero que convergen en la construcción de una democracia sustancial, fundada en los valores éticos arraigados en la misma naturaleza humana. Mirar a Europa desde el punto de vista de una nación de antigua y sólida tradición cristiana, que es parte integrante de la civilización europea, mientras se prepara para entrar en la Unión política, ha hecho sentir nuevamente la urgencia del desafío que interpela hoy a todos los pueblos de este continente: el de no tener miedo de Dios, del Dios de Jesucristo, que es Amor y Verdad, y que no quita nada a la libertad, sino que la restituye a sí misma y le da el horizonte de una esperanza fiable.

Queridos amigos, cada vez que el Sucesor de Pedro realiza un viaje apostólico, todo el cuerpo eclesial participa, de algún modo, del dinamismo de comunión y de misión propio de su ministerio. Expreso mi agradecimiento a todos los que me han acompañado y apoyado con la oración, obteniendo que mi visita pastoral se desarrollase óptimamente. Ahora, mientras damos gracias al Señor por este gran don, le pedimos, por intercesión de la Virgen María, Reina de los croatas, que cuanto haya podido sembrar dé fruto abundante para las familias croatas, para toda la nación y para toda Europa.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de España, Puerto Rico, Costa Rica, México, Perú, Argentina y otros países Latinoamericanos. Os invito a dar gracias al Señor por esta visita apostólica a Croacia, y a rogar, por intercesión de Santa María Virgen, que cuanto he podido sembrar en estos días genere frutos abundantes para las familias croatas, para esa noble Nación y para toda Europa. Muchas gracias.



Plaza de San Pedro

Miércoles 15 de junio de 2011 - El hombre en oración (6) Confrontación entre profetas y oraciones

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(
1R 18,20-40



Queridos hermanos y hermanas:

En la historia religiosa del antiguo Israel tuvieron gran relevancia los profetas con su enseñanza y su predicación. Entre ellos surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo a la conversión. Su nombre significa «el Señor es mi Dios» y en consonancia con este nombre se desarrolla su vida, consagrada totalmente a suscitar en el pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios. De Elías el Sirácida dice: «Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha» (Si 48,1). Con esta llama Israel vuelve a encontrar su camino hacia Dios. En su ministerio Elías reza: invoca al Señor para que devuelva a la vida al hijo de una viuda que lo había hospedado (cf. 1R 17,17-24), grita a Dios su cansancio y su angustia mientras huye por el desierto, buscado a muerte por la reina Jezabel (cf. 1R 19,1-4), pero es sobre todo en el monte Carmelo donde se muestra en todo su poder de intercesor cuando, ante todo Israel, reza al Señor para que se manifieste y convierta el corazón del pueblo. Es el episodio narrado en el capítulo 18 del Primer Libro de los Reyes, en el que hoy nos detenemos.

Nos encontramos en el reino del Norte, en el siglo IX antes de Cristo, en tiempos del rey Ajab, en un momento en que en Israel se había creado una situación de abierto sincretismo. Junto al Señor, el pueblo adoraba a Baal, el ídolo tranquilizador del que se creía que venía el don de la lluvia, y al que por ello se atribuía el poder de dar fertilidad a los campos y vida a los hombres y al ganado. Aun pretendiendo seguir al Señor, Dios invisible y misterioso, el pueblo buscaba seguridad también en un dios comprensible y previsible, del que creía poder obtener fecundidad y prosperidad a cambio de sacrificios. Israel estaba cediendo a la seducción de la idolatría, la continua tentación del creyente, creyendo poder «servir a dos señores» (cf. Mt 6,24 Lc 16,13), y facilitar los caminos inaccesibles de la fe en el Omnipotente poniendo su confianza también en un dios impotente hecho por los hombres.

Precisamente para desenmascarar la necedad engañosa de esta actitud, Elías hace que se reúna el pueblo de Israel en el monte Carmelo y lo pone ante la necesidad de hacer una elección: «Si el Señor es Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal» (1R 18,21). Y el profeta, portador del amor de Dios, no deja sola a su gente ante esta elección, sino que la ayuda indicando el signo que revelará la verdad: tanto él como los profetas de Baal prepararán un sacrificio y rezarán, y el verdadero Dios se manifestará respondiendo con el fuego que consumirá la ofrenda. Comienza así la confrontación entre el profeta Elías y los seguidores de Baal, que en realidad es entre el Señor de Israel, Dios de salvación y de vida, y el ídolo mudo y sin consistencia, que no puede hacer nada, ni para bien ni para mal (cf. Jr Jr 10,5). Y comienza también la confrontación entre dos formas completamente distintas de dirigirse a Dios y de orar.

Los profetas de Baal, de hecho, gritan, se agitan, bailan saltando, entran en un estado de exaltación llegando a hacerse incisiones en el cuerpo, «con cuchillos y lancetas hasta chorrear sangre por sus cuerpos» (1R 18,28). Recurren a sí mismos para interpelar a su dios, confiando en sus propias capacidades para provocar su respuesta. Se revela así la realidad engañosa del ídolo: está pensado por el hombre como algo de lo que se puede disponer, que se puede gestionar con las propias fuerzas, al que se puede acceder a partir de sí mismos y de la propia fuerza vital. La adoración del ídolo, en lugar de abrir el corazón humano a la Alteridad, a una relación liberadora que permita salir del espacio estrecho del propio egoísmo para acceder a dimensiones de amor y de don mutuo, encierra a la persona en el círculo exclusivo y desesperante de la búsqueda de sí misma. Y es tal el engaño que, adorando al ídolo, el hombre se ve obligado a acciones extremas, en el tentativo ilusorio de someterlo a su propia voluntad. Por ello los profetas de Baal llegan incluso a hacerse daño, a infligirse heridas en el cuerpo, en un gesto dramáticamente irónico: para obtener una respuesta, un signo de vida de su dios, se cubren de sangre, recubriéndose simbólicamente de muerte.

Muy distinta es la actitud de oración de Elías. Él pide al pueblo que se acerque, implicándolo así en su acción y en su súplica. El objetivo del desafío que lanza él a los profetas de Baal era volver a llevar a Dios al pueblo que se había extraviado siguiendo a los ídolos; por eso quiere que Israel se una a él, siendo partícipe y protagonista de su oración y de cuanto está sucediendo. Después el profeta erige un altar, utilizando, como reza el texto, «doce piedras, según el número de tribus de los hijos de Jacob, al que se había dirigido esta palabra del Señor: “Tu nombre será Israel”» (v. 31). Esas piedras representan a todo Israel y son la memoria tangible de la historia de elección, de predilección y de salvación de la que el pueblo ha sido objeto. El gesto litúrgico de Elías tiene un alcance decisivo; el altar es lugar sagrado que indica la presencia del Señor, pero esas piedras que lo componen representan al pueblo, que ahora, por mediación del profeta, está puesto simbólicamente ante Dios, se convierte en «altar», lugar de ofrenda y de sacrificio.

Pero es necesario que el símbolo se convierta en realidad, que Israel reconozca al verdadero Dios y vuelva a encontrar su identidad de pueblo del Señor. Por ello Elías pide a Dios que se manifieste, y esas doce piedras que debían recordar a Israel su verdad sirven también para recordar al Señor su fidelidad, a la que el profeta apela en la oración. Las palabras de su invocación son densas en significado y en fe: «Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios en Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya he obrado todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios y que has convertido sus corazones» (vv. 36-37; cf. Gn 32,36-37). Elías se dirige al Señor llamándolo Dios de los padres, haciendo así memoria implícita de las promesas divinas y de la historia de elección y de alianza que unió indisolublemente al Señor con su pueblo. La implicación de Dios en la historia de los hombres es tal que su Nombre ya está inseparablemente unido al de los patriarcas, y el profeta pronuncia ese Nombre santo para que Dios recuerde y se muestre fiel, pero también para que Israel se sienta llamado por su nombre y vuelva a encontrar su fidelidad. El título divino pronunciado por Elías resulta de hecho un poco sorprendente. En lugar de usar la fórmula habitual, «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», utiliza un apelativo menos común: «Dios de Abraham, de Isaac y de Israel». La sustitución del nombre «Jacob» con «Israel» evoca la lucha de Jacob en el vado de Yaboc con el cambio de nombre al que el narrador hace una referencia explícita (cf. Gn 32,29) y del que hablé en una de las catequesis pasadas. Esta sustitución adquiere un significado denso dentro de la invocación de Elías. El profeta está rezando por el pueblo del reino del Norte, que se llamaba precisamente Israel, distinto de Judá, que indicaba el reino del Sur. Y ahora este pueblo, que parece haber olvidado su propio origen y su propia relación privilegiada con el Señor, oye que lo llaman por su nombre mientras se pronuncia el Nombre de Dios, Dios del Patriarca y Dios del pueblo: «Señor, Dios (...) de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios en Israel» (1R 18,36).

El pueblo por el que reza Elías es puesto ante su propia verdad, y el profeta pide que también la verdad del Señor se manifieste y que él intervenga para convertir a Israel, apartándolo del engaño de la idolatría y llevándolo así a la salvación. Su petición es que el pueblo finalmente sepa, conozca en plenitud quién es verdaderamente su Dios, y haga la elección decisiva de seguirlo sólo a él, el verdadero Dios. Porque sólo así Dios es reconocido por lo que es, Absoluto y Trascendente, sin la posibilidad de ponerlo junto a otros dioses, que lo negarían como absoluto, relativizándolo. Esta es la fe que hace de Israel el pueblo de Dios; es la fe proclamada en el conocido texto del Shemá Israel: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5). Al absoluto de Dios el creyente debe responder con un amor absoluto, total, que comprometa toda su vida, sus fuerzas, su corazón. Y precisamente para el corazón de su pueblo el profeta con su oración está implorando conversión: «Que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios, y que has convertido sus corazones» (1R 18,37). Elías, con su intercesión, pide a Dios lo que Dios mismo desea hacer, manifestarse en toda su misericordia, fiel a su propia realidad de Señor de la vida que perdona, convierte, transforma.

Y esto es lo que sucede: «Cayó el fuego del Señor, que devoró el holocausto y la leña, las piedras y la ceniza, secando el agua de las zanjas. Todo el pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra, exclamando: “¡El Señor es Dios. El Señor es Dios!”» (vv. 38-39). El fuego, este elemento a la vez necesario y terrible, vinculado a las manifestaciones divinas de la zarza ardiente y del Sinaí, ahora sirve para mostrar el amor de Dios que responde a la oración y se revela a su pueblo. Baal, el dios mudo e impotente, no había respondido a las invocaciones de sus profetas; el Señor en cambio responde, y de forma inequívoca, no sólo quemando el holocausto, sino incluso secando toda el agua que había sido derramada en torno al altar. Israel ya no puede tener dudas; la misericordia divina ha salido al encuentro de su debilidad, de sus dudas, de su falta de fe. Ahora Baal, el ídolo vano, está vencido, y el pueblo, que parecía perdido, ha vuelto a encontrar el camino de la verdad y se ha reencontrado a sí mismo.

Queridos hermanos y hermanas, ¿qué nos dice a nosotros esta historia del pasado? ¿Cuál es el presente de esta historia? Ante todo está en cuestión la prioridad del primer mandamiento: adorar sólo a Dios. Donde Dios desaparece, el hombre cae en la esclavitud de idolatrías, como han mostrado, en nuestro tiempo, los regímenes totalitarios, y como muestran también diversas formas de nihilismo, que hacen al hombre dependiente de ídolos, de idolatrías; lo esclavizan. Segundo. El objetivo primario de la oración es la conversión: el fuego de Dios que transforma nuestro corazón y nos hace capaces de ver a Dios y así de vivir según Dios y de vivir para el otro. Y el tercer punto. Los Padres nos dicen que también esta historia de un profeta es profética, si —dicen— es sombra del futuro, del futuro Cristo; es un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de sí. La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a los hombres, la verdadera adoración es el amor. Y la verdadera adoración de Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Ciertamente, el fuego de Dios, el fuego del amor quema, transforma, purifica, pero precisamente así no destruye, sino que crea la verdad de nuestro ser, recrea nuestro corazón. Y así realmente vivos por la gracia del fuego del Espíritu Santo, del amor de Dios, somos adoradores en espíritu y en verdad. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a pedir al Señor que nos haga capaces de ser auténticos mediadores ante nuestros hermanos, y así indicar el camino de la fe del único Dios, que quiere revelarse a todos los hombres para convertirlos y llevarlos a la salvación. Muchas gracias.





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