Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta IV: Filosofía del porvenir.


Carta V: La sangre de los mártires.

Asiéntase el hecho histórico. Se propone una dificultad contra la fuerza de este argumento. Pasaje de Prudencio. Lo que puede el entusiasmo por una idea. Reflexiones sobre la exaltación de ánimo, según las causas de que procede y el objeto a que se dirige. La guerra. El duelo. El valor y la fortaleza. Régulo y Scévola. Los mártires. Situación horrible en que se encontraban. La persecución y el entusiasmo. Disípase un error muy dañoso. El perseguir una doctrina no es buen medio para propagarla. Pruebas tomadas de la filosofía y de la historia. Cotejo entre la propagación del cristianismo y la del protestantismo.


Ya veo, mi estimado amigo, que me ha de ser muy difícil realizar el pensamiento que en un principio me proponía de dar cierto orden a la discusión religiosa que íbamos entablando, encerrándola en un cauce del cual no pudiese salir, sin perjuicio de dirigirla por países amenos, y permitiéndole tortuosidades caprichosas, que le quitasen la apariencia de la regularidad escolástica, y diesen a la materia un aspecto agradable y entretenido. Inútiles son todos mis conatos para hacerle entrar a V. en este plan; pues, según parece, le gusta más el tratar puntos inconexos, divagando como abeja entre flores. Aun cuando conozco muy bien los inconvenientes de este sistema de conducta, y, si mal no me acuerdo, se los llevo ya indicados en una de mis anteriores, preciso se me hace el seguirle a V. por el camino que le place señalarme, para que no le venga a V. a la mente que trato de esquivar cuestiones delicadas, y que, envolviendo a mi contrincante en una nube de autoridades y, de raciocinios teológicos, me propongo ocultar puntos flacos, apartando de ellos el peligro de un ataque. Sin embargo, esta necesidad fuera para mí más desconsoladora, si V. no se sirviese advertirme que «no carece del conocimiento de las mejores obras que se han escrito en defensa de la religión, y que, reservándose estudiarlas para cuando haya más tiempo y paciencia, sólo intenta en la actualidad aclarar, por vía de recreo y esparcimiento, algunos puntos difíciles, como quien quita la broza que impide la entrada a un camino anchuroso».

A decir verdad, no me desagrada que V. haya traído la discusión sobre el punto de la sangre de los mártires, pues es asunto sobre el cual hay mucho que decir, y en el que tarde o temprano hubiéramos tenido que entrar, si la controversia hubiese seguido el curso que yo deseaba. Esta sangre es, a no dudarlo, uno de los argumentos más firmes en apoyo de la verdad de nuestra santa religión, y así, al examinar las razones que los cristianos podemos alegar en defensa de nuestra fe, o, como suele decirse, los motivos de credibilidad, tampoco hubiera yo olvidado el presentarle a V. ese prodigio, en que personas de todas las edades, sexos y condiciones mueren con heroica fortaleza, por no profanarse ni con un solo acto que no estuviese conforme con la fe del Crucificado.

Pero, antes de hablar yo, quiero que hable V.; y así, para no confundir las ideas, y con la mira de que ni uno ni otro olvidemos el verdadero estado de la cuestión, y de que, por consiguiente, la respuesta pueda ser más cabal y ajustada, reproduciré lo que me dice V. en su apreciada. «Respeto como el que más la fortaleza de ánimo dondequiera que la encuentro, y confieso ingenuamente que el heroísmo del sufrimiento es a mis ojos mucho más sublime que el heroísmo del combate. Con esto le ahorraré a V. no poco trabajo, pues que así conocerá desde luego que no tiene necesidad de fatigarse en ponderarme ni el número de los mártires, ni sus atroces tormentos, ni su invicta constancia, ni tampoco en excitar mi entusiasmo, poniéndome delante de los ojos, caducos ancianos, débiles mujeres, tiernos niños, marchando impávidos a morir por su fe. Dudo mucho que en esta parte me exceda V. en sentimientos de respeto y admiración, así como no tiene V. que recelar que mi escepticismo llegue hasta levantar dudas sobre la inmensa muchedumbre de dichos mártires; no me agrada aguzar mi ingenio para combatir hechos de tan probada verdad. Mis impotentes negaciones no borrarían por cierto las páginas de la historia. Pero, dejando aparte y confesando expresamente la verdad del hecho, no puedo convenir en que puedan sacarse de él las consecuencias que Vds., los cristianos, pretenden; porque es bien sabido que el entusiasmo por una idea puede producir semejantes efectos; y en cuanto a la propagación de las creencias cristianas que resultó de la persecución, bien sabe usted que el secreto de prosperar una causa es el hallarse contrariada, combatida; el poderse presentar sus defensores con honrosas cicatrices que acrediten profundas convicciones e invicta constancia el sustentarlas.» No he querido cercenarle a V. ninguna parte de su argumento, ni escatimarle en lo más mínimo el valor de la dificultad; pero también, me ha de permitir V. que me extienda en la solución de la misma, cual reclama la importancia de la materia.

Ante todo, acepto de buena gana la confesión de que el número de nuestros mártires es asombroso, no siéndolo menos las circunstancias de su martirio, ora se atienda a los tormentos, ora a las personas que los sufren. Y cuando la acepto con gusto, es solamente por la complacencia que me causa el ver que V. no trata de empeñarse en combatir hechos de tan probada verdad; pero no porque sea ésta una confesión a que yo no pudiese obligar a mi adversario: para lograr mi objeto no hubiera debido hacer más que abrir las páginas de la historia; y, como observa V. muy bien, esas páginas no se borran con impotentes negaciones. Las actas de los mártires no son devotas leyendas, inventadas para nutrir la piedad de los fieles; son documentos que han pasado por el crisol de la crítica más severa. Ruinart, Mabillón, Natal Alejandro, Fleuri, Tillemón, Papebroche, Holstenio, y otros críticos por cierto nada sospechosos de excesiva credulidad, y cuya inmensa erudición y refinado discernimiento les aseguran completa competencia, hubieran venido en mi ayuda, si V. no hubiese tenido la prudente precaución de abstenerse de una contienda, en la que no hubiera llevado ventaja, a pesar de toda la brillantez de su talento; ¿qué valen los raciocinios contra hechos más claros que la luz del día? Sólo la ciudad de Roma es un argumento irrefragable en confirmación de la inmensa muchedumbre de los mártires. Se ha dicho que los subterráneos de la ciudad eterna eran un gran sepulcro: ¡digna peana de la cátedra de San Pedro! «Vimos en la ciudad de Rómulo, decía Prudencio, innumerables cenizas de santos: si preguntas, oh Valeriano, por las descripciones de los túmulos y los nombres de las víctimas, difícil se hace el responderte; ¡tan grande es el número de los justos sacrificados por el furor impío de Roma idólatra! Hay en muchos sepulcros algunas letras que nos indican el nombre del mártir o contienen breve alabanza; pero hay mármoles mudos que encierran silenciosa muchedumbre y que sólo significan el número. ¡Cuántos cúmulos de cadáveres sin ningún nombre! Acuérdome que en solo un lugar vi las reliquias de sesenta, cuyos nombres sólo conoce Cristo.»

Innumeros cineres sanctorum Romula in urbe
Vidimus, o Christo Valeriane sacer:
Incisos tumulis titulos, et singula quaeris
Nomina? Difficile est, ut replicare queam,
Tantos iustorum populos furor impius hausit
Quum coleret patrios Troya Roma Deos,
Plurima litterulis signata sepulcra loquuntur
Martyris aut nomen, aut epigramma aliquod,
Sunt et muta tamen tacitas claudentia turbas
Marmora, quae solum significat numerum,
Quanta virum iaceant congestis corpora acervis
Nosse licet, quorum nomina nulla legas,
Sexaginta illic defossas mole sub una
Reliquias memini me didicisse hominum,
Quorum solus habet comperca vocabula Christus.

Así hablaba en el siglo cuarto este insigne español; por donde se echa de ver que, ya en aquellos tiempos, causaban los subterráneos de Roma la profunda y religiosa admiración que producen en los viajeros de nuestra época. Diez persecuciones cuenta la Iglesia bajo los emperadores gentiles, que son las de Nerón, Domiciano, Trajano, Antonio Vero, Severo, Maximino, Decio, Valeriano, Aureliano y Diocleciano; en todas se cometieron horrendas atrocidades: y es necesario tener en cuenta que no se limitaba la persecución a pocos puntos, sino que se extendía por todo el ámbito del imperio. Espanto causa el leer en los autores contemporáneos las tremendas escenas que ofrecía a cada paso la crueldad de los perseguidores luchando con la firmeza de los mártires: jamás religión alguna se vio sometida a tan dura prueba: jamás se mostró con más evidencia la humanidad elevada a una altura inmensamente superior a sus fuerzas.

El entusiasmo por una idea dice V. que puede producir semejantes efectos; esta dificultad exige una respuesta detenida. No negamos nosotros que puedan venir casos en que una persona se exalte de tal suerte por una idea, afecto, o interés, que sea capaz de sacrificar su existencia: los ejemplos no fueran difíciles de encontrar en la historia de los tiempos pasados, y no faltan tampoco en los nuestros. Pero no se trata aquí de saber hasta dónde pueden llegar la fuerza y energía moral de este o aquel individuo, vivamente poseído de un objeto; no se intenta disputar la posibilidad de dar gustoso la vida por él, y hasta de sufrir atroces tormentos: la fuerza de nuestro argumento no consiste en semejantes aserciones, desmentidas por la razón y la historia; lo que decimos nosotros es que, atendida la humana flaqueza, no es posible sin particularísima asistencia del cielo que por espacio de tres siglos, en todos los puntos del orbe conocido, se hayan encontrado en tan asombroso número personas de todas edades, sexos y condiciones, que hayan perdido alegres su hacienda, su honor a los ojos del mundo, y acabado finalmente su vida entre los tormentos más crueles, sólo por no querer abandonar la fe del Crucificado; esto decimos, y a quien nos contradiga, le exigiremos que nos muestre en los fastos de la humanidad un ejemplo semejante: no contentándonos con este o aquel ejemplo aislado, le pediremos que nos lo presente a millares de millares como podemos presentarlos nosotros; y, seguros de que no le ha de ser posible, creeremos estar en nuestro derecho cuando afirmemos que nuestra religión tiene un carácter de que están destituidas las otras.

Me dice V. «que todo país ha tenido sus mártires, pues mártires pueden apellidarse los que mueren por la independencia de su patria, sacrificando generosamente su existencia a la felicidad de sus compatricios; y que, sin embargo, no se ha creído nunca que para semejantes actos fuese necesaria una gracia especial del cielo». Esta observación, mi estimado amigo, me hace sospechar que V. no ha meditado mucho sobre el corazón humano en sus relaciones con los sacrificios, pues que de tal manera confunde las ideas, y no distingue cuáles son los que se nos hacen más costosos. ¿No ha pensado V. nunca en lo que va de valor a fortaleza, en la inmensa distancia que media entre acometer con denuedo un peligro o esperarle con calma, entre arrostrar un riesgo pasajero y tolerar resignadamente una larga cadena de trabajos y tormentos? Los hombres capaces de lo primero son en número muy crecido, pero son muy contados los que alcanzan a lo segundo. La razón lo convence; la historia y la experiencia lo atestiguan.

Es bien sabido que uno de los principales resortes que hacen mover al hombre, cuando obra en el orden puramente natural, son las pasiones; sin ellas, el corazón está frío; la razón combina, pero el brazo no ejecuta. Y, cuando de pasiones hablo, no me refiero tan sólo a inclinaciones malas, ni a movimientos del ánimo hasta tal punto exaltado, que pierda de vista los principios de la sana razón y los consejos de la prudencia. Bajo el nombre de pasiones, comprendo también todos los sentimientos legítimos y generosos, todas las afecciones del alma, aun las más tranquilas y templadas, con tal que no petenezcan al orden de la pura razón, y a los actos de voluntad que sólo dimanan de aquélla; comprendo todos los impulsos espontáneos que nos llevan a un objeto como instintivamente, prescindiendo de la dirección del entendimiento: en una palabra, y para expresarme en lenguaje menos exacto, pero más llano y quizás más acomodado al común de los espíritus, por pasiones entiendo todo lo que suele llamarse movimientos del corazón.

Sabemos por la experiencia propia y la ajena que, cuando estos movimientos existen, nos hallamos más dispuestos a obrar en el sentido en que ellos nos impulsan, y que, cuando faltan, por más profundas que sean nuestras convicciones, y firme y decidida la voluntad, estamos tocados de una debilidad, de una indolencia, que necesitamos hacer grande esfuerzo para vencerlas, si la acción de que se trata se opone en algo a nuestras inclinaciones naturales. Supónganse dos hombres igualmente persuadidos del mérito de la beneficencia, en igualdad de medios para ejercerla, en idéntica oportunidad para practicarla; pero de tal suerte, que el uno esté dotado de un corazón compasivo y bondadoso, mientras el otro lo tenga naturalmente frío. La parte superior del alma, es decir, la razón y la voluntad, se hallan en el mismo estado en el primero que en el segundo; y, sin embargo, ¿quién no ve que para aquél será un verdadero placer el desprendimiento con que socorra el infortunio de sus hermanos, y que para éste será un sacrificio? El uno tendrá una pasión, sentimiento, movimiento del corazón, o llámese como se quiera, que le impulsa a la beneficencia; padecerá, si no hace bien; la miseria del prójimo se le ha comunicado en cierto modo, porque, dejando intacta su fortuna y su salud, le hace compartir el sufrimiento del desgraciado: cuando le dispense el auxilio, experimentará un desahogo, recobrará el bienestar perdido, renacerá en su alma la tranquilidad, disipándose la angustia; percibirá la dulce satisfacción de haber cumplido un deber, que sentía como una necesidad, en el fondo de su alma. Nada de esto se verificará en el hombre de corazón frío, por más recta que sea su razón, por más ajustada que a ella conserve la voluntad. Si socorre al infeliz, será obrando conforme le dicta su conciencia; pero, obedeciendo los preceptos de ésta, no sentirá aquella expansión, aquella ternura que inunda de gozo y de placer un corazón compasivo; antes al contrario, se verá precisado a luchar con la dificultad que, más o menos, siempre trae consigo el desprendernos de lo propio para darlo a los otros.

Este ejemplo hace sensible y, por decirlo así, palpable, la poderosa influencia que sobre nuestros actos ejercen las inclinaciones del corazón. De esto inferiré que, cuando nos encontramos en situaciones en que una pasión cualquiera está vivamente desarrollada y activa, no es extraño que, preponderando sobre las demás, y hasta sobre el instinto natural de la propia conservación, llegue al punto de hacernos acometer arduas empresas, y arrostrar los mayores peligros. Así, un militar en el campo de batalla, a la vista de sus compañeros de armas testigos de su valor o de su cobardía, enardecido con el aparato guerrero, con el son de las músicas marciales, de los tambores y clarines, sediento de venganza contra un enemigo que está diezmando a sus inmediaciones a sus amigos y compañeros, no debe parecer tan extraño que con denodado ímpetu se arroje a la muerte gloriosa; mayormente, conservando como conserva siempre alguna esperanza de evitarla, y conquistando con su valor el aprecio y la admiración de cuantos le contemplan. Entonces vemos desplegados, el amor de la patria, el de la gloria, la ambición halagada con el premio, obrando todos a la vez sobre un ánimo exaltado por lo crítico de las circunstancias, por la presencia de un riesgo inminente, estando, además, el cuerpo en la disposición más favorable para mantener en viva actividad y efervescencia las pasiones, con la agitación y el calor de la refriega. En casos semejantes, hay una verdadera lucha de inclinaciones contra inclinaciones; y natural es que prevalezcan aquellas que, estando más en harmonía con la situación, son más a propósito para ponerse en vivo movimiento, influir sobre la voluntad, sofocar las demás que tiendan a parar o moderar el impulso.

Estas observaciones manifiestan cómo se verifica que muchos hombres desprecien la vida en defensa de una causa, y no porque deba entenderse que para llegar a este punto sea preciso que el ánimo se encuentre en la exaltación que acabo de describir; pueden venir circunstancias en que, sin hacerse tan sensible el fenómeno, se verifique de una manera más o menos semejante. Así, un joven que se halla empeñado en uno de los lances que se apellidan de honor, no está en el mismo caso de un militar en el campo de batalla; sin embargo, y por más que en apariencia la situación se muestre muy distinta, no lo es tanto en la realidad si la examinamos en sus relaciones con las causas que impelen al desprecio de la vida. Una preocupación funestísima, pero que por esto no deja de estar arraigada en muchos espíritus, le hace creer que, si no acepta el duelo que se le ofrece, o si él a su vez no desafía a su adversario, según es la ofensa recibida, se cubre de ignominia y baldón, y no podrá presentarse a la sociedad sin la nota deshonrosa de cobarde. En el hombre constituido en esta alternativa, no vemos ciertamente tan de bulto los motivos que le impulsan a arrostrar el peligro, como los hemos visto en el soldado; no se nos muestra tan patente la agitación del ánimo fluctuante entre el temor y la esperanza, entre el amor de la vida y el del honor; pero no deja por esto de existir la lucha, y tan viva quizás como existir puede en el campo de batalla. Por más vanidad que entre muchas veces en el sentido de la palabra honor, no puede negarse que ejerce sobre nuestro ánimo una influencia tan viva, tan mágica, que ni la salud ni la fortuna producen en nuestro espíritu un efecto tan fuerte e instantáneo. Dejando aparte el examen de las causas, consigno aquí el hecho, para manifestar que en el caso supuesto hay también una verdadera exaltación de ánimo, una pasión fuerte que sojuzga las demás, sometiéndolas a un tiránico imperio, y arrastrando el corazón dominado, hasta el deplorable extremo de poner la vida como cosa liviana.

Creo, mi estimado amigo, que las observaciones que acabo de emitir son bastantes para que se distinga el valor de la fortaleza, y para que resalte cuán diversas cosas son el acometer intrépido un peligro, por inminente que se ofrezca, y el sufrir con inalterable calma los mayores tormentos, marchando sereno a una muerte segura, inevitable, erizada de los padecimientos más atroces. En el primer caso, vemos unas pasiones contra otras, vemos el ánimo sostenido por mil motivos que le impulsan, y que, al mismo tiempo, le distraen de lo que pudiera apartarle de dar cima a la empresa. Padecimientos, o no los hay, o son muy breves, o compensados con alternativas o esperanzas de recreo, de placeres, de gloria. En el segundo, vemos la razón y la voluntad luchando con todas las pasiones, vemos al hombre superior en oposición con el hombre inferior: aquél, pertrechado con la idea del deber, con la esperanza de un grande objeto; éste, con todos los atractivos, todas las amenazas, todos los temores, todas las vicisitudes que se agitan en esa región tempestuosa que, no sabiendo cómo apellidarla, le damos el nombre de corazón.

No intento decir con esto que no pueda hallarse, en el orden puramente natural, un desprendimiento asombroso, ni que en todos los actos que denominamos heroicos deba suponerse una gracia sobrenatural; semejante asistencia no la tuvieron ciertamente los gentiles, ni tantos otros héroes pertenecientes a falsas sectas; sin embargo, encontramos en ellos rasgos sorprendentes que nos entusiasman y admiran. Régulo volviendo a Cartago después de haber dado un consejo que le había de costar la vida, Scévola con la mano en el brasero, y otros rasgos que nos ofrece la historia antigua, son, en verdad, indicios evidentes de lo que puede ejecutar el hombre abandonado a sus fuerzas naturales; pero no destruyen el argumento que nosotros sacamos de nuestros mártires. Los héroes de que estamos hablando, son muy contados; los nuestros son innumerables; los héroes eran, por lo común, hombres formados, endurecidos con los trabajos de la guerra, agrandado su espíritu con la intervención en los negocios públicos, ávidos de gloria, colocados en circunstancias críticas, en que el peligro de la patria daba vuelo a su entusiasmo y energía a su denuedo; entre los mártires se ven ancianos, mujeres, niños, hombres de las condiciones más humildes, que no habían ocupado jamás puestos distinguidos, y que, por tanto, no habían podido adquirir aquel fiero orgullo que, siendo una de las pasiones más poderosas de nuestro corazón, nos comunica a veces una firmeza de que sin él no fuéramos capaces.

Para formarnos idea del mérito de los mártires, acerquémonos a uno de aquellos ilustres presos, tan desgraciados a los ojos del mundo, tan felices en Jesucristo. Su nombre no se sabe, su categoría es obscura; ¿por qué se halla detenido? Porque cree que un Hombre que murió ajusticiado en la Palestina, es Hijo de Dios, y verdadero Dios, que tomó nuestra naturaleza para satisfacer por nuestras deudas a la justicia del Eterno Padre. ¿Qué vemos en su alrededor? El desprecio, o la compasión, o el odio de cuantos le contemplan; unos le miran como insensato, otros le califican de fanático, éstos le apellidan iluso, aquéllos le achacan los más feos crímenes. Ni un rayo de gloria mundana, ni un consuelo sobre la tierra. No busquéis en su situación nada que pueda confortarle, haciendo que su naturaleza obre por reacción contra los males que le abruman. Todas sus pasiones se hallan amortiguadas con el abatimiento y postración a que está reducido el cuerpo; y, si el orgullo quisiese levantar su frente, nada ve en torno de sí que pueda halagarle ni sostenerle. ¿Qué semejanza se encuentra entre el héroe de la religión y los héroes del mundo?

Se me dirá que la esperanza de una vida mejor les hacía llevaderos los padecimientos y agradable la muerte, es cierto, y esto no lo negamos los cristianos; pero cabalmente en la misma resolución de sacrificar a lo futuro todo lo presente, de sobreponerse a todas las inclinaciones naturales, de menospreciar todo cuanto les rodeaba y hasta su propia existencia; en esta resolución, repito, se descubre la acción sobrenatural de la gracia divina; pues que a tanto no alcanza la flaqueza humana abandonada a sus propias fuerzas. Ya en otra de mis anteriores hice notar que el hombre propende por la naturaleza a dejarse llevar de las impresiones del momento, y que todo lo que mira en lontananza, sea bien o mal, tiene para él escaso interés. Esto lo estamos palpando por desgracia en buena parte de los cristianos, que, creyendo las terribles verdades de nuestra Religión, viven tan olvidados de ellas, cual hacerlo pudieran los gentiles. Por esta causa, al ver que un número tan asombroso de personas de todas edades, sexos y condiciones se hace superior a esta debilidad de nuestra naturaleza, contrariando sus inclinaciones con decisión tan heroica, es preciso reconocer que hay aquí algo que se levanta sobre la región natural, algo en que el Omnipotente se complace en manifestar de cuánto es capaz lo débil, cuando su brazo todopoderoso se propone hacerlo fuerte.

No sé, mi estimado amigo, si estas reflexiones le habrán convencido a V. plenamente; pero, atendido su buen juicio, me atrevo a esperar que sí. No puedo persuadirme de que su claro entendimiento no vea la inmensa diferencia que va de nuestros mártires a los héroes del mundo, sean del orden que fueren; V. no ignora la historia; recapacite cuanto ha leído, y no encontrará nada que a tamaño prodigio sea comparable. ¿Qué causas naturales puede V. imaginar para explicarle? ¿El entusiasmo? Pero un sentimiento tan pasajero, ¿cómo es dable que se sostenga por espacio de tres siglos?, ¿cómo puede propagarse por todo el mundo conocido? ¿La gloria humana? Pero tantos que perecían sin dejar siquiera su nombre, ¿cómo podrá decirse que muriesen por la gloria? ¿Y qué clase de gloria será ésta que así atrae al fogoso joven como al caduco anciano, a la matrona como a la doncella, al adulto como al niño, al sabio como al ignorante, al rico como al pobre, al magnate como al mendigo? Pongámonos de buena fe, y será preciso reconocer que, por más poderoso que sea sobre nuestro corazón el ascendiente de gloria, no alcanzó jamás a producir un efecto tan grande, tan universal, en situaciones y personas tan diferentes; pongámonos de buena fe, y descubriremos aquí el dedo de Dios.

Si los cristianos hubiesen sido pocos, y habitado todos en países muy vecinos, viviendo sujetos a las mismas influencias y durando su religión muy corto tiempo, entonces no fuera tan contrario a razón el decir que se introdujo entre ellos cierta exaltación del ánimo, y que se fue comunicando de unos a otros. Pero, ¡por todo el mundo y por espacio de tres siglos, y siempre la misma constancia! Reflexione V., mi estimado amigo, sobre esta última observación, que ella sola basta para disipar todas las dificultades.

Paso ahora al otro punto indicado en la apreciada de V., relativo a la fuerza que puede tener el argumento fundado en la rápida propagación del cristianismo, a pesar de la horrible persecución a que por tanto tiempo estuvo sujeto. Dice V. que ya es cosa sabida que el mejor medio de hacer prosperar una causa y difundir una doctrina, es emplear contra ellas la violencia; pues, desde el momento que sus defensores llevan en sus frentes la aureola del martirio, excitan la admiración y entusiasmo en cuantos los contemplan, y arrastran un mayor número de prosélitos. Más de una vez he meditado sobre esto que V. y otros afirman sobre la fuerza propagadora entrañada por la persecución; y confieso ingenuamente que, ora haya escuchado los dictámenes de la filosofía, ora me haya atenido a las lecciones de la historia, jamás he podido persuadirme de que fuese un buen medio de apoyar una causa el perseguirla a sangre y fuego.

En esta parte hay mucha confusión de ideas y de hechos, que es necesario aclarar. Para lograrlo propondré separadamente algunas cuestiones de cuya resolución depende el formar acertado juicio sobre la principal que se examina. ¿Es verdad que la vista de la persecución excite entusiasmo o interés en favor del perseguido? A esta pregunta no se puede responder sin distinguir. O el perseguido es considerado como inocente, o como culpable: en el primer caso, sí; en el segundo, no. Lo más que podrá inspirar será compasión; pero ésta nada tiene que ver con el entusiasmo ni el interés de que se trata. En lo que acabo de asentar no cabe duda, y de ello se infiere que, cuando se afirma en general que la persecución honra, que ilustra, que excita simpatías, se dice una verdad si se habla del que es mirado como inocente, y sólo con respecto a los que le consideran como tal; sólo a los ojos de éstos es un verdadero perseguido; a los de los otros, no tiene propiamente este carácter; no es una víctima de la persecución, sino un objeto de la vindicta pública. Resulta de lo dicho que, si en un país se suscita una persecución contra una causa o una doctrina, si éstas son consideradas como justas y santas, los que por ellas sufran serán respetados y admirados; pero, si son reputadas falsas, injustas, contrarias al bien común, entonces el castigo de los criminales, lejos de excitar semejante admiración y respeto, inspirará a lo más sentimientos de estéril compasión en favor de los que se supongan ilusos, o, como suele decirse, engañados de buena fe.

No se hallaban por cierto los mártires cristianos en situación favorable, en ninguno de los sentidos que acabo de indicar. Profesando una religión diametralmente opuesta a todas las recibidas en la generalidad de los pueblos, predicando que el culto tributado a los dioses reinantes no era más que criminal idolatría, apartándose de las diversiones de los gentiles como de abominaciones nefandas, eran mirados con aversión, con odio, con execración, se los abrumaba de calumnias, se los consideraba como enemigos del resto de los hombres, como perturbadores de la sociedad; y, para hacerles apurar las heces del cáliz, se les achacaba que en la celebración de sus misterios cometían horrendos crímenes. Nadie ignora el frenesí con que se pedía la sangre de los confesores de Jesucristo: los cristianos a las fieras, los enemigos al fuego: éste era el grito que se levantaba por todos los ángulos del mundo. Cubiertos de insultos, de befa y de escarnio, mientras expiraban entre los tormentos más atroces, teníase a gran dicha si en las tinieblas podían salir de sus lóbregas moradas algunos hermanos que diesen sepultura al mutilado cadáver entregado por pasto a los brutos carniceros. Ahora, al contemplarlos sobre los altares, al oír que se les entonan himnos de alabanza, al saber que ciñen en el cielo la inmarcesible corona cuyos resplandores se reflejan en los cultos que se les tributan en la tierra, cuéstanos trabajo el concebir todo el horror de la situación en que se hallaban, en los formidables trances de sus tormentos y muerte. No, no veían en torno de sí ese respeto, esa admiración que nosotros ahora les ofrecemos; veían, sí, el odio, el insulto, la calumnia, y lo que quizás es más doloroso para el corazón humano, la burla y el desprecio. Sólo Dios era su consuelo; sólo Dios era su esperanza; sólo Dios era su sostén en aquellos terribles momentos en que, luchando con el mundo y consigo mismos, arrostraban impávidos la muerte por confesar la fe del Crucificado. No bastan para semejantes prodigios las causas naturales, no bastan los esfuerzos de la débil humanidad; a quien no se contente con semejantes razones, le opondremos el famoso dilema: o estaban sostenidos milagrosamente por el cielo, o no lo estaban; si lo primero, entonces os halláis de acuerdo con nosotros; si lo segundo, os diremos que éste es el mayor de los milagros, el hacer sin milagro cosas tan milagrosas.

Inferiremos de esto que la constancia de los mártires no pudo estar sostenida por el placer de excitar admiración y entusiasmo; y así viene al suelo lo que pudiera decirse: que los honores de la persecución, ilustrando a las víctimas, contribuían a destruir el objeto que se proponía el perseguidor.

¿Es cierto que el perseguir una doctrina sea buen medio para propagarla? La pregunta parece ya algo extraña, a primera vista; sin embargo, esto es lo que a cada paso se sustenta, contradiciendo abiertamente la filosofía y la historia. Si se afirmase que la verdad se abre paso al través de la persecución, el aserto sería muy diferente; pero pretender que la persecución misma haya de ser un vehículo, es un absurdo; a no suponer que de este vehículo se sirva para sus altos fines la infinita sabiduría del Todopoderoso.

El hombre ama naturalmente el bienestar, tiene un fuerte apego a la vida, un grande horror a la muerte; luego los tormentos y el patíbulo son poderosos resortes para apartarle de una causa que le exponga al riesgo de sufrirlos. «Me habla V., mi estimado amigo, de «la belleza del sufrimiento, de la brillante aureola que circunda las sienes de la víctima que marcha serena a ofrecerse en holocausto»; todo esto es verdad; pero temo mucho que no sea muy a propósito para influir sobre la generalidad de los hombres; temo mucho que en la práctica no se ha de presentar la cosa tan encantadora y atractiva como se nos muestra en los libros. Y no me eche V. en cara que tenga el corazón poco sensible, que no comprendo toda la sublimidad de las acciones heroicas; la siento y la comprendo muy bien; pero, tratándose de examinar la realidad, y no las ficciones, se me hace preciso atenerme a lo que estoy viendo en las páginas de la historia y me están enseñando las lecciones de la experiencia. ¿Cuántos son los hombres generosos que sacrifican su bienestar, su fortuna y su vida, por la causa de la verdad y de la justicia? Son ahora, y fueron en todos tiempos, muy pocos; y la misma admiración que nos inspiran es una prueba evidente de que tan heroica fortaleza no es el patrimonio común de la humanidad. ¿Quiere V. partidarios? Distribuya honores, prodigue riquezas, abreve de placeres; que, si no tiene otra cosa que palmas de martirio, bien pronto se quedará V. con pocos rivales que le disputen la aureola de una vida de padecimientos y de una muerte afrentosa.

A decir verdad, no creía yo que debiese hallarme en la precisión de recordarle a V. estas verdades, que, por tristes, no dejan de ser verdades; imaginábame que, siendo V. escéptico, debía de ser algo más positivo; y que, viviendo en época de vicisitudes habría aprendido a conocer mejor a los hombres, y a formarse ideas más exactas sobre las inclinaciones de nuestro corazón.

El buen sentido de la humanidad ha rechazado en todos tiempos esa invención filosófica de las ventajas de la persecución: los tiranos se han engañado algunas veces abusando desmedidamente del hierro y del fuego; pero en medio de sus excesos andaban guiados de una idea verdadera, cual es, que, para destruir una causa o sofocar una doctrina, es un excelente medio el erizarlas de peligros y de males para cuantos intenten seguirlas. Yo ando buscando en la historia los buenos efectos de la persecución en pro de la causa perseguida, y no los encuentro. Hallo una excepción en el cristianismo; pero esto mismo me lleva a pensar que la causa de la excepción está en la omnipotencia de Dios. El apedreamiento de San Esteban inauguró una era de triunfos, abriendo el glorioso catálogo de los mártires cristianos; pero la cicuta de Sócrates no veo que les inspirase a los filósofos el deseo de morir: la prudencia ganó mucho terreno: Platón, al anunciar ciertas verdades delicadas, cuida de encubrirlas con cien velos.

Pasando a tiempos posteriores, observo el mismo fenómeno; así, por ejemplo, la secta de los Priscilianistas, contra la cual se desplegó mucho rigor, veo que se encontró atajada en sus progresos hasta extinguirse casi del todo. Una de las religiones que más extensión han alcanzado, fue sin duda la de Mahoma; y por cierto que sus progresos no se debieron a la persecución, sino a las armas con que arrolló a sus adversarios, y a los halagos con que arrastró gran número de prosélitos. Cuando las guerras religiosas del mediodía de Francia, en tiempo de los Albigenses, tampoco veo que estos sectarios medrasen con la contrariedad; muy al revés, fuéronse disminuyendo cada día, hasta llegar a un estado de postración y casi aniquilamiento.

Me dirá V. que el protestantismo cundió y se arraigó a pesar de todos los contratiempos que tuvo que sufrir; y que, así como la llamada reforma se extendió a pesar de las persecuciones, no es extraño que aconteciese lo propio con respecto al cristianismo. Yo no sé dónde han encontrado ustedes estas tremendas contrariedades y persecuciones sufridas por la malhadada reforma; no parece sino que estamos hablando de las épocas de los jeroglíficos, pues que de tal manera se trastornan los hechos, y se hacen comparaciones absurdas.

Echemos una ojeada sobre la historia de los primeros tiempos del protestantismo, y veremos que estuvo muy distante de deber sus progresos a las ponderadas persecuciones. En Alemania, desde el momento de su aparición, contó de su parte muchos y muy poderosos sostenedores: entre ellos algunos príncipes que lo manifestaron abiertamente, ora protegiendo por varios medios la difusión y arraigo de las nuevas doctrinas, ora apelando a las armas, cuando creyeron llegado el caso de emplear la violencia. Lo que en Alemania, aconteció a poca diferencia en los demás países del continente, más o menos infestados por el protestantismo; sin exceptuar a Francia, donde es bien sabido que, a más de los patronos que encontró en las clases elevadas, pudo contar, durante mucho tiempo, con uno que valía por todos: Enrique IV. No es menester recordar la historia de Enrique VIII de Inglaterra: nadie ignora de cuáles medios echó mano este violento monarca para propagar y arraigar el cisma a que le lanzara su ciega pasión; y el sistema de este perseguidor continuó en los reinados siguientes, con igual, si no mayor, recrudescencia.

A poco de haber nacido, el protestantismo ya tenía en su favor grandes ejércitos, poderosos príncipes, naciones enteras; ¿qué punto de comparación hay entre la propagación de la llamada reforma y la de la Religión cristiana? Si no le faltaron algunos que se sacrificaron por ella, recuerde que en esto no sucedió sino lo mismo que se verifica en todas las causas civiles: siempre de uno y otro lado se ven fogosos partidarios que, o mueren peleando en el campo de batalla, o tienen bastante aliento para arrostrar los cadalsos.

Figurémonos que por espacio de tres siglos hubiese debido luchar con las horribles persecuciones de que fue víctima el cristianismo: ¿dónde estaría actualmente? ¿Queréis saberlo? Observad lo acontecido en los países donde se le reprimió con mano fuerte. En Francia tuvo diferentes alternativas de indulgencia y de rigor; pero tan pronto como se emplearon contra él las medidas severas con alguna perseverancia, fue debilitándose, casi hasta llegar a desaparecer. ¿A qué estaba reducido algún tiempo después de la revocación del Edicto de Nantes? Jamás ha podido reponerse de los golpes que le descargó Luis XIV; siendo de notar que aun en la actualidad, después de tantos años de tolerancia, es todavía muy insignificante. En aquel país, la inmensa mayoría está dividida entre el catolicismo y la incredulidad.

Lo sucedido en España puede darnos una idea de la fortaleza del protestantismo para hacer frente a la persecución. Sabido es que a mediados del siglo XVI había alcanzado bastantes prosélitos, siendo tanto más peligrosos, cuanto pertenecían a categorías distinguidas. La Inquisición, sostenida y alentada por Felipe II, desplegó contra los sectarios el rigor que nadie ignora: al cabo de poco, ya no se hablaba de partidarios de las nuevas doctrinas. ¿Era ésta la conducta de los primeros cristianos? ¿Abandonaban tan fácilmente el terreno donde habían logrado hacer algunas conquistas? Dígalo el mundo entero, dígalo especialmente esta misma España, regada y fecundada con la sangre de tantos mártires. Nada vale el alegrar el rigor de la Inquisición; este rigor no podía, por cierto, compararse con el empleado por los procónsules del imperio; por más horribles que se quieran pintar las penas aplicadas a los herejes, no se las encontrará semejantes a las que sufriera San Vicente.

Lo que se ha dicho de España, puede decirse de Portugal y de Italia, por manera que el protestantismo no llegó a conservarse en ninguno de los países en que se vio precisado a arrostrar una contrariedad sostenida. Donde se trató seriamente de extirparle, fue extirpado; presentando un contraste notable con el catolicismo, que aun en los reinos donde sufrió mayores quebrantos, se ha conservado siempre, sin que sus perseguidores hayan alcanzado a lograr su completa desaparición. En confirmación de esta verdad, recuérdese lo sucedido en la Gran Bretaña.

Yo no sé, mi estimado amigo, qué es lo que puede responderse a las razones que acabo de exponer; paréceme que, después de haberlas leído, se le habrá presentado a V. algo más robusto el argumento que se funda en la sangre de los mártires. Examine V. con detención e imparcialidad este grande hecho, que hace a la vez horrorosas y sublimes las primeras páginas de la historia de la Iglesia; y no dude que verá en él algo maravilloso, que no es posible explicar por causas naturales. Creo haber desvanecido las dificultades que le impedían a V. el dar a nuestro argumento toda la importancia que se merece. Como quiera, estoy seguro de que no podrá V. echarme en cara que haya esquivado el tratar la cuestión bajo todos los aspectos, ni procurado disminuir en lo más mínimo la fuerza de la dificultad, para no hallarme en la precisión de deshacerla. Si no he podido avenirme con ideas que daba V. por recibidas, tampoco me he tomado la libertad de rechazarlas sin aducir las razones en que me apoyaba. Tratando uno con escépticos, es preciso no mostrarse crédulo en demasía; y, por consiguiente, conviene no aceptar sin examinar, aun cuando sea necesario contradecir autoridades filosóficas que pasan por respetables. Mucho desearía que pudiésemos continuar discutiendo sobre los motivos de credibilidad; pero, atendido el curso que va tomando la polémica, no sé si, después de haber andado V., primero por el infierno, y después por los cadalsos de los mártires, otro día se me plantará de un vuelo entre los conciertos de los querubines. Entre tanto vea V. en qué puede complacerle este su seguro servidor Q. B. S. M.

J.B.



Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta IV: Filosofía del porvenir.