Balmes Jaime - El criterio - § XV: Quien abandona la religión católica no sabe dónde refugiarse



Capítulo XXII: El entendimiento práctico

§ I: Una clasificación de acciones

Los actos prácticos del entendimiento son los que nos dirigen para obrar; lo que envuelve dos cuestiones: cuál es el fin que nos proponemos, y cuál es el mejor medio para alcanzarle.

Nuestras acciones pueden ejercerse o sobre los objetos de la Naturaleza sometidos a la ley de necesidad, y aquí se comprenden todas las artes, o sobre lo que cae bajo el libre albedrío, y esto comprende el arreglo de nuestra conducta con respecto a nosotros mismos y a los demás, abarcando la moral, la urbanidad, la administración doméstica y la política.

Lo dicho hasta aquí sobre el modo de pensar en todas materias me ahorra el trabajo de extenderme sobre estos puntos, porque quien se haya penetrado de las reglas y observaciones precedentes no ignora cómo debe proponerse un fin ni cómo ha de encontrar los medios más adaptados para alcanzarle. No obstante, creo que no será inútil añadir algunas reflexiones que, sin salir de los límites fijados por el género de esta obra, suministren luz para guiarse cada cual en sus diferentes operaciones.

§ II: Dificultad de proponerse el debido fin

No hablo aquí del fin último; éste es la felicidad en la otra vida y a él nos conduce la religión. Trato únicamente de los secundarios, como alcanzar la conveniente posición en la sociedad, llevar a buen término un negocio, salir airosamente de una situación difícil, granjearse la amistad de una persona, guardarse de los tiros de un adversario, deshacer una intriga que nos amenaza, construir un artefacto que acredite, plantear un sistema de política, de hacienda o administración, derribar alguna institución que se crea dañosa, y otras cosas semejantes.

A primera vista, parece que siempre que el hombre obra debe tener presente el fin que se propone, y no como quiera, sino de un modo bien claro, determinado, fijo. Sin embargo, la observación enseña que no ces así; y que son muchos, muchísimos, aun entre los activos y enérgicos, los que andan poco menos que al acaso.

Sucede mil veces que atribuimos a los hombres más plan del que han tenido. En viéndolos ocupar posición muy elevada, sea por reputación, sea por las funciones que ejercen, nos inclinamos naturalmente a suponerles en todo un objeto fijo, con premeditación detenida, con vasta combinación en los designios, con larga previsión de los obstáculos, con sagaz conocimiento de la verdadera naturaleza del fin y de sus relaciones con los medios que a él conduzcan. ¡Oh, y cuánto engaño! El hombre en todas las condiciones sociales, en todas las circunstancias de la vida, es siempre hombre, es decir, una cosa muy pequeña. Poco conocedor de sí mismo, sin formarse por lo común ideas bastante claras ni de la cualidad ni del alcance de sus fuerzas, creyéndose a veces más poderoso, a veces más débil de lo que es en realidad, encuéntrase con mucha frecuencia dudoso, perplejo, sin saber ni adónde va ni adónde ha de ir. Además, para él es a menudo un misterio qué es lo que le conviene; por manera que las dudas sobre sus fuerzas se aumentan con las dudas sobre su interés propio.

§ III: Examen del proverbio «Cada cual es hijo de sus obras»

No es verdad lo que suele decirse de que el interés particular sea una guía segura y que con respecto a él raras veces el hombre se equivoque. En esto, como en todo lo demás, andamos inciertos, y en prueba de ello tenemos la triste experiencia de que tantas y tantas veces nos labramos nuestro infortunio.

Lo que sí no admite duda es que, así por lo tocante a la dicha como a la desgracia, se verifica el proverbio de que «El hombre es hijo de sus obras». En el mundo físico como en el moral, la casualidad no significa nada. Es cierto que en la instabilidad de las cosas humanas ocurren con frecuencia sucesos imprevistos que desbaratan los planes mejor concertados, que no dejan recoger el fruto de atinadas combinaciones y pesadas fatigas, y que, por el contrario, favorecen a otros que, atendido lo que habían puesto de su parte, estaban lejos de merecerlo; pero tampoco cabe duda en que esto no es tan común como vulgarmente se dice y se cree. El trato de la sociedad, acompañado de la conveniente observación, rectifica muchos juicios que se habían formado ligeramente sobre las causal de la buena o mala fortuna que cabe a diferentes personas.

¿Cuál es el desgraciado que lo sea por su culpa, si nos atenemos a lo que nos dice él? Ninguno o casi ninguno. Y, no obstante, si nos es dable conocer a fondo su índole, su carácter, sus costumbres, su modo de ver las cosas, su sistema en el manejo de los negocios, su trato, su conversación, sus modales, sus relaciones de amistad o de familia, raro será que no descubramos muchas de las causas, si no todas, de las que contribuyeron a hacerle infeliz.

Las equivocaciones sobre esta materia, suelen nacer de que se fija la atención en un solo suceso que ha decidido la suerte de la persona, sin reflexionar que aquel suceso o estaba ya preparado por muchos otros o que sólo ha podido tener tan funesta influencia a causa de la situación particular en que se hallaba la persona por sus errores, defectos o faltas.

La suerte próspera o adversa rarísima vez depende de una causa sola; complícanse por lo común varias, y de orden muy diverso; pero como no es fácil seguir el hilo de los acontecimientos al través de semejante complicación, se señala como causa principal, o única, lo que quizá no es otra cosa que un suceso determinante o una simple ocasión.

§ IV: El aborrecido

¿Veis a ese hombre a quien miran con desvio o indiferencia sus antiguos amigos, a quien profesan odio sus abogados y que no encuentra en la sociedad quien se interese por él? Si oís la explicación en que él señale las causas, éstas no son otras que la injusticia de los hombres, la envidia que no puede sufrir el resplandor del mérito ajeno, el egoísmo universal que no consiente el menor sacrificio ni aun a los que más obligación tenían de hacerle, por parentesco, por amistad, por gratitud; en una palabra, el infeliz es una víctima contra quien se ha conjurado el humano linaje, obstinado en no reconocer el alto mérito, las virtudes, la bella índole del infortunado. ¿Qué habrá de verdad en la relación? Quizá no será difícil descubrirlo en la misma apología; quiza no sea difícil notar la vanidad insufrible, el carácter áspero, la petulancia, la maledicencia, que le habrán atraído el odio de los unos, el desvío de los otros, y que habrán acabado por dejarle en el aislamiento de que injustamente se lamenta.

§ V: El arruinado

¿Habéis oído a ese otro cuya fortuna han arruinado la excesiva bondad propia, o la infidelidad de un amigo, o una desgracia imprevista, echándole a perder combinaciones sumamente acertadas, proyectos llenos de previsión y sagacidad? Pues si alcanzáis a procuraros noticias sobre su conducta, no será extraño que descubráis las verdaderas causas, por cierto muy distantes de lo que él se imagina.

En efecto; podrá suceder muy bien que haya mediado la infidelidad de un amigo, que haya ocurrido la desgracia imprevista; podrá ser mucha verdad que su corazón sea excesivamente bueno; es decir, que será muy posible que en su relación no haya mentido; pero no será extraño que en esa misma relación se os presenten de bulto las causas de su desgracia; que en su concepción, tan superficial como rápida, en su juicio, extremadamente ligero, en su discurrir especioso y sofístico, en su prurito de proyectar a la aventura, en la excesiva confianza de sí mismo, en el menosprecio de las observaciones ajenas, en la precipitación y osadía de su proceder, halléis más que suficiente causa para haberse arruinado, sin la bondad de su corazón, sin la infidelidad del amigo, sin la desgracia imprevista. Esta desgracia, lejos de ser puramente casual, habrá dependido quizá de un orden de causas que estaban obrando hace largo tiempo, y la infidelidad del amigo no hubiera sido difícil preverla y evitar sus tristes consecuencias si el interesado hubiese procedido con más tiento en depositar su confianza y en observar el uso que se hacia de ella.

§ VI: El instruido quebrado y el ignorante rico

¿Cómo es posible que ese hombre tan despejado, tan penetrante, tan instruido, no haya podido mejorar su fortuna, o haya perdido la que tenía, cuando ese otro tan encogido, tan torpe, tan rudo, ha hecho inconcebibles progresos en la suya? ¿No debe esto atribuirse a la casualidad, a fatalidades, a mala estrella? Así se habla muchas veces, sin reflexionar que se confunden lastimosamente las ideas, y se quieren enlazar con íntima dependencia causas y efectos que no tienen ninguna relación.

Es verdad que el uno es despejado y el otro encogido, que el uno parece penetrante y el otro torpe, que el uno es instruido y el otro rudo; pero ¿de qué sirven ni ese despejo, ni esa aparente penetración, ni esa instrucción para el efecto de que se trata? Es cierto que si se ofrece figurar en sociedad, el primero se presentará con más garbo y soltura que el segundo; que si es necesario sostener una conversación aquél brillará mucho más que éste; que su palabra será más fácil, sus ideas más variadas, sus observaciones más picantes, sus réplicas más prontas y agudas; que el y rico en cuestión no entenderá quizá una palabra del mérito de tal o cual novela, de tal o cual drama; que conocerá poco la Historia y se quedará estupefacto al oír al comerciante quebrado explicarse como un portento de erudición y de saber; de cierto que no sabrá tanto de política, ni de administración, ni de hacienda; que no poseerá tantos idiomas; pero ¿se trataba, por ventura, de nada de eso cuando se ofrecía dar buena dirección a los negocios? No, ciertamente. Cuando, pues, se pondera el mérito del uno y se manifiesta extrañeza porque la suerte no le ha sido favorable se pasa de un orden a otro muy diferente, se quiere que ciertos efectos procedan de causas con las que nada tienen que ver.

Observad atentamente a estos dos hombres tan desiguales en su fortuna; reflexionad sobre las cualidades de ambos; ved, sobre todo, si podéis hacer la experiencia en vista de un negocio que incumba a los dos, y no os será difícil inferir que así la prosperidad del uno como la ruina del otro nacen de causas sumamente naturales.

El uno, habla, escribe, proyecta, calcula, da mil vueltas a los objetos; todo lo prueba, a todo contesta; se hace cargo de mil ventajas, inconvenientes, esperanzas, peligros; en una palabra, agota la materia; nada deja en ella ni que decir ni que pensar. ¿Y qué hace el otro? ¿Es capaz de sostener la disputa con su adversario? No. ¿Deshace todos los cálculos que el primero acaba de amontonar? No. ¿Satisface a todas las dificultades con que su dictamen se ve combatido por el contrincante? No. En pro de su opinión, ¿aduce tanta copia de razones como su adversario? No. Para lograr el objeto, ¿presenta proyectos tan varios e ingeniosos? No. ¿Qué hace, pues, el malaventurado ignorante, combatido, hostigado, acosado por su temible antagonista?

-¿Qué me contesta usted a esto? -dice el hombre de los proyectos y del saber.

-Nada; pero ¿qué sé yo?...

-Mas ¿no le parecen a usted concluyentes mis razones?

-No del todo.

-Veamos: ¿tiene usted algo que oponer a este cálculo? Es cuestión de números; aquí no hay más.

-Ya se ve; lo que es en el papel, sale bien; la dificultad que yo tengo es que en la práctica suceda lo mismo. Cuenta usted con muchas partidas de que no estoy bien seguro; ¡estoy tan escarmentado!...

-¿Pero duda usted de los datos que se nos han proporcionado? ¿Qué interés habrá habido en engañarnos? Si hay pérdida, no seremos sólo nosotros, y participarán de ella los que nos suministran las noticias. Son personas entendidas, honradas, versadas en negocios, y además tienen interés en ello. ¿Qué más se quiere? ¿Qué motivo hay de duda?

-Yo no dudo de nada; yo creo lo que usted dice de esos señores; pero, ¿qué quiere usted?, el negocio no me gusta. Además, ¡hay tantas eventualidades que usted no lleva en cuenta!

-Pero ¿qué eventualidades, señor? Si nos atenemos a un simple puede ser nada llevaremos adelante; todos los negocios tienen sus riesgos; pero repito que aquí no alcanzo a ver ninguno con visos de probabilidad.

-Usted lo entiende más que yo -dice el rudo, encogiéndose de hombros; y luego, meneando cuerdamente la cabeza, añade-: No, señor; repito que el negocio no me gusta; yo, por mi parte, no entro en él; usted se empeña en que ha de ser provechosa la especulación, enhorabuena; allá veremos. Yo no aventuro mis fondos.

La victoria en la discusión queda, sin duda, por el proyectista; pero ¿quién acierta? La experiencia lo dirá. El rico, al parecer tan torpe, tiene la mirada menos vivaz que su antagonista; pero, en cambio, ve más claro, más hondo, de un modo más seguro, más perspicaz, más certero. No puede, es verdad, oponer datos a datos, reflexiones a reflexiones, cálculos a cálculos; pero el discernimiento, el tacto que le caracteriza, desenvueltos por la observación y por la experiencia, le están diciendo con toda certeza que muchos datos son imaginarios, que el cálculo es inexacto, que no se llevan en cuenta muchas eventualidades desgraciadas, no sólo posibles, sino muy probables; su ojeada perspicaz ha descubierto indicios de mala fe en algunos que intervienen en el negocio; su memoria, bien provista de noticias sobre el comportamiento en otros asuntos anteriores, le guía para apreciar en su justo valor la inteligencia y la probidad, que tanto le ponderaba el proyectista.

¿Qué le importa el no ver tanto, si ve mejor, con más claridad, distinción y exactitud? ¿Qué le importa el carecer de esa facilidad de pensar y hablar, muy a propósito para lucirse, pero muy estéril en buen resultado, como inconducente para el objeto de que se trata?

§ VII: Observaciones. -La cavilación y el buen sentido

La vivacidad no es la penetración; la abundancia de ideas no siempre lleva consigo la claridad y exactitud del pensamiento; la prontitud del juicio suele ser sospechosa de error; una larga serie de raciocinios demasiado ingeniosos suele adolecer de sofismas que rompen el hilo de la ilación y extravían al que se fía en ellos.

No siempre es fácil tarea el señalar a punto fijo esos defectos; mayormente, cuando el que los padece es un hablador fecundo y brillante que desenvuelve sus ideas en un raudal de hermosas palabras. La razón humana es de suyo tan cavilosa, poseen ciertos hombres cualidades tan a propósito para deslumbrar, para presentar los objetos desde el punto de vista que les conviene o los preocupa, que no es raro ver a la experiencia, al buen juicio, al tino, no poder contestar a una nube de argumentos especiosos otra cosa que: «Esto no irá bien; estos raciocinios no son concluyentes; aquí hay ilusión; el tiempo lo manifestará.»

Y es que hay cosas que más bien se sienten que no se conocen; las hay que se ven, pero no se prueban; porque hay relaciones delicadas, hay minuciosidades casi imperceptibles que no es posible demostrar con el discurso a quien no las descubre a la primera ojeada; hay puntos de vista sumamente fugaces, que en vano se buscan por quien no ha sabido colocarse en ellos en el momento oportuno.

§ VIII: Delicadeza de ciertos fenómenos intelectuales en sus relaciones con la práctica

En el ejercicio de la inteligencia y demás facultades del hombre hay muchos fenómenos que no se expresan con ninguna palabra, con ninguna frase, con ningún discurso; para comprender al que los experimenta es necesario experimentarlos también, y, a veces, es tan perdido el tiempo que se emplea para darse a entender como si un hombre con vista quisiese, a fuerza de explicación, dar idea de los colores a un ciego de nacimiento.

Esta delicadeza de fenómenos abunda en todos los actos de nuestra inteligencia, pero se nota de una manera particular en lo que tiene relación con la práctica. Entonces no puede abandonarse el espíritu a vanas abstracciones, no pueden formarse sistemas fantásticos, puramente convencionales; preciso es que tome las cosas no como él las imagina o desea, sino como son; de lo contrario, cuando haga el tránsito de la idea a los objetos se encontrará en desacuerdo con la realidad y verá desconcertados todos sus planes.

Añádase a esto que en tratándose de la práctica, sobre todo en las relaciones de unos hombres con otros, no influye sólo el entendimiento, sino que se desenvuelven simultáneamente las demás facultades. No hay tan sólo la comunicación de entendimiento con entendimiento, sino de corazón, con corazón; a más de la influencia recíproca de las ideas hay también la de los sentimientos.

§ IX: Los despropósitos

El que está más ventajosamente dotado en las facultades del alma, si se encuentra con otros que o carezcan de alguna de ellas o las posean en grado inferior, se halla en el mismo caso que quien tiene completos los sentidos con respecto al que está privado de alguno.

Si se recuerdan estas observaciones se ahorrarán mucho tiempo y trabajo, y aun disgustos en el trato de los hombres. Risa causa a veces el observar cómo forcejean inútilmente ciertas personas por apartar a otras de un juicio errado o hacerles comprender alguna verdad, óyese quizá en la conversación un solemne desatino, dicho con la mayor serenidad, y buena fe del mundo. Está presente una persona de buen sentido y se escandaliza, y replica, y aguza su discurso, y esfuerza mil argumentos para que el desatinado comprenda su sinrazón, y éste, a pesar de todo, no se convence y permanece tan satisfecho, tan contento; las reflexiones de su adversario no hacen mella en su ánimo impasible. Y esto ¿por qué? ¿Le faltan noticias? No, lo que falta en aquel punto es sentido común. Su disposición natural, o sus hábitos, le han formado así, y el que se empeña en convencerle debiera reflexionar que quien ha sido capaz de verter un desatino tan completo no es capaz de comprender la fuerza de la impugnación.

§ X: Entendimientos torcidos

Hay ciertos entendimientos que parecen naturalmente defectuosos, pues tienen la desgracia de verlo todo desde el punto de vista falso o inexacto o extravagante. En tal caso, no hay locura ni monomanía; la razón no puede decirse trastornada, y el buen sentido no considera a dichos hombres como faltos de juicio. Suelen distinguirse por su insufrible locuacidad, efecto de la rapidez de percepción y de la facilidad de hilvanar raciocinios. Apenas juzgan de nada con acierto; y si alguna vez entran en el buem camino, bien pronto se apartan de él arrastrados por sus propios discursos. Sucede con frecuencia ver en sus razonamientos una hermosa perspectiva, que ellos toman por un verdadero y sólido edificio; el secreto está en que han dado por incontestable un hecho incierto, o dudoso, o inexacto, o enteramente falso, o han asentado como principio de eterna verdad una proposición gratuita, o tomado por realidad una hipótesis, y así han levantado un castillo, que no tiene otro defecto que estar en el aire. Impetuosos, precipitados, no haciendo caso de las reflexiones de cuantos los oyen, sin más guía que su torcida razón, llevados por su prurito de discurrir y hablar, arrastrados, por decirlo así, en la turbia corriente de sus propias ideas y palabras, se olvidan completamente del punto de partida, no advirtiendo que todo cuanto edifican es puramente fantástico, por carecer de cimiento.

§ XI: Inhabilidad de dichos hombres para los negocios

No hay peores hombres para los negocios; desgraciado el asunto en que ellos ponen la mano, y desgraciados muchas veces ellos mismos si en sus cosas se hallan abandonados a su propia y exclusiva dirección. Las principales dotes de un buen entendimiento práctico son la madurez del juicio, el buen sentido, el tacto, y estas cualidades les faltan a ellos. Cuando se trata de llegar a la realidad es preciso no fijarse sólo en las ideas, sino pensar en los objetos; y esos hombres se olvidan casi siempre de los objetos y sólo se ocupan de sus ideas. En 1a práctica es necesario pensar, no en lo que las cosas debieran o pudieran ser, sino en lo que son; y ellos suelen pararse menos en lo que son que en lo que pudieran o debieran ser.

Cuando un hombre de entendimiento claro y de juicio recto se encuentra tratando un asunto con uno que adolezca de los defectos que acabo de describir, se halla en la mayor perplejidad. Lo que aquél ve claro, éste le encuentra obscuro; lo que el primero consideraba fuera de duda, el segundo lo mira como muy disputable. El juicioso plantea la cuestión de un modo que le parece muy natural y sencillo; el caviloso la mira de una manera diferente; diríase que son dos hombres de los cuales el uno padece una especie de estrabismo intelectual, que desconcierta y confunde al que ve y mira bien.

§ XII: Este defecto intelectual suele nacer de una causa moral

Reflexionando sobre la causa de semejantes aberraciones no es difícil advertir que el origen está más bien en el corazón que en la cabeza. Estos hombres suelen ser extremadamente vanos; un amor propio mal entendido les inspira el deseo de singularizarse en todo, y al fin llegan a contraer un hábito de apartarse de lo que piensan y dicen los demás; esto es, de ponerse en contradicción con el sentido común.

La prueba de que entregados con naturalidad a su propio entendimiento no verían tan erradamente los objetos, y de que el caer en ridículas aberraciones procede más bien de un deseo de singularizarse convertido en hábito, está en que suelen distinguirse por un espíritu de constante oposición. Si el defecto estuviese en la cabeza no habría ninguna razón para que en casi todas las cuestiones ellos sostuvieran el no cuando los demás sostienen el sí, y ellos estuviesen por el sí cuando los otros están por el no, siendo de notar que a veces hay un medio seguro para llevarlos a la verdad, y es el sostener el error.

Convengo en que a menudo ellos no advierten lo mismo que hacen; que no tienen una conciencia bien clara de esa inspiración de la vanidad que los dirige y sojuzga; pero la funesta inspiración no deja de existir, ni deja de ser remediable si hay quien se lo avise; mayormente si la edad, la posición social y las lisonjas no han llevado el mal hasta el último extremo. Y no es raro que se presenten ocasiones favorables para amonestar con algún fruto; porque esos hombres, con su imprudencia, suelen atraer sobre sí amargos disgustos, cuando no desgracias; y entonces, abatidos por la adversidad y enseñados por experiencia dolorosa, suelen tener lúcidos intervalos, de que puede aprovecharse un amigo sincero para hacerles oír los consejos de una razón juiciosa.

Por lo demás, cuando una realidad cruel no ha venido todavía a desengañarles, cuando en sus accesos de sinrazón se entregan sin medida a la vanidad de sus proyectos, no suele haber otro medio para resistirles que callar, y con los brazos cruzados y meneando la cabeza, sufrir con estoica impasibilidad la impetuosa avenida de sus proposiciones aventuradas, de sus raciocinios incoherentes, de sus planes descabellados.

Y por cierto que esa impasibilidad no deja de producir de vez en cuando saludables efectos, porque el deseo de disputar cesa cuando no hay quien replique; no cabe oposición cuando nadie sostiene nada; no hay defensa cuando nadie ataca. Así, no es raro ver a esos hombres volver en sí a poco rato de abrumar con su locuacidad a quien no les contesta; y, amonestados por la elocuencia del silencio, excusarse de su molesta petulancia. Son almas inquietas y ardientes, que viven de contradecir y que, a su vez, necesitan contradicción; cuando no la hay, cesa la pugna; y si se empeñan en comprenderla, bien pronto se fastidian cuando notan que, lejos de habérselas con un enemigo resuelto a pelear, se ceban en quien se ha entregado como víctima en las aras de una verbosidad importuna.

§ XIII: La humildad cristiana en sus relaciones con los negocios mundanos

La humildad cristiana, esa virtud que nos hace conocer el límite de nuestras fuerzas, que nos revela nuestros propios defectos, que no nos permite exagerar nuestro mérito ni ensalzarnos sobre los demás, que no nos consiente despreciar a nadie, que nos inclina a aprovecharnos del consejo y ejemplo de todos, aun de los inferiores; que nos hace mirar como frivolidades indignas de un espíritu serio el andar en busca de aplausos, el saborearse en el humo de la lisonja; que no nos deja creer jamás que hemos llegado a la cumbre de la perfección en ningún sentido ni cegarnos hasta el punto de no ver lo mucho que nos queda por adelantar y la ventaja que nos llevan otros; esa virtud, que, bien entendida, es la verdad, pero la verdad aplicada al conocimiento de lo que somos, de nuestras, relaciones con Dios y con los hombres, la verdad guiando nuestra conducta para que no nos extravíen las exageraciones del amor propio, esa virtud, repito, es de suma utilidad en todo cuanto concierne a la práctica, aun en las cosas puramente mundanas.

Sí; la humildad cristiana, en cambio de algunos sacrificios, produce grandes ventajas hasta en los asuntos más distantes de la devoción. El soberbio compra muy caro su satisfacción propia, y no advierte que la víctima que inmola a ese ídolo que ha levantado en su corazón son a veces sus intereses más caros, es la misma gloria en pos de la cual tan desalado corre.

§ XIV: Daños acarreados por la vanidad y la soberbia

¡Cuántas reputaciones se ajan, cuando no se destruyen, por la miserable vanidad! ¡Cómo se disipa la ilusión que inspirara un gran nombre si al acercársele os encontráis con una persona que sólo habla de sí misma! ¡Cuántos hombres, por otra parte recomendabilísimos, se deslustran y hasta se hacen objeto de burla por un tono de superioridad que choca e irrita o atrae los envenenados dardos de la sátira! ¡Cuántos se empeñan en negocios funestos, dan pasos desastrosos, se desacreditan o se pierden sólo por haberse entregado a su propio pensamiento de una manera exclusiva, sin dar ninguna importancia a los consejos, a las reflexiones o indicaciones de los que veían más claro, pero que tenían la desgracia de ser mirados de arriba abajo, a una distancia inmensa, por ese dios mentido que, habitando allá en el fantástico empíreo fabricado por su vanidad, no se dignaba descender a la ínfima región donde mora el vulgo de los modestos mortales!

¿Y para qué necesitaba él de consultar a nadie? La elevación de su entendimiento, la seguridad y acierto de su juicio, la fuerza de su penetración, el alcance de su previsión, la sagacidad de sus combinaciones, ¿no son ya cosas proverbiales? El buen resultado de todos los negocios en que ha intervenido, a quién se debe sino a él? Si se han superado gravísimas dificultades, ¿quién las ha superado sino él? Si todo lo han echado a perder sus compañeros, ¿qúién lo ha evitado sino él? ¿Qué pensamiento se ha concebido de alguna importancia que no le haya concebido él? ¿Qué ocurrencia habrán tenido los otros que con mucha anticipación no la hubiese tenido él? ¿De qué hubiera servido cuanto hayan excogitado los demás si no lo hubiese rectificado, enmendado, ilustrado, agrandado, dirigido él?

Contempladle; su frente altiva parece amenazar al cielo; su mirada imperiosa exige sumisión y acatamiento; en sus labios asoma el desdén hacia cuanto le rodea, en toda su fisonomía veréis que rebosa la complacencia en sí propio; la afectación de sus gestos y modales os presenta un hombre lleno de sí mismo, que procede con excesiva compostura como si temiese derramarse. Toma la palabra, resignaos a callar. ¿Replicáis? No escucha vuestras réplicas y sigue su camino. ¿Insistís otra vez? El mismo desdén, acompañado de una mirada que exige atención e impone silencio. Está fatigado de hablar, y descansa; entretanto, aprovecháis la ocasión de exponer lo que intentabais hace largo rato; ¡vanos esfuerzos!; el semidiós no se digna prestaros atención, os interrumpe cuando se le antoja, dirigiendo a otros la palabra, si es que no estaba absorto en sus profundas meditaciones, arqueando las cejas y preparándose a desplegar nuevamente sus labios con la majestuosa solemnidad de un oráculo.

¿Cómo podía menos de cometer grandes yerros un hombre tan fatuo? Y de esa clase hay muchos, por más que no siempre llegue la fatuidad a una exageración tan repugnante. Desgraciado el que desde sus primeros años no se acostumbra a rechazar la lisonja, a dar a los elogios que se le tributan el debido valor; que no se concentra repetidas veces para preguntarse si el orgullo le ciega, si la vanidad le hace ridículo, si la excesiva confianza en su propio dictamen le extravía y le pierde. En llegando a la edad de los negocios, cuando ocupa ya en la sociedad una posición independiente, cuando ha adquirido cierta reputación merecida o inmerecida, cuando se ve rodeado de consideración, cuando ya tiene inferiores, las lisonjas se multiplican y agrandan, los amigos son menes francos y menos sinceros, y el hombre abandonado a la vanidad que dejó desarrollarse en su corazón sigue cada día con más ceguedad el peligroso sendero, hundiéndose más y más en ese ensimismamiento, en ese goce de sí mismo, en que el amor propio se exagera hasta un punto lamentable, degenerando, por decirlo así, en egolatría.

§ XV: El orgullo

La exageración del amor propio, la soberbia, no siempre se presenta con un mismo carácter. En los hombres de temple fuerte y de entendimiento, sagaz es orgullo; en los flojos y poco avisados es vanidad. Ambos tienen un mismo objeto, pero emplean medios diferentes. El orgullo sin vanidad tiene la hipocresía de la virtud; el vanidoso tiene la franqueza de su debilidad. Lisonjead al orgulloso y rechazará la lisonja, temeroso de dañar a su reputación haciéndose ridículo; de él se ha dicho, con mucha verdad, que es demasiado orgulloso para ser vano. En el fondo de su corazón siente viva complacencia en la alabanza; pero sabe muy bien que este es un incienso honroso mientras el ídolo no manifiesta deleitarse en el perfume; por esto no os pondrá jamás el incensario en la mano, ni consentirá que le hagáis undular demasiado cerca. Es un dios a quien agrada un templo magnífico y un culto esplendoroso, pero manteniéndose el ídolo escondido en la misteriosa obscuridad del santuario.

Esto probablemente es más culpable a los ojos de Dios, pero no atrae con tanta frecuencia: el ridículo de los hombres. Con tanta frecuencia digo, porque difícilmente se alberga en el corazón el orgullo, sin que, a pesar de todas las precauciones, degenere en vanidad. Aquella violencia no puede ser duradera; la ficción no es para continuada por mucho tiempo. Saborearse en la alabanza y mostrar desdén hacia ella, proponerse por objeto principal el placer de la gloria y aparentar que no se piensa en ella es demasiado fingir para que, al través de los más tupidos velos, no se descubra la verdad. El orgulloso a quien he descrito más arriba no podía llamarse propiamente vano, y, no obstante, su conducta inspiraba algo peor que la vanidad misma; sobre la indignación provocaba también la burla.

§ XVI: La vanidad

El simplemente vano no irrita; excita a compasión, presta pábulo a la sátira. El infeliz no desprecia a los demás hombres; los respeta, quizá los admira y teme. Pero padece una verdadera sed de alabanza, y no como quiera, sino que necesita oírla él mismo, asegurarse de que, en efecto, se le alaba; complacerse en ella con delectación morosa y corresponder a las buenas almas que le favorecen, expresando con una inocente sonrisita su íntimo goce, su dicha, su gratitud.

¿Ha hecho alguna cosa buena? ¡Ah! Habladle de ella, por piedad, no le hagáis padecer. ¿No veis que se muere por dirigir la conversación hacia sus glorias? ¡Cruel!, que os desentendéis de sus indicaciones, que con vuestra distracción, con vuestra dureza, le obligaréis a aclararlas más y más, hasta convertirlas en súplicas.

En efecto; ¿ha gustado lo que él ha dicho, o escrito, o hecho? ¡Qué felicidad!; y es necesario que se advierta que fue sin preparación, que todo se debió a la fecundidad de su vena, a una de sus felices ocurrencias. ¿No habéis notado cuántas bellezas, cuántos golpes afortunados? Por piedad, no apartéis la vista de tantas maravillas, no introduzcáis en la conversación especies inconducentes; dejadle gozar de su beatitud.

Nada de la altivez satánica del orgulloso; nada de hipocresía; un inexplicable candor se retrata en su semblante; su fisonomía se dilata agradablemente; su mirada es afable, es dulce; sus modales, atentos; su conducta, complaciente; el desgraciado está en actitud de suplicante; teme que una imprudencia le arrebate su dicha suprema. No es duro, no es insultante, no es ni siquiera exclusivo; no se opone a que otros sean alabados: sólo quiere participar.

¡Con qué ingenua complacencia refiere sus trabajos y aventuras! En pudiendo hablar de sí mismo, su palabra es inextinguible. A sus alucinados ojos, su vida es poco menos que una epopeya. Los hechos más insignificantes se convierten en episodios de sumo interés; las vulgaridades, en golpes de ingenio; los desenlaces, más naturales, en resultado de combinaciones estupendas. Todo converge hacia él; la misma historia de su país no es más que un gran drama, cuyo héroe es él; todo es insípido si no lleva su nombre.


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