Audiencias 2005-2013 23111

Miércoles 23 de noviembre de 2011 - Viaje Apostólico a Benin

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Queridos hermanos y hermanas:

Siguen todavía vivas en mí las impresiones suscitadas por el reciente viaje apostólico a Benín, sobre el cual quiero detenerme hoy. Brota espontánea de mi alma la acción de gracias al Señor: en su providencia, él quiso que volviera a África por segunda vez como sucesor de Pedro, con ocasión del 150° aniversario del comienzo de la evangelización de Benín y para firmar y entregar oficialmente a las comunidades eclesiales africanas la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus. En este importante documento, después de haber reflexionado sobre los análisis y las propuestas realizadas por la ii Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, que tuvo lugar en el Vaticano en octubre de 2009, quise ofrecer algunas líneas para la acción pastoral en el gran continente africano. Al mismo tiempo, quise rendir homenaje y rezar ante la tumba de un hijo ilustre de Benín y de África, y gran hombre de Iglesia, el inolvidable cardenal Bernardin Gantin, cuya venerada memoria está más viva que nunca en su país, que lo considera un Padre de la patria, y en todo el continente.

Hoy quiero repetir mi más vivo agradecimiento a todos aquellos que han contribuido en la realización de mi peregrinación. Ante todo estoy muy agradecido al señor presidente de la República, que con gran cortesía me brindó su cordial saludo y el de todo el país; al arzobispo de Cotonú y a los demás venerados hermanos en el episcopado, que me acogieron con afecto. Doy las gracias, además, a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los diáconos, los catequistas y los innumerables hermanos y hermanas, que con tanta fe y afecto me han acompañado durante estos días de gracia. Hemos vivido juntos una conmovedora experiencia de fe y de encuentro renovado con Jesucristo vivo, en el contexto del 150° aniversario de la evangelización de Benín.

Deposité los frutos de la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos a los pies de la Virgen santísima, venerada en Benín especialmente en la basílica de la Inmaculada Concepción de Ouidah. Siguiendo el modelo de María, la Iglesia en África acogió la Buena Noticia del Evangelio, generando muchos pueblos a la fe. Ahora las comunidades cristianas de África —como ponen de relieve sea el tema del Sínodo sea el lema de mi viaje apostólico— están llamadas a renovarse en la fe para ponerse cada vez más al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. Están invitadas a reconciliarse en su interior para convertirse en instrumentos gozosos de la misericordia divina, aportando cada una sus propias riquezas espirituales y materiales al compromiso común.

Este espíritu de reconciliación es indispensable, naturalmente, también en el plano civil y necesita una apertura a la esperanza que debe animar también la vida sociopolítica y económica del continente, como señalé en el encuentro con las instituciones políticas, el Cuerpo diplomático y los representantes de las religiones. En esa circunstancia quise poner el acento precisamente en la esperanza que debe animar el camino del continente, destacando el ardiente deseo de libertad y de justicia que, especialmente en estos últimos meses, anima el corazón de numerosos pueblos africanos. Subrayé luego la necesidad de construir una sociedad donde las relaciones entre etnias y religiones diversas se caractericen por el diálogo y la armonía. Invité a todos a ser auténticos sembradores de esperanza en cada realidad y en cada ambiente.

Los cristianos son de por sí hombres de esperanza, que no pueden desentenderse de sus hermanos y hermanas: recordé también esta verdad a la inmensa multitud reunida para la celebración eucarística dominical en el estadio de la Amistad de Cotonú. Esta misa del domingo fue un momento extraordinario de oración y de fiesta, en el que participaron miles de fieles de Benín y de otros países africanos, desde los de edad avanzada hasta los más jóvenes: un testimonio maravilloso sobre cómo la fe logra unir a las generaciones y sabe responder a los desafíos de cada etapa de la vida.

Durante esta conmovedora y solemne celebración, entregué a los presidentes de las Conferencias episcopales de África la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus —que firmé el día anterior en Ouidah— destinada a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y laicos de todo el continente africano. Confiándoles los frutos de la ii Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, les pedí que los mediten atentamente y los vivan en plenitud, para responder eficazmente a la comprometedora misión evangelizadora del tercer milenio de la Iglesia peregrina en África. En este importante texto todo fiel encontrará las líneas fundamentales que guiarán y animarán el camino de la Iglesia en África, llamada a ser cada vez más la «sal de la tierra» y la «luz del mundo» (cf.
Mt 5,13-14).

A todos dirigí la llamada a ser constructores incansables de comunión, de paz y de solidaridad, para cooperar de este modo a la realización del plan de salvación de Dios para la humanidad. Los africanos respondieron con su entusiasmo a la invitación del Papa, y en sus rostros, en su fe ardiente, en su adhesión convencida al Evangelio de la vida vi una vez más signos consoladores de esperanza para el gran continente africano.

Percibí personalmente estos signos también en el encuentro con los niños y con el mundo del sufrimiento. En la iglesia parroquial de Santa Rita experimenté verdaderamente el gozo de vivir, la alegría y el entusiasmo de las nuevas generaciones que constituyen el futuro de África. Al grupo alegre de los niños, uno de los numerosos recursos y riquezas del continente, señalé la figura de san Kizito, un muchacho ugandés, asesinado porque quería vivir según el Evangelio, y exhorté a cada uno a testimoniar a Jesús a sus propios coetáneos. La visita al Hogar «Paz y Alegría», gestionado por las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa, me hizo vivir un momento de gran emoción al encontrarme con niños abandonados y enfermos, y me permitió ver concretamente cómo el amor y la solidaridad saben hacer presente en la debilidad la fuerza y el amor de Cristo resucitado.

La alegría y el ardor apostólico que constaté entre los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los seminaristas y los laicos, reunidos en gran número, constituye un signo de segura esperanza para el futuro de la Iglesia en Benín. Exhorté a todos a una fe auténtica y viva, a una existencia cristiana caracterizada por la práctica de las virtudes; y alenté a cada uno a vivir su respectiva misión en la Iglesia con fidelidad a las enseñanzas del Magisterio, en comunión entre ellos y con los Pastores, indicando especialmente a los sacerdotes el camino de la santidad, conscientes de que el ministerio no es una simple función social, sino que consiste en llevar a Dios al hombre y el hombre a Dios.

Momento intenso de comunión fue el encuentro con el episcopado de Benín, para reflexionar en especial sobre el origen del anuncio evangélico en su país, por obra de misioneros que han entregado su vida con generosidad, a veces de modo heroico, con el fin de que el amor de Dios fuera anunciado a todos. A los obispos dirigí la invitación a poner en marcha iniciativas pastorales oportunas para suscitar en las familias, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos eclesiales un constante redescubrimiento de la Sagrada Escritura, como fuente de renovación espiritual y ocasión para profundizar en la fe. En ese renovado acercamiento a la Palabra de Dios y del redescubrimiento del propio Bautismo, los fieles laicos encontrarán la fuerza para testimoniar su fe en Cristo y en su Evangelio en la vida diaria. En esta fase crucial para todo el continente, la Iglesia en África, con su compromiso al servicio del Evangelio, con el valiente testimonio de solidaridad activa, podrá ser protagonista de una nueva estación de esperanza. En África vi la lozanía del sí a la vida, la lozanía del sentido religioso y de la esperanza, una percepción de la realidad en su totalidad con Dios y no reducida a un positivismo que, al final, apaga la esperanza. Todo esto muestra que en ese continente hay una reserva de vida y de vitalidad para el futuro, sobre la cual podemos contar, sobre la cual la Iglesia puede contar.

Mi viaje constituyó un gran llamamiento a África, para que oriente todo esfuerzo a anunciar el Evangelio a aquellos que todavía no lo conocen. Se trata de un renovado compromiso por la evangelización, a la que todo bautizado está llamado, promoviendo la reconciliación, la justicia y la paz.

A María, Madre de la Iglesia y Nuestra Señora de África, confío a todos los que tuve ocasión de encontrar en este inolvidable viaje apostólico. A ella encomiendo la Iglesia en África. La intercesión maternal de María, «cuyo corazón atiende siempre a la voluntad de Dios, sostenga todo esfuerzo de conversión, consolide cada iniciativa de reconciliación, y haga eficaces todos los esfuerzos en favor de la paz, en un mundo que tiene hambre y sed de justicia» (Africae munus, 175). Gracias.



Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor por esta Visita Apostólica a Benin. Que María, madre de la Iglesia, acompañe toda conversión, consolide cada iniciativa de reconciliación, y dé eficacia a los esfuerzos en favor de la paz. Muchas gracias.





Sala Pablo VI

Miércoles 30 de noviembre de 2011

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Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre algunos ejemplos de oración en el Antiguo Testamento. Hoy quiero comenzar a mirar a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que riega la existencia, las relaciones, los gestos, y que lo guía, con progresiva firmeza, a la donación total de sí, según el proyecto de amor de Dios Padre. Jesús es el maestro también de nuestra oración, más aún, él es nuestro apoyo activo y fraterno al dirigirnos al Padre. Verdaderamente, como sintetiza un título del Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, «la oración es plenamente revelada y realizada en Jesús» (541-547). A él queremos dirigir nuestra mirada en las próximas catequesis.

Un momento especialmente significativo de su camino es la oración que sigue al bautismo al que se somete en el río Jordán. El evangelista Lucas señala que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el pueblo, el bautismo de manos de Juan el Bautista, entra en una oración muy personal y prolongada: «Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él» (
Lc 3,21-22). Precisamente este «estar en oración», en diálogo con el Padre, ilumina la acción que realizó junto a muchos de su pueblo, que acudieron a la orilla del Jordán. Orando, él da a su gesto del bautismo un rasgo exclusivo y personal.

El Bautista había dirigido una fuerte llamada a vivir verdaderamente como «hijos de Abraham», convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de tal cambio (cf. Lc 3,7-9). Y un gran número de israelitas se había movilizado, como recuerda el evangelista san Marcos, que escribe: «Acudía a él [a Juan] toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. Él los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados» (Mc 1,5). El Bautista traía algo realmente nuevo: someterse al bautismo debía significar un cambio decisivo, abandonar una conducta vinculada al pecado y comenzar una vida nueva. También Jesús acoge esta invitación, entra en la gris multitud de los pecadores que esperan a la orilla del Jordán. Pero, como los primeros cristianos, también nosotros nos preguntamos: ¿Por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? No tiene pecados que confesar, no tenía pecados, por lo tanto no tenía necesidad de convertirse. Entonces, ¿por qué este gesto? El evangelista san Mateo refiere el estupor del Bautista que afirma: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3,14), y la respuesta de Jesús: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia» (v. 15). El sentido de la palabra «justicia» en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios. Jesús muestra su cercanía a aquella parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista, considera insuficiente considerarse simplemente hijos de Abraham, pero quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza que Dios ofreció en Abraham. Entonces, Jesús, al bajar al río Jordán, sin pecado, hace visible su solidaridad con aquellos que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambiar de vida; da a entender que ser parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una perspectiva de novedad de vida, de vida según Dios.

En este gesto Jesús anticipa la cruz, da inicio a su actividad ocupando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, cumpliendo la voluntad del Padre. Recogiéndose en oración, Jesús muestra la íntima relación con el Padre que está en el cielo, experimenta su paternidad, capta la belleza exigente de su amor, y en el diálogo con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan desde el cielo (cf. Lc 3,22) está la referencia anticipada al misterio pascual, a la cruz y a la resurrección. La voz divina lo define «mi Hijo, el amado», refiriéndose a Isaac, el hijo amado que el padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según el mandato de Dios (cf. Gn 22,1-14). Jesús no es sólo el Hijo de David descendiente mesiánico regio, o el Siervo en quien Dios se complace, sino también el Hijo unigénito, el amado, semejante a Isaac, que Dios Padre dona para la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la paternidad de Dios (cf. Lc 3,22), desciende el Espíritu Santo (cf. Lc 3,22a), que lo guía en su misión y que él derramará después de ser elevado en la cruz (cf. Jn 1,32-34 Jn 7,37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un contacto ininterrumpido con el Padre para realizar hasta las últimas consecuencias el proyecto de amor por los hombres.

En el trasfondo de esta extraordinaria oración está toda la existencia de Jesús vivida en una familia profundamente vinculada a la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo muestran las referencia que encontramos en los Evangelios: su circuncisión (cf. Lc 2,21) y su presentación en el templo (cf. Lc 2,22-24), como también la educación y la formación en Nazaret, en la santa casa (cf. Lc 2,39-40 y 2, 51-52). Se trata de «unos treinta años» (Lc 3,23), un largo tiempo de vida oculta y ordinaria, aunque también con experiencias de participación en momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a Jerusalén (cf. Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús a los doce años en el templo, sentado entre los doctores (cf. Lc 2,42-52), el evangelista san Lucas deja entrever que Jesús, que ora después del bautismo en el Jordán, tiene un profundo hábito de oración íntima con Dios Padre, arraigada en las tradiciones, en el estilo de su familia, en las experiencias decisivas vividas en ella. La respuesta del muchacho de doce años a María y a José ya indica aquella filiación divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación constante, habitual, con el Padre; y en esta unión íntima con él realiza el paso de la vida oculta de Nazaret a su ministerio público.

La enseñanza de Jesús sobre la oración viene ciertamente de su modo de orar aprendido en la familia, pero tiene su origen profundo y esencial en su ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre. El Compendio del Catecismo de la Iglesia católica responde así a la pregunta: ¿De quién aprendió Jesús a orar?: «Conforme a su corazón de hombre, Jesús aprendió a orar de su madre y de la tradición judía. Pero su oración brota de una fuente más secreta, puesto que es el Hijo eterno de Dios que, en su humanidad santa, dirige a su Padre la oración filial perfecta» (541).

En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se ubican siempre en el cruce entre la inserción en la tradición de su pueblo y la novedad de una relación personal única con Dios. «El lugar desierto» (cf. Mc 1,35 Lc 5,16) a donde se retira a menudo, «el monte» a donde sube a orar (cf. Lc 6,12 Lc 9,28), «la noche» que le permite estar en soledad (cf. Mc 1,35 Mc 6,46-47 Lc 6,12) remiten a momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, indicando la continuidad de su proyecto salvífico. Pero al mismo tiempo, constituyen momentos de particular importancia para Jesús, que conscientemente se inserta en este plan, plenamente fiel a la voluntad del Padre.

También en nuestra oración nosotros debemos aprender, cada vez más, a entrar en esta historia de salvación de la que Jesús es la cumbre, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor por nosotros.

La oración de Jesús afecta a todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la impiden. Es más, los evangelios dejan traslucir una costumbre de Jesús a pasar parte de la noche en oración. El evangelista san Marcos narra una de estas noches, después de la agotadora jornada de la multiplicación de los panes y escribe: «Enseguida apremió a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la orilla de Betsaida, mientras él despedía a la gente. Y después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar. Llegada la noche, la barca estaba en mitad del mar y Jesús, solo, en tierra» (Mc 6,45-47). Cuando las decisiones resultan urgentes y complejas, su oración se hace más prolongada e intensa. En la inminencia de la elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, san Lucas subraya la duración nocturna de la oración de Jesús: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles» (Lc 6,12-13).

Contemplando la oración de Jesús, debe brotar en nosotros una pregunta: ¿Cómo oro yo? ¿Cómo oramos nosotros? ¿Cuánto tiempo dedico a la relación con Dios? ¿Se da hoy una educación y formación suficientes en la oración? Y, ¿quién puede ser maestro en ello? En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la lectura orante de la Sagrada Escritura. Recogiendo lo que surgió de la Asamblea del Sínodo de los obispos, puse también un acento especial sobre la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el Señor que habla es un arte, que se aprende practicándolo con constancia. Ciertamente, la oración es un don, que pide, sin embargo, ser acogido; es obra de Dios, pero exige compromiso y continuidad de nuestra parte; sobre todo son importantes la continuidad y la constancia. Precisamente la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se fue profundizando en un prolongado y fiel ejercicio, hasta el Huerto de los Olivos y la cruz. Los cristianos hoy están llamados a ser testigos de oración, precisamente porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva al encuentro con Dios. En la amistad profunda con Jesús y viviendo en él y con él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podemos abrir ventanas hacia el cielo de Dios. Es más, al recorrer el camino de la oración, sin respeto humano, podemos ayudar a otros a recorrer ese camino: también para la oración cristiana es verdad que, caminando, se abren caminos.

Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea esporádica, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús. Y pidámosle a él poder comunicar a las personas que nos rodean, a quienes encontramos en nuestro camino, la alegría del encuentro con el Señor, luz para nuestra vida. Gracias.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, Bolivia, Chile, Guatemala, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a una relación intensa con Dios, cultivando una oración constante, llena de confianza, capaz de iluminar la vida, para así comunicar a todos la alegría del encuentro con el Señor. Muchas gracias.





Sala Pablo VI

Miércoles 7 de diciembre de 2011

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Queridos hermanos y hermanas:

Los evangelistas Mateo y Lucas (cf.
Mt 11,25-30 y Lc 10,21-22) nos transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original griego de los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como «te doy gracias» (Mt 11,25 y Lc 10,21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas: la primera es «reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien acudía a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados (cf. Mt 3,6)—; la segunda es «estar de acuerdo». Por tanto, la expresión con la que Jesús inicia su oración contiene su reconocer hasta el fondo, plenamente, la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El Himno de júbilo es la cumbre de un un camino de oración en el que emerge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo y se manifiesta su filiación divina.

Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante comunión con él, y este es el punto central y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10,22). Jesús, por tanto, afirma que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas— comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos profundo, entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con él: sólo estando en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con Dios: sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión con él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo, al Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf. Jn 1,18), en perfecta unidad con él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al estar en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente quién es Dios.

Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Orando, él remite a la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su cumbre y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión «Señor del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de acceder a Dios.

Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al comienzo del Himno Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10,21). En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no tiene lugar según la lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños». Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo. Dice el Catecismo de la Iglesia católica: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ep 1,9)» (CEC 2603). De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de él; y aquellos que acogen este don son los «pequeños».

Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, si siquiera de Dios.

Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría porque, no obstante las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de los «pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11,2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11,20-24). Mateo, por tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11,4-6).

También san Lucas presenta el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los «setenta y dos discípulos» (Lc 10,1) y ellos partieron con una sensación de temor por el posible fracaso de su misión. Lucas subraya también el rechazo que encontró el Señor en las ciudades donde predicó y realizó signos prodigiosos. Pero los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría, porque su misión tuvo éxito. Constataron que, con el poder de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte su satisfacción: «en aquella hora» (Lc 20,21), en aquel momento se llenó de alegría.

Hay otros dos elementos que quiero destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con la anotación: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Jesús se alegra partiendo desde el interior de sí mismo, desde lo más profundo de sí: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita también a nosotros a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque —como afirma el apóstol Pablo— «(Nosotros) no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables... según Dios» (Rm 8,26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Jesús pide que se acuda a él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a quien seguir: él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.

Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbà». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5,3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino. Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular, a la delegación del Gobierno autónomo de Navarra y a la Escolanía de la Catedral de Palencia, así como a los otros grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a orar buscando la comunión con Cristo, al que conocemos y amamos como fruto del Espíritu recibido, sintiendo que en su intimidad está ya nuestra alegría. Dios os bendiga. Muchas gracias.





Sala Pablo VI

Miércoles 14 de diciembre de 2011

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús relacionada con su prodigiosa acción sanadora. En los evangelios se presentan varias situaciones en las que Jesús ora ante la obra benéfica y sanadora de Dios Padre, que actúa a través de él. Se trata de una oración que, una vez más, manifiesta la relación única de conocimiento y de comunión con el Padre, mientras Jesús participa con gran cercanía humana en el sufrimiento de sus amigos, por ejemplo de Lázaro y de su familia, o de tantos pobres y enfermos a los que él quiere ayudar concretamente.

Un caso significativo es la curación del sordomudo (cf.
Mc 7,32-37). El relato del evangelista san Marcos —que acabamos de escuchar— muestra que la acción sanadora de Jesús está vinculada a su estrecha relación tanto con el prójimo —el enfermo—, como con el Padre. La escena del milagro se describe con detalle así: «Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá” (esto es, “ábrete”)» (7, 33-34). Jesús quiere que la curación tenga lugar «apartándolo de la gente, a solas». Parece que esto no se debe sólo al hecho de que el milagro debe mantenerse oculto a la gente para evitar que se formen interpretaciones limitadas o erróneas de la persona de Jesús. La decisión de llevar al enfermo a un lugar apartado hace que, en el momento de la curación, Jesús y el sordomudo se encuentren solos, en la cercanía de la una relación singular. Con un gesto, el Señor toca los oídos y la lengua del enfermo, o sea, los sitios específicos de su enfermedad. La intensidad de la atención de Jesús se manifiesta también en los rasgos insólitos de la curación: usa sus propios dedos e, incluso, su propia saliva. También el hecho de que el evangelista cite la palabra original pronunciada por el Señor —«Effetá», o sea «ábrete»— pone de relieve el carácter singular de la escena.

Pero el punto central de este episodio es el hecho de que Jesús, en el momento de obrar la curación, busca directamente su relación con el Padre. El relato dice, en efecto, que «mirando al cielo, suspiró» (v. 34). La atención al enfermo, los cuidados de Jesús hacia él, están relacionados con una profunda actitud de oración dirigida a Dios. Y la emisión del suspiro se describe con un verbo que en el Nuevo Testamento indica la aspiración a algo bueno que todavía no se tiene (cf. Rm 8,23). El relato en su conjunto, entonces, muestra que la implicación humana con el enfermo lleva a Jesús a la oración. Una vez más se manifiesta su relación única con el Padre, su identidad de Hijo Unigénito. En él, a través de su persona, se hace presente la acción sanadora y benéfica de Dios. No es casualidad que el comentario conclusivo de la gente después del milagro recuerde la valoración de la creación al comienzo del Génesis: «Todo lo ha hecho bien» (Mc 7,37). En la acción sanadora de Jesús entra claramente la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que curó al sordomudo fue provocada ciertamente por la compasión hacia él, pero proviene del hecho de que recurre al Padre. Se entrecruzan estas dos relaciones: la relación humana de compasión hacia el hombre, que entra en la relación con Dios, y así se convierte en curación.

En el relato joánico de la resurrección de Lázaro, esta misma dinámica se pone de relieve con una evidencia aún mayor (cf. Jn 11,1-44). También aquí se entrecruzan, por una parte, la relación de Jesús con un amigo y con su sufrimiento y, por otra, la relación filial que él tiene con el Padre. La participación humana de Jesús en el caso de Lázaro tiene rasgos particulares. En todo el relato se recuerda varias veces la amistad con él, así como con las hermanas Marta y María. Jesús mismo afirma: «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11,11). El afecto sincero por el amigo también lo ponen de relieve las hermanas de Lázaro, al igual que los judíos (cf. Jn 11,3 Jn 11,36); se manifiesta en la conmoción profunda de Jesús ante el dolor de Marta y María y de todos los amigos de Lázaro, y desemboca en el llanto —tan profundamente humano— al acercarse a la tumba: «Jesús, viéndola llorar a ella [Marta], y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?”. Le contestaron: “Señor, ven a verlo”. Jesús se echó a llorar» (Jn 11,33-35).

Esta relación de amistad, la participación y la conmoción de Jesús ante el dolor de los parientes y conocidos de Lázaro, está vinculada, en todo el relato, con una continua e intensa relación con el Padre. Desde el comienzo, Jesús hace una lectura del hecho en relación con su propia identidad y misión y con la glorificación que le espera. Ante la noticia de la enfermedad de Lázaro, en efecto, comenta: «Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,4). Jesús acoge también con profundo dolor humano el anuncio de la muerte de su amigo, pero siempre en estrecha referencia a la relación con Dios y a la misión que le ha confiado, dice: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis» (Jn 11,14-15). El momento de la oración explícita de Jesús al Padre ante la tumba es el desenlace natural de todo el suceso, tejido sobre este doble registro de la amistad con Lázaro y de la relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones van juntas. «Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado”» (Jn 11,41): es una eucaristía. La frase revela que Jesús no dejó ni siquiera por un instante la oración de petición por la vida de Lázaro. Más aún, esta oración continua reforzó el vínculo con el amigo y, al mismo tiempo, confirmó la decisión de Jesús de permanecer en comunión con la voluntad del Padre, con su plan de amor, en el que la enfermedad y muerte de Lázaro se consideran como un lugar donde se manifiesta la gloria de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, al leer esta narración, cada uno de nosotros está llamado a comprender que en la oración de petición al Señor no debemos esperar una realización inmediata de aquello que pedimos, de nuestra voluntad, sino más bien encomendarnos a la voluntad del Padre, leyendo cada acontecimiento en la perspectiva de su gloria, de su designio de amor, con frecuencia misterioso a nuestros ojos. Por ello, en nuestra oración, petición, alabanza y acción de gracias deberían ir juntas, incluso cuando nos parece que Dios no responde a nuestras expectativas concretas. Abandonarse al amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las actitudes de fondo de nuestro diálogo con él. El Catecismo de la Iglesia católica comenta así la oración de Jesús en el relato de la resurrección de Lázaro: «Apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquel que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado; es el “tesoro”, y en él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como “por añadidura” (cf. Mt 6,21 y Mt 6,33)» (CEC 2604). Esto me parece muy importante: antes de que el don sea concedido, es preciso adherirse a Aquel que dona; el donante es más precioso que el don. También para nosotros, por lo tanto, más allá de lo que Dios nos da cuando lo invocamos, el don más grande que puede otorgarnos es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro precioso que se ha de pedir y custodiar siempre.

La oración que Jesús pronuncia mientras se quita la piedra de entrada a la tumba de Lázaro, presenta luego un desarrollo particular e inesperado. Él, en efecto, después de dar gracias a Dios Padre, añade: «Yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado» (Jn 11,42). Con su oración, Jesús quiere llevar a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y quiere mostrar que este Dios que ha amado al hombre hasta el punto de enviar a su Hijo Unigénito (cf. Jn 3,16), es el Dios de la Vida, el Dios que trae esperanza y es capaz de cambiar las situaciones humanamente imposibles. La oración confiada de un creyente, entonces, es un testimonio vivo de esta presencia de Dios en el mundo, de su interés por el hombre, de su obrar para realizar su plan de salvación.

Las dos oraciones de Jesús meditadas ahora, que acompañan la curación del sordomudo y la resurrección de Lázaro, revelan que el vínculo profundo entre el amor a Dios y el amor al prójimo debe entrar también en nuestra oración. En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la atención hacia el otro, especialmente si padece necesidad o sufre, la conmoción ante el dolor de una familia amiga, lo llevan a dirigirse al Padre, en esa relación fundamental que guía toda su vida. Pero también viceversa: la comunión con el Padre, el diálogo constante con él, impulsa a Jesús a estar atento de un modo único a las situaciones concretas del hombre para llevarle el consuelo y el amor de Dios. La relación con el hombre nos guía hacia la relación con Dios, y la relación con Dios con conduce de nuevo al prójimo.

Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración abre la puerta a Dios, que nos enseña constantemente a salir de nosotros mismos para ser capaces de mostrarnos cercanos a los demás, especialmente en los momentos de prueba, para llevarles consuelo, esperanza y luz. Que el Señor nos conceda ser capaces de una oración cada vez más intensa, para reforzar nuestra relación personal con Dios Padre, ensanchar nuestro corazón a las necesidades de quien está a nuestro lado y sentir la belleza de ser «hijos en el Hijo», juntamente con numerosos hermanos. Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a la Delegación del Estado de Puebla, México, con su Gobernador, Licenciado Rafael Moreno Rosas. Agradezco su presencia y las muestras de la rica artesanía mexicana que han traído, y espero, con la ayuda de Dios, poder ser yo esta vez quien visite su País. Agradezco también la presencia de los peregrinos de España y otros países latinoamericanos. Invito a todos a reforzar nuestra relación personal con Dios mediante la oración, que nos hará también más hermanos ente nosotros. Muchas gracias.





Sala Pablo VI

Miércoles 21 de diciembre de 2011


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