Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta XXIII: Comunidades religiosas.


Carta XXIV: La severidad de las comunidades religiosas.

Sus razones. Qué es el religioso. Sus peligros. Contraste. Actividad humana. Necesidad de un pábulo. Leyes e instituciones. Su necesidad de preservativos. Gradación de los tránsitos del bien al mal. Ejemplo de la infracción de las leyes. Las formalidades. Las leyes más fuertes no son las más observadas. Sabiduría de los fundadores de los institutos religiosos. Abundancia de ocupaciones y prácticas. Ley de la distribución de fuerzas entre las facultades del alma. Dicho de Chateaubriand sobre San Jerónimo, San Bernardo, Santa Teresa de Jesús.


Mi apreciado amigo: Ha podido V. notar en mi carta anterior que exponía mis ideas con la mayor brevedad posible, y para esto tenía una razón especial, que consistía en el temor de que el asunto se le hiciese pesado; pues que daba yo por cierto que las comunidades religiosas no habrían sido el objeto favorito de los estudios de V., y que, por consiguiente, sólo podría soportar algunas indicaciones rápidas en las que la memoria de los claustros no le hiciese perder el recuerdo del mundo. Ahora veo que su espíritu de V. va tomando una dirección algo más seria; y no cree ya que objetos cuya historia ocupa largos siglos, y que de tal modo se enlazan con el desarrollo social de las naciones modernas, puedan ser conocidos con un estudio superficial, ni deban ser condenados con ocurrencias agudas. Al fin va V. penetrándose de la injusticia y frivolidad del método volteriano, que traduce sus dificultades en sarcasmos, y contesta a las razones más sólidas con una sonrisa burlona. El error es más tolerable cuando va acompañado de cierto amor a la razón y sentimientos de equidad. Mis observaciones sobre las comunidades religiosas le parecen a V. dignas de atención; esto me basta, pues que mi objeto no era otro que excitar la curiosidad de V. por si lograba que algún día estudiase a fondo estas materias con el detenimiento que su gravedad reclama. Mal podía lisonjearme de circunscribir esta cuestión a los reducidos límites de una carta, cuando estoy persuadido de que podría escribirse sobre este punto una interesante obra y de no escasas dimensiones. Como quiera, ya que V. se empeña en continuar discutiendo, no tengo inconveniente en satisfacer sus deseos.

Considera V. los institutos religiosos bajo el aspecto de la severidad, pareciéndole ésta un tanto excesiva, atendida la humana flaqueza; e innecesaria, además, para conseguir el objeto que los fundadores se proponían. Yo tengo sobre este particular convicciones muy diferentes; y para ello me fundo, no precisamente en el respeto debido a la sabiduría y santidad de aquellos ilustres varones, sino en razones nacidas de la naturaleza misma del corazón humano. Voy a exponerlas brevemente.

La vida religiosa aísla en cierto modo de los demás hombres al individuo que la profesa. Con los votos se rompen los lazos que le unen al mundo; la amistad y la familia desaparecen, en cuanto se opongan al objeto del instituto. El religioso es un hombre que, aunque mora sobre la tierra, está enteramente consagrado a las cosas del cielo. La propiedad, ese poderoso vínculo que liga a los individuos y a las familias, que los hace pegar, por decirlo así, a un lugar determinado, como se pega la planta a la tierra de donde recibe su vida, no existe para el religioso; no sólo no la tiene, sino que se ha privado de la facultad de tenerla; por amor de Jesucristo, se ha hecho pobre para siempre; se ha condenado a no poseer nada. Con el voto de castidad está privado de la familia; y con la vida común no puede tener aquellas relaciones domésticas que substituyen en el corazón a las de la familia propia. La obediencia no le permite elegir el lugar de su habitación, ni tampoco entregarse a sus ocupaciones predilectas. Es un hombre excepcional en todo; que en todo se mueve por reglas diferentes de las del común de los hombres.

Este individuo, aislado de esta manera, sin más contacto con el mundo que el que le permiten las prescripciones a que se halla sometido, no deja de ser hombre, no se ha convertido en ángel; tiene sus flaquezas, sus deseos, sus caprichos; abriga un corazón que late, que está sometido a las mismas impresiones que el de los que viven en medio del mundo. Lleno de juventud y de vida, su pensamiento vuela más allá del recinto monástico; su corazón se dilata, necesita satisfacerse con algunos objetos que si no los encuentra en su instituto, irá a buscarlos en otra parte. ¡Desgraciado, si aflojada la severidad de la disciplina religiosa, teniendo un pie en el claustro, pone el otro en los umbrales del mundo; si quiere vivir en dos elementos, a manera de anfibio que tan pronto se sepulta en las inmensidades de un lago, como respira un aire que abrasa, en el ardor de los arenales! Los resultados no pueden menos de ser funestos: se establece una implacable lucha entre las influencias de elementos tan contrarios; el infortunado se halla sometido a la acción de dos fuerzas opuestas; su alma necesita dividirse en dos partes, por decirlo así; su corazón, sujeto a violentas alternativas de expansión y compresión, se rompe y destroza.

Entonces, resulta por necesidad un chocante desacuerdo entre el instituto y la conducta, entre las palabras y las obras: siendo el desorden tanto más monstruoso, cuanto es más vivo el contraste. He aquí una razón profunda de la severidad de los fundadores: he aquí por qué lo que a primera vista pudiera parecer exageradamente riguroso, es altamente cuerdo y previsor. Un hombre sin propiedad, sin familia, sin libertad en sus actos, consagrado por voto a la práctica de las virtudes evangélicas, y que, sin embargo, se olvidase de sus deberes y reuniese en torpe mezcolanza el traje de la austeridad con la relajación del mundo, sería un objeto repugnante.

Ahora bien, en el fondo del alma humana hay un caudal de actividad que se despliega con el ejercicio de diferentes facultades: el entendimiento, la voluntad, la imaginación, el corazón, necesitan pábulos en que cebarse; mientras el hombre vive, sus facultades viven con él; vano empeño sería pretender ahogarlas; lo que conviene es moderarlas, dirigirlas, subordinar a las más nobles, las menos nobles; procurar que la expansión y energía de aquéllas no permitan a éstas traspasar los límites señalados por la razón y la moral. La indulgencia con las malas pasiones, con los instintos peligrosos, lejos de producir el saludable desahogo que usted se promete, levantarían en el corazón movimientos tempestuosos, y acabarían pronto con toda disciplina. La historia de la Iglesia nos ofrece repetidos ejemplos que confirman esta verdad y justifican la previsión de los fundadores de los institutos religiosos. La naturaleza humana es tan débil, son tantos los pliegues de nuestro corazón, son tan varias e ingeniosas las ilusiones con que procuramos engañarnos, que la experiencia atestigua no estar de sobra ninguna precaución cuando se trata de evitar abusos; mayormente, si es preciso extender la vista más allá de la esfera individual y ocuparse en instituciones que han de vivir largos siglos. Esta consideración me lleva naturalmente al examen de lo que V. llama «pequeñeces que se pueden despreciar sin perjuicio de la disciplina».

Todas las leyes, todas las instituciones aplicables a los hombres, necesitan, a más de su constitutivo esencial, fuertes preservativos contra la destructiva acción del tiempo y del contacto humano. El mundo moral, a semejanza del físico, está sujeto a un continuo flujo y reflujo de acción y reacción. A todo lo que debe durar mucho tiempo, no le basta abrigar un poderoso principio de vida que rechace la corrupción y la muerte de las regiones del corazón y de las vísceras indispensables a las principales funciones del organismo; es necesario que los preservativos se hallen a larga distancia del centro de la vida, en todos los puntos de la periferia, como centinelas avanzados que rechazan la corrupción y la muerte, mucho antes que lleguen a entablar su lucha destructora en los puntos más delicados de la organización.

Eche V. una ojeada sobre las leyes sin observancia, sobre las costumbres corrompidas, sobre las instituciones políticas o sociales que han perdido su fuerza; siga usted la historia de la decadencia de las cosas mejores; y notará que en el bien como en el mal hay en el mundo una ley por la cual se hacen los tránsitos de un extremo a otro, no repentinamente, sino por una gradación suave y muchas veces imperceptible.

¿Por qué ha caído en desuso una ley utilísima, hasta el punto de que nadie repara en infringirla abiertamente? ¿Se comenzó por quebrantarla sin rebozo? De ninguna manera. Lo que se hizo fue principiar por el descuido de una formalidad, al parecer de poca importancia: la prescripción de la ley quedaba cumplida; lo que se dejaba sin observancia era una cosa insignificante, puramente reglamentaria, que ni se hallaba en la mente del legislador, ni siquiera formaba parte de la ley. La rendija estaba abierta; el tiempo debía encargarse de ensancharla.

La ley, mientras estaba cubierta por la formalidad llamada insignificante, no se hallaba en contacto inmediato con las resistencias que encontraba en la ejecución. La formalidad era una especie de cuerpo tupido y elástico, que quebrantaba el ímpetu de los choques, y no dejaba que saliesen lastimados los artículos de la ley. La formalidad ha desaparecido; los artículos se hallan descubiertos, desnudos; encontrando una resistencia, ellos tendrán que sufrir el roce o el golpe; y será más fácil que los lastime. Y esa resistencia más o menos fuerte, la encuentra toda ley; porque la ley sería inútil, si no tuviese por objeto el restringir en algo la libertad, el oponerse a fuerzas que quieren extralimitarse.

¿Qué sucede en tal caso? Antes se luchaba con la formalidad, ahora se lucha con el mismo texto de la ley: su letra está terminante; pero su espíritu, cosa de suyo algo vaga, se presta a interpretaciones favorables. El legislador dijo esto; no cabe duda; pero su mente no podía ser tan rígida; las circunstancias han variado notablemente; y, además, el caso de que se trata hic et nunc, es de tal naturaleza, que, si el legislador pudiera ser consultado, se pondría de parte de la interpretación benigna. También se ha de tener presente que el artículo a cuya letra se quiere faltar, es de los menos importantes; si se tratase de alguno fundamental, ya sería otra cosa; entonces se observarían con todo rigor la mente y la letra. La transacción se ha consumado, mi apreciado amigo; el artículo de la ley es quebrantado, la rendija se ha convertido en un anchuroso boquerón: bien pronto entrarán por él cuantos deseen marchar a su objeto por el camino más corto; con el tránsito continuo la abertura se hará más espaciosa, y la ley, sin ser derogada, quedará anulada completamente. La infracción había comenzado por la formalidad insignificante, y el resultado ha sido quedar reducida la pobre ley a una insignificante formalidad; porque tales somos los hombres: cuando hay algo que contraría nuestras pasiones o intereses, atropellamos por todo, rompiendo primero las formas, destruyendo después el fondo más íntimo de los objetos; pero cuando los intereses y las pasiones pueden ya obrar holgadamente, sin encontrar ninguna resistencia, entonces nos acordamos de alguna formalidad inofensiva, la ponemos en práctica, y con la mayor seriedad del mundo nos hacemos la ilusión de que observando la formalidad, observamos todavía la difunta ley.

La historia de la infracción de las leyes es la historia de la corrupción de las costumbres, de la decadencia de las instituciones más robustas, de la degeneración de las cosas más santas. Nuestro corazón es profundamente sagaz; somos más hipócritas con nosotros mismos, que con los otros. Las arterías que empleamos para engañarlos a ellos, no tienen comparación, ni en número ni en calidad, con las que inventamos y practicamos para engañarnos a nosotros mismos.

Toda ley, toda institución, deben estar rodeadas de fuertes preservativos. La habilidad del legislador, del fundador o del institutor, se manifiesta en el modo con que ha sabido tomar las avenidas por donde su obra debía recibir los ataques de las pasiones y flaquezas humanas. Una ley puede ser muy severa, estar acompañada de una sanción terrible, y, sin embargo, no servir para su objeto, y estar segura de ser luego quebrantada; así como otra muy suave en el fondo, puede estar combinada tan sabiamente, rodeada de tan oportunos preservativos, que se estrellen en ellos los ataques más impetuosos, y posea fuerza bastante para triunfar de las mayores resistencias.

A la luz de estas observaciones, comprenderá V. sin dificultad la dilatada previsión encerrada en las minuciosidades que le escandalizan a V. En general, los fundadores de los institutos religiosos se distinguieron no sólo por su santidad, sino por un profundo conocimiento del corazón humano. No pocos, entre ellos, habrían sido excelentes legisladores. Tan distante me hallo de tener por excesivas las precauciones que a V. le parecen tales, que, por el contrario, creo no se los pudiera culpar, y antes bien alabar, si las hubiesen tomado mayores. La acción del tiempo y el fuego de las pasiones humanas ejercen de continuo un roce, destructor, que muchas veces no ha menester choques violentos para acabar con las cosas más robustas. Juzgue V. lo que sucedería, si no se hubiesen tomado a tiempo las precauciones convenientes.

No comprende V. la razón del «cúmulo de obligaciones con que se hallan abrumados algunos institutos religiosos»: siendo ésta una objeción general, sólo se le puede contestar con reflexiones generales. Una de éstas, y que me parece decisiva, la tengo ya indicada anteriormente. La actividad, y sobre todo en individuos aislados, necesita un pábulo continuo. La llama de la vida ha de consumir algo; si la dejamos encerrada, ociosa en nuestro interior, nos devora a nosotros mismos. Sin mucha ocupación, sin multiplicadas prácticas, ¿cómo se llena la vida de un solitario?; ¿cómo se evita que se levanten en su corazón formidables borrascas, o que sucumba bajo el peso de un tedio insoportable? Estas consideraciones son bastantes para desvanecer las prevenciones de V. contra lo que apellida «exagerado misticismo de algunos institutos religiosos», pero, como este último punto es de la más alta importancia, quiero someter al buen juicio de V. otras reflexiones, que me parecen dignas de atención.

Es un hecho fundamental, constantemente observado, que, la actividad de nuestras facultades gasta de un fondo común, y que el aumento de fuerza en las unas suele llevar consigo disminución en las otras. No es posible tener en muchos sentidos un mismo grado de actividad; y de aquí ha nacido el proverbio de las escuelas: «pluribus intentus minor est ad singula sensus». Cuando las facultades animales tienen un gran desarrollo, las intelectuales y morales padecen debilidad; y, por el contrario, cuando la parte superior del hombre, el entendimiento y la voluntad, se desenvuelven con grande energía, las pasiones se enflaquecen y pierden su imperio sobre la conducta. Los grandes pensadores se han distinguido, casi siempre, por su alejamiento de los placeres de la vida; y los hombres entregados a la sensualidad, rara vez se distinguen por la elevación de sus pensamientos. Quien está dominado por pasiones brutales, pierde aquella delicadeza de sentimientos que hace percibir inefables bellezas en el orden moral y hasta en el físico; y un continuado ejercicio de sentimientos exquisitos y puros, que saliendo de la esfera de la sensibilidad común, parecen tocar a las regiones de un modo ideal, se opone al desarrollo de las pasiones groseras, que lastiman el alma, arrastrándola por un lodazal inmundo.

Ya habrá V. comprendido a dónde voy a parar con estas observaciones: me propongo nada menos que defender el misticismo en el terreno de la filosofía; y manifestar la utilidad de que se le desenvuelva fuertemente en los institutos religiosos. La imaginación necesita espectáculos en que pueda saborearse; el corazón ha menester de objetos que exciten su amor; si no se le ofrecen en el terreno de la virtud, irá a tomarlos en el del vicio, y la llama no dirigida hacia Dios, se enderezará hacia las criaturas. ¿Le parece a V. que un corazón como el de Santa Teresa de Jesús podía vivir sin amar? Si no se hubiese consumido con la llama purísima del amor divino, se hubiera abrasado con el fuego impuro del amor terreno. En vez de un ángel que excita la admiración de los mismos incrédulos que han leído por casualidad alguna de sus páginas admirables, tal vez hubiéramos tenido que deplorar los extravíos de una mujer peligrosa, trasladando al papel sus pasiones con caracteres de fuego.

Chateaubriand, hablando de San Jerónimo, ha dicho con profunda verdad: «aquella alma de fuego necesitaba de Roma o del desierto.» ¡A cuántas y cuántas almas no pudiera aplicarse el pensamiento del ilustre poeta! El gran corazón de San Bernardo, ¿qué hubiera hecho de su sensibilidad, si no hubiese encontrado un inmenso pábulo en las cosas divinas? Aquella actividad inagotable, que atendía a las ocupaciones de religioso, a las de consejero de reyes y papas, y caudillo de un movimiento europeo que lanzaba el occidente sobre el oriente, ¿en qué se hubiera cebado, si desde sus primeros años no hubiese tenido un objeto infinito, Dios?

Hago estas indicaciones con la rapidez que exige la brevedad de una carta; V. podrá fácilmente desenvolverlas, aplicándolas a muchos personajes y a varias situaciones de la historia de la Iglesia en todos los siglos. No todos los hombres son como San Jerónimo y San Bernardo; pero todos necesitan ocuparse y amar. Si no se ocupan bien, se ocupan mal; el ocio no suele ser otra cosa que la práctica del vicio. Si no se ama lo bueno, se ama lo malo; si no arde en nuestro pecho la llama que purifica, arde la llama que afea. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. S. M. B.

J.B.



Carta XXV: El amor de la verdad y la fe.

Relaciones entre el entendimiento y el corazón. Objeción del escéptico contra lo extraordinario. No es signo de sabiduría la incredulidad en lo extraordinario. Razón de la credulidad de los grandes pensadores. Incredulidad de los ignorantes. Lo extraordinario en muchas cosas. Origen del lenguaje. Origen del hombre. Origen del mundo. Misterio de la vida. Misterios astronómicos. Por qué los hombres grandes son religiosos. Grandor y misterios de la realidad. Alta filosofía de los católicos.


Mi estimado amigo: No me parece de mal agüero la disposición de ánimo que manifiesta V. en su última apreciada; pues, aunque duda todavía de que la religión cristiana sea verdadera, desearía que lo fuese; es decir, que comienza V. a sentirse inclinado en favor de la religión: cuando se ama un objeto considerado siquiera como puramente ideal, ya no es tan difícil creer en su existencia; de la propia suerte que el odio a una realidad molesta produce deseos de negarla. El fiel que aborrece la verdad religiosa, está ya en el camino de la incredulidad; el incrédulo que la ama, está en el camino de la fe.

Se ha dicho con profunda verdad que nuestras opiniones son hijas de nuestras acciones; esto es, que nuestro entendimiento se pone con mucha frecuencia al servicio del corazón. Conserve V., pues, mi estimado amigo, esas disposiciones benévolas hacia las verdades religiosas; déjese V. llevar de esa inclinación suave que «en medio del escepticismo le causa con frecuencia la ilusión de que es un verdadero creyente»; ya que ha tenido la fortuna de no dudar de la Providencia, viva V. persuadido de que esta Providencia es quien le conduce: en mano todopoderosa están los entendimientos y los corazones; V. perdió la fe siguiendo las extraviadas inspiraciones de su corazón; Dios quiere volverle a la fe por inspiraciones del mismo corazón. Comience V. por amar las verdades religiosas, y bien pronto acabará por creer en ellas. Sólo piden ser vistas de cerca, no ser miradas con aversión; si llegan a ponerse en contacto con una alma sincera, están seguras de triunfar. El divino Espíritu que las anima, les comunica un sano atractivo a que nada resiste, sino los corazones empedernidos.

Al lado de esta disposición de ánimo que me llena de consuelo y esperanza, he visto con alguna extrañeza una de las razones que le impiden salir del escepticismo, y que V. con admirable serenidad apellida muy poderosa. «La regularidad de las leyes que gobiernan al mundo, y que tan visible se nos ofrece en todos los fenómenos sometidos a nuestra experiencia, le inspira a V. una especie de aversión a todo lo extraordinario; haciéndole temer que todo cuanto sale del orden común, aunque sea muy bello y muy sublime, deba limitarse a las regiones de la poesía. Recela V. que haya desacuerdo entre la realidad y esas bellas creaciones de fantasías fecundas y sentimientos sublimes; por más que sea V. amigo de la poesía, no puede resignarse a trocarla por la filosofía, siquiera se presente esta última con traje prosaico.» Tampoco quiero yo cambiar la realidad por ninguna ilusión, aun cuando fuese la más bella que cabe en humana fantasía; también amo la verdad, siquiera se presente con traje prosaico; pero no comprendo que esta verdad haya de encontrarse siempre, como V. indica, «en lo ordinario, en lo común, en lo que no llama la atención con apariencias prodigiosas, ni excita admiración y entusiasmo, pero que en cambio es muy real, muy positivo, y sigue su camino con uniforme regularidad». No tengo inconveniente en que «a los ruidos nocturnos que imaginaciones poéticas o asustadas se complacerían en atribuir a seres misteriosos, prefiera V. encontrarles la causa en el viento, en la lluvia, en el chirrido de aves inocentes, que no esperaban verse trocadas en genios maléficos»; pero cuando, animado con esa filosofía positiva, sale V. al encuentro de los creyentes, y exclama «lo ordinario, lo ordinario, lo demás está poco de acuerdo con el espíritu filosófico»; dudaba si la carta que estaba leyendo era de una persona tan ilustrada como V., sentía entonces un vivo deseo de vengarme, y espero que podré realizarlo a cumplida satisfacción.

Ante todo séame permitido observar que el no creer en cosas extraordinarias, no siempre es signo seguro de mucha filosofía. Esta incredulidad puede nacer de ignorancia; en cuyo caso, es dura, tenaz, poco menos que invencible. En la conversación con gentes poco instruidas y un tanto orgullosas, se nota este fenómeno de una manera chocante. Como los infelices han oído repetidas veces que en el mundo hay muchos engaños y que se cuentan grandes mentiras, toman esa vulgaridad por un excelente criterio, y le aplican desapiadadamente a cuanto se aparta del orden común. No tengo necesidad de protestar de que en el número de estos ignorantes no cuento a mi ilustrado adversario; pero, como V. insiste tanto en hermanar la filosofía con lo ordinario y lo común, no he podido resistir a la tentación de recordar un hecho, que me ha llamado la atención repetidas veces.

Pascal ha dicho con mucha verdad que hay dos clases de ignorantes: los que lo son completamente, y los que sólo pueden llamarse tales, porque, habiendo llegado al más alto grado de sabiduría, tienen un claro conocimiento de su propia ignorancia. Este dicho es aplicable en algún modo a la incredulidad en cosas extraordinarias. Los verdaderos sabios tienen en este punto una incredulidad templada por la razón, y sometida siempre a las condiciones de posibilidad, que les ha enseñado la observación o la luz de la ciencia. En general, puede asegurarse que estos hombres son incrédulos con alguna timidez, y que no pocas veces propenden a creer lo extraordinario. Cuando se penetra en los abismos, tanto del mundo físico, como del intelectual y moral, son tales las profundidades que se descubren, son tantos los misterios que se ven divagar entre las sombras atravesadas con algunas ráfagas de luz, que los grandes pensadores, los que se han acercado al borde de aquellos abismos contemplando sus profundidades insondables, apenas encuentran nada de que se atrevan a decir: esto no ha sido, esto no será, esto es imposible. Semejantes hombres no se espantan de la palabra extraordinario, porque en los fenómenos en apariencia más ordinarios, descubren un conjunto de cosas extraordinarias: o, hablando con más exactitud, un conjunto de cosas tanto más incomprensibles, cuanto son más ordinarias.

La incredulidad de los ignorantes, cuando se trata de cosas extraordinarias, es sumamente curiosa. Si oyen hablar de un fenómeno poco común o de una ley de la naturaleza que ofrezca algo sorprendente, aplican su soberano criterio: «en el mundo hay muchos engaños; a mí no se me hace creer eso»; y menean tontamente la cabeza, con un aire de satisfacción indecible.

Ya ve V. que no soy demasiado indulgente con los enemigos de lo extraordinario; pero, ya que estas observaciones no son aplicables a una persona como usted, voy a entrar en otra clase de consideraciones sobre lo ordinario y extraordinario, sin salir nunca del terreno de los hechos.

Usted no admite que Dios haya hablado al hombre, y prefiere explicar las tradiciones del género humano por el método ordinario de las ilusiones, de las imposturas, de la previsión de los legisladores, de las necesidades sociales, etc., etc. Todo esto es muy ordinario, y por lo mismo le deja a V. muy satisfecho. Ahora bien; ¿quiere V. que yo encuentre en la raíz de esto mismo una cosa muy extraordinaria, que todos los filósofos del mundo no serán capaces de explicarme? Hela aquí. ¿Quién ha enseñado a hablar a los hombres? Hasta el fin del mundo, le doy a V. tiempo para contestarme a la pregunta, si no quiere apelar a medios extraordinarios. No necesito repetir aquí lo que V. sabe tan bien como yo, sobre la opinión de los filósofos más eminentes respecto a la imposibilidad de que los hombres hayan inventado el lenguaje. Tenemos, pues, que el género humano ha recibido este don. ¿De quién? No ciertamente de los seres mudos que le rodean; henos aquí, pues, al hombre comunicándose con un ser superior, y recibiendo de éste la palabra. Esto no es de lo que V. llama ordinario y común; pero, desgraciadamente para los incrédulos, es absolutamente necesario.

Otra cosa extraordinaria. ¿De dónde ha salido el hombre? ¿Admite V. la narración de Moisés? Si la admite, ¿qué dificultad tiene V. en que Dios, que cría al hombre, que le enseña, que le habla una vez, le hable y le enseñe otras muchas? Lo extraordinario no se halla menos en un caso que en otro. Si no admite usted la relación de Moisés, pregunto nuevamente: ¿De dónde ha salido el hombre? ¿De las entrañas de la tierra y repentinamente? He aquí una cosa bien extraordinaria. ¿Por qué, una vez nacido, ha podido propagarse? He aquí otra cosa no menos extraordinaria. ¿Se ha formado por un desarrollo sucesivo, pasando por diferentes grados en el orden animal, de manera que los ascendientes de Bossuet, Newton y Leibnitz sean ilustres monos que a su vez hayan descendido de reptiles terrestres o de monstruos acuátiles, hasta bajar al ínfimo grado de los vivientes? Todas estas cosas creo que no dejarían de ser bastante extraordinarias; y ello es cierto, sin embargo, que es preciso admitir la narración extraordinaria de Moisés u otra semejante, o bien apelar a las apariciones repentinas o a las transformaciones sucesivas, cosas todas muy extraordinarias.

El origen del mundo encierra algo que tampoco puede entrar en el cauce de los acontecimientos ordinarios. Apele V. al sistema que quisiere: a Dios o al caos, a la historia o a la fábula, a la razón o a la fantasía; poco importa para la cuestión presente; el problema del origen de las cosas está aquí: ni la existencia ni el orden de las mismas pueden explicarse sin algo extraordinario.

Hablando ingenuamente, siento verme obligado a emplear esa clase de argumentos para convencer a quien ha estudiado las ciencias naturales. La naturaleza toda ¿qué es si no un inmenso misterio? ¿Ha meditado V. alguna vez sobre la vida? ¿Ha comprendido ningún filósofo en qué consiste esa fuerza mágica, que anda por caminos desconocidos, que obra por medios incomprensibles, que mueve, que agita, que hermosea, que produce dulcísimos placeres y causa tormentos insoportables; que se encuentra en nosotros y fuera de nosotros; que no se halla cuando se la busca; que ocurre cuando no se piensa en ella; que se propaga al través de la corrupción; que se enciende y se apaga sin cesar en innumerables individuos; que revolotea como una llama imperceptible, en las regiones de la atmósfera, en la faz y en las entrañas de la tierra, en la corriente de los ríos, en la superficie y profundidades del océano? ¿No hay aquí un misterio, y un misterio incomprensible? ¿No ve V. aquí, no siente algo que no cabe en esa cosa ordinaria, que V. quiere confundir con la filosofía?

La electricidad, el galvanismo, el magnetismo, ofrecen ciertamente fenómenos extraordinarios. ¿Los negaremos por no comprenderlos? ¿Y nos haremos la ilusión de que los comprendemos, sólo porque algunos de sus efectos se ofrecen a nuestros sentidos? Al fijar la consideración en esos arcanos de la naturaleza, ¿no se halla V. poseído de un profundo sentimiento de asombro?; ¿no se ha preguntado V. alguna vez: ¿qué hay tras de ese velo con que la naturaleza cubre sus secretos?; ¿no ha sentido V. desaparecer esa pequeña filosofía que clama: lo ordinario, lo ordinario?, ¿no ha sentido V. la necesidad de reemplazarla con el pensamiento sublime de que todo es extraordinario? En lugar de ese sentimiento pequeño, que confunde al filósofo con el vulgo, y que le comunica una miserable incredulidad por las cosas extraordinarias, ¿no ha experimentado V. una secreta inclinación a ver en todas partes el sello de lo extraordinario?

En una noche serena, cuando el firmamento se despliega a nuestros ojos como un manto azul tachonado de diamantes, fije V. la vista en aquel sublime espectáculo. ¿Qué hay en aquellas profundidades; qué son aquellos cuerpos luminosos que durante largos siglos brillan en la inmensidad del espacio, y siguen su majestuosa carrera con una regularidad inefable? ¿Quién ha extendido esa faja blanquecina llamada por los astrónomos vía láctea, y que en realidad es una zona inmensa cuajada de cuerpos cuyo volumen y distancias no caben en nuestra imaginación? ¿Qué hay en esos espacios infinitos donde el telescopio descubre cada día nuevos mundos; en esos espacios cuyos umbrales se hallan a una distancia de que no alcanzamos a formarnos idea? Las estrellas más cercanas ofrecen a nuestros ojos, no su situación actual, sino la que tuvieron hace largos años. Unas 55.660 leguas de 20.000 pies recorre la luz cada segundo; y, no obstante, se ha calculado que la más cercana de las estrellas no puede hacer llegar hasta nosotros su rayo luminoso, sino en el término de diez años; ¿qué sucederá con las más distantes? Lo que está sucediendo en las Nebulosas, las revoluciones que se están operando en aquellas profundidades sin fin, ¿no le parece a V. que se explicarían perfectamente con la pequeña fórmula de lo ordinario?

Los hombres más grandes han sido religiosos, y no es de extrañar: en el mundo físico, como en el moral, se encuentran tanto grandor, tan augustas sombras, tanto manantial de elevados pensamientos, de inspiraciones sublimes, que el alma se siente profundamente conmovida, y descubre por todas partes una especie de solemnidad religiosa. La claridad es la excepción, el misterio es la regla; la pequeñez está en alguna que otra apariencia; en el fondo de las cosas hay un grandor que excede toda ponderación. Ese grandor, ese misterio, no los sentimos porque no meditamos; pero, tan pronto como el hombre se concentra y reflexiona sobre ese conjunto de seres en cuya inmensidad se halla sumergido, y piensa en esa llama que siente arder dentro de sí propio, y que es en la escala de los seres como una ligera chispa en un océano de fuego, se siente sobrecogido por un sentimiento profundo, en que el orgullo se mezcla con el abatimiento, el placer con el espanto. ¡Oh!, entonces es bien pequeña esa filosofía que habla de lo ordinario, de lo común, y que tiene un ridículo horror a todo lo que sea extraordinario o misterioso. ¡Pues qué!, ¿todo cuanto nos rodea, todo cuanto existe, todo cuanto vemos, todo cuanto somos, es, por ventura, otra cosa que un conjunto de asombrosos misterios?

Dispénseme V., mi apreciado amigo, si se me ha ido la pluma, y me he olvidado algún tanto de que lo que escribía era una carta. Sin embargo, no me podrá usted acusar de que me haya lanzado a mundos imaginarios; no he salido de la realidad. V. me ha provocado inculcándome la necesidad de atenernos a lo ordinario, a lo común, a lo llano, dejándonos de cosas extraordinarias y misteriosas; me he visto precisado a interrogar al universo, no al ideal, no al ficticio, sino al real, al que tenemos a nuestra vista; y no tengo yo la culpa si este universo, si esta realidad es tan grande, tan misteriosa, que no se la pueda contemplar sin un arrebato de entusiasmo.

Déjenos V. creer en cosas extraordinarias; con esto no contradecimos la verdadera filosofía, sino que estamos de acuerdo con sus más altas inspiraciones. El que no crea, el que no esté satisfecho de los motivos de credibilidad que ofrece nuestra religión augusta, opónganos, si quiere, dificultades contra la verdad de nuestras doctrinas; pero guárdese de echarnos en cara la creencia en misterios incomprensibles, y de acusarnos por esto de poca filosofía; porque entonces mejora indudablemente nuestra causa; el incrédulo se confunde con el vulgo; y están de parte del católico los filósofos más eminentes. Queda de V. su afectísimo y S. S. Q. B. S. M.

J.B.


FIN




Balmes J. Cartas a un escéptico - Carta XXIII: Comunidades religiosas.