Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta VI: La transición social.


Carta VII: La tolerancia.

La gracia y la fe. Doctrina católica sobre la fe. Historieta de un eclesiástico. Observaciones sobre la intolerancia de ciertos hombres. Injusticia e intolerancia de los incrédulos. Manifiéstase que un fiel puede tener idea clara del estado de espíritu de un incrédulo. Lo que debe hacer un católico antes de disputar con un incrédulo. En las disputas religiosas es necesario guardarse del orgullo.


Mi estimado amigo: Mucho me complace lo que usted se sirve insinuarme en su última de que, si bien mis reflexiones no han podido decidirle todavía a salir de esa postración de espíritu que se llama escepticismo, al menos han logrado convencerle de un hecho que V. consideraba poco menos que imposible; esto es, que fuese dable aliar la fe católica con la indulgencia y compasiva tolerancia con respecto a los que profesan otra diferente, o no tienen ninguna. Bien se conoce que V., a pesar de haber sido educado en el catolicismo, se ha dejado imbuir demasiado en las preocupaciones de los impíos y de algunos protestantes, que se han empeñado en pintarnos como furias salidas del averno, que únicamente respiramos fuego y sangre. Usted me da las gracias porque «sufro con paciente calma las dudas, la incertidumbre, las variaciones de su espíritu»: en esto no hago más que cumplir con mi deber, obrando conforme a lo que prescribe nuestra sacrosanta religión; la cual da tan alta importancia a la salvación de una alma, que, si toda una vida se consagrase a la conversión de una sola y esto se consiguiese, debieran tenerse por bien empleados los trabajos más penosos.

Mis profundas convicciones, o, hablando más cristianamente, la gracia del Señor, me tiene firmemente adherido a la fe católica; pero esto no me impide el conocer un poco el estado actual de las ideas, y la diferencia de situaciones en que se encuentran los espíritus. Un escéptico me inspira viva compasión, porque desgraciadamente son muchas, en los tiempos que corren, las causas que pueden conducir a la pérdida de la fe; y así es que, al encontrarme con alguno de esos infortunados, no digo nunca con orgullo non sum sicut unus ex istis, «no soy como uno de éstos». El verdadero fiel que está profundamente penetrado de la gracia que Dios le dispensa, conservándole adherido a la religión católica, lejos de ensoberbecerse, ha de levantar humildemente el corazón a Dios, exclamando de todas veras: Domine, propitius esto mihi peccatori; «Señor, tened misericordia de este pecador».

Acuérdome que, al seguir mi curso de teología, se explicaba en la cátedra aquella doctrina de que la fe es un don de Dios, y que no bastan para ella, ni los milagros, ni las profecías, ni otras pruebas que demuestran claramente la verdad de nuestra religión, sino que, además de los motivos de credibilidad, se necesita la gracia del cielo; a más de los argumentos dirigidos al entendimiento, es menester una pía moción de la voluntad, pia motio voluntatis; y confieso ingenuamente que nunca entendí bien semejante doctrina, y que, para comprenderla, me fue necesario dejar aquellas mansiones donde no se respiraba sino fe, y hallarme en situaciones muy varias y en contacto con toda clase de hombres. Entonces conocí perfectamente, sentí con mucha viveza cuán grande es el beneficio que dispensa Dios a los verdaderos fieles, y cuán dignos de lástima son aquellos que en apoyo de su fe sólo reclaman el auxilio de los motivos de credibilidad, sólo invocan la ciencia y se olvidan de la gracia. Repetidas veces me ha sucedido encontrarme con hombres que, a mi parecer, veían como yo las razones que militan en favor de nuestra religión; y, sin embargo, yo creía, y ellos no; ¿de dónde esto?, me preguntaba a mí mismo: y no sabía darme otra razón, sino exclamar: misericordia Domini quia non sumus consumpti.

Con este preámbulo conocerá V., mi querido amigo, que sus dudas no han debido cogerme de improviso, ni ocasionádome aquel estremecimiento que naturalmente me causaran si no hubiese tenido a la vista las reflexiones que preceden; bien que de paso me permitirá V. que no apruebe la dura invectiva a que se abandona contra las personas intolerantes. ¿Sabe usted que en sus palabras se hace culpable de intolerancia, y que un hombre no llega a ser perfectamente tolerante sino cuando tolera la misma intolerancia? Pongámonos por Dios de buena fe, y no miremos las cosas con espíritu de parcialidad. Me hace V. el favor de decirme que «ya me conceptuaba con bastante conocimiento del mundo para no imitar el ejemplo de aquellas personas que no pueden soportar la menor palabra contra su fe, y que, constituyéndose desde luego los heraldos de la divina justicia, no aciertan sino a mentar la hora de la muerte, el infierno, y que acaban por romper bruscamente con quien ha tenido la imprudencia o poca cautela de franquearles su espíritu». Refiéreme V. la historieta de aquel buen eclesiástico que antes le distinguía a V. con particulares muestras de aprecio y de amistad, y que se horrorizó de tal suerte al saber trataba con un incrédulo, que fue preciso cortar toda clase de relaciones. Paréceme, mi querido amigo, que en las propias palabras de usted encuentro yo la apología de la persona a quien usted tanto inculpa; y a los ojos de quien mire las cosas con verdadera imparcialidad, no se le hará tan extraña semejante conducta. «Era, dice V. mismo, un joven de conducta irreprensible, de costumbres severas, de un celo ardiente, pero tenía la desgracia de no haber tratado jamás sino con personas devotas, de no haber manejado otros libros que los del seminario, y apenas le parecía posible que circulasen en el mundo otras doctrinas que las que se le habían enseñado por espacio de algunos años en el colegio de donde acababa de salir. Tuve la imprudencia de responder con una burlona sonrisa a una de sus observaciones sobre un punto delicado, y desde entonces quedé perdido sin remedio en su opinión.» Y bien, V. se queja en substancia de que aquel joven no tuviese hábitos de tolerancia: ¿dónde quería V. que los hubiese aprendido? El espíritu de aquel hombre, ¿podía estar dispuesto para el ataque que contra sus creencias se permitió su contrincante, con la significativa sonrisa? ¿No es demasiado exigente quien pide serenidad a un hombre que, quizás por primera vez, mira combatido o despreciado lo que él considera como más santo y augusto?

Es grave desacuerdo y además una solemne injusticia el inculpar la conducta de quien, guiado por un entendimiento convencido y un corazón recto, se porta cual por necesidad debe portarse, atendidas la educación e instrucción que ha recibido, y las circunstancias que le han rodeado en todo el curso de su vida. Nuestro espíritu se forma y se modifica bajo la influencia de mil causas, y a ellas es preciso atender, cuando se quiere formar exacto juicio sobre la situación en que se encuentra, y el sendero que probablemente haya de seguir. Lo demás es empeñarse en violentar las cosas, sacándolas de su quicio. ¿Pretendería V. que un misionero encanecido en su santa carrera tenga el mismo modo de mirar los objetos que cuando salió de los estudios?, ¿no fuera esta una pretensión extraña? Es cierto que sí; pues no menos lo sería el exigirle ya en su primera juventud el mismo comportamiento que le han enseñado largos años de trabajos apostólicos en lejanos y variados países.

Es poco menos que imposible, sin larga práctica del mundo, saber colocarse en el puesto de los otros, haciéndose cargo de las razones que los impelen a pensar u obrar de esta o aquella manera; y es mucho más difícil en materias religiosas, refiriéndose éstas a lo que hay de más íntimo en el alma del hombre: cuando estamos vivamente poseídos de una idea, se nos hace inconcebible que los demás puedan mirar con indiferencia lo que nosotros contemplamos como lo más importante en esta vida y en la venidera. Por cuyo motivo, no hay asunto que más a propósito sea para exaltar el ánimo; y es de aquí que las guerras que se han hecho a título de religión, han sido siempre muy obstinadas y sangrientas. Quisiera yo que de estas reflexiones se penetrasen los que a roso y velloso, como suele decirse, hablan contra la intolerancia, pues que, de esta suerte, no sucediera tan a menudo que hombres en extremo intolerantes en todo lo que concierne a la religión, no quieran sufrir la intolerancia con que a su vez les corresponden las personas religiosas.

Bien comprenderá V., mi querido amigo, que no deseo yo prevalerme de estas reflexiones para mostrarme intolerante; pues que, si me he extendido algún tanto sobre el particular, ha sido con la idea de desvanecer la prevención con que por algunos es mirada la intolerancia de ciertas personas, resultando que se estiman en menos hombres, por otra parte, muy dignos de aprecio.

Me habla V. de la dificultad de entendernos, siendo tan opuestas nuestras ideas, y habiendo sido tan diferente nuestro tenor de vida: es bien posible que dicha dificultad exista; sin embargo, por lo que a mí toca, no alcanzo a verla. ¿Creería V. que hasta llego a comprender muy bien esa situación de espíritu en que se fluctúa entre la verdad y el error, en que el espíritu, sediento de verdad, se encuentra sumido en la desesperación por la impotencia de encontrarla? Imagínanse algunos que la fe está reñida con un claro conocimiento de las dificultades que contra ella pueden ofrecerse al espíritu; y que es imposible creer desde el momento que en él penetran las razones que en otros producen la duda; no es así, mi querido amigo: hombres hay que creen de todas veras, que humillan su entendimiento en obsequio de la fe con la misma docilidad que hacerlo puede el más sencillo de los fieles, y que, sin embargo, comprenden perfectamente lo que pasa en el alma del incrédulo, y que asisten, por decirlo así, a sus actos interiores, como si los estuvieran presenciando.

Es una ilusión el pensar que no se puede tener idea clara de un estado sin haber pasado por él, y que no alcanza a comprender un cierto orden de ideas y de sentimientos sino quien haya participado de ellos. Si así fuese, ¿dónde estarían los escritores capaces de inventar en literatura? Mucho se siente que no se consiente; y, cuando no se llega a sentir, hay la imaginación, que en muchos casos suple por el sentimiento. Nosotros, los cristianos, podemos traer a este propósito las tentaciones, materia que, si a V. no le parece muy filosófica, no dejará de interesarle su aplicación. Leemos en las vidas de los santos que Dios permitía que les asaltase el demonio con pensamientos y deseos tan contrarios a las virtudes que ellos con más ardor practicaban, que les era necesario llamar en su auxilio toda su confianza en la misericordia divina para no creerse abandonados del cielo, y culpables de los mismos pecados que más detestaban en el fondo de su alma. Cuando tan violenta era la acometida, que les hacía concebir temores de haber sucumbido; cuando tan vivas eran las imágenes con que a su fantasía se presentaban los objetos malos, que, a pesar de la aversión que les profesaban, se los hacían tomar como una realidad, bien se concibe que no dejarían aquellas santas almas de comprender el estado de un hombre que se hallase encenagado en los mismos vicios. Esto que allá, en los primeros años de su edad, habrá V. leído en algunos de aquellos libros que no debían de escasear en el colegio, le hará conocer cómo nosotros, que ni por asomo podemos lisonjearnos de santos, habremos sentido una y mil veces germinar en nuestra alma algunas de las innumerables miserias intelectuales y morales de que adolece la triste humanidad; y que, siendo una de éstas el escepticismo, fuera muy raro que no se hubiera presentado a las puertas de nuestra alma como huésped de mal agüero. Cerradas las conserva el verdadero fiel, y, ayudado de los auxilios de la gracia, desafía a todas las potestades del infierno a que las rompan, si pueden; pero acontece entonces lo que nos dice el apóstol San Pedro: «Anda dando vueltas el diablo como león rugiente buscando a quien devorar». Créalo V., mi estimado amigo; resistiéndole fuertemente con la fe, no ha podido mordernos, pero conocemos bien su rugido.

Sobre todo en el siglo en que vivimos, es poco menos que imposible que esto no suceda a los hombres que por una u otra causa se hallan en contacto con él. Ora cae en las manos un libro lleno de razones especiosas y de reflexiones picantes; ora se oyen en la conversación algunas observaciones en apariencia juiciosas y atinadas, y que a primera vista como que hacen vacilar los sólidos cimientos sobre que descansa la verdad; tal vez se fatiga el espíritu y se siente como sobrecogido por una especie de tedio, desfalleciendo algunos momentos en la continua lucha que se ve forzado a sostener contra infinitos errores; tal vez, al dar una ojeada sobre la falta de fe que se nota en el mundo, sobre la muchedumbre de religiones, sobre los secretos de la naturaleza, sobre la nada del hombre, sobre las tinieblas de lo pasado y los arcanos de lo venidero, desfilan por la mente pensamientos terribles. Angustiosos instantes en que el corazón se inunda de cruel amargura, en que un negro velo parece tenderse sobre cuanto nos rodea, en que el espíritu, agobiado por el aciago fantasma que le abruma, no sabe a dónde volverse, ni le queda otro recurso que levantar los ojos al cielo y clamar: Domine, salva nos, perimus; «Señor, salvadnos, que perecemos.»

Así permite el Señor que sean probados los suyos, y hace más meritoria la fe de sus discípulos; así les enseña que para creer no basta haber estudiado la religión, sino que es necesaria la gracia del Espíritu Santo. Mucho fuera de desear que de esta verdad se convenciesen los que se imaginan que no hay aquí otra cosa que una mera cuestión de ciencia, y que para nada entran las bondades del Altísimo. ¿Sabe usted, mi querido amigo, lo primero que debe hacer un católico cuando le viene a la mano algún incrédulo en cuya conversión se proponga trabajar? Cree V., sin duda, que se han de revolver los apologistas de la religión, recorrer los apuntes propios sobre las materias más graves, consultar sabios de primer orden, en una palabra, pertrecharse de argumentos como un soldado de armas. Conviene, en verdad, no descuidar el prevenirse para lo que en la discusión se pueda ofrecer; pero ante todo, antes de exponer las razones al incrédulo, lo que debe hacerse es orar por él. Dígame usted, ¿quién ha hecho más conversiones, los sabios, o los santos? San Francisco de Sales no compuso ninguna obra que bajo el aspecto de la polémica se llegue a la Historia de las variaciones de Bossuet; y yo dudo, sin embargo, que las conversiones a que esta obra dio lugar, a pesar de ser tantas, alcancen ni con mucho a las que se debieron a la angélica unción del Santo Obispo de Ginebra.

Por ahí puede V. conocer, mi querido amigo, que no las ha con lo que suele llamarse un disputador, ni un ergotista; y que, por más que aprecie en su justo valor la ciencia, y particularmente la eclesiástica, tengo muy grabada en el fondo del alma la saludable verdad de que los caminos de Dios son incomprensibles al hombre, de que es vano confiar en la ciencia sola, y que algo más que ella se necesita para conservar y restaurar la fe.

Pedía V. tolerancia y tolerancia le ofrezco, la más amplia que encontró jamás en hombre alguno; se arredraba V. por la dificultad que había de mediar en entendernos; y no dudo que con mis aclaraciones se habrá desvanecido semejante recelo; como no temo tampoco que se figure V. en adelante que le haya yo de salir al paso con lo que apellida sutilezas de escuela, y argumentos valederos para personas ya convencidas. Si V., pues, se sirve continuar proponiéndome las principales dificultades que le impiden volver a la religión que comienza a echar de menos a los pocos años de perdida, yo procuraré responderle como mejor alcanzare; pero sin pretender ninguna palma si quedare usted satisfecho, ni darme por abochornado si continuare en su incredulidad.

Cuando se combate contra los enemigos de la religión, que sólo buscan medios de atacarla valiéndose de cuanto les sugieren la astucia y la mala fe, entonces la disputa puede tomar el carácter de un combate en regla; pero, cuando tiene uno la fortuna de encontrarse con hombres que, si bien han tenido la desgracia de perder la fe, desean, no obstante, volver a ella, y buscan de corazón los motivos que puedan conducirlos a la misma, entonces el hacer alarde de la ciencia, el mostrar espíritu de disputa, el pretender el laurel del vencimiento, es un insoportable abuso de los dones de Dios, es un completo olvido de los caminos que, según nos ha manifestado, se complace el Señor en seguir, es sacar a plaza el orgullo, es decir, el enemigo declarado de todo bien, y el más grave obstáculo para que puedan aprovecharse las mejores disposiciones.

Si se hace de la disputa religiosa un asunto de amor propio, ¿cómo podemos prometernos que la gracia del Señor fecundará nuestras palabras? Los apóstoles convirtieron el mundo, y eran unos pobres pescadores; pero no confiaban en la sabiduría humana, ni en la elocuencia aprendida en las escuelas, sino en la omnipotencia de Aquel que dijo: «hágase la luz, y la luz fue hecha.» Bien comprenderá V. que no por esto desprecio la ciencia; el mejor medio de conservarla y ennoblecerla es señalarle sus límites, no permitiéndole el desvanecimiento del orgullo.

Esa impotencia para creer de que V. se lamenta, no debe confundirse con imposibilidad; es una flaqueza, una postración de espíritu, que desaparecerá el día que al Señor le pluguiera decir al paralítico: «Levántate, y camina por el sendero de la verdad.»

Entre tanto yo oraré por V.; y si bien el estado de su espíritu no es muy a propósito para hacer lo mismo, sin embargo, todavía me atreveré a decirle que ore V., que invoque al Dios de sus padres, cuyo santo nombre aprendió a pronunciar desde la cuna, y que le suplique le conceda el llegar al conocimiento de la verdad. Quizás ¡oh pensamiento de horror!, quizás pensará V.: ¿cómo puedo llamar a Dios, si en ciertos momentos, abatido por el escepticismo, hasta siento flaquear mi única convicción, y no estoy bien seguro ni de su existencia?... No importa: haga V. un esfuerzo para invocarle; Él se le aparecerá, yo se lo aseguro: imite V. al hombre que, habiendo caído en una profunda sima, no sabiendo si es capaz de oírle persona humana, esfuerza no obstante, la voz, clamando auxilio.

Cuente V. con el entrañable afecto y la consideración de este S. S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Carta VIII: Los nuevos espiritualistas franceses y alemanes.

Ilusiones del escéptico. Filosofía alemana. Leibnitz. Sus doctrinas. Su oposición a Espinosa. Su religiosidad. Errores de Kant. Sus doctrinas con respecto a las pruebas metafísicas de la inmortalidad del alma, de la libertad del hombre y duración del mundo. Observaciones sobre la abnegación de la razón. Fichte. Sus errores. Schelling. Notables palabras de madama Staël. Hegel. Su vanidad intolerable. Dificultad de que se extienda en España la filosofía alemana.


Mucho me alegro, mi estimado amigo, de que nada tengan que ver con V. los argumentos que aducir suelen los apologistas de la religión contra los defensores del materialismo y de la ciega casualidad, y no puedo menos de felicitarle por «hallarse ya, como me dice en su apreciada, radicalmente curado de su afición a los libros donde se enseñan las doctrinas de Volney de La Mettrie». A decir verdad, no esperaba menos del claro talento y noble corazón de V., pues no concilio cómo, en poseyendo semejantes cualidades, sea posible leer obras de esta clase. Yo de mí sabré decir que las encuentro tan faltas de solidez como abundantes de mala fe; y que lejos de apartarme de la religión, me afirman más y más en ella: los convulsivos esfuerzos del error impotente dan una idea más grande de la verdad. Sin embargo, me permitirá V. que le advierta del error en que incurre cuando dispensa tan pomposos elogios a los nuevos espiritualistas alemanes, franceses; pues nada menos les atribuye que el ser los restauradores de las buenas doctrinas, devolviendo a la humanidad los títulos de que la despojara la filosofía volteriana. Cada época tiene sus opiniones y presiones de buen tono; ahora no podría uno pertenecer a la escuela del siglo XVIII, aun cuando lo quisiese: es preciso hablar del espiritualismo de Kant, Fichte, Schelling, Hegel, Cousin, y desechar el sensualismo de Destutt-Tracy, Cabanis, Condillac y Locke, si no se quiere pasar plaza de rezagado en materia de conocimientos filosóficos. Enhorabuena que no se profese ninguna religión, pero es indispensable tener siempre en boca el sentimiento religioso, los destinos de la humanidad, y hasta no escrupulizar de vez en cuando en pronunciar las palabras Dios y Providencia. Hablando ingenuamente, cuando he leído en su apreciada de V. los nombres que acabo de recordar, no he podido convencerme de que V. se hubiese devanado mucho los sesos en el estudio de altas y abstrusas cuestiones metafísicas; más bien me inclinaría a creer que sus ideas sobre el particular habrán sido cogidas al vuelo en los periódicos, sin haberse tomado mucha pena en aclararlas y analizarlas. No le culpo a V. por esto, pues al fin sus opiniones, como de un simple particular, no ejercerán influencia sobre el público; que, si se tratase de un escritor, que debe siempre saber lo que recomienda o censura, entonces me tomaría la libertad de amonestarle que anduviese más recatado en sus deseos de introducirnos innovaciones que podrán sernos muy dañosas.

¿Sabe V. lo que es la filosofía alemana? ¿Tiene usted noticia de sus tendencias, y hasta de sus expresas doctrinas sobre Dios y el hombre? ¿Cree V. que el abismo a donde conduce es mucho menos profundo que el de la escuela de Voltaire? ¿Piensa V., por ventura, que Schelling y Hegel son legítimos sucesores de su compatriota Leibnitz, de ese grande hombre que, según la expresión de Fontenelle, conducía de frente todas las ciencias, y que, a pesar de lo que puede objetarse contra algunos de sus sistemas, abrigaba, no obstante, tan altas ideas sobre la religión y tantas simpatías por la católica?

La filosofía de Leibnitz ha ejercido mucha influencia en Alemania, y a él se debe, en parte, que no se introdujeran allí las doctrinas materialistas de la escuela francesa del siglo pasado. Sea cual fuere el concepto que se forme de sus sistemas, no puede negarse que, al paso que revelaban un genio eminente, contribuían a elevar el espíritu, a darle una viva conciencia de su grandor, y de que no podía de ningún modo confundirse con la materia. Que si se le echa en cara su extremado idealismo, responderemos que éste la sido el achaque de los más altos pensadores, desde Platón hasta Bonald.

Para Leibnitz no era Dios el alma de la naturaleza o la naturaleza misma, como sustentan algunos filósofos modernos; sino un Ser infinitamente sabio, poderoso, perfecto en todos sentidos; el panteísmo, que tan lastimosamente ha extraviado en los últimos tiempos a ciertos pensadores alemanes, era, en concepto de Leibnitz, un sistema absurdo. El alma humana tampoco la consideraba el ilustre filósofo como una especie de modificación del gran Ser que todo lo absorbe y con todo se identifica, como opinan los panteístas; sino que la tenía por una substancia espiritual, esencialmente distinta de la materia, así como infinitamente distante del Criador que le ha dado la existencia.

Sabido es que impugnó victoriosamente el sistema de Espinosa, y que, en tratándose de Dios y de la inmortalidad del alma, los principios de la moral, y los premios y castigos de la otra vida, no podía sufrir que el espíritu del error esparciese sus tinieblas sobre tan sagrados objetos. «No puede dudarse, escribía a Molano, que el sapientísimo y poderosísimo gobernador del universo tiene destinados premios para los buenos y castigos para los malos, y que esto lo ejecuta en la vida futura, ya que en la presente quedan impunes muchas acciones malas, y muchas buenas sin recompensa.» Este lenguaje no es, por cierto, el de los modernos panteístas, y por él se echa de ver que los filósofos alemanes, al resucitar el sistema de Espinosa, se han desviado de las huellas de su ilustre antecesor. No ignoro que los escritores alemanes a quienes aludo, conservan todavía la abstracción y el sentimentalismo propios de su nación, y que no participan de la ligereza y trivialidad que ha caracterizado a los incrédulos de la escuela francesa; pero es preciso no olvidar que el sentimiento no basta cuando no está enlazado con la convicción, y que el corazón ejerce muy mal sus funciones cuando éstas son contrarias al impulso de la cabeza.

Además, si la Alemania continúa en sus ideas impías, al fin se resentirá de ellas el carácter; y el sentimiento religioso, ya muy debilitado por el protestantismo, vendrá a extinguirse en manos de la impiedad. Disfrácese como se quiera la doctrina del panteísmo, entraña la negación de Dios; es el ateísmo puro, sólo que toma otro nombre. Si todo es Dios, y Dios es todo, Dios será nada; lo único que existirá será la naturaleza con su materia, y sus leyes, y sus agentes de diversos órdenes; todo lo cual lo admiten muy bien los ateos, sin que por esto entiendan que han abjurado su sistema. Si la criatura piensa que es una parte del mismo Dios, o Dios mismo, por el mismo hecho niega la existencia de un Dios que le sea superior y pueda pedirle cuenta de sus obras; la divinidad será para él un nombre vano, y podrá adherirse al dicho del alemán que, al levantarse de un banquete, exclamaba: «todos somos dioses que hemos comido muy bien.»

La religiosidad de Leibnitz era por cierto más sólida y profunda. Véase cómo desenvuelve sus ideas en el lugar arriba citado. «El olvidar en esta vida el cuidado de la venidera, que está inseparablemente unida con la divina Providencia, y el contentarse con cierto inferior grado de derecho natural, que también puede tenerlo un ateo, es mutilar la ciencia en sus más bellas partes, y destruir muchas buenas acciones. ¿Quién correrá el peligro de su fortuna, dignidad y vida, por sus amigos, por su patria, por la república, ni por la justicia y la virtud, si, arruinados los demás, él puede continuar viviendo entre los honores y la opulencia? Porque, el posponer los bienes verdaderos y positivos a la inmortalidad del hombre, a la fama póstuma, es decir, a un rumor del cual nada nos llegaría, ¿no fuera una virtud de un brillo bien falso?»

No me propongo examinar todas las opiniones de los filósofos alemanes, ni deslindar hasta qué punto sean admisibles; sólo me limitaré a hacer resaltar algunos de sus errores principales, citando el autor que las haya inventado o prohijado, y sin pretender que caiga la responsabilidad sobre los pensadores de dicha nación que no sigan en la misma senda.

Kant no llevó tan adelante sus errores con respecto a Dios, al hombre y al universo, como lo han hecho algunos de sus sucesores; pero menester es confesar que, intentando promover una especie de reacción contra la filosofía sensualista, dejó tan en descubierto las principales verdades, que nada le tiene que agradecer la filosofía verdadera con respecto a la conservación de ellas. En efecto: quien afirma que las pruebas metafísicas en defensa de la inmortalidad del alma, de la libertad del hombre y de la duración del mundo le parecen de igual peso que las que militan en contra, no es muy a propósito para dejar bien establecidas esas verdades, sin las que serán un nombre vano todas las religiones. Enhorabuena que demos mucha importancia al sentimiento y a las inspiraciones de la conciencia, que conozcamos la debilidad de nuestro raciocinio y no exageremos sus alcances; pero conviene también guardarnos de destruirle, de matar la razón a fuerza de desconfiar de ella, extinguiendo esa antorcha que nos ha dado el Criador, y que es un hermoso destello de la Divinidad.

Sucede a veces, mi apreciado amigo, que la abnegación de la razón no proviene de humildad, sino de un excesivo orgullo, de un exagerado sentimiento de superioridad que se desdeña de examinar, y que cree suficiente mirar para ver, sin necesidad de discurrir. No me encontrará V. en el número de aquellos que en todo apelan al raciocinio, y que nada conceden al sentimiento, nada a aquellas súbitas inspiraciones que nacen en el fondo de nuestra alma sin que nosotros mismos sepamos de dónde nos han venido; conozco, y se lo he dicho a V. mil veces, que nuestra razón es débil en extremo, que es excesivamente cavilosa, que todo lo prueba, que todo lo combate; pero de aquí a negarle su voto en las altas cuestiones de metafísica, y desecharla como incompetente para discernir en ellas entre la verdad y el error, hay una distancia inmensa. Est modus in rebus.

Si Kant llevó la sobriedad de la razón hasta un extremo reprensible, señalándole límites estrechos en demasía, no faltaron otros que exageraron las fuerzas de la misma, pretendiendo explicar con su sola ayuda el universo entero. Sabido es que Fichte se entregó a un idealismo tan extravagante, que, dándolo todo al alma, llega, por decirlo así, al anonadamiento de todos los objetos exteriores; su sistema conduce a la negación de la existencia de todo cuanto no sea el yo que piensa. A pesar de las dañosas consecuencias a que puede conducir semejante doctrina, no son éstas más peligrosas, e inmediatamente destructoras de toda religión y moral, que las de Schelling, quien, no obstante todos los velos con que encubre su sistema, al fin viene a parar al panteísmo de Espinosa. Poco me importa que en la escuela de Schelling se me hable de cualidades íntimas que no perecerán cuando yo muera, sino que volverán a entrar en el vasto seno de la naturaleza; cuando al propio tiempo se me añade que el individuo, es decir, el ser particular, el alma, se anonada. Poco me importa que se me hable de espiritualismo y que se condene el materialismo, si al fin no se me consuela con el pensamiento de la inmortalidad, si en último resultado se me dice que la inmortalidad es una quimera, y que, si algo queda de mí después de la disolución del cuerpo, no será yo mismo que pienso y quiero, sino ciertas cualidades que no sé lo que son, y que poco me han de importar cuando yo no exista.

No falta quien ha dicho que Aristóteles había dejado algo obscuros ciertos pasajes de sus obras, con la mira de que, ofreciendo lugar a interpretaciones diversas, diesen pie a sus discípulos para defenderle contra sus adversarios. Sea lo que fuere de semejante conjetura, es preciso convenir en que los filósofos alemanes han dejado muy atrás en esta parte al filósofo de Estagira pues han sabido envolver en tan espesa nube sus ideas, que ni aun los iniciados en el secreto han podido lisonjearse de penetrar sus profundidades. «En sus tratados de metafísica, dice madama Staël hablando de Kant, toma las palabras como cifras y les da el valor que le acomoda, sin pararse en el que tienen por el uso.» Lo mismo puede afirmarse de los más famosos filósofos de la misma nación; nadie ignora el misterioso lenguaje de Fichte y de Schelling, por lo tocante a Hegel, él mismo ha dicho: «no hay más que un hombre que me haya comprendido»; y temiendo, sin duda, que esto era ya demasiado, añadió: «y ni aun éste me ha comprendido».

Bien podrá suceder que V. se fatigue, si le presento algunas muestras de esta filosofía tan ponderada; pero creo muy del caso arrostrar el ligero inconveniente, pues de esta manera lograré que V. no se deje fácilmente engañar por encomiadores que ensalzan lo que no comprenden. No dudo que V. está ya en la convicción de que los filósofos alemanes se pasean por un mundo imaginario, y que quien forme empeño en seguirlos, es menester que se despoje de todo lo que se parece a los pensamientos comunes; pero yo creo poderle demostrar algo más; yo creo poderle demostrar que no basta el desentenderse de los pensamientos comunes, sino que es preciso olvidarse hasta del sentido común. Si encuentra V. la palabra demasiado dura, no me culpe de temerario hasta haberme oído; entre tanto, no olvide V. que tratamos de hombres que han manifestado un soberano desprecio de todo lo que no era ellos, que han pretendido enseñar a la humanidad a manera de infalibles oráculos, y que, bajo apariencias misteriosas y enfáticas, han llevado su orgullo mucho más allá que todos los filósofos antiguos y modernos.

Hegel, este hombre a quien, según afirma él mismo, nadie comprendió, nos asegura que ha fijado los principios, arreglado el sistema y determinado el límite de toda filosofía. Él lo ha descubierto todo: después de él nada queda por descubrir; la humanidad no debe hacer más que desarrollar las teorías del sublime filósofo, y aplicarlas a todos los ramos de los conocimientos. Esto no fuera tan intolerable, si se tratase de objetos de escasa importancia, si Hegel no llamara a su tribunal al hombre, a la humanidad, a todas las religiones, a Dios mismo, y no fallase sobre todo con indecible orgullo. «Hegel, ha dicho Lerminier, se glorifica en sí mismo; se sienta como árbitro supremo entre Sócrates y Jesucristo; toma al cristianismo bajo su protección, y parece que piensa que, si Dios ha criado el mundo, Hegel lo ha comprendido.» (2)

Estas soberbias pretensiones las encontrará V. en otros filósofos, y no escasean de ellas los franceses que han bebido en las mismas fuentes y cuyos nombres se nos citan a veces con misterioso énfasis. Así creo que no será perdido el tiempo que se emplee en dar una idea de esos delirios, que tal nombre merecen, por más que se envanezcan con las ínfulas de la ciencia. Como esta carta va tomando demasiada extensión, no me es posible presentarle a V. los comprobantes de las aserciones emitidas; pero lo haré sin falta en las inmediatas. No dudo que V. se quedará profundamente convencido de que esa nueva filosofía que tanto se nos pondera, no es más que la repetición de los sueños en que se ha mecido en todos tiempos el espíritu humano, siempre que, en la embriaguez de su orgullo, se ha desviado de los principios de eterna verdad.

Afortunadamente, hay en España un fondo de buen sentido que no permite la introducción, y mucho menos el arraigo, de esas monstruosas opiniones, que tan fácil y benévola acogida encuentran en otros países; y, por este motivo, no es tan temible que los errores de que estoy hablando, causen entre nosotros los males que en otros países han producido. Pero en cambio tenemos que, habiéndose descuidado mucho en España los estudios filosóficos, siendo muy pocos los que se hallan al nivel del estado actual de la ciencia, sería fácil que, sin advertirlo los hombres de sana doctrina y recta intención, se apoderasen de la enseñanza innovadores alucinados, que extraviasen a la incauta juventud. Digo esto, porque me temo que a otros suceda lo que, según veo, le estaba sucediendo a V., de creer que las modernas escuelas alemanas y francesas caminaban nada menos que a la restauración de un espiritualismo puro, cual lo tenían nuestros mayores, y cual lo profesan todavía los verdaderos cristianos y los filósofos juiciosos.

De las demás cartas que pienso escribirle a V. sobre este objeto, sacará V. otro provecho, cual es, el formarse ideas algo más claras de las que debe tener ahora, sobre una cuestión importantísima que agita en la actualidad a la Francia y llama la atención de Europa: hablo de las desavenencias suscitadas entre el clero francés y la Universidad. Sea cual fuere el juicio que V. forme sobre la mayor o menor templanza con que haya ventilado la cuestión este o aquel periódico, y sobre las medidas que hayan creído conveniente adoptar algunos obispos, al menos se quedará V. convencido de que los católicos del vecino reino no se alarman sin razón; que hay aquí algo más de lo que nos quieren dar a entender algunos; que lo que en el fondo se agita es algo más que la ambición del clero, pues están envueltas en el negocio gravísimas cuestiones de doctrina. Con esto se me ofrecerá excelente oportunidad de manifestarle a V. cuán poco caso debe hacerse de esos fallos magistrales que se leen a cada paso sobre los asuntos de más importancia, y con cuánta injusticia acusan algunos la intolerancia del clero, cuando son ellos los verdaderos intolerantes. Hombres hay que, en tratándose de negocios de religión, o no beben sino en determinadas fuentes, o no consultan más que sus arraigadas preocupaciones. Ya que no puedo esperar de V. mucho celo religioso, a lo menos me prometo la imparcialidad. Entre tanto, viva V. seguro del afecto de este S. S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta VI: La transición social.