Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta II: Multitud de religiones.


Carta III: Sencilla demostración de la existencia de Dios. Eternidad de las penas del infierno.

Errado método que suelen seguir en las disputas los enemigos de la religión. Método que debiera observarse. Dogma de la Iglesia sobre la eternidad de las penas. La misericordia no excluye la justicia. El sentimiento. Abuso que de él se hace. Reflexión sobre su influencia en los errores de nuestra época. Aplicación al dogma de la eternidad de las penas. Razones naturales que apoyan al dogma. Imposibilidad de comprender los misterios. Nuestra ignorancia hasta en las cosas naturales. La duración eterna y la temporal. El purgatorio. Observaciones sobre un carácter distintivo del hombre en esta vida con respecto a las cosas futuras. Necesidad de una impresión aterradora. La explicación filosófica. Los frailes y los poetas. Magnífico pasaje de Virgilio.


Mi querido amigo: Cuando, según me indica V. en su última, veo que llegaremos a entablar una seria disputa sobre materias religiosas, me ha llenado de indecible consuelo la seguridad que me da V. de no haber llegado su extravío al extremo de poner en duda la existencia de Dios: esto allana sobremanera el camino a la discusión, pues que no es posible dar en ella un solo paso sin estar de acuerdo sobre esta verdad fundamental. Y no sin motivo he querido cerciorarme de las ideas que sobre este particular profesaba usted; pues que nunca podré olvidar lo que me sucedió con otro escéptico, de quien sospechando yo si tal vez hasta ponía en duda la existencia de Dios, o si al menos no la concebía tal como es menester, y dirigiéndole en consecuencia algunas preguntas, me salió con una extraña ocurrencia, que fuera chistosa, a no ser sacrílega. Advirtiéndole yo que ante toda discusión era necesario estar los dos de acuerdo sobre este punto, me respondió con la mayor serenidad que imaginarse pueda: «me parece que podemos pasar adelante; porque opino que es de poca importancia el aclarar si Dios es una cosa distinta de la naturaleza, o si es la misma naturaleza».¡A tanto llega la confusión de ideas trastornadas por la impiedad, y este hombre, por otra parte, era de más que mediana instrucción, y de ingenio muy despejado!

Desde luego le doy a V. mil satisfacciones por haberme atrevido a indicarle mis recelos en este punto, bien que difícilmente me arrepiento de semejante conducta, porque cuando menos ha producido un gran bien, cual es, el que V. se explica sobre este particular de tal modo, que, revelando mucho buen sentido, me hace concebir grandes esperanzas de que no serán estériles mis esfuerzos. Una y mil veces he leído aquellas juiciosas palabras de su apreciada, en las que expone el punto de vista desde el cual considera esta importante verdad. Permítame V. que se las reproduzca en la mía, y que le recomiende encarecidamente que no las olvide jamás. «Nunca me he devanado mucho los sesos en buscar pruebas de la existencia de Dios; la historia, la física, la metafísica, servirán para esta demostración todo lo que se quiera; pero yo confieso ingenuamente que para mi convicción no he menester tanto aparato científico. Saco la muestra de mi faltriquera, y al contemplar su curioso mecanismo y su ordenado movimiento, nadie sería capaz de persuadirme de que todo aquello se ha hecho por casualidad, sin la inteligencia y el trabajo de un artífice: el universo vale, a no dudarlo, algo más que mi muestra; alguien, pues, debe de haber que lo haya fabricado. Los ateos me hablan de casualidad, de combinaciones de átomos, de naturaleza, y de qué sé yo cuántas cosas; pero, sea dicho con perdón de estos señores, todas estas palabras carecen de sentido.» Nada tengo que advertir a quien con tanto pulso aprecia el valor de los dos sistemas; estas palabras tan sencillas como profundas, las estimo yo en más que un tomo lleno de razones.

Pasando al punto de que me habla V. en su apreciada, comenzaré por decirle que me ha hecho gracia el que V. abra la discusión religiosa, atacando el dogma de la eternidad de las penas. No esperaba yo que acometiera V. tan pronto por este flanco; y, vaya dicho entre los dos, esta anomalía me ha dado a entender que V. le ha cobrado al infierno un poquito de miedo. La cosa no es para menos, y el negocio es grave, urgente: de aquí a pocos años hay que saber por experiencia propia lo que hay sobre este particular, y dice V. muy bien que para los que se engañan en esta materia, el chasco debe de ser pesado en demasía».

No tengo dificultad en abordar por este lado las cuestiones religiosas; pero no puedo menos de observar que no es éste el mejor método para dejarlas aclaradas cual conviene. Las doctrinas católicas forman un conjunto tan trabado, y en que se nota tan recíproca dependencia, que no se puede desechar una sin desecharlas todas, y, al contrario, admitidos ciertos puntos capitales, es imposible resistirse a la admisión de los demás. Sucede muy a menudo que los impugnadores de esas doctrinas escogen por blanco una de ellas, tomándola en completo aislamiento, y amontonando las dificultades que de suyo presenta, atendida la flaqueza del entendimiento del hombre. «Esto es inconcebible, exclaman; la religión que lo enseña no puede ser verdadera»; como si los católicos dijésemos que los misterios de nuestra religión están al alcance del hombre; como si no estuviéramos asegurando continuamente que son muchas las verdades a cuya altura no puede elevarse nuestra limitada comprensión.

Al leer u oír la relación de un fenómeno o suceso cualquiera, nos informamos ante todo de la inteligencia y veracidad del narrador; y, en estando bien asegurados, por este lado, por más extraña que la cosa contada nos parezca, no nos tomamos la libertad de desecharla. Antes que se hubiese dado la vuelta al mundo, pocos eran los que comprendían cómo era posible que volviese por oriente la nave que había dado la vela para occidente; pero ¿bastaba esto para resistirse a dar crédito a la narración de Sebastián de Elcano, cuando acababa de dar cima a la atrevida empresa del infortunado Magallanes? Si, levantándose del sepulcro uno de nuestros mayores, oyera contar las maravillas de la industria en los países civilizados, ¿debería, por ventura, andar mirando detalladamente la relación que se le hace de las funciones de esta o aquella máquina, de los agentes que la impulsan, de los artefactos que produce, y desechar en seguida lo que a él le pareciese incomprensible? Por cierto que no: y, procediendo conforme a razón y a sana prudencia, lo que debiera hacer sería asegurarse de la veracidad de los testigos, examinar si era posible que ellos hubiesen sido engañados, o si podrían tener algún interés en engañar; y, cuando estuviese bien cierto de que no mediaba ninguna de estas circunstancias, no podría, sin temeridad, rehusar el asenso a lo que se le refiriera, por más que a él le fuera inconcebible, y le pareciese que pasaba los límites de la posibilidad.

De una manera semejante conviene proceder cuando se trata de materias religiosas: lo que se debe examinar es si existe o no la revelación, y si la Iglesia es o no depositaria de las verdades reveladas: en teniendo asentadas estas dos bases, ¿qué importa que este o aquel dogma se muestren más o menos plausibles, que la razón se halle más o menos humillada, por no llegar a comprenderlos? ¿Existe la revelación? ¿Esta verdad es revelada? ¿Hay algún juez competente para decidirlo? ¿Qué dice sobre el dogma en cuestión el indicado juez? He aquí el orden lógico de las ideas, he aquí el orden lógico de las cuestiones, he aquí la manera de ilustrarse sobre estas materias: lo demás es divagar, es exponerse a perder tiempo en disputas que a nada conducen.

Lejos de mí el intento de huir, por medio de estas observaciones, el cuerpo a la dificultad; pero nunca habrá sido fuera del caso el emitirlas para que se tengan presentes cuando sea menester. Voy al punto de la dificultad. Dice V. que «se le hace muy cuesta arriba el dar crédito a lo que nos están enseñando los predicadores sobre las penas del infierno, y que repetidas veces ha oído cosas que de puro horribles rayaban en ridículas». Resérvome para más allá el decirle a V. cosas curiosas sobre esos horrores; por ahora, y no sabiendo a punto fijo cuáles son los motivos de queja que tiene V. sobre el particular, me contentaré con advertir que nada tiene que ver el dogma católico con esta o aquella ocurrencia que haya podido venirle a un orador. Lo que enseña la Iglesia es que los que mueren en mal estado de conciencia, es decir, en pecado grave, sufren un castigo que no tendrá fin. He aquí el dogma; lo demás que puede decirse sobre el lugar de este castigo, sobre el grado y la calidad de las penas, no es de fe: pertenece a aquellos puntos sobre los que es lícito opinar en diferentes sentidos, sin apartarse de la fe católica. Lo que sí sabemos, pues que la Escritura lo dice expresamente, es que estas penas serán horrorosas: y bien, ¿para qué necesitamos saber lo demás? ¡Penas terribles, y sin fin!... ¿No basta esta sola idea para dejarnos con escasa curiosidad sobre el resto de las cuestiones que aquí se pueden ofrecer?

«¿Cómo es posible, dice V., que un Dios infinitamente misericordioso castigue con tanto rigor?» ¿Cómo es posible, contestaré, yo, que un Dios infinitamente justo no castigue con tanto rigor, después de haber procurado llamarnos al camino de la salvación por los muchos medios que nos proporciona durante el curso de nuestra vida? Cuando el hombre ofende a Dios, la criatura ultraja al Criador, el ser finito al Ser infinito; esto reclama, pues, un castigo en cierto modo infinito. En el orden de la justicia humana es más o menos criminal el atentado, según es la clase y la categoría de la persona ofendida: ¿con qué horror es mirado el hijo que maltrata a sus padres?, ¿qué circunstancia más agravante que la de ofender a una persona en el acto mismo en que nos está dispensando un beneficio? Pues bien, aplíquense estas ideas; adviértase que en la ofensa del hombre a Dios hay la rebelión de la nada contra un Ser infinito, hay la ingratitud del hijo con el padre, hay el desacato del súbdito contra su supremo Señor, de una débil criatura contra el Soberano de cielo y tierra: ¡cuántos motivos para afear la culpa! ¡Cuántos títulos para aumentar la severidad de la pena! Por un simple acto contra la vida o la propiedad de un individuo, castiga la ley humana al reo con la pena de muerte; es decir, con la mayor de las penas que sobre la tierra existen, esforzándose en cierto modo en aplicar un castigo infinito, pues que priva al ajusticiado de todos los bienes de la sociedad para siempre; ¿por qué, pues, el Juez Supremo no podrá castigar también al culpable con penas que duren para siempre? Y nótese bien que la justicia humana no se satisface con el arrepentimiento; consumado el crimen, le sigue la pena, y no basta que el criminal haya mudado de vida; Dios pide un corazón contrito y humillado; no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, y no descarga sobre el delincuente el golpe fatal sin haberle puesto a la vista la vida y la muerte, sin haberle dejado la elección, sin haberle ofrecido la mano con cuya ayuda pudiera apartarse del borde del precipicio. ¿A quién, pues, podrá culpar el hombre sino a sí mismo? ¿Qué tienen de repugnante ni de cruel esas ideas? Fácil es alucinar a los incautos, pronunciando enfáticamente los nombres de eternidad de penas y de misericordia infinita; pero examínese a fondo la materia; atiéndase a todas las circunstancias que la rodean, y se verán desaparecer como el humo las dificultades que a primera vista se habían ofrecido. El secreto de los sofismas más engañosos consiste en el artificio de presentar los objetos no más que por un lado; de aproximar de golpe dos ideas, que, si parecen contradictorias, es porque no se atiende a las intermedias que las enlazan y hermanan. Es fácil observar que los autores más célebres entre los enemigos de la religión, resuelven a menudo las cuestiones más graves y complicadas con una salida ingeniosa, o una reflexión sentimental. Ya se ve, como todas las cosas presentan tan diferentes aspectos, no es difícil a un ingenio perspicaz coger dos puntos cuyo contraste hiera vivamente el ánimo de los lectores; y, si a esto se añade algo que pueda interesar el corazón, no cuesta mucho trabajo dar al traste, en el ánimo de los incautos, con el sistema de doctrinas más bien cimentado.

Ya que acabo de mentar el sentimentalismo, no puedo pasar por alto el abuso que se hace de este linaje de argumentos, dirigiéndose al corazón en muchos casos en que sólo se debe hablar al entendimiento. Así, en el asunto que nos está ocupando, ¿cómo resiste un corazón sensible al horrendo espectáculo de un infeliz condenado a padecer para siempre? Se ha dicho que los grandes pensamientos salen del corazón; y en esto, como en todas las proposiciones demasiado generales, hay una parte de verdad y otra de falsedad; porque, si bien es indudable que en muchas cosas es el sentimiento un excelente auxiliar para comprender a fondo ciertas verdades, también lo es que no debe nunca tomársele por principal guía, y que no se le ha de permitir jamás que llegue a dominar los eternos principios de la razón. Los derechos y deberes de padres e hijos, de marido y mujer, y todas las relaciones de familia, no se comprenderán quizás tan perfectamente si, analizados a la sola luz de una filosofía disecante, no se escuchan, al propio tiempo, las inspiraciones del corazón; pero, en cambio, también se trastornarán los sanos principios de la moral, y se introducirá el desorden en las familias, si, prescindiendo de los severos dictámenes de la razón, sólo nos empeñamos en regirnos por lo que nos sugiere la volubilidad de nuestros afectos.

Mucho me engaño si no se encuentra aquí uno de los más fecundos manantiales de los errores de nuestra época. Si bien se observa, el espíritu humano esta atravesando un período, que tiene por carácter distintivo el desarrollo simultáneo de todas las facultades. Éstas pierden quizá bajo ciertos aspectos, absorbiendo una gran porción de las fuerzas y energía que en otra situación corresponderían a las otras; pero la que gana indudablemente es el sentimiento; no en la parte que tiene de desprendimiento y elevación, sino en cuanto es un placer, un goce del alma. Así notamos que no prevalece en la literatura la imaginación, ni tampoco el discurso, sino el sentimiento en sus más raros y extravagantes matices, llamando en su auxilio la razón y la fantasía, no como amigos, sino como dependientes. De donde resulta que la filosofía se resiente también del mismo defecto, y que de su tribunal rara vez salen bien librados los austeros principios de la moral eterna. Este sentimiento muelle se esfuerza en divinizar el goce, busca una excusa a todas las acciones perversas, califica de deslices los delitos, de faltas las caídas más ignominiosas, de extravíos los crímenes; procura desterrar del mundo toda idea severa, ahoga los remordimientos, y ofrece al corazón humano un solo ídolo, el placer; una sola regla, el egoísmo.

Ya ve V., mi querido amigo, que la existencia del infierno no se aviene con tanta indulgencia; pero el error de los hombres no destruye la realidad de las cosas; si el infierno existía en tiempo de nuestros padres, existe todavía en el nuestro; y en nada inmutan el hecho, ni la austeridad de los pensamientos de los antepasados, ni la indulgencia y molicie de los nuestros. Cuando el hombre se separe de esta carne mortal, se encontrará en presencia del Supremo Juez, y allí no llevará por defensor el mundo. Estará solo, con su conciencia desplegada, patente a los ojos de Aquel a cuya vista nada hay invisible, nada que pueda ocultarse.

Estas reflexiones sobre la relación entre el carácter del desarrollo del espíritu humano en este siglo, y las ideas que han cundido en contra de la eternidad de las penas, son susceptibles de muchas aplicaciones a otras materias análogas. El hombre ha creído poder cambiar y modificar las leyes divinas, del modo que lo hace con la legislación humana, y como que se ha propuesto introducir en los fallos del Soberano Juez la misma suavidad que ha dado a los de los jueces terrenos. Todo el sistema de legislación criminal tiende claramente a disminuir las penas, haciéndolas menos aflictivas, despojándolas de todo lo que tienen de horroroso, y economizando al hombre los padecimientos tanto como es posible. Más o menos, todos cuantos en esta época vivimos, estamos afectados de esta suavidad: la pena de muerte, los azotes, todo cuanto trae consigo una idea horrorosa o aflictiva, es para nosotros insoportable; y se necesitan todos los esfuerzos de la filosofía, y todos los consejos de la prudencia, para que se conserven en los códigos criminales algunas penas rigurosas. Lejos de mí el oponerme a esta corriente; y ojalá fuera hoy el día en que la sociedad no hubiese menester para su buen orden y gobierno el hacer derramar sangre ni lágrimas; pero quisiera también que no se abusase de este exagerado sentimentalismo, que se notase que no es todo filantropía lo que bajo este velo se oculta, y que no se perdiese de vista que la humanidad bien entendida es algo más noble y elevado que aquel sentimiento egoísta y débil que no nos permite ver sufrir a los otros, porque nuestra flaca organización nos hace partícipes de los sufrimientos ajenos. Tal persona se desmaya a la vista de un desvalido, y tiene las entrañas bastante duras para no alargarle una pequeña limosna. ¿Qué son en tal caso la sensibilidad y la humanidad? La primera, un efecto de la organización; la segunda, puro egoísmo.

Pero no mira Dios las cosas con los ojos del hombre, ni están sometidos sus inmutables decretos a los caprichos de nuestra enfermiza razón: y no cabe mayor olvido de la idea que debemos formarnos de un Ser eterno e infinito, que el empeñarnos en que su voluntad se haya de acomodar a nuestros insensatos deseos. Tan acostumbrado está el presente siglo a excusar el crimen, a interesarse por el criminal, que se olvida de la compasión que, con título sin duda más justo, es debida a la víctima; y de buena gana dejaría a ésta sin reparación de ninguna clase, con el solo objeto de ahorrar a aquél los sufrimientos que tiene merecidos. Táchese cuanto se quiera de duro y cruel el dogma sobre la eternidad de las penas, dígase que no puede conciliarse con la Misericordia divina tan tremendo castigo; nosotros responderemos que tampoco puede componerse con la divina Justicia, ni con el buen orden del universo, la falta de ese castigo; diremos que el mundo estaría encomendado al acaso; que en gran parte de sus acontecimientos se descubriera la más repugnante injusticia, si no hubiese un Dios terriblemente vengador, que está esperando al culpable más allá del sepulcro, para pedirle cuenta de su perversidad durante su peregrinación sobre la tierra.

¿Y qué? ¿No vemos a cada paso ufana y triunfante la injusticia, burlándose del huérfano abandonado, del desvalido enfermo, del pobre andrajoso y hambriento, de la desamparada viuda, e insultando con su lujo y disipación la miseria y demás calamidades de esas infelices víctimas de sus tropelías y despojos? ¿No contemplamos con horror padres sin entrañas, que con su conducta disipada llenan de angustia la familia de que Dios les ha hecho cabezas, llevando al sepulcro a una consorte virtuosa, dejando a sus hijos en la miseria, y no transmitiéndoles otra herencia que el funesto recuerdo y los dañosos resultados de una vida escandalosa? ¿No se encuentran a veces hijos desnaturalizados, que insultan cruelmente las canas de quien les diera el ser, que le abandonan en el infortunio, que no le dirigen jamás una palabra de consuelo, y que con su desarreglo y su insolente petulancia abrevian los días de una afligida ancianidad? ¿No se hallan infames seductores que, después de haber sorprendido el candor y mancillado la inocencia, abandonan cruelmente a su víctima, entregándola a todos los horrores de la ignominia y de la desesperación? La ambición, la perfidia, la traición, el fraude, el adulterio, la maledicencia, la calumnia y otros vicios que tanta impunidad disfrutan en este mundo, donde tan poco alcanza la acción de la justicia, donde son tantos los medios de eludirla y sobornarla, ¿no han de encontrar un Dios vengador que les haga sentir todo el peso de su indignación?, ¿no ha de haber en el cielo quien escuche los gemidos de la inocencia cuando demanda venganza?

Que no es verdad, no, que el culpable experimente ya en esta vida todo lo bastante para el castigo de sus faltas; atorméntanle, sí, los remordimientos roedores, agréganse las enfermedades que sus desarreglos le han acarreado, abrúmanle las desastrosas consecuencias de su perversa conducta; pero tampoco le faltan medios para embotar algún tanto el punzante estímulo de su conciencia, tampoco carece de artificios para neutralizar los malos efectos de sus bacanales, tampoco escasea de recursos para salir airoso de los malos pasos a que sus extravíos le conducen. Y, además, ¿qué son estos padecimientos del malvado en comparación de los que sufre también el justo? Las enfermedades le abruman, la pobreza le acosa, la maledicencia y la calumnia le denigran, la injusticia le atropella, la persecución no le deja sosiego; las tribulaciones de espíritu se agregan también, y, semejante al divino Maestro, sufre en esta vida los tormentos, las angustias, el oprobio de la cruz. Si su paciencia es mucha, si acierta a resignarse como verdadero cristiano, hace algún tanto más llevaderos sus padecimientos; pero no deja por esto de sentirlos, y a menudo más duros de los que han caído sobre el hombre manchado con cien crímenes. Sin las penas y los premios de la otra vida, ¿dónde está la justicia?; ¿dónde la Providencia?; ¿dónde el estímulo para la virtud, y el freno para el vicio?

Pregúntame V., mi estimado amigo, si comprendo perfectamente cuál es el objeto que Dios se pueda proponer en prolongar por toda la eternidad las penas de los condenados; y adelántase a contestar a la razón que podía señalarse de que así se satisface la divina Justicia, y se aparta a los hombres del camino del vicio, con el temor de tan horrendo castigo. Dice V., por lo tocante al primer punto, «que jamás ha podido concebir la razón de tanto rigor; y que, aun cuando no deja de columbrar la relación que existe entre la eternidad de la pena y la especie de infinidad de la ofensa por la cual se impone, sin embargo, le queda todavía alguna obscuridad que no acierta a disipar.» Muy errado anda V., mi apreciado amigo, si se imagina que a todos los demás no les sucede lo mismo; pues que sabido es que el entendimiento humano se anubla, tan pronto como toca en los umbrales de lo infinito. De mí sabré decir que tampoco concibo estas verdades con entera claridad; y que, por más firme certeza que de ellas abrigue, no puedo lisonjearme que se presenten a mi espíritu con aquella evidencia que las pertenecientes a un orden finito y puramente humano; pero, lejos de que me desanime esta niebla, que procede al propio tiempo de la debilidad de nuestros alcances, y de la sublime naturaleza de los objetos, he considerado repetidas veces que, si por este motivo debiera negar mi asenso, no podría prestarle tampoco a muchas otras verdades de las que me sería imposible dudar, aunque en ello me esforzara. Estoy seguro de la creación, no sólo por lo que me enseña la religión revelada, sino también por lo que me dicta la razón natural: y, no obstante, cuando medito sobre ella, cuando quiero formarme una idea clara y distinta de aquel acto sublime en que Dios dijo: hágase la luz, y la luz fue hecha, siéntese mi entendimiento con cierta flaqueza, que no le permite comprender con toda perfección el tránsito del no ser al ser. Estoy cierto, y V. conmigo, de la existencia de Dios, de su infinidad, eternidad, inmensidad, y demás atributos; pero, ¿nos es dado acaso formarnos ideas bien claras de lo que por estos nombres se expresa? Es bien seguro que no; y lea usted todo cuanto han escrito sobre ello los teólogos y filósofos más esclarecidos, y echará de ver que, más o menos, adolecían del mismo achaque que nosotros.

Si quisiera dar más amplitud a estas reflexiones, fácil sería encontrar mil y mil ejemplos de esta debilidad de nuestro entendimiento, hasta en las cosas físicas y naturales; pero esto me empeñaría en largas discusiones sobre las ciencias humanas, alejándome del principal objeto. Además, que no dudo bastará lo dicho para dejar sentado que no debe hacer mella en un espíritu sólido esta obscuridad de que están rodeados a nuestra vista algunos objetos; y que, mientras sobre ellos podamos adquirir por conducto seguro la competente certeza, no conviene abstenerse de prestar asenso por el solo asomo de algunas dificultades más o menos graves, más o menos embarazosas.

No son muchas las materias en que pueden señalarse, en apoyo de una verdad, razones más satisfactorias que las arriba indicadas en pro de la justicia de la eternidad de las penas; sea cual fuere el concepto que V. forme de mis reflexiones, al menos no podrá negarme que no son para despreciadas por el simple obstáculo de una dificultad, que más bien se funda en un sentimentalismo exagerado que en un raciocinio sólido y convincente. Por tanto, sólo me resta recordarle que no se trata de saber si nuestro entendimiento comprende o no con toda claridad el dogma del infierno, sino de averiguar si en realidad este dogma es verdadero y si los fundamentos en que le apoyamos sus sostenedores tienen las señales características que puedan convencer de que realmente ha sido revelado por Dios. ¿De qué nos serviría el comprenderlo más o menos claramente, si tuviésemos el tremendo infortunio de haberle de sufrir?

Por lo que toca al segundo punto que V. indica en su apreciada, no estoy de acuerdo en que una pena de duración limitada pudiese ejercer sobre el ánimo de los hombres una impresión equivalente, y de idénticos resultados, en cuanto al arreglo de la conducta. Pretende V. que, en estando acompañada la pena de mucha duración, o de un tormento muy terrible, bastaría para enfrenar las pasiones, poniéndose un límite a los malos deseos; con cuya observación se da por el pie a la razón que señalamos los cristianos de que la existencia del infierno es una salvaguardia de la moral. Pero a mí me parece que V. no ha sondeado lo suficiente este asunto, y no ha reparado en que, si bien es verdad que la idea del tormento nos espanta y aterra cuando se ha de sufrir en esta vida, nos causa muy ligera impresión si se ha de reservar para la otra. Dos pruebas daré de esto, una experimental, otra científica.

El dogma del purgatorio lleva ciertamente una idea terrible; y así los libros de devoción, como los predicadores, están pintando continuamente aquel lugar de expiación con los colores más espantosos. Los fieles lo creen así; lo están oyendo sin cesar, oran por los parientes y amigos difuntos, que pueden estar detenidos en él; pero, hablando ingenuamente, ¿es mucho el miedo que se tiene al purgatorio? Por sí solo, ¿fuera un dique bastante robusto para oponerse al ímpetu de las pasiones? Dígalo cada cual por experiencia propia: díganlo también por la ajena, cuantos han tenido ocasión de observarlo. Las penas que para aquel lugar se nos anuncian son terribles, es verdad; su duración puede ser mucha, es cierto; el alma no saldrá de allí hasta haber pagado el último cuadrante, no tiene duda; pero aquella pena tendrá fin, estamos seguros de que no puede durar siempre, y, colocados en medio del riesgo de largos padecimientos en la otra vida, y de la necesidad de suportar leves molestias en la presente, repetidas veces preferimos aventurarnos a lo primero para preservarnos de lo segundo.

De esto, que la experiencia nos está mostrando a cada paso, nos señala la razón las causas; bastando para conocerlas una sencilla consideración de la naturaleza humana. Mientras vivimos en esta tierra, se halla nuestro espíritu unido al cuerpo, que nos transmite sin cesar las impresiones de todo cuanto le rodea. Posee, a la verdad, nuestra alma algunas facultades que, elevadas por naturaleza sobre todo lo corpóreo y sensible, se rigen por otros principios, versan sobre más altos objetos, y habitan, por decirlo así, en una región que de suyo nada tiene que ver con todo cuanto existe material y terreno. Sin desconocer, empero, la dignidad de estas facultades, ni la altura de la región en que moran, menester es confesar que es tal la influencia que sobre las mismas ejercen las otras de un orden inferior, que a menudo las hacen descender de su elevación, y, en vez de obedecerlas como a señoras, las reducen a la clase de esclavas. Cuando las cosas no lleguen a este extremo, resulta al menos con demasiada frecuencia que las facultades superiores están sin funcionar, como adormecidas; de suerte que el entendimiento columbra apenas como en obscura lontananza las verdades que forman su más noble y principal objeto, y la voluntad no se dirige tampoco al suyo sino, con el mayor descuido y flojedad. Hay un infierno que temer, un cielo que esperar; pero todo esto está en la otra vida, se reserva para una época más distante, son cosas que pertenecen a un orden enteramente distinto, a un modo nuevo, en el cual creemos firmemente, pero del que no recibimos impresiones directas, de momento; y así es que necesitamos hacer un esfuerzo de concentración y reflexión para penetrarnos del inmenso interés que para nosotros tienen, y de que en su comparación es nada todo cuanto nos rodea. Viene, entre tanto, a herir nuestra imaginación, a excitar nuestros sentimientos, algún objeto de la tierra, ora inspirándonos algún temor, ora halagándonos con algún placer; el otro mundo desaparece a nuestros ojos, como objeto que perdiéramos de vista en un remoto confín; el entendimiento vuelve a caer en su entorpecimiento, la voluntad en su languidez; y si uno y otra se excitan de nuevo es para contribuir al mayor desarrollo de las otras facultades. El hombre se guía casi siempre por las impresiones de momento; sacrifica lo venidero a lo presente; y, cuando pesa en la balanza de su juicio las ventajas y los inconvenientes que una acción le puede acarrear, la distancia o la proximidad de la realización de estos inconvenientes y ventajas es una de las circunstancias más influyentes en su elección. ¿Cómo no ha de suceder esto en lo tocante a los negocios de la otra vida, si se verifica lo mismo con respecto a los de la presente? ¿No es infinito el número de los que sacrifican las riquezas, el honor, la salud, la vida, a un placer de momento? Y esto, ¿por qué? Porque el objeto que halaga está presente, y los males, distantes; y el hombre se hace la ilusión de evitarlos, o bien se resigna a sufrirlos, como quien se arroja a un precipicio con los ojos vendados.

De esto se infiere no ser verdad lo que V. afirma, que bastase el temor de una pena muy duradera para que produjese un mismo o semejante efecto, que la eternidad del infierno. No es verdad; antes al contrario, puede asegurarse que desde el momento que se separase de la idea de las penas la de eternidad, perderían la mayor parte de su horror, y quedarían reducidas a la misma línea que las del purgatorio. Si los castigos de la otra vida han de producir un temor bastante a contenernos en nuestras depravadas inclinaciones, han de tener un carácter formidable, espantoso, que su mero recuerdo, ofreciéndose de vez en cuando a nuestro espíritu, le produzca un saludable estremecimiento que dure aún en medio de la disipación y distracciones de la vida como el pavoroso sonido del sonoro metal que retiembla largo rato después de recibido el golpe.

No pondré fin a esta carta sin contestar a la objeción insinuada por V., y de que en apariencia se halla muy satisfecho, porque, según dice, «si bien no es más que una conjetura, no puede negársele que es muy especiosa, muy filosófica, y quizá no destituida de fundamento». Explica usted enseguida el sistema que tan en gracia le ha caído, y que consiste en considerar el dogma del infierno como una fórmula en que se expresa el pensamiento de intolerancia que preside a las doctrinas y conducta de la Iglesia católica. Permítame V. que transcriba sus propias palabras, que de esta suerte no mediará el peligro de una mala inteligencia: «Ya se ve: se quería sujetar el entendimiento y el corazón del hombre ciñéndolos con un aro de hierro; faltaban en lo humano los medios de realizarlo, y ha sido preciso hacer intervenir la justicia de Dios. ¿No se podría sospechar que los ministros de la religión católica, quizás más engañados que engañadores, han apelado al recurso, común entre los poetas, de desenlazar una situación complicada llamando en su auxilio algún Dios; o, hablando en términos literarios, empleando la máquina? Mucho me engaño si en la pretendida justicia de un Dios inexorable no se trasluce el sacerdote católico con su terquedad inflexible». Algo duro se muestra V., mi estimado amigo, en el pasaje que acabo de insertar, y por más sorpresa que le hayan de causar mis palabras, me atrevo a decirle que, lejos de encontrarle filosófico, como acostumbra, le hallo aquí, primero muy inexacto, y después ligero en demasía. Inexacto, porque supone que el dogma de la eternidad de las penas pertenece exclusivamente a los católicos, cuando le profesan también los protestantes; ligero, porque ha pretendido convertir en expresión del pensamiento dominante en el cristianismo un hecho creído generalmente por el humano linaje.

El prurito, tan común de nuestra época hasta entre los escritores de primera nota, de señalar una razón filosófica fundada en una observación nueva y picante, le ha extraviado a V. de una manera lastimosa, haciéndole perder de vista por un momento lo que no ignoran cuantos saben medianamente la historia. En resumen, quería V. significar que esto era una invención de los sacerdotes cristianos, bien que salvando su buena fe, con suponerles víctimas de una ilusión; pero, ¿cómo ha podido olvidar que siglos antes de aparecer el cristianismo estaba la creencia del infierno generalmente extendida y arraigada?

Algo satírico está V. con los «buenos frailes que se complacen en asustar a niños y mujeres con las horrendas descripciones de tormentos fraguados en imaginaciones descompuestas y groseras; y que difícilmente puede suportar sin reírse o sin fastidiarse un hombre de sana razón y de buen gusto.» Bien se conoce que quiere V. hacer pagar caros a los pobres predicadores los ratos que le llevaba al sermón su buena madre, y que sin duda hubiera V. empleado de mejor gana en sus juegos y entretenimientos; pero, sea dicho sin ánimo de ofender, y únicamente en defensa de la verdad, da V. aquí un solemne tropiezo, en que sólo puede consolarle el tener muchos compañeros de infortunio, entre los que se proponen burlarse con demasiada ligereza de los dogmas y prácticas de nuestra religión. Y se ríe de las exageraciones de los frailes en esta materia, que se le hacen insuportables por descabelladas y de mal gusto; pues bien, yo le emplazo a V. a que me cite la descripción que le parezca más descabellada entre las que haya oído de boca de un predicador, y me obligo a presentarle otra sobre el mismo objeto que no le irá en zaga a la primera, ni en lo feo, ni en lo extravagante, ni en lo horrible. ¿Y sabe V. de quién serán esas descripciones y rasgos? Nada menos que de Virgilio, de Dante, de Tasso, de Milton. No advertía V. que a la espalda del buen capuchino a quien tan despiadadamente acometía V., tropezaba con una reserva tan respetable en materias de razón y de buen gusto. A veces la precipitación en el juzgar nos es más dañosa que la misma ignorancia. Sucédenos a menudo que despreciamos una expresión, en odio o desprecio de la persona que la dice; expresión que nos pareciera admirable, si la oyésemos en boca de otro que nos inspirase más respeto. Por esto decía graciosamente Montaigne que se divertía en sembrar en sus escritos las sentencias de filósofos graves, sin nombrarlos; con la mira de que sus lectores críticos, creyendo habérselas sólo con Montaigne, injuriasen a Séneca, y dieran de narices sobre Plutarco.

No es fácil decir a punto fijo la variedad de horrores del infierno, pero lo cierto es que así cristianos como gentiles han convenido en mostrárnoslos con espantosos colores. Virgilio no era ni fraile, ni predicador, ni cristiano, ni escaseaba de buen gusto, y, sin embargo, difícil es reunir más horrores de los que nos presenta, no sólo en el infierno, sino ya en el camino.

Vestibulum ante ipsum primisque in faucibus Orci,
Luctus et ultrices posuere cubilia curae;
Pellentesque habitant Morbi, tristisque Senectus
Et Metus, et malesuada Fames, et turpis Egestas,
Terribiles visu formae: Letumque, Laborque:
Tum consanguineus Leti Sopor, et mala mentis
Gaudia, mortiferumque adverso in limine Bellum
Ferreique Eumenidum thalami, et Discordia demens
Vipereum crinem vittis innexa cruentis.

(...)

Multaque praeterea variarum monstra ferarum.
Centauri in foribus stabulant, Scyllaeque biformes,
Et centum geminis Briareus, ac bellua Lernae
Horrendum stridens flammisque armata Chimaera:
Gorgones, Harpyaeque, et forma tricorporis umbrae.

Antes de llegar a la fatal mansión, nos encontramos ya con cabelleras de víboras, con hidras que rugen con horrible estridor, con monstruos armados de fuego, y junto con los gozos vedados, mala mentis gaudia, el llanto y los remordimientos vengadores, luctus et ultrices curae.

Pero, sigamos adelante, y el horror se aumenta hasta el extremo.

[...]

Hinc via Tartarei quae fert Acherontis ad undas.
Turbidus hic coeno vastaque voragine gurges
Aestuat, atque omnem Cocyto eructat arenam.
Portitor has horrendus aquas et flumina servat
Terribile squalore Charon: cui plurima mento
Canities inculta iacet stant lumina flamma,
Sordidus ex humeris nodo dependet amictus.

[...]

Respicit Aeneas subito: sub rupe sinistra
Moenia lata videt, triplici circumdata muro:
Quae rapidus flammis ambit torrentibus amnis
Tartareus Phlegeton, torquetque sonantia saxa.
Porta adversa, ingens, solidoque adamante columnae:
Vix ut nulla virum, non ipsi excindere ferro
Coelicolae valeant: stat ferrea turris ad auras:
Tisiphoneque sedens, palla succinta cruenta,
Vestibulum insomnis servat noctesque diesque.
Hinc exaudiri gemitus, et saeva sonare
Verbera: tum stridor ferri, tractaeque catenae.

[...]

Gnossius haec Rhadamanthus habet durissima regna:
Castigatque, auditque dolos: subigitque fateri
Quae quis apud superus, furto laetatus inani,
Distulit in seram commisa piacula mortem.
Continuo sontes ultrix accincta flagello
Tisiphone quatit insultans: torvosque sinistra
Intentans angues, vocat agmina saeva sororum.

Tum deum horrisono stridentes cardine sacrae
Panduntur portae. Cernis custodia qualis.
Vestibulo sedeat? facies quae limina servet?
Quinquaginta atris immanis hiatibus Hydra
Saevior intus habet sedem:

[...]

Necnon et Tityon terrae omniparentis alumnum
Cernere erat: per tota novem cui iugera corpus
Porrigitur; rostroque immanis vultur obunco
Immortale iecur tundens, foecundaque poenis
Viscera rimaturque epulis, habitatque sub alto
Pectore: nec fibris requies datur ulla renatis.
Quid memoren Lapithas, Ixiona, Pirithoumque?
Quos super altra silex iamiam lapsura, cadentique
Imminet assimilis. Lucent genialibus altis
Aurea fulcra toris, epulaeque ante ora paratae
Regifico luxu: Furiarum maxima iuxta
Accubat, et manibus prohibet contingere mensas,
Exurgitque facem attollens, atque intonat ore,
Hic quibus invisi fratres, dum vita manebat,
Pulsatusve parens, et traus innexa clienti;
Aut qui divitiis soli incubuere repertis,
Nec partem posuere suis, quae maxima turba est;
Quique ob adulterium caesi, quique arma secuti
Impia, nec veriti dominorum fallere dextras;
Inclusi poenam expectant. Ne quare doceri
Quam poenam, aut quae forma viros fortunave mersit.
Saxum ingens volvunt alii, radiisque rotarum
Districti pendent; sedet aeternumque sedebit
Infelix Theseus; phlegyasque miserrimus omnes
Admonet, et magna testatur voce per umbras:
Discite iustitiam moniti, et non temnere Divos.
Vendidit hic auro patriam, dominumque potentem
Imposuit: fixit leges pretio atque refixit.
Hic thalamum invasit natae vetitosque hymenaeos.
Ausi omnes immane nefas ausoque potiti.

Triples murallas bañadas con un río de fuego, gemidos, ruido de azotes, estrépito de cadenas, serpientes y la hidra con cincuenta bocas, buitre que roe las entrañas, y otros objetos semejantes: he aquí lo que nos presenta el poeta en la mansión, según él mismo dice, de los defraudadores, adúlteros, crueles con sus padres, incestuosos, traidores a su patria, y culpables de otros crímenes. Mucho dudo que V. hay oído cosas más horribles. Y, como si no le bastara el espantoso cuadro que acaba de pintar con inimitable pincel, exclama:

Non, mihi si linguae centum sint: oraque centum,
Ferrea vox, omnes scelerum comprehendere formas,
Omnia poenarum percurrere nomina possim.
(Aeneid., L. 6.)

Cien lenguas, cien bocas, férrea voz, ¡no le bastarían para nombrar siquiera la variedad de penas de aquella mansión de horror!

Como quiera, dentro de medio siglo la cuestión del infierno estará prácticamente resuelta para los dos: ruego al cielo que lo sea felizmente para ambos; pero, si V. tiene la temeridad de aventurarse a lo que pueda suceder, me quedaré llorando su funesta ceguera, suplicando al Señor se digne iluminarle antes que llegue el día de la ira, en que a la presencia del Juez Supremo velarán su faz los ángeles tutelares, no sabiendo qué alegar en descargo de V. para librarle de la tremenda sentencia. De V. su affmo. Q. B. S. M.

J. B




Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta II: Multitud de religiones.