Audiencias 2005-2013 22082

Miércoles 22 de agosto de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María invocada con el título: «Reina». Es una fiesta de institución reciente, aunque es antiguo su origen y devoción: fue instituida por el venerable Pío XII, en 1954, al final del Año Mariano, fijando para su celebración la fecha del 31 de mayo (cf. Carta enc. Ad caeli Reginam, 11 de octubre de 1954: AAS 46 [1954] 625-640). En esa circunstancia el Papa dijo que María es Reina más que cualquier otra criatura por la elevación de su alma y por la excelencia de los dones recibidos. Ella no cesa de dispensar todos los tesoros de su amor y de sus cuidados a la humanidad (cf. Discurso en honor de María Reina, 1 de noviembre de 1954). Ahora, después de la reforma posconciliar del calendario litúrgico, fue situada ocho días después de la solemnidad de la Asunción para poner de relieve la íntima relación entre la realeza de María y su glorificación en cuerpo y alma al lado de su Hijo. En la constitución del concilio Vaticano II sobre la Iglesia leemos: «María fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo» (Lumen gentium
LG 59).

Este es el fundamento de la fiesta de hoy: María es Reina porque fue asociada a su Hijo de un modo único, tanto en el camino terreno como en la gloria del cielo. El gran santo de Siria, Efrén el siro, afirma, sobre la realeza de María, que deriva de su maternidad: ella es Madre del Señor, del Rey de los reyes (cf. Is 9,1-6) y nos señala a Jesús como vida, salvación y esperanza nuestra. El siervo de Dios Pablo VI recordaba en su exhortación apostólica Marialis cultus: «En la Virgen María todo se halla referido a Cristo y todo depende de él: con vistas a él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro» (n. 25).

Pero ahora nos preguntamos: ¿qué quiere decir María Reina? ¿Es sólo un título unido a otros? La corona, ¿es un ornamento junto a otros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué es esta realeza? Como ya hemos indicado, es una consecuencia de su unión con el Hijo, de estar en el cielo, es decir, en comunión con Dios. Ella participa en la responsabilidad de Dios respecto al mundo y en el amor de Dios por el mundo. Hay una idea vulgar, común, de rey o de reina: sería una persona con poder y riqueza. Pero este no es el tipo de realeza de Jesús y de María. Pensemos en el Señor: la realeza y el ser rey de Cristo está entretejido de humildad, servicio, amor: es sobre todo servir, ayudar, amar. Recordemos que Jesús fue proclamado rey en la cruz con esta inscripción escrita por Pilato: «rey de los judíos» (cf. Mc 15,26). En aquel momento sobre la cruz se muestra que él es rey. ¿De qué modo es rey? Sufriendo con nosotros, por nosotros, amando hasta el extremo, y así gobierna y crea verdad, amor, justicia. O pensemos también en otro momento: en la última Cena se abaja a lavar los pies de los suyos. Por lo tanto, la realeza de Jesús no tiene nada que ver con la de los poderosos de la tierra. Es un rey que sirve a sus servidores; así lo demostró durante toda su vida. Y lo mismo vale para María: es reina en el servicio a Dios en la humanidad; es reina del amor que vive la entrega de sí a Dios para entrar en el designio de la salvación del hombre. Al ángel responde: He aquí la esclava del Señor (cf. Lc 1,38), y en el Magníficat canta: Dios ha mirado la humildad de su esclava (cf. Lc 1,48). Nos ayuda. Es reina precisamente amándonos, ayudándonos en todas nuestras necesidades; es nuestra hermana, humilde esclava.

De este modo ya hemos llegado al punto fundamental: ¿Cómo ejerce María esta realeza de servicio y de amor? Velando sobre nosotros, sus hijos: los hijos que se dirigen a ella en la oración, para agradecerle o para pedir su protección maternal y su ayuda celestial tal vez después de haber perdido el camino, oprimidos por el dolor o la angustia por las tristes y complicadas vicisitudes de la vida. En la serenidad o en la oscuridad de la existencia, nos dirigimos a María confiando en su continua intercesión, para que nos obtenga de su Hijo todas las gracias y la misericordia necesarias para nuestro peregrinar a lo largo de los caminos del mundo. Por medio de la Virgen María, nos dirigimos con confianza a Aquel que gobierna el mundo y que tiene en su mano el destino del universo. Ella, desde hace siglos, es invocada como celestial Reina de los cielos; ocho veces, después de la oración del santo Rosario, es implorada en las letanías lauretanas como Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos y de las familias. El ritmo de estas antiguas invocaciones, y las oraciones cotidianas como la Salve Regina, nos ayudan a comprender que la Virgen santísima, como Madre nuestra al lado de su Hijo Jesús en la gloria del cielo, está siempre con nosotros en el desarrollo cotidiano de nuestra vida.

El título de reina es, por lo tanto, un título de confianza, de alegría, de amor. Y sabemos que la que tiene en parte el destino del mundo en su mano es buena, nos ama y nos ayuda en nuestras dificultades.

Queridos amigos, la devoción a la Virgen es un componente importante de la vida espiritual. En nuestra oración no dejemos de dirigirnos a ella con confianza. María intercederá seguramente por nosotros ante su Hijo. Mirándola a ella, imitemos su fe, su disponibilidad plena al proyecto de amor de Dios, su acogida generosa de Jesús. Aprendamos a vivir como María. María es la Reina del cielo cercana a Dios, pero también es la madre cercana a cada uno de nosotros, que nos ama y escucha nuestra voz. Gracias por la atención.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la Basílica de Nuestra Señora del Socorro, de Aspe, así como a los provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos, a encomendar nuestras súplicas a la intercesión de la Santísima Virgen, que hoy invocamos como Reina, pues la Madre del Rey de Reyes no dejará de presentar nuestra oración confiada al corazón de su divino Hijo, ni de velar por nosotros en nuestro peregrinaje terreno. Que Dios os bendiga.


Castelgandolfo

Miércoles 29 de agosto de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

Este último miércoles del mes de agosto se celebra la memoria litúrgica del martirio de san Juan Bautista, el precursor de Jesús. En el Calendario romano es el único santo de quien se celebra tanto el nacimiento, el 24 de junio, como la muerte que tuvo lugar a través del martirio. La memoria de hoy se remonta a la dedicación de una cripta de Sebaste, en Samaría, donde, ya a mediados del siglo iv, se veneraba su cabeza. Su culto se extendió después a Jerusalén, a las Iglesias de Oriente y a Roma, con el título de Decapitación de san Juan Bautista. En el Martirologio romano se hace referencia a un segundo hallazgo de la preciosa reliquia, transportada, para la ocasión, a la iglesia de San Silvestre en Campo Marzio, en Roma.

Estas pequeñas referencias históricas nos ayudan a comprender cuán antigua y profunda es la veneración de san Juan Bautista. En los Evangelios se pone muy bien de relieve su papel respecto a Jesús. En particular, san Lucas relata su nacimiento, su vida en el desierto, su predicación; y san Marcos nos habla de su dramática muerte en el Evangelio de hoy. Juan Bautista comienza su predicación bajo el emperador Tiberio, en los años 27-28 d.C., y a la gente que se reúne para escucharlo la invita abiertamente a preparar el camino para acoger al Señor, a enderezar los caminos desviados de la propia vida a través de una conversión radical del corazón (cf.
Lc 3,4). Pero el Bautista no se limita a predicar la penitencia, la conversión, sino que, reconociendo a Jesús como «el Cordero de Dios» que vino a quitar el pecado del mundo (Jn 1,29), tiene la profunda humildad de mostrar en Jesús al verdadero Enviado de Dios, poniéndose a un lado para que Cristo pueda crecer, ser escuchado y seguido. Como último acto, el Bautista testimonia con la sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios, sin ceder o retroceder, cumpliendo su misión hasta las últimas consecuencias. San Beda, monje del siglo IX, en sus Homilías dice así: «San Juan dio su vida por Cristo, aunque no se le ordenó negar a Jesucristo; sólo se le ordenó callar la verdad» (cf. Hom. 23: CCL122, 354). Así, al no callar la verdad, murió por Cristo, que es la Verdad. Precisamente por el amor a la verdad no admitió componendas y no tuvo miedo de dirigir palabras fuertes a quien había perdido el camino de Dios.

Vemos esta gran figura, esta fuerza en la pasión, en la resistencia contra los poderosos. Preguntamos: ¿de dónde nace esta vida, esta interioridad tan fuerte, tan recta, tan coherente, entregada de modo tan total por Dios y para preparar el camino a Jesús? La respuesta es sencilla: de la relación con Dios, de la oración, que es el hilo conductor de toda su existencia. Juan es el don divino durante largo tiempo invocado por sus padres, Zacarías e Isabel (cf. Lc 1,13); un don grande, humanamente inesperado, porque ambos eran de edad avanzada e Isabel era estéril (cf. Lc 1,7); pero nada es imposible para Dios (cf. Lc 1,36). El anuncio de este nacimiento se produce precisamente en el lugar de la oración, en el templo de Jerusalén; más aún, se produce cuando a Zacarías le toca el gran privilegio de entrar en el lugar más sagrado del templo para hacer la ofrenda del incienso al Señor (cf. Lc 1,8-20). También el nacimiento del Bautista está marcado por la oración: el canto de alegría, de alabanza y de acción de gracias que Zacarías eleva al Señor y que rezamos cada mañana en Laudes, el «Benedictus», exalta la acción de Dios en la historia e indica proféticamente la misión de su hijo Juan: preceder al Hijo de Dios hecho carne para prepararle los caminos (cf. Lc 1,67-79). Toda la vida del Precursor de Jesús está alimentada por la relación con Dios, en especial el período transcurrido en regiones desiertas (cf. Lc 1,80); las regiones desiertas que son lugar de tentación, pero también lugar donde el hombre siente su propia pobreza porque se ve privado de apoyos y seguridades materiales, y comprende que el único punto de referencia firme es Dios mismo. Pero Juan Bautista no es sólo hombre de oración, de contacto permanente con Dios, sino también una guía en esta relación. El evangelista san Lucas, al referir la oración que Jesús enseña a los discípulos, el «Padrenuestro», señala que los discípulos formulan la petición con estas palabras: «Señor enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (cf. Lc 11,1).

Queridos hermanos y hermanas, celebrar el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad, no admite componendas. La Verdad es Verdad, no hay componendas. La vida cristiana exige, por decirlo así, el «martirio» de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto sólo puede tener lugar en nuestra vida si es sólida la relación con Dios. La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las actividades apostólicas, sino que es exactamente lo contrario: sólo si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante, confiada, será Dios mismo quien nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de un modo feliz y sereno, para superar las dificultades y dar testimonio de él con valentía. Que san Juan Bautista interceda por nosotros, a fin de que sepamos conservar siempre el primado de Dios en nuestra vida. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España, Venezuela, Colombia, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. La Iglesia celebra hoy la memoria del Martirio de San Juan Bautista, el precursor de Jesús, que testimonia con su sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios. Su vida nos enseña que cuando la existencia se fundamenta sobre la oración, sobre una constante y sólida relación con Dios, se adquiere la valentía de permitir que Cristo oriente nuestros pensamientos y nuestras acciones. Muchas gracias.

(Al final de la audiencia general, el Pontífice se dirigió al patio del palacio pontificio, donde saludó a un grupo de dos mil seiscientos acólitos procedentes de Francia)

Queridos muchachos, el servicio que prestáis con fidelidad os permite estar especialmente cerca de Jesucristo en la Eucaristía. Tenéis el enorme privilegio de estar junto al altar, cerca del Señor. Tomad conciencia de la importancia de este servicio para la Iglesia y para vosotros mismos. Que sea para vosotros la ocasión de hacer crecer una amistad, una relación personal con Jesús. No tengáis miedo de transmitir con entusiasmo a vuestro alrededor la alegría que recibís de su presencia. Que toda vuestra vida resplandezca con la felicidad de esta cercanía al Señor Jesús. Y si un día escucháis su llamada a seguirlo por el camino del sacerdocio o de la vida religiosa, respondedle con generosidad. A todos os deseo una feliz peregrinación a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Gracias. ¡Feliz peregrinación! Que el Señor os bendiga.


Sala Pablo VI

Miércoles 5 de septiembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy después de la interrupción de las vacaciones, reanudamos las audiencias en el Vaticano, continuando en la «escuela de oración» que estoy viviendo juntamente con vosotros en estas catequesis de los miércoles.

Hoy quiero hablar de la oración en el Libro del Apocalipsis, que, como sabéis, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil, pero contiene una gran riqueza. Nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida en «el día del Señor» (
Ap 1,10): esta es, en efecto, la línea de fondo en la que se mueve el texto.

Un lector presenta a la asamblea un mensaje encomendado por el Señor al evangelista san Juan. El lector y la asamblea constituyen, por decirlo así, los dos protagonistas del desarrollo del libro; a ellos, desde el inicio, se dirige un augurio festivo: «Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía» (1, 3). Del diálogo constante entre ellos brota una sinfonía de oración, que se desarrolla con gran variedad de formas hasta la conclusión. Escuchando al lector que presenta el mensaje, escuchando y observando a la asamblea que reacciona, su oración tiende a convertirse en nuestra oración.

La primera parte del Apocalipsis (1, 4-3, 22) presenta, en la actitud de la asamblea que reza, tres fases sucesivas. La primera (1, 4-8) es un diálogo que —caso único en el Nuevo Testamento— se entabla entre la asamblea recién congregada y el lector, el cual le dirige un augurio de bendición: «Gracia y paz a vosotros» (1, 4). El lector prosigue subrayando la procedencia de este augurio: deriva de la Trinidad: del Padre, del Espíritu Santo, de Jesucristo, unidos en la realización del proyecto creativo y salvífico para la humanidad. La asamblea escucha y, cuando oye que se nombra a Jesucristo, exulta de júbilo y responde con entusiasmo, elevando la siguiente oración de alabanza: «Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1, 5b-6). La asamblea, impulsada por el amor de Cristo, se siente liberada de los lazos del pecado y se proclama «reino» de Jesucristo, que pertenece totalmente a él. Reconoce la gran misión que con el Bautismo le ha sido encomendada: llevar al mundo la presencia de Dios. Y concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a Jesús y, con entusiasmo creciente, reconoce su «gloria y poder» para salvar a la humanidad. El «amén» final concluye el himno de alabanza a Cristo. Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicaciones para nosotros; nos dicen que nuestra oración debe ser ante todo escucha de Dios que nos habla. Agobiados por tantas palabras, estamos poco acostumbrados a escuchar, sobre todo a ponernos en la actitud interior y exterior de silencio para estar atentos a lo que Dios quiere decirnos. Esos versículos nos enseñan, además, que nuestra oración, con frecuencia sólo de petición, en cambio debe ser ante todo de alabanza a Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído fuerza, esperanza y salvación.

Una nueva intervención del lector recuerda luego a la asamblea, aferrada por el amor de Cristo, el compromiso de descubrir su presencia en la propia vida. Dice así: «Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por él se lamentarán todos los pueblos de la tierra» (1, 7a). Después de subir al cielo en una «nube», símbolo de la trascendencia (cf. Ac 1,9), Jesucristo volverá tal como subió al cielo (cf. Ac 1,11). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta san Juan en el cuarto Evangelio, «mirarán al que traspasaron» (19, 37). Pensarán en sus propios pecados, causa de su crucifixión y, como los que asistieron directamente a ella en el Calvario, «se darán golpes de pecho» (cf. Lc 23,48) pidiéndole perdón, para seguirlo en la vida y preparar así la comunión plena con él, después de su regreso final. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y dice: «Sí. Amén!» (Ap 1,7). Expresa con su «sí» la aceptación plena de lo que se le ha comunicado y pide que eso se haga realidad. Es la oración de la asamblea, que medita en el amor de Dios manifestado de modo supremo en la cruz y pide vivir con coherencia como discípulos de Cristo. Y luego viene la respuesta de Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso» (1, 8). Dios, que se revela como el inicio y la conclusión de la historia, acepta y acoge de buen grado la petición de la asamblea. Él ha estado, está y estará presente y activo con su amor en las vicisitudes humanas, en el presente, en el futuro, como en el pasado, hasta llegar a la meta final. Esta es la promesa de Dios. Y aquí encontramos otro elemento importante: la oración constante despierta en nosotros el sentido de la presencia del Señor en nuestra vida y en la historia, y su presencia nos sostiene, nos guía y nos da una gran esperanza incluso en medio de la oscuridad de ciertas vicisitudes humanas; además, ninguna oración, ni siquiera la que se eleva en la soledad más radical, es aislarse; nunca es estéril; es la savia vital para alimentar una vida cristiana cada vez más comprometida y coherente.

La segunda fase de la oración de la asamblea (1, 9-22) profundiza ulteriormente la relación con Jesucristo: el Señor se muestra, habla, actúa; y la comunidad, cada vez más cercana a él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje presentado por el lector, san Juan narra su experiencia personal de encuentro con Cristo: se halla en la isla de Patmos a causa de la «Palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (1, 9) y es el «día del Señor» (1, 10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san Juan es «arrebatado en el Espíritu» (1, 10a). El Espíritu Santo lo penetra y lo renueva, dilatando su capacidad de acoger a Jesús, el cual lo invita a escribir. La oración de la asamblea que escucha asume gradualmente una actitud contemplativa ritmada por los verbos «ver» y «mirar»: es decir, contempla lo que el lector le propone, interiorizándolo y haciéndolo suyo.

Juan oye «una voz potente, como de trompeta» (1, 10b): la voz le ordena enviar un mensaje «a las siete Iglesias» (1, 11) que se encuentran en Asia Menor y, a través de ellas, a todas las Iglesias de todos los tiempos, así como a sus pastores. La expresión «voz... de trompeta», tomada del libro del Éxodo (cf. 20, 18), alude a la manifestación divina a Moisés en el monte Sinaí e indica la voz de Dios, que habla desde su cielo, desde su trascendencia. Aquí se atribuye a Jesucristo resucitado, que habla desde la gloria del Padre, con la voz de Dios, a la asamblea en oración. Volviéndose «para ver la voz» (1, 12), Juan ve «siete candelabros de oro y en medio de los candelabros como un Hijo de hombre» (1, 12-13), término muy familiar para Juan, que indica a Jesús mismo. Los candelabros de oro, con sus velas encendidas, indican a la Iglesia de todos los tiempos en actitud de oración en la liturgia: Jesús resucitado, el «Hijo del hombre», se encuentra en medio de ella y, ataviado con las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, cumple la función sacerdotal de mediador ante el Padre. En el mensaje simbólico de san Juan, sigue una manifestación luminosa de Cristo resucitado, con las características propias de Dios, como se presentaban en el Antiguo Testamento. Se habla de «cabellos... blancos como la lana blanca, como la nieve» (1, 14), símbolo de la eternidad de Dios (cf. Dn Da 7,9) y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que en el Antiguo Testamento a menudo se refiere a Dios para indicar dos propiedades. La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su alianza con el hombre (cf. Dt 4,24). Y esta intensidad celosa del amor es la que se lee en la mirada de Jesús resucitado: «Sus ojos eran como llama de fuego» (Ap 1,14). La segunda es la capacidad irrefrenable de vencer al mal como un «fuego devorador» (Dt 9,3). Así también los «pies» de Jesús, en camino para afrontar y destruir el mal, están incandescentes como el «bronce bruñido» (Ap 1,15). Luego, la voz de Jesucristo, «como rumor de muchas aguas» (1, 15c), tiene el estruendo impresionante «de la gloria del Dios de Israel» que se mueve hacia Jerusalén, del que habla el profeta Ezequiel (cf. 43, 2). Siguen a continuación tres elementos simbólicos que muestran lo que Jesús resucitado está haciendo por su Iglesia: la tiene firmemente en su mano derecha —una imagen muy importante: Jesús tiene la Iglesia en su mano—, le habla con la fuerza penetrante de una espada afilada, y le muestra el esplendor de su divinidad: «Su rostro era como el sol cuando brilla en su apogeo» (Ap 1,16). San Juan está tan arrebatado por esta estupenda experiencia del Resucitado, que se desmaya y cae como muerto.

Después de esta experiencia de revelación, el Apóstol tiene ante sí al Señor Jesús que habla con él, lo tranquiliza, le pone una mano sobre la cabeza, le revela su identidad de Crucificado resucitado y le encomienda el encargo de transmitir su mensaje a las Iglesias (cf. Ap 1,17-18). Es hermoso ver este Dios ante el cual se desmaya y cae como muerto. Es el amigo de la vida, y le pone la mano sobre la cabeza. Y eso nos sucederá también a nosotros: somos amigos de Jesús. Luego la revelación del Dios resucitado, de Cristo resucitado, no será tremenda, sino que será el encuentro con el amigo. También la asamblea vive con san Juan el momento particular de luz ante el Señor, pero unido a la experiencia del encuentro diario con Jesús, percibiendo la riqueza del contacto con el Señor, que llena todos los espacios de la existencia.

En la tercera y última fase de la primera parte del Apocalipsis (Ap 2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje septiforme en el que Jesús habla en primera persona. Dirigido a siete Iglesias situadas en Asia Menor en torno a Éfeso, el discurso de Jesús parte de la situación particular de cada Iglesia, para extenderse luego a las Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra inmediatamente en lo más delicado de la situación de cada Iglesia, evidenciando luces y sombras y dirigiéndole una apremiante invitación: «Conviértete» (2, 5.16; 3, 19c); «Mantén lo que tienes» (3, 11); «haz las obras primeras» (2, 5); «Ten, pues, celo y conviértete» (3, 19b)... Esta palabra de Jesús, si se escucha con fe, comienza inmediatamente a ser eficaz: la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del Señor, es transformada. Todas las Iglesias deben ponerse en atenta escucha del Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo esta orden siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el crecimiento en el amor y la orientación para el camino.

Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es precisamente en la oración donde sentimos de modo cada vez más intenso la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oramos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos a él, y él entra verdaderamente en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, tanto más sentimos la necesidad de estar en oración con él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por la atención.



Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la diócesis de Santander, acompañados por su Obispo, así como a los demás grupos provenientes de España, Argentina, Venezuela, Colombia, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a descubrir la presencia de Cristo en nuestra vida. Mientras más oremos, con constancia e intensidad, mejor nos asimilaremos a Jesús, y Él entrará en nuestra existencia y la guiará, colmándonos de alegría y paz. Muchas gracias.





Sala Pablo VI

Miércoles 12 de septiembre de 2012

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Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hablé de la oración en la primera parte del Apocalipsis; hoy pasamos a la segunda parte del libro, y mientras que en la primera parte la oración está orientada hacia el interior de la vida eclesial, en la segunda se dirige al mundo entero. La Iglesia, en efecto, camina en la historia, es parte de ella según el proyecto de Dios. La asamblea que, escuchando el mensaje de san Juan presentado por el lector, ha redescubierto su propia tarea de colaborar en el desarrollo del reino de Dios como «sacerdotes de Dios y de Cristo» (
Ap 20,6 cf. Ap 1,5 Ap 5,10), se abre al mundo de los hombres. Y aquí emergen dos modos de vivir en relación dialéctica entre sí: el primero lo podríamos definir el «sistema de Cristo», al que la asamblea se siente feliz de pertenecer; y el segundo es el «sistema terrestre anti-Reino y anti-alianza puesto en práctica por influjo del Maligno», el cual, engañando a los hombres, quiere realizar un mundo opuesto al querido por Cristo y por Dios (cf. Pontificia Comisión Bíblica, Biblia y moral. Raíces bíblicas del comportamiento cristiano, 70). Así pues, la asamblea debe saber leer en profundidad la historia que está viviendo, aprendiendo a discernir con la fe los acontecimientos, para colaborar, con su acción, al desarrollo del reino de Dios. Esta obra de lectura y de discernimiento, como también de acción, está vinculada a la oración.

Ante todo, después del insistente llamamiento de Cristo que, en la primera parte del Apocalipsis, dice siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a la Iglesia» (cf. Ap 2,7 Ap 2,11 Ap 2,17 Ap 2,29 Ap 3,6 Ap 3,13 Ap 3,22), se invita a la asamblea a subir al cielo para contemplar la realidad con los ojos de Dios; y aquí encontramos tres símbolos, puntos de referencia de los cuales partir para leer la historia: el trono de Dios, el Cordero y el libro (cf. Ap 4,1 – 5, 14).

El primer símbolo es el trono, sobre el cual está sentado un personaje que san Juan no describe, porque supera todo tipo de representación humana; sólo puede hacer referencia al sentido de belleza y alegría que experimenta al estar delante de él. Este personaje misterioso es Dios, Dios omnipotente que no permaneció cerrado en su cielo, sino que se hizo cercano al hombre, estableciendo una alianza con él; Dios que, de modo misterioso pero real, hace sentir su voz en la historia bajo la simbología de los relámpagos y los truenos. Hay varios elementos que aparecen alrededor del trono de Dios, como los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes, que alaban incesantemente al único Señor de la historia.

El primer símbolo, por lo tanto, es el trono. El segundo es el libro, que contiene el plan de Dios sobre los acontecimientos y sobre los hombres; está cerrado herméticamente con siete sellos y nadie puede leerlo. Ante esta incapacidad del hombre de escrutar el proyecto de Dios, san Juan siente una profunda tristeza que lo hace llorar. Pero existe un remedio para el extravío del hombre ante el misterio de la historia: alguien es capaz de abrir el libro e iluminarlo.

Aparece aquí el tercer símbolo: Cristo, el Cordero inmolado en el sacrificio de la cruz, pero que está de pie, signo de su Resurrección. Y es precisamente el Cordero, el Cristo muerto y resucitado, quien progresivamente abre los sellos y revela el plan de Dios, el sentido profundo de la historia.

¿Qué dicen estos símbolos? Nos recuerdan cuál es el camino para saber leer los hechos de la historia y de nuestra vida misma. Levantando la mirada al cielo de Dios, en la relación constante con Cristo, y abriéndole a él nuestro corazón y nuestra mente en la oración personal y comunitaria, aprendemos a ver las cosas de un modo nuevo y a captar su sentido más auténtico. La oración es como una ventana abierta que nos permite mantener la mirada dirigida hacia Dios, no sólo para recordarnos la meta hacia la que nos dirigimos, sino también para permitir que la voluntad de Dios ilumine nuestro camino terreno y nos ayude a vivirlo con intensidad y compromiso.

¿De qué modo el Señor guía la comunidad cristiana a una lectura más profunda de la historia? Ante todo invitándola a considerar con realismo el presente que estamos viviendo. Entonces el Cordero abre los cuatro primeros sellos del libro y la Iglesia ve el mundo en el que está insertada, un mundo en el que hay varios elementos negativos. Están los males que realiza el hombre, como la violencia, que nace del deseo de poseer, de prevalecer los unos sobre los otros, hasta el punto de llegar a matarse (segundo sello); o la injusticia, porque los hombres no respetan las leyes que se han escogido (tercer sello). A estos se suman los males que el hombre debe sufrir, como la muerte, el hambre, la enfermedad (cuarto sello). Ante estas realidades, a menudo dramáticas, la comunidad eclesial está invitada a no perder nunca la esperanza, a creer firmemente que la aparente omnipotencia del Maligno se enfrenta a la verdadera omnipotencia, que es la de Dios. Y el primer sello que abre el Cordero contiene precisamente este mensaje. Narra san Juan: «Y vi un caballo blanco; el jinete tenía un arco, se le dio la corona y salió como vencedor y para vencer otra vez» (Ap 6,2). En la historia del hombre ha entrado la fuerza de Dios, que no sólo es capaz de equilibrar el mal, sino incluso de vencerlo. El color blanco hace referencia a la Resurrección: Dios se hizo tan cercano que bajó a la oscuridad de la muerte para iluminarla con el esplendor de su vida divina; tomó sobre sí el mal del mundo para purificarlo con el fuego de su amor.

¿Cómo crecer en esta lectura cristiana de la realidad? El Apocalipsis nos dice que la oración alimenta en cada uno de nosotros y en nuestras comunidades esta visión de luz y de profunda esperanza: nos invita a no dejarnos vencer por el mal, sino a vencer el mal con el bien, a mirar a Cristo crucificado y resucitado que nos asocia a su victoria. La Iglesia vive en la historia, no se cierra en sí misma, sino que afronta con valentía su camino en medio de dificultades y sufrimientos, afirmando con fuerza que el mal, en definitiva, no vence al bien, la oscuridad no ofusca el esplendor de Dios. Este es un punto importante para nosotros; como cristianos nunca podemos ser pesimistas; sabemos bien que en el camino de nuestra vida encontramos a menudo violencia, mentira, odio, persecuciones, pero esto no nos desalienta. La oración, sobre todo, nos educa a ver los signos de Dios, su presencia y acción; es más, a ser nosotros mismos luces de bien que difundan esperanza e indiquen que la victoria es de Dios.

Esta perspectiva lleva a elevar a Dios y al Cordero la acción de gracias y la alabanza: los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes cantan juntos el «cántico nuevo» que celebra la obra de Cristo Cordero, el cual hará «nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Pero esta renovación es, ante todo, un don que se ha de pedir. Aquí encontramos otro elemento que debe caracterizar la oración: invocar con insistencia al Señor para que venga su Reino, para que el hombre tenga un corazón dócil al señorío de Dios, para que sea su voluntad la que oriente nuestra vida y la del mundo. En la visión del Apocalipsis esta oración de petición está representada por un detalle importante: «los veinticuatro ancianos» y «los cuatro seres vivientes» tienen en la mano, junto a la cítara que acompaña su canto, «copas de oro llenas de perfume» (5, 8a) que, como se explica, «son las oraciones de los santos» (5, 8b), es decir, de aquellos que ya han llegado a Dios, pero también de todos nosotros que nos encontramos en camino. Y vemos que un ángel, delante del trono de Dios, tiene en la mano un incensario de oro en el que pone continuamente los granos de incienso, es decir nuestras oraciones, cuyo suave olor se ofrece juntamente con las oraciones que suben hasta Dios (cf. Ap 8,1-4). Es un simbolismo que nos indica cómo todas nuestras oraciones —con todos sus límites, el cansancio, la pobreza, la aridez, las imperfecciones que podemos tener— son casi purificadas y llegan al corazón de Dios. Debemos estar seguros de que no existen oraciones superfluas, inútiles; ninguna se pierde. Las oraciones encuentran respuesta, aunque a veces misteriosa, porque Dios es Amor y Misericordia infinita. El ángel —escribe san Juan— «tomó el incensario, lo llenó del fuego del altar y lo arrojó a la tierra: hubo truenos, voces, relámpagos y un terremoto» (Ap 8,5). Esta imagen significa que Dios no es insensible a nuestras súplicas, interviene y hace sentir su poder y su voz sobre la tierra, hace temblar y destruye el sistema del Maligno. Ante el mal a menudo se tiene la sensación de no poder hacer nada, pero precisamente nuestra oración es la respuesta primera y más eficaz que podemos dar y que hace más fuerte nuestro esfuerzo cotidiano por difundir el bien. El poder de Dios hace fecunda nuestra debilidad (cf. Rm 8,26-27).

Quiero concluir haciendo referencia al diálogo final (cf. Ap 22,6-21). Jesús repite varias veces: «Mira, yo vengo pronto» (Ap 22,7 Ap 22,12). Esta afirmación no sólo indica la perspectiva futura al final de los tiempos, sino también la presente: Jesús viene, pone su morada en quien cree en él y lo acoge. La asamblea, entonces, guiada por el Espíritu Santo, repite a Jesús la invitación urgente a estar cada vez más cerca: «¡Ven!» (Ap 22,17). Es como la «esposa» (22, 17) que aspira ardientemente a la plenitud del matrimonio. Por tercera vez aparece la invocación: «Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (22, 20b); y el lector concluye con una expresión que manifiesta el sentido de esta presencia: «La gracia del Señor Jesús esté con todos» (22, 21).

El Apocalipsis, a pesar de la complejidad de los símbolos, nos implica en una oración muy rica, por la cual también nosotros escuchamos, alabamos, damos gracias, contemplamos al Señor y le pedimos perdón. Su estructura de gran oración litúrgica comunitaria es también una importante llamada a redescubrir la fuerza extraordinaria y transformadora de la Eucaristía. Quiero invitar con fuerza, de manera especial, a ser fieles a la santa misa dominical en el día del Señor, el Domingo, verdadero centro de la semana. La riqueza de la oración en el Apocalipsis nos hace pensar en un diamante, que tiene una serie fascinante de tallas, pero cuya belleza reside en la pureza del único núcleo central. Las sugestivas formas de oración que encontramos en el Apocalipsis hacen brillar la belleza única e indecible de Jesucristo. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Nicaragua, El Salvador, Colombia, Venezuela, Chile, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a participar en la Eucaristía, en particular el día del Señor. Así podremos escuchar, dar gracias, contemplar y pedir perdón al Señor, a ejemplo de la asamblea orante del Apocalipsis, que lo alaba en la liturgia celeste. Muchas gracias.


Llamamiento del Papa en vísperas de su viaje a Líbano


Queridos peregrinos, dentro de dos días a estas horas estaré en vuelo hacia Líbano. Me alegra este viaje apostólico, que me permitirá encontrarme con numerosos componentes de la sociedad libanesa: responsables civiles y eclesiales, fieles católicos de diversos ritos y otros cristianos, musulmanes y drusos de esa región. Doy gracias al Señor por esta riqueza, que sólo podrá continuar si vive en paz y reconciliación permanente. Por eso exhorto a todos los cristianos de Oriente Medio, tanto a los originarios de allí como a los recién llegados, a ser constructores de paz y promotores de reconciliación. Pidamos a Dios que fortalezca la fe de los cristianos de Líbano y de Oriente Medio y los llene de esperanza. Doy gracias a Dios por su presencia y animo a toda la Iglesia a la solidaridad, para que puedan seguir dando testimonio de Cristo en esas tierras bendecidas buscando la comunión en la unidad. Doy gracias a Dios por todas las personas y todas las instituciones que, de muchas maneras, les ayudan en ese sentido. La historia de Oriente Medio nos muestra el papel importante y a menudo fundamental que han desempeñado las distintas comunidades cristianas en el diálogo interreligioso e intercultural. Pidamos a Dios que otorgue a esa región del mundo la paz tan anhelada, en el respeto de las legítimas diferencias. Que Dios bendiga a Líbano y a Oriente Medio. Que Dios os bendiga a todos.




Sala Pablo VI

Miércoles 19 de septiembre de 2012: Viaje apostólico a Líbano


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