Balmes Jaime - El criterio - § XXXVIII: La hipocresía de las pasiones

§ XXXVIII: La hipocresía de las pasiones

Cuando hablo de pasiones no me refiero únicamente a las inclinaciones fuertes, violentas, tempestuosas que agitan nuestro corazón como los vientos el océano; trato también de aquellas más suaves, más espirituales, por decirlo así, porque, al parecer, están más cerca de las altas regiones del espíritu, y que suelen apellidarse sentimientos. Las pasiones son las mismas, sólo varían por su forma, o más bien, por la graduación de intensidad y por el modo de dirigirse a su objeto. Son entonces más delicadas, pero no menos temibles, pues que esa misma delicadeza contribuye a que con más facilidad nos seduzcan y extravíen.

Cuando la pasión se presenta en toda su deformidad y violencia, sacudiendo brutalmente el espíritu y empeñándose en arrastrale por malos caminos, el espíritu se precave contra el adversario, se prepara a luchar, resultando tal vez que la misma impetuosidad del ataque provoca una heroica defensa. Pero si la pasión depone sus maneras violentas, si se despoja, por decirlo así, de sus groseras vestiduras, cubriéndose con el manto de la razón, si sus gestiones se llaman conocimiento y sus inclinaciones voluntad, ilustrada pero decidida, entonces toma por traición una plaza que no hubiera tomado por asalto.

§ XXIX: Ejemplo: la venganza bajo dos formas

Un hombre que ha irrogado una ofensa está con una pretensión en cuyo éxito puede influir decisivamente el ofendido. Tan pronto como éste lo sabe, recuerda la ofensa recibida; el resentimiento se despierta en su corazón, al resentimiento sucede la cólera y la cólera engendra un vivo deseo de venganza. ¿Y por qué dejará de vengarse? ¿No se le ofrece ahora una excelente oportunidad? ¿No será para él un placer el presenciar la desesperación de su adversario burlado en sus esperanzas y quizá sumido en la obscuridad, en la desgracia, en la miseria? «Véngate, véngate -le dice en alta voz su corazón-, véngate, y que él sepa que te has vengado; dáñale, ya que él te dañó; humíllale, ya que él te humilló; goza tú el cruel pero vivo placer de su desgracia, ya que él se gozó en la tuya. La víctima está en tus manos, no la sueltes, cébate en ella, sacia en ella tu sed de venganza. Tiene hijos y perecerán..., no importa..., que perezcan; tiene padres y morirán de pesar..., no importa..., que mueran, así será herido en más puntos su infame corazón, así sangrará con más abundancia, así no habrá consuelo para él, así se llenará la medida de su aflicción, así derramarás en su villano pecho toda la hiel y amargura que él un día derramara en el tuyo. Véngate, véngate; ríete de una generosidad que él no practicó contigo, no tengas piedad de quien no la tuvo de ti; él es indigno de tus favores, indigno de compasión, indigno de perdón; véngate, véngate.»

Así habla el odio exaltado por la ira; pero este lenguaje es demasiado duro y cruel para no ofender a un corazón generoso. Tanta crueldad despierta un sentimiento contrario: «Este comportamiento sería innoble, sería infame -se dice el hombre a sí mismo-; esto repugna hasta el amor propio. Pues qué, ¿yo he de gozarme en el abatimiento, en el perpetuo infortunio de una familia? ¿No sería para mí un remordimiento inextinguible la memoria de que con mis manejos he sumido en la miseria a sus hijos inocentes y hundido en el sepulcro a sus ancianos padres? Esto no lo puedo hacer, esto no lo haré, es más honroso no vengarme; sepa mi adversario que si él fue bajo, yo soy noble; si él fue inhumano, yo soy generoso; no quiero buscar otra venganza que la de triunfar de él a fuerza de generosidad; cuando su mirada se encuentre con mi mirada sus ojos se abatirán, el rubor encenderá sus mejillas, su corazón sentirá un remordimiento y me hará justicia.»

El espíritu de venganza ha sucumbido por su imprudencia; lo quería todo, lo exigía todo, y con urgencia, con imperiosidad, sin consideraciones de ninguna clase, y el corazón se ha ofendido de semejante desmán, ha creído que se trataba de envilecerle, ha llamado en su auxilio a los sentimientos nobles, que han acudido presto y han decidido la victoria en favor de la razón. Otro quizá hubiera sido el resultado si el espíritu de venganza hubiese tomado otra forma menos dura, si cubriendo su faz con mentida máscara no hubiese mostrado sus facciones feroces. No debía dar destemplados gritos, aullidos horribles; era menester que envuelto y replegado en el seno más oculto del corazón hubiese destilado desde allí su veneno mortal. «Por cierto -debía decir- que el ofensor no es nada digno de obtener lo que pretende, y sólo por este motivo conviene oponerse a que lo obtenga, hizo una injuria, es verdad; pero ahora no es ocasión de acordarse de ella. No ha de ser el resentimiento quien presida a tu conducta, sino la razón, el deseo de que una cosa de tanta entidad no vaya a parar a malas manos. El pretendiente no carece de algunas buenas disposiciones para el desempeño; ¿por qué no hacerle justicia? Pero, en cambio, adolece de defectos imperdonables. La ofensa que te hizo a ti lo manifiesta bien; de ella no debes acordarte para la venganza, pero si para formar un juicio acertado. Sientes un secreto y vivo placer en contrariarle, en abatirle, en perderle; mas este sentimiento no te domina, sólo te impulsa el deseo del bien; y en verdad que si no mediase otro motivo que el resentimiento no opondrías ningún obstáculo a sus designios. Hasta quizá harías el sacrificio de favorecerle, y en verdad que sería doloroso, muy doloroso, pero quizá te resignarías a ello. Mas no te hallas en este caso; afortunadamente, la razón, la prudencia, la justicia están de acuerdo con las inclinaciones de tu corazón, y, bien considerado, ni las atiendes siquiera; experimentas un placer en dañar a tu enemigo, mas este placer es una expansión natural que tú no alcanzas a destruir, pero que tienes bastante sujeta para no dejarla que te domine. No hay inconveniente, pues, en tomar las providencias oportunas. Lo que importa es proceder con calma para que vean todos que no hay parcialidad, que no hay odio, que no hay espíritu de venganza, que usas de un derecho y hasta obedeces a un deber.» La venganza impetuosa, violenta, francamente injusta, no ha podido alcanzar un triunfo que ha obtenido sin dificultad la venganza pacífica, insidiosa, disfrazada hipócritamente con el velo de la razón, de la justicia, del deber.

Por este motivo es tan temible la venganza cuando obra en nombre del celo por la justicia. Cuando el corazón, poseído del odio, llega a engañarse a sí mismo, creyendo obrar a impulsos del buen deseo, quizá de la misma caridad, se halla como sujeto a la fascinación de un reptil a quien no ve y cuya existencia ni aun sospecha. Entonces la envidia destroza las reputaciones más puras y esclarecidas, el rencor persigue inexorable la venganza se goza en las convulsiones y congojas de la infortunada víctima, haciéndole agotar hasta las heces el dolor y la amargura. El insigne protomártir brillaba por sus eminentes virtudes y aterraba a los judíos con su elocuencia divina. ¿Qué nombre creéis que tomarán la envidia y la venganza, que les seca los corazones y hace rechinar sus dientes? ¿Creéis que se apellidarán con el nombre que les es propio? No, de ninguna manera. Aquellos hombres dan un grito como llenos de escándalo, se tapan los oídos y sacrifican al inocente Diácono en nombre de Dios. El Salvador del mundo admira a cuantos le oyen con la divina hermosura de su moral, con el maravilloso raudal de sabiduría y de amor que fluye de sus labios augustos; los pueblos se agolpan para verle y él pasa haciendo bien; afable con los pequeños, compasivo con los desgraciados, indulgente con los culpables, derrama a manos llenas los tesoros de su omnipotencia y de su amor; sólo pronuncia palabras de dulzura y perdón; diríase que reserva el lenguaje de una indignación santa y terrible para confundir a los hipócritas. Estos han encontrado en él una mirada majestuosa y severa y ellos la han correspondido con una mirada de víbora. La envidia les destroza el corazón, sienten una abrasadora sed de venganza. Pero ¿obrarán, hablarán como vengativos? No, este hombre es un blasfemo, dirán; seduce las turbas, es enemigo del César; la fidelidad, pues, la tranquilidad pública, la religión exigen que se le quite de en medio, y se aceptará la traición de un discípulo, y el inocente Cordero será llevado a los tribunales y será interrogado, y al responder palabras de verdad, el príncipe de los sacerdotes se sentirá devorado de celo y rasgará sus vestiduras y dirá: Blasfemó, y los circunstantes dirán: «Es reo de muerte.»

§ XL: Precauciones

Jamás el hombre medita demasiado sobre los secretos de su corazón, jamás despliega demasiada vigilancia para guardar las mil puertas por donde se introduce la iniquidad, jamás se precave contra las innumerables asechanzas con que él se combate a sí propio. No son las pasiones tan temibles cuando se presentan como son en sí, dirigiéndose abiertamente a su objeto, y atropellando con impetuosidad cuanto se les pone delante. En tal caso, por poco que se conserve en el espíritu el amor de la virtud, si el hombre no ha llegado todavía hasta el fondo de la corrupción o de la perversidad, siente levantarse en su alma un grito de espanto e indignación tan pronto como se le ofrece el vicio con su aspecto asqueroso; pero ¿qué peligros no corre si, trocados los hombres y cambiados los trajes, todo se le ofrece disfrazado, trastornado?; ¿si sus ojos miran al través de engañosos prismas, que pintan con galanos colores y apacibles formas la negrura y la monstruosidad?

Los mayores peligros de un corazón puro no están en el brutal aliciente de las pasiones groseras, sino en aquellos sentimientos que encantan por su delicadeza y seducen con su ternura; el miedo no entra en las almas nobles sino con el dictado de prudencia; la codicia no se introduce en los pechos generosos sino con el título de economía previsora; el orgullo se cobija bajo la sombra del amor de la propia dignidad y del respeto debido a la posición que se ocupa; la vanidad se proporciona sus pequeños goces engañando al vanidoso con la urgente necesidad de conocer el juicio de los demás para aprovecharse de la crítica; la venganza, se disfraza con el manto de la justicia; el furor se apellida santa indignación; la pereza invoca en su auxilio la necesidad del descanso, y la roedora envidia, al destrozar reputaciones, al empeñarse en ofuscar con su aliento impuro los resplandores de un mérito eminente, habla de amor a la verdad, de imparcialidad, de lo mucho que conviene precaverse contra una admiración ignorante o un entusiasmo infantil.

§ XLI: Hipocresía del hombre consigo mismo

El hombre emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que para engañar a los otros. Rara vez se da a sí propio exacta cuenta del móvil de sus acciones, y por esto aun en las virtudes más acendradas hay algo de escoria. El oro enteramente puro no se obtiene sino con el crisol de un perfecto amor divino, y este amor, en toda su perfección, está reservado para las regiones celestiales. Mientras vivimos aquí en la tierra llevamos en nuestro corazón un germen maligno que o mata, o enflaquece, o deslustra las acciones virtuosas, y no es poco si se llega a evitar que ese germen se desarrolle y nos pierda. Pero, a pesar de tamaña debilidad, no deja de brillar en el fondo de nuestra alma aquella luz inextinguible, encendida en ella por la mano del Criador, y esa luz nos hace distinguir entre el bien y el mal, sirviéndonos de guía en nuestros pasos y de remordimiento en nuestros extravíos. Por esta causa nos esforzamos a engañarnos a nosotros mismos para no ponernos en contradicción demasiado patente con el dictamen de la conciencia; nos tapamos los oídos para no oír lo que ella nos dice, cerramos los ojos para no ver lo que ella nos muestra, procuramos hacernos la ilusión de que el principio que nos inculca no es aplicable al caso presente. Para esto sirven lastimosamente las pasiones, sugiriéndonos insidiosamente discursos sofísticos. Cuéstale mucho al hombre parecer malo ni a sus propios ojos; no se atreve, se hace hipócrita.

§ XLII: El conocimiento de sí mismo

El defecto indicado en el párrafo anterior tiene diferente carácter en las diferentes personas, por cuyo motivo conviene sobremanera no perder jamás de vista aquella regla de los antiguos tan profundamente sabia: Conócete a ti mismo; Nosce te ipsum. Si bien hay ciertas cualidades comunes a todos los hombres, éstas toman un carácter particular en cada uno de ellos; cada cual tiene, por decirlo así, un resorte que conviene conocer y saber manejar. Este resorte es necesario descubrir cuál es en los demás para acertar a conducirse bien con ellos; pero es más necesario todavía descubrirle cada cual en sí mismo. Porque allí suele estar el secreto de las grandes cosas, así buenas como malas, a causa de que ese resorte no es más que una propensión fuerte que llega a dominar a las demás, subordinándolas todas a un objeto. De esta pasión dominante se resienten todas las otras; ella se mezcla en todos los actos de la vida, ella constituye lo que se llama el carácter.

§ XLIII: El hombre huye de sí mismo

Si no tuviésemos la funesta inclinación de huir de nosotros mismos, si la contemplación de nuestro interior no nos repugnase en tal grado, no nos sería difícil descubrir cuál es la pasión que en nosotros predomina. Desgraciadamente, de nadie huimos tanto como de nosotros mismos, nada estudiamos menos que lo que tenemos más inmediato y que más nos interesa. La generalidad de los hombres descienden al sepulcro no sólo sin haberse conocido a sí propios, sino también sin haberlo intentado. Debiéramos tener continuamente la vista fija sobre nuestro corazón para conocer sus inclinaciones, penetrar sus secretos, refrenar sus ímpetus, corregir sus vicios, evitar sus extravíos; debiéramos vivir con esa vida íntima en que el hombre se da cuenta de sus pensamientos y afectos y no se pone en relación con los objetos exteriores sino después de haber consultado su razón y dado a su voluntad la dirección conveniente. Mas esto no se hace; el hombre se abalanza, se pega a los objetos que le incitan, viviendo tan sólo con esa vida exterior que no le deja tiempo para pensar en sí mismo. Vense entendimientos claros, corazones bellísimos, que no guardan para sí ninguna de las preciosidades con que los ha enriquecido el Criador, que derraman, por decirlo así, en calles y plazas el aroma exquisito que, guardado en el fondo de su interior, podría servirles de confortación y regalo.

Se refiere de Pascal que, habiéndose dedicado con grande ahínco a las matemáticas y ciencias naturales, se cansó de dicho estudio a causa de hallar pocas personas con quienes conversar sobre el objeto de sus ocupaciones favoritas. Deseoso de encontrar una materia que no tuviera este inconveniente, se dedicó al estudio del hombre; pero bien pronto conoció, por experiencia, que los que se ocupaban en estudiar al hombre eran todavía en menor número que los aficionados a las matemáticas. Esto se verifica ahora como en tiempo de Pascal; hasta observar al común de los hombres para echar de ver cuán pocos son los que gustan de semejante tare, mayormente tratándose de sí mismos.

§ XLIV: Buenos resultados del reflexionar sobre las pasiones

Cuando se ha adquirido el hábito de reflexionar sobre las inclinaciones propias, distinguiendo el carácter y la intensidad de cada una de ellas, aun cuando arrastren una que otra vez al espíritu, no lo hacen sin que éste conozca la violencia. Ciegan quizá el entendimiento, pero esta ceguera no se oculta del todo al que la padece; se dice a sí mismo: «Crees que ves, mas en realidad no ves; estás ciego.» Pero si el hombre no fija nunca su mirada en su interior, si obra según le impelen las pasiones, sin cuidarse de averiguar de dónde nace el impulso, para él llegan a ser una misma cosa pasión y voluntad, dictamen del entendimiento e instinto de las pasiones. Así la razón no es señora, sino esclava; en vez de dirigir, moderar y corregir con sus consejos y mandatos las inclinaciones del corazón, se ve reducida a vil instrumento de ellas y obligada a emplear todos los recursos de su sagacidad para proporcionarles goces que las satisfagan.

§ XLV: Sabiduría de la religión cristiana en la dirección de la conducta

La religión cristiana, al llevarnos a esa vida moral, íntima, reflexiva sobre nuestras inclinaciones, ha hecho una obra altamente conforme a la más sana filosofía y que descubre un profundo conocimiento del corazón humano. La experiencia enseña que lo que le falta al hombre para obrar bien no es conocimiento especulativo y general, sino práctico, detallado, con aplicación a todos los actos de la vida. ¿Quién no sabe y no repite mil veces que las pasiones nos extravían y nos pierden? La dificultad no está en eso, sino en saber cuál es la pasión que influye en este o aquel caso, cuál es la que por lo común predomina en las acciones, bajo qué forma, bajo qué disfraz se presenta al espíritu y de qué modo se deben rechazar sus ataques o precaver sus estratagemas. Y todo esto no como quiera, sino con un conocimiento claro, vivo y que, por tanto, se ofrezca naturalmente al entendimiento siempre que se haya de tomar alguna resolución, aun en los negocios más comunes.

La diferencia que en las ciencias especulativas media entre un hombre vulgar y otro sobresaliente no consiste a menudo sino en que éste conoce con claridad, distinción y exactitud lo que aquél sólo conoce de una manera inexacta, confusa y obscura; no consiste en el número de las ideas, sino en la calidad; nada dice éste sobre un punto, de que también no tenga noticia aquél; ambos miran al mismo objeto, sólo que la vista del uno es mucho más perfecta que la del otro. Lo propio sucede en lo relativo a la práctica. Hombres profundamente inmorales hablarán de la moral de tal suerte que manifiesten no desconocer sus reglas; pero estas reglas las saben ellos en general, sin haberse cuidado de hacer aplicaciones, sin haber reparado en los obstáculos que impiden el ponerlas en planta en tal o cual ocasión, sin que se les ocurran de una manera clara y viva cuando se ofrece oportunidad de hacer uso de ellas. Quien está en posesión de su entendimiento, de la voluntad, del hombre entero, son las pasiones; estas reglas morales las conservan, por decirlo así, archivadas en lo más recóndito de su conciencia; ni aun gustan de mirarlas como objeto de curiosidad, temerosos de encontrar en ellas el gusano del remordimiento. Por el contrario, cuando la virtud está arraigada en el alma, las reglas morales llegan a ser una idea familiar que acompaña todos los pensamientos y acciones, que se aviva y se agita al menor peligro, que impera y apremia antes de obrar, que remuerde incesantemente si se la ha desatendido. La virtud causa esa continua presencia intelectual de las reglas morales, y esta presencia, a su vez, contribuye a fortalecer la virtud; así es que la religión no cesa de inculcarlas, segura de que son preciosa semilla, que tarde o temprano dará algún fruto.

: § XLVI

Los sentimientos morales auxilian la virtud

En ayuda de las ideas morales vienen los sentimientos, que también los hay morales, y poderosos, y bellísimos; porque Dios, al permitir que sacudan y conturben nuestro espíritu violentas y aciagas tempestades, también ha querido proporcionarnos el blando mecimiento de céfiros apacibles. El hábito de atender a las reglas morales y de obedecer sus prescripciones desenvuelve y aviva estos sentimientos; y entonces el hombre, para seguir el camino de la virtud, combate las inclinaciones malas con las inclinaciones buenas; las luchas no son de tanto peligro y, sobre todo, no son tan dolorosas; porque un sentimiento lucha con otro sentimiento; lo que se padece con el sacrificio del uno se compensa con el placer causado por el triunfo del otro, y no hay aquellos sufrimientos desgarradores que se experimentan cuando la razón pelea con el corazón enteramente sola.

Ese desarrollo de los sentimientos morales, ese llamar en auxilio de la virtud las mismas pasiones es un recurso poderoso para obrar bien e ilustrar el entendimiento cuando le ofuscan otras pasiones. Hay en esta oposición mucha variedad de combinaciones, que dan excelentes resultados. El amor de los placeres se neutraliza con el amor de la propia dignidad; el exceso del orgullo se templa con el temor de hacerse aborrecible; la vanidad se modera por el miedo al ridículo; la pereza se estimula con el deseo de la gloria; la ira se enfrena por no parecer descompuesto; la sed de venganza se mitiga o extingue con la dicha y la honra que resultan de ser generoso. Con esta combinación, con la sagaz oposición de los sentimientos buenos a los sentimientos malos, se debilitan suave y eficazmente muchos de los gérmenes de mal que abriga el corazón humano, y el hombre es virtuoso sin dejar de ser sensible.

§ XLVII: Una regla para los juicios prácticos

Conocido el principal resorte del propio corazón, y desarrollados tanto como sea posible los sentimientos generosos y morales, es necesario saber cómo se ha de dirigir el entendimiento para que acierte en sus juicios prácticos.

La primera regla que se ha de tener presente es no juzgar ni deliberar con respecto a ningún objeto mientras el espíritu está bajo la influencia de una pasión relativa al mismo objeto. ¡Cuán ofensivo no parece un hecho, una palabra, un gesto que acaba de irritar! «La intención del ofensor -se dice a sí mismo el ofendido- no podía ser más maligna; se ha propuesto no sólo dañar, sino ultrajar; los circunstantes deben de estar escandalizados; si no se tomase una pronta y completa venganza, la sonrisa burlona que asomaba a los labios de todos se convertiría irremisiblemente en profundo desprecio por quien ha tolerado que de tal modo se le cubriera de afrentosa ignominia. Es preciso no ser descompuesto, es verdad; pero ¿hay acaso mayor descompostura que el abandono del honor?; es necesario tener prudencia; pero esta prudencia, ¿debe llegar hasta el punto de dejarse pisotear por cualquiera?» ¿Quién hace este discurso? ¿Es la razón? No, ciertamente; es la ira. Pero la ira, se dirá, no discurre tanto. Sí, discurre; porque toma a su servicio al entendimiento y éste le proporciona todo lo que necesita. Y en este servicio no deja de auxiliarle a su vez la misma ira; porque las pasiones, en sus momentos de exaltación, fecundizan admirablemente el ingenio con las inspiraciones que les convienen.

¿Queremos una prueba de que quien así discurría y hablaba no era la razón, sino la ira? Hela aquí evidente. Si en lo que piensa el hombre encolerizado hubiese algo de verdad no la desconocerían del todo los circunstantes. Tampoco carecen ellos de sentimientos de honor; también estiman en mucho su propia dignidad; saben distinguir entre una palabra dicha con designio de zaherir y otra escapada sin intención ofensiva, y, sin embargo, ellos no ven nada de lo que el encolerizado ve con tan claridad; y si se sonríen, esa sonrisa es causada no por la humillación que él se imagina haber sufrido, sino por esa terrible explosión de furor que no tiene motivo alguno. Más todavía: no es necesario acudir a los circunstantes para encontrar la verdad; basta apoyar al mismo encolerizado cuando haya desaparecido la ira. ¿Juzgará entonces como ahora? Es bien seguro que no; él será tal vez el primero que se reirá de su enojo y que pedirá se le disimule su arrebato.

§ XLVIII: Otra regla

De estas observaciones nace otra regla, y es que al sentirnos bajo la influencia de una pasión hemos de hacer un esfuerzo para suponernos, por un momento siquiera, en el estado en que su influencia no exista. Una reflexión semejante, por más rápida que sea, contribuye mucho a calmar la pasión y a excitar en el ánimo ideas diferentes de las sugeridas por la inclinación ciega. La fuerza de las pasiones se quebranta desde el momento que se encuentra en oposición con un pensamiento que se agita en la cabeza; el secreto de su victoria suele consistir en apagar todos los contrarios a ellas y avivar los favorables. Pero tan pronto como la atención se ha dirigido hacia otro orden de ideas viene la comparación y, por consiguiente, cesa el exclusivismo. Entretanto, se desenvuelven otras fuerzas intelectuales y morales no subordinadas a la pasión, y ésta pierde de su primitiva energía por haber de compartir con otras facultades la vida que antes disfrutara sola.

Aconseja estos medios no sólo la experiencia de su buen resultado, sino también una razón fundada en la naturaleza de nuestra organización. Las facultades intelectuales y morales nunca se ejercitan sin que funcionen algunos de los órganos materiales. Ahora bien: entre los órganos corpóreos está distribuida una cierta cantidad de fuerzas vitales de que disfrutan alternativamente en mayor o menor proporción y, por consiguiente, con decremento en los unos cuando hay incremento en los otros. De lo que resulta que ha de producir un efecto saludable el esforzarse en poner en acción los órganos de la inteligencia en contraposición con los de las pasiones y que la energía de éstas ha de menguar a medida que ejerzan sus funciones los órganos de la inteligencia.

Pero es de advertir que este fenómeno se verificará dirigiendo la atención de la inteligencia en un sentido contrario al de las pasiones, la que se obtiene trasladándola por un momento al orden de ideas que tendrá cuando no esté bajo un influjo apasionado; pues que si, por el contrario, la inteligencia se dirige a favorecer la pasión, entonces ésta se fomenta más y más con el auxilio; y lo que pudiese perder en energía, por decirlo así, puramente orgánica, lo recobra en energía moral, en la mayor abundancia de recursos para alcanzar el objeto y en esa especie de bill de indemnidad con que se cree libre de acusaciones cuando ve que el entendimiento, lejos de combatirla, la apoya.

Este trabajo sobre las pasiones no es una mera teoría; cualquiera puede convencerse por sí mismo de que es muy practicable y de que se sienten sus buenos efectos tan pronto como se le aplica. Es verdad que no siempre se acierta en el medio más a propósito para ahogar, templar o dirigir la pasión levantada, o que, aun encontrado, no se le emplea como es debido; pero la sola costumbre de buscarle basta para que el hombre esté más sobre sí, no se abandone con demasiada facilidad a los primeros 'movimientos y tenga en sus juicios prácticos un criterio que falta a los que proceden de otra manera.

§ XLIX: El hombre riéndose de sí mismo

Cuando el hombre se acostumbra a observar mucho sus pasiones hasta llega a emplear en su interior el ridículo contra sí mismo; el ridículo, esa sal que se encuentra en el corazón y en el labio de los mortales como uno de tantos preservativos contra la corrupción intelectual y moral; el ridículo, que no sólo se emplea con fruto con los demás, sino también contra nosotros mismos, viendo nuestros defectos por el lado que se prestan a la sátira. El hombre se dice entonces a sí propio lo que decirle pudieran los demás; asiste a la escena que se representarla si el lance cayera en manos de un adversario de chiste y buen humor. Que contra otro se emplea también en cierto modo la sátira, cuando la empleamos contra nosotros mismos; porque, si bien se observa, hay en nuestro interior dos hombres que disputan, que luchan, que no están nunca en paz, y así como el hombre inteligente, moral, previsor, emplea contra el torpe, el inmoral, el ciego, la firmeza de la voluntad y el imperio de la razón, así también, a veces, le combate y le humilla con los punzantes dardos de la sátira. Sátira que puede ser tanto más graciosa y libre cuanto carece de testigos, no hiere la reputación, nada hace perder en la opinión de los demás, pues que no llega a ser expresada con palabras, y la sonrisa burlona que hace asomar a los labios se extingue en el momento de nacer.

Un pensamiento de esta clase, ocurriendo en la agitación causada por las pasiones, produce un efecto semejante al de una palabra juiciosa, incisiva y penetrante, lanzada en medio de una asamblea turbulenta. ¡Cuántas veces se nota que una mirada expresiva cambia el estado del espíritu de uno de los circunstantes, moderando o ahogando una pasión enardecida! ¿Y qué ha expresado aquella mirada? Nada más que un recuerdo del decoro, una consideración al lugar o a las personas, una reconvención amistosa, una delicada ironía; nada más que una apelación al buen sentido del mismo que era juguete de la pasión, y esto ha sido suficiente para que la pasión se amortiguase. El efecto que otro nos produce, ¿por qué no podríamos producírnoslo nosotros mismos, si no con igualdad, al menos con aproximación?

§ L: Perpetua niñez del hombre

Poco basta para extraviar al hombre, pero tampoco se necesita mucho para corregirle algunos defectos. Es más débil que malo, dista mucho de aquella terquedad satánica que no se aparta jamás del mal una vez abrazado; por el contrario, tanto el bien como el mal los abraza y los abandona con suma facilidad. Es niño hasta la vejez; preséntase a los demás con toda la seriedad posible; mas en el fondo se encuentra a sí propio pueril en muchas cosas y se avergüenza. Se ha dicho que ningún grande hombre le parecía grande a su ayuda de cámara; esto encierra mucha verdad. Y es que, visto el hombre de cerca, se descubren las pequeñeces que le rebajan. Pero más cosas sabe él de sí mismo que su ayuda de cámara, y por esto es todavía menos grande a sus propios ojos; por esto, aun en sus mejores años, necesita cubrir con un velo la puerilidad que se abriga en su corazón.

Los niño ríen y juguetean y retozan, y luego gimen y rabian y lloran, sin saber muchos veces por qué; ¿no hace lo mismo, a su modo, el adulto? Los niños ceden a un impulso de su organización, al buen o mal estado de su salud, a la disposición atmosférica, que los afecta agradable o desagradablemente; en desapareciendo estas causas, se cambia el estado de sus espíritus; no se acuerdan del momento anterior ni piensan en el venidero; sólo se rigen por la impresión que actualmente experimentan. ¿No hace esto mismo millares de veces el hombre más serio, más grave y sesudo?

§ LI: Mudanza de D. Nicasio en breves horas

Don Nicasio es un varón de edad provecta, de juicio sosegado y maduro, lleno de conocimientos, de experiencia, y que rara vez se deja llevar de la impresión del momento. Todo lo pesa en la balanza de una sana razón, y en este peso no consiente que influyan por un adarme las pasiones de ningún género. Se le habla de una empresa de mucha gravedad, para la cual se cuenta con su práctica de mundo y su inteligencia particular en aquella clase de negocios. Don Nicasio está a disposición del proponente; no tiene ninguna dificultad en entrar de lleno en la empresa y hasta en comprometer en ella una parte de su fortuna. Está bien seguro de no perderla; si hay obstáculos, no le dan cuidado; él sabe el modo de removerlos; si hay rivales poderosos, a D. Nicasio no le hacen mella. Otras hazañas de más monta ha llevado a cabo; negocios mucho más espinosos ha tenido que manejar; más poderosos rivales ha tenido que vencer. Embebido en la idea que le halaga, se expresa con facilidad y rapidez, gesticula con viveza, su mirada es sumamente expresiva, su fisonomía juvenil diríase que ha vuelto a sus veinticinco abriles si algunas canas, asomando por un lado del postizo, no revelasen traidoramente los trofeos de los años.

El negocio está concluido; faltan algunos pormenores; quedáis emplazado para redondearlos en otra entrevista, ¿Mañana? No, señor; nada de dilaciones, no las consiente la actividad de D. Nicasio; es preciso acabar con todo hoy mismo, por la tarde. Don Nicasio, se ha retirado a su casa, y ni a su persona, ni a su familia, ni a ninguna de sus cosas ha ocurrido ningún accidente desagradable.

Es la hora señalada; acudís con puntualidad, y os halláis en presencia del héroe de la mañana. Don Nicasio está algo descompuesto en su vestido, merced a un calor que le ahoga. Medio tendido en el sofá os devuelve el saludo con un esfuerzo afectuoso, pero con evidentes señales de fastidiosa laxitud.

-Vamos a ver, Sr. D. Nicasio, si quedamos convenidos definitivamente.
-Tiempo tenemos de hablar... -contesta D. Nicasio; y su fisonomía se contrae con muestras de tedio.
-Como usted me ha citado para esta tarde...
-Sí; pero...
-Como usted guste.
-Ya se ve; pero es menester pensarlo mucho; ¡qué sé yo!...
-Lo que es dificultades conozco que hay; sólo que viéndole a usted tan animoso esta mañana, lo confieso, todo se me hacía ya camino llano.
-Animoso, y lo estoy aún...; pero, sin embargo, sin embargo, conviene no llevar demasiada prisa... En fin, ya hablaremos -añade con expresión de quien desea que no le comprometan.

Don Nicasio es otro, expresa lo que siente; nada de la audacia, de la actividad de la mañana; nada de los proyectos tan fáciles de ejecutar; entonces los obstáculos importaban poco, ahora son casi insuperables; los rivales no significaban nada, ahora son invencibles. ¿Qué ha sucedido? ¿Le han dado a D. Nicasio otras noticias? No ha visto a nadie. ¿Ha meditado sobre el negocio? No se había acordado más de él. ¿Qué ha sucedido, pues, para causar tamaña revolución en su espíritu, alterando su modo de ver las cosas y quebrantando tan lastimosamente sus ímpetus juveniles? Nada; la explicación del fenómeno es muy sencilla; no busquéis grandes causas, son muy pequeñas. En primer lugar, ahora hace un calor atroz, lo que por cierto, dista mucho del oreo de una fresca brisa como sucedía por la mañana; D. Nicasio está sumamente abatido, la hora es pesada, el cielo se encapota y parece amenaza tempestad. La comida era además algo indigesta; el sueño de la siesta ha sido demasiado breve y no sin alguna pesadilla. ¿Se quiere más? ¿No son estos motivos bastante poderosos para trastornar el espíritu de un hombre grave y modificar sus opiniones? A pesar de todas las citas, ¿quién os ha llevado a su casa bajo una constelación tan infausta?

Tal es el hombre; la menor cosa le desconcierta, le hace otro. Unido su espíritu a un cuerpo sujeto a mil impresiones diferentes, que se suceden con tanta rapidez y se reciben con igual facilidad que los movimientos de la hoja de un árbol, participa en cierto modo de esa inconsciencia y variedad, trasladando con harta frecuencia a los objetos las mudanzas que sólo él ha experimentado.


Balmes Jaime - El criterio - § XXXVIII: La hipocresía de las pasiones