Audiencias 2005-2013 20062

Miércoles 20 de junio de 2012

20062

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra oración con mucha frecuencia es petición de ayuda en las necesidades. Y es incluso normal para el hombre, porque necesitamos ayuda, tenemos necesidad de los demás, tenemos necesidad de Dios. De este modo, es normal para nosotros pedir algo a Dios, buscar su ayuda. Debemos tener presente que la oración que el Señor nos enseñó, el «Padre nuestro», es una oración de petición, y con esta oración el Señor nos enseña las prioridades de nuestra oración, limpia y purifica nuestros deseos, y así limpia y purifica nuestro corazón. Ahora bien, aunque de por sí es normal que en la oración pidamos algo, no debería ser exclusivamente así. También hay motivo para agradecer y, si estamos un poco atentos, vemos que de Dios recibimos muchas cosas buenas: es tan bueno con nosotros que conviene, es necesario darle gracias. Y debe ser también oración de alabanza: si nuestro corazón está abierto, a pesar de todos los problemas, también vemos la belleza de su creación, la bondad que se manifiesta en su creación. Por lo tanto, no sólo debemos pedir, sino también alabar y dar gracias: sólo de este modo nuestra oración es completa.

En sus Cartas, san Pablo no sólo habla de la oración, sino que además refiere oraciones ciertamente también de petición, pero asimismo oraciones de alabanza y de bendición por lo que Dios ha realizado y sigue realizando en la historia de la humanidad.

Hoy quiero reflexionar sobre el primer capítulo de la Carta a los Efesios, que comienza precisamente con una oración, que es un himno de bendición, una expresión de acción de gracias, de alegría. San Pablo bendice a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque en él nos ha dado a «conocer el misterio de su voluntad» (
Ep 1,9). Realmente hay motivo para dar gracias a Dios porque nos da a conocer lo que está oculto: su voluntad respecto de nosotros; «el misterio de su voluntad». «Mysterion», «misterio»: un término que se repite a menudo en la Sagrada Escritura y en la liturgia. No quiero entrar ahora en la filología, pero en el lenguaje común indica lo que no se puede conocer, una realidad que no podemos aferrar con nuestra propia inteligencia. El himno que abre la Carta a los Efesios nos lleva de la mano hacia un significado más profundo de este término y de la realidad que nos indica. Para los creyentes, «misterio» no es tanto lo desconocido, sino más bien la voluntad misericordiosa de Dios, su designio de amor que se reveló plenamente en Jesucristo y nos brinda la posibilidad de «comprender con todos los santos lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, y conocer el amor de Cristo» (Ep 3,18-19). El «misterio desconocido» de Dios es revelado, y es que Dios nos ama, y nos ama desde el comienzo, desde la eternidad.

Reflexionemos un poco sobre esta solemne y profunda oración. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ep 1,3). San Pablo usa el verbo «euloghein», que generalmente traduce el término hebreo «barak»: significa alabar, glorificar, dar gracias a Dios Padre como la fuente de los bienes de la salvación, como Aquel que «nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos» (ib.).

El Apóstol da gracias y alaba, pero reflexiona también sobre los motivos que impulsan al hombre a esta alabanza, a esta acción de gracias, presentando los elementos fundamentales del plan divino y sus etapas. Ante todo debemos bendecir a Dios Padre porque —así escribe san Pablo— él «nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por la caridad» (v. 4). Lo que nos hace santos e inmaculados es la caridad. Dios nos ha llamado a la existencia, a la santidad. Y esta elección es anterior incluso a la creación del mundo. Desde siempre estamos en su plan, en su pensamiento. Con el profeta Jeremías podemos afirmar también nosotros que antes de formarnos en el seno de nuestra madre él ya nos conocía (cf. Jr Jr 1,5); y conociéndonos nos amó. La vocación a la santidad, es decir, a la comunión con Dios pertenece al plan eterno de este Dios, un plan que se extiende en la historia y comprende a todos los hombres y las mujeres del mundo, porque es una llamada universal. Dios no excluye a nadie; su proyecto es sólo de amor. San Juan Crisóstomo afirma: «Dios mismo nos ha hecho santos, pero nosotros estamos llamados a permanecer santos. Santo es aquel que vive en la fe» (Homilías sobre la Carta a los Efesios, I, 1, 4).

San Pablo continúa: Dios nos predestinó, nos eligió para ser «sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo», para ser incorporados en su Hijo unigénito. El Apóstol subraya la gratuidad de este maravilloso designio de Dios sobre la humanidad. Dios nos elige no porque seamos buenos, sino porque él es bueno. Y la antigüedad tenía una palabra sobre la bondad: bonum est diffusivum sui; el bien se comunica; el hecho de comunicarse, de extenderse, forma parte de la esencia del bien. De este modo, porque Dios es la bondad, es comunicación de bondad, quiere comunicarse. Él crea porque quiere comunicarnos su bondad y hacernos buenos y santos.

En el centro de la oración de bendición, el Apóstol ilustra el modo como se realiza el plan de salvación del Padre en Cristo, en su Hijo amado. Escribe: «En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de su gracia» (Ep 1,7). El sacrificio de la cruz de Cristo es el acontecimiento único e irrepetible con el que el Padre nos ha mostrado de modo luminoso su amor, no sólo de palabra, sino de una manera concreta. Dios es tan concreto y su amor es tan concreto que entra en la historia, se hace hombre para sentir qué significa, cómo se vive en este mundo creado, y acepta el camino de sufrimiento de la pasión, sufriendo incluso la muerte. Es tan concreto el amor de Dios que participa no sólo en nuestro ser, sino también en nuestro sufrir y morir. El sacrificio de la cruz hace que nos convirtamos en «propiedad de Dios», porque la sangre de Cristo nos ha rescatado de la culpa, nos lava del mal, nos libra de la esclavitud del pecado y de la muerte. San Pablo invita a considerar cuán profundo es el amor de Dios que transforma la historia, que ha transformado su misma vida de perseguidor de los cristianos en Apóstol incansable del Evangelio. Resuenan una vez más las palabras tranquilizadoras de la Carta a los Romanos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? (...) Pues yo estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,31-32 Rm 8,38-39). Esta certeza —Dios está con nosotros, y ningura criatura puede separarnos de él, porque su amor es más fuerte— debemos insertarla en nuestro ser, en nuestra conciencia de cristianos.

Por último, la bendición divina se concluye con la referencia al Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones, al Paráclito que hemos recibido como sello prometido: «Él —dice san Pablo— es la prenda de nuestra herencia, mientras llega la redención del pueblo de su propiedad, para alabanza de su gloria» (Ep 1,14). La redención aún no ha concluido —lo percibimos—, sino que tendrá su pleno cumplimiento cuando sean totalmente salvados aquellos que Dios se ha adquirido. Nosotros estamos todavía en el camino de la redención, cuya realidad esencial la da la muerte y la resurrección de Jesús. Estamos en camino hacia la redención definitiva, hacia la plena liberación de los hijos de Dios. Y el Espíritu Santo es la certeza de que Dios llevará a cumplimiento su designio de salvación, cuando recapitulará «en Cristo, única cabeza, todas las cosas del cielo y de la tierra» (cf. Ep 1,10). San Juan Crisóstomo comenta sobre este punto: «Dios nos ha elegido por la fe y ha impreso en nosotros el sello para la herencia de la gloria futura» (Homilías sobre la Carta a los Ep 2,11-14). Debemos aceptar que el camino de la redención es también nuestro camino, porque Dios quiere criaturas libres, que digan libremente sí. Pero es sobre todo y ante todo su camino. Estamos en sus manos, y ahora depende de nuestra libertad seguir el camino que él abrió. Vamos por este camino de la redención juntamente con Cristo, y sentimos que la redención se realiza.

La visión que nos presenta san Pablo en esta gran oración de bendición nos ha llevado a contemplar la acción de las tres Personas de la Santísima Trinidad: el Padre, que nos eligió antes de la creación del mundo, nos pensó y creó; el Hijo que nos redimió mediante su sangre; y el Espíritu Santo, prenda de nuestra redención y de la gloria futura. En la oración constante, en la relación diaria con Dios, también nosotros, como san Pablo, aprendemos a descubrir cada vez más claramente los signos de este designio y de esta acción: en la belleza del Creador que se refleja en sus criaturas (cf. Ep 3,9), como canta san Francisco de Asís: «Alabado seas, Señor mío, con todas tus criaturas» (FF 263). Es importante estar atentos precisamente ahora, también en el tiempo de vacaciones, a la belleza de la creación y a ver reflejarse en esa belleza el rostro de Dios. En su vida los santos muestran de modo luminoso lo que puede hacer el poder de Dios en la debilidad del hombre. Y puede hacerlo también con nosotros. En toda la historia de la salvación, en la que Dios se ha hecho cercano a nosotros y espera con paciencia nuestros tiempos, comprende nuestras infidelidades, alienta nuestro compromiso y nos guía.

En la oración aprendemos a ver los signos de este designio misericordioso en el camino de la Iglesia. Así crecemos en el amor de Dios, abriendo la puerta para que la Santísima Trinidad venga a poner su morada en nosotros, ilumine, caliente y guíe nuestra existencia. «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23), dice Jesús prometiendo a los discípulos el don del Espíritu Santo, que enseñará todas las cosas. San Ireneo dijo una vez que en la Encarnación el Espíritu Santo se acostumbró a estar en el hombre. En la oración debemos acostumbrarnos a estar con Dios. Esto es muy importante, que aprendamos a estar con Dios, y así veamos cuán hermoso es estar con él, que es la redención.

Queridos amigos, cuando la oración alimenta nuestra vida espiritual, nos volvemos capaces de conservar lo que san Pablo llama «el misterio de la fe» con una conciencia pura (cf. 1Tm 3,9). La oración como modo de «acostumbrarnos» a estar junto con Dios, genera hombres y mujeres animados no por el egoísmo, por el deseo de poseer, por la sed de poder, sino por la gratuidad, por el deseo de amar, por la sed de servir, es decir, animados por Dios. Y sólo así se puede llevar luz en medio de la oscuridad del mundo.

Quiero concluir esta catequesis con el epílogo de la Carta a los Romanos. Con san Pablo, también nosotros damos gloria a Dios porque nos ha dicho todo de sí en Jesucristo y nos ha dado el Consolador, el Espíritu de la verdad. Escribe san Pablo al final de la Carta a los Romanos: «Al que puede consolidaros según mi Evangelio y el mensaje de Jesucristo que proclamo, conforme a la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora mediante las Escrituras proféticas, dado a conocer según disposición del Dios eterno para que todas las gentes llegaran a la obediencia de la fe, a Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (16, 25-27). Gracias.



Saludos
Llamamiento


Sigo con profunda preocupación las noticias que llegan de Nigeria, donde continúan los atentados terroristas dirigidos sobre todo contra los fieles cristianos. Mientras elevo la oracion por las víctimas y por cuantos sufren, exhorto a los responsables de las violencias a fin de que cese inmediatamente el derramamiento de sangre de tantos inocentes. Deseo, además, la plena colaboración de todos los componentes sociales de Nigeria para que no se siga el camino de la venganza, sino que todos los ciudadanos cooperen a la edificación de una sociedad pacífica y reconciliada, en la que se tutele plenamente el derecho a profesar libremente la propia fe.

(En español)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, Honduras, Colombia, Argentina, Chile, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a alimentar vuestra vida espiritual con una oración constante, para crecer en el amor de Dios y llevar al mundo la luz de su claridad.



Sala Pablo VI

Miércoles 27 de junio de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra oración está hecha, como hemos visto los miércoles pasados, de silencios y palabra, de canto y gestos que implican a toda la persona: los labios, la mente, el corazón, todo el cuerpo. Es una característica que encontramos en la oración judía, especialmente en los Salmos. Hoy quiero hablar de uno de los cantos o himnos más antiguos de la tradición cristiana, que san Pablo nos presenta en el que, en cierto modo, es su testamento espiritual: la Carta a los Filipenses. Se trata de una Carta que el Apóstol dicta mientras se encuentra en la cárcel, tal vez en Roma. Siente próxima su muerte, pues afirma que su vida será ofrecida como sacrificio litúrgico (cf.
Ph 2,17).

A pesar de esta situación de grave peligro para su incolumidad física, san Pablo, en toda la Carta, manifiesta la alegría de ser discípulo de Cristo, de poder ir a su encuentro, hasta el punto de que no ve la muerte como una pérdida, sino como una ganancia. En el último capítulo de la Carta hay una fuerte invitación a la alegría, característica fundamental del ser cristianos y de nuestra oración. San Pablo escribe: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Ph 4,4). Pero, ¿cómo puede alguien estar alegre ante una condena a muerte ya inminente? ¿De dónde, o mejor, de quién le viene a san Pablo la serenidad, la fuerza, la valentía de ir al encuentro del martirio y del derramamiento de su sangre?

Encontramos la respuesta en el centro de la Carta a los Filipenses, en lo que la tradición cristiana denomina carmen Christo, el canto a Cristo, o más comúnmente, «himno cristológico»; un canto en el que toda la atención se centra en los «sentimientos» de Cristo, es decir, en su modo de pensar y en su actitud concreta y vivida. Esta oración comienza con una exhortación: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Ph 2,5). Estos sentimientos se presentan en los versículos siguientes: el amor, la generosidad, la humildad, la obediencia a Dios, la entrega. No se trata sólo y sencillamente de seguir el ejemplo de Jesús, como una cuestión moral, sino de comprometer toda la existencia en su modo de pensar y de actuar. La oración debe llevar a un conocimiento y a una unión en el amor cada vez más profundos con el Señor, para poder pensar, actuar y amar como él, en él y por él. Practicar esto, aprender los sentimientos de Jesús, es el camino de la vida cristiana.

Ahora quiero reflexionar brevemente sobre algunos elementos de este denso canto, que resume todo el itinerario divino y humano del Hijo de Dios y abarca toda la historia humana: desde su ser de condición divina, hasta la encarnación, la muerte en cruz y la exaltación en la gloria del Padre está implícito también el comportamiento de Adán, el comportamiento del hombre desde el inicio. Este himno a Cristo parte de su ser «en morphe tou Theou», dice el texto griego, es decir, de su ser «en la forma de Dios», o mejor, en la condición de Dios. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no vive su «ser como Dios» para triunfar o para imponer su supremacía; no lo considera una posesión, un privilegio, un tesoro que guardar celosamente. Más aún, «se despojó de sí mismo», se vació de sí mismo asumiendo, dice el texto griego, la «morphe doulou», la «forma de esclavo», la realidad humana marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por la muerte; se hizo plenamente semejante a los hombres, excepto en el pecado, para actuar como siervo completamente entregado al servicio de los demás. Al respecto, Eusebio de Cesarea, en el siglo iv, afirma: «Tomó sobre sí mismo las pruebas de los miembros que sufren. Hizo suyas nuestras humildes enfermedades. Sufrió y padeció por nuestra causa y lo hizo por su gran amor a la humanidad» (La demostración evangélica, 10, 1, 22). San Pablo prosigue delineando el cuadro «histórico» en el que se realizó este abajamiento de Jesús: «Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte» (Ph 2,8). El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre y recorrió un camino en la completa obediencia y fidelidad a la voluntad del Padre hasta el sacrificio supremo de su vida. El Apóstol especifica más aún: «hasta la muerte, y una muerte de cruz». En la cruz Jesucristo alcanzó el máximo grado de la humillación, porque la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas libres: «mors turpissima crucis», escribe Cicerón (cf. In Verrem, v, 64, 165).

En la cruz de Cristo el hombre es redimido, y se invierte la experiencia de Adán: Adán, creado a imagen y semejanza de Dios, pretendió ser como Dios con sus propias fuerzas, ocupar el lugar de Dios, y así perdió la dignidad originaria que se le había dado. Jesús, en cambio, era «de condición divina», pero se humilló, se sumergió en la condición humana, en la fidelidad total al Padre, para redimir al Adán que hay en nosotros y devolver al hombre la dignidad que había perdido. Los Padres subrayan que se hizo obediente, restituyendo a la naturaleza humana, a través de su humanidad y su obediencia, lo que se había perdido por la desobediencia de Adán.

En la oración, en la relación con Dios, abrimos la mente, el corazón, la voluntad a la acción del Espíritu Santo para entrar en esa misma dinámica de vida, come afirma san Cirilo de Alejandría, cuya fiesta celebramos hoy: «La obra del Espíritu Santo busca transformarnos por medio de la gracia en la copia perfecta de su humillación» (Carta Festal 10, 4). La lógica humana, en cambio, busca con frecuencia la realización de uno mismo en el poder, en el dominio, en los medios potentes. El hombre sigue queriendo construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para alcanzar por sí mismo la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la cruz nos recuerdan que la realización plena está en la conformación de la propia voluntad humana a la del Padre, en vaciarse del propio egoísmo, para llenarse del amor, de la caridad de Dios y así llegar a ser realmente capaces de amar a los demás. El hombre no se encuentra a sí mismo permaneciendo cerrado en sí mismo, afirmándose a sí mismo. El hombre sólo se encuentra saliendo de sí mismo. Sólo si salimos de nosotros mismos nos reencontramos. Adán quiso imitar a Dios, cosa que en sí misma no está mal, pero se equivocó en la idea de Dios. Dios no es alguien que sólo quiere grandeza. Dios es amor que ya se entrega en la Trinidad y luego en la creación. Imitar a Dios quiere decir salir de sí mismo, entregarse en el amor.

En la segunda parte de este «himno cristológico» de la Carta a los Filipenses, cambia el sujeto; ya no es Cristo, sino Dios Padre. San Pablo pone de relieve que, precisamente por la obediencia a la voluntad del Padre, «Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre» (Ph 2,9-10). Aquel que se humilló profundamente asumiendo la condición de esclavo, es exaltado, elevado sobre todas las cosas por el Padre, que le da el nombre de «Kyrios», «Señor», la suprema dignidad y señorío. Ante este nombre nuevo, que es el nombre mismo de Dios en el Antiguo Testamento, «toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (vv. 10-11). El Jesús que es exaltado es el de la última Cena, que se despoja de sus vestiduras, se ata una toalla, se inclina a lavar los pies a los Apóstoles y les pregunta: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13,12-14). Es importante recordar siempre en nuestra oración y en nuestra vida que «el ascenso a Dios se produce precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y, por eso, la verdadera fuerza purificadora que capacita al hombre para percibir y ver a Dios» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 124).

El himno de la Carta a los Filipenses nos ofrece aquí dos indicaciones importantes para nuestra oración. La primera es la invocación «Señor» dirigida a Jesucristo, sentado a la derecha del Padre: él es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos «dominadores» que la quieren dirigir y guiar. Por ello, es necesario tener una escala de valores en la que el primado corresponda a Dios, para afirmar con san Pablo: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Ph 3,8). El encuentro con el Resucitado le hizo comprender que él es el único tesoro por el cual vale la pena gastar la propia existencia.

La segunda indicación es la postración, el «doblarse de toda rodilla» en la tierra y en el cielo, que remite a una expresión del profeta Isaías, donde indica la adoración que todas las criaturas deben a Dios (cf. 45, 23). La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el ponerse de rodillas durante la oración expresan precisamente la actitud de adoración ante Dios, también con el cuerpo. De ahí la importancia de no realizar este gesto por costumbre o de prisa, sino con profunda consciencia. Cuando nos arrodillamos ante el Señor confesamos nuestra fe en él, reconocemos que él es el único Señor de nuestra vida.

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración fijemos nuestra mirada en el Crucificado, detengámonos con mayor frecuencia en adoración ante la Eucaristía, para que nuestra vida entre en el amor de Dios, que se abajó con humildad para elevarnos hasta él. Al comienzo de la catequesis nos preguntamos cómo podía alegrarse san Pablo ante el riesgo inminente del martirio y del derramamiento de su sangre. Esto sólo es posible porque el Apóstol nunca apartó su mirada de Cristo, hasta llegar a ser semejante a él en la muerte, «con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Ph 3,11). Como san Francisco ante el crucifijo, digamos también nosotros: Altísimo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón. Dame una fe recta, una esperanza cierta y una caridad perfecta, juicio y discernimiento para cumplir tu verdadera y santa voluntad. Amén (cf. Oración ante el Crucifijo: FF [276]).

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de la Arquidiócesis de Los Altos, y de la Diócesis de Zacatecoluca, acompañados por sus Pastores, así como a los provenientes de España, México, Colombia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a que fijen en la oración su mirada en el Crucifijo, a detenerse frecuentemente para la adoración eucarística y así entrar en el amor de Dios, que se ha abajado con humildad para elevarnos hacia Él. Muchas gracias.


Castelgandolfo

Miércoles 1 de agosto de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, fundador de la Congregación del Santísimo Redentor, redentoristas, patrono de los estudiosos de teología moral y de los confesores. San Alfonso es uno de los santos más populares del siglo XVIII, por su estilo sencillo e inmediato y por su doctrina sobre el sacramento de la Penitencia: en un período de gran rigorismo, fruto del influjo jansenista, él recomendaba a los confesores que administraran este sacramento manifestando el abrazo gozoso de Dios Padre, que en su misericordia infinita no se cansa de acoger al hijo arrepentido. Esta celebración nos brinda la ocasión de reflexionar sobre las enseñanzas de san Alfonso respecto a la oración, muy valiosas y llenas de unción espiritual. Al año 1759 se remonta su tratado Sobre el gran medio de la oración, que él consideraba el más útil de todos sus escritos. De hecho, describe la oración como «el medio necesario y seguro para obtener la salvación y todas las gracias que necesitamos para conseguirla» (Introducción). En esta frase se sintetiza el modo alfonsiano de entender la oración.

Al decir que es un medio, nos recuerda ante todo el fin que se pretende alcanzar: Dios ha creado por amor, para poder darnos la vida en plenitud; pero esta meta, esta vida en plenitud, a causa del pecado, por decir así, se ha alejado —lo sabemos todos—, y sólo la gracia de Dios la puede hacer accesible. Para explicar esta verdad fundamental y hacer entender con inmediatez cuán real es para el hombre el peligro de «perderse», san Alfonso acuñó una famosa máxima, muy elemental, que dice: «Quien ora, se salva; quien no ora, se condena». Comentando esta frase lapidaria, añadía: «Salvarse sin orar es dificilísimo, más aún, imposible..., pero, si se ora, salvarse es algo seguro y facilísimo» (II, Conclusión). Y prosigue diciendo: «Si no oramos, no tenemos excusa, porque la gracia de orar se da a cada uno... Si no nos salvamos, toda la culpa será nuestra, porque no habremos rezado» (ib.). Así pues, al decir que la oración es un medio necesario, san Alfonso quería dar a entender que en todas las situaciones de la vida no se puede dejar de orar, especialmente en los momentos de prueba y dificultad. Siempre debemos llamar con confianza a la puerta del Señor, sabiendo que él cuida de sus hijos, de nosotros, en todo. Por esto, se nos invita a no tener miedo de recurrir a él y presentarle con confianza nuestras peticiones, con la certeza de que obtendremos lo que necesitamos.

Queridos amigos, esta es la cuestión central: ¿qué es lo realmente necesario en mi vida? Respondo con san Alfonso: «La salud y todas las gracias que para ella hacen falta» (ib.); naturalmente, él entiende no sólo la salud del cuerpo, sino ante todo también la del alma, que Jesús nos regala. Más que cualquier otra cosa, necesitamos su presencia liberadora, que hace de verdad plenamente humano, y por eso lleno de alegría, nuestro existir. Y sólo mediante la oración podemos acogerlo a él, su Gracia, que, iluminándonos en toda situación, nos hace discernir el verdadero bien y, fortificándonos, hace eficaz también nuestra voluntad, es decir, la capacita para realizar el bien conocido.

Con frecuencia reconocemos el bien, pero no somos capaces de realizarlo. Con la oración logramos hacerlo. El discípulo del Señor sabe que siempre está expuesto a la tentación y no puede menos de pedir ayuda a Dios en la oración, para vencerla.

San Alfonso refiere el ejemplo de san Felipe Neri —muy interesante—, quien «desde el primer momento en que se despertaba por la mañana, decía a Dios: “Señor, mantén hoy tus manos sobre Felipe, porque si no, Felipe te traiciona”» (III, 3). Muy realista. Pide a Dios que mantenga sus manos sobre él. También nosotros, conscientes de nuestra debilidad, debemos pedir ayuda a Dios con humildad, confiando en la riqueza de su misericordia. En otro pasaje dice san Alfonso: «Nosotros somos pobres de todo, pero si pedimos ya no somos pobres. Aunque nosotros somos pobres, Dios es rico» (II, 4). Y, siguiendo a san Agustín, invita a todo cristiano a no tener miedo de obtener de Dios, con la oración, la fuerza que no tiene, y que necesita para hacer el bien, con la certeza de que el Señor no niega su ayuda a quien reza con humildad (cf. III, 3). Queridos amigos, san Alfonso nos recuerda que la relación con Dios es esencial en nuestra vida. Sin la relación con Dios falta la relación fundamental, y la relación con Dios se realiza hablando con Dios, en la oración personal cotidiana y con la participación en los sacramentos; así esta relación puede crecer en nosotros, puede crecer en nosotros la presencia divina que orienta nuestro camino, lo ilumina y lo hace seguro y sereno, incluso en medio de dificultades y peligros. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos, en este tiempo veraniego, a no abandonar nunca la oración, como nos enseña san Alfonso María de Ligorio, pues de nuestra relación con el Señor en la plegaría y los sacramentos depende nuestra salvación. Dios os bendiga.


Castelgandolfo

Miércoles 8 de agosto de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

La Iglesia celebra hoy la memoria de santo Domingo de Guzmán, sacerdote y fundador de la Orden de Predicadores, llamados dominicos. En una catequesis anterior ya ilustré esta insigne figura y la contribución fundamental que aportó a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy, quiero poner de relieve un aspecto esencial de su espiritualidad: su vida de oración. Santo Domingo fue un hombre de oración. Enamorado de Dios, no tuvo otra aspiración que la salvación de las almas, especialmente de las que habían caído en las redes de las herejías de su tiempo; imitador de Cristo, encarnó radicalmente los tres consejos evangélicos uniendo a la proclamación de la Palabra el testimonio de una vida pobre; bajo la guía del Espíritu Santo progresó en el camino de la perfección cristiana. En todo momento la oración fue la fuerza que renovó e hizo cada vez más fecundas sus obras apostólicas.

El beato Jordán de Sajonia, fallecido en 1237, su sucesor en el gobierno de la Orden, escribió: «Durante el día nadie se mostraba más sociable que él... Viceversa, de noche, nadie era más asiduo que él en velar en oración. El día lo dedicaba al prójimo, pero la noche la entregaba a Dios» (P. Filippini, Santo Domingo visto por sus contemporáneos, Bolonia 1982, p. 133). En santo Domingo podemos ver un ejemplo de integración armoniosa entre contemplación de los misterios divinos y actividad apostólica. Según los testimonios de las personas más cercanas a él, «hablaba siempre con Dios o de Dios». Esta observación indica su comunión profunda con el Señor y, al mismo tiempo, el compromiso constante de llevar a los demás a esta comunión con Dios. No dejó escritos sobre la oración, pero la tradición dominicana recogió y transmitió su experiencia viva en una obra titulada: Los nueve modos de orar de santo Domingo. Este libro, compuesto entre 1260 y 1288 por un fraile dominico, nos ayuda a comprender algo de la vida interior del Santo y nos ayuda también a nosotros, con todas las diferencias, a aprender algo sobre cómo rezar.

Son, por tanto, nueve los modos de orar según santo Domingo, y cada uno de estos, que realizaba siempre ante Jesús crucificado, expresa una actitud corporal y una espiritual que, íntimamente compenetradas, favorecen el recogimiento y el fervor. Los primeros siete modos siguen una línea ascendente, como pasos de un camino, hacia la comunión con Dios, con la Trinidad: santo Domingo reza de pie inclinado para expresar humildad, postrado en tierra para pedir perdón por los propios pecados, de rodillas haciendo penitencia para participar en los sufrimientos del Señor, con los brazos abiertos mirando fijamente al Crucificado para contemplar al Sumo Amor, con la mirada hacia el cielo sintiéndose atraído al mundo de Dios. Por lo tanto, son tres modos: de pie, de rodillas y postrado en tierra; pero siempre con la mirada dirigida al Señor crucificado. Los dos últimos modos, sobre los que quiero reflexionar brevemente, corresponden, en cambio, a dos prácticas de piedad vividas habitualmente por el Santo. Ante todo, la meditación personal, donde la oración adquiere una dimensión aún más íntima, fervorosa y tranquilizadora. Al final del rezo de la Liturgia de las Horas, y después de la celebración de la misa, santo Domingo prolongaba el coloquio con Dios, sin ponerse límites de tiempo. Sentado tranquilamente, se recogía en sí mismo en actitud de escucha, leyendo un libro o fijando la mirada en el Crucificado. Vivía tan intensamente estos momentos de relación con Dios que también exteriormente se podían percibir sus reacciones de alegría o de llanto. Por tanto, asimiló en sí, meditando, las realidades de la fe. Los testigos cuentan que, a veces, entraba en una especie de éxtasis con el rostro transfigurado, pero inmediatamente después retomaba humildemente sus actividades cotidianas con la nueva fuerza que viene de lo Alto. Luego, la oración durante los viajes entre un convento y otro; recitaba con los compañeros las Laudes, la Hora media y las Vísperas y, atravesando los valles o las colinas, contemplaba la belleza de la creación. Entonces brotaba de su corazón un canto de alabanza y de acción de gracias a Dios por tantos dones, sobre todo por la maravilla más grande: la redención realizada por Cristo.

Queridos amigos, santo Domingo nos recuerda que en el origen del testimonio de la fe, que todo cristiano debe dar en la familia, en el trabajo, en el compromiso social y también en los momentos de distensión, está la oración, el contacto personal con Dios. Sólo esta relación real con Dios nos da la fuerza para vivir intensamente cada acontecimiento, especialmente los momentos de mayor sufrimiento. Este santo nos recuerda también la importancia de las posturas exteriores en nuestra oración. Arrodillarse, estar de pie ante el Señor, fijar la mirada en el Crucificado, detenerse y recogerse en silencio, no son secundarios, sino que nos ayudan a ponernos interiormente, con toda la persona, en relación con Dios. Quiero llamar una vez más la atención sobre la necesidad para nuestra vida espiritual de encontrar diariamente momentos para rezar con tranquilidad; debemos tomarnos este tiempo especialmente en las vacaciones, dedicar un poco de tiempo a hablar con Dios. Será un modo también para ayudar a quien está cerca de nosotros a entrar en el rayo luminoso de la presencia de Dios, que trae la paz y el amor que todos



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes de la Archidiócesis de Pamplona y Diócesis de Tudela, acompañados por su Pastor, así como a los grupos provenientes de España, Venezuela, México y otros países Latinoamericanos. La Iglesia celebra hoy la memoria de Santo Domingo de Guzmán, hombre de oración y enamorado de Dios. Él nos recuerda que en la base de todo testimonio está la plegaria, pues en la relación constante con el Señor se recibe la fuerza para vivir intensamente cada momento, y afrontar incluso las mayores dificultades. Muchas gracias y que Dios os bendiga.


Castelgandolfo

Miércoles 22 de agosto de 2012


Audiencias 2005-2013 20062