Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta XVII: La visión beatífica.


Carta XVIII: El purgatorio.

Dificultades. Cómo se alían el dogma del infierno y el del purgatorio. Los sufragios. La caridad. Belleza de nuestro dogma. No es invención humana. Su tradición universal.


Mi estimado amigo: Tarea difícil es para los católicos la de contentar a los escépticos. Una de las pruebas más poderosas que tenemos en favor de la razón y justicia de nuestra causa, es la injusticia y la sinrazón con que somos atacados. Si el dogma es severo, se nos acusa de crueles; si es benigno, se nos llama contemporizadores. La verdad de esta observación la justifica V. con las dificultades que en su última carta objeta al dogma del purgatorio, con el cual, según afirma, está más reñido que con el del infierno. «La eternidad de las penas, dice V., aunque formidable, me parece, sin embargo, un dogma lleno de terrible grandor, y digno de figurar entre los de una religión que busca la grandeza, aunque sea terrible. Al menos veo allí la justicia infinita ejerciéndose en escala infinita; y estas ideas de infinidad me inclinan a creer que este dogma espantoso no es concepción del entendimiento del hombre. Pero, cuando llego al del purgatorio; cuando veo esas pobres almas que sufren por las faltas que no han podido expiar en su vida sobre la tierra; cuando veo la incesante comunicación de los vivos con los muertos por medio de los sufragios; cuando se me dice que se van rescatando estas o aquellas almas, me parece descubrir en todo esto la pequeñez de las invenciones humanas, y un pensamiento de transacción entre nuestras miserias y la inflexibilidad de la divina justicia. Hablando ingenuamente, me atrevo a decir que, en este punto, los protestantes han sido más cuerdos que los católicos, borrando del catálogo de los dogmas las penas del purgatorio.» También hablando ingenuamente, replicaré yo que sólo la seguridad que abrigo de salir victorioso en la disputa, ha podido hacer que leyese con ánimo sereno tanta sinrazón acumulada en tan pocas palabras. No ignoraba que el purgatorio suele ser el objeto de las burlas y sarcasmos de la incredulidad; pero no podía persuadirme de que una persona preciada de juiciosa e imparcial se propusiera nada menos que lavar a esas burlas y sarcasmos su fealdad grosera, dándoles un baño de observación filosófica. No podía persuadirme de que a un entendimiento claro se le ocultase la profunda razón de justicia y equidad que se encierra en el dogma del purgatorio; y que un corazón sensible no hubiese de percibir la delicada ternura de un dogma que extiende los lazos de la vida más allá del sepulcro y esparce inefables consuelos sobre la melancolía de la muerte.

Como en otra carta he hablado largamente de las penas del infierno, no insistiré aquí sobre ellas; mayormente cuando V. parece reconciliarse con aquel dogma terrible, a trueque de poder combatir con más desembarazo el de las penas del purgatorio. Yo creo que estas dos verdades no están en contradicción; y que, lejos de dañarse la una a la otra, se ayudan y fortalecen recíprocamente. En el dogma del infierno resplandece la justicia divina en su aspecto aterrador; en el del purgatorio brilla la misericordia con su inagotable bondad; pero, lejos de vulnerarse en nada los fueros de la justicia, se nos manifiestan, por decirlo así, más inflexibles, en cuanto no eximen de pagar lo que debe, ni aun al justo que está destinado a la eterna bienaventuranza.

Supongo que no profesa V. la doctrina de aquellos filósofos de la antigüedad que no admitían grados en las culpas, y no puedo persuadirme de que juzgue V. digno de igual pena un ligero movimiento de indignación manifestado en expresiones poco mesuradas, y el horrendo atentado de un hijo que clava su puñal asesino en el pecho de su padre. ¿Condenaría V. a pena eterna la impetuosidad del primero, confundiéndola con la desnaturalizada crueldad del segundo? Estoy seguro de que no. Henos aquí, pues, con el infierno y el purgatorio; henos aquí con la diferencia entre los pecados veniales y los mortales; he aquí la verdad católica apoyada por la razón y por el simple buen sentido.

Las culpas se borran con el arrepentimiento: la misericordia divina se complace en perdonar a quien la implora con un corazón contrito y humillado; este perdón libra de la condenación eterna, pero no exime de la expiación reclamada por la justicia. Hasta en el orden humano, cuando se perdona un delito, no se exime de toda pena al culpable perdonado; los fueros de la justicia se templan, mas no se quebrantan. ¿Qué dificultad hay, pues, en admitir que Dios ejerza su misericordia, y que al propio tiempo exija el tributo debido a la justicia? He aquí, pues, otra razón en favor del purgatorio. Mueren muchos hombres que no han tenido voluntad o tiempo para satisfacer lo que debían de sus culpas ya perdonadas; algunos obtienen este perdón, momentos antes de exhalar el último suspiro. La divina misericordia los ha librado de las penas del infierno; pero, ¿deberemos decir que se han trasladado desde luego a la felicidad eterna, sin sufrir ninguna pena por sus anteriores extravíos? ¿No es razonable, no es equitativo, el que, si la misericordia templa a la justicia, ésta modere a su vez a la misericordia?

La incesante comunicación de los vivos con los muertos, que tanto le desagrada a V., es la consecuencia natural de la unión de caridad que enlaza a los fieles de la vida presente con los que han pasado a la futura. Para condenar esta comunicación, es necesario condenar antes a la caridad misma, y negar el dogma sublime y consolador de la comunión de los Santos. Extraño es que, cuando se habla tanto de filantropía y fraternidad, no sean dignamente admiradas la belleza y ternura que se encierran en el dogma de la Iglesia. Se pondera la necesidad de que todos los hombres vivan como hermanos, ¿y se rechaza esa fraternidad que no se limita a los de la tierra, sino que abraza a la humanidad entera en la tierra y en el cielo, en la felicidad y en el infortunio? Donde hay un bien que comunicar, allí está la caridad, que no lo deja aislar en un individuo, y lo extiende largamente sobre los demás hombres; donde hay una desgracia que socorrer, allí acude la caridad llevando el auxilio de los que pueden aliviarla. Que este infortunio sea en esta vida o en la otra, la caridad no le olvida. Ella, que manda dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, amparar al desvalido, asistir al doliente, consolar al preso, ella misma es la que llama al corazón de los fieles para que socorran a sus hermanos difuntos implorando la divina misericordia, a fin de que abrevie la expiación a que están condenados. Si esto fuese invención humana, sería ciertamente una invención bella y sublime. Si la hubiesen excogitado los sacerdotes católicos, no podría negárseles la habilidad de haber harmonizado su obra con los principios más esenciales de la religión cristiana.

A propósito de invenciones, fácil me sería probarle a V. que el dogma del purgatorio no es un engendro de los siglos de ignorancia. Hallamos su tradición constante, aun en medio de los desvaríos de las religiones falsas; lo que manifiesta que este dogma, como otros, fue comunicado primitivamente al humano linaje, y sobrenadó en el naufragio de la verdad provocado por el error y las pasiones de la extraviada prole de Adán. Platón y Virgilio no eran sacerdotes de la Edad media; y, sin embargo, nos hablan de un lugar de expiación. Los judíos y los mahometanos no se habrán convenido con los sacerdotes católicos para engañar a los pueblos; no obstante, reconocen también la existencia del purgatorio. En cuanto a los protestantes, no es exacto que todos lo hayan negado; pero, si se empeñan en apropiarse esta triste gloria, nosotros no se la queremos disputar: no admitan en buen hora más penas que las del infierno; quiten toda esperanza a quien no se halle bastante puro para entrar desde luego en la mansión de los justos; corten todos los lazos de amor que unen a los vivientes con los finados; y adornen con tan formidable timbre sus doctrinas de fatalismo y desesperación. Nosotros preferimos la benignidad de nuestro dogma a la inexorabilidad de su error: confesamos que Dios es justo y que el hombre es culpable; pero también admitimos que el mortal es muy débil y que Dios es infinitamente misericordioso. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Carta XIX: La felicidad en la tierra.

Justos e injustos. Dificultad. Preocupación general sobre la fortuna de los malos. Males generales. Alcanzan a todos. La virtud es más feliz. Leyes físicas y morales. Se debe prescindir de excepciones. Los criminales que caen bajo la ley. Los que la evitan. Ilusión de su dicha. Parangón de buenos y malos. De ambas clases los hay felices e infelices. La diferencia en la desgracia. La preocupación en contradicción con los proverbios. Los ambiciosos violentos. Su suerte. Los intrigantes. Sus padecimientos. El avaro. El pródigo. El disipador. Harmonía de la virtud con todo lo bueno. Hay justicia sobre la tierra.


Mi estimado amigo: La discusión sobre las penas del purgatorio le ha recordado a V. el sufrimiento de los justos, y le hace encontrar dificultad en que todavía hayan de estar sujetos a nuevas expiaciones los que tantas y tan duras las padecen en la vida presente. «La virtud, dice V., está demasiado probada sobre la tierra, para que sea necesario que pase por un nuevo crisol en las penas de otro mundo. En esta tierra de injusticias e iniquidades, no parece sino que todo se halla trastornado, y que, reservada para los perversos la felicidad, se guardan para los virtuosos todo linaje de calamidades e infortunios. Por cierto que, si no tuviera el propósito firme de no dudar de la Providencia para no quemar las naves en todo lo tocante a las cosas de la otra vida, mil veces habría vacilado sobre este punto, al ver la desgracia de la virtud y la insolente fortuna del malvado. Quisiera que me respondiese V. a esta dificultad, no contentándose con ponerme delante de los ojos el pecado original y sus funestos resultados: porque, si bien podrá ser verdad que ésta sea una solución satisfactoria, no lo es para mí, que dudo de todos los dogmas de la religión incluso el de la degeneración primitiva.» No tenga V. cuidado que yo olvide la disposición de ánimo de mi contrincante, y que le arguya fundándome en principios que todavía no admite. Efectivamente: el dogma del pecado original da lugar a muy importantes consideraciones en la cuestión que nos ocupa; pero quiero prescindir absolutamente de ellas, y atenerme a principios que V. no puede recusar.

Desde luego me parece que en la presente cuestión supone V. un hecho que, si no es falso, es cuando menos muy dudoso. Poco importa que la opinión de V. se halle acorde con la vulgar; yo creo que en esto hay una preocupación infundada, que, por ser bastante general, no deja de ser contraria a la razón y a la experiencia. Supone V., como tantos otros, que la felicidad en esta vida se halla distribuida de tal suerte, que les cabe a los malos la mayor parte, llevándose los virtuosos la más pequeña, acibarada, además, con abundantes sinsabores e infortunios. Repito que considero esta creencia como una preocupación infundada, incapaz de resistir el examen de la sana razón.

Ya se ha observado que los virtuosos no pueden eximirse de los males que afectan a la humanidad en general, si no se quiere que Dios esté haciendo milagros continuos. Si van muchas personas por un camino de hierro, y entre ellas se encuentra una o más de señalada virtud, claro es que, si sobreviene un accidente, Dios no ha de enviar un ángel para que ponga en salvo de una manera extraordinaria a los viajeros virtuosos. Si pasan dos hombres por la calle, uno bueno, otro malo, y se desploma una casa sobre sus cabezas, los dos quedarán aplastados: las paredes, vigas y techumbres, no formarán una bóveda sobre la cabeza del hombre virtuoso. Si un aguacero inunda los campos y destruye las mieses, entre las cuales se hallan las de un propietario virtuoso, nadie exigirá de la Providencia que, al llegar las aguas a las tierras del hombre justo, formen un muro, como en otro tiempo las del mar Rojo. Si una epidemia diezma la población de un país, la muerte no ha de respetar a las familias virtuosas. Si una ciudad sufre los horrores de un asalto, la soldadesca desenfrenada no dejará de atropellar la casa del hombre justo, como atropella la del perverso. El mundo está sometido a ciertas leyes generales que la Providencia no suspende sino de vez en cuando; y que, por lo común, envuelven sin distinción a todos los que se hallan en las circunstancias a propósito para experimentar sus resultados. Sin duda que, a más de las exenciones abiertamente milagrosas, tiene la Providencia en su mano medios especiales con que libra al justo de una calamidad general o atenúa su desgracia; pero quiero prescindir de estas consideraciones, que me llevarían al examen de hechos siempre difíciles de averiguar, y, sobre todo, de fijar con precisión; admito, pues, sin repugnancia, que todos los hombres justos e injustos están igualmente sometidos a los males generales de la humanidad, ora provengan de la naturaleza física, ora dimanen de infaustas circunstancias sociales, políticas o domésticas. No creo que pretenda V. hacer por este motivo un cargo a la Providencia; pues le considero demasiado razonable para exigir milagros continuos que perturben incesantemente el orden regular del universo.

Aparte, pues, las desgracias generales que alcanzan a los malos como a los buenos, según las circunstancias en que unos y otros se encuentran, y de las que no puede decirse que afectan más a los buenos que a los malos, veamos ahora si es verdad que la dicha se halle repartida de tal modo, que su mejor parte sea patrimonio del vicio. Yo creo, por el contrario, que, aun prescindiendo de beneficios especiales de la Providencia, las leyes físicas y morales del mundo son de tal naturaleza, que por sí solas, abandonadas a su acción natural y ordinaria, distribuyen de tal modo la dicha y la desdicha, que los hombres virtuosos son incomparablemente más felices, aun en la tierra, que los viciosos y malvados.

Convendrá V. conmigo en que el juicio sobre los grados de felicidad o desdicha no ha de fundarse en casos particulares, sino que debe estribar en el orden general, tal como resulta, y ha de resultar necesariamente, de la misma naturaleza de las cosas.

El mundo está ordenado tan sabiamente, que la pena, más o menos clara, más o menos sensible, va siempre tras el delito. Quien abusa de sus facultades buscando placer, encuentra el dolor; quien se desvía de los eternos principios de la sana moral para proporcionarse una felicidad calculada sobre el egoísmo, se labra por lo común su desventura y ruina.

No necesito hablar de la suerte que cabe a los grandes delincuentes, entregados a crímenes que puede alcanzar la acción de la ley. El encierro perpetuo, los trabajos forzados, la exposición a la vergüenza pública, un afrentoso patíbulo: he aquí lo que encuentran en el término de una carrera azarosa, llena de peligros, de sobresalto, de raptos de cólera y desesperación, de sufrimientos corporales, de calamidades y catástrofes sin cuento. Una vida y muerte semejantes nada tienen de feliz; en la embriaguez del desorden y del crimen esos desventurados quizás se imaginan que llegan a gozar; pero ¿llamaremos verdadero goce al que resulta del trastorno de todas las leyes físicas y morales, y que se pierde como una gota imperceptible en la copa de angustias y de tormentos agotada hasta las heces? Supongo, pues, que, cuando habla V. de la dicha de los malvados, no se refiere a los que caen bajo la acción de la justicia humana, sino que trata de aquellos que, mientras faltan a sus deberes atropellando los altos fueros de la justicia y de la moral, insultan a sus víctimas con la seguridad de que disfrutan, albergándose tal vez bajo doradas techumbres, en el esplendor de la opulencia y en los brazos del placer.

No niego que, examinada la cosa superficialmente, hay algo que choca e irrita en la felicidad de esos hombres; no desconozco que, ateniéndose a las apariencias, no penetrando en el corazón de semejante dicha, y sobre todo limitándose a casos particulares, y no extendiendo la vista como debe extenderse en esta clase de investigaciones, se queda uno deslumbrado, y asaltan al espíritu los terribles pensamientos: «¿Dónde está la Providencia; dónde está la justicia de Dios?» Pero tan pronto como se medita algún tanto, y se toma el verdadero punto de vista, la ilusión desaparece, y se descubren el orden y la harmonía reinando en el mundo con admirable constancia.

Aclaremos y fijemos las ideas. Me citará V. un hombre vicioso, y quizás perverso, que al parecer disfruta de felicidad doméstica, y obtiene en la sociedad una consideración que está muy lejos de merecer; sea en buena hora; no quiero entrar en disputas sobre lo que esta felicidad doméstica encierra de real o de aparente, y sobre la dicha interior que producen consideraciones no merecidas; quiero suponer que la felicidad sea verdadera, y que el goce que resulta de la consideración sea íntimo, satisfactorio; pero tampoco podrá V. negarme que, al lado de este hombre vicioso y perverso, se nos presentan otros, honrados y virtuosos, que disfrutan igual felicidad doméstica, y obtienen una consideración no inferior a la de aquél. Esta observación basta para restablecer el equilibrio y destruye por su base el hecho que V. daba por seguro de que el vicio es dichoso y la virtud desgraciada. Me presentará V. quizás un hombre dotado de grandes virtudes y oprimido con el peso de grandes infortunios: enhorabuena; pero yo puedo mostrarle a V. el reverso de la medalla, y ofrecerle otro hombre inmoral, afligido con infortunios no menores: y henos aquí otra vez con el equilibrio restablecido. La virtud se nos presenta infortunada; pero a su lado vemos gemir el vicio agobiado con el mismo peso.

Ya puede V. notar que no aprovecho todas las ventajas que me ofrece la cuestión, y que le dejo a V. en el terreno más favorable; pues que supongo igualdad de sufrimiento en igualdad de circunstancias infortunadas, y prescindo de la desigualdad que naturalmente debe resultar de la diferente disposición interior de los que sufren la desgracia: lo que para el uno es consuelo, para el otro es remordimiento.

Échase de ver fácilmente que con semejante estadística de paralelos no resolveríamos cumplidamente la cuestión; y que no podría citarse un caso en un sentido sin que se ofreciese otro parecido o igual en el sentido contrario. Observaré, no obstante, que a pesar de la preocupación que hay en este punto, y que llevo confesada desde el principio, la constante experiencia del infeliz término de los hombres malos ha producido la convicción de que, tarde o temprano, les alcanza la justicia divina, y el buen sentido del pueblo ha consignado esta verdad en proverbios sumamente expresivos. El vulgo habla incesantemente de la fortuna de los malos y desgracia de los buenos; pero siguiendo la conversación se le sorprende a cada paso en contradicción manifiesta, cuando refiere la maldición del cielo que ha caído sobre tal o cual individuo, sobre tal o cual familia, y anuncia las desgracias que no pueden menos de sobrevenir a otras que nadan en la opulencia y en la dicha. Esto ¿qué prueba? Prueba que la experiencia es más poderosa que la preocupación; y que el prurito de quejarse continuamente, de murmurar de todo, inclusa la Providencia, desaparece siquiera por momentos, ante el imponente testimonio de la verdad, apoyado en hechos visibles y palpables.

Los que desean elevarse a grande altura sin reparar en los medios, no suelen encontrar la felicidad que apetecen. Si se arrojan a grandes crímenes conspirando contra la seguridad del Estado, en vez de conseguir su objeto, labran su propia ruina. Se puede asegurar que, para uno afortunado, hay cien desgraciados que sucumben sin realizar su designio; así lo enseña la historia, así nos lo muestra la experiencia de todos los días. Los hombres que quieren medrar trastornando el orden público, están condenados a incesantes emigraciones, y muchos acaban por perecer en un cadalso.

Hay ambiciones que se alimentan de intrigas y bajezas, que no tienen el arrojo necesario para el crimen, y que, por consiguiente, pueden medrar sin grandes riesgos para la seguridad personal. Es cierto que algunas veces esos hombres, que suplen al vuelo del águila con la lenta tortuosidad del reptil, adelantan mucho en su fortuna, sin sufrir ninguna de aquellas terribles expiaciones a que están expuestos los que se lanzan por el camino de la violencia; pero ¿quién es capaz de contar los sinsabores, los pesares, las humillaciones vergonzosas que han debido de sufrir para llegar al colmo de sus deseos?; ¿quién podría pintar los temores y el sobresalto en que viven recelosos de perder lo que han conseguido?; ¿quién alcanza a describir las alternativas dolorosas por que han tenido que pasar y están pasando continuamente, según se inclina hacia ellos, o se retira en dirección opuesta, la gracia del protector que los ha encumbrado?; ¿y qué idea debemos formarnos, en tal caso, de la felicidad de esos hombres, mayormente si consideramos cuánto ha de atormentarlos la memoria de sus villanías, y el remordimiento por los males que tal vez han causado a hombres beneméritos y a familias inocentes? La dicha no está en lo exterior, sino en lo interior; el hombre más rico, el más opulento, más considerado, más poderoso, será infeliz, si su corazón está destrozado por una pena cruel.

Quien ama con exceso las riquezas hasta el punto de olvidar sus deberes con tal que pueda adquirirlas, en vez de lograr la felicidad, se acarrea la desdicha. Los hombres que para adquirir riquezas faltan a las leyes de la moral, se dividen en dos clases: unos trabajan simplemente por amontonarlas, y gozarse en la posesión de su tesoro; otros desean tenerlas para disfrutar el placer de gastarlas con lujosa profusión. Aquellos son los avaros; éstos son los pródigos. Veamos qué felicidad se encuentra por ambos caminos.

El avaro disfruta un momento al pensar en las riquezas que posee, al contemplarlas en cautelosa soledad lejos de la vista de los demás hombres; pero este placer es amargado con innumerables sufrimientos. La habitación estrecha, desaseada, incómoda, bajo todos sentidos; los muebles pobres y viejos; el traje raído, mugriento, y recordando modas que pasaron hace largos años; la comida mala, escasa y pésimamente condimentada; la vajilla miserable y rota; los manteles sucios; frío en invierno; calor en verano; aborrecido de sus amigos y deudos; despreciado y ridiculizado por sus sirvientes; maldito por los pobres; sin encontrar en ninguna parte una mirada afectuosa, ni oír una palabra de amor ni un acento de gratitud: ésta es la dicha del avaro. Si V. la desea, yo por mi parte no pienso envidiársela.

El pródigo no padece lo que el avaro; disfruta largamente, mientras hay dinero y salud; y, si llega a sus oídos el acento de las víctimas de su injusticia, experimenta algún consuelo con la expresión de gratitud de los que reciben sus favores. Pero, a más del remordimiento que siempre acompaña a los bienes mal adquiridos, a más del descrédito que consigo traen los procedimientos injustos, a más de las maldiciones que está condenado a escuchar quien se ha enriquecido a costa ajena, tiene la prodigalidad inconvenientes característicos, que al fin acaban por hacer desgraciado al que se había prometido ser feliz con la profusión de sus riquezas. Los placeres a que conduce la misma prodigalidad, estragan la salud, turban la paz doméstica, deshonran muchas veces a los ojos de la sociedad, y acarrean disgustos de mil clases. Por fin, hay en pos de estos males uno que viene a completarlos: la pobreza. Éstos no son cuadros ficticios, son realidades que encontrará V. por dondequiera, son ejemplos positivos a los que no falta otra cosa que nombres propios.

La inmoralidad en el goce de los placeres de la vida está muy lejos de acarrear la felicidad a quien los disfruta. Esta es una verdad tan conocida, que es difícil insistir en ella sin repetir lugares comunes, que han llegado a ser vulgares. Las obras de medicina y de moral están llenas de avisos sobre los inconvenientes de la destemplanza: las enfermedades de todas especies; la vejez prematura; la abreviación de la vida; padecimientos superiores a toda ponderación: he aquí los resultados de una conducta desarreglada.

Una mesa opípara, en magníficos salones, servida con lujo y esplendor, en brillante sociedad, en la algazara de los alegres convidados, seguida de los brindis, de festejos, de orquesta, de placeres de todos géneros, es ciertamente un espectáculo seductor: he aquí, mi estimado amigo, una felicidad incomparable, ¿no es verdad? Pues aguarde V. un poco; deje que la música termine, que se apaguen las bujías, los quinqués y las arañas, y que los convidados se retiren a descansar. Mientras el hombre sobrio y arreglado duerme tranquilamente, los criados del hombre feliz corren azorados por la casa; unos preparan bebidas demulcentes, otros disponen el baño; éstos salen precipitadamente en busca del facultativo, aquéllos golpean sin piedad la puerta del farmacéutico: ¿qué ha sucedido? Nada; la felicidad de la mesa se ha trocado en dolores agudísimos. El hombre venturoso no encuentra descanso ni en la cama, ni en el sofá, ni en la butaca, ni en el suelo: un frío sudor baña sus miembros; su faz está cadavérica, sus ojos desencajados, sus dientes rechinan, y clama a grandes gritos que se muere. Éstos son los percances de tamaña felicidad: para conocer cuán bien contrapesan semejantes padecimientos el placer de breves horas, sería bueno consultar al paciente y preguntarle si no renunciaría gustoso a todos los placeres y festines del mundo, con tal que pudiese aliviarse algún tanto en los dolores que sufre.

Interminable sería si quisiese continuar el parangón entre los resultados del vicio y de la virtud; pero no intento repetir lo que se ha dicho ya mil veces, y que V. sabe tan bien como yo. Baste observar que la felicidad no está en las apariencias, sino en lo más íntimo del alma: al hombre que experimenta agudos dolores, que vive agobiado de pesares, devorado por una tristeza profunda, o lentamente consumido por un tedio insoportable, ¿de qué sirve la magnificencia de un palacio, ni el brillo de los honores, ni el incienso de la lisonja, ni la fama de su nombre? La dicha, repito, está en el corazón; quien no tiene en el corazón la dicha, es infeliz, sean cuales fueren las apariencias de ventura de que se halle rodeado. Ahora bien; en el ejercicio de la virtud están harmonizadas las facultades del hombre, en sus relaciones consigo mismo, con sus semejantes, con Dios, así con respecto a lo presente como a lo futuro; el vicio trastorna esta harmonía, perturba al hombre interior haciendo que la razón y la voluntad sean esclavas de las pasiones, debilita la salud, acorta la vida con los placeres de los sentidos, altera la paz doméstica, destruye la amistad, sacrifica lo futuro a lo presente; así el hombre marcha, por un camino de remordimiento y de agitación, hacia el umbral del sepulcro, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes. La felicidad de un ser no puede consistir en la perturbación de las leyes a que se halla sometido por su propia naturaleza; las del orden natural se hallan acordes con las del moral; quien las infringe, paga su merecido; en vez de felicidad, encuentra terribles desventuras.

Ya ve V., mi querido amigo, que no es tan cierto como V. creía que la felicidad de la tierra sea únicamente para los malos, y la desdicha para solos los buenos: tengo por indudable que, si se pudiesen pesar en una balanza los grados de felicidad que se reparten entre la virtud y el vicio, pesarían mucho más los de aquélla que los de éste, y que le cabe al vicio una cantidad de sufrimientos incomparablemente mayor que los que experimenta la virtud. Sí: hay justicia también sobre la tierra: Dios ha querido permitir muchas iniquidades; ha querido que a veces disfrute el malvado una sombra de felicidad; pero ha querido también que aun en esta vida se palpase la terrible ley de expiación, y a esto hacen contribuir los mismos medios de que se vale el perverso para labrar su ventura. Queda de V. afectísimo y seguro servidor Q. S. M. B.

J.B.



Carta XX: Culto de los Santos.

Disposición de ánimo de los escépticos. Les falta lectura buena. No son imparciales como pretenden. Lo que deben preguntarse a sí mismos. Su poca filosofía. Leibnitz y el culto de los Santos. Cómo se entiende este culto. Cómo se distingue del que se da a Dios. Se rechaza la acusación de idolatría. Vaguedad con que se emplean las palabras de grandor y sublimidad. La gracia no destruye la naturaleza. Por qué honramos a los Santos. Diferencias entre el justo en vida y el santo en el cielo. Veneración de la virtud. Poca lógica de los incrédulos en este punto. Se oponen a la razón y al sentimiento. Las imágenes. La religión y el arte. Costumbres de todos los tiempos y países. Los Santos bienhechores de la humanidad. Condiciones para la veneración pública.


Mi estimado amigo: Cada día me voy convenciendo de que no está V. tan falto de lectura en materia de religión, como al principio me había figurado: conozco que no es lectura lo que le falta, sino lectura buena; pues que a cada paso se descubre que ha tenido bastante cuidado de revolver los escritos de los protestantes e incrédulos, guardándose de echar una ojeada a las obras de los católicos, como si fuesen para V. libros prohibidos. Séame permitido observar que una persona educada en la religión católica, y que la ha practicado durante su niñez y adolescencia, no podrá sincerarse en el tribunal de Dios del espíritu de parcialidad que tan claro se muestra en semejante conducta. Asegurar una y mil veces que se tiene ardiente deseo de abrazar la verdadera religión tan pronto como se la descubra; y, sin embargo, andar continuamente en busca de argumentos contra la católica, y abstenerse de leer las apologías en que se responde a todas las dificultades, son extremos que no se concilian fácilmente. Esta contradicción no me coge de nuevo, porque hace largo tiempo estoy profundamente convencido de que los escépticos no poseen la imparcialidad de que se glorían, y de que, aun cuando se distingan de los otros incrédulos, porque, en vez de decir «esto es falso», dicen «dudo que sea verdadero», no obstante, abrigan en su ánimo algunas prevenciones, más o menos fuertes, que les hacen aborrecer la religión, y desear que no sea verdadera.

El escéptico no siempre se da a sí propio exacta cuenta de esta disposición de su ánimo; quizás se hará muchas veces la ilusión de que busca sinceramente la verdad; pero, si se observan con atención su conducta y sus palabras, se echa de ver que tiene por lo común un gozo secreto en objetar dificultades, en referir hechos que lastimen a la religión; y por más que se precie de templado y decoroso, no suele eximirse de dar a sus objeciones un tono apasionado y frecuentemente sarcástico.

No quisiera que V. se ofendiese por estas observaciones; pero, hablando con ingenuidad, también desearía que no se olvidase de tomarlas en cuenta. No perderá V. nada con examinarse a sí propio, y preguntarse: «¿es cierto que buscas sinceramente la verdad?; ¿es cierto que en las dificultades que objetas al catolicismo, no se mezcla nada de pasión?; ¿es cierto que no se te ha pegado nada de la aversión y odio que respiran contra la religión católica las obras que has leído?» Esto quisiera que V. se preguntase una y muchas veces, puesto que, a más de hacer un acto propio de un hombre sincero, allanaría no pocos obstáculos que impiden llegar al conocimiento de la verdad en materia de religión.

Me dirá V. que no puede menos de extrañar las observaciones que preceden, cuando en su polémica ha conservado mayor decoro de lo que suelen los que combaten la religión. No niego que las cartas de usted se distinguen por su moderación y buen tono; y que, no profesando mis creencias, tiene V. bastante delicadeza para no herir la susceptibilidad de quien las profesa; sin embargo, no he dejado de notar que, no obstante sus buenas cualidades, no se exime V. completamente de la regla general; y que, al disputar sobre la religión, adolece también del prurito de tomar las cosas por el aspecto que más pueden lastimarla; y que, con advertencia o sin ella, procura V. eludir el contemplar los dogmas en su elevación, en su magnífico conjunto, en su admirable harmonía con todo cuanto hay de bello, de tierno, de grande, de sublime. Repetidas veces he tenido ocasión de observar esto mismo; y por ahora no veo que lleve camino de enmendarse. Así, creo que me dispensará V. si no le exceptúo de la regla general y le considero más preocupado y apasionado de lo que V. se figura.

Precisamente en la carta que acabo de recibir, esta triste verdad se me presenta de bulto, de una manera lastimosa. A pesar de las protestas, se está descubriendo en toda ella el dejo del fanatismo protestante y de la ligereza volteriana; y difícilmente podría creer que, antes de escribirla, no consultase V. algunos de los oráculos de la mal llamada reforma o de la falsa filosofía. Por más que hable V. con respeto de las creencias populares, y del encanto que experimenta al presenciar el fervor religioso de las gentes sencillas, se trasluce que V. contempla todo eso con un benigno desdén, y que considera pagar bastante tributo a la sinceridad de los creyentes, con abstenerse de condenarlos y ridiculizarlos a cara descubierta. Agradecemos la bondad, pero tenga V. entendido que las creencias y costumbres de esas gentes sencillas tienen mejor defensa de lo que V. se imagina; y que, lejos de que el culto y la invocación de los Santos y la veneración de las reliquias y de las imágenes, hayan de ser el pábulo religioso de solas las gentes sencillas, pueden prestar materia a consideraciones de la más alta filosofía, manifestándose que no sin razón se confundieron en este punto con los crédulos y los ignorantes, genios tan eminentes como San Jerónimo, San Agustín, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, Bossuet y Leibnitz.

Al leer el nombre de este último, creerá V. que se me ha deslizado la pluma, y que lo he puesto por equivocación. Leibnitz protestante ¿cómo es posible que defendiera en este punto las doctrinas y prácticas del catolicismo? Sin embargo, escrito está en sus obras, que andan en manos de todo el mundo; y no tengo yo la culpa si el autor de la monadología y de la harmonía prestabilita, el eminente metafísico, el insigne arqueólogo, el profundo naturalista, el incomparable matemático, el inventor del cálculo infinitesimal, se halla de acuerdo en este punto con las gentes sencillas, y es algo menos filósofo de lo que son tantos y tantos que no conocen más historia que los compendios en dieciseisavo, ni más filosofía que los rudimentos de las escuelas, mal aprendidos y peor recordados; ni más geometría que la definición de la línea recta y de la circunferencia.

Insensiblemente me he ido extendiendo en consideraciones generales, y el preámbulo de la carta se ha hecho demasiado largo, aunque estoy muy lejos de creerle inoportuno. Conviene ciertamente discutir con templanza, pero ésta no debe llevarse hasta tal punto, que se olvide el interés de la verdad. Si alguna vez es necesario advertir a Vds. el espíritu de parcialidad con que proceden, es preciso hacerlo; y, si otras veces puede interesar el observarles que discuten sin haber estudiado y combaten lo que ignoran, es preciso no escrupulizar en ello.

El culto de los Santos le parece a V. poco razonable; y hasta lo juzga poco conforme a la sublimidad de la religión cristiana, que nos da tan grandes ideas de Dios y del hombre. ¿Por qué se opone a estas grandes ideas el culto de los Santos? Porque «parece que el hombre se humilla demasiado, tributando a la criatura obsequios que sólo son debidos a Dios». Desde luego se echa de ver que se halla V. imbuido de las objeciones de los protestantes, mil veces soltadas, y mil veces repetidas. Aclaremos las ideas.

El culto que se tributa a Dios, es en reconocimiento del supremo dominio que tiene sobre todas las cosas, como su criador, ordenador y conservador; es en expresión de la gratitud que la criatura debe al Criador por los beneficios recibidos, y de la sumisión, acatamiento y obediencia a que le está obligada, en el ejercicio del entendimiento, de la voluntad y de todas sus facultades. El culto externo es la expresión del interno; es, además, un explícito reconocimiento de que lo debemos todo a Dios, no sólo el espíritu, sino también el cuerpo, y que le ofrecemos no sólo sus dones espirituales, sino también los corporales. Es evidente que el culto interno y externo de que acabo de hablar, es propio de Dios exclusivamente: a ninguna criatura se le pueden rendir los homenajes que son debidos únicamente a Dios: lo contrario, sería caer en la idolatría; vicio condenado por la razón natural de la Sagrada Escritura, mucho antes de que le condenase el celo filosófico.

Pocas acusaciones habrá más injustas, y que se hayan hecho más de mala fe, que la que se dirige contra los católicos, culpándolos de idolatría por su dogma y prácticas en el culto de los Santos. Basta abrir, no diré las obras de los teólogos, sino el más pequeño de los catecismos, para convencerse de que semejante acusación es altamente calumniosa. Jamás, en ningún escrito católico, se ha confundido el culto de los Santos con el de Dios: quien cayese en tamaño error, sería desde luego condenado por la Iglesia.

El culto que se tributa a los Santos es un homenaje rendido a sus eminentes virtudes; pero, éstas son reconocidas expresamente como dones de Dios; honrando a los Santos, honramos al que los ha santificado. De esta manera, aunque el objeto inmediato sean los Santos, el último fin de este culto es el mismo Dios. En la santidad que veneramos en el hombre, veneramos un reflejo de la Santidad infinita. Éstas no son explicaciones arbitrarias, ni excogitadas a propósito para deshacerme de la dificultad: abra V. por donde quiera las vidas de los Santos, las colecciones de panegíricos; oiga V. a nuestros oradores, a nuestros catequistas: en todas partes encontrará la misma doctrina que acabo de exponer. Otra observación. La Iglesia ora en las fiestas de los Santos: ¿y a quién dirige las oraciones? Al mismo Dios. Note V. el principio de la oración: Deus qui= Omnipotens sempiterne Deus= Praesta quaesumus, Omnipotens Deus, etc., etc.; lo mismo sucede en el final, el que siempre se refiere a una de las personas de la Santísima Trinidad, o a dos, o a las tres, como se está oyendo continuamente en nuestras iglesias.

No concibo qué es lo que se puede contestar a razones tan decisivas; y así no debo temer que continúe usted culpándonos de idolatría: aclaradas de este modo las ideas, es imposible insistir en la acusación, si se procede de buena fe.

Voy, pues, a considerar la cuestión bajo otros aspectos, y en particular con relación a la pretendida discordancia entre el culto de los Santos y la sublimidad de las ideas cristianas sobre Dios y el hombre. La religión, al darnos ideas grandes sobre el hombre, no destruye la naturaleza humana; si esto hiciese, sus ideas no serían grandes, sino falsas.

Es un dicho común entre los teólogos que la gracia no destruye a la naturaleza, sino que la eleva, la perfecciona. La verdadera revelación no puede estar en contradicción con los principios constitutivos de la naturaleza humana. De ello resulta que la sublimidad de las ideas que la religión nos da sobre el hombre, no se opone a las condiciones naturales de nuestro ser, aunque éstas sean pequeñas. Nuestro grandor consiste en la altura de nuestro origen, en la inmensidad de nuestro destino, en las perfecciones intelectuales y morales que debemos a la bondad del Autor de la naturaleza y de la gracia, y en el conjunto de medios que nos proporciona para alcanzar el fin a que nos tiene destinados. Pero este grandor no quita que nuestro espíritu esté unido a un cuerpo; que a más de ser inteligentes seamos también sensibles; que al lado de la voluntad intelectual se hallen los sentimientos y las pasiones; y que, por consiguiente, en nuestro pensar, en nuestro querer, en nuestro obrar, estemos sometidos a ciertas leyes de las que no puede prescindir nuestra naturaleza. Sería de desear que no perdiese usted de vista estas observaciones, que sirven mucho para no confundir las ideas y no emplear las palabras de sublimidad y grandor en un sentido vago, que puede dar ocasión a graves equivocaciones, según el objeto a que se las aplica.

Ya que la oportunidad se brinda, séame permitido observar que las ideas de grande y de infinito se hacen servir para arruinar las relaciones del hombre con Dios. ¿Cómo es posible, se dice, que un Ser infinito se ocupe en un ser tan pequeño como somos nosotros? Y no se advierte que el mismo argumento podría servir a quien se empeñase en sostener que no hay creación, diciendo: ¿cómo es posible que un ser infinito se haya ocupado en crear seres tan pequeños? Todo esto es altamente sofístico: las ideas de finito y de infinito, lejos de destruirse la una a la otra, se explican recíprocamente.

La existencia de lo finito prueba la existencia de lo infinito; y en la idea de lo infinito se encuentra la razón suficiente de la posibilidad de lo finito y la causa de su existencia. La relación de finito con lo infinito constituye la unidad de la harmonía del universo: en quebrantándose este lazo, todo se confunde: el universo es un caos.

Aclaradas las ideas sobre la verdadera acepción de las palabras grande y sublime, cuando se las refiere a la naturaleza humana, examinemos si se opone a la sublimidad de las doctrinas cristianas el dogma del culto de los Santos.

Una cosa buena, aunque sea finita, podemos quererla; una cosa respetable, podemos respetarla; una cosa venerable, podemos venerarla; sin que por esto nos resulte ninguna humillación, indigna de nuestra sublimidad. Ahora permítame V. que le pregunte: si una virtud eminente es una cosa buena, respetable y venerable; y, si es así, como no cabe duda, creo que no habrá ningún inconveniente en que los cristianos rindan un tributo de amor, de respeto y de veneración a los hombres que se han distinguido por sus eminentes virtudes. Esta observación podría bastar para justificar el culto de los Santos; pero no quiero limitarme a ella, porque la cuestión es susceptible de harto mayor amplitud.

Mientras vive el hombre sobre la tierra, sujeto a todas las flaquezas, miserias y peligros que afligen a los hijos de Adán en este valle de lágrimas, nadie, por perfecto que sea, puede estar seguro de no extraviarse del camino de la virtud: la experiencia de todos los días nos da un triste testimonio de las debilidades humanas. Y he aquí una de las razones por que el amor, el respeto y la veneración que nos merece el hombre virtuoso, aun mientras vive sobre la tierra, se le tributan con cierto temor, con alguna incertidumbre, aplicando a este caso el sapientísimo consejo de no alabar al hombre antes de la muerte. Pero, cuando el justo ha pasado a mejor vida, y sus virtudes, probadas como el oro en el crisol, han sido aceptas a la Santidad infinita, y tiene asegurado para siempre el precioso galardón que con ellas ha merecido, entonces el amor, el respeto y la veneración que se deben a sus virtudes, pueden explayarse sin peligro; y he aquí el motivo del culto afectuoso, tierno, lleno de confianza y de profunda veneración, que rinden los cristianos a los justos que por sus altos merecimientos ocupan un lugar distinguido en las mansiones de la gloria.

No alcanzo, mi apreciado amigo, cómo puede haber falta de dignidad en un acto tan conforme a la razón, y aun a los sentimientos más naturales del corazón humano; al mostrársenos una persona de gran virtud, la miramos con respetuosa curiosidad, y le dirigimos la palabra con veneración y acatamiento; ¿y no podrán hacer una cosa semejante los pueblos cristianos, tratándose de hombres que, a más de sus eminentes virtudes, están íntimamente unidos con Dios en la eterna bienaventuranza? La virtud imperfecta será digna de veneración, ¿y no lo será la perfecta, la que está ya premiada con una felicidad inefable? Quien honra a un hombre virtuoso, lejos de humillarse, se ensalza, se honra a sí mismo; y esto, que es verdad con respecto a los hombres de la tierra, ¿no lo será de los hombres del cielo? Un poco más de lógica, mi apreciado amigo, que la contradicción es sobrado manifiesta: las gentes sencillas, de que V. habla con benignidad y compasión, tienen en este punto mucha más filosofía que usted.

Hablando ingenuamente, no podía imaginarme que fuera V. tan delicado, que no pudiese sufrir la muchedumbre de imágenes y estatuas de Santos de que están llenas las iglesias de los católicos. Creía yo que, si no el interés de la religión, al menos el amor del arte, le había de hacer a V. menos susceptible. Es cosa notada generalmente, tanto por los creyentes como por los incrédulos, la diferencia que va de la frialdad y desnudez de los templos protestantes al esplendor, a la vida de las iglesias católicas; y precisamente una de las causas de esta diferencia se halla en que el arte inspirado por el catolicismo ha derramado a manos llenas sus obras admirables, en que ofrece a la vista y a la imaginación de los más elevados misterios, y perpetúa con sus prodigios la memoria de las virtudes de nuestros Santos, las inefables comunicaciones con que elevándose hasta Dios, presentan en esta vida la felicidad de la venidera.

Quiero ser indulgente con V.; quiero atribuir la dificultad que me propone a una distracción, a un pensamiento poco meditado: sin esta indulgencia, me vería precisado a decirle a V. una verdad muy dura: que no tiene gusto, que no tiene corazón, si no ha percibido la belleza de que abunda en este punto la religión católica.

Extraño es que, al combatir las costumbres del catolicismo con respecto a las imágenes de los Santos, no haya advertido V. que se ponía en contradicción con uno de los sentimientos más naturales del corazón humano. ¿Cómo es posible que no haya V. descubierto aquí la mano de la religión, elevando, purificando, dirigiendo a un objeto provechoso y augusto, un sentimiento general a todos los países, a todos los tiempos? ¿Conoce V. algún pueblo que no haya procurado perpetuar la memoria de sus hombres ilustres, con imágenes, estatuas y otra clase de monumentos? ¿Y hay nada más ilustre que la virtud en grado eminente, cual la tuvieron los Santos? Muchos de éstos ¿no fueron, por ventura, grandes bienhechores de la humanidad? ¿Se atreverá V. a sostener que sea más digna de perpetuarse la memoria de los conquistadores que han inundado la tierra de sangre, que la de los héroes que han sacrificado su fortuna, su reposo, su vida, en bien de sus semejantes, y nos han trasmitido su espíritu en instituciones que son el alivio y el consuelo de toda clase de infortunios? ¿Verá V. con más placer la imagen de un guerrero que se ha cubierto de laureles, con harta frecuencia manchados con negros crímenes, que la de San Vicente de Paúl, amparo y consuelo de todos los desgraciados mientras habitó sobre la tierra, y que vive aún y se le encuentra en todos los hospitales, junto al lecho de los enfermos, en sus admirables hijas las Hermanas de la Caridad?

Me dirá V. que no todos los Santos han hecho lo que San Vicente de Paúl, es cierto; pero no puede V. negarme que son innumerables los que no se han limitado a la contemplación. Unos instruyen al ignorante, buscándole en las ciudades y en los campos; otros se sepultan en los hospitales, consolando, sirviendo con inagotable caridad al enfermo desvalido; otros reparten sus riquezas entre los pobres, y se encargan en seguida de interesar a todos los corazones benéficos en el socorro del infortunio; otros arrostran el albergue de la corrupción, con el ardiente deseo de mejorar las costumbres de seres envilecidos y degradados; en fin, apenas hallará V. un Santo en el cual no se vea un manantial de luz, de virtud, de amor, que se derramaba en todas direcciones y a grandes distancias, en bien de sus semejantes. ¿Qué encuentra V. de poco racional, de poco digno en perpetuar la memoria de acciones tan nobles, tan grandes y provechosas?; ¿no han hecho lo mismo, cada cual a su manera, todos los pueblos de todos los tiempos y países?; ¿le parece a V. que en esta obra se hallen mal empleados los prodigios del arte?

Quiero suponer que se trate de una vida deslizada suavemente en medio de la contemplación, en la soledad del desierto o en la práctica de modestas virtudes en la obscuridad del hogar doméstico; aun en este caso, no hay ningún inconveniente en que el arte se consagre a perpetuarlas en la memoria. ¿No vemos a. cada paso cuadros profanos descriptivos de una escena de familia, o que nos recuerdan una buena acción que nada tiene de heroica? La virtud, sea cual fuere, hasta en su grado más ínfimo, ¿no es bella, no es atractiva, no es un objeto digno de ser presentado a la contemplación de los hombres? Pero advierta V. que las virtudes comunes no son objeto de culto entre los católicos; para que se les tribute este homenaje de pública veneración, es necesario que sean en grado heroico, y que, además, reciban la sanción de la autoridad de la Iglesia.

Abandono con entera confianza estas reflexiones al buen juicio de V., y abrigo la firme esperanza de que contribuirán a disipar sus preocupaciones, llamándole la atención hacia puntos de vista en que V. no había reparado. Siendo V. ardiente entusiasta de lo filosófico y bello, no podrá menos de admirar la filosofía y belleza del dogma católico en el culto de los Santos. De V. afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta XVII: La visión beatífica.