Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta XII: Contradicciones de los incrédulos.


Carta XIII: La humildad.

Equivocaciones de un escéptico. Dicho de Santa Teresa. Pasaje de San Francisco de Sales. Cómo debe entenderse la humildad. Cuán agradable es la humildad a los ojos del mundo.


Mi estimado amigo: Ya veo yo que es empeño inútil el de obligarle a V. a una discusión seguida sobre los dogmas de la religión y los principios en que se fundan, pues que, fiel a su sistema de no atenerse a ningún sistema, y guardando inviolablemente la regla de su método, que es no observar ninguno, revolotea como mariposa de flor en flor, de suerte que, cuando le creía uno engolfado en alguna cuestión capital y decidido a continuar por largo tiempo el ataque empezado contra un punto de las murallas de la ciudad santa, levanta de improviso los reales, se aposenta en otro campo, y desde allí amenaza abrir nueva brecha, esperando que yo acuda a defender el punto atacado, para luego dirigirse a otra parte y fatigarme inútilmente sin obtener el resultado que deseo. Pero digo mal cuando afirmo que me he fatigado inútilmente; porque, si bien es verdad que no me ha sido posible hasta ahora apartarle a V. de su error, porque se ha resistido siempre a sujetarse al trabajo de una discusión sostenida con el debido orden y encadenamiento, me lisonjeo, no obstante, de que habré logrado desvanecerle a V. algunas preocupaciones, que sin duda le habrían obstruido el paso en el camino de la fe, si es que algún día, ilustrado su entendimiento por inspiraciones superiores, movido su corazón por la gracia del Señor, se resuelve a emprenderle con seriedad, rompiendo las trabas que le detienen, y saliendo del infeliz estado en que se encuentra, y en que espero no le ha de sorprender la hora de la muerte.

Disimulándome V. el preámbulo, que quizás calificará de importuno y que yo considero como importunidad saludable, voy a responder a las dificultades que me propone V. sobre una de las virtudes más encarecidas por la religión cristiana. Alégrome en gran manera de que hayamos salido de las disputas que eran objeto de la carta anterior; porque, si bien versaba sobre asunto muy transcendental y de altísima importancia, la materia era de suyo tan delicada y vidriosa, que es preciso andar siempre midiendo las palabras y en busca de expresiones que, dejando traslucir la verdad, cubran con tupido velo cuanto pudiera ofender las buenas costumbres y las delicadas consideraciones debidas al pudor. Al fin la humildad es cosa sobre la cual es lícito hablar sin rodeos, no habiendo el peligro de que una palabra poco mesurada haga salir los colores al rostro.

Algo volteriano está V. cuando habla de la virtud de la humildad, y le aplica irónicamente el dictado de sublime que los cristianos nos complacemos en tributarle. Según parece, se ha formado V. ideas muy equivocadas sobre la naturaleza de dicha virtud, pues que llega a asegurar que, por más que lo desease, le sería imposible el ser humilde a la manera que lo exigen los libros de mística, por la sencilla razón de que no cree permitido el engañarse a sí mismo, y de que, aun cuando se esforzase en ello, tampoco le sería dado conseguirlo. Gana de reír me ha dado el que V. se imagine haberme propuesto una dificultad insoluble, con aquello de que no le es posible persuadirse de que sea el más estúpido entre los hombres, pues que está viendo tantos otros que evidentemente no poseen los pocos o muchos conocimientos que a V. le han proporcionado la educación y la instrucción, ni tampoco que sea el más perverso entre los mortales, supuesto que ni roba, ni asesina, ni comete otros actos a que se arrojan algunos de sus semejantes; y que, sin embargo, si escuchamos la doctrina de los místicos, ésta es la perfección de la humildad y a ella llegaron los santos más distinguidos, más adelantados en esta virtud. No tengo tampoco inconveniente en que V. no se encuentre de humor para andarse, como dice, por esas calles haciendo el loco, con el fin de que los demás le desprecien, y tener así ocasión de ejercer la humildad; pero lo que extraño es que tales argumentos los repute usted por invencibles, y que cante de antemano la victoria, intimándome que, o es preciso tragar los absurdos que de estas máximas y ejemplos resultan, o condenar las vidas de grandes santos y echar al fuego las obras de los místicos más afamados. Paréceme que el dilema no es tan perfecto que no deje salida; antes creo que ni será preciso devorar absurdos, ni tampoco entregarse al repugnante oficio del ama de D. Quijote y del cura de su lugar.

Usted, que se precia de caballeroso, creo que no estará reñido con Santa Teresa de Jesús, a quien, si reputa por ilusa, al menos no podrá dejar de tributarle el merecido elogio por sus eminentes virtudes, por su alma cándida, su bellísimo corazón, su talento claro y penetrante, y su pluma tan amable como sublime A esta Santa ya sabe V. que algo se le alcanzaba de achaque de virtudes cristianas, y que, con lo mucho que había meditado y leído, y consultado, además, con hombres sabios, o, como ella dice, grandes letrados, debía de saber en qué consistía la humildad, y cómo era entendida y explicada esta virtud en el seno de la Iglesia Católica. Y ¿cree V. que la Santa pensaba que para ser humilde era preciso comenzar engañándose a sí propia? Apostaría yo que V. no acierta en la definición que da de la humildad; definición admirable, y que, preciso me es decirlo, parece excogitada a propósito para contestar a las dificultades de V. Refiere la Santa que no comprendía por qué la humildad era tan agradable a Dios, y que, discurriendo un día sobre este punto, alcanzó que era así, porque la humildad es la verdad. Ya ve V. que no se trata de engaño, y que tan distante está de obligarnos a él la humildad, que antes bien con ella disipamos el engaño: porque su mérito más sólido, el título por el cual es agradable a Dios, es el ser verdad.

Desenvolveré en pocas palabras esa hermosa sentencia de Santa Teresa de Jesús; y no necesitaré más que esta luminosa observación de la Santa para hacerle comprender a V. lo que es la humildad, en sus relaciones con nosotros mismos, con Dios y con el prójimo.

¿Está en oposición con la virtud de la humildad el que reconozcamos las buenas dotes naturales o sobrenaturales con que Dios nos ha favorecido? No, antes al contrario: revuelva V. todas las obras de los teólogos escolásticos y místicos, y a todos los encontrará de acuerdo en que dicha virtud no se opone a semejante conocimiento. Quien experimenta a cada paso que comprende con mucha facilidad cuanto lee u oye, que le basta fijar su meditación sobre las cuestiones más abstrusas para que se le presenten desde luego claras y despejadas, no hay inconveniente en que se halle interiormente convencido de que Dios le ha dispensado este señalado favor; más diré, le es imposible dejar de abrigar esta convicción, que tiene por objeto un hecho que está presente a su ánimo y de que le asegura su conciencia propia, como que es una serie de actos que acompañan de continuo su existencia, que constituyen su vida intelectual, aquella vida íntima de que estamos tan ciertos como de la existencia de nuestro cuerpo. ¿Podrá V. figurarse que Santo Tomás estuviese persuadido de que era tan ignorante como los legos de su convento? San Agustín ¿era posible que creyese conocer tan poco la ciencia de la religión como el último del pueblo a quien la explicaba? San Jerónimo, que tan aventajados conocimientos poseía en las lenguas sabias y en cuanto es menester para interpretar atinadamente la Sagrada Escritura, ¿diremos que en su interior no estaba penetrado de que poseía más que medianamente el griego y el hebreo, y de que sus investigaciones con que se remontaba hasta las fuentes de la erudición habían sido del todo infructuosas? No; no dicen los cristianos tales disparates. Una virtud tan sólida, tan hermosa, tan agradable a los ojos de Dios, no puede exigir de nosotros tamañas extravagancias; no puede exigir que cerremos los ojos para no ver lo que es más claro que la luz del día.

Bien entendida la humildad, trae consigo el claro conocimiento de lo que somos, sin añadir ni quitar nada; quien tenga sabiduría, puede interiormente reconocerlo así; pero debe al propio tiempo confesar que la ha recibido de Dios, y que a Dios se debe el honor y la gloria. Debe reconocer también que esta sabiduría, si bien levanta mucho más su entendimiento que el de los ignorantes, o de los menos sabios que él, le deja, sin embargo, muy inferior a los demás sabios que se le aventajan en extensión y profundidad. Debe, al propio tiempo, considerar que esta sabiduría no le da derecho para despreciar a nadie, pues que, teniéndola por especial beneficio de Dios, de la misma manera la hubieran poseído los otros, si el Criador se hubiese dignado otorgársela. Debe considerar que este privilegio no le exime de las flaquezas y miserias a que está sometida la humanidad, y que cuantos más sean los favores con que Dios le haya distinguido, cuanto más claro sea el entendimiento para conocer el bien y el mal, tanto más estrecha cuenta deberá dar a Dios, que de tal suerte le ha hecho objeto de su bondadosa munificencia. Quien tenga virtudes, no hay inconveniente en que lo reconozca así, confesando, al propio tiempo, que son debidas a particular gracia del cielo; que, si no comete las maldades a que se arrojan otros hombres, es porque Dios le tiene de su mano; que, si hace el bien y evita el mal por medio de la gracia, esta gracia le ha sido concedida por Dios; que, si por su misma índole está inclinado a ciertos actos virtuosos, causándole horror los vicios opuestos, esa índole le ha venido también de Dios: en una palabra, tiene motivo para estar contento, mas no para engreírse, supuesto que sería injusto atribuyéndose lo que no le pertenece y defraudando a Dios la gloria que le corresponde.

Oiga V. sobre este particular al gran Santo, al hombre que tan alto se levantó en todas las virtudes cristianas, especialmente en la de la humildad: a San Francisco de Sales, y vea V. cómo no sólo conviene en que es lícito reconocer los bienes que nosotros tenemos, sino también en que es permitido, y muchas veces saludable, el fijar sobre ellos la atención, el pararse detenidamente a considerarlos.

«Pero tú desearás, Filotea, que te conduzca más adelante en la humildad; porque lo que de ella hasta aquí he tratado, más parece sabiduría que humildad. Paso, pues, adelante: muchos no quieren ni se atreven a pensar y considerar en particular las gracias y mercedes que Dios les ha hecho, temerosos de dar en la vanagloria y complacencia, en lo cual ciertamente se engañan; porque, como dice el grande Doctor Angélico, el verdadero medio de llegar al amor de Dios es la consideración de sus beneficios, porque, cuanto más los conociéramos, tanto más le amaremos; y, como los beneficios particulares mueven más particularmente que los comunes, así también deben ser considerados más atentamente. Es cierto que nada nos puede humillar tanto delante de la misericordia de Dios como la muchedumbre de sus beneficios: ni nada nos puede humillar tanto delante de su justicia como la multitud de nuestras maldades. Consideremos lo que ha hecho por nosotros, y lo que nosotros hemos hecho contra él, y, como consideramos por menudo nuestros pecados, consideremos así por menudo sus gracias. No hay que temer que el conocimiento de lo que ha puesto en nosotros nos desvanezca, con tal que atendamos a esta verdad: que cuanto hay bueno en nosotros, no es nuestro. ¿Los mulos, dime, dejan de ser torpes y hediondas bestias porque estén cargados de muebles preciosos y olores de príncipes? ¿Qué tenemos nosotros bueno, que no hayamos recibido? Y si lo hemos recibido ¿por qué nos queremos ensoberbecer? (I ad Cor., VI, 7.) Al contrario, la viva consideración de las mercedes recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento; pero, si viendo los beneficios que Dios nos ha hecho nos llegase a inquietar cualquiera suerte de vanidad, el remedio infalible será recurrir a la consideración de nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones y de nuestras miserias. Si consideramos lo que hacíamos cuando Dios no estaba con nosotros, conoceremos que lo que hacemos cuando nos acompaña no es de nuestra industria ni de nuestra cosecha. Alegrarémonos verdaderamente y regocijarémonos porque tenemos algún bien; pero glorificaremos sólo a Dios, como autor de él. Así la Santísima Virgen confesó que Dios obró en ella cosas grandes; pero esto fue por humillarse y engrandecer a Dios: 'Mi alma, dice, engrandece al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes.'» (Luc., I, 46, 49.) (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, parte 3.ª, cap. 5.º).

No cabe testimonio más concluyente en favor de la doctrina que andaba exponiendo; ya ve V. que no se trata de engañarse a sí mismo, sino de conocer las cosas tales como son en sí. «Entonces, me objetará V., ¿cómo es que los grandes Santos digan a boca llena que son los mayores pecadores del mundo, que son indignos de que la tierra los sostenga, que son los más ingratos entre los hombres?» Entienda V. el verdadero sentido de estas palabras, advierta que andan acompañadas de un sentimiento de profunda compunción; que son pronunciadas en momentos en que el espíritu se anonada en presencia del Criador; y echará V. de ver que son susceptibles de interpretación muy razonable. Aclarémoslo con un ejemplo. Cuando Santa Teresa de Jesús decía que era la mayor pecadora de la tierra ¿deberemos pensar que ella creyese ser culpable de los delitos de las mujeres más perdidas, cuando le constaba muy bien la pureza de su cuerpo y alma, cuando sabía los inefables beneficios con que el Señor la estaba favoreciendo? Claro es que no. Más diré. ¿Debemos suponer que se creyese con un solo pecado mortal en la conciencia? Es cierto que no; pues de lo contrario no se hubiera atrevido a recibir el augusto Sacramento del Altar, que, sin embargo, recibía con tanta frecuencia y con tales éxtasis de gratitud y de amor. Ahora bien: la Santa no ignoraba que en el mundo había muchas personas culpables de pecados graves y gravísimos a los ojos de Dios; ella era la primera en deplorarlo y en rogar al cielo que se dignase mirar a aquellos desgraciados con ojos de misericordia; luego, cuando aseguraba que era la mujer más pecadora de la tierra, no podía entenderlo en un sentido riguroso tal como V. parece quererlo interpretar. ¿Qué significaba, pues? Helo aquí muy sencillamente. Asistamos a una de las escenas que se representaban en su espíritu, y comprenderemos perfectamente el sentido de las palabras que son para V. piedra de escándalo. Puesta en presencia de Dios con fe viva, con caridad ardiente, con el corazón contrito y humillado, examinaría los recónditos pliegues de su corazón y observaría de vez en cuando algunas ligeras imperfecciones que no habían sido consumidas todavía por el fuego del divino amor; recordaría también los tiempos pasados en los que, no obstante de ser ya muy virtuosa, no había entrado de lleno en el camino sublime que la condujo a la altura de santidad que hacía de ella un ángel sobre la tierra. Se ofrecerían a su memoria las faltas leves en que había incurrido, la poca prontitud en seguir las inspiraciones del cielo, y, comparado todo con los beneficios naturales y sobrenaturales de que el Señor la había llenado, y medido todo con su viva fe, con su inflamada caridad, con aquella íntima presencia de Dios que la tenía fuera de esta vida mortal, y la hacía morar en regiones superiores, vería en toda su negrura la fealdad del pecado, aun venial, consideraría la ingratitud de que se hiciera culpable no presentándose, desde luego, con mucho más ardor del que lo hiciera, a los llamamientos del Señor; y entonces, puesta en parangón la santidad de su alma con la santidad divina, su ingratitud con los beneficios de Dios, su amor con el amor que Dios le manifestaba, se anonadaría en presencia del Altísimo, perdería de vista el bien que en sí tenía, y, fijos, únicamente los ojos en su debilidad y miseria, exclamaría que era la más pecadora entre las mujeres, que era la más ingrata entre todas las criaturas. ¿Qué encuentra V. aquí de irracional y de falso? ¿Se atreverá V. a condenar la expansión de un corazón humilde que, anonadado en presencia del Señor, reconoce sus defectos, y, considerándolos con toda viveza, exclama que son los mayores pecados del mundo? ¿No ve V. aquí más bien la expresión de una caridad ardiente, que palabras de engaño?

Si quisiera valerme de un lenguaje afilosofado, le diría a V. que la humildad cristiana es lo más a propósito para formar verdaderos filósofos; si es que la verdadera filosofía ha de consistir en hacernos ver las cosas tales como son en sí, sin añadir ni quitar nada. La humildad no nos apoca, porque no nos prohíbe el conocimiento de las buenas dotes que poseamos; sólo nos obliga a recordar que las hemos recibido de Dios, y este recuerdo, lejos de abatir nuestro espíritu, lo alienta; lejos de debilitar nuestras fuerzas, las robustece, porque, teniendo presente cuál es el manantial de donde nos ha venido el bien, sabemos que, recurriendo a la misma fuente con viva fe y rectitud de intención, manarán de nuevo copiosos raudales para satisfacernos en todo lo que necesitemos. La humildad nos hace conocer el bien que poseemos, pero no nos deja olvidar nuestros males, nuestras flaquezas y miserias: nos permite conocer el grandor, la dignidad de nuestra naturaleza y los favores de la gracia; pero no consiente que exageremos nada, no consiente que nos atribuyamos lo que no tenemos, o que, teniéndolo, nos olvidemos de quien lo hemos recibido. La humildad, pues, con respecto a Dios nos inspira el reconocimiento y la gratitud, nos hace sentir nuestra pequeñez en presencia del Ser infinito.

Con respecto a nuestros prójimos, la humildad no nos permite exaltarnos sobre ellos, exigiendo preeminencias que no nos corresponden; nos hace afables en el trato porque, dándonos a conocer nuestras flaquezas nos vuelve compasivos con las que sufren los demás, y, conservando nuestro corazón exento de envidia, que siempre acompaña a la soberbia, hace que respetemos el mérito dondequiera que se halle, y que lo reconozcamos francamente, tributándole el debido homenaje, sin el mezquino temor de que pueda salir perjudicada nuestra gloria.

Ya que acabo de pronunciar la palabra gloria, desearía saber si V. lleva también a mal que la humildad no nos permita saborearnos en las alabanzas de los hombres, y nos inspire sentimientos superiores a ese humo que desvanece tantas cabezas. Si así fuere, como no lo dudo, me bastará una reflexión para convencerle a V. de su error. ¿Le parece a V. bueno todo lo que hace el hombre más grande? Creo que no tendrá reparo en decirme que sí. Pues bien, el mismo mundo mira como un héroe a aquel que, haciendo acciones dignas de alabanza, no se para en ella, la menosprecia, y al sentir el fragante aroma pasa sin detenerse, con la cabeza llena de pensamientos elevados, con el corazón henchido de sentimientos generosos: el mundo, pues, hace justicia a los despreciadores de la vanidad humana, es decir, a los que practican actos de verdadera humildad: no quiera V. ser menos justo que el mundo. ¿Desea V. una contraprueba de lo que acabo de decir? Hela aquí: los que no son humildes buscan la alabanza; y ¿sabe V. lo que se adquieren tan pronto como se trasluce su afán? El ridículo y la burla. Cuando deseamos parecer bien a los ojos del mundo, si no somos humildes en realidad, lo aparentamos; porque en lo exterior damos a entender que no hacemos caso de la alabanza; y, si se nos tributa, la resistimos diciendo que es inmerecida. Vea V., mi estimado amigo, cuán sabia, cuán noble, cuán sublime es la religión cristiana, pues en la virtud que tanto abatimiento parece traer consigo, está encerrado el secreto de adquirir gloria sólida aun entre los hombres; éstos la ofrecen gustosos a quien la merece y no la busca, pero desprecian y ridiculizan al que la solicita. Tanta es la fuerza de las cosas, que la misma soberbia, para saciar su sed de gloria, se ve precisada a negarse a sí misma, a cubrirse con el manto de la humildad; así se verifica, aún en la tierra, aquella sentencia de la Sagrada Escritura: «Quien se exalta será humillado, y quien se humilla será exaltado.»

Basta por hoy de humildad; creo que con lo dicho hasta aquí se quedará V. bien convencido de que, para ser verdaderamente humilde conforme al espíritu de la religión cristiana, no necesita V. ni andarse haciendo el loco por las calles, ni creer que es digno de ser llevado a presidio o al cadalso, ni tampoco que no tiene más conocimientos de ciencias y literatura que el que no sabe deletrear. Si alguna vez encuentra V. en las vidas de los Santos algún hecho que no pueda V. explicar por las reglas arriba establecidas, recuerde V. que nosotros no tenemos inconveniente en decir que hay cosas que son más bien para admiradas que para imitadas; y, además, no quiera V. juzgar por mundanas consideraciones, lo que marcha por caminos desconocidos al común de los mortales. Esto es lo que nosotros llamamos misterios y prodigios de la gracia; y que Vds. los filósofos apellidarán exaltación y exageración del sentimiento religioso. Entre tanto espera ocasiones de complacerle a V. este su afectísimo. S. S. Q. S. M. B.

J.B.



Carta XIV: Los cristianos viciosos.

Los tibios. Argumentos contra la religión. Solución. Cómo es posible que un hombre religioso sea vicioso. El jugador. El disipador. Observaciones sobre las pasiones humanas. Efecto de la religión sobre la moral de los hombres. Sus efectos preventivos. Pruebas. Ejemplos. Flaqueza de la moral de los hombres irreligiosos. Observaciones sobre esta moral.


Mi estimado amigo: Casi me inclinaría a creer que empieza V. a no encontrarse muy bien en su escepticismo religioso, pues que al parecer se avergüenza de él, no queriendo confesar que se halla en esta parte en situación muy diferente de la de muchos otros, a quienes V., con buena intención sin duda, pero con mucha injusticia, les achaca las mismas ideas. No podía yo figurarme que le causase a V. tanta novedad la conducta de muchos cristianos, hasta el punto de llegar a suponer que, o fingen hipócritamente estar adheridos a la religión, o cuando menos la profesan sin entender de ella una palabra. Dice V. que no alcanza a comprender cómo es posible que, enseñando la religión doctrinas tan altas, algunas de las cuales son sumamente trascendentales y hasta terribles, haya hombres que, estando convencidos de la verdad de ellas, o las contraríen con su conducta, o vivan haciendo poquísimo caso de las mismas. Añade V. que concibe muy bien la religión de un San Jerónimo, de un San Benito, de un San Pedro de Alcántara, de un San Juan de la Cruz; es decir, hombres penetrados profundamente de la nada de las cosas terrenas, de la importancia de la eternidad, y por consiguiente, desasidos de todo lo mundano, muertos a todo cuanto los rodea, y atentos únicamente a la gloria de Dios y a la salvación de sus almas y de las de sus prójimos; pero que no comprende, en primer lugar, la religión de los viciosos, esto es, de hombres que viven convencidos de la eternidad de las penas del infierno, y, no obstante, como que hacen todo lo posible para hundirse en él; que no comprende la religión de otros que, sin embargo de no estar entregados al vicio, dejan correr sus días con cierta indiferencia, sin afanarse mucho por lo que pueda venir después de la muerte; ni aun de aquellos que, practicando la virtud, lo hacen con cierta tibieza, no mostrándose continuamente poseídos de la idea de que muy en breve van a encontrarse, o con una dicha sin fin, o condenados para siempre a horribles suplicios. Según parece, esto le escandaliza a V. y hasta puede contribuir a mantenerle separado de la religión; pues que, si nos atenemos a este modo de mirar las cosas, no hay medio entre ser escéptico o anacoreta.

En primer lugar, se me ocurre una reflexión que no quiero dejar de consignar aquí, y es: la variedad y contradicción de los argumentos con que es atacada la religión, y lo descontentadizos que con ella se muestran los escépticos e indiferentes. ¿Hay una persona muy cristiana, muy devota, que pasa los días en la oración y en la penitencia, que mira todas las cosas del mundo como transitorias y livianas, que se manifiesta profundamente poseída de la nada de todo lo terreno, que con sus palabras y sus acciones muestra bien claro que no se apartan jamás de su mente Dios y la eternidad? Entonces se dice que la religión es esencialmente apocadora, que estrecha las ideas, que encoge el corazón, que hace a los hombres misántropos, que los inutiliza, y que, por tanto, solo sirve para frailes y monjas. Hasta se llega algunas veces a dar consejos de prudencia, recordando que, si se procurase presentar la religión bajo un aspecto jovial y afable, no se apartarían de ella tantos hombres que, si bien se sienten inclinados a seguirla, no pueden consentir a tornarse tristes, taciturnos, andándose cabizbajos y cuellituertos por esas calles e iglesias: y hete ahí que, si hay otros hombres que, a pesar de ser profundamente religiosos, de estar altamente penetrados de las terribles verdades de la fe y quizás muy dedicados a la práctica de virtudes austeras, se muestran, no obstante, con rostro sereno y apacible, conversación alegre y festiva, no dejando entrever que se agite en su mente el formidable pensamiento del infierno, entonces se objeta lo extraño, lo inconcebible de semejante proceder, y se echa de menos la conducta de aquellos otros que poco antes eran blanco de reprensión, y tal vez de desprecio y burla. De suerte que, si la religión llora, se quejan ustedes de que llora; si ríe, de que ríe; y, si se mantiene sosegada y calmosa, le acusan de indiferente. Bueno es hacer notar semejantes contradicciones, que dejan en evidencia la sinrazón de los que caen en ellas, ya sea por haber meditado poco sobre los objetos de que hablan, ya por dejarse arrastrar del prurito de hacer cargos a la religión, echando mano de todo linaje de argumentos.

Pero vamos derechamente al punto capital de la dificultad, y veamos si es posible contestar satisfactoriamente a las objeciones de V. ¿Cómo es posible que un hombre religioso sea vicioso? Ésta es, si no me engaño, la principal dificultad que V. presenta, y me ha de permitir V. que le diga con toda ingenuidad que muestra muy escaso conocimiento del corazón humano quien propone seriamente una objeción semejante. La vida entera de la mayor parte de los hombres es un tejido de esas contradicciones que V. no alcanza a explicarse: si debiéramos dar alguna importancia a dicha objeción, nada menos resultaría sino exigir que todos los hombres arreglasen su conducta a sus ideas, y que quien abrigase una convicción, obrara siempre en consecuencia de ella. ¿Y cuándo, y dónde ha existido un proceder semejante? ¿No estamos viendo todos los días que, aun prescindiendo de las ideas religiosas, se verifica aquello de conocer el hombre el bien, de aprobarle, y, sin embargo, ejecutar el mal? Video meliora, proboque, deteriora sequor. Veo lo mejor, me gusta; pero sigo lo peor. No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. Non quod volo bonum hoc ago, sed quod odi malum illud facio. Hablamos con un jugador y la conversación llega a girar sobre el vicio que le domina; un predicador en el púlpito no se expresará con más energía contra los males acarreados por el juego. «¡Qué pasión más funesta!, le oiréis decir: siempre inquietud, siempre desasosiego y turbación, siempre incertidumbre y zozobra: ahora nadando en la abundancia, no sabiendo qué hacerse del oro; un momento después todo se ha perdido, es preciso pedir prestado a los amigos, o empeñar una finca, o enajenar una prenda, o excogitar algún expediente desastroso para proporcionarse siquiera una pequeña cantidad con que probar fortuna de nuevo. Si perdéis, os halláis en la desesperación; si ganáis, os veis forzado a presenciar la desesperación de los otros; a sofocar tal vez los sentimientos de compasión que brotan de vuestro pecho, disfrazándolos y encubriéndolos con chanzas y algazara. ¡Qué momentos más crueles al salir de la casa de juego, al recordar que habéis labrado quizás el infortunio de vuestra familia o de la de vuestros amigos, al pensar que ibais con la esperanza de mejorar vuestra posición, y tal vez de rico que erais habéis pasado a la más estrecha pobreza! No es posible concebir cómo hay hombres que se abandonen a ese vicio detestable: el jugador es un verdadero loco que va corriendo continuamente tras de una ilusión, a pesar de estar convencido de que es ilusión y no más, de haberlo experimentado una y mil veces en sí y en los otros. En un joven, en el acto de salir de la casa de sus padres, un desliz en esta parte es disculpable hasta cierto punto: en un hombre de alguna experiencia, el vicio carece de excusa.» ¿Ha oído V., mi querido amigo, a ese moralista tan juicioso, tan severo, tan inexorable con los jugadores? Pues vea V.: apenas ha concluido su santa plática, quizás mientras está perorando, saca inquietamente su reloj o pregunta a los circunstantes qué hora tienen, y ¿sabe V. para qué? Es que el tiempo de la cita está cercano, que la mesita cubierta de paño está esperando, y los compañeros se hallan ya colocados en sus asientos respectivos, y barajando con impaciencia, y maldiciendo al perezoso y tardío; y su pobre corazón salta de gozo al pensar que en breves instantes va a comenzar la tarea, y los montones de dinero irán girando rápidamente en derredor, ahora enfrente de uno de los actores, luego de otro, en seguida de otro, hasta que al fin en las altas horas de la noche se concluirá la función, quedando, por supuesto, vencedor el moralista y completamente vengado de sus descalabros de ayer. Por lo menos, él así lo espera; y tan pronto como ha puesto fin al sermón, se levanta, toma el sombrero y echa a correr, rabiando por la poca puntualidad. ¿Qué le parece a V. de semejante contradicción? «¡Oh!, se me replicará, este hombre era un hipócrita, decía lo que no pensaba!» Es falso, hablaba con la convicción más profunda; y los circunstantes, si no eran jugadores, no eran capaces de comprender toda la viveza con que él sentía lo que expresaba. En prueba de esto, suponed que tiene un hijo, un hermano menor, un amigo, una persona cualquiera por la cual se interese: él le aconsejará que no juegue y lo hará con todas las veras de su corazón; si tiene autoridad para ello, se lo prohibirá severamente; cuando no, se lo rogará con encarecimiento, y, si puede hablar con entera franqueza, exclamará con acento de dolor: «creed a un hombre experimentado: este vicio ha hecho y está haciendo mi infortunio, ¡ay de mí!, y siempre temo que me llevará a la perdición». El desgraciado no deja de conocer el mal que se hace a sí propio, no deja de conocer su temeridad, su locura; se la echa en cara una y mil veces, así en los momentos de calma y buen juicio, como en los de furor y desesperación; pero no tiene bastante fuerza de ánimo para resistir el impulso de su inclinación, arraigada y acrecentada con el hábito, para conformar sus obras con sus palabras, con sus convicciones más profundas.

¿Quiere V. otro ejemplo? Fácil sería amontonarlos hasta lo infinito. Hay un hombre de fortuna respetable, de reputación sin tacha, que disfruta en el seno de su familia de toda la dicha que pueda desear; su instrucción, su moralidad y hasta su misma educación culta y esmerada, le hacen contemplar con lástima los extravíos de otros; no concibe cómo consienten en sacrificar sus bienes a una pasión liviana, en mancillar por ella su nombre, en hacerse objeto del desprecio y ludibrio de cuantos los conocen; sin embargo, transcurrido algún tiempo, una ocasión, un trato frecuente le ha enredado a él mismo en una amistad peligrosa: la hacienda, la fama, la salud, hasta su misma vida, todo lo está sacrificando a su ídolo; ¿ha perdido por esto sus antiguas convicciones?, ¿la variación de conducta es efecto de un cambio de ideas? Nada de eso: piensa como antes, no se ha desviado un ápice de sus convicciones primitivas, sólo las ha puesto a un lado. A los parientes, a los amigos que le amonestan, que le recuerdan sus propias palabras, que le hacen los cargos que él mismo dirigía a los demás, que le excitan a que tome los consejos que él poco antes diera a los otros, a todos contesta: «sí, cierto, tiene V. razón, ya con el tiempo... pero...»

Es decir, que no hay falta de luz en el entendimiento, sino extravío en el corazón; está seguro de que la dorada copa contiene veneno, pero en su ardor febril se la acerca a sus labios con el riesgo, con la certeza de perecer.

Recorra V. todos los vicios, fije su atención sobre todas las pasiones, y echará V. de ver esta contradicción de que voy hablando. Son pocos, poquísimos los hombres que desconocen el mal que se hacen, los daños que se acarrean con su propia conducta, y, sin embargo, ¡cuán difícil es la enmienda! De donde resulta no ser nada extraño que una persona profundamente convencida de la verdad de la religión, obre contra lo que ella prescribe, y no es prueba de que no crea lo que dice el no ponerlo él mismo en práctica.

Si V. hubiese leído obras de moral y de mística, o conversado con hombres experimentados en la dirección de las conciencias, sabría la triste y angustiosa situación en que se encuentran a menudo muchas almas, y la paciencia que han menester los confesores para sufrir y alentar a esos desgraciados que proponen dejar el vicio, que lloran amargamente sus culpas, que tiemblan por el eterno castigo a que se hacen acreedores, que a fuerza de consejos, de amonestaciones, de remedios y precauciones de todas clases, llegan quizás a resistir por algún tiempo su funesta inclinación, y, sin embargo, reinciden y vuelven a los pies del confesor y al cabo de algún tiempo tornan a reincidir, padeciendo de esta suerte congojas mortales, hasta que, más fortalecidos por la gracia, alcanzan a mantenerse firmes, disfrutando así una vida sosegada y tranquila.

Si no es imposible, antes sucede con mucha frecuencia, que quien profesa una religión pura y severa, viva en la relajación, no es tampoco incomprensible el que otros no sumidos en semejante miseria se porten, no obstante, con, cierta tibieza y frialdad, a pesar de que en su entendimiento se hallen las creencias religiosas muy solidadas, muy firmes y hasta vivas y ardorosas. Son tantas las causas que pueden producir y conservar un estado semejante, que sería enojosa tarea enumerarlas. Baste decir que inconsecuencias y contradicciones se hallan a cada paso en toda la vida del hombre, que le afectan del tal modo las cosas presentes, que por lo común olvida las pasadas y futuras; que, estando dotado de inteligencia y voluntad, no obstante, sufre también a menudo la tiranía de las pasiones que le arrastran por caminos de perdición, aun conociéndolo él mismo. Los ejemplos aducidos y las consideraciones que los ilustran, creo que serán suficientes para dejarle a V. convencido de cuán infundadamente atacaba V. la religión y que, si semejante discurso tuviera alguna fuerza, probaría que muchos no tienen principios morales, pues que obran contra ellos; que muchos son hasta el extremo ignorantes con respecto a lo que conviene a su salud, a sus intereses y honor, porque los perjudican a cada paso con sus actos; que el que come con exceso no conoce que le ha de dañar, que quien bebe con destemplanza no sospecha que el vino sea capaz de embriagar, y así, raciocinando por el mismo tenor, sería preciso afirmar en general que los hombres están faltos de muchos conocimientos, que poseen sin duda alguna. Digamos que el hombre es inconstante, inconsecuente, que le afectan demasiado las cosas presentes para que sepa conciliar el interés o el gusto del momento con la felicidad venidera, y estará explicado todo de una manera cabal y satisfactoria, sin suponerle más ignorante de lo que es en realidad.

Otra equivocación de mucha transcendencia padece V. sobre el particular, y es el que según indica en su apreciada, opina que la religión produce muy poco efecto en la conducta de los hombres; pues que, tanto los creyentes como los incrédulos, suelen vivir como si no tuviesen nada que esperar ni temer después de la muerte. «Los hombres, dice V., cuidan de sus negocios, satisfacen sus pasiones o caprichos, forman continuamente, grandes proyectos, en una palabra, viven tan distraídos, tan olvidados de su última hora, tan sin pensar en lo que podrá venir después, que, por lo tocante a la moralidad con respecto al mayor número, podría decirse que el efecto de la religión es poco menos que nulo.» Para dejar a V. convencido de cuán falso es el hecho que V. asienta con tanta seguridad, basta recordar la profunda mudanza que produjo en las costumbres públicas la propagación del cristianismo; pues que este solo recuerdo pone fuera de duda que la enseñanza de la religión no es inútil para modificar la conducta de los hombres, y que, antes al contrario, es muy eficaz y el único medio del cual es dado prometerse resultados felices y duraderos. También ahora como entonces, cuidan los hombres de sus negocios y tienen pasiones, y se divierten, y viven distraídos y disipados; pero ¡qué diferencia entre las costumbres antiguas y las modernas! Si lo consintiesen los límites de una carta, podría aducir mil y mil comprobantes de lo que acabo de establecer, manifestando con cuanta verdad se ha dicho que se cometían entonces más delitos en un año que ahora en medio siglo. Recuerde V. las doctrinas de los primeros filósofos de la antigüedad sobre el infanticidio, doctrinas que se vertían con una serenidad para nosotros inconcebible, y que revela el funesto estado de la moralidad de aquellas sociedades; recuerde V. los vicios nefandos tan generales a la sazón y que entre nosotros están cubiertos de baldón y de infamia; recuerde usted lo que era la mujer entre los paganos y lo que es en los pueblos formados por la religión cristiana; y entonces echará V. de ver cuántos son los beneficios que ha dispensado al mundo el cristianismo en lo tocante a la mejora de las costumbres; entonces comprenderá usted cuán errado es el decir que la religión influye poco en la conducta de los hombres.

Sucédenos con mucha frecuencia, cuando tratamos de apreciar el bien producido por una institución, que nos paramos únicamente en los resultados positivos y palpables, prescindiendo de otros que podríamos llamar negativos, y que, sin embargo, no son menos reales, menos importantes que aquéllos. Atendemos al bien que hace y no al mal que evita, cuando, para calcular la fuerza y la índole de ella, no deberíamos pararnos menos en lo último que en lo primero. Como la ausencia de un mal, que sin aquella institución hubiera existido, ya es de suyo un gran beneficio, es preciso agradecer a ella el haberle evitado, y contar este efecto como la producción de un bien. Para hacer debidamente este cálculo, conviene suponer que la institución no exista y ver lo que en tal caso sucedería. Así, a quien negase la utilidad de los tribunales de justicia, o pretendiese rebajar su importancia, no habría otro método más a propósito para convencerle, que el que acabo de indicar. Si los tribunales de justicia, se le podría decir, os parecen de poca utilidad, suponed que se quitan; y que el ratero, el ladrón, el asesino, el falsario, el incendiario y toda la ralea de malvados, no tienen que temer otra cosa sino la resistencia o la venganza de sus víctimas. Desde luego la sociedad se convertirá en un caos, los unos se armarán contra los otros, los criminales se adelantarán mucho más en su carrera de iniquidad, multiplicándose el número de ellos de una manera espantosa. ¿Quién evita todo esto? Ciertamente los tribunales; y el evitar este mal es sin duda producir un gran bien.

Suponga V., pues, que la religión no existe, que no se nos da desde niños ninguna idea de la otra vida, ni de Dios, ni de nuestros deberes. ¿Qué sucedería? Todos seríamos profundamente inmorales; y así el individuo como la sociedad caminarían rápidamente hacia la degradación más abyecta. Y, sin embargo, ateniéndonos al argumento de V., se podría objetar: ya que cuidamos de nuestros negocios, y vivimos distraídos pensando poco o nada en nuestros deberes, en la otra vida, en Dios, ¿de qué nos aprovecha el haber sido instruidos en estos puntos, el haber recibido una educación en que se nos inculcaban de continuo dichas verdades? Ya ve V. que, presentada la cuestión bajo este aspecto, no es posible sostener la solución que V. pretende darle, y claro es que, si este método de argumentar flaquea en el caso presente, no será muy firme en los otros.

¿Quién le ha dicho a V. que ese hombre tan distraído, tan disipado, no piensa en la religión que profesa?; ¿cree V. que le ha de estar revelando de continuo lo que pasa en lo íntimo de su corazón, cuando tiene a la vista un cebo que estimula sus pasiones, poniéndolo en riesgo de faltar a su deber?; ¿cree V. que le ha de estar narrando cuántas veces las ideas religiosas le han retraído de cometer un mal, o han hecho que lo cometiera mucho menor?

Una prueba evidente de los muchos efectos que producen en la conducta de los hombres las ideas religiosas y de lo presentes que están en su memoria, aun cuando parecen haberlas descuidado del todo, es la rapidez instantánea con que se les ofrecen, tan luego como se hallan en peligro de la vida. Casi puede decirse que se despliegan en un mismo momento el instinto de la conservación y el sentimiento religioso.

¿Cómo obra el instinto de la conservación sobre el curso general de los actos de nuestra vida? Si bien se observa, estamos cuidando incesantemente de conservarnos sin pensar en ello; hacemos de continuo actos que tienden a este fin, y, sin embargo, no reparamos en ello. ¿Cuál es la causa? Es que todo cuanto se liga muy íntimamente con la vida del hombre está sin cesar presente a sus ojos; no lo mira, pero lo ve; lo piensa, sin pensar que lo piense. Lo que se dice de la vida material, puede afirmarse de la vida del alma; hay un conjunto de ideas de razón, de justicia, de equidad, de decoro, que vagan de continuo por nuestra mente, ejerciendo incesante influencia en todos nuestros actos. Ocurre una mentira y la conciencia dice: esto es indigno de un hombre; y la palabra que iba a ser pronunciada es detenida por ese sentimiento de moralidad y de decoro. Se habla de una persona con quien se tiene enemistad; viene la tentación de rebajar su mérito, o revelar una de sus faltas, o quizás de calumniarla; y la conciencia dice: esto no lo hace un hombre de bien, esto es una venganza; y el enemigo calla. Hay la oportunidad de defraudar sin que nadie lo sepa, sin que el honor pueda correr ningún peligro, y, sin embargo, no se defrauda; ¿quién lo impide? La voz de la conciencia. Hay la tentación de abusar de la confianza de un amigo haciendo traición a sus secretos, explotándolos en provecho propio, y, sin embargo, la traición no se consuma, aun cuando el amigo víctima de ella no pudiese ni siquiera sospecharla; ¿quién lo impide? La conciencia. Estas aplicaciones, que podrían extenderse indefinidamente, muestran bien a las claras que el hombre, sin advertirlo, obedece muchísimas veces al grito de la conciencia, y que, aun cuando no piensa, o no cree pensar, en ella, ni en Dios, no obstante, obran en su ánimo esas ideas, y le impulsan, y le detienen, y le hacen retroceder y variar de camino, y modificar continuamente su conducta en todos los instantes de su vida.

Si esto se verifica, aun tratándose de los mismos incrédulos, ¿qué sucederá con respecto a los hombres, sinceramente religiosos? A los ojos del mundo podrá parecer que ellos se olvidan completamente de sus creencias, que de nada les sirve la fe en verdades grandes y terribles, que el cielo, el infierno, la eternidad, sólo se ofrecen a su mente como ideas abstractas, sin relación alguna con la práctica; pero ellos saben muy bien que la eternidad, y el cielo, y el infierno se les presentan en el acto de querer obrar mal, que ora los apartan del camino de la iniquidad, ora los detienen para que no anden por él con tanta precipitación; ellos saben que, después de haberse abandonado al impulso de sus pasiones, experimentan remordimientos que los atormentan atrozmente y que los hacen arrepentir de haberse desviado del sendero de la virtud. No hay cristiano que no experimente esta influencia de la religión; si es realmente cristiano, es decir, si cree en las verdades religiosas, sufre repetidas veces el castigo de sus malas obras, o disfruta el galardón de las buenas. Esta pena, o este premio, lo siente en lo íntimo de su conciencia, y el recuerdo de lo que ha gozado en un caso, o padecido en otro, contribuye a menudo a que no se permita extravíos contra lo que le prescriben sus deberes.

No dudo que con estas reflexiones se quedará usted convencido de que es un error contrario a la razón, a la historia y a la experiencia, lo que V. afirma de que la religión influye poco en la conducta de los hombres. Es cierto que los que la profesan no siempre se portan como debieran; es cierto que encontrará V. hombres que tienen fe, y, sin embargo, son muy malos; pero, no es menos cierto que, en general, la conducta de las personas religiosas es incomparablemente mejor que la de los incrédulos. ¿Cuántas ha conocido V. que no profesando ninguna religión observen una conducta de todo punto irreprensible? Y cuando esto digo no hablo de cometer delitos de los cuales nos apartan cierto horror natural, el temor de la justicia, y el deseo de conservar la reputación: no hablo de cierta inmoralidad asquerosa y repugnante, de la cual retraen el honor, el decoro, y hasta cierta delicadeza de gusto, fruto de la buena educación; hablo de aquella moralidad severa que rige todos los actos de la vida de un hombre, y no le permite desviarse del camino del deber, aun cuando en ello no se interesen ni la honra, ni los miramientos de sociedad, ni se opongan otras consideraciones que las inspiradas por una sana moral. Me dirá V. que conoce a ciertos hombres que, a pesar de ser irreligiosos, son incapaces de defraudar, de hacer traición a la amistad, y hasta observan una conducta que, si no es tan rigurosa como yo deseara, está muy lejos de la disipación y quizás de la liviandad; será posible que V. conozca a incrédulos que sean tales como V. los pinta; será posible que por educación, por honor, por decoro, por esa luz interior que Dios nos ha dado y que no alcanzamos a extinguir con insensatos esfuerzos, ajusten su conducta una y mil veces a la ley del deber cuando no se atraviesa algún poderoso motivo que los impulsa en sentido contrario; pero no ponga V. a esos mismos hombres a prueba de una tentación violenta.

A ese que no cree en nada, ni aun en Dios, y a quien supone V. tan probo, tan incapaz de cometer un fraude, redúzcale V. a la miseria, figúreselo luchando entre el apremio de grandes necesidades y la tentación de echar mano de una cantidad ajena, pudiendo hacerlo de manera que nada pierda su reputación de hombre de bien, ¿qué hará? Usted podrá creer lo que quiera; yo por mi parte no le fiaría mi dinero; y me atrevería a consejar a V. que tampoco le fiara el suyo.

Usted, mi apreciado amigo, hallándose en una posición ventajosa, y sin otras tentaciones de hacer mal que las ofrecidas por las ilusiones de la juventud, no conoce a fondo lo que es esa probidad que no se apoya en la religión. Usted no conoce cuán frágil, cuán quebradiza es esa honradez que a los ojos del mundo se presenta con tanto alarde de firmeza e incorruptibilidad; fáltanle todavía algunos desengaños, que recogerá usted muy en breve, cuando, rasgándose ese velo tan hermoso con que el mundo se presenta a nuestros ojos en la primavera de la vida, comience a ver las cosas y los hombres tales como son en sí; cuando entre en la edad de los negocios, y vea la complicación de circunstancias que en ellos se ofrecen, y asista a esa lucha de pasiones e intereses que tan a menudo coloca al hombre en posiciones críticas y hasta angustiosas, en que el cumplimiento del deber es un sacrificio y a veces un heroísmo. Entonces comprenderá usted la necesidad de un freno poderoso, de un freno que sea algo más que consideraciones puramente terrenas. Entre tanto, queda de usted su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta XII: Contradicciones de los incrédulos.