Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta XX: Culto de los Santos.


Carta XXI: Mudanza del incrédulo.

Nueva dificultad contra la invocación de los Santos. Valor de la oración de un hombre por otro. Inclinación natural a esta oración. Tradición universal en su favor. Consecuencias en pro del dogma católico.


Mi estimado amigo: Me alegro que la carta anterior no le haya producido a V. una impresión desfavorable; y que no se niegue a reconocer la belleza y la filosofía que se encierran en el dogma católico, «presentado desde este punto de vista». No quiero, sin embargo, que se atribuya al modo de presentar la cosa lo que sólo pertenece a la cosa misma. Para tomar este punto de vista que a V. le agrada, no he necesitado salir de la realidad, sino mostrar los objetos tales como eran, indicando las consideraciones a que brindaban las mismas dificultades que se me habían propuesto.

Se inclina V. a creer que, para deshacerme de mi adversario, he procurado atacarle por el flanco más débil; pero que he evitado el presentar el dogma en todo su conjunto. Ya no es V. enemigo de las imágines de los Santos en las iglesias, lo que quiere decir que ha dejado V. de ser iconoclasta. Ahora se ha refugiado en otra trinchera, y dice que, si bien no le parece mal que se perpetúe la memoria de las virtudes de los Santos en cuadros y estatuas, y hasta se les tribute en las funciones religiosas un homenaje de acatamiento y veneración, no ve la necesidad de admitir esa comunicación incesante entre los vivos y los muertos, poniendo a éstos por intercesores en cosas que podemos pedir directamente por nosotros mismos. Añade V. que, siendo uno de los caracteres principales del cristianismo el unir íntimamente al hombre con Dios, con unión imperfecta en esta vida, y perfecta en la mansión de la gloria, debe tenerse por más propio, más digno, y sobre todo más elevado, el que el hombre dirija por sí mismo sus plegarias a Dios, sin valerse de mediadores, y que no traslademos a las cosas del cielo los costumbres que tenemos acá en la tierra. Es una fortuna que sea V. quien propone la dificultad, fundándola en semejante principio; porque es bien seguro que, si por una u otra causa hubiese yo dicho que el hombre se había de dirigir inmediatamente a Dios, me hubiera V. censurado porque, sin consideración a la pequeñez humana, salvaba yo la distancia que va de lo finito a lo infinito. De esta manera, siempre ven ustedes la sinrazón de nuestra parte: si nos levantamos muy alto, dicen que exageramos, que nos desvanecemos, que nos olvidamos de la pequeñez humana; si abatimos el vuelo, en consideración a esta misma pequeñez, se dice que vamos arrastrando y que perdemos de vista la sublimidad de la humana naturaleza. Es preciso tener serenidad para sufrir con calma acusaciones tan opuestas; pero éste es un sacrificio que debemos hacer en obsequio de la causa de la verdad, la cual tiene derecho a exigirnos éste y otros mucho mayores.

El dogma de que la invocación de los Santos es, no sólo lícita, sino también provechosa, puede sufrir, como todas las verdades católicas, el examen de la razón, sin peligro de salir desairado. Para fijar las ideas y evitar la confusión de las mismas, planteemos la cuestión en un terreno despejado. ¿Hay algún inconveniente en admitir que Dios oye las oraciones de los justos cuando ruegan, no para sí, sino para otros? Desearía que V. me dijese si a los ojos de una sana razón no es esto muy conforme a todas las ideas que tenemos de la bondad y misericordia de Dios, y de la predilección con que distingue a los justos. Si admite V. un Dios, y no un Dios cruel que no cuide de las obras de sus manos y cierre sus oídos a las plegarias del infeliz mortal que implora su auxilio, debe V. admitir también que la oración del hombre dirigida a Dios, no es una cosa vana, sino que puede producir y produce saludables efectos. Ahora bien; ¿hay cosa más natural, más conforme a la sana razón, más acorde con los sentimientos de nuestra alma, que el rogar a Dios no sólo para nosotros, sino también para los objetos de nuestro cariño? La madre que tiene en sus brazos a su tierno hijo, levanta los ojos al cielo implorando para él la bondad del Eterno; la esposa ruega por el esposo; la hermana por el hermano; los hijos por los padres; y el anciano moribundo reúne en torno de su lecho a su descendencia y extiende sobre ella su mano trémula, dándole su bendición, y rogando al cielo que la bendiga. La oración del hombre en favor de sus semejantes es una inclinación innata en nuestro corazón; se la halla en todas las edades, sexos y condiciones, en todos tiempos y países; se la ve expresada a cada paso en el grito de la naturaleza que nos hace invocar a Dios al presenciar un peligro ajeno.

La comunicación de las criaturas intelectuales en el seno de la divinidad, el recíproco auxilio que pueden prestarse con sus oraciones, es una tradición universal del género humano; tradición ligada con los sentimientos del corazón más íntimos y más dulces, pintada por todos los historiadores, cantada por todos los poetas, inmortalizada en el lienzo y en el mármol por innumerables artistas, admitida por todas las religiones, expresada en todos los cultos con ceremonias solemnes. Recorred la historia de los tiempos más remotos, consultad los poetas más antiguos, escuchad las narraciones populares cuyo origen se pierde en la obscuridad de los tiempos heroicos y fabulosos, examinad los monumentos y las bellezas, orgullo de los pueblos más cultos; siempre, en todas partes, encontraréis el mismo hecho. Hay una guerra: la juventud de un pueblo está corriendo peligros en el campo de batalla; las esposas, los hijos, los padres de los combatientes, imploran sobre éstos el auxilio divino, ora en el retiro del hogar doméstico, ora en los templos públicos con solemnes sacrificios. Hay un viajero de quien hace largo tiempo no se han recibido noticias: su familia desolada teme que haya sido víctima de algún accidente funesto; pero abriga todavía alguna esperanza: quizás vaga solitario y perdido por tierras desconocidas; quizás juguete de las olas ha sido arrojado a playas inhospitalarias; ¿cuál es la inspiración de aquella familia? Levantar los ojos y las manos al cielo, orar, implorando la divina misericordia en favor de aquel desventurado. La historia, la poesía, las bellas artes, son un no interrumpido testimonio de la existencia de este sentimiento, de esa firmísima creencia de que a los ojos del Altísimo son aceptas las plegarias que el hombre le dirige en favor de otro hombre.

Ahora bien, ¿hay algún inconveniente en que deseemos los unos las oraciones de los otros, aun de los que viven sobre la tierra? Claro es que no; de lo contrario, sería preciso desechar todas las religiones, y hasta ponernos en contradicción abierta con uno de los sentimientos más tiernos, más puros, que se abrigan en el corazón humano. No creo que la filosofía de V. llegue a un extremo tan deplorable; no, no puede V. profesar una doctrina la cual ahoga el grito de la naturaleza, que resuena agudo y tierno al pie de la cuna, y se exhala apagado y fatídico en los umbrales del sepulcro. No, no puede V. profesar una doctrina que responde con la sonrisa de la duda a la plegaria de la madre que ora por su hijo, de la esposa que ora por su esposo, del hijo que ora por su padre, del anciano que ora por su descendencia, del pobre socorrido que ora por su bienhechor, del amigo que ora por su amigo, de pueblos enteros que oran por los valientes que defienden la independencia de su país, o llevan a países remotos el nombre de su patria bajo un pabellón victorioso.

Las consecuencias de lo dicho apenas necesito sacarlas: usted las habrá visto ya, y por cierto sin mucho trabajo. Según nuestra doctrina, los Santos son hombres justos que disfrutan en la gloria el premio de sus virtudes; ellos no necesitan orar para sí, pues que están exentos de todos los males y peligros, y han conseguido cuanto cabe desear; pero pueden orar por nosotros: si esto podían hacerlo en la tierra, ¿cuánto más podrán hacerlo en el cielo? Si los mortales oramos por otros mortales, ¿no podrían o no querrían orar por nosotros los que han conseguido una felicidad inmortal? Sus oraciones son aceptas a Dios de una manera particular, son un incienso agradable que humea incesantemente ante el trono del Eterno. Ellos vivieron como nosotros en esta tierra de infortunio, y no se han olvidado de nosotros. La Iglesia nos dice: «Implorad la intercesión de los Santos, rogadles que oren por vosotros; esto es lícito, esto es grato a los ojos de Dios; esto os será muy provechoso en vuestras necesidades.» He aquí el dogma. Si la filosofía de V. lo encuentra poco acorde con la razón natural y los sentimientos del corazón humano, me compadezco de V. y de su filosofía, y no acierto a comprender los principios en que la funda. A decir verdad, espero que cederá usted gustoso a la luz de unas razones a las cuales no veo que se pueda contestar nada sólido, ni siquiera especioso. En cuyo caso, no puedo menos de recordarle a V. la necesidad, tantas veces inculcada, de no proceder con ligereza en materias tan graves, y de reflexionar que en los dogmas mirados por la incredulidad con indiferencia y desprecio, se ocultan tesoros de sabiduría, que se encuentran tanto más profundos, cuanto más se los examina a la luz de la filosofía y de la historia. De V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Carta XXII: Pasajes de Leibnitz en favor del dogma católico.

Cumplimiento de sus previsiones. Adoración de las reliquias. Natural extensión del sentimiento a los objetos accesorios. Veneración de los sepulcros. Restos de los hombres ilustres. Abusos. No es culpable de ellos la Iglesia. Nada prueban contra el dogma. Si el culto debe interesar la sensibilidad. Dos movimientos de adentro afuera y de afuera adentro. Naturalidad y utilidad de este culto. Resumen.


Mi apreciado amigo: Varios extremos contiene la carta de V. en contestación a mi anterior, y entre ellos noto una indicación en que, sin poner en duda la verdad de la cita, manifiesta desear que le traslade los pasajes de Leibnitz donde habla en sentido favorable al dogma católico sobre el culto de los Santos. No tengo en esto la menor dificultad. Helos aquí: «Piensan los varones prudentes y piadosos que no sólo se ha de inculcar en el ánimo de los oyentes, sino también manifestar en cuanto sea posible por signos externos, la diferencia inmensa e infinita que hay entre el honor que se debe a Dios y el que se tributa a los Santos: al primero le llaman los teólogos Latría, al segundo Dulía, desde San Agustín. Itaque censent viri pii et prudentes, dandam esse operam, ut omnibus modis discrimen infinitum atque immensum inter honorem, qui Deo debetur, et qui Sanctis exhibetur, quorum illum Latriam, hunc Duliam post Augustinum theologi vocant, non tantum inculcetur audientium ac discentium animis, sed etiam externis signis, quod licet, ostendatur» (Sistema teológico).

Por de pronto tiene V. reconocida por Leibnitz la diferencia de los cultos de Latría y de Dulía; diferencia que llama nada menos que inmensa, infinita; y es de advertir que confiesa haber tomado esos términos de los mismos teólogos. En cuanto a los varones piadosos y prudentes de que habla Leibnitz, puede V. ver cumplidos sus deseos en todos los escritos católicos, desde la obra más magistral hasta el más pequeño catecismo, desde la más solemne función de la Iglesia hasta la más leve ceremonia. Pero no se contenta el ilustre filósofo con lo que acabamos de ver: se propone defender completamente a los católicos, y lo hace de la manera siguiente: «En general se ha de tener por cierto que no se aprueba el culto de los Santos y el de las reliquias, sino en cuanto se refiere a Dios, y que no debe haber ningún acto de religión que no se resuelva y termine en honor de Dios omnipotente. Así, cuando se honra a los Santos, debe entenderse como se dice en la Escritura: honrados han sido tus amigos, oh Dios; y alabad a Dios en sus Santos. Generaliter tenendum... neque cultum sanctorum aut reliquiarum probari, nisi quatenus ad Deum refertur, nullumque religionis actum esse debere, qui in honorem unius omnipotentis Dei non resolvatur ac terminetur. Itaque cum Sancti honorantur, hoc ita intelligendum est quemadmodum in Scriptura dicitur: Honorificati sunt amici tui, Deus; et laudate Dominum in Sanctis ejus.» (Ibid.)

Más abajo, combatiendo a los que acusan de idolatría el culto de los Santos, les recuerda la antiquísima costumbre de la Iglesia en celebrar las fiestas de los mártires, y las reuniones piadosas que en sus sepulcros se tenían desde los primeros siglos, y continúa con las siguientes observaciones sobremanera notables: «Es de temer que los que así piensan, abran el camino para destruir toda la religión cristiana; porque, si desde aquellos tiempos prevalecieron en la Iglesia horrendos errores, se ayuda en gran manera la causa de los arrianos y samosatenos, que computan desde aquellos tiempos el origen del error y defienden que se introdujo a un mismo tiempo el misterio de la Trinidad y la idolatría... Dejo al juicio del lector el resultado que esto deberá traer. Los ingenios audaces llevarán más allá sus sospechas, pues se admirarán de que Jesucristo, que tanto prometió a su Iglesia, haya dejado campear hasta tal punto al enemigo del género humano; de que, destruida una idolatría, le haya sucedido otra; y de los diez y seis siglos apenas halle uno o dos en que se haya conservado bien entre los cristianos la verdadera fe, cuando vemos que la religión judaica y la mahometana continuaron por muchos siglos bastante puras, conforme a la institución de sus fundadores. ¿En qué lugar quedará entonces el dictamen de Gamaliel, que decía deberse juzgar de la religión cristiana y de la voluntad de la Providencia por el resultado?; ¿qué pensaríamos del cristianismo si no pudiese sufrir la prueba de esa piedra de toque? Verendum autem est ne qui ita sentiunt viam aperiant ad omnem rem christianam convellendam, nam si iam ab illis temporibus horrendi errores in Ecclesia praevaluerunt, arrianorum et samosatenorum causa mirifice iuvatur, qui originem erroris ab illis ipsis temporibus computant, atque obscure defendunt Trinitatis mysterium et idololatriam simul invaluisse... Iudicandum cuique relinquo quo res sit evasura, quinimo procedet ulterius suspicio audacium ingeniorum, mirabuntur enim Christum promissis tam largum erga suam Ecclesiam, tantum hosti generis humani indulsisse, ut, una idololatria profligata, succederet alia, et ex sedecim saeculis vix unum aut duo sint in quibus vera fides utcumque inter christianos sit conservata, cum iudaicam ac mahometicam religionem videamus tot saeculis satis puram secundum fundatorum instituta perstitisse. Quo igitur loco manebit consilium Gamalielis, qui de christiana religione et Providentiae voluntate ex eventu iudicandum dictitabat; aut quid de ipso christianismo iudicabitur, si lapidem hunc Lydium parum adeo sustineret?»

Las reflexiones de Leibnitz debieran ser tomadas en consideración por cuantos verían con disgusto la extirpación de los restos del cristianismo entre las sectas protestantes. Por desgracia, las previsiones de este grande hombre se van realizando en su misma patria de una manera lastimosa. La Alemania está presentando en la actualidad un espectáculo deplorable: la disolución de las ideas en materias religiosas ha llegado al último extremo: ahora se coge el fruto de la semilla esparcida en otras épocas. Se creyó que se podían atacar los dogmas católicos y guardarse al mismo tiempo del escepticismo, conservando de la religión cristiana lo que bien pareciese a los falsos reformadores; el tiempo ha venido a frustrar estas esperanzas de una manera cruel. Una lógica inflexible ha ido sacando las consecuencias de los principios establecidos; actualmente, el protestantismo no es ya más que una vana sombra de lo que fue. La anarquía religiosa ha llegado a su colmo: el escepticismo está haciendo estragos en todas las clases de la sociedad; y una filosofía nebulosa y seductora cuida de arraigarle más y más, difundiendo sus doctrinas panteístas, que en último resultado no son otra cosa que un nuevo disfraz con que se presenta el ateísmo para excitar menos repugnancia.

Otra indicación me hace V. sobre la adoración de las reliquias; aunque, según veo, lo que llevo dicho respecto al culto de los Santos, ha quebrantado mucho en el ánimo de V. la fuerza de esta última dificultad.

Es un sentimiento natural al hombre el extender su amor o su veneración a los objetos que se hallan inmediatos a la persona querida o venerada. Conservamos con sumo cuidado las prendas que pertenecieron a personas que poseían nuestro afecto: y sucede con frecuencia que cosas de un valor insignificante lo tienen inmenso, cuando se las mide por las afecciones del corazón.

Los cuerpos de los difuntos han sido mirados siempre con una especie de respeto religioso; y las profanaciones de los sepulcros causan más horror que el atropello de la habitación de los vivientes. Todos los pueblos han respetado los sepulcros y los han puesto bajo el amparo de la religión; y, además, el cadáver de un hombre ilustre ha sido considerado siempre como un tesoro de mucho valor, digno de que se lo disputasen los pueblos, y tuviesen a dicha y orgullo la fortuna de poseerlo. Esta veneración se ha extendido a todo cuanto le perteneciera. Su habitación es conservada cuidadosamente y libertada de las injurias de los tiempos para que puedan visitarla las generaciones venideras; su traje, sus utensilios, sus muebles más insignificantes, se enseñan como una preciosidad, y tienen una estimación superior a todo precio. Santifique V. ese sentimiento del género humano; purifíquele de cuanto pueda mancillarle; llévele a un orden sobrenatural por su objeto y su fin, y tiene V. una explicación filosófica del culto de las reliquias, y se libra de la necesidad de condenar a las gentes sencillas y no sencillas, que hacen, por motivos religiosos, lo que hace, hasta en las cosas profanas, todo el género humano. Ya ve V. que donde se creyera sorprender misterios de superstición, se encuentran los sentimientos más tiernos y más sublimes de nuestra alma, purificados, elevados, dirigidos por la religión católica.

Voy finalmente a contestar a la última pregunta que V. me hace sobre la utilidad del culto de los Santos, respecto a conservar y promover el espíritu religioso entre los pueblos. Teme V. que, dándose al culto una dirección sobrado sensible, se pierda de vista el objeto principal, y se substituyan a lo esencial de la religión prácticas secundarias. Ante todo conviene advertir que la Iglesia católica no es culpable de ciertos abusos en que puedan haber caído algunos fieles. Cuando usted me arguye en este sentido, lejos de debilitar el dogma católico y la santidad de las prácticas de la Iglesia, me suministra una nueva razón para defender esas prácticas y el dogma en que se fundan. La excepción confirma la regla: no hubiera V. notado el abuso, si no fuera general el buen uso. Mucho antes que V. pensase en ello, había tomado la Iglesia las convenientes precauciones para evitar todo linaje de abusos, enseñando a los pueblos el verdadero sentido de las doctrinas católicas, y amonestándolos a que en semejantes actos procurasen conformarse al espíritu de la Iglesia y a sus venerables prácticas, con arreglo al ejemplo y enseñanza de sus legítimos pastores. Si V. insiste en que a pesar de esto ha habido algunos abusos, yo replicaré que esto es inevitable, atendida la condición de la flaca humanidad; y le rogaré que me señale una verdad, una costumbre, una institución, por puras y santas que sean, de que los hombres no hayan abusado repetidas veces. Dejando, pues, estas excepciones, que nada prueban, sino la debilidad humana, que, por cierto, no necesita ser probada de nuevo, vamos a la dificultad principal.

Tan lejos estoy de creer que pueda ser dañoso a la conservación y fomento de la religión el que se ofrezcan objetos a la sensibilidad, que antes bien lo considero útil y hasta necesario. El argumento de V. es de aquellos que, por probar demasiado, no prueban nada; pues que, sacando las últimas consecuencias del culto puramente espiritualista que V. desea, llegaríamos a condenar todo culto externo. Si hay inconveniente en interesar la sensibilidad con el culto, será preciso desterrar de los templos toda insignia religiosa, la música y toda especie de canto; y no sólo esto, sino arruinar los templos mismos, pues que están destinados a conmover al alma por medio de la sensibilidad, con sus formas magníficas e imponentes. De esto resulta con toda evidencia que no se puede admitir la teoría de V. sin condenar todo culto externo; por consiguiente, lo único que puede exigirse es que la sensibilidad no traspase sus límites, y se someta a las leyes que le imponga el verdadero espíritu religioso.

Es notable que el espíritu humano está sujeto continuamente a una acción y reacción. Cuando se halla muy penetrado de una idea o de un sentimiento, expresa su afección íntima con una forma sensible, y, por el contrario, las formas sensibles ejercen sobre nuestro espíritu una reacción misteriosa, excitando y aclarando las ideas, y avivando y enardeciendo los sentimientos. Hay aquí dos movimientos que se ayudan recíprocamente: uno de dentro hacia fuera, otro de fuera hacia dentro: resultado natural de la íntima unión del cuerpo con el espíritu, y expresión de la harmonía establecida por el Criador entre dos seres tan diferentes, unidos íntimamente con un lazo misterioso.

En estos principios se funda la razón filosófica de la naturalidad y utilidad del culto externo. Naturalidad, en cuanto es muy natural al hombre expresar sensiblemente sus pensamientos y sentimientos; utilidad, en cuanto esas expresiones sensibles tienen la propiedad de aclarar y conservar los pensamientos, y excitar y enardecer los sentimientos. Ahora bien: presentada la cuestión desde este punto de vista, se descubre a la primera ojeada la inmensa utilidad del culto de los Santos. En él se despliegan los sentimientos más naturales del corazón, se pone el hombre en comunicación con la divinidad por medio de seres que fueron un día frágiles como él, y que, aun ahora, son de su misma naturaleza. Les habla su lenguaje, les cuenta sus penas, los interesa para que le ayuden en su desventura; y al darles gracias por algún favor conseguido, como que se propone hacerlos participantes de su dicha. Esto, sin dejar de ser muy puro y muy santo, acomoda en cierta manera la sublimidad de la religión a la flaqueza humana: los misterios más altos se graban en la memoria con formas sensibles, y el cristiano encuentra en los Santos un dulce atractivo para la devoción, y hermosos modelos de donde puede tomar reglas seguras para dirigir su conducta.

Estas consideraciones son suficientes para desvanecer las dificultades que le presentaban a V. los dogmas católicos desde un punto de vista falso; por ellas se habrá V. convencido de que no confundimos lo principal con lo accesorio, ni lo esencial con lo accidental. Dios, Ser infinito, origen de todo, fin de todo, término final de todo culto; Jesucristo, Dios y hombre, redentor del humano linaje, en cuyo nombre esperamos salvarnos; los Santos, amigos de Dios, unidos con nosotros por el vínculo de la caridad e intercediendo por nosotros; el hombre, compuesto de cuerpo y alma, expresando sensiblemente lo que experimenta en su espíritu, y fomentando sus afecciones interiores con objetos sensibles; Dios, Jesucristo, principales objetos de nuestro culto; los Santos, objeto de nuestra veneración en cuanto están unidos con Dios y con Jesucristo, Dios y hombre: he aquí en resumen las grandes ideas del catolicismo en materia de culto. Examínelas V. bajo todos los aspectos y nada encontrará en ellas que no sea razonable, justo, santo, digno de una religión divina. De V. afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Carta XXIII: Comunidades religiosas.

Injusticia de ciertas restricciones. Su derecho a la libertad. Razonable opinión del escéptico sobre este punto. Si las comunidades religiosas son cosa esencial en la Iglesia. Se explican los varios sentidos de esta cuestión. Las comunidades religiosas y la sociedad; su historia y porvenir.


Mi estimado amigo: Ya extrañaba yo que, habiendo dado V. rienda suelta a su imaginación para recorrer todo lo relativo a los dogmas cristianos, sin olvidarse de la moral y del culto, no me hubiese hablado de las comunidades religiosas, siendo éstas una institución predilecta en la Iglesia católica. Los incrédulos apenas saben mentar el catolicismo, sin permitirse algunos ataques contra las comunidades religiosas; y, hablando ingenuamente, me ha sorprendido no poco el hallarle a V. tan moderado en este punto. No dudaba yo de que V. profesase principios de tolerancia y libertad; pero, como la experiencia me ha enseñado que a esos principios de libertad y tolerancia no siempre se les da una rigurosa aplicación, no estaba seguro de que no hiciese V. una excepción en contra de las comunidades religiosas, poniéndolas, por decirlo así, fuera de la ley. Afortunadamente, he tenido el placer de engañarme; y ha sido para mí una particular satisfacción el oír de boca de V. que, aun cuando no profese las doctrinas católicas, ni se sienta inclinado a trocar el bullicio del mundo por el silencio y la soledad de los claustros, no deja de comprender la posibilidad de que otros hombres se hallen en disposición de ánimo muy diferente, y abracen con sinceridad y fervor un sistema de vida totalmente contrario a las ideas y costumbres mundanas.

Además, también veo con mucho gusto que V. reconoce la necesidad y la justicia de dejar a cada cual en amplia libertad para abrazar la vida religiosa en el modo y forma que bien le pareciere. Nada tengo que añadir a las siguientes palabras que encuentro en la apreciada de V.: «Nunca he podido comprender en qué se fundan los sistemas restrictivos en lo tocante a la vida religiosa. Los que tienen dinero disfrutan amplia libertad de gastarle como mejor les agrada, y nadie se mete con ellos, aunque lo hagan lo más alegremente del mundo; los aficionados a placeres los gozan sin más restricción que los límites de su bolsillo o sus previsiones higiénicas; los amigos de festines los celebran cuando quieren sin que nadie se lo impida, aunque la algazara de los brindis y el ruido de la orquesta atruenen la vecindad; los que gustan de habitar en espléndidas moradas, y lucir soberbios trenes, lo ejecutan sin más formalidades que la de consultar las existencias de la caja o la longanimidad de los acreedores; ni siquiera falta libertad para la corrupción de costumbres, y las autoridades toleran el libertinaje bajo distintas formas, con tal que no se insulte al decoro público con demasiada impudencia. El pródigo derrama; el codicioso amontona; el inquieto se agita; el curioso viaja; el erudito estudia; el filósofo medita: cada cual vive conforme a sus ideas, necesidades o caprichos. Hay completa libertad para todo el mundo: se forman compañías de comercio; sociedades de fabricantes o de operarios; asociaciones de fomento para este o aquel ramo; sociedades de beneficencia, de ciencias, de literatura, de bellas artes; ¿y no dejaremos en libertad a algunos individuos que creen hacer una obra buena, servir a Dios, ser útiles a sus semejantes, obedecer a una vocación del cielo, reuniéndose bajo determinadas leyes, con tales o cuales obligaciones, con este o aquel objeto? Le repito a V. que jamás he podido comprender esa peregrina jurisprudencia, que restringe una cosa que, si no es buena, es ciertamente inofensiva. Alcanzo sin dificultad que, cuando las comunidades religiosas contaban no sólo con crecido número de individuos, sino también con mucha riqueza, violentásemos algún tanto en su contra los principios de tolerancia y libertad; pero ahora, cuando los peligros de la dominación monástica no son más, hablando entre nosotros, que armas de partido para gritar y revolver, me parece sumamente injusto y hasta impolítico el emplear una violencia opresiva que no conduce a nada. El espíritu de la época no es ciertamente favorable a los institutos monásticos; y me parece que el mundo está más bien amenazado de ser disuelto por el amor de los goces positivos, que esterilizado y helado por el cilicio y los ayunos.» De esta manera me ha evitado V. el trabajo de extenderme en reflexiones sobre este punto, expresando clara y brevemente lo mismo que sienten todos los hombres juiciosos, libres de un espíritu de rencorosa parcialidad. Voy, pues, a contestar rápidamente a las demás preguntas que se sirve V. dirigirme sobre las relaciones de los institutos religiosos con la religión misma y con la sociedad en general.

Desea V. que le aclare un tanto las ideas sobre la debatida cuestión de si los institutos religiosos son cosa tan esencial en la Iglesia, que no se los pueda combatir sin conmover los cimientos del catolicismo; pues que «la variedad que en este punto nos ofrecen la historia y la experiencia, da lugar a encontrados discursos y disputas interminables». Nada más fácil, mi apreciado amigo, que satisfacer en esta parte los deseos de usted; pues creo que, con tal que se aclaren debidamente las ideas, no hay ni puede haber discursos encontrados, ni interminables disputas, ni cuestión de ninguna clase.

Son cosas esenciales en la Iglesia católica la unidad en la fe, los sacramentos, la autoridad de los pastores legítimos, distribuidos en la conveniente jerarquía, todos bajo el primado de honor y de jurisdicción del sucesor de San Pedro y vicario de Jesucristo, el Romano Pontífice. Aquí no encuentra V. las comunidades religiosas; y, si por un momento suponemos que han sido todas suprimidas, sin quedar ni una sola sobre la faz de la tierra; la Iglesia permanece aún; vive con sus dogmas, con su moral, con sus sacramentos, con su disciplina, con su admirable jerarquía, con su autoridad divina; esto es verdad, es cierto, indudable; y, si en este sentido se quiere decir que las comunidades religiosas no son esenciales al catolicismo, se afirma una cosa muy sabida, que ningún católico niega ni puede negar. En cuyo caso no hay disputa ni cuestión de ninguna especie. Prosigamos aclarando las ideas.

En la Iglesia católica hay la fe, que nos enseña sublimes verdades sobre los destinos del hombre, unas terribles, otras consoladoras; hay la esperanza, que nos levanta en sus alas divinas, y nos lleva hacia las regiones celestiales, inspirándonos fortaleza en las adversidades de un momento que sufrimos sobre la tierra, y comunicándonos una santa moderación en la deleznable fortuna que tal vez nos sonríe, haciendo que la veamos en toda su pequeñez, en toda su volubilidad, cuando la comparamos con el bien eterno e infinito a que debemos aspirar; hay la caridad, que nos hace amar a Dios sobre todas las cosas, inclusos nosotros mismos, que nos hace amar a todos los hombres en Dios y que, por consiguiente, nos inspira el deseo de ser útiles a nuestros semejantes; hay el Evangelio, donde, a más de los preceptos cuyo cumplimiento es necesario para entrar en la vida eterna, se contienen los sublimes consejos de venderlo todo y darlo a los pobres, de llevar una vida casta como los ángeles en el cielo, de despojarse completamente de la propia voluntad, de abrazar la cruz y seguir a Jesucristo sin mirar hacia atrás: hay un espíritu vivificante que ilumina los entendimientos, domina las voluntades, ablanda los corazones, transforma al hombre entero, y le hace capaz de resoluciones heroicas, que ni siquiera podría concebir la humana flaqueza. Todo esto hay en la religión cristiana; y ¿cuál es, cuál debe ser el resultado? Helo aquí: algunos hombres no quieren limitarse al cumplimiento de los mandamientos divinos, y desean tomar por regla de su conducta no sólo los preceptos, sino también los consejos del Evangelio. Recordando las palabras de Jesucristo en que recomienda la oración en común, y promete a los que así lo hagan, su asistencia de un modo particular; recordando las augustas costumbres de la primitiva iglesia, en que los fieles vendían sus propiedades y llevaban su precio a los pies de los Apóstoles; recordando lo muy agradable que es a Dios la virtud de la castidad, lo muy acepta que es a Jesucristo la obediencia, pues que él se hizo obediente hasta la muerte, se reúnen para animarse y edificarse recíprocamente; prometen a Dios observar las virtudes de pobreza, castidad y obediencia; ofreciéndole de esta manera en holocausto lo que el hombre tiene de más caro, que es la libertad, y precaviéndose al mismo tiempo contra su propia inconstancia. Los unos se abandonan a las mayores austeridades; otros se entregan a incesante contemplación; otros se dedican a la educación de la niñez; otros a la instrucción de la juventud; otros se consagran al ministerio de la divina palabra; otros al rescate de los cautivos; otros al consuelo y cuidado de los enfermos; y he aquí los institutos religiosos. Sin ellos se concibe la religión; pero ellos son un fruto natural de la religión misma; nacen espontáneamente en el campo de la fe y de la esperanza, bajo el soplo vivificante del amor de Dios. Donde se plantea la religión, allí aparecen; si se los arranca, vuelven a brotar; si se los destroza, sus miembros dispersos sirven de fecunda semilla para que resuciten bajo nuevas formas, igualmente bellas y lozanas.

Ya ve V., mi apreciado amigo, que, mirada la cosa desde esta altura, desaparecen las cuestiones arriba indicadas. Preguntar si puede haber catolicismo sin comunidades religiosas, es preguntar si donde hay sol que esparce en todas direcciones el calor y la luz, si donde hay un aire vivificante, si donde hay una tierra feraz regada con abundante lluvia, puede faltar la vegetación; preguntar si las comunidades religiosas pueden morir para siempre, es preguntar si los huracanes transitorios que devastan las campiñas, pueden impedir que la vegetación renazca, que los árboles florezcan de nuevo y produzcan sus frutos; que los campos se cubran de mieses. Así nos lo enseña la historia, así nos lo atestigua la experiencia; querer un catolicismo que no inspire a algunos hombres privilegiados el deseo de abandonarlo todo por amor de Jesucristo, de consagrarse a la meditación de las verdades eternas y al bien de sus semejantes, es querer un catolicismo sin el calor de la vida, es imaginarse un árbol endeble, cuyas raíces no penetran en el corazón de la tierra, y que se seca a los primeros ardores del verano, o es arrancado fácilmente al soplo del aquilón.

Me pregunta V. lo que pienso sobre la utilidad social de las comunidades religiosas, y si creo que bajo este aspecto se les puede otorgar algún porvenir, atendido el espíritu y la marcha de la civilización moderna. Como una carta no permite la amplitud requerida por la inmensa cuestión suscitada con esta pregunta, me limitaré a dos puntos de vista, que espero serán aprovechados por el talento y la ilustración de V.

Bajo el aspecto histórico, se puede establecer, por regla general, que la fundación de los diferentes institutos religiosos, a más de su objeto cristiano y místico, ha tenido otro eminentemente social, y exactamente acomodado a las necesidades de la época. Si se estudia la historia de las comunidades religiosas teniendo presente esta idea, se la encuentra realizada en todos tiempos y países, de una manera asombrosa. El oriente y el occidente, lo antiguo y lo moderno, la vida contemplativa y la activa: todo ofrece abundantes materiales históricos que comprueban la exactitud de la observación; en todas partes se la encuentra verificada con admirable regularidad (3).

Esto pienso sobre la historia de las comunidades religiosas; no me es posible reproducir en una carta las razones y los hechos en que fundo mi opinión; si tiene V. ocio bastante para dedicarse a esta clase de estudios, abandono con entera seguridad la cuestión al buen juicio de V. Ahora voy a presentar en breves palabras el otro punto de vista, relativo al porvenir de dichos institutos.

Como nosotros creemos que la Iglesia no perecerá, sino que durará hasta la consumación de los siglos, estamos seguros también de que el divino Espíritu que la anima, no la dejará nunca estéril, y que la hará producir no sólo los frutos necesarios para la vida eterna, sino también los que contribuyen a realzar su lozanía y hermosura. Las comunidades religiosas, pues, durarán bajo una u otra forma: ignoramos las modificaciones que ésta podrá sufrir; pero descansamos tranquilos a la sombra de la Providencia.

Tocante a la utilidad social de las comunidades religiosas en el porvenir, la cuestión es para mí muy sencilla. ¿Pueden ser útiles a la civilización moderna grandes ejemplos de moralidad, el espectáculo de virtudes heroicas, de abnegación y desprendimiento sin límites? ¿Tienen las sociedades modernas grandes necesidades que satisfacer? La educación de la infancia, y muy particularmente la de las clases pobres, la organización del trabajo, el espíritu de asociación para el fomento de los grandes intereses procomunales, las casas de expósitos, las penitenciarias, los establecimientos de corrección, y toda clase de instituciones de beneficencia, ¿dejan de ofrecer problemas sumamente complicados, de presentar gravísimas dificultades, de necesitar el auxilio del desprendimiento, del amor de la humanidad desinteresado y ardiente? Ese desinterés, esa abnegación, ese ardiente amor de la humanidad, sólo pueden nacer de la caridad cristiana; ésta puede obrar de infinitas maneras; pero el secreto para que su acción sea más bien dirigida, más enérgica, más eficaz, es hacer que se personifique en algunas de esas instituciones que se sobreponen a las afecciones particulares, que viven largos siglos como un grande individuo, en el cual no figuran las personas sino como en el cuerpo humano las moléculas que entran y salen incesantemente en el movimiento de la organización.

Repito que tengo viva esperanza en la utilidad social de las comunidades religiosas. En el porvenir de la civilización moderna se me ofrecen como poderosos elementos de conservación en medio de la destrucción que nos amenaza, como un lenitivo a crueles sufrimientos, como un remedio a males terribles. El egoísmo lo invade todo; y yo no conozco medio más eficaz para neutralizarle, que la caridad cristiana. Los hombres se reúnen para ganar, y también para socorrerse por cálculo; yo deseo que se reúnan, además, para auxiliarse con absoluto desprendimiento del interés propio, ofreciéndose en holocausto por el bien de sus semejantes. Esto hacen las comunidades religiosas; y, por esta razón, me prometo mucho de su influencia en el porvenir del mundo. No pueden ser inútiles mientras haya salvajes y bárbaros que civilizar, ignorantes que instruir, hombres corrompidos que corregir, enfermos que aliviar, infortunados que consolar. De usted afectísimo S. S. Q. B. S. M.

J.B.



Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta XX: Culto de los Santos.