Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta X


Carta XI: Cómo ha podido introducirse en Francia la filosofía alemana.

Su oposición con el genio francés. Conjeturas sobre el porvenir de esa filosofía en Francia. Se propone el argumento de un escéptico contra la religión cristiana. Palabras del escéptico. Su equivocación sobre la enseñanza del cristianismo con respecto al amor propio. Es falso que la religión nos prohíba amarnos a nosotros mismos. Pruebas sacadas del mismo catecismo. Lo que significa el principio de la caridad bien ordenada. Lo que nos dice el catecismo sobre el origen y destino del hombre. La religión cristiana hermana y harmoniza de una manera admirable el amor de Dios, el de sí mismo y el del prójimo. Cómo se entiende la muerte del amor propio de que hablan los autores místicos. Cómo se entiende el aborrecimiento de sí mismo. Cómo entendían los Santos el amor propio en medio de las mortificaciones. Recursos que le quedan al escéptico después de desbaratados sus argumentos. Nuevo terreno en que en tal caso se colocaría la cuestión. La moralidad del Evangelio ha sido aplaudida hasta por los más violentos enemigos del cristianismo. Un consejo a los impugnadores de la religión cristiana.


Mi estimado amigo: Tengo particular complacencia en que su apreciada de V. me exima, ahora para siempre, de hablarle de la filosofía alemana y de la francesa, que es una imitación de la misma. Ya tenía yo un presentimiento de que su juicio de V., naturalmente recto, amante de la verdad y enemigo de abstracciones, no había de avenirse muy bien con ese lenguaje simbólico y esos pensamientos fantásticos, con que los buenos alemanes han engalanado la filosofía, sin duda en los ratos de ocio que les habrá proporcionado en abundancia su clima de escarchas y de niebla. Extraña usted con razón que esta filosofía haya podido cundir en Francia, donde los espíritus propenden más bien al extremo opuesto, es decir, a un positivismo sensual y materialista. Yo creo que esto ha sido una especie de necesidad, supuesto que, habiéndose desacreditado tan completamente la filosofía volteriana, érales preciso a los que querían echarla de filósofos, cubrirse con un manto más grave y majestuoso; y, como quiera que no tenían ganas de seguir a los buenos escritores que les habían precedido en su mismo país, menester fue dirigir las miradas allende el Rhin y traer con grande ostentación, en medio de un pueblo caprichoso y novelero, los sistemas de Schelling y Hegel, como portentosos inventos que hubiesen hecho progresar de una manera admirable al ingenio humano. Por lo demás, si he de decir francamente lo que pienso, opino que el genio francés no se acomodará bien con la filosofía alemana; que descubrirá lo que hay en su fondo, a saber, el panteísmo; y que, sin detenerse mucho en sutilizar y cavilar sobre la substancia universal y única, llegará pronto a la última consecuencia, que es el puro ateísmo, sin los ambages de palabras misteriosas. En deduciendo este resultado, observará que nada se le dice de nuevo sobre lo que le enseñaran sus filósofos del siglo pasado. Desdeñará, pues, esta filosofía que se apellida nueva, como un plagio de otra envejecida y caduca; y entonces será preciso andar en busca de otros manantiales de ilusión, para dar pábulo, siquiera por algún tiempo, a la curiosidad de las escuelas y a la vanidad de los maestros. Ésta es la historia del entendimiento humano, mi querido amigo; recorra V. sus páginas, y notará desde luego que el fenómeno que nosotros presenciamos, es la reproducción de lo mismo que vieron los siglos anteriores. No es poco el provecho que de aquí sacan los hombres religiosos, pues que, contemplando la versatilidad del entendimiento humano, comprenden mucho mejor la necesidad de una guía en medio de las ilusiones y extravíos.

Casi me ha sorprendido el argumento que V. me propone contra la verdad de nuestra religión, fundándose en que contrariamos con nuestras doctrinas uno de los sentimientos más indelebles y al propio tiempo más inocentes que se abrigan en nuestro pecho: el amor propio. Me han hecho gracia las cláusulas en que V. desenvuelve sus ideas; las razones en que las apoya, serían ciertamente muy fuertes, si no estribasen en una suposición falsa, y, por lo mismo, no fueran como edificios sin cimiento. «Yo no sé, dice V. en su apreciada, qué espíritu misantrópico reina entre los católicos, que todo lo cubre de negra tristeza. Vds. no quieren que se hable de nada terreno; no permiten que se piense en las cosas de este mundo; anonadan, por decirlo así, el universo entero, y cuando lo tienen sacrificado todo a su tétrico sistema, cuando han logrado dejar al hombre aislado en espantosa soledad, quieren que él se revuelva contra sí propio, que se niegue, que se anonade también a sí mismo, que se despoje de sus sentimientos más íntimos, que se aborrezca, haciendo un esfuerzo cruel contra los más vivos instintos de su naturaleza. ¡Pues qué! ¿Dios Criador será contrario de Dios Salvador? Dios, que nos ha comunicado el amor de nosotros mismos, que lo ha escrito en nuestras almas con caracteres indelebles, ese mismo Dios, cuando obra, como dicen Vds., en el orden de la gracia, ¿se complacerá en obrar contra sí mismo como autor de la naturaleza? Estas son cosas que yo no he podido comprender nunca; y difícil se me hace creer que V. consiga disiparme las tinieblas que en esta parte me impiden conocer la verdad. Bien se me alcanza que V. se me ha de descolgar con un elocuente sermón sobre la miseria y la iniquidad del hombre, sobre los justos motivos que tenemos para profesarnos un odio santo; pero desde luego le prevengo a V. que esa santidad yo no puedo desearla; que, por más débil y vano y malo que me conozca, yo no puedo menos de quererme, y que, comparando mi nada con la elevación de los querubines, más afición me siento, más amor a mi menguado ser, que no hacia aquellas elevadas inteligencias que diz que rayan muy alto allá en las jerarquías celestiales.» El tono de seguridad con que V. se expresa, me hace entender que tiene V. aquí algo más que dudas, pues, según parece, abriga verdaderas convicciones; y no lo extraño, supuesto que estriba V. en un principio falso, lo da por cierto, y sobre él levanta el edificio de sus discursos. Algunas palabras que habrá, leído V. en ciertos libros místicos las ha tomado V. al pie de la letra, y de aquí el achacar a la religión doctrinas que ella no profesa.

¿Quién le ha dicho a V. que el cristianismo condena el amor propio, entendiendo esta condenación en un sentido riguroso? He aquí el vacío que ha dejado usted en sus raciocinios: no se ha cuidado de asegurarse bien del principio en que los apoyaba, y así, creyendo construir sobre base sólida, ha formado, como suele decirse, un castillo en el aire. No es la primera vez que esto le acontece a la religión, pues sucede muy a menudo que para combatirla se forman fantasmas, y contra ellos se pelea llamándolos hijos suyos, cuando no son más que creaciones del pensamiento del mismo que la ataca. No quiero yo decir que V. haya procedido en esta parte de mala fe; estoy seguro de que padece una equivocación, que reconocerá tan pronto como yo se la ponga de manifiesto; y esto me lisonjeo de poder lograrlo, no obstante lo que V. dice de que ha de ser difícil disipar las tinieblas que le impiden el conocimiento de la verdad. Por lo que toca a descolgarme con el elocuente sermón sobre la miseria y maldad del hombre, me parece que debiera V. vivir tranquilo, cuando hartas pruebas le tengo dadas de que no soy aficionado a declamaciones de ninguna clase. Pero vamos al punto de la dificultad.

Es falso que la religión nos prohíba el amarnos nosotros mismos; y tan falso es, que, antes al contrario, uno de sus preceptos fundamentales es este mismo amor. Para convencerle a V., no necesito más que el catecismo. Creo que no se le habrá olvidado todavía aquello de que debemos amar al prójimo como a nosotros mismos, en lo cual está consignado de la manera más explícita el precepto del amor que cada cual debe profesarse a sí propio. Este amor se nos da por modelo del que debemos tener a los prójimos; y claro es que el precepto sería contradictorio, si se nos prohibiese ese mismo amor, que ha de servir de dechado y como de norma, para arreglar el que debemos a los otros.

¿Sabe V. que aquel principio que corre muy válido en el mundo de que la caridad bien ordenada comienza por sí mismo, está expresamente consignado en todos los tratados teológicos que se han escrito sobre la caridad? En ellos se explica el orden que ésta debe seguir, según son diferentes las relaciones con los objetos a que se extiende, y, siendo el primero y principal Dios, el segundo somos nosotros mismos.

Por el pronto ya ve V. que quedan desbaratados todos sus raciocinios, ya que he negado redondamente el principio en que estribaban, aduciendo en pro de mi negación pruebas tan claras y sencillas, que V. no podrá desechar; sin embargo, quiero ampliar mis ideas sobre este punto, haciendo de ellas aplicaciones que le dejen a V. cumplidamente satisfecho.

Otra vez volveremos al catecismo: en él se nos dice que el hombre es criado para amar y servir a Dios en esta vida y gozarlo en la eterna bienaventuranza. Ahora bien; todos nuestros actos tienen por fin: Dios y nuestra felicidad eterna. Quien desea ser eternamente feliz, ¿no se ama a sí mismo? Quien tiene la obligación de trabajar toda su vida para alcanzar esta felicidad, ¿no tiene la obligación también de amarse muchísimo a sí mismo?; o, mejor diré, estas dos obligaciones, ¿no se refunden en una sola? El cristiano tiene por dogma de que esta vida es un tránsito para la otra; si desprecia lo terreno, si no hace caso de las vanidades del mundo, es porque todo es pasajero, todo es nada en comparación de la dicha que tiene prometida para después de su muerte, si procura merecerla con sus buenas obras: sus bienes, su salud, su vida, su honra, todo debe perderlo antes que empañar su conciencia con un solo acto que le cerrara las puertas del cielo; pero en esa abnegación, en ese desprendimiento de sí mismo, queda salvo el amor propio bien ordenado, pues se desprecia lo poco para alcanzar lo mucho, se abandona lo terrenal por obtener lo celeste, se deja lo temporal por ganar lo eterno. Bien examinadas las doctrinas cristianas, se encuentra que hermanan y harmonizan de una manera admirable el amor de Dios, el de sí mismo y el del prójimo; y, por consiguiente, es de todo punto falso que esta inclinación natural que nos lleva a amarnos a nosotros mismos, quede destruida por la religión; es rectificada, bien ordenada, purificada de las manchas que la afean, preservada de los extravíos que pudieran perderla, dirigida al supremo fin, infinitamente santo, infinitamente bueno, que es Dios.

¿Cómo se entiende, pues, esa muerte del amor propio de que están hablando los autores místicos? Se entiende la extirpación de los vicios, el refrenar las pasiones, el guardarnos del orgullo; en una palabra, el cuidar de que el amor del hombre sensual no dañe al hombre moral. El hacer que prevalezca lo superior sobre lo inferior, no es matar el amor, sino hacerle obrar en un sentido conforme a la ley eterna y altamente provechoso a nosotros mismos: quien se abstiene de una comida a la que se siente inclinado por su apetito, si lo hace con el fin de evitarse el daño que de ella teme, ¿podrá decirse, por ventura, que no se ame, que se aborrezca a sí propio? Se dirá, con mucha verdad, que se priva de un gusto; pero esta privación dimana del mismo afecto que tiene a la conservación de la salud, y por lo mismo procede de este mismo amor propio bien entendido, que le induce a sacrificar lo menos a lo más, y no le permite dañarse la salud por complacer el apetito del momento. Con este ejemplo tan sencillo, y que presenciamos todos los días sin que cause ninguna extrañeza, se explican fácilmente las relaciones de las doctrinas cristianas con el amor propio, no siendo necesario más que extender el mismo principio a objetos elevados, y considerar que la norma que ha dirigido una acción particular, es la misma con que se ordena toda la conducta del cristiano.

«Pues, ¿cómo se dice que nos aborrezcamos a nosotros mismos?» Este aborrecimiento no se refiere, ni puede referirse, sino a lo que hay en nosotros de malo, ya sea actos o hábitos pecaminosos, ya sea ciertas inclinaciones que tienden a apartarnos del camino de la ley de Dios; pero de ninguna manera debemos ni podemos aborrecer nuestra naturaleza en lo que tiene de bueno, en lo que es obra de Dios; antes al contrario, debemos amarla, y la prueba de que es así, está en que debemos aborrecer el mal que haya en ella, y aborrecer el mal de una cosa, es desear su bien, es amarla.

Ya sabe V., mi estimado amigo, que de las reglas dadas para la conducta de los cristianos, unas son preceptos, otras consejos: la observancia de las primeras es necesaria para la eterna salvación: la de las segundas contribuye a hacernos perfectos en esta vida, y a merecernos más alto grado de gloria en la venidera; mas no nos obliga de tal suerte, que, si lo omitimos, nos hagamos reos de culpa. Esto mismo se aplica a la conducta con respecto al amor propio: por los preceptos estamos obligados a abstenernos de toda infracción de la ley de Dios, por más que a ello nos impulsen nuestros apetitos desordenados, así como debemos sacrificar el placer que nos resulta de la satisfacción de las pasiones, cuando se trate de ejercer un acto expresamente mandado en la ley divina: a sofocar de esta manera el amor propio todos estamos obligados; si no lo hacemos así, tenemos por dogma que no nos será otorgada la vida eterna, antes sí un castigo que no tendrá fin. Pero hay ciertas abstinencias, ciertas mortificaciones de los sentidos que no entran en el orden de los preceptos, y pertenecen sólo al de los consejos. Estas mortificaciones las vemos practicadas, con más o menos rigor, por las personas que desean caminar hacia la perfección, y en algunos santos hallamos la austeridad conducida a tan alto punto, que nos asombra y aterra. Mas en estos mismos santos no estaba ahogado el amor bien entendido de sí mismo: se entregaban sin tasa a la penitencia, ya para purificarse cumplidamente de sus faltas, ya también para hacerse más agradables al Señor, ofreciéndole en holocausto sus sentidos, su cuerpo, todo cuanto tenían y todo cuanto eran; pero estos hombres extraordinarios ¿se olvidaban, por ventura, de sí mismos? Se olvidaban, sí, del hombre sensual, o, mejor diremos, le tenían declarada guerra a muerte, abatiéndole, atormentándole cuanto les era posible; pero la razón de esto se encuentra en que le miraban como enemigo del hombre espiritual, como enemigo temible, altamente peligroso, de quien no convenía fiarse un solo instante, a quien no se podía soltar la cadena del cuello sin el riesgo inminente de que se levantara contra su dueño, que es el espíritu, y le redujese a esclavitud. Pero la salvación de su alma, la felicidad eterna en la otra vida, tanto distaban de olvidarla aquellos ilustres penitentes, que antes bien suspiraban incesantemente por ella; ansiaban vivamente que Dios les librase de este cuerpo que los agravaba: así es que el mayor de sus deseos era disolverse y estar con Cristo. La visión de Dios, la unión con Dios en lazos de inefable amor, era el objeto de sus esperanzas, de sus ardientes deseos, de sus continuos gemidos; así es que no puede decirse que se aborreciesen a sí mismos en toda la propiedad de la palabra, sino que se amaban con amor más bien entendido que el resto de los mortales.

Con las consideraciones que preceden, creo que se habrá convencido V. de que estribaba en una suposición falsa, y de que, si intenta continuar sus ataques contra la religión, considerándola como contraria al amor propio, le será preciso argumentar sobre otros principios. En efecto, desvanecido completamente el error en que V. vivía de que la religión cristiana nos prohíbe amarnos a nosotros mismos, y probado hasta la última evidencia que no sólo no nos lo prohíbe, sino que, muy al contrario, nos lo manda, sólo le resta a V. un camino, que es probar que la religión entiende de una manera equivocada el amor propio, y que, proponiéndose dirigirle y purificarle, le sofoca y le mata. Pero ¿sabe V. en qué terreno se habrá colocado entonces la cuestión? ¿Sabe V. que, considerada bajo este aspecto, nada tiene que ver con lo que estábamos discutiendo hasta aquí, y que se trata nada menos que de examinar si los preceptos y consejos del Evangelio son justos, son santos, son prudentes? No creo que usted se atreva a entablar disputa sobre una verdad generalmente reconocida hasta por los más violentos enemigos del cristianismo. Ellos niegan sus dogmas, se burlan de sus creencias, se ríen de su jerarquía, desprecian su autoridad, la consideran como un mero sistema filosófico, despojándole de todo carácter sobrenatural y divino; pero, en llegando a su moral, todos están acordes en que es pura, en que es admirable, sublime, en que es superior a la de todos los legisladores antiguos y modernos, en que se halla en íntima harmonía con la luz de la razón, con los más nobles y bellos sentimientos que se albergan en nuestra alma, en que es la única digna de reinar sobre la humanidad y de dirigir los destinos del mundo; de suerte que, cuando, entregados a sus vanos pensamientos, forjan allá en su mente cristianismos reformados o religiones totalmente nuevas, todos adoptan como modelo de su moral lo enseñado en el Evangelio, y, aun cuando quizás en el fondo de su corazón profesen, con respecto a la moral misma, doctrinas degradantes y altamente funestas, no se atreven por lo común a exponerlas en público, y se deshacen en elocuentes elogios de la dulzura, de la santidad, de la elevación de las máximas salidas de la boca de Jesucristo.

Se hallará V., pues, en grave conflicto si se propone dirigir sus ataques sobre este punto; y así es que me atreveré a darle un consejo, que bien lo han menester la mayor parte de los que inculpan a la religión, y es que, al juzgar alguno de sus dogmas o máximas, no se deje V. llevar de esa ligereza que falla sobre los objetos de la mayor importancia, sin haberse tomado la pena de examinarlos con la debida atención; y que reflexione que lo que han creído y enseñado y practicado tantos hombres eminentes en talento y sabiduría, sin duda debe de estar muy fundado, y no es fácil que venga al suelo con cuatro observaciones, que, por ingeniosas, no dejan de ser extremadamente fútiles. Créame V.: cuando se le ocurran argumentos de esta clase, que con tanta facilidad le parecen derribar alguna verdad religiosa, suspenda V. el juicio; no se precipite, medite, o lea, o consulte, que bien pronto echará de ver que el invencible Aquiles no tiene más fuerza que la que le suministra una suposición falsa, o un raciocinio mal trabado. No dudo que se habrá V. convencido de que, si con el tiempo se resuelve a volver al seno de la religión, podrá V. amarse a sí mismo. Entre tanto viva V. seguro del afecto de este S. S. y amigo Q. B. S. M.

J.B.



Carta XII: Contradicciones de los incrédulos.

La moral de los hombres irreligiosos. Defensa de la moral del Evangelio. Las pasiones. Actos internos y externos. Diferencia capital entre la religión cristiana y los filósofos que la combaten. Vicio radical del sistema de los incrédulos. Aplicación al principio de fraternidad universal. Sabiduría de la moral evangélica. Suavidad de los incrédulos convertida en crueldad. Observaciones sobre la Providencia. Importancia de la religión.


Mi estimado amigo: El método que va siguiendo usted en la discusión epistolar que hemos entablado, me va manifestando una verdad, que, si bien ya la tenía conocida, me la hace V. mucho más evidente: hablo de la poca fijeza y exactitud en la moral; vicio de que adolecen generalmente los que no están fundados sobre el sólido cimiento de la religión. Con mucha verdad se ha dicho que la moral sin dogma era justicia sin tribunales. Óyeseles a Vds. ponderar y ensalzar con entusiasmo la sublime doctrina de Jesucristo en todo lo concerniente a la conducta del arreglo del hombre; confiesan que nada hay superior ni igual entre los filósofos antiguos y modernos; reconocen que nada hay que añadir ni quitar; todo esto con una sinceridad y una expresión de buena fe, que no le dejan a uno duda de que, si rechazan los dogmas de la religión cristiana, al menos abrazan como convicción filosófica la moral que ella nos enseña. Cuando he aquí que a lo mejor, hablando de puntos de alta importancia, se disparan de improviso con la exposición de una doctrina que no puede conciliarse con la moral del Evangelio, pues que se halla en abierta oposición con lo que éste prescribe. Así me ha sucedido con la última de V., en la cual, después de resignarse a abandonar la trinchera en la que se había hecho fuerte, pretendiendo que nuestra religión se empeñaba en luchar con lo más íntimo de la naturaleza, al prohibir como cosa mala el amor propio, me viene V. modificando su argumento, pero en realidad proponiéndose un objeto semejante.

Dice V. que está de acuerdo conmigo en que la religión no destruye sino que rectifica el amor propio; y no tiene V. inconveniente en reconocer que las objeciones de su carta anterior estribaban en un supuesto falso. No obstante, deseando no abandonar el terreno sin combatir, se empeña V. en sostener que la manera con que la religión rectifica el amor propio es demasiado dura, y contraria por demás a los instintos de la naturaleza. Aquí tiene su aplicación lo que le estaba diciendo poco antes, a saber, que los hombres irreligiosos caen con frecuencia en una contradicción patente, alabando, de una parte, la moral de Jesucristo, y atacándola, por otra, sin consideración ni miramiento. V. pertenece al número de aquellos que se glorían de reconocer la santidad de la moral evangélica, y, sin embargo, no tiene reparo en condenarla por lo que prescribe con respecto a las pasiones. Y ¿sabe usted que el declarar una moral mala, o inútil, o inaplicable en lo relativo a las pasiones, es condenarla poco menos que en su totalidad? ¿No ha advertido V. que la mayor parte de los preceptos de la moral se rozan con el arreglo y represión de las pasiones? Si, pues, la del Evangelio no sirve para ellas, ¿para qué servirá?

Afirma V. que los preceptos evangélicos son duros en demasía, por oponerse a irresistibles instintos de la naturaleza; y, por lo que toca a algunos de sus consejos, se adelanta V. a decir que difícilmente se le persuadirá de que sean conformes a la razón y a la prudencia. Asienta V. por principio que el secreto de dirigir las pasiones es dejarles respiradero para evitar la explosión, añadiendo que el olvido de esta máxima es uno de los defectos capitales de que adolece la moral del Evangelio. No lleva V. a mal que se declaren culpables los actos que introducirían la perturbación en las familias, y aun aquellos que tienden a multiplicar la población, encargando a la caridad pública el fruto de la incontinencia; pero no puede persuadirse de que el rigor se haya de llevar hasta el punto de prohibir el mismo pensamiento, declarando culpable a los ojos de Dios aquel que admitiera la liviandad en su corazón, por más que se abstenga de todo cuanto repugne a la naturaleza o pueda acarrear algún daño a la familia y a la sociedad. Dejando aparte la discusión a que bajo muchos aspectos podría dar lugar la objeción de usted, y ciñéndonos al punto de vista de la prudencia, que es el que V. encarece principalmente, sostengo que la moral del Evangelio es tan profundamente sabia y cuerda en su pretendida dureza, que sería mucho más dura si se amoldase a las doctrinas de V. Extravagante aserción ha de parecer esta que acabo de emitir, y, no obstante, me lisonjeo de poderla apoyar con tales razones, que se vea V. precisado a subscribir a mi dictamen.

Ya que V. parece aficionado al estudio del corazón, me atreveré a preguntarle si, en el supuesto de haberse de prohibir un acto es más difícil alcanzar la obediencia prohibiendo también el deseo, o dejándole campear libremente. Tengo por seguro que es harto más fácil lograr que el hombre evite aquello que no puede ni desear, que no el que, siéndole permitido el deseo, haya de abstenerse de la obra. Se ha dicho muy bien que del pensamiento a la ejecución va tan poca distancia como de la cabeza al brazo, y la experiencia está enseñando todos los días que quien ha concebido deseos vehementes de poseer un objeto, deja con mucha dificultad de emplear los medios para lograrlo. Cabalmente en la materia de que estamos tratando, se ciega de tal modo la razón, y preponderan de tal suerte las pasiones, que el que se deja arrastrar por ellas se degrada y embrutece, olvidando lastimosamente su honor, sus bienes, su salud y hasta su vida. Y con una pasión semejante, ¿cree V. que la prudencia aconseja permitir el deseo y prohibir la ejecución? Afirma usted sin vacilar que es dura la prohibición que se extiende al deseo, sin advertir que sólo en el sistema de V. hay la verdadera crueldad, pues que se pone al hombre en el tormento de Tántalo, haciendo correr a las inmediaciones de sus sedientos labios, aguas frescas y cristalinas que no se le permite probar. Reflexione V. maduramente sobre estas observaciones y se convencerá de que la verdadera dureza está en la moral de V. y no en la del Evangelio; que en la de usted, bajo la apariencia de indulgente suavidad, se pone en verdadera tortura al corazón; y que en la del Evangelio, con una severidad prudente y oportuna, se procura a las almas virtuosas la tranquilidad y la calma. El hombre que sabe no serle lícito deleitarse ni siquiera en un pensamiento malo, lo rechaza con fuerza desde el momento que se le ocurre, y así no da lugar a que la pasión se exalte y le ciegue; el que creyese no caber pecado sino en la ejecución, procuraría complacer las inclinaciones de la naturaleza, engañándose a sí mismo con la esperanza de que el placer del pensamiento y del deseo no le arrastraría hasta cometer el acto; pero, desde el momento que la razón y la voluntad hubiesen abdicado su soberanía, aun cuando fuese con la condición expresa de que no se los había de llevar más allá de lo que permitieran los deberes, fuérales imposible contener las pasiones turbulentas, que, engreídas con la primera concesión, no cederían hasta satisfacerse cumplidamente.

Una diferencia capital existe entre la religión cristiana y los filósofos que bajo distintos nombres la combaten: aquélla asienta por principio que es preciso atajar las pasiones en su cuna, creyendo que será tanto más difícil dirigirlas o sujetarlas cuanto más incremento se les haya dejado tomar, mientras éstos se conducen por la regla de que conviene permitir que las pasiones, aun las de tendencias más aviesas, se desenvuelvan hasta cierto punto, en el cual afirman que es necesario detenerlas. Y ¡cosa notable!, así se portan los filósofos que no disponen de otros medios para dominar el corazón que estériles discursos, cuya impotencia se manifiesta siempre que se hallan en lucha con una pasión algo vehemente; y la religión obra en sentido contrario, ella que abunda de medios eficacísimos para obrar sobre el entendimiento y la voluntad, y señorear al hombre entero. La religión fundada por el mismo Dios se atiene a una regla prudente, estimando en más la precaución del mal que no el tener que remediarlo, procurando curarlo cuando es pequeño por ahorrar la dificultad de hacerlo cuando sea grande; y el débil mortal se atreve a soltar el dique a las aguas, afirmando que conviene dejarlas correr libres, y que basta el que, cuando lleguen al límite prefijado, se les diga: «de aquí no pasaréis, y aquí quebrantaréis el orgullo de vuestras olas».

Yo no sé si se habrá convencido V., mi estimado amigo, con las razones que acabo de alegar en defensa de la moral del Evangelio y en contra del sistema filosófico. Como quiera, no podrá V. negarme que estas consideraciones no son para despreciadas, dado que se fundan en la misma naturaleza del hombre y en lo que nos está enseñando la experiencia de todos los días. Lo que hemos aplicado a la pasión más turbulenta y peligrosa de las que afligen a los míseros humanos, puede decirse de todas las demás, bien que de ella se verifica de una manera particular aquello de que no hay más remedio que la fuga. Sentencia profundamente sabia y prudente, que advierte al hombre de lo mucho que importa no perder el dominio sobre sí mismo, porque no le sería fácil encadenar las pasiones, una vez hubiese llegado a soltarlas.

Sucede con el individuo lo propio que con la sociedad: si el poder supremo, cuyo cargo es gobernar, principia a ceder a las exigencias de los que deben obedecer, éstas van cada día en aumento, la autoridad se degrada a proporción que pierde terreno, hasta que al fin se llega a una completa anarquía o se apela a una reacción violenta, para recobrar lo perdido y restablecer derechos que jamás se debieran haber abdicado. Las leyes de orden tienen una analogía singular, aun en sus aplicaciones a cosas de naturaleza muy diferente; pudiera decirse que es una misma ley, sin más modificaciones que las absolutamente indispensables para atender a la especie del sujeto que por ellas se ha de regir.

He dicho que cuanto acababa de afirmar sobre la pasión voluptuosa era también aplicable a las demás, y voy a hacérselo sentir a V., atacándole por la parte más sensible, que es la filantropía, ya que Vds. los filósofos no pueden tolerar que se ponga en duda su ardiente amor a la humanidad. Están Vds. encareciendo continuamente el precepto de fraternidad universal, que, según la religión de Jesucristo, enlaza a todos los hombres como miembros de una misma familia. Infiérese de dicho mandamiento la prohibición de dañar al prójimo, y, según nuestros principios, no sólo no podernos dañarle, pero ni aun tener este deseo; por manera que pecamos con sólo complacernos en nuestro corazón un pensamiento de venganza.

Ahora bien, aplicando al caso presente la teoría de V., resultará que debe condenarse por sobrado dura la moral cristiana en esta parte, y para seguir los consejos de una suave prudencia, será preciso contentarse con declarar que es malo el cometer un acto que dañe a nuestros hermanos, pero no lo es el deseo, si nos limitamos a él. Así la bella fraternidad de Vds. se podrá expresar de esta suerte: «Hombres, no os causéis daño, ni de obra, ni de palabra, porque con esto faltaríais a las reglas de la sana moral, y ofenderíais al Dios que os ha criado, no para que os perjudiquéis mutuamente, sino para que viváis en pacífica harmonía. Hasta aquí llega la obligación; pero entrando en el santuario de vuestro interior, sois dueños de desear a los demás hombres todo el mal que os pluguiere, seguros de que con ello no cometeréis ninguna falta, pues que Dios no es tan duro que haya querido, no sólo prohibir los hechos, sino también el pensamiento y el deseo.» ¿No le parece a V. que el precepto de la caridad, de la fraternidad universal, es cosa curiosa y peregrina, si la explicamos de esta manera? Y, sin embargo, es evidente que de esta suerte lo explica V., no habiendo yo hecho otra cosa que reunir las partes del sistema para que se notara más vivamente el contraste.

El vicio radical de dicho sistema es poner en desacuerdo lo interior con lo exterior, es suponer que conviene limitar las obligaciones morales a los actos externos, es establecer una especie de moral civil que en último análisis vendría a parar a una jurisprudencia puramente humana, sin otro objeto que impedir el que se perturbase la tranquilidad pública. A este resultado conducen las doctrinas de V.; y nada extraño es que así sea, puesto que es muy natural que, en desterrando a Dios del mundo, o no admitiendo religión alguna, es decir, quitando la influencia divina sobre los actos del hombre, queden éstos considerados en el orden puramente externo, y no tengan importancia a los ojos del filósofo, sino en cuanto son capaces de producir algún bien exterior o de causar algún mal. Quitando Vds. a Dios, o, lo que viene a parar a lo mismo, destruyendo la religión, destruyen también la conciencia, destruyen al hombre interior, y reducen toda la moral a una combinación de utilidades bien calculadas.

Estas consecuencias le serán a V. desagradables, y no me cabe duda de que hará un esfuerzo por rechazarlas; mas, para evitar disputas, le ruego a V. que vuelva a seguir el hilo del raciocinio que me ha conducido a ellas, pues estoy cierto de que, haciéndolo así con imparcialidad y buena fe, no podrá menos de reconocer que mis palabras nada tienen de falso ni hiperbólico.

Entre tanto, y para hacer sentir más y más los errores o inconvenientes de la doctrina que V. abrazaba con tanta seguridad, voy a hacer una aplicación de ella al mismo precepto de fraternidad universal, no considerado en su parte prohibitiva, sino en la preceptiva. Dando por sentado que el mal está únicamente en los actos externos, deberemos convenir también en que la bondad de las acciones estará también en lo exterior: así ejerceremos un acto laudable haciendo bien al prójimo, mas no deseándoselo. Y ¿sabe V. a dónde nos conduce este principio? ¿Sabe V. que nada menos se logra con él que destruir de un golpe esa fraternidad universal tan encarecida por la filantropía de los filósofos. ¿Qué es el amor que se limita a los actos exteriores? ¿Es verdadero amor el que no está en el corazón? ¿No es esto lo mismo que nos está indicando el lenguaje cuando distingue entre la beneficencia y la benevolencia, es decir, entre hacer el bien y el desearlo? Así la primera como la segunda, ¿no son virtudes muy loables? Quien no puede ser benéfico por faltarle los medios necesarios, ¿no es muy laudable que sea benévolo, esto es, que tenga deseos de hacer el bien, ya que no le sea posible realizarlo? Quien hace el bien ¿no lo desea antes de ponerlo en práctica? Es decir, el hombre benéfico ¿no es antes benévolo? ¿Y no es benéfico por lo mismo que es benévolo? Yo no sé si usted mirará las cosas desde este punto de vista, pero de mí sabré decirle que considero tan enlazados el deseo y el acto, que se me presentan como cosas de un mismo orden, y como que la una es complemento de la otra. Más diré, limitándome a la beneficencia: cuando me figuro a un hombre que hace el bien por un motivo cualquiera, pero que al mismo tiempo no abriga en su corazón un afectuoso deseo que le impulsa a estos actos, es decir, cuando veo la beneficencia separada de la benevolencia, o no concibo allí un acto de virtud, o por lo menos la encuentro manca, despojada de los más bellos adornos que la hacían agradable y encantadora.

Ya ve V., mi querido amigo, que la religión cristiana no anda tan desacertada en entrometerse en los actos internos, en extender sus mandamientos y sus prohibiciones hasta lo más recóndito que ejecutamos en el fondo de la conciencia; y que el tacharla de dura por este procedimiento, es dar por el pie, no sólo a la moral religiosa, sino también a la enseñada por la luz de la razón. Así se enlazan las cosas que parecen más distantes; así se encadenan las verdades con tan estrecha intimidad, que quien se atreve a negar una, se ve forzado a desechar muchas otras, que él tal vez respeta y venera con toda sinceridad y acatamiento. De estas consideraciones desearía yo que sacase V. una consecuencia que le he indicado varias veces, y que no me cansaré de repetirle, y es la importancia de que, al examinar las cuestiones religiosas, no nos empeñemos en aislarlas demasiado, pues que corremos peligro de mutilar la verdad, y una verdad mutilada es un error. Los incrédulos y los escépticos incurren casi siempre en este defecto: toman un dogma, un precepto moral, una práctica, una ceremonia de la religión, la separan de todo lo demás, la analizan prescindiendo de todas las relaciones que tiene con otros dogmas, preceptos y prácticas o ceremonias; no miran el objeto sino por un lado, y de esta manera consiguen que la ceremonia parezca ridícula, que la práctica sea irracional, que el precepto sea cruel, que el dogma sea absurdo. No hay orden de verdades que no venga al suelo si de este modo se las examina; porque entonces no se las considera como son en sí, sino como las ha arreglado allá en su mente el antojo del filósofo. En tal caso se crean fantasmas que no existen, se huye el cuerpo a los verdaderos enemigos, para pelear con otros imaginarios, con lo cual es poco peligroso el entrar en la lucha, partiendo de un tajo descomunales jayanes.

En la parte moral, mayormente cuando se trata de los sentimientos más dulces y seductores, no es difícil alucinar a los incautos ofreciéndoles como una expansión inocente lo que es un veneno mortífero. Así, por ejemplo, en la dificultad que V. me propone en su apreciada, ¿qué cosa más conforme a los instintos de la naturaleza, a los más suaves impulsos del corazón, que la doctrina por usted sustentada? «¿Qué, decía V., no basta prohibir los actos que podrían producir malos resultados a la sociedad, a la familia, o al individuo, que sea preciso penetrar hasta lo interior del alma y allí complacerse en atormentar el corazón, obligándole a abstenerse hasta de aquellas exhalaciones que, más bien que crímenes, deberán ser a los ojos de Dios inocentes desahogos de la naturaleza? Si el mal no se consuma, ¿a quién daña el deseo? ¿Es posible que el Criador pueda ofenderse de los actos más inofensivos de su criatura?» He aquí lo que se apellidan golpes sentimentales, y que son argumentos decisivos para las almas candorosas y ardientes, que están ansiosas de una doctrina que excuse sus debilidades, aflojando algún tanto la austeridad de la moral que aprendieron en el catecismo.

Pero he aquí también sofismas peligrosos, que a nada conducen para el bienestar y consuelo de aquello en cuyo favor se hacen, y que, antes al contrario, los extravían y corrompen de una manera lastimosa. «¿Qué, se podría replicar imitando el propio tono, seréis tan crueles que permitáis arrimar a los labios sedientos el fresco y sabroso licor, y no consintáis probarlo? ¿Seréis tan crueles que soltéis la rienda a la pasión en las regiones interiores y no le dejéis un desahogo en lo exterior? ¿Seréis tan crueles que desencadenéis las tempestades en el fondo del corazón, que allí conservéis a éste agitado y combatido por todos lados, sin dejar que el desahogo le alivie de sus penas, y que, extendiéndose la borrasca, se haga menos intensa y dolorosa? O cerrad enteramente la puerta al daño, o permitidle el remedio: no pongáis de tal suerte en lucha al hombre interior con el exterior, al corazón con las obras; ya que de humanos os preciáis, procurad que no sea tan cruel vuestra mentida indulgencia.»

Por lo que toca al otro punto de si Dios puede indignarse por los actos interiores de su criatura: ¡Qué!, Podríamos decir, si relaciones hay entre Dios y el hombre, si el Criador no ha abandonado a su criatura, si la mira todavía como digno objeto de sus cuidados, ¿no es claro, no es evidente, que el entendimiento y la voluntad, es decir, lo más precioso que hay en el hombre, lo que le hace capaz de conocer y amar a su Hacedor, lo que le ensalza sobre los brutos, lo que le constituye rey de la creación, no es aquello, repetiremos, lo que debe suponerse objeto de la solicitud del Supremo Hacedor, y que Éste no atiende a los actos exteriores sino en cuanto manan del santuario de la conciencia, donde se complace en ser conocido, amado y adorado? ¿Qué es el hombre, si prescindimos de su interior? ¿Qué es la moral, si no la aplicamos al entendimiento y a la voluntad? ¿Es fundada, es razonable siquiera, una doctrina que, aparentando sobreabundancia de sentimientos de humanidad, y blasonando de dignidad e independencia, mata tan despiadadamente al hombre en lo que tiene de más independiente y más digno?

Persuádase V., mi querido amigo, de que no hay verdad, no hay dignidad en nada de lo que se opone a la religión; que lo que a primera vista parece más noble y generoso, es en realidad bajo y degradante; y a propósito de sentimientos filantrópicos, guárdese V. de esas inspiraciones repentinas que se le ofrecerán como argumentos decisivos, y que, examinados a la luz de la religión y hasta de la sana filosofía, no son más que raciocinios infundados, o bien que, estribando sobre principios erróneos, conducen a establecer el predominio del cuerpo sobre el espíritu, y a desencadenar sobre la tierra las pasiones voluptuosas. Ínterin vea V. en qué puede complacerle este su amigo y S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta X