Balmes Jaime - El criterio - § III: Modo de estudiar un país



Capítulo XI: Historia

§ I: Medio para ahorrar tiempo, ayudar la memoria y evitar errores en los estudios históricos

El estudio de la Historia es no sólo util, sino también necesario. Los más escépticos no le descuidan, porque aun cuando no le admitiesen como propio para conocer la verdad, al menos no le desdeñarían como indispensable ornamento. Además que la duda, llevada a su mayor exageración, no puede destruir un número considerable de hechos que es preciso dar por ciertos si no queremos luchar con el sentido común.

Así, uno de los primeros cuidados que deben tenerse en esta clase de estudios es distinguir lo que hay en ellos de absolutamente cierto. De esta manera se encomienda a la memoria lo que no admite sombra de duda, y queda luego desembarazado el lector para andar clasificando lo que no llega a tan alto grado de certeza, o es solamente probable, o tiene muchos visos de falso.

¿Quién dudará que existieron en Oriente grandes imperios; que los griegos fueron pueblos muy adelantados en civilización y cultura; que Alejandro hizo grandes conquistas en el Asia; que los romanos llegaron a ser dueños de una gran parte del mundo conocido; que tuvieron por rival a la república de Cartago; que el imperio de los señores del mundo fue derribado por una irrupción de bárbaros venidos del Norte; que los musulmanes se apoderaron del África septentrional, destruyeron en España el reino de los godos y amenazaron otras regiones de Europa; que en los siglos medios existió el sistema del feudalismo, y mil y mil otros acontecimientos, ya antiguos, ya modernos, de los cuales estamos tan seguros como de que existen Londres y París?

§ II: Distinción entre el fondo del hecho y sus circunstancias. -Aplicaciones

Pero admitidos como indudables cierta clase de hechos, queda anchuroso campo para disputar sobre otros y desecharlos o darles crédito, y hasta con respecto a los que no consienten ningún género de duda, pueden espaciarse la erudición, la crítica y la filosofía de la Historia en el examen y juicio de las circunstancias con que los historiadores los acompañan. Es incuestionable que existieron las guerras llamadas púnicas, que en ellas Cartago y Roma se disputaron el imperio del Mediterráneo, de las costas de África, España e Italia, y que al fin salió triunfante la patria de los Escipiones, venciendo a Aníbal y destruyendo la capital enemiga; pero las circunstancias de aquellas guerra, ¿fueron tales como nosotros las conocemos? En el retrato que se nos hace del carácter cartaginés en el señalamiento de las causas que provocaron los rompimientos, en la narración de las batallas, de las negociaciones y otros puntos semejantes, ¿sería posible que hubiésemos sido engañados? Los historiadores romanos de quienes hemos recibido la mayor parte de las noticias, ¿no habrán mezclado mucho de favorable a su nación y de contrario a la rival? Aquí entra la duda, aquí el discernimiento; aquí entra ora el admitir con recelo y desconfianza, ora el desechar sin reparo, ora el suspender con mucha frecuencia el juicio.

¿Qué sería de la verdad a los ojos de las generaciones venideras si, por ejemplo, la historia de las luchas entre dos naciones modernas quedase únicamente escrita por los autores de una de las dos rivales? Y esto, sin embargo, lo han publicado los unos en presencia de los otros, corrigiéndose y desmintiéndose recíprocamente, y los acontecimientos se verificaron en épocas en que abundaban ya medios de comunicación y en que era mucho más difícil sostener falsedades de bulto. ¿Qué será, pues, viniéndonos las narraciones por un conducto sólo, y tan sospechoso por interesado, y tratándose de tiempos tan distantes, de comunicaciones tan escasas y en que no se conocían los medios de publicidad que han disfrutado los modernos?

Mucho se deberá desconfiar también de los griegos cuando nos refieren sus gigantescas hazañas, las matanzas de innumerables persas, sus rasgos de patriotismo heroico y cien cosas por este tenor. La fe ciega, el entusiasmo sin límites, la admiración por aquel pueblo de increíbles hazañas, allá se queda para los sencillos; que quien conoce el corazón del hombre, quien ha visto con sus propios ojos tanto exagerar, desfigurar y mentir, dice para sí: «El negocio debió de ser grave y ruidoso; parece que, en efecto, no se portaron mal esos griegos; pero en cuanto a saber el respectivo número de combatientes y otros pormenores, suspendo el juicio hasta que hayan resucitado los persas y los oiga pintar a su modo los acontecimientos y circunstancias.»

Esta regla de prudencia es susceptible de infinitas aplicaciones a lo antiguo y moderno. El lector que de ella se penetre, y no la olvide al leer la Historia, dé por seguro que se ahorrará muchísimos errores, y, sobre todo, no desperdiciará tiempo y trabajo en recordar si fueron sesenta o setenta mil los que murieron en tal o cual refriega, y si los pobres que anduvieron de vencida, y no pueden desmentir al cronista, eran en número cuadruplicado o quintuplicado, para su mayor ignominia y afrenta.

§ III: Algunas reglas para el estudio de la Historia

Como la Historia no entra en esta obrita sino como uno de tantos objetos que no deben pasarse por alto cuando se trata de la investigación de la verdad, fuera inoportuno extenderse demasiado en señalar reglas para su estudio; esto, por sí solo, reclamaría un libro de no pequeño volumen, y no conviene gastar un espacio que bien se ha menester para otras cocas. Así, me limitaré a prescribir lo menos que pueda y con la mayor brevedad que alcance.

Regla 1ª

Conforme a lo establecido más arriba (Cap. VIII), es preciso atender a los medios que tuvo a mano el historiador para encontrar la verdad y las probabilidades de que sea veraz o no.

Regla 2ª

En igualdad de circunstancias, es preferible el testigo ocular.

Por más autorizados que sean los conductos, siempre son algo peligrosos; las narraciones que pasan por muchos intermedios suelen ser como los líquidos, los que siempre se llevan algo del canal por donde corren. Desgraciadamente, abundan mucho en los canales la malicia y el error.

Regla 3ª

Entre los testigos oculares es preferible, en igualdad de circunstancias, el que no tomó parte en el suceso y no ganó ni perdió con él. (V. Cap. VIII.)

Por más crédito que se merezca César cuando nos refiere sus hazañas, claro es que a sus enemigos no los había de pintar pocos y cobardes, ni describirnos sus empresas como demasiado asequibles. Los prodigios de Aníbal, contados por sus enemigos, valen, por cierto, algo más.

¿Cómo vemos narradas las revoluciones modernas? Según las opiniones e intereses del escritor. Un hombre de aventajado talento ha dado a luz una historia del levantamiento y revolución de España en la época de 1808; y, sin embargo, al tratar de las Cortes de Cádiz al través del lenguaje anticuado y del tono grave y sesudo, bien se trasluce el joven y fogoso diputado de las Constituyentes.

Regla 4ª

El historiador contemporáneo es preferible; teniendo, empero, el cuidado de cotejarle con otro de opiniones e intereses diferentes, y de separar en ambos el hecho narrado de las causas que se le señalan, resultados que se le atribuyen y juicio de los escritores.

Por lo común, hay en los acontecimientos algo que descuella y se presenta a los ojos demasiado de bulto para que pueda negarlo la parcialidad del historiador. En tal caso exagera o disminuye, echa mano de colores halagüeños o repugnantes, busca explicaciones favorables apelando a causas imaginarias y señalando efectos soñados; pero el hecho está allí, y los esfuerzos del escritor apasionado o de mala fe no hacen más que llamar la atención del avisado lector para que fije la vista con atención en lo que hay, y no vea ni más ni menos de lo que hay.

Los informadores apasionados de Napoleón hablarán a la posteridad del fanatismo y crueldad de la nación española, pintándola como un pueblo estúpido que no quiso ser feliz; referirán las mil motivos que tuvo el gran Capitán para entrometerse en los negocios de la Península, y señalarán un millón de causas para explicar lo poco satisfactorio de los resultados. Por supuesto que llegarán a concluir que por esto no se empañan en lo más mínimo las glorias del héroe. Pero el lector juicioso y discreto descubrirá la verdad, a pesar de todos los amaños para obscurecerla. El historiador no habrá podido menos de confesar, a su modo y con mil rodeos, que Napoleón, antes de comenzar la lucha, y mientras las fuerzas del Marqués de la Romana le auxiliaban en el Norte, introdujo en España, con palabras de amistad, un numeroso ejército, y se apoderó de las principales ciudades y fortalezas, incluso la capital del reino; que colocó en el trono a su hermano José, y que, al fin, José y su ejército, después de seis años de lucha, se vieron precisados a repasar la frontera. Esto no lo habrá negado el historiador; pues bien, esto basta; píntense los pormenores como se quiera, la verdad quedará en su lugar. He aquí lo que dirá el sensato lector: «Tú, historiador parcial, defiendes admirablemente la reputación y buen nombre de tu héroe; pero resulta de tu misma narración que él ocupó el país, protestando amistad; que invadió sin título; que atacó a quien le ayudaba; que se valió de traición para llevarse al rey; que peleó durante seis años sin ningún provecho. De una parte estaba, pues, la buena fe del aliado, la lealtad del vasallo y el arrojo y la constancia del guerrero; de otra podían estar la pericia y el valor, pero a su lado resaltan la mala fe, la usurpación y la esterilidad de una dilatada guerra. Hubo, pues, yerro y perfidia en la concepción de la empresa, maldad en la ejecución, razón y heroísmo en la resistencia.»

Regla 5ª

Los anónimos merecen poca confianza.

El autor habrá tal vez callado su nombre por modestia o por humildad; pero el público, que lo ignora, no está obligado a prestar crédito a quien le habla con un velo en la cara. Si uno de los frenos más poderosos, cual es el temor de perder la buena reputación, no es todavía bastante para mantener a los hombres en los límites de la verdad, ¿cómo podremos fiarnos de quien carece de él?

Regla 6ª

Antes de leer una historia es muy importante leer la vida del historiador.

Casi me atrevería a decir que esta regla, por lo común tan descuidada, es de las que deben ocupar el lugar más distinguido. En cierto modo se halla contenida en lo que llevo dicho más arriba (Cap. VIII), pero no será inútil haberla establecido por separado, siquiera para tener ocasión de ilustrarla con algunas observaciones.

Claro es que no podemos saber qué medios tuvo el historiador para adquirir el conocimiento de lo que narra, ni el concepto que debemos formar de su veracidad si no sabemos quién era, cuál fué su conducta y demás circunstancias de su vida. En el lugar en que escribió el historiador, en las formas políticas de su patria, en el espíritu de su época, en la naturaleza de ciertos acontecimientos y, no pocas veces, en la particular posición del escritor se encuentra quizá la clave para explicar sus declamaciones sobre tal punto, su silencio o reserva sobre tal otro, por qué pasó sobre este hecho con pincel ligero, por qué cargó la mano sobre aquél.

Un historiador del revuelto tiempo de la Liga no escribía de la misma suerte que otro del reinado de Luis XIV; y trasladándonos a épocas más cercanas, las de la Revolución, de Napoleón, de la Restauración y de la dinastía de Orleans, han debido inspirar al escritor estilo y lenguaje. Cuando andaban animadas las contiendas entre los papas y los príncipes, no era, por cierto, lo mismo publicar una memoria sobre ellas en Roma, París, Madrid o Lisboa. Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano, os haréis cargo de la situación del escritor, y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una parte descifraréis una palabra obscura, en otra comprenderéis un circunloquio; en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una restricción; en aquélla adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura, o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida.

Pocos son los hombres que se sobreponen completamente a las circunstancias que los rodean; pocos son los que arrostran un gran peligro por la sola causa de la verdad; pocos son los que en situaciones críticas no buscan una transacción entre sus intereses y su conciencia. En atravesándose riesgos de mucha gravedad, el mantenerse fiel a la virtud es heroísmo, y el heroísmo es cosa rara.

Además, que no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos de la justicia y de la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta obligatorio, y, por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya dicho todo lo que pensaba con tal que no ha dicho nada contra lo que pensaba. Por más profundas que fuesen las convicciones de Belarmino sobre la potestad indirecta, ¿habríais exigido de él que se expresase en París de la misma suerte que en Roma? Esto hubiera equivalido a decirle: «Hablad de manera que, tan pronto como el Parlamento tenga noticias de vuestra obra, sean recogidos los ejemplares a mano armada, quemado quizá uno de ellos por la mano del verdugo y vos expulsado de Francia o encerrado en un calabozo.» El conocimiento de la posición particular del escritor, de su conducta, moralidad, carácter y hasta de su educación ilustran muchísimo al lector de sus obras. Para formar juicio de las palabras de Lutero sobre el celibato servirá no poco el saber que quien habla es un fraile apóstata, casado con Catalina de Boré; y quien haya tenido paciencia bastante para ruborizarse veces hojeando las impudentes Confesiones de Rousseau, será bien poco accesible a ilusiones cuando el filósofo de Ginebra le hable de filantropía y de moral.

Regla 7ª

Las obras póstumas publicadas por manos desconocidas o poco seguras son sospechosas de apócrifas o alteradas.

La autoridad de un ilustre difunto poco sirve en semejantes casos; no es él quien nos habla, sino el editor, bien seguro de que el interesado no le podrá desmentir.

Regla 8ª

Historias fundadas en memorias secretas y papeles inéditos, publicaciones de manuscritos en que el editor asegura no haber hecho más que introducir orden, limar frases o aclarar algunos pasajes no merecen más crédito que el debido a quien sale responsable de la obra.

Regla 9ª

Relaciones de negociaciones ocultas, de secretos de Estado, anécdotas picantes sobre la vida privada de personajes célebres, sobre tenebrosas intrigas y otros asuntos de esta clase han de recibirse con extrema desconfianza.

Si difícilmente podemos aclarar la verdad de lo que pasa a la luz del sol y a la faz del universo, poco debemos prometernos tocante a lo que sucede en las sombras de la noche y en las entrañas de la tierra.

Regla 10ª

En tratándose de pueblos antiguos o muy remotos es preciso dar poco crédito a cuanto se nos refiera sobre riquezas del país, número de moradores, tesoros de monarcas, ideas religiosas y costumbres domésticas

La razón es clara: todos estos puntos son difíciles de averiguar; es necesario mucho tiempo de residencia, perfecto conocimiento de la lengua, inteligencia en ramos de suyo muy difíciles y complicados, medios de adquirir noticias exactas sobre objetos ocultos que brindan a la exageración, y en que por parte de los mismos naturales hay a veces mucha ignorancia, y hasta sabiéndolo tienen mil y mil motivos para aumentar o disminuir. Finalmente, en lo que toca a costumbres domésticas, no se alcanza su exacto conocimiento si no se puede penetrar en lo interior de las familias, viéndolas cómo hablan y obran en la efusión y libertad de sus hogares(11).




Capítulo XII: Consideraciones generales sobre el modo de conocer la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres

§ I: Una clasificación de las ciencias

Conocidas las reglas que pueden guiarnos para conocer la existencia de un objeto, fáltanos averiguar cuáles son las que podrán sernos útiles al investigar la naturaleza, propiedades y relaciones de los seres. Estos, o pertenecen al orden de la Naturaleza, comprendiendo en él todo cuanto está sometido a las leyes necesarias de la Creación, a los que apellidaremos naturales, o al orden moral, y los nombraremos morales, o al orden de la sociedad humana, que llamaremos históricos o más propiamente sociales, o al de una providencia extraordinaria, que designaremos con el título de religiosos.

No insistiré sobre la exactitud de esta división; confesaré sin dificultad que en rigor dialéctico se le pueden hacer algunas objeciones; pero es innegable que está fundada en la misma naturaleza de las cosas y en el modo con que el entendimiento humano suele distinguir los principales puntos de vista. Sin embargo, para manifestar con mayor claridad la razón en que se apoya, he aquí presentada en pocas palabras, la filiación de las ideas.

Dios ha criado el universo y cuanto hay en él, sometiéndole a las leyes constantes y necesarias; de aquí el orden natural. Su estudio podría llamarse filosofía natural.

Dios ha criado al hombre, dotándole de razón y de libertad de albedrío, pero sujeto a ciertas leyes, y que no le fuerzan, mas le obligan; he aquí el orden moral y el objeto de la filosofía moral.

El hombre en sociedad ha dado origen a una serie de hechos y acontecimientos; he aquí el orden social. Su estudio podría llamarse filosofía social o, si se quiere, filosofía de la Historia.

Dios no está ligado por las leyes que Él mismo ha escrito a las hechuras de sus manos; por consiguiente, puede obrar sobre y contra esas leyes, y así es dable que existan una serie de hechos y revelaciones de un orden superior al natural y social; de aquí el estudio de la religión o filosofía religiosa.

Dada la existencia de un objeto, pertenece a la filosofía el desentrañarle, apreciarle y juzgarle, ya que en la aceptación común esta palabra filósofo significa el que se ocupa en la investigación de la Naturaleza, propiedades y relaciones de los seres.

§ II: Prudencia científica y observaciones para alcanzarla

En el buen orden del pensamiento filosófico entra una gran parte de la prudencia, muy semejante a la que preside a la conducta práctica. Esta prudencia es de muy difícil adquisición; es también el costoso fruto de amargos y repetidos desengaños. Como quiera, será bueno tener a la vista algunas observaciones que pueden contribuir a engendrarla en el espíritu.

Observación 1ª

La íntima naturaleza de las cocas nos es, por lo común, muy desconocida; sobre ella sabemos poco e imperfecto.

Conviene no echar nunca en olvido esta importantísima verdad. Ella nos enseñará la necesidad de un trabajo muy asiduo cuando nos propongamos descubrir y examinar la naturaleza de un objeto, dado que lo muy oculto y abstruso no se comprende con aplicación liviana. Ella nos inspirará prudente desconfianza en el resultado de nuestras investigaciones, no permitiéndonos que con precipitación nos lisonjeemos de haber encontrado lo que buscamos. Ella nos preservará de aquella irreflexiva curiosidad que nos empeña en penetrar objetos cerrados con sello inviolable.

Verdad poco lisonjera a nuestro orgullo, pero indudable, certísima a los ojos de quien haya meditado sobre la ciencia del hombre. El Autor de la Naturaleza nos ha dado el suficiente conocimiento para acudir a nuestras necesidades físicas y morales, otorgándonos el de las aplicaciones y usos que para este efecto pueden tener los objetos que nos rodean; pero se ha complacido, al parecer, en ocultar lo demás como si hubiese querido ejercitar el humano ingenio durante nuestra mansión en la tierra y sorprender agradablemente al espíritu al llevarle a las regiones que le aguardan más allá del sepulcro, desplegando a nuestros ojos el inefable espectáculo de la Naturaleza sin velo.

Conocemos muchas propiedades y aplicaciones de la luz, pero ignoramos su esencia; conocemos el modo de dirigir y fomentar la vegetación, pero sabemos muy poco sobre sus arcanos; conocemos el modo de servirnos de nuestros sentidos, de conservarlos y ayudarlos, pero se nos ocultan los misterios de la sensación; conocemos lo que es saludable o nocivo a nuestro cuerpo, pero en la mayor parte de los casos nada sabemos sobre la manera particular con que nos aprovecha o daña. ¿Qué más? Calculamos, continuamente el tiempo, y la metafísica no ha podido aclarar bien lo que es el tiempo; existe la geometría, y llevada a un grado de admirable perfección, y su idea fundamental, la extensión, está todavía sin comprender. Todos moramos en el espacio, todo el universo está en él, le sujetamos a riguroso cálculo y medida, y la metafísica ni la ideología no han podido decirnos aún en qué consiste; si es algo distinto de los cuerpos, si es solamente una idea, si tiene naturaleza propia, no sabemos si es un ser o nada. Pensamos, y no comprendemos lo que es el pensamiento; bullen en nuestro espíritu las ideas, e ignoramos lo que es una idea; nuestra cabeza es un magnífico teatro donde se representa el universo con todo su esplendor, variedad y hermosura; donde una fuerza incomprensible crea a nuestro capricho mundos fantásticos, ora bellos, ora sublimes, ora extravagantes; y no sabemos lo que es la imaginación, ni lo que son aquellas prodigiosas escenas, ni cómo aparecen o desaparecen.

¡Qué conciencia más viva no tenemos de esa inmensa muchedumbre de afecciones que apellidamos sentimientos! Y, sin embargo, ¿qué es el sentimiento? El que ama siente el amor, pero no le conoce; el filósofo que se ocupa en el examen de esta afección señala quizá su origen, indica su tendencia y su fin, da reglas para su dirección; pero en cuanto a la íntima naturaleza del amor, se halla en la misma ignorancia que el vulgo. Son los sentimientos como un fluido misterioso que circula por conductos cuyo interior es impenetrable. Por la parte exterior se conocen algunos efectos; en algunos casos se sabe de dónde viene y adónde va, y no se ignora el modo de aminorar su velocidad o cambiar su dirección; pero el ojo no puede penetrar en la obscura cavidad; el agente queda desconocido.

Nuestro propio cuerpo, ni todos cuantos nos rodean, ¿sabemos, por ventura, lo que son? Hasta ahora, ¿ha habido algún filósofo que haya podido explicarnos lo que es un cuerpo? Y, sin embargo, estamos continuamente en medio de cuerpos, y nos servimos continuamente de ellos, y conocemos muchas de sus propiedades y de las leyes a que están sometidos, y un cuerpo forma parte de nuestra naturaleza.

Estas consideraciones no deben perderse nunca de vista, cuando se nos ofrece examinar la íntima naturaleza de una cosa, para fijar los principios constitutivos de su esencia. Seamos, pues, diligentes en investigar, pero muy mesurados en definir. Si no llevamos estas cualidades a un alto grado de escrupulosidad, nos acontecerá con frecuencia el sustituir a la realidad las combinaciones de nuestra mente.

Observación 2ª

Así como en matemáticas hay dos maneras de resolver un problema, una acertando en la verdadera resolución, otra manifestando que la resolución es imposible, así acontece en todo linaje de cuestiones; muchas hay cuya mejor resolución es manifestar que para nosotros son insolubles. Y no se crea que esto último carezca de mérito y que sea fácil el discernimiento entre lo asequible y lo inasequible; quien es capaz de ello, señal es que conoce a fondo la materia de que se trata y que se ha ocupado con detenimiento en el examen de sus principales cuestiones.

Es mucho el tiempo que se ahorra en habiendo adquirido este precioso discernimiento, pues, en ofreciéndose el caso, como que se adivina desde luego si hay o no los datos suficientes para llegar a un resultado satisfactorio.

El conocimiento de la imposibilidad de resolver es muchas veces más bien histórico y experimental que científico; es decir, que un hombre instruido y experimentado conoce que una solución es imposible, o que raya en ello a causa de su extrema dificultad, no porque pueda demostrarlo, sino porque la historia de los esfuerzos que han hecho otros, y quizá de los propios, le manifiesta la impotencia del entendimiento humano con relación al objeto. A veces la misma naturaleza de las cosas sobre las cuales se suscita la cuestión indica la imposibilidad de resolverla. Para esto es necesario abarcar de una ojeada los datos que se han menester, conociendo la falta de los que no existen.

Observación 3ª

Como los seres se diferencian mucho entre sí en naturaleza, propiedades y relaciones, el modo de mirarlos y el método de pensar sobre ellos han de ser también muy diferentes.

Imagínanse algunos que en sabiendo pensar sobre una clase de objetos está ya trillado el camino para lograr lo mismo con respecto a todos, bastando para ello dirigir la atención a lo que se quiere estudiar de nuevo. De aquí es que se oye en boca de muchos, y se lee también en uno que otro autor, la insigne falsedad de que la mejor lógica son las matemáticas, porque acostumbran a pensar en todas materias con rigor y exactitud.

Para desvanecer esta equivocación basta observar que los objetos que se ofrecen a nuestro espíritu de órdenes muy diferentes; que los medios de que disponemos para alcanzarlos nada tienen de parecido; que las relaciones que con nosotros los unen son desemejantes, y que, en fin, la experiencia está enseñando todos los días que un hombre dedicado a dos clases de estudios resulta sobresaliente, en la una y quizá muy mediano en la otra; que en aquélla piensa con admirable penetración y discernimiento, mientras en ésta no se eleva sobre miserables vulgaridades.

Hay verdades matemáticas, verdades físicas, verdades ideológicas, verdades metafísicas; las hay morales, religiosas, políticas; las hay literarias e históricas; las hay de razón pura y otras en que se mezclan por necesidad la imaginación y el sentirniento; las hay meramente especulativas, y las hay que por necesidad se refieren a la práctica; las hay que sólo se conocen por raciocinio; las hay que se ven por intuición y las hay de que sólo nos informamos por la experiencia; en fin, son tan variadas las clases en que podrían distribuirse, que fuera difícil reducirlas a guarismos.

§ III: Los sabios resucitadas

El lector palpará el fundamento de lo que acabo de exponer, y se desentenderá en adelante de las frívolas objeciones que pudiera presentar el espíritu de sutileza y cavilación, asistiendo a la escena que voy a ofrecerle, en la cual encontrará retratada al vivo la naturaleza de las cosas, y explicada y demostrada a un mismo tiempo la importante verdad que deseo inculcarle.

Ya supongo reunidos en un vasto establecimiento un gran número de hombres célebres, los que, resucitados tal como eran en vida, con los mismos talentos e inclinaciones, pasan algunos días encerrados allí, bien que con amplia libertad de ocuparse cada cual en lo que fuere de su agrado. La mansión está preparada como tales huéspedes se merecen; un riquísimo archivo, una inmensa biblioteca, un museo donde se hallan reunidas las mayores maravillas de la naturaleza y del arte; espaciosos jardines adornados con todo linaje de plantas; largas hileras de jaulas donde rugen, braman, aúllan, silban se revuelven, se agitan todos los animales de Europa, Asia, África y América. Allí están Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Richelieu, Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Napoleón, Tasso, Milton, Boileau, Corneille, Racine, Lope de Vega, Calderón, Molière, Bossuet, Massillon, Bourdaloue, Descartes, Malebranche, Erasmo, Luis Vives, Mabillon, Vieta, Fermat, Bacon, Keplero, Galileo, Pascal, Newton, Leibnitz, Miguel Angel, Rafael, Linneo, Buffon y otros que han transmitido a la posteridad su nombre inmortal.

Dejadlos hasta que se hayan hecho cargo de la distribución de las piezas y cada cual haya podido entregarse a los impulsos de su inclinación favorita. El gran Gonzalo leerá con preferencia las hazañas de Escipión en España, desbaratando a sus enemigos con su estrategia, aterrándolos con su valor y atrayéndose el ánimo de los naturales con su gallarda apostura y conducta generosa. Napoleón se ocupará en el paso de los Alpes por Aníbal, en las batallas de Cannas y Trasimeno; se indignará al ver a César vacilante a la orilla del Rubicón; golpeará la mesa con entusiasmo al mirarle cuál marcha sobre Roma, vence en Farsalia, sojuzga al África y se reviste de la dictadura. Tasso y Milton tendrán en sus manos la Biblia, Homero y Virgilio; Corneille y Racine, a Sófocles y Eurípides; Molière, a Aristófanes, Lope de Vega y Calderón; Boileau, a Horacio; Boasuet, Massillon y Bourdaloue, a San Juan Crisóstomo, San Agustín, San Bernardo; mientras Erasmo, Luis Vives y Mabillon estarán revolviendo el archivo, andando a caza de polvorientos manuscritos para completar un texto truncado, aclarar una frase dudosa, enmendar una expresión incorrecta o resolver un punto de crítica. Entretanto, sus ilustres compañeros se habrán acomodado conforme a su gusto respectivo. Quién estará con el telescopio en la mano, quién con el microscopio, quién con otros instrumentos; al paso que algunos, inclinados sobre un papel cubierto de signos, letras y figuras geométricas, estarán absortos en la resolución de los problemas más abstrusos. No estarán ociosos los maquinistas, ni los artistas, ni los naturalistas; y bien se deja entender, que encontraremos a Buffon junto a las verjas de una jaula, a Linneo en el jardín, a Whatt examinando los modelos de maquinaria y a Rafael y a Miguel Angel en las galerías de cuadros y estatuas.

Todos pensarán, todos juzgarán, y sin duda que sus pensamientos serán preciosos y sus fallos respetables; y, sin embargo, estos hombres no se entenderían unos a otros si se hablasen los de profesiones diferentes; si trocáis los papeles, será posible que de una sociedad de ingenios hagáis una reunión de capacidades vulgares, que tal vez llegue a ser divertida con los disparates de insensatos.

¿Veis a ese, cuyos ojos centellean, que se agita en un asiento, da recias palmadas sobre la mesa y al fin se deja caer el libro de la mano, exclamando: «Bien, muy bien, magnifico...»? ¿Notáis aquel otro que tiene delante de él un libro cerrado y que, con los brazos cruzados sobre el pecho, los ojos fijos y la frente contraída y torva, manifiesta que está sumido en meditación profunda, y que al fin vuelve de repente en sí y se levanta diciendo: «Evidente, exacto, no puede ser de otra manera...»? Pues el uno es Boileau, que lee un trozo escogido de la carta a los Pisones, o de las Sátiras, y que, a pesar de saberlo de memoria, lo encuentra todavía nuevo, sorprendente, y no puede contener los impulsos de su entusiasmo; el otro es Descartes, que medita sobre los colores, y resuelve que no son más que una sensación. Aproximadlos ahora y haced que se comuniquen sus pensamientos; Descartes tendrá a Boileau por frívolo, pues que tanto le afecta una imagen bella y oportuna o una expresión enérgica y concisa, y Boileau se desquitará, a su vez, sonriéndose desdeñosamente del filósofo, cuya doctrina choca con el sentido común y tiende a desencantar la Naturaleza.

Rafael contempla extasiado un cuadro antiguo de raro mérito; en la escena, el sol se ha ocultado en el ocaso, las sombras van cubriendo la tierra, descúbrese en el firmamento el cuadrante de la luna y algunas estrellas que brillan como antorchas en la inmensidad de los cielos. Descuella en el grupo una figura que, con los ojos clavados en el astro de la noche y con ademán dolorido y suplicante, diríase que le cuenta sus penas y le conjura que le dé auxilio en tremenda cuita. Entretanto, acierta a pasar por allí un personaje que anda meditabundo de una parte a otra, y reparando en la luna y estrellas y en la actitud de la mujer que las mira, se detiene y articula entre dientes no sé qué cosas sobre paralaje, planos que pasan por el ojo del espectador, semidiámetros terrestres, tangentes a la órbita, focos de la elipse y otras cosas por este tenor, que distraen a Rafael y le hacen marchar a grandes pasos hacia otro lado, maldiciendo al bárbaro astrónomo y a su astronomía.

Allí está Mabillon con un viejo pergamino, calándose mil veces los anteojos, y ora tomando la luz en una dirección, ora en otra, por si puede sacar en limpio una línea medio borrada, donde sospecha que ha de encontrar lo que busca, y mientras el buen monje se halla atareado en su faena, se le llega un naturalista rogándole que disimule, y, armando su microscopio, se pone a observar si descubre en el pergamino algunos huevos de polilla. El pobre Linneo tenía recojidas unas florecitas y las estaba distribuyendo cuando pasan por allí Tasso y Milton recitando en alta y sentida voz un soberbio pasaje, y no advierten que lo echan todo a rodar y que con una pisada destruyen el trabajo de muchas horas.

En fin, aquellos hombres acabaron por no entenderse, y fue preciso encerrarlos de nuevo en sus tumbas para que no se desacreditasen y no perdiesen sus títulos a la inmortalidad.

Lo que veía el uno no acertaba a verlo el otro; aquél reputaba: a éste por estúpido y éste, a su vez, le pagaba con la misma moneda. Lo que el uno apreciaba con admirable tino, el otro lo juzgaba disparatado; lo que uno miraba como inestimable tesoro, considerábalo el otro cual miserable bagatela. Y esto, ¿por qué? ¿Cómo es que grandes pensadores discuerden hasta tal punto? ¿Cómo es que las verdades no se presentan a los ojos de todos de una misma manera? Es que estas verdades son de especies muy diferentes; es que el compás y la regla no sirven para apreciar lo que afecta al corazón; es que los sentimientos nada valen en el cálculo y en la geometría; es que las abstracciones metafísicas nada tienen que ver con las ciencias sociales; es que la verdad pertenece a órdenes tan diferentes cuanto lo son las naturalezas de las cosas, porque la verdad es la misma realidad.

El empeño de pensar sobre todos los objetos de un mismo modo es abundante manantial de errores; es trastornar las facultades humanas; es transferir a unas lo que es propio exclusivamente de otras. Hasta los hombres más privilegiados, a quienes el Criador ha dotado de una comprensión universal, no podrán ejercerla cual conviene si cuando se ocupan de uña materia no se despojan, en cierto modo, de sí mismos para hacer obrar las facultades que mejor se adaptan al objeto de que se trata(12)


Balmes Jaime - El criterio - § III: Modo de estudiar un país