Balmes Jaime - El criterio - § VII: Preocupación en favor de una doctrina



Capítulo XV: El raciocinio

§ I: Lo que valen los principios y las reglas de la dialéctica

Cuando los autores tratan de esta operación del entendimiento amontonan muchas reglas para dirigirla, apoyándolas en algunos axiomas. No disputaré sobre la verdad de éstos, pero dudo mucho que la utilidad de aquéllas sea tanta como se ha pretendido. En efecto; es innegable que las cosas que se identifican con una tercera se identifican entre sí; que de dos cosas que se identifican entre sí si la una es distinta de una tercera lo será también la otra; que lo que se afirma o niega de todo un género o especie debe afirmarse o negarse del individuo contenido en ellos, y, además, es también mucha verdad que las reglas de argumentación fundadas en dichos principios son infalibles. Pero yo tengo la dificultad en la aplicación y no puedo convencerme de que sean de grande utilidad en la práctica.

En primer lugar, confieso que estas reglas contribuyen a dar al entendimiento cierta precisión, que puede servir, en algunos casos, para concebir con más claridad y atender a los vicios que entrañe un discurso; bien que a veces esta ventaja quedará neutralizada con las inconvenientes acarreados por la presunción de que se sabe raciocinar, porque no se ignoran las reglas del raciocinio. Puede uno saber muy bien las reglas de un arte y no acertar a ponerlas en práctica. Tal recitaría todas las reglas de la oratoria sin equivocar una palabra, que no sabría escribir una página sin chocar no diré con los preceptos del arte, sino con el buen sentido.

§ II: El silogismo. -Observaciones sobre este instrumento dialéctico

Formaremos cabal concepto de la utilidad de dichas reglas si consideramos que quien raciocina no las recuerda si no se ve precisado a formular un argumento a la manera escolástica, cosa que, en la actualidad, ha caído en desuso. Los alumnos aprenden a conocer si tal o cual silogismo peca contra esta o aquella regla; y esto lo hacen en ejemplos tan sencillos, que al salir de la escuela nunca encuentran nada que a ellos se parezca. «Toda virtud es loable; la justicia es virtud, luego es loable.» Está muy bien; pero cuando se me ofrece discernir si en tal o cual acto se ha infringido la justicia y la ley tiene algo que castigar; si me propongo investigar en qué consiste la justicia, analizando los altos principios en que estriba y las utilidades que su imperio acarrea al individuo y a la sociedad, ¿de qué me servirá dicho ejemplo u otros semejantes? Los teólogos y juristas quisiera que me dijesen si en sus discursos les han servido mucho las decantadas reglas.

«Todo metal es mineral; el oro es metal, luego es mineral.» «Ningún animal es insensible; los peces son animales, luego no son insensibles.» «Pedro es culpable.» «Esta onza de oro no tiene el debido peso; esta es la que Juan me ha dado, luego la onza que Juan me ha dado no tiene el debido peso.» Estos ejemplos, y otros por el mismo tenor, son los que suelen encontrarse en las obras de lógica que dan reglas para los silogismos, y yo no alcanzo qué utilidad pueden traer al discurso de los alumnos.

La dificultad en el raciocinio no se quita con estas frivolidades, más propias para perder el tiempo en la escuela que para enseñar. Cuando el discurso se traslada de los ejemplos a la realidad no encuentra nada semejante, y entonces o se olvida completamente de las reglas o, después de haber ensayado el aplicarlas continuamente, se cansa bien pronto de la enojosa e inútil tarea. Cierto sujeto, muy conocido mío, se había tomado el trabajo de examinar todos sus discursos a la luz de las reglas dialécticas; no sé si en la actualidad conservará todavía este peregrino humor; mientras tuve ocasión de tratarle no observé que alcanzase gran resultado.

Analicemos algunos de estos ejemplos y comparémoslos con la práctica.

Trátase de la pertenencia de una posesión. Todos los bienes que fueron de la familia N debieron pasar a la familia M; pero el mucho tiempo transcurrido y otras circunstancias hacen que se suscite un pleito sobre el manso B, de que esta última se halla en posesión, fundándose en que sus derechos a ella le vienen de la familia N. Claro es que el silogismo del posesor ha de ser el siguiente: Todos los bienes que fueron de la familia N me pertenecen; es así que el manso B se halla en este caso, luego el manso B me pertenece. Para no complicar, supondremos que no haya dificultad en la primera proposición, o sea en la mayor, y que toda la disputa recaiga sobre la menor; es decir, que le incumbe probar que efectivamente el manso B perteneció a la familia N.

Todo el pleito gira, no en si el silogismo es concluyente, sino en si se prueba la menor o no. Y pregunto ahora: ¿pensará nadie en el silogismo?, ¿sirve de nada el recordar que lo que se dice de todos se ha de decir de cada uno? Cuando se haya llegado a probar que el manso B perteneció a la familia N, ¿será menester ninguna regla para deducir que la familia M es legítima poseedora? El discurso se hace, es cierto; existe el silogismo, no cabe duda; pero es cosa tan clara, es tan obvia la deducción, que las reglas dadas para sacarla más bien que otra cosa parecerán un puro entretenimiento especulativo. No estará el trabajo en el silogismo, sino en encontrar los títulos para probar que el manso B perteneció realmente a la familia N, en interpretar cual conviene las cláusulas del testamento, donación o venta por donde lo había adquirido; en esto y en otros puntos consistirá la dificultad; para esto sería necesario agudizar el discurso, prescribiéndole atinadas reglas a fin de discernir la verdad entre muchos y complicados y contradictorios documentos. Gracioso sería, por lo demás, el preguntar a los abogados y al juez cuántas veces han pensado en semejantes reglas cuando seguían con ojo atento el hilo que debía, respectivamente, conducirlos al objeto deseado.

«La moneda que no reúne las calidades prescritas por la ley no debe recibirse; esta onza de oro no las tiene, luego, no debe recibirse.» El raciocinio es tan concluyente como inútil. Cuando yo esté bien instruido de las circunstancias exigidas por la ley monetaria vigente, y además haya experimentado que esta onza de oro carece de ellas, se la devolveré al dador sin discursos; y si se traba disputa no versará sobre la legitimidad de la consecuencia, sino sobre si a tantos o cuantos gramos de déficit se ha de tomar todavía, si está bien pesada o no, si lleva esta o aquella señal y otras cosas semejantes.

Cuando el hombre discurre no anda en actos reflejos sobre su pensamiento, así como los ojos cuando miran no hacen contorsiones para verse a sí mismos. Se presenta una idea, se la concibe con más o menos claridad; en ella se ve contenida otra u otras; con éstas se suscita el recuerdo de otras, y así se va caminando con suavidad, sin cavilaciones sin embarazarse a cada paso con la razón de aquello que se piensa.

§ III: El entimema

La evidencia de estas verdades ha hecho que se contase entre las formas de argumentación el entimema, el cual no es más que un silogismo en que se calla, por sobrentendida, alguna de sus proposiciones. Esta forma se la enseñó a los dialécticos la experiencia de lo que estaban viendo a cada paso, pues pudieron notar que en la práctica se omitía, por superfluo, el presentar por extenso todo el hilo del raciocinio. Así, en el último ejemplo, el silogismo por extenso sería el que se ha puesto al principio, pero en forma de entimema se convertiría en este otro: «Esta onza no tiene las condiciones prescritas por la ley; luego no debo recibirla»; o, en estilo vulgar y más conciso y expresivo: «No la tomo, es corta.»

§ IV: Reflexiones sobre el término medio

Todo el artificio del silogismo consiste en comparar los extremos con un término medio para deducir la relación que tienen entre sí. Cuando se conocen ya y se tienen presentes esos extremos y ese término medio; nada más sencillo que hacer la comparación; pero cabalmente entonces ya no es necesaria la regla, porque el entendimiento ve al instante la consecuencia buscada. ¿Cómo se encuentra ese término medio?¿Cómo se conocen los dos extrernos cuando se hacen investigaciones sobre un objeto del cual se ignora lo que es? Sé muy bien que si este mineral que tengo en las manos fuese oro, tendría tal calidad; pero el embarazo está en que ni se me ocurre que esto pueda ser oro, y, por tanto, no pienso en uno de los dos extremos; ni, aun cuando pensara en ello, me encuentro con medios de comprobarlo. Sabe muy bien el juez que si el hombre que pasa por su lado fuera el asesino a quien persigue desde mucho tiempo, debería enviarle al suplicio; pero la dificultad está en que al ver al culpable no piensa en el asesino; y si pensara en él y sospechase que es el individuo que está presente, no puede condenarle, por falta de pruebas. Tiene los dos extremos, mas no el término medio; término que no se le ofrecerá ciertamente bajo formas dialécticas. ¿Cómo se llama este hombre? Su patria, su residencia ordinaria, los antecedentes de su conducta, su modo de vivir en la actualidad, el lugar donde se hallaba cuando se cometió el asesinato, testigos que le vieron en las inmediaciones del sitio en que se encontró la víctima; su traje, estatura, fisonomía; señales sangrientas que se han notado en su ropa, el puñal escondido, el azoramiento con que llegó a deshora a su casa pocos momentos después del desastre, algunas prendas que se han encontrado en su poder y que se parecen mucho a otras que tenía el difunto, sus contradicciones, su reconocida enemistad con el asesinado; he aquí los términos medios, o más bien un conjunto de circunstancias que han de indicar si el preso es el verdadero asesino. ¿Y para qué aprovecharán las reglas del silogismo? Ahora habrá que atender a una palabra, después a un hecho; aquí se habrá de examinar una señal, más allá se habrán de cotejar dos o más coincidencias. Será preciso atender a las cualidades físicas, morales y sociales del individuo; será necesario apreciar el valor de los testigos; en una palabra, deberá el juez revolver la atención en todas direcciones, fijarla sobre mil y mil objetos diferentes y pesarlo todo en justa y escrupulosa balanza para no dejar sin castigo al culpable o no condenar al inocente.

Lo diré de una vez: los ejemplos que suelen abundar en los libros de dialéctica de nada sirven para la práctica; quien creyese que con aquel mecanismo ha aprendido a pensar, puede estar persuadido de que se equivoca. Si lo que acabo de exponer no le convence, la experiencia le desengañará.

§ V: Utilidad de las formas dialécticas

Sin embargo de lo dicho, no negaré que esas formas dialécticas sean útiles, aun en nuestro tiempo, para presentar con claridad y exactitud el encadenamiento de las ideas en el raciocinio, y que si no valen mucho como medio de invención, sean a veces provechosas como conducto de enseñanza. Así es que, lejos de pretender que se las destierre del todo de las obras elementales, conviene que se las conserve, no en toda su sequedad, pero sí en todo su vigor. Nervos et ossa las llamaba Melchor Cano con mucha oportunidad; no se destruyan, pues, esos nervios y huesos; basta cubrirlos con piel blanda y colorada para que no repugnen ni ofendan. Porque es preciso confesar que ahora, a fuerza de desdeñar las formas, se cae en el extremo opuesto, sumamente dañoso al adelanto de las ciencias y a la causa de la verdad. Antes los discursos eran descarnados en demasía; presentaban, por decirlo así, desnuda la armazón; pero ahora tanto es el cuidado de la exterioridad, tal el olvido de lo interior, que en muchos discursos no se encuentran más que palabras, que serían bellas si serlo pudieran palabras vacías. Con el auxilio de las formas dialécticas traveseaban en demasía los ingenios sutiles y cavilosos; con las formas oratorias se envuelven a menudo los espíritus huecos. Est modus in rebus(15)



Capítulo XVI: No todo lo hace el discurso

§ I: La inspiración

Es un error el figurarse que los grandes pensamientos son hijos del discurso; éste, bien empleado, sirve algún tanto para enseñar, pero poco para inventar. Casi todo lo que el mundo admira de más feliz, grande y sorprendente es debido a la inspiración, a esa luz instantánea que brilla de repente en el entendimiento del hombre, sin que él mismo sepa de dónde le viene. Inspiración, la apellido, y con mucha propiedad, porque no cabe nombre más adaptado para explicar este admirable fenómeno.

Está un matemático dando vueltas a un intrincado problema; se ha hecho cargo de todos los datos, nada le queda que practicar de lo que para semejantes casos está prevenida. La resolución no se encuentra; se han tanteado varios planteos y a nada conducen. Se han tomado al acaso diferentes cantidades por si se da en el blanco; todo es inútil. La cabeza está fatigada, la pluma descansa sobre el papel, nada escribe. La atención del calculador está como adormecida de puro fija; casi no sabe si piensa. Cansado de forcejear, por abrir una puerta tan bien cerrada, parece que ha desistido de su empeño y que se ha sentado en el umbral aguardando si alguien abrirá por la parte de adentro. «Ya lo veo -exclama de repente-; esto es...» Y, cual otro Arquímedes, sin saber lo que le sucede, saltaría del baño y echaría a correr gritando: «¡Lo he encontrado!... ¡Lo he encontrado!»

Acontece a menudo que después de largas horas de meditación no se ha podido llegar a un resultado satisfactorio; y cuando el ánimo está distraído, ocupado en asuntos totalmente diferentes, se le presenta de improviso la verdad como una aparición misteriosa. Hallábase Santo Tomás de Aquino en la mesa del rey de Francia, y como no debía de ser malcriado y descortés, no es regular que escogiese aquel puesto para entregarse a meditaciones profundas. Pero antes de la hora del convite estaría en la celda ocupado en sus ordinarias tareas, aguzando las armas de la razón para combatir a los enemigos de la Iglesia. Natural es que le sucediese lo que suelen experimentar todos los que tienen por costumbre penetrar en el fondo de las cosas, que aun cuando han dejado la meditación en que estaban embebidos, se les ocurre con frecuencia el punto en cuestión, como si viniese a llamar a la puerta, preguntando si le toca otra vez el turno. Y he aquí que, sin saber cómo, se siente inspirado, ve lo que antes no veía, y, olvidándose de que estaba en la mesa del rey, da sobre ella una palmada, exclamando: «¡Esto es concluyente contra los maniqueos!...»

§ II: La meditación

Cuando el hombre se ocupa en comprender algún objeto muy difícil, tan lejos está de andar con la regla y compás en la mano para dirigir sus meditaciones, que las más de las veces queda absorto en la investigación, sin advertir que medita, ni aun que existe. Mira las cosas ahora por un lado, después por otro; pronuncia interiormente el nombre de aquella que examina; da una ojeada a lo que rodea el punto principal; no se parece a quien sigue un camino trillado, como sabiendo el término a que ha de llegar, sino a quien, buscando en la tierra un tesoro cuya existencia sospecha, pero de cuyo lugar no está seguro, anda excavando, acá y acullá, sin regla fija.

Y, si bien se observa, no puede suceder de otra manera, cuando ya de antemano no se conoce la verdad que se busca. El que tiene a la vista un pedazo de mineral cuya naturaleza conoce, cuando trate de manifestar a otros lo que él sabe sobre la misma, se valdrá del procedimiento más sencillo y más adaptado para el efecto. Pero, si no tuviese dicho conocimiento, entonces le revolvería y miraría repetidas aquel indicio formaría sus conjeturas, y, al fin, echaría mano de experimentos a propósito no para manifestar que es tal, sino para descubrir cuál es.

§ III: Invención y enseñanza

De esto nace la diferencia entre el método de enseñanza y el de invención; quien enseña sabe adónde va y conoce el camino que ha de seguir, porque ya le ha recorrido otras veces; mas el que descubre, tal vez no se propone nada determinado, sino examinar lo que hay en el objeto que le ocupa; quizá se prefija un blanco, pero ignorando si es posible alcanzarle o dudando si existe, si es más que un capricho de su imaginación; y, en caso de estar seguro de su existencia, no conoce el sendero que a él le ha de conducir.

Por este motivo los más elevados descubrimientos se enseñan por principios muy diferentes de los que guiaron a los inventores; y el cálculo infinitesimal es debido a la geometría, y ahora se llega a sus aplicaciones geométricas por una serie de procedimientos puramente algebraicos. Así, se levanta en una cordillera de escarpadas montañas un picacho inaccesible, donde, al parecer, se divisan algunos restos de un antiguo edificio; un hombre curioso y atrevido concibe el designio de subir allá; mira, tantea, trepa por altísimos peñascos, se escurre por pasadizos impracticables, se aventura por el estrechísimo borde de espantosos derrumbaderos, se ase de endebles plantas y carcomidas raíces y, al fin, cubierto de sudor y jadeando de cansancio, toca la deseada cumbre y, levantando los brazos, clama con orgullo: «¡Ya estoy arriba!» Entonces domina de una ojeada todas las vertientes de las cordilleras, lo que antes no veía sino por partes ahora lo ve en su conjunto; mira hacia los puntos por donde había tanteado, ve la imposibilidad de subir por allí y se ríe de su ignorancia. Contempla las escabrosidades por donde acaba de atravesar, y se envanece de su temeraria osadía. Y ¿cómo será posible que por estas malezas suban los que te están mirando? Pero ved ahí un sendero muy fácil; desde abajo no se descubre, desde arriba sí. Da muchos rodeos, es verdad; se ha de tomar a larga distancia, pero es accesible hasta a los más débiles y menos atrevidos. Entonces desciende corriendo, se reúne con los demás, les dice: «Seguidme», los conduce a la cima, sin cansancio ni peligro, y allí les hace disfrutar de la vista del monumento y de los magníficos alrededores que el picacho domina.

§ IV: La intuición

Mas no se crea que las tareas del genio sean siempre tan laboriosas y pesadas. Uno de sus caracteres es la intuición, el ver sin esfuerzo lo que otros no descubrían sino con mucho trabajo, el tener a la vista el objeto inundado de luz cuando los demás están en tinieblas. Ofrecedle una idea, un hecho, que quizá para otros serán insignificantes; él descubre mil y mil circunstancias y relaciones antes desconocidas. No había más que un pequeño círculo, y al clavarse en él la mágica mirada, el círculo se agita, se dilata, va extendiéndose como la aurora al levantarse el sol. Ved: no había más que una débil ráfaga luminosa; pocos instantes después brilla el firmamento con inmensas madejas de plata y de oro; torrentes de fuego inundan la bóveda celeste del oriente al ocaso, del aquilón al sur.

§ V: No está la dificultad en comprender, sino en atinar. El jugador de ajedrez. -Sobiezk. Las víboras de Aníbal

Hay en este punto una particularidad muy digna de notarse, y que tal vez no ha sido observada, y es que muchas verdades no son difíciles en sí, y que, sin embargo, a nadie se ocurren sino a los hombres de talento. Cuando éstos las presentan, o las hacen advertir, todo el mundo las ve tan claras, tan sencillas, tan obvias, que parece extraño no se las haya visto antes.

Dos hábiles jugadores de ajedrez están empeñados en una complicada partida. Uno de ellos hace una jugada, al parecer tan indiferente... «Tiempo perdido», dicen los espectadores; luego abandona una pieza que podía muy bien defender y se entretiene en acudir a un punto por el cual nadie le amenaza. «Vaya una humorada -exclaman todos-; esto le hará a usted mucha falta.» «¿Qué quieren ustedes? -dice el taimado-; no atina uno en todo»; y continúa como distraído. El adversario no ha penetrado la intención, no acude al peligro, juega; y el distraído, que perdía tiempo y piezas, ataca por el flanco descubierto, y con maligna sonrisa dice: «Jaque mate.» «Tiene razón -gritan todos-; y ¿cómo no lo habíamos visto?; y una cosa tan sencilla..., pues claro; perdió el tiempo para enfilar por aquel lado, abandonó una pieza para abrirse paso; acudió allí, no para defenderse, sino para cerrar aquella salida; parece imposible que no lo hubiéramos advertido.»

Están los turcos acampados delante de Viena; cada cual discurre por dónde se deberá atacarlos cuando llegue el deseado refuerzo a las órdenes del rey de Polonia. Las reglas del arte andan de boca en boca; los proyectos son innumerables. Llega Sobieski, echa una ojeada sobre el ejército enemigo: «Es mío -dice-; está mal acampado.» Al día siguiente ataca; los turcos son derrotados y Viena es libre. Y después de visto el plan de ataque y su feliz éxito, todos dirán: «Los turcos cometieron tal o cual falta; tenía razón el rey: estaban mal acampados»; todos veían la verdad, la encontraban muy sencilla, pero después de habérsela mostrado.

Todos los matemáticos sabían las propiedades de las progresiones aritméticas y geométricas: que el exponente de 1 era 0, que el de 10 era 1, que el de 100 era 2, y así, sucesivamente, y que el de los números medios entre 1 y 19 era un quebrado; pero nadie veía que con esto se pudiese tener un instrumento de tantos y tan ventajosos usos como son las tablas de los logaritmos. Neper dijo: «Helo aquí», y todos los matemáticos vieron que era una cosa muy sencilla.

Nada más fácil que el sistema de nuestra numeración y, sin embargo, no lo conocieron ni los griegos ni los romanos. ¿Qué fenómeno más sencillo, más patente a nuestros ojos que la tendencia de los fluidos a ponerse a nivel, a subir a la misma altura de la cual descienden? ¿No lo estamos viendo a cada paso en las retortas y en todos los vasos donde hay dos o más tubos de comunicación? ¿Qué cosa más sencilla que la aplicación de esta ley de la Naturaleza a objeto de tanta utilidad como es la conducción de las aguas? Y, sin embargo, ha debido transcurrir mucho tiempo antes que la Humanidad se aprovechara de la lección que estaba recibiendo todos los días en un fenómeno tan sencillo.

Dos artesanos poco diestros se hallaban en una obra. El uno consulta al otro; ambos cavilan, ensayan, malbaratan, sin conseguir nada. Acuden por fin a un tercero, de aventajada nombradía: «A ver si usted nos saca de apuros.» «Muy sencillo: de esta manera.» «Tiene usted razón; era tan fácil, y no habíamos sabido dar en ello.»

Está Aníbal a la víspera de un combate naval; da sus disposiciones y, entretanto, vuelven a bordo algunos soldados, que llevan un gran número de vasos de barro bien tapados, cuyo contenido conocen muy pocos. Comienza la refriega; los enemigos se ríen de que los marinos de Aníbal les arrojen aquellos vasos en vez de flechas; el barro se hace pedazos y el daño que causa es muy poco. Pasan algunos momentos; un marino siente una picadura atroz; al grito del lastimado sucede el de otro; todos vuelven la vista y notan con espanto que la nave está llena de víboras. Introdúcese el desorden. Aníbal maniobra con destreza y la victoria se decide en su favor. Ciertamente que nadie ignoraba que era posible recoger muchas víboras y encerrarlas en vasos de barro y tirarlos a las naves enemigas; pero la ocurrencia sólo la tuvo el astuto cartaginés. Y él, sin duda, encontró el infernal ardid sin raciocinios ni cavilaciones; bastóle, tal vez, que alguien mentase la palabra víbora para atinar, desde luego, en que este reptil podía servirle de excelente auxiliar.

¿Qué nos dicen estos ejemplos? Nos dicen que el talento consiste muchas veces en ver una relación que está patente y en la cual nadie atina. Ella, en sí, no es difícil, y la prueba está en que tan pronto como alguno la descubre y la señala con el dedo, diciendo: «Mirad», todos la ven sin esfuerzo y hasta se admiran de no haberla advertido. Así que el lenguaje, llevado por la fuerza misteriosa de las cosas, los llama a estos pensamientos: ocurrencia, golpes, inspiraciones, expresando de esta manera que no costaron trabajo, que se ofrecieron por sí mismos.

§ VI: Regla para meditar

De lo dicho inferiré que para pensar bien no es buen sistema poner el espíritu en tortura, sino que es conveniente dejarle con cierto desahogo. Está meditando sobre un objeto; al parecer no adelanta; con la atención sobre una cosa, diríase que está dormitando. No importa; no lo violentéis; mira si descubre algún indicio que le guíe; se asemeja al que tiene en la mano una cajita cerrada con un resorte misterioso, en la cual se quiere poner a prueba el ingenio, por si encuentra el modo de abrirla. La contempla largo rato, la vuelve repetidas veces, ora aprieta con el dedo, ora forcejea con la uña, hasta que, al fin, permanece un instante inmóvil y dice: «Aquí está el resorte; ya está abierta.»

§ VII: Carácter de las inteligencias elevadas. -Notable doctrina de Santo Tomás de Aquino

¿Por qué no se ocurren a todos ciertas verdades sencillas? ¿Cómo es que el linaje humano haya de mirar cual espíritus extraordinarios a los que ven cosas que, al parecer, todo el mundo había podido ver? Esto es buscar la razón de un arcano de la Providencia; esto es preguntar por qué el Criador ha otorgado a algunos hombres privilegiados una gran fuerza de intuición, o sea visión intelectual inmediata, y la ha negado al mayor número.

Santo Tomás de Aquino desenvuelve sobre este particular una doctrina admirable. Según el santo doctor, el discurrir es señal de poco alcance del entendimiento; es una facultad que se nos ha concedido para suplir a nuestra debilidad, y así es que los ángeles entienden, mas no discurren. Cuanto más elevada es una inteligencia, menos ideas tiene, porque encierra en pocas lo que las más limitadas tienen distribuido en muchas. Así, los ángeles de más alta categoría entienden por medio de pocas ideas; el número se va reduciendo a medida que las inteligencias criadas se van acercando al Criador, el cual como ser infinito e inteligencia infinita, todo lo ve en una sola idea, única, simplicísima, pero infinita: su misma esencia. ¡Cuán sublime teoría! Ella sola vale un libro; ella prueba un profundo conocimiento de los secretos del espíritu; ella nos sugiere innumerables aplicaciones con respecto al entendimiento del hombre.

En efecto; los genios superiores no se distinguen por la mucha abundancia de las ideas, sino en que están en posesión de algunas capitales, anchurosas, donde hacen caber al mundo. El ave rastrera se fatiga revoloteando y recorre mucho terreno, y no sale de la angostura y sinuosidad de los valles; el águila remonta su majestuoso vuelo, posa en la cumbre de los Alpes, y desde allí contempla las montañas, los valles, la corriente de los ríos, divisa vastas llanuras pobladas de ciudades y amenizadas con deliciosas vegas, galanas praderas, ricas y variadas mieses.

En todas las cuestiones hay un punto de vista principal dominante; en él se coloca el genio. Allí tiene la clave, desde allí lo domina todo. Si al común de los hombres no les es posible situarse de golpe en el mismo lugar, al menos deben procurar llegar a él a fuerza de trabajo, no dudando que con esto se ahorrarán muchísimo tiempo y alcanzarán los resultados más ventajosos. Si bien se observa, toda cuestión y hasta toda ciencia tienen uno o pocos puntos capitales a los que se refieren los demás. En situándose en ellos, todo se presenta sencillo y llano; de otra suerte, no se ven más que detalles y nunca el conjunto. El entendimiento humano, ya de suyo tan débil, ha menester que se le muestren los objetos tan simplificados como sea dable; y, por lo mismo, es de la mayor importancia desembarazarlos de follaje inútil, y que, además, cuando sea preciso cargarle con muchas atenciones simultáneas, se las distribuya, de suerte que queden reducidas a pocas clases, y cada una de éstas vinculada en un punto. Así se aprende con más facilidad, se percibe con lucidez y exactitud y se auxilia poderosamente la memoria.

§ VIII: Necesidad del trabajo

De las doctrinas de este capítulo sobre la inspiración e intuición, ¿podremos inferir la conveniencia de abandonar el discurso, y hasta el trabajo, y de entregarnos a una especie de quietismo intelectual? No, ciertamemte. Para el desarrollo de toda facultad hay una condición indispensable: el ejercicio. En lo intelectual, como en lo físico, el órgano que no funcione se adormece, pierde de su vida; el miembro que no se mueve se paraliza. Aun los genios más privilegiados no llegan a adquirir su fuerza hercúlea sino después de largos trabajos. La inspiración no desciende sobre el perezoso; no existe cuando no hierven en el espíritu ideas y sentimientos fecundantes. La intuición, el ver del entendimiento, no se adquiere sino con un hábito engendrado por el mucho mirar. La ojeada rápida, segura y delicada de un gran pintor no se debe sólo a la Naturaleza, sino también a la dilatada contemplación y observación de los buenos modelos; y la magia de la música no se desenvolvería en la organización más armónica, sujeta únicamente a oír sonidos ásperos y destemplados(16)



Capítulo XVII: La enseñanza

§ I: Dos objetos de la enseñanza. -Diferentes clases de profesores

Distinguen comúnmente los dialécticos entre el método de enseñanza y el de invención. Sobre uno y otro voy a emitir algunas observaciones.

La enseñanza tiene dos objetos: primero, instruir a los alumnos en los elementos de la ciencia; segundo, desenvolver su talento para que al salir de la escuela puedan hacer los adelantos proporcionados a su capacidad.

Podría parecer que estos dos objetos no son más que uno sólo, sin embargo no es así. Al primero alcanzan todos los profesores que poseen medianamente la ciencia; al segundo no llegan sino los de un mérito sobresaliente. Para lo primero basta conocer el encadenamiento de algunos hechos y proposiciones cuyo conjunto forma el cuerpo de la ciencia; para lo segundo es preciso saber cómo se ha construido esa cadena que enlaza un extremo con otro; para lo primero bastan hombres que conozcan los libros; para lo segundo son necesarios hombres que conozcan las cosas.

Más diré: puede muy bien suceder que un profesor superficial sea más a propósito para la simple enseñanza de los elementos que otro muy profundo, pues que éste, sin advertirlo, se dejará llevar a discursos que complicarán la sencillez de las primeras nociones, y así dañará a la percepción, de los alumnos poco capaces.

La clara explicación de los términos, la exposición llana de los principios en que se funda la ciencia, la metódica coordinación de los teoremas y de sus corolarios, he aquí el objeto de quien no se propone más que instruir en los elementos.

Pero al que extienda más allá sus miradas y considere que los entendimientos de los jóvenes no son únicamente tablas donde se hayan de tirar algunas líneas que permanezcan allí inalterables para siempre, sino campos que se han de fecundar con preciosa, semilla, a éste le incumben tareas más elevadas y más difíciles. Conciliar la claridad con la profundidad, hermanar la sencillez con la combinación, conducir por camino llano y amaestrar al propio tiempo en andar por senderos escabrosos, mostrando las angostas y enmarañadas veredas por donde pasaron los primeros inventores, inspirar vivo entusiasmo, despertar en el talento la conciencia de las propias fuerzas, sin dañarle con temeraria presunción, he aquí las atribuciones del profesor que considera la enseñanza elemental no como fruto, sino como semilla.

§ II: Genios ignorados de los demás y de sí mismos

¡Cuán pocos son los profesores dotados de esta preciosa habilidad! Y ¿cómo es posible que los haya en el lastimoso abandono en que yace este ramo? ¿Quién cuida de aficionar a la enseñanza a los hombres de capacidad elevada? ¿Quién procura fijarlos en esta ocupación, si se deciden alguna vez a emprenderla? Las cátedras son miradas a lo más como un hincapié para subir más arriba; con las arduas tareas que ellas imponen se unen mil y mil de un orden diferente, y se desempeña corriendo y a manera de distracción lo que debería absorber al hombre entero.

Así, cuando entre los jóvenes se encuentra alguno en cuya frente chispea la llama del genio, nadie la advierte, nadie se lo avisa, nadie se lo hace sentir; y, encajonado entre los buenos talentos, prosigue su carrera sin que se le haya hecho experimentar el alcance de sus fuerzas. Porque es preciso saber que estas fuerzas no siempre las conoce el mismo que las posee, aun cuando sean con respecto a lo mismo que le ocupa. Podrá muy bien suceder que el fuego del genio permanezca toda la vida entre cenizas por no haber habido una mano que las sacudiera. ¿No vemos a cada paso que una ligereza extraordinaria, una singular flexibilidad de ciertos miembros una gran fuerza muscular y otras calidades corporales están ocultas, hasta que un ensayo casual viene a revelárselas al que las posee? Si Hércules no manejara más que un bastoncito, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava.

§ III: Medios para descubrir los talentos ocultos y apreciarlos en su valor

Un profesor de matemáticas que explique a sus alumnos la teoría de las secciones cónicas les dará una idea clara y exacta de dichas curvas, presentándoles las ecuaciones que expresan su naturaleza y deduciendo las propiedades que de ésta se originan. Hasta aquí, el discípulo aprende bien los elementos, pero no se ejercita en el desarrollo de sus fuerzas intelectuales; nada se le ofrece que pueda hacerle sentir el talento de invención, si es que en realidad le posea. Pero si el profesor le hace notar que aquella ecuación fundamental, al parecer de mera convención, no es probable que se le haya establecido sin motivo, desde luego, el joven se halla mal seguro sobre la base que reputaba sólida y busca el medio de darle algún apoyo. Si el alumno no acierta en el principio generador de dichas curvas, se le puede hacer notar el nombre que llevan y recordarle que la sección, paralela a la base del coro es un círculo. Entonces, naturalmente, el alumno corta el cono con planos en diferentes posiciones, y a la primera ojeada advierte que si la sección es cerrada, y no paralela a la base, resultan curvas cuya figura se parece a la que se ha llamado elipse. Ya imagina la sección más cercana al paralalismo, ya más distante, y siempre nota que la figura es una elipse, con la única diferencia de su mayor aplanación por los lados o bien de la mayor diferencia de los ejes. ¿Será posible expresar por una ecuación la naturaleza de esta curva? ¿Hay algunos datos conocidos? ¿Tienen alguna relación con las propiedades del cono y de la sección paralela? ¿La mayor o menor inclinación del plano cambia la naturaleza de la sección? Dando al plano otras posiciones, de suerte que no salga cerrada la sección, ¿qué curvas resultan? ¿Hay alguna semejanza entre ellas y las parábolas e hipérbolas? Esta y otras cuestiones se ofrecen al discípulo dotado de capacidad; y si es de muy felices disposiciones, veréisle al instante tirar líneas dentro del cono, compararlas unas con otras, concebir triángulos, calcular sus relaciones y tantear mil caminos para llegar a la ecuación deseada. Entonces no aprende simplemente las primeras nociones de la teoría; se ha convertido ya en inventor; su talento encuentra pábulo en qué cebarse; y cuando, aislado en los procedimientos de primera enseñanza, contaba muchos iguales en la inteligencia de la doctrina explicada, ahora echaréis de ver que deja a sus compañeros muy atrás, que ellos no han dado un paso, mientras él o ha obtenido el resultado que se buscaba o adelantado en el verdadero camino. Entonces da a conocer sus fuerzas, y las conoce él mismo; entonces se palpa que su capacidad es superior a la rutina y que quizá, andando el tiempo, podrá ensanchar el dominio de la ciencia.

Un profesor de derecho natural explicará cumplidamente los derechos y deberes de la patria potestad y las obligaciones de los hijos con respecto a los padres, aduciendo las definiciones y razones que en tales casos se acostumbran. Hasta aquí llegan los elementos, pero nada se encuentra para desenvolver el genio filosófico de un alumno privilegiado, ni que pueda hacerle sobresalir entre el común de sus compañeros, dotados de una capacidad regular. El hábil profesor desea tomar la medida de los talentos que hay en la cátedra, y el tiempo que le sobra después de la explicación le emplea en hacer un experimento.

-Sobre estos deberes, ¿le parece a usted si nos dicen algo los sentimientos del corazón? Las luces de la filosofía, ¿están de acuerdo con las inspiraciones de la Naturaleza?- A esta pregunta responderán hasta los medianos, observando que los padres, naturalmente, quieren a los hijos, y éstos a los padres, y que así están enlazados nuestros deberes con nuestros afectos, instigándonos éstos al cumplimiento de aquéllos. Hasta aquí no hay diferencia entre los alumnos que se llaman de buen talento. Pero prosigue el profesor analizando la materia, y pregunta:

-¿Qué le parece a usted de los hijos que se portan mal con los padres y no corresponden con la debida gratitud al amor que éstos les prodigaron?

-Que faltan a un deber sagrado y desoyen la voz de la Naturaleza.

-¿Pero cómo es que vemos tan a menudo a los hijos no cumplir como deben con sus padres, mientras éstos, si en algo faltan, suele ser por sobreabundancia de amor y ternura?

-En esto hacen muy mal los hijos -dirá el uno.

-Los hombres se olvidan fácilmente de los beneficios recibidos, dirá el otro; quién alegará que los hijos, a medida que adelantan en edad, se hallan distraídos por mil atenciones diferentes; quién recordará que los nuevos afectos engendrados en sus ánimos, a causa de la familia de que se hacen cabezas, disminuyen el que deben a sus padres, y cada cual andará señalando razones más o menos adaptadas, más o menos sólidas, pero ninguna que satisfaga del todo. Si entre vuestros alumnos se encuentra alguno que haya de adquirir con el tiempo esclarecida nombradía dirigidle la misma pregunta, a ver si acierta a decir algo que la desentrañe y la ilustre.

-Es demasiado cierto, os responderá, que los hijos faltan con mucha frecuencia a sus deberes para con sus padres; pero, si no me engaño, la razón de esto se halla, en la misma naturaleza de las cosas. Cuando más necesario es para la conservación y buen orden de los seres el cumplimiento de un deber, el Criador ha procurado asegurar más dicho cumplimiento. El mundo se conserva más o menos bien, a pesar del mal comportamiento de los hijos; pero el día que los padres se portasen mal, y olvidasen el cuidar de sus hijos, el linaje humano caminaría a su ruina. Así, es de notar que los hijos, ni aun los mejores, no profesan a sus padres un afecto tan vivo y ardiente como los padres a los hijos. El Criador podía, sin duda, comunicar a los hijos un amor tan apasionado y tierno como lo es el de los padres, pero ésto no era necesario, y por lo mismo no lo ha hecho. Y es de notar que las madres, que han menester mayor grado de este amor y ternura, lo tienen llevado hasta los límites del frenesí, habiéndolas pertrechado el Criador contra el cansancio que pudieran producirles los primeros cuidados de la infancia. Resulta, pues, que la falta del cumplimiento de los deberes en los hijos no procede precisamente de que éstos sean peores, pues ellos, si llegan a ser padres, se portan como lo hicieron los suyos, sino de que el amor filial, es de suyo menos intenso que el paternal, ejerce mucho menos ascendiente y predominio sobre el corazón, y por lo mismo se amortigua con más facilidad; es menos fuertes para superar obstáculos y ejerce menor influencia sobre la totalidad de nuestras acciones.

En las primeras respuestas encontrabais discípulos aprovechados; en ésta descubrís al joven filósofo que empieza a descollar, como entre raquíticos arbustos se levanta la tierna encina, que, andando los años, se hará notar en el bosque por su corpulento tronco y soberbia copa.

§ IV: Necesidad de los estudios elementales

No se crea por lo dicho que juzgue conveniente emancipar a la juventud de la enseñanza de los elementos; muy al contrario; opino que quien ha de aprender una ciencia, por grandes que sean las fuerzas de que se sienta dotado, es preciso que se sujete a esta mortificación, que es como el noviciado de las letras. De esto procuran muchos eximirse, apelando a artículos de diccionario que contienen lo bastante para hablar de todo sin entender de nada; pero la razón y la experiencia manifiestan que semejante método no puede servir sino a formar lo que llamamos eruditos a la violeta.

En efecto; hay en toda ciencia y profesión un conjunto de nociones primordiales, voces y locuciones que le son propias, las cuales no se aprenden bien sino estudiando una obra elemental; de suerte que cuando no mediaran otras consideraciones, la presente bastaría a demostrar los inconvenientes de tomar otro camino. Estas nociones primordiales y esas voces y locuciones deben ser miradas con algún respeto por quien entra de nuevo en la carrera, pues ha de suponer que no en vano han trabajado hasta aquí los que a ella se dedicaron. Si el recién venido tiene desconfianza de sus predecesores, si espera poder reformar la ciencia o profesión y hasta variarla radicalmente al menos ha de reflexionar que es prudente enterarse de lo que han dicho los otros, que es temerario el empeño de crearlo todo por sí solo, y es exponerse a perder mucho tiempo el no quererse aprovechar en nada de las fatigas ajenas. El maquinista más extraordinario empieza quizá a dedicarse a su profesión en la tienda de un modesto artesano, y por grandes esperanzas que puedan fundarse en sus brillantes disposiciones no deja por esto de aprender los nombres y el manejo de los instrumentos y enseres del trabajo. Con el tiempo hará en ellos muchas variaciones, los tendrá de otra materia más adaptada, cambiará su forma y tal vez su nombre; mas por ahora es preciso que los tome tal como los encuentra, que se ejercite con ellos hasta que la reflexión y la experiencia le hayan demostrado los inconvenientes de que adolecen y las mejoras de que son susceptibles.

Puede aplicarse a todas las ciendas el consejo que se da a los que quieren aprender la historia: antes de comenzar su estudio es necesario leer un compendio. A este propósito son notables las palabras de Bossuet en la dedicatoria que precede a su Discurso sobre la historia universal. Asienta la necesidad de estudiar la historia en compendio para evitar confusión y ahorrar fatiga, y luego añade: «Esta manera de exponer la historia universal la compararemos a la descripción de los mapas geográficos: la historia universal es el mapa general comparado con las historias particulares de cada país y de cada pueblo. En los mapas particulares veis menudamente lo que es un reino o una provincia en sí misma; en los universales aprendéis a fijar estas partes del mundo en su todo; en una palabra: veis la parte que ocupa París o la isla de Francia en el reino, la que el reino ocupa en la Europa y la que la Europa ocupa en el universo.» Pues bien: la oportuna y luminosa comparación entre el Mapamundi y los particulares se aplica a todos los ramos de conocimientos. En todos hay un conjunto de que es preciso hacerse cargo para comprender mejor las partes y no andar confuso y perdido en la manera de ordenarlas. Aun las ideas que se adquieren por este método son casi siempre incompletas, a menudo inexactas y algunas veces falsas; pero todos estos inconvenientes aún no pesan tanto como los que resultan de acometer a tientas, sin antecedentes ni guía, el estudio de una ciencia.

Las obras elementales, se nos dirá, no son más que un esqueleto; es verdad, pero, tal como es, ahorra muchísimo trabajo; hallándole formado ya, os será más fácil corregir sus defectos, cubrirle de nervios, músculos y carne; darle calor, movimiento y vida.

Entre los que han estudiado por principios una ciencia y los que, por decirlo así, han cogido sus nociones al vuelo en enciclopedias y diccionarios hay siempre una diferencia que no se escapa a un ojo ejercitado. Los primeros se distinguen por la precisión de ideas y propiedad de lenguaje; los otros se lucen tal vez con abundantes y selectas noticias, pero a la mejor ocasión dan un solemne tropiezo, que manifiesta su ignorante superficialidad(17).


Balmes Jaime - El criterio - § VII: Preocupación en favor de una doctrina