Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta III: Sencilla demostración de la existencia de Dios. Eternidad de las penas del infierno.


Carta IV: Filosofía del porvenir.

Descripción de esta filosofía y retrato de los que la profesan. Pasaje de Virgilio. Mr. Jouffroy. El cristianismo y las masas. Mr. Cousin. Pasaje notable de Mr. Pedro Leroux sobre las convicciones de Mr. Cousin. Profecía de Mr. Cousin. El catolicismo no está amenazado de muerte. En los cuatro ángulos del universo está dando señales que acreditan su vida y vigor. Observaciones sobre la decadencia de la fe y de las costumbres. Combátese el error de los que pretenden desalentar con la exageración de semejante decadencia. Reseña histórica de los grandes males que en todas épocas ha sufrido la Iglesia. Su estado actual no es tan desconsolador como algunos creen. Cómo calculan los incrédulos la decadencia de la fe. Conviene no confundir la sociedad con las capitales, ni éstas con algunos círculos muy reducidos. La transición y la perfectibilidad.


Mi estimado amigo: Mucho me complace que me haya V. ofrecido la oportunidad de manifestarle mi parecer sobre esa filosofía que V. apellida del porvenir; pues que, si bien V. la critica hasta motejarla, traslúcese, no obstante, que no ha dejado de hacerle mella, mayormente en lo que ella dice sobre los destinos del Catolicismo. Llámela V. filosofía del porvenir; y, en efecto, no cabe nombre más bien adaptado para calificar esa ciencia estrambótica que, sin resolver nada, sin aclarar nada, sólo se ocupa en destruir y pulverizar, respondiendo enfáticamente a todas las preguntas, a todas las dificultades, a todas las exigencias, con la palabra porvenir. A juicio de esta filosofía, la humanidad ha errado siempre, yerra todavía en la actualidad; esta filosofía lo sabe, y al parecer es ella sola quien lo sabe: tan grave y magistral es el tono con que lo anuncia. Demandadle ¿dónde está la verdad, cuándo será dado al hombre encontrarla? En el porvenir. Como se supone, todas las religiones son falsas, todas son obra de los hombres, un ardid para engañar a las masas, un objeto de risa para los sabios, y muy particularmente para los profesores de esa elevada filosofía, únicos que merezcan tal nombre: ¿dónde estará, pues, la religión verdadera? ¿Cuándo podrán los hombres profesarla? En el porvenir. Ningún filósofo alcanzó a descifrar el enigma del universo, de Dios y del hombre; ¿vendrá un día afortunado en que se verifique el hallazgo de la deseada clave? En el porvenir. La organización social y política se ha de cambiar radicalmente, se ignora lo que se ha de substituir a lo que actualmente existe; ¿quién nos ilustrará para resolver acertadamente tan espinoso problema? El porvenir. Las masas populares sufren atrozmente en los países más cultos; la desnudez, el hambre, la más repugnante miseria, contrastan de una manera escandalosa con el lujo y los goces de los potentados y la vita bona de los filósofos; ¿de dónde saldrá el remedio para situación tan angustiosa? Del porvenir. El porvenir para la historia, el porvenir para la religión, el porvenir para la literatura, el porvenir para la ciencia, el porvenir para la política, el porvenir para la sociedad, el porvenir para la miseria, el porvenir para sí mismo, el porvenir para lo presente, el porvenir para lo pasado, el porvenir para todo. Panacea de todas las dolencias, satisfacción de todos los deseos, cumplimiento de todas las esperanzas, realización de todos los sueños; siglo de oro, cuyos radiantes albores, ocultos a los ojos de los profanos, sólo se revelan a algunos espíritus que alcanzaron el inefable privilegio de leer escrita en letras divinas la historia del porvenir. Por esto le saludan con alborozo; por esto se abalanzan a él como niño a los brazos de la madre que le acaricia; por esto atraviesan con irónica sonrisa por en medio de este siglo que no los comprende; por esto vivirían gustosos la vida de los desprendidos filósofos de la Grecia, y se retirarían del mundo a guisa de anacoretas, si no fuera necesaria su presencia para anunciar la verdad, si pudiesen prescindir de la misión que han recibido sobre la tierra. ¡Desgraciados! Víctimas de un destino infausto, no les es dado conceder a su entendimiento todo el vuelo a donde lo ensalzara su profética inspiración; no les es permitido desahogar su pecho con una expansión humanitaria, y, pegados a esa época de barro, se encuentran forzados a vivir en espléndidos palacios, a ocupar elevadísimos puestos, desde donde puedan comenzar a dirigir acertadamente esta sociedad, y no les queda otro consuelo que solazarse algunos momentos, cantando lo que su mente divisa y su corazón augura.

Magnus ab integro saeculorum nascitur ordo,
Iam redit et virgo redeunt saturnia regna:
[...]
Occidet et serpens, et allax herba veneni
Occidet: assirium vulgo nascetur amomum.
[...]
Molli paulatim flavescet campus arista,
Incultisque rubens pendebit sentibus uva,
Et durae quercus sudabunt roscida mella.
[...]
Non rastros patietur humus; non vinea falcem;
Robustis quoque iam tauris iuga solvet arator.
Nec varios dicet mentiri lana colores;
Ipse sed in pratis aries iam suave rubenti
Murice, iam croceo mutabit vellera luto,
Sponta sua sandyx pascentes vestiet agnos
Talia saecula suis dixerunt currite fusis
Concordes stabili fatorum numine parce.

No les pregunte V, mi estimado amigo, cómo han descubierto tantos prodigios, quién les ha revelado tan admirables arcanos: sobre todo no les exija V. pruebas de lo que asientan; ni, tratándoles cual si fueran adocenados pensadores, se atreva V. a requerirles para que demuestren lo que afirman. Éstas son cosas que más bien se presienten que no se conocen; tienen algo de poético, de aéreo; son previsiones envueltas en figuras, simbólicas; y quien con esto no se satisface es indigno de la filosofía, la llama del genio no ha tocado su frente, no ha brotado en su espíritu la inspiración creadora. Por lo demás, ¿quién no ve algunas señales de esa transformación maravillosa? No todos alcanzan a preverla con tanta claridad como aquellos a quienes ha sido revelada en misteriosas apariciones; pero a nadie pueden ocultarse los infalibles síntomas que anuncian una próxima y universal mudanza.

Aspice convexo nutantem pondere mundum.
Terrasque tractusque maris coelumque profundum:
Aspice, venturo lautentur ut omnia saeclo.

Menester es confesar que el expediente ideado por estos filósofos no es lerdo, y que además tiene la indecible ventaja de ser muy cómodo. Maldito el provecho que sacaron los que se propusieron arreglar el mundo presente; lo que conviene es endosarlo todo al porvenir, que al buen pagador no le duelen prendas. Sócrates con su manto rasgado, y luego con su cicuta, Diógenes con su tonel, y su arena abrasada, Heráclito con sus lágrimas, y Demócrito con su risa, no entendían una palabra de achaque de filosofía. Burlarse de lo pasado, gozar de lo presente, y alucinar a todo el mundo con la esperanza de un bello porvenir: he aquí la fórmula más cabal que se encontrara jamás para evitarse disgustos y salir airoso de todo linaje de compromisos. ¿Y si el porvenir no corresponde a los pronósticos?, objetarán algunos escrupulosos. Medrados estamos, si hemos de darnos pena por lo que sucederá: el negocio consiente largas, el plazo que tomamos no es breve, y para no aventurar nada lo dejamos indefinido; siempre podremos solicitar una nueva dilación, y, si alguien de nosotros hasta se adelanta a fijar tiempo, no tengáis cuidado, que no debe de ser tan olvidadizo que no recuerde aquello de

No temáis, señor mío,
Respondió el charlatán, pues yo me río.
En diez años de plazo que tenemos,
El rey, el asno o yo ¿no moriremos?

Hecha la debida justicia a la filosofía del porvenir, réstame el nutantem pondere mundum, quiero decir, la gravísima complicación de los problemas que pesan sobre la sociedad, y ver hasta qué punto tienen fundamento los filósofos para hablarnos de las transcendentales mudanzas que las futuras generaciones están destinadas a presenciar. Por de contado muchos de ellos dan por supuesto que no se verificarán estos cambios bajo la influencia de la religión; que, al contrario, ésta va perdiendo terreno, y que una de las principales condiciones de la renovación del mundo, ha de ser el substituir a la religión la filosofía. Ya se ve; como, en sentir de ciertos hombres, las religiones, y particularmente el cristianismo, no son otra cosa que «una producción espontánea de las ideas de las masas, abriéndose paso y encarnándose, cuando son maduras, en una imaginación exaltada, a menudo alucinada por la revelación que ella anuncia (1)»; se dará un paso agigantado en la carrera de la perfección social, cuando las masas sean bastante ilustradas para contemplar la verdad en toda su pureza, cara a cara, sin necesidad de los símbolos y envolturas que sólo convienen a la flaqueza de inteligencias limitadas. Inútil es decir que no convengo yo con M. Jouffroy en tan peregrina definición, y que, por consiguiente, tampoco puedo admitir las deducciones a que ella se brinda. No creo, pues, que jamás puedan dirigirse bien las masas (y en esta palabra masas comprendo la sociedad entera), sin la influencia de la religión, y que tan absurdo me parece el que la filosofía llegue nunca a llenar el vacío ocupando su puesto, como el que la religión sea una producción espontánea de las ideas de las masas.

En este siglo de análisis filosófico-histórico, sería muy curiosa la demostración en que se produjesen los datos fehacientes de que el cristianismo fue el producto espontáneo de las masas. ¿De qué masas salió el Evangelio?, ¿eran las judías o las idólatras? Si de las primeras, ¿cómo es que los acérrimos defensores de la ley de Moisés fuesen los capitales enemigos de Jesucristo?; ¿dónde hay un solo hecho, una sola palabra, un leve indicio, de que Jesús aprendiese de los judíos su sublime enseñanza? ¿No es, al contrario, patente que las palabras del Divino Maestro eran recibidas como enteramente nuevas, y que llenaban de asombro y estupor a cuantos le oían, escandalizándose los unos de la novedad, y acogiéndolas otros con transportes de admiración y con entusiasta acatamiento? ¡Hombres ciegos! Si habéis leído el sermón sobre la montaña, si habéis reparado jamás en aquel raudal de sabiduría y de amor que fluye de los labios de un Hombre que no había aprendido las letras, decidnos: ¿dónde estaban las doctrinas que en él se vierten? Desparramadas, nos diréis, en medio del pueblo; pero, dejando aparte la convincente reflexión que se acaba de indicar, ¿qué prueba señaláis para asentar tan extraña paradoja? ¿Mentaréis por ventura la filosofía de la época? Pero, ¿acaso sois únicamente vosotros los que de ella tenéis conocimiento? ¿Creéis que se ha perdido en el mundo la historia científica contemporánea? Además, que ni siquiera otorgáis a la religión este honor de nacer de la filosofía, ¡la hacéis brotar de la cabeza de las masas! Recuérdese, pues, para no olvidarse jamás, que la religión más admirada hasta por sus propios enemigos, por la sabiduría y santidad de que rebosa, fue un producto espontáneo de las ideas de las masas del tiempo de Tiberio y de Herodes. ¡Lo ridículo compite con lo sacrílego!

Hasta ahora se había creído que las masas estaban en posesión de la ignorancia, que la presunción, en materia de grandes pensamientos, estaba en favor de algunos genios privilegiados, y que de éstos debía derramarse sobre aquéllas la luz que necesitaban. Ahora sabremos que esta luz preexiste en ellas, y no como quiera, sino preparada para ejercer sus efectos, como fruta madura, y que, cuando un hombre extraordinario surge de en medio de la muchedumbre, a esta muchedumbre debe todo cuanto piensa y todo cuanto hace. Sin duda que ni aun a los ojos de sus enemigos será el cristianismo menos admirable que los más elevados sistemas filosóficos; de lo que podremos inferir que estos habrán de tener el mismo origen. En efecto: la religión no es, en tal caso, más que una filosofía disfrazada con símbolos y enigmas; de suerte que la invención de aquélla tiene sobre ésta una dificultad particular, que consiste en excogitar acertadamente los velos con que se ha de cubrir. Podremos, pues, afirmar, sin riesgo de equivocarnos, que la filosofía de Sócrates, de Platón, de Aristóteles, de Bacon, de Descartes, de Malebranche, de Leibnitz, no era otra cosa que una producción espontánea de las masas; y, ¡cosa rara!, también habrá de caber la misma suerte a la tan ponderada de Kant, Hegel, Cousin, y del mismo Jouffroy.

Bien haya quien tales descubrimientos nos proporciona; quien revela con tan estupenda sagacidad el camino que se ha de seguir para llegar a la más alta sabiduría. ¡Oh!, ¡cuán errado andaba Descartes cuando se condenaba a tan dilatadas meditaciones, comenzando ya desde el colegio a obtener la dispensa de no madrugar demasiado, y fomentar así con el suave calor la fuerza de la contemplación a que se abandonaba! ¡Muy tonto era Malebranche, que pasaba sus días en el mayor retiro, sepultado en su gabinete, y cerradas las ventanas para que la luz no le distrajese! A estos pobres filósofos, y a sus menguados maestros y discípulos, se les había metido en la cabeza que es infinito el número de los tontos, y que quien deseaba ser sabio, o menos tonto, debía andar cuidadoso en no dejarse contaminar demasiado de la atmósfera del vulgo, y hasta contando por vulgo a tantos como se eximen de este dictado por más legítimos títulos que justifiquen su pertenencia a la misma clase. Ignoraban estos buenos señores que, ora sea para idear un sistema de filosofía, ora para inventar una religión, es necesario mezclarse entre las masas, no precisamente para observarlas en sus extravíos, en sus errores, en sus pasiones, en sus caprichos, y estudiar así los resortes del espíritu humano, y aprender a dirigirle, que esto ya lo sabíamos de muy antiguo, sino para ver las ideas que en ellas germinan, para seguirlas en su crecimiento y desarrollo, y, en notando que están maduras, aprovechar el momento crítico, formularlas, haciendo que se encarnen, y presentar luego el resultado a las mismas masas asombradas, diciéndoles: «he aquí un presente del cielo.»

¡Pobres masas!, y no sabrán que adoran un ídolo que ellas han fabricado; que comen, cual maná bajado del cielo, la misma fruta que de ellas ha nacido; y de tal manera, que, para ofrecérsela el mentido impostor, apenas ha tenido ningún trabajo, sólo el de cogerla, pues, que ya estaba madura.

Si los católicos nos hubiéramos permitido tamañas paradojas, si nos hubiéramos atrevido a emitir semejantes aserciones, contrarias a la buena filosofía, en oposición con la historia, repugnantes al sentido común, sin pruebas de ninguna clase, sin indicios los más leves, sin el más remoto fundamento para apoyar la conjetura; si, mal hallados con el lenguaje ordinario, hubiéramos echado mano de expresiones simbólicas, haciendo encarnar ideas, y con la peregrina ocurrencia de aplicarles la metáfora de maduras, ofreciendo de esta manera un estrambótico contraste, todos los diccionarios de la sátira no hubieran sufragado los apodos necesarios para cubrir de burla semejante atentado contra la filosofía y el buen gusto. Juzgue V., mi estimado amigo, entre nuestros adversarios y nosotros; y juzguen con V. todos los hombres de sana razón.

Infiero de lo que acabo de exponer, que es una pura quimera la profecía de algunos filósofos de nuestra época de que el cristianismo esté destinado a morir, y de que haya de recoger su herencia esa filosofía, de que todos hablan, sin decirnos en qué consiste. En este punto, paréceme astuta y todavía más cómoda, la conducta de M. Cousin, fundada en los motivos que nos ha revelado M. Pedro Leroux en un número de la Revista independiente. El pasaje es curioso, y merece la pena de copiarle. «Hace ya muchos años, dice M. Leroux, que conversando con M. Cousin sobre su apología, no de Sócrates, sino de los jueces de Sócrates, extraña paradoja escrita, a lo que parece, para hacer una mueca a Platón y a Jenofonte, le echábamos en cara este acto irracional que mirábamos como un crimen de lesa filosofía. Interrumpiose M. Cousin en su respuesta, para preguntarnos: ¿cuánto tiempo os parece que a la religión de nuestro país le queda de vida? -No es ésta la cuestión, le dije yo; trátase de la filosofía, de la verdad; jamás los filósofos hubieran hecho nada bueno, si, en vista de la realidad, se hubiesen interrogado de esta suerte para saber lo que debían hacer. -Yo, replicó M. Cousin, creo que el catolicismo tiene todavía alimento para trescientos años (en a encore pour trois cents ans dans le ventre); en consecuencia, me quito humildemente el sombrero en presencia del catolicismo, y continúo la filosofía.»

Hubo un tiempo en que cundió entre los protestantes la manía de anunciar la caída del catolicismo, fijando con tanta precisión la época, como pueden hacer los astrónomos con un eclipse, o el paso de un cometa. Seguros de la predicción, la pregonaban con gran ruido; pero las cuentas debían de estar mal ajustadas, que la época fatal llegaba, y el pronóstico no se cumplía. Estos profetas eran a veces sobrado indiscretos; pues se atrevían a señalar un plazo breve, cuyo transcurso no era bastante a que se hubiese olvidado el anuncio. M. Cousin recordaría sin duda estos chascos proféticos, y, no queriendo llevar las cosas a un extremo a guisa de buen conservador, y proponiéndose, por otra parte, evitar la burla de ser desmentido, escogió un medio término entre los siglos de los siglos de los católicos y el corto espacio de los profetas protestantes, y le otorgó al catolicismo un plazo de trescientos años. De esta manera, cuando en todo el presente siglo y en el siguiente se admiren algunos de que vaya durando el catolicismo, estará muy a mano la satisfactoria respuesta de que «esto ya lo había pronosticado M. Cousin»; y cuando pasados los trescientos años, al expirar el plazo fatal, se vea que el catolicismo no muere por inanición, y que le queda todavía alimento; entonces ya nadie se ha de acordar de M. Cousin, cuando menos de su profecía.

En lo moral como en lo físico, el primer síntoma de estar tocado de muerte un ser cualquiera, es no crecer, no producir; la cercana extinción de la vida se muestra siempre por la falta del desarrollo y de la acción del ser que muere. Sécansele al árbol sus hojas, se marchitan las flores, no le nace el fruto; al animal se le retira el calor, sus facultades funcionan con lentitud, su obrar es lánguido, su fecundidad cesa. Observad el mundo intelectual y moral, y notaréis los mismos fenómenos. Cuando un sistema filosófico caduca, pierde su acción propagandista; lejos de aumentar el número de sus prosélitos, se disminuye: no se hace nueva aplicación de sus doctrinas, se arrumban las que se hicieron, todo se prepara para que caiga en desprecio, y luego en olvido. Una legislación próxima a perecer, es con frecuencia desobedecida, sus propios sostenedores no se atreven a hacer uso de ella, no se extiende a otros pueblos, es ya un cuerpo exánime a quien sólo faltan los honores de la sepultura. Lo propio sucede con las instituciones, sean del orden que fueren, y por más que haya sido su importancia. La muerte que les amenaza de cerca, se manifiesta por síntomas infalibles. Recórrase la historia entera, fíjese la vista en todas las instituciones sociales y políticas, que por una u otra causa hayan adolecido de achaque mortal, y se verá que en los últimos períodos de su existencia se parecían a aquellos edificios ruinosos, de los cuales huyen a toda prisa los habitantes para no ser sepultados en sus escombros.

Nada de esto se verifica con el catolicismo. Arraigado en España, Portugal, Italia, Francia, Bélgica, en varios países de Alemania, en Polonia, en Irlanda, con dilatados dominios en la América, progresando en Inglaterra, en los Estados Unidos, desplegando vivísima actividad en las misiones de Oriente y Occidente, difundiendo de nuevo en distintas regiones los institutos religiosos, sosteniendo vigorosamente sus derechos, ora con enérgicas protestas, ora arrostrando la persecución, defendiendo sus doctrinas con grande aparato de saber y de elocuencia en los principales centros de inteligencia del mundo civilizado, contando entre sus discípulos hombres esclarecidos, que no les van en zaga a los de otra secta cualquiera, ¿dónde están los síntomas de una muerte cercana?, ¿dónde las señales que indican la caducidad?

Ya preveo, mi estimado amigo, la dificultad que me va V. a objetar; y, por si no le ocurriese a V., yo mismo cuidaré de presentarla sin quitarle nada de su fuerza. Si tanta es la vida entrañada en el catolicismo; si tan claras y evidentes son las señales con que se muestra, ¿por qué estáis lamentándoos de los males que afligen a la Iglesia en este siglo?, ¿por qué se recuerdan a cada paso aquellos días de gloria, que alcanzara en épocas más felices? A esto responderé, en primer lugar, que yo no he dicho que el catolicismo no haya sufrido grandes quebrantos: únicamente he sostenido que en su situación actual no se descubrían anuncios de muerte. Estas dos aserciones son muy diferentes, nada tiene que ver la una con la otra. Esta contestación basta y sobra para desvanecer la dificultad propuesta; pero a mayor abundamiento me permitiré añadir que también suele haber alguna exageración de los actuales males de la Iglesia, en comparación de los que sufrió en otros siglos. La decadencia de la fe y de las costumbres es a menudo ponderada en demasía, no sólo por los enemigos de la Iglesia, sino también por sus hijos más predilectos. Éstos por celo y por un santo pesar, aquéllos por espíritu de maledicencia y por un secreto placer de anunciar el desmoronamiento de lo que desean ver arruinado, todos contribuyen a que suenen muy alto los ayes en que se lamentan los males de la época, y a que los hombres ignorantes o poco advertidos se imaginen que, comparado con el de los antiguos tiempos el catolicismo de ahora, ha pasado a ser, de un reino pacífico, rico, poderoso, floreciente, una miserable comarca, entregada a un reducido número de moradores, víctimas de la degradación y de la anarquía.

Con perdón de los que así opinan, y para consuelo de los que desearían ver en la Iglesia un cuadro más halagüeño, diré que no es esto lo que enseña la historia, y que, cuando tan sentidamente se lamentan los males de nuestro tiempo, es por la sencilla razón de que siempre la enfermedad presente es la peor.

Cuantos desean comprender algún tanto la historia del cristianismo, y no escandalizarse a cada paso por los acontecimientos adversos que en tanta abundancia nos ofrece, no deben jamás perder de vista que la religión de Jesucristo lo es de sufrimientos, de contrariedades, de persecuciones; es una religión de sacrificio, que se inauguró sobre la tierra con la inmolación del Cordero sin mancilla. Todo lo que a ella pertenece, lleva este formidable sello: el Bautista precursor es decapitado, y su cabeza sirve de presente en una orgía para abrevar de sangre una horrible venganza; los apóstoles sufren el martirio en las diversas partes del mundo; y viene tras ellos una muchedumbre que nadie puede contar, de todas lenguas, tribus, naciones, condiciones, edades, sexos, que sufren los tormentos y la muerte por la fe, y lavan sus estolas en la sangre del Cordero. ¿Os desalientan las apostasías que estáis presenciando, los errores que pululan, el extravío de tantos que, o por interés, o por vergüenza, o por otras pasiones, niegan al Divino Maestro? Pero, ¿olvidáis, acaso, la traición de Judas y la negación de San Pedro?

Vemos, es cierto, muchedumbre de sectas separadas; vemos cuál se asestan contra la Iglesia los tiros del sofisma y de la calumnia; pero, ¿es esto otra cosa que una repetición de lo que ha sucedido en todos los siglos desde su fundación? En el primero brotan como inmundos insectos las inmorales herejías de Simón, Cerinto, Menandro, Ebión, Saturnino, Basílides y Nicolao. En el segundo aparecen los Gnósticos, Valentinianos, Orfitas, Archonticos, Cayanos, Helcésitas, Encratitas, Marcionistas, Montanistas y otros. En el tercero encontramos los sectarios de Praxeas, de Sabelio, de Paulo de Samosata, de Navato, de Manes; de suerte que, mientras la Iglesia tenía contra sí los potros, los caballetes, la cuchilla, las hogueras, y todo linaje de horrendos suplicios, veía salir de su propio seno hijos ingratos que le despedazaban las entrañas corrompiendo la pureza de la moral y del dogma, levantando cátedra contra cátedra, y propalando, cual doctrinas emanadas del cielo, los sueños de la ilusión, y de la impostura.

Y ¿qué diremos de los siglos siguientes? Se habla de la paz de Constantino, se ponderan las ventajas que de ella resultaron a la Iglesia; es cierto; pero no lo es menos que aquella paz fue a menudo interrumpida, con frecuencia muy amargada, y que el Divino Esposo no le dejó olvidar un momento que estaba en tierra de peregrinación, que era militante, y que no le era dado disfrutar aquí abajo de la calma y felicidad que le están reservadas para cuando la Jerusalén de este mundo esté absorbida en la celestial. En el mismo siglo en que la cruz se enarboló sobre el trono de los Césares, experimentó la Iglesia tantos sinsabores, que difícilmente se los causaran más dolorosos los rigores de la persecución. ¿Quién ignora la turbación y desastres acarreados por los cismas de los Donatistas, Melecianos y Luciferianos? Las Iglesias de África, de Egipto, de Asia, vieron erigido altar contra altar, divididos escandalosamente los fieles, hecha pedazos la túnica inconsútil de Jesucristo. Y ¿qué será si recordamos las muchas herejías que a la sazón se levantaran, y particularmente las de Arrio y Macedonio? Penosas son en nuestra época las tareas de aquellos a quienes puso el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios; pero penosas eran también las de los obispos que formaban los concilios de Nicea y de Constantinopla. Y no faltaban también emperadores que afligían a la Iglesia, extralimitándose de sus facultades y entrometiéndose en los negocios puramente eclesiásticos, y había también un Juliano apóstata que se complacía en abatirla y humillarla, y había también escritores venenosos que derramaban por todas partes sus funestas doctrinas; y los apologistas de la religión se veían precisados a trabajar sin descanso, a multiplicarse, por decirlo así, para hacer frente a los muchos puntos que reclamaban el auxilio de su saber y de su elocuencia en defensa de la religión. San Atanasio, San Cirilo, San Basilio, los dos Gregorios, San Epifanio, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, y otras lumbreras de aquel siglo, recuerdan los empeñados combates que a la sazón sostuvo la verdad contra el error, supuesto que para alcanzar la inmortal victoria se empeñaron en la lucha tantos gigantes.

Sigue luego la irrupción de los bárbaros, y la Iglesia, lejos de disfrutar la época bonancible que parecía necesitar para su descanso, se encuentra entre la ferocidad de los invasores, los estragos que en ellos había hecho el arrianismo, el ciego y caviloso prurito de disputa de los emperadores de Oriente, y el espíritu de resistencia a la autoridad que se desenvuelve en diferentes herejías. ¡Cuántos concilios! ¡Cuántas decisiones de los Papas! ¡Cuántos escritos de varones eminentes por su santidad y sabiduría! ¡Cuántos vaivenes en los pueblos sometidos a la Iglesia! ¡Cuántas oscilaciones en la fe! ¿Dónde está esa calma que algunos echan de menos; ese predominio no disputado, esa envidiable bonanza en que se imaginan la barquilla de San Pedro, surcando un mar sosegado y tranquilo?

De esta suerte, y con varia, pero siempre agitada fortuna, se llegó al siglo X; en él no hubo herejías, pero en cambio había una profunda ignorancia, madre de la corrupción, que a su vez engendra también los más detestables errores: «aeternam timuere saecula noctem.» Tomaron cuerpo entonces las violencias de los príncipes salidos de la barbarie; entronizose el feudalismo, siguió la lucha de los pueblos contra los señores, y de éstos entre sí y con los reyes; brotando de ese caos nuevas herejías con un carácter más práctico, más invasor, más amenazador que las antiguas. No necesito recordarle a V., mi estimado amigo, los nombres de los que, ora con las armas, ora con la pluma, ora con la predicación, se desencadenaron contra la Iglesia; la historia de estos errores y contiendas es inseparable de la de Europa; sólo diré que la aparición del protestantismo, si bien fue una catástrofe de imponderables consecuencias, no fue, sin embargo, un hecho del todo nuevo, sino que tomó un carácter peculiar a causa de la época en que nació.

Grandes males tiene que llorar actualmente la Iglesia, pero mucho dudo que sean iguales a los del siglo decimosexto y siguiente: ni en errores, ni en desastres, parece que nada dejaban que desear al genio del mal. Por lo que toca al siglo pasado, está demasiado cerca de nosotros para que sea necesario mentarle siquiera; baste recordar que se abrió con las disputas y la terquedad del jansenismo, y se cerró dignamente con la Constitución del clero y las persecuciones de la Convención.

No me he propuesto hacer ni un ligero bosquejo de las contrariedades que en todos tiempos ha sufrido la Iglesia, para que pudiesen compararse con las que padece en el nuestro, y sí únicamente echar allá y acullá algunas plumadas, que al menos recordasen los principales acontecimientos que tan trabajosa y gloriosa a la vez nos presentan su historia. Con esto desearía que se consolasen los fieles que con excesiva aflicción contemplan los males de nuestra época, reflexionando que no es tan cierto como ellos quizás se imaginan, que éste sea el tiempo en que Dios ha permitido que campease con más audacia el poder del príncipe de las tinieblas. Al menos por mi parte abrigo sobre este particular fuertes dudas, que se ofrecerán a cualquiera que repase con atención los anales eclesiásticos.

Ateniéndonos a lo sucedido durante el siglo pasado y el presente, se me dirá que en Francia la fe ha perdido mucho, y se me recordará que lo propio acontece en Portugal, España e Italia; pero yo replicaré que también ha crecido en Irlanda, que ha ganado mucho en Inglaterra y Escocia; y, sin empeñarme en discusiones sobre la exactitud de la compensación, observaré que la Iglesia ha conquistado en nuestra época una ventaja inmensa, cual es, que entre los países más civilizados y cultos no hay ninguno donde se la mire con hostilidad perseguidora. Y no se me cite en contrario el ejemplo de Rusia, ni un extravío pasajero del gobierno de Prusia, ni las anomalías de otros países: la causa de la religión parece más bella cuando se enlaza con los recuerdos de nacionalidad de un pueblo desgraciado; y la Iglesia se presenta más hermosa y lozana, cuando tiene por perseguidores el raquitismo en política y la nulidad en filosofía.

Calculan algunos incrédulos la decadencia de la fe, por lo que observan en las personas de su trato; y, como éstas son a menudo de las mismas ideas, deducen que la incredulidad es el estado normal de los entendimientos. Acontece en este punto lo mismo que en los relativos a costumbres. El inmoral halla la inmoralidad en todas partes: no hay para él un hombre honrado, una mujer honesta, un magistrado íntegro, un comerciante de buena fe: la perfidia, la corrupción, el soborno, reinan en todas las almas: y, si bien reparáis en su manera de discurrir, sus propios vicios no son más que el resultado de la profunda convicción de que es enteramente imposible el ejercicio de la virtud. No le faltan, ni excelente índole, ni buenos deseos, ni la fuerza de ánimo necesaria para practicar el bien; pero ¿qué fruto sacaría de constituirse en única excepción sobre la tierra? Víctima de las malas artes y de las pasiones de sus semejantes, fuera un estéril holocausto ofrecido en las aras de la virtud, de esa diosa que de tan antiguo abandonó, para no volverlas a ver, las moradas sublunares. ¿No es verdad, mi estimado amigo, que así hablan los hombres inmorales, que tienen bastante conocimiento para reflexionar un poco sobre su estado, creando una especie de filosofía que les sirva de comodín contra los remordimientos de su conciencia? Aplique V. a la incredulidad lo que acabo de decir, y hallará una perfecta analogía. Habla el incrédulo con hombres que comparten sus errores: echan una ojeada sobre el estado de las creencias, y, como cada cual recuerda haberse hallado con otros de la misma opinión, cuando menos sus maestros o discípulos, llevan todos su contingente de incredulidad observada en distintos lugares, e infieren, sin vacilar, que la inducción es cumplida, que todos los votos están recogidos, que la fe no tiene un solo partidario, y está condenada irremisiblemente, desterrada para siempre del mundo. Fulano, dicen, aparenta creer, pero es hipocresía; Zutano lo finge por interés, Mengano por no contristar a una madre, a una esposa devotas; por lo demás, todos los hombres que piensan están acordes en este punto; el hecho es tan cierto, que se halla fuera de discusión.

Con esta seguridad he oído hablar, estos discursos he oído hacer; pero yo, que no podía olvidar lo que he visto con mis ojos; yo, que tampoco había descuidado observar y recoger hechos sobre la misma materia, no podía resignarme a abdicar mis opiniones y a suponer errados todos mis cálculos. Además, encontraba también otro motivo para no dar mucha importancia a las inducciones de mi adversario; sin apariencias de contradecirle, daba a la conversación un giro que indicarme pudiera las fuentes donde había bebido ese profundo conocimiento del mundo, el teatro donde había hecho sus observaciones sobre el estado actual de las creencias. Desde luego echaba de ver que de las personas y círculos a que se refería, aun cuando él no me lo hubiera dicho, a la legua hubiera yo sospechado que no abundaban de fe; si es que de antemano no me constaba lo mismo que él me estaba revelando. Hablábale entonces de otra sociedad, como suele decirse; de otras reuniones, de otros hombres; no tenía noticia de ellos, no estaban en su cuerda. Traía la conversación al movimiento religioso de este o de aquel país; pronunciaba el nombre de un autor distinguido en esta materia; recordábale un pasaje interesante de una obra escogida; a esta literatura no se había dedicado mucho; siquiera por amor propio, afectaba tener de esto algunos conocimientos, bien que con la modestia de no manifestarlos; pero yo, para mis adentros, infería que aquel hombre hablaba de lo que no sabía, que en sus cálculos deducía de lo particular lo universal, y que todo su aparato de observación sobre el estado de las creencias se reducía a noticias de que no carece ninguna persona entendida.

Ni la sociedad, mi estimado amigo, está toda en las capitales, ni las capitales se forman exclusivamente de un determinado número de reuniones, por más que éstas sean a menudo las más presumidas y pretenciosas; necesario es extender la vista algo más allá, cuando se quiere formar juicio sobre el estado de las creencias. No sucede con ellas lo que con el movimiento político o mercantil. Éstos se limitan a círculos por lo común muy estrechos; y, para juzgar de su situación y tendencias, basta regularmente colocarse en algunos de los centros en cuyo torno se verifican. En negocios de religión es muy de otra manera; sus ramificaciones son inmensas, sus raíces calan hasta las entrañas de la sociedad; la soberbia capital, como la miserable aldea, no se eximen de su influjo, y así es harto arriesgado el juzgar de ellos por lo que se ha notado en círculos reducidos.

Pero ya esta carta va tomando más ensanche del que conviene; y así, resumiendo mis ideas, diré que lo que V. llama tan acertadamente la filosofía del porvenir, es una de tantas quimeras como sueña el espíritu humano; que ningún problema resuelve, que nada nos dice sobre las altas cuestiones que se propone ventilar; que sus pronósticos no llevan camino de cumplirse, y que el catolicismo no presenta señales de muerte ni caducidad. Por lo tocante a las profundas mudanzas que en sentir de esos filósofos se han de verificar en la sociedad, convengo con ellos; pero no creo que sea de la manera que los mismos se figuran. No tengo dificultad en reconocer que estamos en una época de transición; pero me inclino a pensar que esta transición, lejos de ser característica de nuestra época, es, en cierto modo, general a toda la historia de la humanidad; porque es evidente que el género humano está pasando continuamente de un estado a otro. La perfectibilidad indefinida de que nos están hablando sin cesar los filósofos del porvenir, es también asunto sobre el cual abrigo yo mis dudas; así como sobre lo que dan por supuesto y enteramente incuestionable, de que la humanidad, aun aquí en la tierra, adelanta siempre hacia la perfección, haciendo sin cesar nuevas conquistas. El escepticismo filosófico de que, como le dije en una de mis anteriores, estoy algo tocado, hace que, al oír enunciar alguna proposición demasiado general, no me deje alucinar ni por la celebridad ni el tono magistral de quien la emite; y que, en uso de mi independencia, examine si el acreditado maestro podría haberse equivocado. Esto me ha sucedido con la transición actual, y con la marcha continua de las sociedades, y con las mudanzas que para lo venidero se nos pronostican; sobre todos estos puntos le diré mis opiniones en otra que pienso escribirle otro día. Ahora no puedo hacerlo, ya por no alargar demasiado la presente, ya porque «non tantum est otii». Queda de V. su afectísimo S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta III: Sencilla demostración de la existencia de Dios. Eternidad de las penas del infierno.