Balmes Jaime - El criterio - § LII: Los sentimientos, por sí solos, son mala regla de conducta

§ LII: Los sentimientos, por sí solos, son mala regla de conducta

Lo dicho manifiesta la imposibilidad de dirigir la conducta del hombre por sólo el sentimiento; y la literatura de nuestra época, que tan poco se ocupa de comunicar ideas de razón y de moral y que, al parecer, no se propone sino excitar sentimientos, olvida la naturaleza del hombre y causa un mal de inmensa trascendencia.

El entregar al hombre a merced del solo sentimiento es arrojar un navío sin piloto en medio de las olas. Esto equivale a proclamar la infalibilidad de las pasiones a decir: «Obra siempre por instinto, obedeciendo ciegamente a todos los movimientos de tu corazón»; esto equivale a despojar al hombre de su entendimiento, de su libre albedrío, a convertirle en simple instrumento de su sensibilidad.

Se ha dicho que los grandes pensamientos salen del corazón; también pudiera añadirse que del corazón salen grandes errores, grandes delirios, grandes extravagancias, grandes crímenes. Del corazón sale todo; es un arpa soberbia que despide toda clase de sonidos, desde el horrendo estrépito de las cavernas infernales hasta la más delicada armonía de las regiones celestes.

El hombre que no tiene más guía que su corazón es el juguete de mil inclinaciones diversas y a menudo contradictorias; una ligerísima pluma, en medio de una campiña donde reinan los vientos, ¿no lleva las direcciones más variadas e irregulares? ¿Quién es capaz de contar ni clasificar la infinidad de sentimientos que se suceden en nuestro pecho en brevísimas horas? ¿Quién no ha reparado en la asombrosa facilidad con que se basa de la viva afición a un trabajo, a una repugnancia casi insuperable? ¿Quién no ha sentido simpatía o antipatía a la simple presencia de una persona, sin que pueda señalarse ninguna razón de ella y sin que los hechos ofrezcan en lo sucesivo motivo alguno que justifique aquella impresión? ¿Quién no se ha admirado repetidas veces de encontrarse transformado en pocos instantes, pasando del brío al abatimiento, de la osadía a la timidez, o viceversa, sin que hubiese mediado ninguna causa ostensible? ¿Quién ignora las mudanzas que los sentimientos sufren con la edad, con la diferencia de estado, de posición social, de relaciones familiares, de salud, de clima, de estación; de atmósfera? Todo cuanto afecta a nuestras ideas, nuestros sentidos; nuestro cuerpo, de cualquier modo que sea, todo modifica nuestros sentimientos; y de aquí la asombrosa inconstancia que se nota en los que se abandonan a todos los impulsos de las pasiones; de aquí esa volubilidad de las organizaciones demasiado sensibles si no han hecho grandes esfuerzos para dominarse.

Las pasiones han sido dadas al hombre como medios para despertarle y ponerle en movimiento, como instrumentos para servirle en sus acciones; mas no como directoras de su espíritu, no como guías de su conducta. Se dice a veces que el corazón no engaña; ¡lamentable error! ¿Qué es nuestra vida sino un tejido de ilusiones con que el corazón nos engaña? Si alguna vez acertamos, entregándonos ciegamente a lo que él nos inspira, ¡cuántas y cuántas nos hace extraviar! ¿Sabéis por qué se atribuye al corazón ese acierto instintivo? Porque nos llama extremadamente la atención uno de sus aciertos cuando nos consta que son tantos sus desaciertos; porque nos causa extraña sorpresa el verle adivinar en medio de su ceguera cuando son tantas las veces que le encontramos desatinado. Por esto recordamos su acierto excepcional; en gracia de éste le perdonamos todos sus yerros y le honramos con una previsión y un tino que no posee ni puede poseer.

El fundar la moral sobre el sentimiento es destruirla; el arreglar su conducta a las inspiraciones del sentimiento es condenarse a no seguir ninguna fija y a tenerla frecuentemente muy inmoral y funesta. La tendencia de la literatura que actualmente está en boga en Francia, y que, desgraciadamente, se introduce también en nuestra España, es divinizar las pasiones; y las pasiones divinizadas son extravagancia, inmoralidad, corrupción, crimen.

§ LIII: No impresiones sensibles, sino moral y razón

La conducta del hombre, así con respecto a lo moral como a lo útil, no debe gobernarse por impresiones, sino por reglas constantes; en lo moral, por las máximas de eterna verdad; en lo útil, por los consejos de la sana razón. El hombre no es un Dios en quien todo se santifique por sólo hallarse en él; las impresiones que recibe son modificaciones de su naturaleza, que en nada alteran las leyes eternas; una cosa justa no pierde la justicia por serle desagradable; una cosa injusta, por serle agradable, no se lava de la injusticia. El enemigo implacable que hunde el puñal vengador en las entrañas de su víctima siente en su corazón un placer feroz, y su acción no deja de ser un crimen; la hermana de la caridad que asiste al enfermo, que le alivia y consuela, sufre más de una vez tormentos atroces, mas por esto su acción no deja de ser heroicamente virtuosa.

Prescindiendo de lo moral y atendiendo a lo útil, es necesario tratar las cosas con arreglo a lo que son, no a lo que nos afectan; la verdad no está esencialmente en nuestras impresiones, sino en los objetos; cuando aquéllas nos ponen en desacuerdo con éstos, nos extravían. El mundo real no es el mundo de los poetas y novelistas; es preciso considerarle y tratarle tal como es en sí, no sentimental, no fantástico, no soñador, sino positivo, práctico, prosaico.

§ LIV: Un sentimiento bueno, la exageración lo hace malo

La religión no sofoca los sentimientos, sólo los modela y los dirige; la prudencia no desecha el auxilio de las pasiones templadas, sólo se guarda de su predominio. La armonía no se ha de producir en el hombre con el simultáneo desarrollo de las pasiones, sino con su represión; el contrapeso de las que se dejen funcionando no son sólo las otras pasiones, sino principalmente la razón y la moral.

La oposición misma de las inclinaciones buenas a las malas deja de ser saludable cuando en ella no preside como señor la razón; porque las inclinaciones buenas no son buenas sino en cuanto la razón las dirige y modera; abandonadas a sí mismas, se exageran, se hacen malas.

Un valiente está encargado de un puesto peligroso; el riesgo crece por momentos; a su alrededor van cayendo sus camaradas; los enemigos se aproximan cada vez más; apenas hay esperanza de sostenerse, y la orden para retirarse no llega. El desaliento entra por un instante en el corazón del valiente; ¿a qué morir sin ningún fruto? El deber de la disciplina y del honor, ¿se extenderá hasta un sacrificio inútil? ¿No sería mejor abandonar el puesto, excusarse a los ojos del jefe con lo imperioso de la necesidad? «No -responde su corazón generoso-; esto es cobardía que se cubre con el nombre de prudencia. ¿Qué dirán tus compañeros, qué tu jefe, qué cuantos te conocen? ¿La ignominia o la muerte? Pues la muerte, sin vacilar, la muerte.»

¿Se puede culpar esa reflexión con que el bravo oficial ha procurado sostenerse a sí mismo contra la tentación de cobardía? Ese deseo del honor, ese horror a la ignominia de pasar por cobarde, ¿no ha sido en él un sentimiento? Pero un sentimiento noble, generoso, con cuya fuerza y ascendiente se ha fortalecido contra la asechanza del miedo y ha cumplido su deber. Esa pasión, pues, dirigida a un objeto bueno, ha producido un resultado excelente, que tal vez sin ella no se hubiera conseguido; en aquellos momentos críticos, terribles, en que el estruendo del cañón, la gritería del enemigo cercano y los ayes de los camaradas moribundos comenzaban a introducir el espanto en su pecho, la razón enteramente sola tal vez hubiera sucumbido; pero ha llamado en su ayuda a una pasión más poderosa que el temor de la muerte: el sentimiento del honor, la vergüenza de parecer cobarde; y la razón ha triunfado, el deber se ha cumplido.

Llegada la orden de replegarse, el oficial se reúne a su cuerpo, habiendo perdido en el puesto fatal a casi todos sus soldados. «Ya le teníamos a usted por muerto -le dice chanceándose uno de sus amigos-; no se habrá usted olvidado del parapeto.» El oficial se cree ultrajado, pide con calor una satisfacción, y a las pocas horas el burlón imprudente ha dejado de existir. El mismo sentimiento que poco antes impulsara a una acción heroica acaba de causar un asesinato. El honor, la vergüenza de pasar por cobarde, habían sostenido al valiente hasta el punto de hacerle despreciar su vida; el honor, la vergüenza de pasar por cobarde han teñido sus manos con la sangre de un amigo imprudente. La pasión dirigida por la razón se elevó hasta el heroísmo; entregada a su ímpetu ciego, se ha degradado hasta el crimen.

La emulación es un sentimiento poderoso, excelente preservativo contra la pereza, contra la cobardía y contra cuantas pasiones se oponen al ejercicio útil de nuestras facultades. De ella se aprovecha el maestro para estimular a los alumnos; de ella se sirve el padre de familia para refrenar las malas inclinaciones de alguno de sus hijos; de ella se vale un capitán para obtener de sus subordinados constancia, valor, hazañas heroicas. El deseo de adelantar, de cumplir con el deber, de llevar a cabo grandes empresas; el doloroso pesar de no haber hecho de nuestra parte todo lo que podíamos y debíamos; el rubor de vernos excedidos por aquellos a quienes hubiéramos podido superar son sentimientos muy justos, muy nobles, excelentes para hacernos avanzar en el camino del bien. En ellos no hay nada reprensible; ellos son el manantial de muchas acciones virtuosas, de resoluciones sublimes, de hazañas sorprendentes.

Pero si ese mismo sentimiento se exagera, el néctar aromático, dulce, confortador, se trueca en el humor mortífero que fluye de la boca de un reptil ponzoñoso, la emulación se hace envidia. El sentimiento en el fondo es el mismo, pero se ha llevado a un punto demasiado alto; el deseo de adelantar ha pasado a ser una sed abrasadora; el pesar de verse superado es ya un rencor contra el que supera; ya no hay aquella rivalidad que se hermanaba muy bien con la amistad más íntima, que procuraba suavizar la humillación del vencido prodigándole muestras de cariño y sinceras alabanzas por sus esfuerzos; que, contenta con haber conquistado el lauro, le escondía para no lastimar el amor propio de los demás; hay, sí, un verdadero despecho, hay una rabia no por la falta de los adelantos propios, sino por la vista de los ajenos; hay un verdadero odio al que se aventaja, hay un vivo anhelo por rebajar el mérito de sus obras, hay maledicencia, hay el desdén con que se encubre un furor mal comprimido, hay la sonrisa sardónica que apenas alcanza a disimular los tormentos del alma.

Nada más conforme a razón que aquel sentimiento de la propia dignidad, que se exalta santamente cuando las pasiones brutales excitan a una acción vergonzosa; que recuerda al hombre lo sagrado de sus deberes y no le consiente deshonrarse faltando a ellos; aquel sentimiento que le inspira la actitud que le conviene tomar según la posición que ocupa; aquel sentimiento que llena de majestad el semblante y modales del monarca; que da al rostro y maneras de un pontífice santa gravedad y unción augusta; que brilla en la mirada de fuego de un gran capitán y en su ademán resuelto, osado, imponente; aquel sentimiento que a la dicha no le permite alegría descompuesta ni al infortunio abatimiento innoble; que señala la oportunidad de un prudente silencio o sugiere una palabra decorosa y firme; que deslinda la afabilidad de la nimia familiaridad, la franqueza del abandono, la naturalidad de los modales de una libertad grosera; aquel sentimiento, en fin, que vigoriza al hombre sin endurecerle, que le suaviza sin relajarle, que le hace flexible sin inconstancia y constante sin terquedad. Pero ese mismo sentimiento, si no está moderado y dirigido por la razón, se hace orgullo; el orgullo que hincha el corazón, enhiesta la frente, da a la fisonomía un aspecto ofensivo y a los modales una afectación entre irritante y ridícula; el orgullo que desvanece, que imposibilita para adelantar, que se suscita a sí propio obstáculos en la ejecución, que inspira grandes maldades, que provoca el aborrecimiento y el desprecio, que hace insufrible.

¡Qué sentimiento más razonable que el deseo de adquirir o conservar lo necesario para las atenciones propias y de aquellas personas de cuyo cuidado encargan el deber o el afecto! Él previene contra la prodigalidad, aparta de los excesos, preserva de una vida licenciosa, inspira amor a la sobriedad, templanza en todos los deseos, afición al trabajo. Pero este mismo sentimiento, llevado a la exageración, impone ayunos que Dios no acepta, frío en el invierno y calor en el verano, mal cuidado de la salud, abandono en las enfermedades, mortifica con privaciones a la familia, niega todo favor a los amigos, cierra la mano para los pobres, endurece cruelmente el corazón para toda clase de infortunios, atormenta con sospechas, temores, zozobras, prolonga las vigilias, engendra el insomnio, persigue y agita con la aparición de espectros robadores los breves momentos de sueño, haciendo que no pueda lograr descanso

el rico avaro en el angosto lecho,
y que sudando con terror despierte

Véase, pues, con cuánta verdad he dicho que los mismos sentimientos buenos la exageración los hace malos; que el sentimiento por sí solo es una guía mal segura y a menudo peligrosa. La razón es quien debe dirigirle conforme a los eternos principios de la moral; la razón es quien debe encaminarle hasta en el terreno de la utilidad. Pero jamás el hombre se ocupa demasiado del conocimiento de sí mismo; ningún esfuerzo está de más para adquirir aquel criterio moral y acertado que nos enseña la verdad práctica, la verdad que debe presidir a todos los actos de nuestra vida. Proceder a la aventura, abandonarse ciegamente a las inspiraciones del corazón es exponerse a mancharse con la inmoralidad y a cometer una serie de yerros que acaban por acarrear terribles infortunios.

§ LV: La ciencia es muy útil a la práctica

En todo lo concerniente a objetos sometidos a leyes necesarias claro es que el conocimiento de éstas ha de ser utilísimo, cuando no indispensable. De cuyo principio infiero que discurren muy mal los que, en tratándose de ejecutar, descuidan la ciencia y sólo se atienen a la práctica. La ciencia, si es verdaderamente digna de este nombre, se ocupa en el descubrimiento de las leyes que rigen la Naturaleza, y así su ayuda ha de ser de la mayor importancia. Tenemos de esta verdad una irrefragable prueba en lo que ha sucedido en Europa de tres siglos a esta parte. Desde que se han cúltivado las matemáticas y las ciencias naturales el progreso de las artes ha sido asombroso. En el siglo actual, se están haciendo continuamente ingeniosos descubrimientos; y ¿qué son éstos sino otras tantas aplicaciones de la ciencia?

La rutina que desdeña a la ciencia muestra con semejante desdén un orgullo necio, hijo de la ignorancia. El hombre se distingue de los brutos animales por la razón con que le ha dotado el Autor de la Naturaleza; y no querer emplear las luces del entendimiento para la dirección de las operaciones, aun las más sencillas, es mostrarse ingrato a la bondad del Criador. ¿Para qué se nos ha dado esa antorcha sino para aprovecharnos de ella en cuanto sea posible? Y si a ella se deben tan grandes concepciones científicas, ¿por qué no la hemos de consultar para que nos suministre reglas que nos guíen en la práctica?

Véase el atraso en que se encuentra la España en cuanto a desarrollo material, merced al descuido con que han sido miradas durante largo tiempo las ciencias naturales y exactas; comparémonos con las naciones que no han caído en este error y nos será fácil palpar la diferencia. Verdad es que hay en las ciencias una parte meramente especulativa y que difícilmente puede conducir a resultados prácticos; sin embargo, es preciso no olvidar que aun esta parte, al parecer inútil y como si dijéramos de mero lujo, se liga muchas veces con otras que tienen inmediata relación con las artes. Por manera que su inutilidad es sólo aparente, pues andando el tiempo se descubren consecuencias en que no se había reparado. La historia de las ciencias naturales y exactas nos ofrece abundantes pruebas de esta verdad. ¿Qué cosa más puramente especulativa, y al parecer más estéril, que las fracciones continuas? Y, no obstante, ellas sirvieron a Huygens para determinar las dimensiones de las ruedas dentadas en la construcción de su autómata planetario.

La práctica sin la teoría permanece estacionaria o no adelanta sino con muchísima lentitud; pero, a su vez, la teoría sin la práctica fuera también infructuosa. La teoría no progresa ni se solida sin la observación, y la observación estriba en la práctica. ¿Qué sería la ciencia agrícola sin la experiencia del labrador?.

Los que se destinan a la profesión de un arte deben, si es posible, estar preparados con los principios de la ciencia en que aquélla se funda. Los carpinteros, albañiles, maquinistas, saldrían sin duda más hábiles maestros si poseyesen los elementos de geometría y de mecánica; y los barnizadores, tintoreros y de otros oficios no andarían tan a tientas en sus operaciones si no careciesen de las luces de la química. Si una gran parte del tiempo que se pierde miserablemente en la escuela y en casa, ocupándose en estudios inconducentes, se emplease en adquirir los conocimientos preparatorios, acomodados a la carrera que se quiere emprender, los individuos, las familias y la sociedad reportarían, por cierto, mayor fruto de sus tareas y dispendios.

Bueno es que un joven sea literato; ¿pero de qué le servirá un brillante trozo de Walter Scott o de Víctor Hugo cuando, colocado al frente de un establecimiento, sea preciso conocer los defectos de una máquina, las ventajas o inconvenientes de un procedimiento, o adivinar el secreto con que en los países extranjeros se ha llegado a la perfección de un tinte? Al arquitecto, al ingeniero, ¿serán los artículos de política los que les enseñarán a construir un edificio con solidez, elegancia, aptitud y buen gusto; a formar atinadamente el plan de una carretera o canal, a dirigir las obras con inteligencia; a levantar una calzada o suspender un puente?

: § LVI

Inconvenientes de la universalidad

El saber es muy costoso y la vida muy breve, y, sin embargo, vemos con dolor que se desparraman las facultades del hombre hacia mil objetos diferentes, halagando a un tiempo la vanidad, porque de esta suerte se adquiere la reputación de sabio; la pereza, porque es harto más trabajoso el fijarse sobre una materia y dominarla que no el adquirir cuatro nociones generales sobre todos los ramos.

Se ponderan de continuo las ventajas de la división del trabajo en la industria, y no se advierte que este principio es también aplicable a la ciencia. Son pocos los hombres nacidos con felices disposiciones para todo. Muchos que podrían ser una excelente especialidad, dedicándose principal o exclusivamente a un ramo, se inutilizan miserablemente aspirando a la universalidad. Son incalculables los daños que de esto resultan la sociedad y a los individuos, pues que se consumen estérilmente muchas fuerzas que, bien aprovechadas y dirigidas, habrían podido producir grandes bienes; Vaucanson y Watt hicieron prodigios en la mecánica, y es muy probable que se hubieran distinguido muy poco en las bellas artes y en la poesía; Lafontaine se inmortalizó con sus Fábulas, y, metido a hombre de negocios, hubiera sido de los más torpes. Sabido es que en el trato de la sociedad parecía a veces estar falto de sentido común.

No negaré que unos conocimientos presten a otros grande auxilio, ni las ventajas que reporta una ciencia de las luces que le suministran otras, quizá de un orden totalmente distinto; pero repito que esto es para pocos y que la generalidad de los hombres debe dedicarse especialmente a un ramo.

Así, en las ciencias como en las artes, lo que conviene es elegir con acierto la profesión; pero, una vez escogida, es preciso aplicarse a ella o principal o exclusivamente.

La abundancia de libros, de periódicos, de manuales, de enciclopedias convida a estudiar un poco de todo; esta abundancia indica el gran caudal de conocimientos atesorados con el curso de los siglos y de lo que disfruta la edad presente; pero, en cambio, acarrea un mal muy grave, y es que hace perder a muchos en intensidad lo que adquieren en extensión, y a no pocos les proporciona aparentar que saben de todo cuando en realidad no saben nada.

Si la España ha de progresar de una manera real y positiva, es preciso que se acuda a remediar este abuso; que se encajonen, por decirlo así, los ingenios en sus respectivas carreras, y que sin impedir la universalidad de conocimientos, en los que de tanto sean capaces, se cuide que no falte en algunos la profundidad y en todos la suficiencia. La mayor parte de las profesiones demandan un hombre entero para ser desempeñadas cual conviene; si se olvida esta verdad, las fuerzas intelectuales se consumen lastimosamente, sin producir resultado, como en una máquina mal construida se pierde gran parte del impulso par falta de buenos conductos que le dirijan y apliquen.

A quien reflexione sobre el movimiento intelectual de nuestra patria en la época presente se le ofrece de bulto la causa de esa esterilidad que nos aflige, a pesar de una actividad siempre creciente. Las fuerzas se disipan, se pierden, porque no hay dirección; los ingenios marchan a la ventura, sin pensar adónde van; los que profesan con fruto una carrera, la abandonan a la vista de otra que brinda con más ventajas, y la revolución, trastornando todos los papeles, haciendo del abogado un diplomático, del militar un político, del comerciante un hombre de gobierno, del juez un economista, de nada todo, aumenta el vértigo de las ideas y opone gravísimos obstáculos a todos los progresos.

§ LVII: Fuerza de la voluntad

El hombre retiene siempre un gran caudal de fuerzas sin emplear, y el secreto de hacer mucho es acertar a explotarse a sí mismo. Para convencerse de esta verdad basta considerar cuánto se multiplican las fuerzas del hombre que se halla en aprieto; su entendimiento es más capaz y penetrante, su corazón más osado y emprendedor, su cuerpo más vigoroso, y esto ¿por qué? ¿Se crean acaso nuevas fuerzas? No, ciertamente; sólo se despiertan, se ponen en acción, se aplican a un objeto determinado. ¿Y cómo se logra esto? El aprieto aguijonea la voluntad y ésta despliega, por decirlo así, toda la plenitud de su poder; quiere el fin con intensidad y viveza, manda con energía a todas las facultades que trabajen por encontrar los medios a propósito y por emplearlos una vez encontrados, y el hombre se asombra de sentirse otro, de ser capaz de llevar a cabo lo que en circunstancias ordinarias le parecería del todo imposible.

Lo que sucede en extremos apurados debe enseñarnos el modo de aprovechar y multiplicar nuestras fuerzas en el curso de los negocios comunes; regularmente, para lograr un fin, lo que se necesita es voluntad, voluntad decidida, resuelta, firme, que marche a su objeto sin arredrarse por obstáculos ni fatigas. Las más de las veces no tenemos verdadera voluntad, sino veleidad; quisiéramos, mas no queremos; quisiéramos, si no fuese preciso salir de nuestra habitual pereza, arrostrar tal trabajo, superar tales obstáculos, pero no queremos alcanzar el fin a tanta costa; empleamos con flojedad nuestras facultades y desfallecemos a la mitad del camino.

§ LVIII: Firmeza de voluntad

La firmeza de voluntad es el secreto de llevar a cabo las empresas arduas; con esta firmeza comenzamos por dominarnos a nosotros mismos; primera condición para dominar los negocios. Todos experimentamos que en nosotros hay dos hombres: uno inteligente, activo, de pensamientos elevados, de deseos nobles, conformes a la razón, de proyectos arduos y grandiosos; otro torpe, soñoliento, de miras mezquinas, que se arrastra por el polvo cual inmundo reptil, que suda de angustia al pensar que se le hace preciso levantar la cabeza del suelo. Para el segundo no hay recuerdo de ayer, ni la previsión de mañana; no hay más que lo presente, el goce de ahora, lo demás no existe; para el primero hay la enseñanza de lo pasado y la vista del porvenir; hay otros intereses que los del momento, hay una vida demasiado anchurosa para limitarla a lo que afecta en este instante; para el segundo el hombre es un ser que siente y goza; para el primero el hombre es una criatura racional, a imagen y semejanza de Dios, que se desdeña de hundir su frente en el polvo, que la levanta con generosa altivez hacia el firmamento, que conoce toda su dignidad, que se penetra de la nobleza de su origen y destino, que alza su pensamiento sobre la región de las sensaciones, que prefiere al goce el deber.

Para todo adelanto sólido y estable conviene desarrollar al hombre noble y sujetar y dirigir al innoble con la firmeza de la voluntad. Quien se ha dominado a sí mismo domina fácilmente el negocio y a los demás que en él toman parte. Porque es cierto que una voluntad firme, y constante, ya por sí sola y prescindiendo de las otras cualidades de quien la posea, ejerce poderoso ascendiente sobre los ánimos y los sojuzga y avasalla.

La terquedad es, sin duda, un mal gravísimo, porque nos lleva a desechar los consejos ajenos, aferrándonos en nuestro dictamen y resolución contra las consideraciones de prudencia y justicia. De ella debemos precavernos cuidadosamente, porque, teniendo su raíz en el orgullo, es planta que fácilmente se desarrolla. Sin embargo, tal vez podría asegurarse que la terquedad no es tan común ni acarrea tantos daños como la inconstancia. Ésta nos hace incapaces de llevar a cabo las empresas arduas y esteriliza nuestras facultades, dejándolas ociosas o aplicándolas sin cesar a objetos diferentes y no permitiendo que llegue a sazón el fruto de las tareas; ella nos pone a la merced de todas nuestras pasiones, de todos los sucesos, de todas las personas que nos rodean; ella nos hace también tercos en el prurito de mudanza y nos hace desoír los consejos de la justicia, de la prudencia y hasta de nuestros más caros intereses.

Para lograr esta firmeza de voluntad y precaverse contra la inconstancia conviene formarse convicciones fijas, prescribirse un sistema de conducta, no obrar al acaso. Es cierto que la variedad de acontecimientos y circunstancias y la escasez de nuestra previsión nos obligan con frecuencia a modificar los planes concebidos; pero esto no impide que podamos formarlos, no autoriza para entregarse ciegamente al curso de las cosas y marchar a la ventura. ¿Para qué se nos ha dado la razón sino para valernos de ella y emplearla como guía en nuestras acciones?

Téngase por cierto que quien recuerde estas observaciones, quien proceda con sistema, quien obre con premeditado designio llevará siempre notable ventaja sobre los que se conduzcan de otra manera; si son sus auxiliares, naturalmente se los hallará puestos bajo sus órdenes y se verá constituido su caudillo, sin que ellos lo piensen ni él propio lo pretenda; si son sus adversarios o enemigos, los desbaratará, aun contando con menos recursos.

Conciencia tranquila, designio premeditado, voluntad firme: he aquí las condiciones para llevar a cabo las empresas. Esto exige sacrificios, es verdad; esto demanda que el hombre se venza a sí mismo, es cierto; esto supone mucho trabajo interior, no cabe duda; pero en lo intelectual, como en lo moral, como en lo físico; en lo temporal, como en lo eterno, está ordenado que no alcanza la corona quien no arrostra la lucha.

§ LIX: Firmeza, energía, ímpetu

Voluntad firme no es lo mismo que voluntad enérgica y mucho menos que voluntad impetuosa. Estas tres cualidades son muy diversas, no siempre se hallan reunidas, y no es raro que se excluyan recíprocamente. El ímpetu es producido por un acceso de pasión, es el movimiento de la voluntad arrastrada por la pasión, es casi la pasión misma. Para la energía no basta un acceso momentáneo, es necesaria una pasión fuerte pero sostenida por algún tiempo. En el ímpetu hay explosión, el tiro sale, mas el proyectil cae a poca distancia; en la energía hay explosión también, quizá no tan ruidosa; pero, en cambio, el proyectil silba gran trecho por los aires y alcanza un blanco muy distante. La firmeza no requiere ni uno ni otro, admite también pasión, frecuentemente la necesita; pero es una pasión constante, con dirección fija, sometida a regularidad. El ímpetu o destruye en un momento todos los obstáculos o se quebranta; la energía sostiene algo más la lucha, pero se quebranta también; la firmeza los remueve si puede, cuando no los salva da un rodeo y si ni uno ni otro le es posible se para y espera.

Mas no debe creerse que esta firmeza no pueda tener en ciertos casos energía, ímpetu irresistible; después de esperar mucho también se impacienta, y una resolución extrema es tanto más temible cuanto es más premeditada, más calculada. Estos hombres en apariencia fríos, pero que en realidad abrigan un fuego concentrado y comprimido, son formidables cuando llega el momento fatal y dicen «ahora»... Entonces clavan en el objeto su mirada encendida y se lanzan a él rápidos como el rayo, certeros como una flecha.

Las fuerzas morales son como las físicas: necesitan ser economizadas; los que a cada paso las prodigan las pierden; los que las reservan con prudente economía las tienen mayores en el momento oportuno. No son las voluntades más firmes las que chocan continuamente con todo; por el contrario, los muy impetuosos ceden cuando se les resiste, atacan cuando se cede. Los hombres de voluntad más firme no suelen serlo para las cosas pequeñas; las miran con lástima, no las consideran dignas de un combate. Así, en el trato común son condescendientes, flexibles, desisten con facilidad, se prestan a lo que se quiere. Pero llegada la ocasión, sea por presentarse un negocio grande en que convenga desplegar las fuerzas, sea porque alguno de los pequeños haya sido llevado a un extremo tal en que no se pueda condescender más y sea necesario decir basta, entonces no es más impetuoso el león si trata de atacar; no es más firme la roca si se trata de resistir.

Esa fuerza de voluntad, que da valor en el combate y fortaleza en el sufrimiento, que triunfa de todas las resistencias, que no retrocede por ningún obstáculo, que no se desalienta con el mal éxito ni se quebranta con los choques más rudos; esa voluntad, que, según la oportunidad del momento, es fuego abrasador o frialdad aterradora; que, según conviene, pinta en el rostro formidable tempestad o una serenidad todavía más formidable; esa gran fuerza de voluntad, que es hoy lo que era ayer, que será mañana lo que es hoy; esa gran fuerza de voluntad, sin la que no es posible llevar a cabo arduas empresas que exijan dilatado tiempo, que es uno de los caracteres distintivos de los hombres que más se han señalado en los fastos de la humanidad, de los hombres que viven en los monumentos que han levantado o en las instituciones que han establecido, en las revoluciones que han hecho o en los diques con que las han contenido; esa gran fuerza de voluntad que poseían los grandes conquistadores, los jefes de sectas, los descubridores de nuevos mundos, los inventores que consumieron su vida en busca de su invento, los políticos que con mano de hierro amoldaron la sociedad a una nueva forma, imprimiéndole un sello que después de largos siglos no se ha cerrado aún; esa fuerza de voluntad que hace de un humilde fraile un gran papa en Sixto V, un gran regente en Cisneros; esa fuerza de voluntad que, cual muro de bronce, detiene el protestantismo en la cumbre del Pirineo, que arroja sobre la Inglaterra una armada gigantesca y escucha impasible la nueva de su pérdida, que somete el Portugal, vence en San Quintín, levanta El Escorial y que en el sombrío ángulo del monasterio contempla con ojos serenos la muerte cercana mientras

extraña agitación, tristes clamores
en el palacio de Felipe cunden,
que por el claustro y población a un tiempo
con angustiados ayes se difunden;

esa fuerza de voluntad, repito, necesita dos condiciones, o más bien resulta de la acción combinada de dos causas: una idea y un sentimiento. Una idea clara, viva, fija, poderosa, que absorba el entendimiento, ocupándole todo, llenándole todo. Un sentimiento fuerte, enérgico, dueño exclusivo del corazón y completamente subordinado a la idea. Si alguna de estas circunstancias falta, la voluntad flaquea, vacila.

Cuando la idea no tiene en su apoyo el sentimiento, la voluntad es floja; cuando el sentimiento no tiene en su apoyo la idea, la voluntad vacila, es inconstante. La idea es la luz que señala el camino; es más: es el punto luminoso que fascina, que atrae, que arrastra; el sentimiento es el impulso, es la fuerza que mueve, que lanza.

Cuando la idea no es viva, la atracción disminuye, la incertidumbre comienza, la voluntad es irresoluta: cuando la idea no es fija, cuando el punto luminoso muda de lugar, la voluntad anda mal segura; cuando la idea se deja ofuscar o reemplazar por otras la voluntad muda de objetos, es voluble, y cuando el sentimiento no es bastante poderoso, cuando no está en proporción con la idea, el entendimiento la contempla con placer, con amor, quizá con entusiasmo, pero el alma no se halla con fuerzas para tanto; el vuelo no puede llegar allá; la voluntad no intenta nada y si intenta se desanima y desfallece.

Es increíble lo que pueden esas fuerzas reunidas, y lo extraño es que su poder no es sólo con respecto al que las tiene, sino que obra eficazmente sobre los que le rodean. El ascendiente que llega a ejercer sobre los demás un hombre de esta clase es superior a todo encarecimiento. Esa fuerza de voluntad, sostenida y dirigida por la fuerza de una idea, tiene algo de misterioso, que parece revestir al hombre de un carácter superior y le da derecho al mando de sus semejantes; inspira una confianza sin límites, una obediencia ciega a todos los mandatos del héroe. Aun cuando sean desacertados no se los cree tales se considera que hay un plan secreto que no se concibe: «Él sabe bien lo que hace», decían los soldados de Napoleón y se arrojaban a la muerte.

Para los usos comunes de la vida no se necesitan estas cualidades en grado tan eminente; pero el poseerlas del modo que se adapte al talento, índole y posición del individuo es siempre muy útil y en algunos casos necesario. De esto dependen en gran parte las ventajas que unos llevan a otros en la buena dirección y acertado manejo de los asuntos, pudiendo asegurarse que quien está enteramente falto de dichas cualidades será hombre de poco valer, incapaz de llevar a cabo ningún negocio importante. Para las grandes cosas es necesaria gran fuerza, para las pequeñas basta pequeña; pero todas han menester alguna. La diferencia está en la intensidad y en los objetos, mas no en la naturaleza de las facultades ni de su desarrollo. El hombre grande, como el vulgar, se dirigen por el pensamiento y se mueven por la voluntad y las pasiones. En ambos la fijeza de la idea y la fuerza del sentimiento son los dos principios que dan a la voluntad energía y firmeza. Las piedrezuelas que arrebata el viento están sometidas a las mismas leyes que la masa de un planeta.

§ LX: Conclusión y resumen

Criterio es un medio para conocer la verdad. La verdad en las cosas, en la realidad. La verdad en el entendimiento es conocer las cosas tal como son. La verdad en la voluntad es quererlas como es debido, conforme a las reglas de la sana moral. La verdad en la conducta es obrar por impulso de esta buena voluntad. La verdad en proponerse un fin es proponerse el fin conveniente y debido, según las circunstancias. La verdad en la elección de los medios es elegir los que son conformes a la moral y mejor conducen al fin. Hay verdades de muchas clases porque hay realidad de muchas clases; hay también muchos modos de conocer la verdad. No todas las cosas se han de mirar de la misma manera, sino del modo que cada una de ellas se ve mejor. Al hombre le han sido dadas muchas facultades. Ninguna es inútil. Ninguna es intrínsecamente mala. La esterilidad o la malicia les vienen de nosotros, que las empleamos mal. Una buena lógica debiera comprender al hombre entero, porque la verdad está en relación con todas las facultades del hombre. Cuidar de la una y no de la otra es a veces esterilizar la segunda y malograr la primera. El hombre es un mundo pequeño, sus facultades son muchas y muy diversas; necesita armonía, y no hay armonía sin atinada combinación, y no hay combinación atinada si cada cosa no está en su lugar, si no ejerce sus funciones o las suspende en el tiempo oportuno. Cuando el hombre deja sin acción alguna de sus facultades es un instrumento al que lo faltan cuerdas; cuando las emplea mal es un instrumento destemplado. La razón es fría, pero ve claro; darle calor y no ofuscar su claridad; las pasiones son ciegas, pero dan fuerza; darles dirección y aprovecharse de su fuerza. El entendimiento sometido a la verdad, la voluntad sometida a la moral, las pasiones sometidas al entendimiento y a la voluntad, y todo ilustrado, dirigido, elevado por la religión: he aquí el hombre completo, el hombre por excelencia. En él la razón da luz, la imaginación pinta, el corazón vivifica, la religión diviniza.




Balmes Jaime - El criterio - § LII: Los sentimientos, por sí solos, son mala regla de conducta