Balmes Jaime - El criterio - § III: Los sabios resucitadas



Capítulo XIII: La buena percepción

§ I: La idea

Percibir con claridad, exactitud y viveza, juzgar con verdad, discurrir con rigor y solidez, he aquí las tres dotes de un pensador; examinémoslas por separado, emitiendo sobre cada una de ellas algunas observaciones.

¿Qué es una idea? No nos proponemos investigarlo aquí. ¿Qué es la percepción en su rigor ideológico? Tampoco es éste el blanco de nuestras tareas, ni conduciría al fin que deseamos. Bastará, pues, decir, en lenguaje común, que percepción es aquel acto interior con el cual nos hacemos cargo de un objeto; siendo la idea aquella imagen, representación o lo que se quiera, que sirve como de pábulo a la percepción. Así percibimos el círculo, la elipse, la tangente a una de estas curvas; percibimos la resultante de un sistema de fuerzas, la razón inversa de éstas en los brazos de una palanca, la gravitación de los cuerpos, la ley de aceleración en su descenso, el equilibrio de los fluidos; percibimos la contradicción del ser y no ser a un mismo tiempo, la diferencia entre lo esencial y accidental de los seres; percibimos los principios de la moral; percibimos nuestra existencia y la de un mundo que nos rodea; percibimos una belleza o un defecto en un poema o en un cuadro; percibimos la sencillez o complicación de un negocio, los medios fáciles o arduos para llevarle a cabo; percibimos la impresión agradable o desagradable que hace en nuestros semejantes tal o cual palabra, gesto o suceso; en breve, percibimos todo aquello de que se hace cargo nuestro espíritu y aquello que en lo interior nos parece que nos sirve de espejo para ver el objeto; aquello que ora está presente a nuestro entendimiento, ora se retira o se adormece, aguardando que otra ocasión lo despierte o que nosotros lo llamemos para volverse a presentar; aquello que no sabemos lo que es, pero cuya existencia no nos es dable poner en duda, aquello se llama idea.

Poco nos importan aquí las opiniones de los ideólogos; por cierto que para pensar bien no es necesario saber si la idea es distinta de la percepción o no, si es la sensación transformada o no, ni si nos ha venido por este o aquel conducto o si la tenemos innata o adquirida. Para la resolución de todas estas cuestiones, sobre las cuales se ha disputado siempre, y se disputará en adelante, se necesitan actos reflejos que no puede hacer quien no se ocupa de ideología, so pena de distraerse en su tarea y embarazar y extraviar lastimosamente su pensamiento. Quien piensa no puede estar continuamente pensando qué piensa y cómo piensa; de otra suerte, el objeto de su entendimiento se cambiará, y en vez de ocuparse de lo que debe se ocupará de sí mismo.

§ II: Regla para percibir bien

Percibiremos con claridad y viveza si nos acostumbramos a estar atentos a lo que se nos ofrece (Cap. II), y si además hemos procurado adquirir el necesario tino para desplegar en cada caso las facultades que se adaptan al objeto presente.

¿Se me da una definición matemática? Nadad de vaguedad, nada de abstracciones, nada de fantástico o sentimental, nada del mundo en su complicación y variedad; en este caso he de valerme de la imaginación no más que como del encerado donde trazo los signos y las figuras, y del entendimiento como del ojo para mirar. Aclararé la regla proponiendo un ejemplo de los más sencillos: una de las definiciones elementales de la geometría.

La circunferencia es una línea curva reentrante cuyos puntos distan igualmente todos de uno que se llama centro. Por lo pronto, es evidente que no se trata aquí ni de la circunferencia tal como suele tomarse en sentido metáforico cuando se la aplica a objetos no geométriros, ni en un sentido lato y grosero, como en los casos en que no se necesita precisión y rigor; debo, pues, considerar la definición dada como la expresión de un objeto de orden ideal al cual se aproximará más o menos la realidad.

Pero como las figuras geométricas se someten a la vista y a la imaginación, me valdré de una de éstas, y si es posible de ambas, para representarme aquello que quiero concebir. Trazada la figura en el encerado, o en la imaginación, veo o imagino una circunferencia; pero ¿esto me basta para comprender bien su naturaleza? No. El hombre más rudo la ve e imagina tan perfectamente como el más cumplido matemático, y no sabe darse cuenta a sí mismo de lo que es una circunferencia. Luego la vista o la imaginacíón de la figura no son suficientes para la idea geométrica completa. Además, que si no necesitara otra cosa, el gato que, acurrucado en una silla, está contemplando atentamente una curva que su amo acaba de trazar, y que sin duda la ve también como éste y la imagina cuando cierra los ojos, tendría de la misma una idea igualmente perfecta que Newton o Lagrange.

¿Qué se necesita, pues, para que haya una percepción intelectual? Que se conozca el conjunto de condiciones de las cuales no puede faltar ninguna sin que desaparezca la curva. Esto es lo explicado por la definición; y para que la percepción sea cabal, deberé hacerme cargo de cada una de dichas condiciones, y su conjunto formará en mi entendimiento la idea de la curva.

Quien se haya ocupado en la enseñanza habrá podido observar la diferencia que acabo de señalar. Vista una circunferencia y la manera de trazarla con el compás, el alumno más torpe la reconoce donde quiera que se le presente, y la describe sin equivocarse. En esto no cabe diferencia entre los talentos; pero viene el definir la curva, señalando las condiciones que la forman, y entonces se palpa lo que va de la imaginación al entendimiento, entonces se conoce ya al joven negado, al medianamente capaz, al sobresaliente.

-¿Qué es la circunferencia? -preguntáis al primero.
-Es esto que acabo de trazar.
-Pero, bien, ¿en qué consiste? ¿Cuál es la naturaleza de esta línea? ¿En qué se diferencia de la recta que explicamos ayer? ¿Son lo mismo la una que la otra?
-¡Oh, no! Esta es así..., redonda..., aquí hay un punto...
-¿Se acuerda usted de la definición que da el autor?
-Sí, señor; la circunferencia es una línea curva reentrante, cuyos puntos distan igualmente todos de uno que se llama centro.
-¿Por qué la llamamos curva?
-Porque no tiene sus puntos en una misma dirección.
-¿Por qué reentrante?
-Porque vuelve o entra en sí misma.
-Si no fuese reentrante, ¿sería circunferencia?
-Sí, señor.
-¿No acaba usted de decirnos que ha de serlo?
-¡Ah! Sí, señor.
-¿Por qué, en no siendo reentrante, ya no sería circunferencia?
-Porque... la circunferencia... porque...

En fin, cansado de esperar y de explicar, llamáis a otro, que os da la definición, que os explica los términos, pero que ahora se os deja la palabra curva, ahora la igualmente; que si le obligáis a una atención más perfecta, se hace cargo de lo que le decís, lo repite muy bien, pero que a poco tiene otro olvido o equivocación, dando a entender que no se ha formado todavía idea cabal, que no se da cumplida razón a sí mismo del conjunto de condiciones necesarias para formar una circunferencia.

Llegáis, por fin, a un alumno de entendimiento claro y sobresaliente: traza la figura con más o menos desembarazo, según su mayor o menor agilidad natural, recita más o menos rápidamente las definiciones, según la velocidad de la lengua; pero llamadle al análisis, y notaréis, desde luego, la claridad y precisión de sus ideas, la exactitud y concisión de sus palabras, la oportunidad y tino de las aplicaciones.

-En la definición, ¿podríamos omitir la palabra línea?
-Como aquí ya hemos advertido que sólo tratamos de línea, se daría por sobrentendida; pero en rigor no, porque al decir curva podríase dudar si hablamos de superficies.
-Y expresando línea, ¿podríamos omitir curva?
-Me parece que sí..., porque añadimos reentrante, ya excluimos la recta, que no puede serlo, y además la recta tampoco puede tener todos sus puntos igualmente distantes de uno.
-Y la palabra reentrante, ¿no la pudiéramos pasar por alto?
-No, señor; porque si la curva no vuelve sobre sí misma ya no será una circunferencia; así, por ejemplo, si en ésta borro la parte A B, ya no me queda una circunferencia, sino un arco.
-Pero, añadiendo lo demás, de que todos los puntos han de distar igualmente de uno que se llama centro, bien parece que se sobrentiende que será reentrante...
-No, señor; porque en el arco que tenemos a la vista hay la equidistancia, y, sin embargo, no es reentrante.
-¿Y la palabra igualmente?
-Es indispensable; de otro modo sería no decir nada; porque una recta también tiene todos sus puntos distantes de uno que no se halle en ella; y además una curva que trazo a la ventura, rasgueando así... sobre el encerado, tiene también todos sus puntos distantes de otro cualquiera, como A..., que señalo fuera de ella.

He aquí una percepción clara, exacta, cabal, que nada deja que desear, que deja satisfecho al que habla y al que oye.

Acabamos de asistir al análisis de una idea geométrica y de señalar la diferencia entre sus grados de claridad y exactitud; veamos ahora una idea artística, y tratamos de determinar su mayor o menar perfección. En ambos casos hay percepción de una verdad; en ambos casos se necesita atención, aplicación de las facultades del alma; pero con el ejemplo que sigue palparemos que lo que en el uno daña en el otro favorece, y viceversa, y que las clasificaciones y distinciones que en el primero eran indicio de disposiciones felices, son en el segundo una prueba de que el disertante se ha equivocado al elegir su carrera.

Dos jóvenes que acaban de salir de la escuela de retórica; que recuerdan perfectamente cuanto en ella se les ha enseñado; que serían capaces de decorar los libros de texto de un cabo a otro; que responden con prontitud a las preguntas que se les hacen sobre tropos, figuras, clases de composición, etc., etc., y que, en fin, han desempeñado los exámenes a cumplida satisfacción de padres y maestros, obteniendo ambos la nota de sobresaliente por haber contestado con igual desembarazo y lucimiento, de manera que no era dable encontrar entre los dos ninguna diferencia, están repasando las materias en tiempo de vacaciones, y cabalmente leen un magnífico pasaje oratorio o poético.

Camilo vuelve una y otra vez sobre las admirables páginas, y ora derrama lágrimas de ternura, ora centellea en sus ojos el más vivo entusiasmo.

-¡Esto es inimitable -exclama-; es imposible leerlo sin conmoverse profundamente! ¡Qué belleza de imágenes, qué fuego, qué delicadeza de sentimientos, qué propiedad de expresión, qué inexplicable enlace de concisión y abundancia, de regularidad y lozanía!

-¡Oh!, sí -le contesta Eustaquio-; esto es muy hermoso; ya nos lo habían dicho en la escuela; y si lo observas, verás que todo está ajustado a las reglas del arte.

Camilo percibe lo que hay en el pasaje. Eustaquio, no; y, sin embargo, aquél discurre poco, apenas analiza, sólo pronuncia algunas palabras entrecortadas, mientras éste diserta a fuer de buen retórico. El uno ve la verdad; el otro, no; ¿y por qué? Porque la vezdad en este lugar es un conjunto de relaciones entre el entendimiento, la fantasía y el corazón; es necesario desplegar a la vez todas estas facultades aplicándolas al objeto con naturalidad, sin violencia ni tortura, sin distraerlas con el recuerdo de esta o aquella regla, quedando el análisis razonado y crítico para cuando se haya sentido el mérito del pasaje. Enredarse en discursos, traer a colación este o aquel precepto antes de haberse hecho cargo del escogido trozo, antes de haberle percibido, es maniatar, por decirlo así, el alma, no dejándole expedita más que una facultad, cuando las necesita todas.

§ III: Escollo del análisis

Hasta en las materias donde no entran para nada la imaginación y el sentimiento conviene guardarse de la manía de poner en prensa el espíritu obligándole a sujetarse a un método determinado cuando o por su carácter peculiar o por los objetos de que se ocupa requiere libertad y desahogo. No puede negarse que el análisis, o sea la descomposición de las ideas, sirve admirablemente en muchos casos para darles claridad y precisión; pero es menester no olvidar que la mayor parte de los seres son un conjunto, y que el mejor modo de percibirlos es ver de una sola ojeada las partes y relaciones que le constituyen. Una máquina desmontada presenta con más distinción y minuciosidad las piezas de que está compuesta; pero no se comprende tan bien el destino de ellas hasta que, colocadas en su lugar, se ve cómo cada una contribuye al movimiento total. A fuerza de descomponer, prescindir y analizar, Condillac y sus secuaces no hallan en el hombre otra cosa que sensaciones; por el camino opuesto, Descartes y Malebranche apenas encontraban más que ideas puras, un refinado espiritualismo; Condillac pretende dar razón de los fenómenos, del alma, principiando por un hecho tan sencillo como es el acercar una rosa a la nariz de su hombre-estatua, privado de todos los sentidos, excepto el olfato; Malebranche busca afanoso un sistema para explicar lo mismo, y, no encontrándole en las criaturas, recurre nada menos que a la esencia de Dios.

En el trato ordinario vemos a menudo laboriosos razonadores que conducen su discurso con cierta apariencia de rigor y exactitud, y que, guiados por el hilo engañoso, van a parar a un solemne dislate. Examinando la causa, notaremos que esto procede de que no miran el objeto sino por una cara. No les falta análisis; tan pronto como una cosa cae en sus manos la descomponen; pero tienen la desgracia de descuidar algunas partes, y si piensan en todas, no recuerdan que se han hecho para estar unidas, que están destinadas a tener estrechas relaciones, y que si estas relaciones se arrumban, el mayor prodigio podrá convertirse en descabellada monstruosidad.

§ IV: El tintorero y el filósofo

Un hábil tintorero estaba en su laboratorio ocupado en las tareas de su profesión. Acertó a entrar un observador minucioso, razonador muy analítico, y entabló desde luego discusión sobre los tintes y sus efectos, proponiéndose nada menos que convencer al tintorero de que iba a echar a perder las preciosas telas a que se aplicarían sus composiciones. A la verdad, la cosa presentaba mal aspecto, y el crítico no dejaba de apoyarse en reflexiones especiosas. Aquí se veía una serie de cazuelas con líquidos negruzcos, cenicientos, parduscos, ninguno de buen color, todos de mal olor; allí unos pedacitos de goma pegajosa, desagradable a la vista; enormes calderas estaban hirviendo, donde se revolvían trozos de madera en bruto, en las cuales iban echando unas hojas secas, que, al parecer, sólo podían servir para tirar a la calle. El tintorero estaba machacando en un mortero cien y cien materias que andaba sacando ora de un pote, ora de una marmita, ora de un saquillo; y revolviéndolo todo, y pasándolo de una cazuela a otra, y echando ora acá, ora acullá, cucharadas de líquidos que apestaban y de cuyo contacto era preciso guardar el cutis porque lo roían más que el fuego, se aprestaba a vaciar los ingredientes en diferentes calderas y sepultar en aquella inmundicia gran número de materias y manufacturas de inestimable valor.

-Esto se va a desperdiciar todo -decía el analítico-. En esta cavuela hay el ingrediente A, que, como usted sabe, es extremadamente cáustico y que, además, da un color muy feo. En esta otra hay la goma B, excelente para manchar, y cuyas señales no se quitan sino con muchísimo trabajo. En esta caldera hay el palo C, que podría servir para dar un color grosero y común, pero que no alcanzo cómo ha de producir nada exquisito. En una palabra: examinando todo por separado, encuentro que usted emplea ingredientes contrarios a lo que usted se propone, y desde ahora doy por seguro que, en vez de sacar nada conforme a las bellísimas muestras que tiene usted en el despacho, va a sufrir una pérdida de consideración en su fama e intereses.

-Todo es posible, señor filósofo -decía el inexorable tintorero, tomando en sus manos las preciosas, materias y ricas manufacturas y sumergiéndolas sin compasión en las sucias y pestilentes calderas-; todo es posible, pero para dar fin a la discusión déjese usted ver por aquí dentro de pocos días.

El filósofo volvió, en efecto, y el tintorero desvaneció todas las objeciones, desplegando a sus ojos las telas que por rigurosa. demostración debían estar malbaratadas. ¡Qué sorpresa! ¡Qué humillación para el analítico! Unas mostraban finísima grana; otras, delirado verde; otras, hermoso azul; otras, exquisito naranjado; otras, subido negro, otras, un blanco ligeramente cubierto con variado color; otras ostentaban riquísimos jaspes donde campeaban a un tiempo la belleza y el capricho. Los matices eran innumerables y encantadores, manufacturas limpias, tersas, brillantes como si hubieran estado cubiertas con cristales sin sufrir el contacto de la mano del hombre. El filósofo se marchó confuso y cabizbajo, diciendo para sí: «No es lo mismo saber lo que es una cosa por sí sola, o lo que puede ser en combinación con otras; en adelante no me contentaré con descomponer y separar; que también hace prodigios el componer y reunir; testigo, el tintorero.»

§ V: Objetos vistos por una sola cara

Entendimientos por otra parte muy claros y perspicaces se echan a perder lastimosamente por el prurito de desenvolver una serie de ideas que, no representando el objeto sino por un lado, acaban por conducir a resultados extravagantes. De aquí es que con la razón todo se prueba y todo se impugna; y a veces un hombre que tiene evidentemente la verdad de su parte se halla precisado a encastillarse en las convicciones y resistir con las armas, del buen sentido y cordura los ataques de un sofista que se abre paso por todas las hendiduras y se escurre al través de lo más sólido y compacto, como filtrándose por los poros. La misma sobreabundancia de ingenio produce este defecto, como las personas demasiado ágiles y briosas se mantienen difícilmente en un paso mesurado y grave.

§ VI: Inconvenientes de una percepción demasiado rápida

Es calidad preciosa la rapidez de la percepción; pero conviene estar prevenido contra su efecto ordinario, que es la inexactitud. Sucédeles con frecuencia a los que perciben con mucha presteza no hacer más que desflorar el objeto; son como las golondrinas, que, deslizándose velozmente sobre la superficie de un estanque, sólo pueden recoger los insectos que sobrenadan, mientras otras aves que se sumergen enteramente o posan sobre el agua, y con pico calan muy adentro, hacen servir a su alimento hasta lo que se oculta en el fondo.

El contacto de estos hombres es peligroso, porque sea que hablen, sea que escriban, suelen distinguirse por una facilidad encantadora; y, lo que es todavía peor, comunican a todo lo que tratan cierta apariencia de método, claridad y precisión que alucina y seduce. En la ciencia se dan a conocer por sus principios claros, sus aplicaciones felices. Caracteres que no pueden menos de acompañar el talento de concepción profunda y cabal; pero que, imitados por otro de menos aventajadas partes, sólo indican, a veces, superficialidad y ligereza, como brilla limpia y transparente el agua poco profunda regalando la vista con sus arenas de oro(13).




Capítulo XIV: El juicio

Qué es el juicio. -Manantiales de error

Para juzgar bien conduce poco el saber si el juicio es un acto distinto de la percepción o si consiste simplemente en percibir la relación de dos ideas. Prescindiré, pues, de estas cuestiones, y sólo advertiré que, cuando interiormente decimos que una cosa es o no es, o que es o no es de esta o de aquella manera, entonces hacemos un juicio. Así lo entiende el uso común; y para lo que nos proponemos, esto nos basta.

La falsedad del juicio depende muchas veces de la mala percepción; así, lo que vamos a decir, aunque directamente encaminado al modo de juzgar bien, conduce no poco a percibir bien.

La proposición es la expresión del juicio.

Los falsos axiomas, las proposiciones demasiado generales, las definiciones inexactas, las palabras sin definir, las suposiciones gratuitas, las preocupaciones en favor de una doctrina son abundantes manantiales de percepciones equivocadas o incompletas y de juicios errados.

§ II: Axiomas falsos

Toda ciencia ha menester un punto de apoyo, y quien se encarga de profesarla busca con tanto cuidado este punto como el arquitecto asienta el fundamento sobre el cual ha de levantar el edificio. Desgraciadamente, no siempre se encuentra lo que se necesita, y el hombre es demasiado impaciente para aguardar que los siglos que él no ha de ver proporcionen a las generaciones futuras el descubrimiento deseado. Si no encuentra, finge; en vez de construir sobre la realidad, edifica sobre las creacioncs de su pensamiento. A fuerza de cavilar y autilizar llega hasta el punto de alucinarse a sí mismo, y lo que al principio fuera un pensamiento vago, sin estabilidad ni consistencia, se convierte en verdad inconcusa. Las excepciones embarazarían demasiado; lo más sencillo es asentar una proposición universal: he aquí el axioma. Vendrán luego numerosos casos que no se comprenden en él, nada importa: con este objeto se halla concebido en términos generales y confusos o ininteligibles para que, interpretándose de mil maneras diferentes, sufra en su fondo todas las excepciones que se quiera sin perder nada de su prestigiosa reputación. Entretanto, el axioma sirve admirablemente para cimentar un raciocinio extravagante, dar peso a un juicio disparatado o desvanecer una dificultad apremiadora, y cuando se ofrecen al espíritu dudas sobre la verdad de lo que se defiende, cuando se teme que el edificio no venga al suelo con fragorosa ruina, se dice a sí mismo el espíritu: «No, no hay peligro; el cimiento es firme, es un axioma, y un axioma es un principio de eterna verdad.»

Para merecer este nombre es menester que la proposición sea tan patente al espíritu como lo son al ojo los objetos que miramos presentes a la debida distancia y en medio del día. En no dejando al entendimiento enteramente convencido desde que se le ofrece, y una vez comprendido el significado de los términos con que se le anuncia, no debe ser admitido en esta clase. Viciadas las ideas por un axioma falso, vense todas las cosas muy diferentes de lo que son en sí, y los errores son tanto más peligrosos cuanto el entendimiento descansa en más engañosa seguridad.

§ III: Proposiciones demasiado generales

Si nos fuese conocida la esencia de las cosas podríamos asentar con respecto a ella proposiciones universales, sin ningún género de excepción, porque siendo la esencia la misma en todos los seres de una misina especie, claro es que lo que del uno afirmásemos sería igualmente aplicable a todos. Pero como de lo tocante a dicha esencia conocemos poco y de una manera imperfecta, y muchas veces nada, es de ahí que por lo común no es posible hablar de los seres sino con relación a las propiedades que están a nuestro alcance y de las que a menudo no discernimos si están radicadas en la esencia de la cosa o si son puramente accidentales. Las proposiciones generales se resienten de este defecto, pues como expresan lo que nosotros concebimos y juzgamos, no pueden extenderse sino a lo que nuestro espíritu ha conocido. De donde resulta que sufren mil excepciones que no preveíamos, y tal vez descubrimos que se había tomado por regla lo que no era más que excepción. Esto sucede aun suponiendo mucho trabajo de parte de quien establece la proposición general; ¿qué será si atendemos a la ligereza con que se las suele formar y emitir?

§ IV: Las definiciones inexactas

De éstas puede decirse casi lo mismo que de los axiomas, pues que sirven de luz para dirigir la percepción y el juicio y de punto de apoyo para afianzar el raciocinio. Es sobremanera difícil una buena definición, y en muchos casos imposible. La razón es obvia; la definición explica la esencia de la cosa definida; y ¿cómo se explica lo que no se conoce? A pesar de tamaño inconveniente, existe en todas las ciencias una muchedumbre de definiciones que pasan cual moneda de buena ley, y al bien sucede con frecuencia que se levantan los autores contra las definiciones de otros, ellos, a su vez, cuidan de reemplazarlas con las suyas, las que hacen circular por toda la obra tomándolas por base en sus discursos. Si la definición ha de ser la explicación de la esencia de la cosa, y el conocer esta esencia es negocio tan difícil, ¿por qué se lleva tanta prisa en definir? El blanco de las investigaciones es el conocimiento de la naturaleza de los seres; la proposición, pues, en que se explicase esta naturaleza, es decir, la definición, debiera ser la última que emitiese el autor. En la definición está la ecuación que presenta despejada, la incógnita, y en la resolución de los problemas esta ecuación es la última.

Lo que nosotros podemos definir muy bien es lo puramente convencional, porque la naturaleza del ser convencional es aquella que nosotros mismos le damos por los motivos que bien nos parecen. Así, ya que no es posible en muchos casos definir la cosa, al menos debiéramos fijar bien lo que entendemos cuando hablamos de ella, o, en otros términos, deberíamos definir la palabra con que pretendemos expresar la cosa. Yo no sé lo que es el sol, no conozco su naturaleza, y, por tanto, si me preguntan su definición no podré darla. Pero sé muy bien a qué me refiero cuando pronuncio la palabra sol, y así me será fácil explicar lo que con ella significo. ¿Qué es el sol? No lo sé. ¿Qué entiende usted por la palabra sol? Ese astro cuya presencia nos trae el día y cuya desaparición produce la noche. Esto me lleva, naturalmente, a las palabras mal definidas.

§ V: Palabras mal definidas. -Examen de la palabra «igualdad»

En la apariencia, nada más fácil que definir una palabra, porque es muy natural que quien la emplea sepa lo que se dice, y, de consiguiente, pueda explicarlo. Pero la experiencia enseña no ser así y que son muy pocos los capaces de fijar el sentido de las voces que usan. Semejante confusión nace de la que reina en las ideas y a su vez contribuye a aumentarla. Oiréis a cada paso una disputa acalorada en que los contrincantes manifiestan quizá ingenio nada común; dejadlos que den cien vueltas al objeto, que se acometan y rechacen una y mil veces, como enemigos en sangrienta batalla; entonces, si os queréis atravesar de mediador y hacer palpable la sinrazón de ambos, tornad la palabra que expresa el objeto capital de la cuestión y preguntad a cada uno: «¿Qué entiende usted por esto?» «¿Qué sentido da usted a esta palabra?» Os acontecerá con frecuencia que los dos adversarios se quedarán sin saber qué responderos, o, pronunciando algunas expresiones vagas, inconexas, manifestando bien a las claras que los habéis salido de improviso, que no esperaban el ataque por aquel flanco, siendo quizá aquella la primera vez que se ocupan, mal de su grado, en darse cuenta a sí mismos del sentido de una palabra que en un cuarto de hora han empleado centenares de veces y de que estaban haciendo infinitas aplicaciones. Pero suponed que esto no acontece y que cada cual da con facilidad y presteza la explicación pedida: estad seguro que el uno no aceptará la definición del otro, y que la discordancia que antes versaba, o parecía versar, sobre el fondo de la cuestión se trasladará de repente al nuevo terreno, entablándose disputa sobre el sentido de la palabra. He dicho o parecía versar porque si bien se ha observado el giro de la discusión, se habrá echado de ver que bajo el nombre de la cosa se ocultaba con frecuencia el significado de la palabra.

Hay ciertas voces que, expresando una idea general aplicable a muchos y muy diferentes objetos y en los sentidos más varios, parecen inventadas adrede para confundir. Todos las emplean, todos se dan cuenta a sí mismos de lo que significan, pero cada cual a su modo, resultando una algarabía que lastima a los buenos pensadores.

«La igualdad de los hombres -dirá un declamador- es una ley establecida por el mismo Dios. Todos nacemos llorando, todos morimos suspirando; la Naturaleza no hace diferencia entre pobres y ricos, plebeyos y nobles, y la religión nos enseña que todos tenemos un mismo origen y un mismo destino. La igualdad es obra de Dios; la desigualdad es obra del hombre; sólo la maldad ha podido introducir en el mundo esas horribles desigualdades de que es víctima el linaje humano; sólo la ignorancia y la ausencia del sentimiento de la propia dignidad han podido tolerarlas.» Esas palabras no suenan mal al oído del orgullo, y no puede negarse que hay en ellas algo de especioso. Ese hombre dice errores capitales y verdades palmarias; confunde aquéllos con éstas, y su discurso, seductor para los incautos, presenta a los ojos de un buen pensador una algarabía ridícula. ¿Cuál es la causa? Toma la palabra igualdad en sentidos muy diferentes, la aplica a objetos que distan tanto como cielo y tierra y pasa a una deducción general con entera seguridad, como si no hubiese riesgo de equivocación.

¿Queremos reducir a polvo cuanto acaba de decir? He aquí cómo debemos hacerlo.
-¿Qué entiende usted por igualdad?
-Igualdad, igualdad..., bien claro está lo que significa.
-Sin embargo, no será de más que usted nos lo diga.
-La igualdad está en que el uno no sea ni más ni menos que el otro.
-Pero ya ve usted que esto puede tomarse en sentidos muy varios, porque dos hombres de seis pies de estatura serán iguales en ella, pero será posible que sean muy desiguales en lo demás; por ejemplo: si el uno es barrigudo, como el gobernador de la ínsula de Barataria, y el otro seco de carnes, como el caballero de la Triste Figura. Además, dos hombres pueden ser iguales o desiguales en saber, en virtud, en nobleza y en un millón de cosas más; conque será bien que antes nos pongamos de acuerdo en la acepción que da usted a la palabra igualdad.
-Yo hablo de la igualdad de la naturaleza, de esta igualdad establecida por el mismo Criador, contra cuyas leyes nada pueden los hombres.
-¿Así, no quiere usted decir más sino que por naturaleza todos somos iguales?
-Cierto.
-Ya; pero yo veo que la naturaleza nos hace a unos robustos a otros endebles; a unos hermosos, a otros feos; a unos ágiles, a otros torpes; a unos de ingenio despejado, a otros tontos; a unos nos da inclinaciones pacíficas, a otros violentas; a unos...; pero sería nunca acabar si quisiera enumerar las desigualdades que nos vienen de la misma naturaleza. ¿Dónde está la igualdad natural de que usted nos habla?
-Pero estas desigualdades no quitan la igualdad de derechos...
-Pasando por alto que usted ha cambiado ya completamente el estado de la cuestión, abandonando o restringiendo mucho la igualdad de la naturaleza, también hay sus inconvenientes en esa igualdad de derecho. ¿Le parece a usted si el niño de pocos años tendrá derecho para reñir y castigar a su padre?
-Usted finge absurdos...
-No, señor; que esto, y nada menos que esto, exige la igualdad de derechos; si no es así, deberá usted decirnos de qué derechos habla, de cuáles debe entenderse la igualdad y de cuáles no.

Bien claro es que ahora tratamos de la igualdad social.

-No trataba usted de ella únicamente; bien reciente es el discurso en que hablaba usted en general y de la manera más absoluta; sólo que arrojado de una trinchera se refugia usted en la otra. Pero vamos a la igualdad social. Esto significará que en la sociedad todos hemos de ser iguales. Ahora pregunto: ¿en qué?, ¿en autoridad? Entonces no habrá gobierno posible. ¿En bienes? Enhorabuena; dejemos a un lado la justicia y hagamos el repartimiento; al cabo de una hora, de dos jugadores, el uno habrá aligerado el bolsillo del otro y estarán ya desiguales; pasados algunos días, el industrioso habrá aumentado su capital; el desidioso habrá consumido una porción de lo que recibió, y caeremos en la desigualdad. Vuélvase mil veces al repartimiento y mil veces se desigualarán las fortunas. ¿En consideración? Pero ¿apreciará usted tanto al hombre honrado como al tunante? ¿Se depositará igual confianza en éste que en aquél? ¿Se encargarán los mismos negocios a Metternich que al más rudo patán? Y aun cuando se quisiese, ¿podrían todos hacerlo todo?

-Esto es imposible; pero lo que no es imposible es la igualdad ante la ley.

-Nueva retirada, nueva trinchera; vamos allá. La ley dice: el que contravenga sufrirá la multa de mil reales, y en caso de insolvencia, diez días de cárcel. El rico paga los mil reales y se ríe de su fechoría; el pobre, que no tiene un maravedí expía su falta de rejas adentro. ¿Dónde está la igualdad ante la ley?

-Pues yo quitaría esas cosas, y establecería las penas de suerte que no resultase nunca esta desigualdad.

-Pero entonces desaparecerían las multas, arbitrio no despreciable para huecos del presupuesto y alivio de gobernantes. Además, voy a demostrarle a usted que no es posible en ninguna suposición esta pretendida igualdad. Demos que para una transgresión esté señalada la pena de diez mil reales; dos hombres han incurrido en ella, y ambos tienen de qué pagar, pero el uno es opulento banquero, el otro un modesto artesano. El banquero se burla de los diez mil reales, el artesano queda arruinado. ¿Es igual la pena?

-No, por cierto; mas ¿cómo quiera usted remediarlo?

-De ninguna manera, y esto es, lo que quiero persuadirle a usted, de que la desigualdad es cosa irremediable. Demos que la pena sea corporal, encontraremos la misma desigualdad. El presidio, la exposición a la vergüenza pública son penas que el hombre falto de educación y del sentimiento de dignidad sufre con harta indiferencia, sin embargo, un criminal que perteneciese a cierta categoría preferiría mil veces la muerte. La pena debe ser apreciada no por lo que es en sí, sino por el daño que causa al paciente y la impresión con que le afecta, pues de otro modo desaparecerían los dos fines del castigo: la expiación y el escarmiento. Luego una misma pena, aplicada a criminales de clases diferentes, no tiene la igualdad sino en el nombre, entrañando una desigualdad monstruosa. Confesaré con usted que en estos inconvenientes hay mucho de irremediable, pero reconozcamos estas tristes necesidades y dejémonos de ponderar una igualdad imposible.

La definición de una palabra y el discernir las diferentes aplicaciones que de ella podrían hacerse nos ha traído la ventaja de reducir a la nada un especioso sofisma y de demostrar hasta la última evidencia que el pomposo orador o propalaba absurdos o no nos decía nada que no supiésemos de antemano, pues no es mucho descubrimiento el anunciar que todos nacemos y morimos de una misma manera.

§ VI: Suposiciones gratuitas. -El despeñado

A falta de un principio general, tomamos a veces un hecho que no tiene más verdad y certeza de la que nosotros le otorgamos. ¿De dónde tantos sistemas para explicar los fenómenos de la Naturaleza? De una suposición gratuita que el inventor del sistema tuvo a bien asentar como primera piedra del edificio. Los mayores talentos se hallan expuestos a este peligro siempre que se empeñan en explicar un fenómeno careciendo de datos positivos sobre su naturaleza y origen. Un efecto puede haber procedido de una infinidad de causas, pero no se ha encontrado la verdad por sólo saber que ha podido proceder; es necesario demostrar que ha procedido. Si una hipótesis me explica, satisfactoriamente un fenómeno que tengo a la vista podré admirar en ella el ingenio de quien la inventara; pero poco habré adelantado para el conocimiento de la realidad de las cosas.

Este vicio de atribuir un efecto a una causa posible, salvando la distancia que vade la posibilidad a la realidad, es más común de lo que se cree, sobre todo cuando el razonador puede apoyarse en la coexistencia o sucesión de los hechos que se propone enlazar. A veces, ni aun se aguarda a saber si ha existido realmente el hecho que se designa como causa; basta que haya podido existir y que en su existencia hubiese podido producir el efecto de que se pretende dar razón.

Se ha encontrado en el fondo de un precipicio el cadáver de una persona conocida; las señales de la víctima manifiestan con toda claridad que murió despeñada. Tres suposiciones pueden excogitarse para dar razón de la catástrofe: una caída, un suicidio, un asesinato. En todos estos casos el efecto será el mismo, y en ausencia de datos no puede decirse que el uno la explique más satisfactoriamente que el otro. Numerosos espectadores están contemplando la desastrosa escena; todos ansían descubrir la causa; haced que se presente el más leve indicio; desde luego, veréis nacer en abundancia las conjeturas, y oiréis las expresiones de «es cierto, así será, no puede ser de otra manera..., como si lo estuviese mirando...; no hay testigos, no puede probarse en juicio; pero lo que es duda, no cabe».

Y ¿cuáles son los indicios? Algunas horas antes de encontrarse el cadáver, el infeliz se encaminaba hacia el lugar fatal, y no falta quien vio que estaba leyendo unos papeles, que se detenía de vez en cuando y daba muestras de inquietud. Por lo demás, es bien sabido que estos últimos días había pasado disgustos y que los negocios de su casa estaban muy mal parados. Toda la vecindad veía en su semblante muestras de pena y desazón. Asunto concluído: este hombre se ha suicidado. Asesinato no puede ser; estaba tan cerca de su casa...; además, que un asesinato no se comete de esta manera... Una desgracia es imposible, porque él conocía muy bien el terreno, y, por otra parte, no era hombre que anduviese precipitado ni con la vista distraída. Como el pobre estaba acosado por sus acreedores, hoy, día de correo, debió de recibir alguna carta apremiante y no habrá podido resistir más.

-Vamos, vamos -responderá el mayor número-, cosa clara, y tiene usted razón, cabalmente es hoy día de correo... Llega el juez, y, al efecto de instruir las primeras diligencias, se registra la cartera del difunto.
-Dos cartas.
-¿No lo decía yo?... El correo de hoy...
-La una es de N, su corresponsal en la plaza N.
-Vamos; cabalmente, allí tenía sus aprietos.
-Dice así: «Muy señor mío: En este momento acabo de salir de la reunión consabida. No faltaban renitentes; pero, al fin, apoyado de los amigos N N, he conseguido que todo el mundo entrase en razón. Por ahora puede usted vivir tranquilo, y si su hijo de usted tuviese la dicha de restablecer algún tanto los negocios de América esta gente se prestará a todo y conservará usted su fortuna y su crédito. Los pormenores, para el correo inmediato; pero he creído que no debía diferir un momento el comunicarle a usted tan satisfactoria noticia. Entretanto, etc.. etc.» No hay por qué matarse.
-¿La otra?
-Es de su hijo...
-Malas noticias debió de traer...
-Dice así: «Mi querido padre: He llegado a tiempo, y a pocas horas de mi desembarco estaba deshecha la trampa. Todo era una estafa del señor N. Ha burlado atrozmente nuestra confianza. No soñaba en mi venida, y, al verme en su casa, se ha quedado como herido de un rayo. He conocido su turbación y me he apoderado de toda su correspondencia. Mientras me ocupaba de esto ha tomado el portante e ignoro su paradero. Todo se ha salvado, excepto algún desfalco que calculo de poca consideración. Voy corriendo porque la embarcación que sale va a darse a la vela, etc., etc.»

El correo de hoy no era para suicidarse; el de las conjeturas sale lucido, todo por haber convertido la posibilidad en realidad, por haber estribado en suposiciones gratuitas, por haberse alucinado con lo especioso de una explicación satisfactoria.

-¿Si podrá ser un asesinato?...
-Claro es, porque con este correo..., y además este hombre no carecía de enemigos.
-El otro día su colono N. le amenazó terriblemente.
-Y es muy malo.
-¡Oh, terrible!... Está acostumbrado a la vida bandolera... Vamos, tiene atemorizada la vecindad...
-¿Y cómo estaban ahora?
-A matar; esta misma mañana salían juntos de la casa del difunto y hablaban ambos muy recio.
-Y el colono ¿solía, andar por aquí?
-Siempre; a dos pasos tiene un campo, y además la cuestión estaba (sino que esto sea dicho entre nosotros), la cuestión estaba sobre esas encinas del borde del precipicio. El dueño se quejaba de que él le echaba a perder el bosque; el otro lo negaba; como que en este mismo lugar estuvieron el otro día a pique de darse de garrotazos. Miren ustedes... Sino que uno no debe perder a un infeliz... Casi cada día estaban en pendencias en este mismo lugar.
-Entonces no hable usted más... ¡Es una atrocidad! Pero ¿cómo se prueba?...
-Y hoy vean ustedes cómo no está trabajando en el campo, y tiene por allí su apero..., y se conoce que ha trabajado hoy mismo... Vamos, ya no cabe duda, es evidente; el infeliz está perdido, porque esto transpirará.

Llega uno del pueblo.

-¡Qué desgracia!
-¿No lo sabía usted?
-No, señores; ahora, mismo me lo han dicho en su casa. Iba yo a verle por si se apaciguaba con el pobre N, que está preso en la alcaldía...
-¿Preso?...
-Sí, señores; me ha venido llorando su mujer; dice que se ha excedido de palabras y que el alcalde le ha arrestado. Como ya saben ustedes que es tan matón...
-¿Y no ha salido más al campo desde que habló esta mañana con el difunto en la calle?
-Pues ¿cómo había de salir?; vayan ustedes y le encontrarán allí, donde está desde muy temprano; el pobrecito estaba labrando ahí...

Nuevo chasco: el asesino estaba a larga distancia; el preso era el colono; nuevo desengaño para no fiarse de suposiciones gratuitas, para no confundir la realidad con la posibilidad y no alucinarse con plausibles apariencias.

§ VII: Preocupación en favor de una doctrina

He aquí uno de los más abundantes manantiales de error; esto es, la verdadera rémora de las ciencias, uno de los obstáculos que más retardan sus progresos. Increíble sería la influencia de la preocupación si la historia del espíritu humano no la atestiguara con hechos irrecusables.

El hombre dominado por una preocupación no busca, ni en los libros ni en las cosas, lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus opiniones. Y lo más sensible es que se porta de esta suerte, a veces con la mayor buena fe, creyendo, sin asomo de duda, que está trabajando, por la causa de la verdad. La educación, los maestros y autores de quienes se ha recibido las primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes vivimos de continuo o tratamos con más frecuencia, el estado o profesión y otras circunstancias semejantes contribuyen a engendrar en nosotros el hábito de mirar las cosas siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la misma manera.

Apenas dimos los primeros pasos en la carrera de una ciencia, se nos ofrecieron ciertos axiomas como de eterna verdad, se nos presentaron ciertas proposiciones como sostenidas por demostraciones irrefragables, y las razones que militaban por la otra parte nunca se nos hizo considerarlas como pruebas que examinar, sino como objeciones que soltar. ¿Había alguna de nuestras razones que claudicaba por un lado? Se acudía, desde luego, a sostenerla, a manifestar que en tolo caso no era aquélla la única, que estaba acompañada de otras cuniplidamente satisfactorias y que, si bien ella sola quizá no bastaría no obstante, añadida a las demás, no dejaba de pesar en la balanza y de inclinarla más y más a favor nuestro. ¿Presentaban los adversarios alguna dificultad de espinosa solución? El número de las respuestas suplía a su solidez. El gravísimo autor A contesta de esta manera, el insigne B de otra, el sabio C de tal otra; cualquiera de las tres es suficiente; escójase la que mejor parezca, con entera seguridad de que el Aquiles de los adversarios habrá recibido la herida en el tendón. No se trata de convencer, sino de vencer; el amor propio se interesa en la contienda, y conocidos son los infinitos recursos de este maligno agente. Lo que favorece se abulta y exagera; lo que obsta se disminuye, se desfigura u oculta; la buena fe protesta algunas veces desde el fondo del alma, pero su voz es ahogada y acallada con una palabra de paz en encarnizado combate.

Si así no fuere, ¿cómo será posible explicar que durante largos siglos se hayan visto escuelas tan organizadas, como disciplinados ejércitos agrupados alrededor de una bandera? ¿Cómo es que una serie de hombres ilustres por su saber y virtudes viesen todas una cuestión de una misma manera, al paso que sus adversarios, no menos esclarecidos que ellos, lo veían todo de una manera opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor no necesitásemos leerle, bastándonos, por lo común, la orden a que pertenecía o la escuela de donde había salido? ¿Podría ser ignorancia de la materia cuando consumían su vida en estudiarla? ¿Podría ser que no leyesen las obras de sus adversarios? Esto se verificaría en muchas, pero de otros no cabe duda que las consultarían con frecuencia: ¿Podría ser mala fe? No, por cierto, pues que se distinguían por su entereza cristiana.

Las causas son las señaladas más arriba: el hombre, antes de inducir a otros al error, se engaña muchas veces a sí propio. Se aferra a un sistema, allí se encastilla con todas las razones que pueden favorecerle, su ánimo se va acalorando a medida que se ve atacado, hasta que al fin, sea cual fuere el número y la fuerza de los adversarios, parece que se dice a sí mismo: «Este es tu puesto, es preciso defenderle; vale más morir con gloria que vivir con ignominiosa cobardía.»

Por este motivo, cuando se trata de convencer a otros, es preciso separar cuidadosamente la causa de la verdad de la causa del amor propio; importa sobremanera persuadir al contrincante de que cediendo nada perderá en reputación. No ataques nunca la claridad y perspicacia de su talento; de otro modo se formalizará el combate, la lucha será reñida, y aun teniéndole bajo vuestros pies y con la espada en la garganta no recabaréis que se confiese vencido.

Hay ciertas palabras de cortesía y deferencia que en nada se oponen a la verdad; en vacilando el adversario, conviene no economizarlas si deseáis que se dé a partido antes que las cosas hayan llegado a extremidades desagradables(14).



Balmes Jaime - El criterio - § III: Los sabios resucitadas