Ad Petri cathedram ES


CARTA ENCÍCLICA

AD PETRI CATHEDRAM*

DE NUESTRO SANTÍSIMO SEÑOR

JUAN

POR LA DIVINA PROVIDENCIA

PAPA XXIII

A LOS VENERABLES HERMANOS

PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS

Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES

EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA

A TODOS LOS SACERDOTES

Y FIELES DEL ORBE CATÓLICO

SOBRE LA VERDAD, UNIDAD Y PAZ

QUE SE HAN DE PROMOVER CON ESPÍRITU DE CARIDAD




VENERABLES HERMANOS,

SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA

INTRODUCCIÓN




Juventud perenne de la Iglesia

1 Desde que fuimos inmerecidamente elevados a la cátedra de Pedro, Vuelve siempre a nuestra consideración, como aviso y a la vez como consuelo, el recuerdo de lo que vimos y escuchamos cuando desapareció de la vida nuestro inmediato predecesor, llorado por casi todos los pueblos, de cualquier ideología que fuesen. Lo mismo nos acontece al recordar el espectáculo que se nos presentó, después de nuestra ascensión al supremo Pontificado, cuando las multitudes, a pesar de la preocupación y atención por otros acontecimientos y gravísimos problemas, volvieron a Nos sus almas y sus corazones, llenas de esperanza, y confiada expectación. Lo cual demuestra, sin lugar a dudas, que la Iglesia católica florece con perenne juventud, que es estandarte alzado sobre las naciones[1] y de ella surgen, como de fuente, la penetrante luz y el suave amor que inunda a todos los pueblos.

[1] Cf.
Is 11,12.


2 Hay, además, para Nos otro motivo de consuelo. Nos referimos a la gran acogida con que ha sido recibido el anuncio de la celebración del Concilio ecuménico, del Sínodo diocesano de Roma, de la acomodación del Código de Derecho canónico a las actuales necesidades, de la promulgación del nuevo Código para la Iglesia de rito oriental y a la general esperanza de que estos acontecimientos puedan felizmente conducir a todos a un mayor y más profundo conocimiento de la verdad, a una saludable renovación de las costumbres cristianas y a la restauración de la unidad, de la concordia y de la paz.

3 Acerca de estos tres bienes —verdad, unidad y paz—, que se han de promover y alcanzar con espíritu de caridad, trataremos en esta nuestra primera encíclica a todo el orbe católico, por parecernos que esto es lo que principalmente, en el momento actual, requiere nuestro deber apostólico.

Alumbre con su luz el Espíritu Santo a Nos mientras escribimos y a vosotros mientras leéis. Haga que, dóciles a la divina gracia, se muevan todos para lograr los fines anhelados; a pesar de los prejuicios y no pocas dificultades y obstáculos que se opongan.



PRIMERA PARTE - LA VERDAD


El conocimiento de la verdad, principalmente la revelada

4 La causa y raíz de todos los males que, por decirlo así, envenenan a los individuos, a los pueblos y a las naciones, y perturban las mentes de muchos, es la ignorancia de la, verdad. Y no sólo su ignorancia, sino a veces hasta el desprecio y la temeraria aversión a ella. De aquí proceden los errores de todo género que penetran como peste en lo profundo de las almas y se infiltran en las estructuras sociales, tergiversándolo todo; con peligro de los individuos y de la convivencia humana. Sin, embargo, Dios nos ha dado una razón capaz de conocer la verdad natural. Si seguimos la razón, seguirnos a Dios mismo, que es su autor y a la vez legislador y guía de nuestra vida; si al contrario, o por ignorancia, o por negligencia, o —lo que es peor— por mala voluntad, nos apartamos del recto uso de la razón, nos alejamos, por lo mismo, del sumo bien y de la recta norma de vivir.

Ahora bien: aunque podemos alcanzar, como dijimos, la verdad natural con la sola luz de la razón, sucede, sin embargo, con frecuencia, que no todos la logran fácilmente y sin mezcla de error, principalmente en lo tocante a la religión y a la moral. Y, además, a las verdades que superan la capacidad natural de la razón no podemos en modo alguno llegar sin la ayuda de la luz sobrenatural. Por esto, el Verbo de Dios, que «habita una luz inaccesible»[2] con inmensa caridad y compasión hacia el género humano, «se hizo carne y habitó entre nosotros»[3] para iluminar «viniendo a este mundo a todos los hombres»[4] y conducirlos a todos no sólo a la plenitud de la verdad, sino también a la virtud y eterna bienaventuranza. Todos, por tanto, están obligados a abrazar la doctrina del Evangelio. Si se la rechaza, vacilan los mismos fundamentos de la verdad, de la honestidad y de la civilización.

[2]
1Tm 6,16.
[3] Jn 1,14.
[4] Jn 1,9.


La verdad del Evangelio conduce a la vida eterna

5 Se trata, como es evidente, de una cuestión gravísima, estrechamente ligada a nuestra salvación eterna. Los que, como dice el Apóstol de las gentes, «siempre están aprendiendo sin lograr jamás llegar al conocimiento de la verdad»[5]; los que niegan a la humana razón la posibilidad de llegar al conocimiento de cualquier verdad cierta y segura y repudian aun las verdades reveladas por Dios, necesarias para la salvación eterna, se alejan, sin duda, miserablemente de la doctrina de Cristo y del pensamiento del mismo Apóstol de las gentes, el cual nos exhorta: «... Hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios... para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina por el engaño de los hombres que para engañar emplean astutamente los artificios del error, sino que, al contrario, abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad»[6].

[5]
2Tm 3,7.
[6] Ep 4,13-16.


Los deberes de la prensa en orden a la verdad

6 Los que empero, de propósito y temerariamente, impugnan la verdad conocida, y con la palabra, la pluma o la obra usan las armas de la mentira para ganarse la aprobación del pueblo sencillo y modelar, según su doctrina, las mentes inexpertas y blandas de los adolescentes, esos tales cometen, sin duda, un abuso contra la ignorancia y la inocencia ajenas y llevan a cabo una obra absolutamente reprobable.

7 No podemos, pues, menos de exhortar a presentar la verdad con diligencia, cautela y prudencia a todos los que, principalmente a través de los libros, revistas y diarios, hoy tan abundantes, ejercen marcado influjo en la mente de los lectores, sobre todo de los jóvenes, y en la formación de sus opiniones y costumbres. Por Su misma profesión tienen ellos el deber gravísimo de propagar no la mentira, el error, la obscenidad, sino solamente lo verdadero y todo lo que principalmente conduce no al vicio, sino a la práctica del bien y la virtud.

8 Con gran tristeza vemos, como ya deploraba nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, «serpentear audazmente la mentira... en gruesos volúmenes y en pequeños libros, en las páginas de los diarios y en la publicidad teatral»[7]; vemos «libros y revistas que se imprimen para ridiculizar la virtud y cohonestar el vicio»[8].

[7] Epíst. Saepe numero considerantes; A.L., vol. III, 1833, p. 262.
[8] Epíst. Exeunte iam anno; A.L., vol VIII, 1888, p. 396.


La radio, el cine y la televisión

9 A todo esto tenemos hoy que añadir, como vosotros bien lo sabéis, venerables hermanos y queridos hijos, las audiciones radiofónicas y las funciones de cine y de televisión, espectáculos estos últimos que fácilmente se tienen en casa. Todos estos medios pueden servir de invitación y estímulo para el bien, la honestidad y aun la práctica de las virtudes cristianas; sin embargo, no raras veces, por desgracia, sirven, principalmente a los jóvenes, de incentivo a las malas costumbres, al error y a una vida viciosa.

Para neutralizar, por tanto, con todo empeño y diligencia este gran mal, que se difunde cada día más, es necesario oponer a estas armas nocivas las armas de la verdad y honestidad. A la prensa mala y mentirosa se debe resistir con la prensa recta y sincera; a las audiciones de radio y a los espectáculos de cine y televisión que fomentan el error y el vicio hay que oponer otros que defiendan la verdad y guarden incólume la integridad de las costumbres. Así, estos recientes inventos, que tanto pueden para fomentar el mal, se convertirán para el hombre en instrumento de bien y salvación y al mismo tiempo en medios de honesto esparcimiento, con lo que vendrá el remedio de la misma fuente de donde frecuentemente brota el veneno.


El indiferentismo religioso

10 Tampoco faltan los que, si bien no impugnan de propósito la verdad, adoptan, sin embargo, ante ella una actitud de negligencia y sumo descuido, como si Dios no les hubiera dado la razón para buscarla y encontrarla. Tan reprobable modo de actuar conduce, como por espontáneo proceso, a esta absurda afirmación: todas las religiones tienen igual valor, sin diferencia alguna entre lo verdadero y lo falso. «Este principio —para usar las palabras de nuestro mismo predecesor— lleva necesariamente a la ruina todas las religiones, particularmente la católica, la cual, siendo entre todas la única verdadera, no puede ser puesta al mismo nivel de las demás sin grande injuria» [9]. Por lo demás, negar la diferencia que existe entre cosas tan contradictorias entre sí, derechamente conduce a la nefasta conclusión de no admitir ni practicar religión alguna. ¿Cómo podría Dios, que es la verdad, aprobar o tolerar la indiferencia, el descuido, la ignorancia de quienes, tratándose de cuestiones de las cuales depende nuestra eterna salvación, no se preocupan lo más mínimo de buscar y encontrar las verdades necesarias ni de rendir a Dios el culto debido solamente a El?

[9] Encícl. Humanum genus; A.L., vol. IV, 1884, p. 53.


11 Hoy día se trabaja tanto y se cultiva con tanta diligencia la ciencia y el progreso humano, que bien puede gloriarse nuestra, época de sus admirables conquistas en este campo. ¿Por qué entonces no se ha de poner igual, y aún mayor entusiasmo, empeño y diligencia, para asegurar la conquista de aquella sabiduría, que pertenece no ya a esta vida terrena y mortal, sino a la celestial, que nunca pasará? Sólo cuando hayamos llegado a la verdad que brota del Evangelio, y que debe reducirse a la práctica en la vida, sólo entonces —repetimos— nuestra alma poseerá tranquilamente la paz y el gozo; gozo inmensamente superior a la alegría que puede nacer de los descubrimientos de la ciencia y de los maravillosos inventos actuales que continuamente se pregonan y exaltan.



PARTE SEGUNDA - UNIDAD, CONCORDIA Y PAZ


La verdad trae grandes ventajas a la causa de la paz

12 De la consecución de esta verdad plena, íntegra y sincera, debe necesariamente brotar la unión de las inteligencias, de los espíritus y de las acciones. En efecto, todas las discordias, desacuerdos y disensiones brotan de aquí, como de su primera fuente, a saber, de que la verdad o no se la conoce, o —lo que todavía es peor—, por muy examinada y averiguada que sea, se la impugna ya por las ventajas y provechos que con frecuencia se espera lograr de falsas opiniones, ya por la reprobable ceguedad, que impulsa a los hombres a excusar con "facilidad e indulgencia excesiva sus vicios e injustas acciones.

13 Es, pues, necesario que todos, tanto los ciudadanos privados como quienes tienen en sus manos el destino de los pueblos, amen sinceramente la verdad si quieren gozar de la concordia y de la paz, de la que solamente puede derivarse la verdadera prosperidad pública y privada.

14 De modo particular exhortamos a esta concordia y paz a los que gobiernan las naciones. Nos, que estamos situados por encima de las contiendas entre las naciones, que abrazamos a todos los pueblos con igual amor y que no nos movemos por provechos temporales ni por razones de dominio político, ni por deseos de esta vida presente, al hablaros de asunto tan importante creemos que podemos ser juzgados y escuchados serenamente por los hombres de todas las naciones.


Dios ha creado a los hombres hermanos

15 Dios ha creado a los hombres no enemigos, sino hermanos; les ha dado la tierra para cultivarla con trabajo y fatiga, a fin de que todos y cada uno recaben de ella sus frutos y cuanto precisan para el sustento y las necesidades de la vida. Las diversas naciones no son otra cosa sino comunidades de hombres, es decir, de hermanos, que deben tender, unidos fraternamente, no sólo al fin propio de cada una, sino también al bien común de toda la familia humana.

16 Por otra parte, el curso de esta vida mortal no debe considerarse solamente en sí mismo ni como si su finalidad fuese el placer; no se acaba con la descomposición de la carne humana, sino que conduce hacia la vida inmortal, hacia la patria donde viviremos para siempre.

17 Si se quitan del alma humana esta doctrina y esta consoladora esperanza, caen por tierra todas las razones para vivir; surgen fatalmente de nuestros espíritus las pasiones, las luchas, las discordias, que ningún freno será capaz de contenerlas eficazmente; no brilla el olivo de la paz, sino que se enciende la llama de la discordia; el destino del hombre llega a hacerse casi igual al de los seres carentes de inteligencia, y aún se hace peor, ya que, estando dotados de razón, podemos, abusando de ella, precipitarnos en los abismos del mal, lo que desgraciadamente sucede a menudo, y, como Caín, manchar la tierra derramando la sangre fraterna y cometiendo graves delitos.

18 Es menester ante todo elevar las mentes hacia esos principios si queremos —y así nos conviene— que también nuestras acciones se conformen con los caminos de la justicia.

19 ¿Por qué si nos llamamos y somos hermanos, si tenemos un misma destino, tanto en esta vida como en la futura, por qué —decimos— nos mostramos adversarios y enemigos de nuestros semejantes? ¿Por qué envidiarlos, alimentar odios y preparar armas mortíferas contra hermanos? Ya se han combatido bastante los hombres; ya son demasiadas muchedumbres de jóvenes que han derramado su sangre en la flor de la edad. Ya hay en la tierra demasiadas sepulturas de caídos en la guerra amonestándonos a todos con voz severa que ya es hora de llegar a la concordia, a la unidad, a la justa paz.

20 Piensen, por tanto, todos no en lo que divide y separa a los hombres, sino en lo que puede unirlos en la mutua y justa comprensión y estima recíproca.


Unión y concordia entre los pueblos

21 Solamente si se busca verdaderamente la paz y no la guerra —como es menester— y se tiende con sincero y común esfuerzo a la fraternal concordia entre los pueblos, solamente entonces, decimos, será posible armonizar los intereses y ajustar felizmente todas las divergencias; se podrá encontrar también de común acuerdo y con oportunos medios la anhelada unión, para que los derechos a la libertad de cada uno de los Estados, lejos de ser conculcados por otro, sean, por el contrario, asegurados completamente. Los que oprimen a otros y los despojan de su debida libertad no pueden ciertamente contribuir a esta unidad. Qué oportunamente vienen aquí las palabras del mismo sapientísimo predecesor nuestro, de feliz memoria, León XIII: «Para frenar la ambición, la codicia de los bienes del prójimo, las rivalidades, que son los principales incentivos de la guerra, nada sirve tanto como las virtudes cristianas y, en primer lugar, la justicia»[10].

[10] Epíst. Praeclara gratulationis; A.L., vol. XIV 1894, p. 210.


22 Por otra parte, si las naciones no llegan a esta unión fraternal, fundada necesariamente en la justicia y alimentada por la caridad, la situación mundial permanece en un gravísimo peligro; de donde resulta que todos los hombres sensatos deploran situación tan incierta que deja en duda si se camina hacia una paz sólida y verdadera o más bien se corre con extrema ceguera hacia una nueva y tremenda conflagración bélica. Con extrema ceguera —decimos—, porque si en efecto debiera estallar una nueva guerra —Dios no lo quiera—, tal es la potencia de las monstruosas armas en nuestros días que no quedaría otra cosa para todos los pueblos —vencedores y vencidos— sino una tragedia inmensa y una ruina universal.

23 Por esto suplicamos a todos, pero especialmente a los gobernantes, que mediten atentamente ante Dios, su Juez, y que empleen todos los medios que puedan conducir a esta necesaria unión. Y esta unión de intenciones, que —como dijimos—, contribuirá, sin duda, al incremento y también a la prosperidad de todos los pueblos, podrá alcanzarse cuando, pacificados los espíritus y salvaguardados los derechos de cada uno, resplandezca por doquiera la libertad que se debe a los individuos, a los pueblos, a los Estados, a la Iglesia.


Unión y concordia entre las clases sociales

24 Esta concorde unión entre pueblos y naciones es menester promoverla cada vez más entre las clases sociales de ciudadanos, porque si esto no se logra puede haber -—como estamos viendo— mutuos odios y discordias y de aquí nacerán tumultos, perniciosas revoluciones y a veces muertes, así como también el progresivo debilitamiento de la riqueza y la crisis de la economía pública y privada. A este respecto, justamente observaba nuestro mismo predecesor: «(Dios) quiere que en la comunidad de las relaciones humanas haya desigualdad de clases, pero juntamente una cierta igualdad por amistosas intenciones»[11]. En efecto, «como en el cuerpo los diversos miembros se combinan y constituyen el temperamento armónico que se llama simetría, del mismo modo la naturaleza exige que en la convivencia civil... las clases se integren mutuamente y, colaborando entre sí, lleguen a un justo equilibrio. Absolutamente la una tiene necesidad de la otra: no puede subsistir el capital sin el trabajo, ni éste sin el capital. La concordia engendra la belleza y el orden, de las cosas» [12]. Quien se atreve, por tanto, a negar la desigualdad de las clases sociales va contra las leyes de la misma naturaleza. Pero quien es contrario a esta amigable e imprescindible cooperación entre las mismas clases tiende; sin duda, a perturbar y dividir la sociedad humana, con grave peligro y daño del bien público y privado. Como sabiamente afirmaba nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII: «En un pueblo digno de este nombre, todas las desigualdades que no se derivan del arbitrio de los hombres, sino de la misma naturaleza de las cosas —hablamos de desigualdades de cultura intelectual y espiritual, de bienes materiales, de posición social, y dejando siempre a salvo la caridad y la justicia mutua—, no se oponen lo más mínimo a los vínculos de comunidad y fraternidad» [13]. Pueden ciertamente las clases y diversas categorías de ciudadanos tutelar los propios derechos, con tal de que esto se haga no con violencia, sino legítimamente, sin invadir injustamente los derechos ajenos, también inderogables. Todos son hermanos; así que todas las cuestiones deben arreglarse amistosamente con mutua caridad fraterna.

[11] Epíst. Permoti Nos; A.L., vol. XV, 1895, p. 259.
[12] Encícl. Rerum novarum; A.L., vol. XI, 1891, p, 109.
[13] Radiomensaje de Navidad 1944; "Discorsi e radiomessaggi di S. S. Pio XII", vol. VI, p. 239.


Algunas señales de disminución de tirantez

25 Debemos reconocer, y esto es un buen auspicio, que desde hace algún tiempo se asiste en algunas partes a una situación menos acerba, menos rígida entre las diversas clases sociales, como ya lo observaba nuestro inmediato predecesor hablando a los católicos de Alemania: «La tremenda catástrofe de la última guerra que se abatió sobre vosotros ha producido, por lo menos, el beneficio de que en muchos grupos sociales de vuestra nación, libres de prejuicios y del egoísmo de clase, las diferencias de clase se han mitigado algo, engranando mejor las unas con las otras. La desgracia común es maestra de una, amarga pero saludable enseñanza»[14].

[14] Radiomensaje al LXXIII Congreso de Católicos Alemanes; ibid. vol. XI, p. 189.


26 En realidad hoy se han atenuado las distancias entre las clases, porque no reduciéndose éstas solamente a las dos clases de capitalistas y trabajadores y habiéndose multiplicado, se ha facilitado a todos el acceso a ellas; y los que se distinguen por su laboriosidad y habilidad pueden ascender en la sociedad civil a grados más elevados. Por lo que se refiere más directamente al mundo del trabajo, es consolador pensar que esos movimientos surgidos recientemente para humanizar las condiciones en las fábricas y en los demás campos del trabajo hacen que los obreros sean considerados en un plano más elevado y digno que no sea exclusivamente el económico.


Reflexiones sobre importantes problemas en el campo del trabajo

27 Queda aún mucho por hacer, puesto que todavía existen desigualdades en demasía, muchos motivos de pugna entre los varios grupos, causados tal vez por el concepto imperfecto y no justo del derecho de propiedad que tienen los que codician más de lo justo las propias mejoras y ventajas. Añádase el terrible paro que afecta y angustia a muchos gravemente y que, al menos momentáneamente, puede causar estragos mayores, debido a que, con frecuencia, de la obra que los trabajadores hacían se encargan hoy máquinas perfectísimas de todas clases. Asunto es éste que hacía decir con pesar a nuestro predecesor Pío XI, de feliz memoria: «Vemos obligados a la inercia y reducidos a la indigencia extrema, juntamente con sus familias, a tantos y tantos honestos y magníficos trabajadores, que no desean otra cosa sino ganarse honradamente, con el sudor de su frente, según el mandato divino, el pan cotidiano que piden cada día al Padre celestial. Sus gemidos conmueven nuestro corazón y nos hacen repetir con la misma ternura de compasión las palabras salidas del Corazón amantísimo del Divino Maestro sobre la turba que moría de hambre: "Misereor super turbas"[15]» [16].

[15]
Mc 8,2.
[16] A.A.S. vol, XXIII, 1931, pp. 393-394.


28 Si, pues, se quiere y se busca —y todos deben buscarla y quererla— la anhelada armonía entre las clases, aunados los esfuerzos públicos y privados y aunadas las animosas iniciativas, es menester trabajar del mejor modo posible para que todos —aun los de más humilde condición— puedan con el trabajo y el sudor de sus frentes procurarse lo necesario para vivir y asegurar honradamente su porvenir y el de los suyos. Tanto más que en nuestros días se van difundiendo diversas y mejores condiciones de vida, de las que no es lícito excluir a las categorías de menor fortuna.,

29 Vivamente exhortamos, además, a todos aquellos sobre los que gravan la mayor parte de las responsabilidades en la empresa, y de los que depende algunas veces también la vida de los obreros, a que no consideren a los trabajadores solamente desde el punto de vista económico y a que no se limiten al reconocimiento de sus derechos relacionados con el justo salario, sino a que respeten además la dignidad de su persona y los miren como a hermanos; y hagan también que los obreros, participando cada vez más, conforme a una justa medida, en las utilidades del trabajo realizado, se sientan como parte de toda la empresa. Esto lo advertimos para que se ponga en práctica una mayor armonía entre los mutuos derechos y deberes de los patronos y obreros y para que las diversas organizaciones profesionales «no parezcan como una arma exclusivamente dirigida para una guerra defensiva y ofensiva que provoca reacciones y represalias, no como un torrente que, rotos los diques, inunda, sino como un puente que une las riberas opuestas»[17]. Pero, sobre todo, se debe atender a que al feliz desarrollo alcanzado en el nivel económico corresponda un no menor progreso en el campo de los valores morales, como lo requiere la dignidad misma del cristiano; más aún la misma dignidad humana. ¿De qué le serviría, en efecto, al trabajador conseguir mejoras económicas cada vez mayores y alcanzar un tenor de vida más elevado si desgraciadamente perdiese o descuidase los valores superiores del alma inmortal? Las perspectivas a que se tiende podrán realizarse solamente con la plena actuación de la doctrina social de la Iglesia católica y si todos «procuran fomentar en sí mismos y encender en los demás —grandes y pequeños— la caridad, señora y reina de todas las virtudes. Porque la suspirada salvación debe ser principalmente fruto de una grande efusión de caridad, de aquella caridad cristiana que compendia en sí las leyes del Evangelio y que está siempre pronta a sacrificarse por los demás y es para el hombre el más seguro antídoto contra el orgullo mundano y el inmoderado amor propio; y de la que San Pablo trazó los rasgos divinos con aquellas palabras: "La caridad es paciente, es benigna; no es interesada: todo lo excusa, todo lo tolera"[18]»[19].

[17] Por un sólido orden social; "Discorsi e radiomessaggi di S. S. Pío XII", vol. VII, p. 350.
[18]
1Co 13,4-7.
[19] Epíst. Inter graves; A.L., vol, XI, pp. 143-144,


Unión y concordia en las familias

30 Finalmente, a la misma concordia a que hemos invitado a los pueblos, a sus gobernantes y a las clases sociales, invitamos también con ahínco y afecto paterno a todas las familias para que la consigan y la consoliden. Pues si no hay paz, unidad y concordia en la familia, ¿cómo se podrá obtener en la sociedad civil? Esta ordenada y armónica unidad que debe reinar siempre dentro de las paredes del hogar nace del vínculo indisoluble y de la santidad propia del matrimonio cristiano y contribuye en gran parte al orden, al progreso y al bienestar de toda la sociedad civil. El padre sea entre los suyos como el representante de Dios e ilumine y preceda a los demás no sólo con su autoridad, sino con el ejemplo de su vida íntegra. La madre, con su delicadeza y su virtud en el hogar doméstico, guíe a sus hijos con suavidad y fortaleza; sea buena y afectuosa con el marido y con él instruya y eduque a sus hijos —don preciosísimo de Dios— para una vida honrada y religiosa. Los hijos obedezcan siempre, como es su deber, a sus padres, ámenlos y sean no sólo su consuelo, sino, en casó de necesidad, también su ayuda. Respírese en el hogar doméstico aquella caridad que ardía en la familia de Nazaret; florezcan todas las virtudes cristianas; reine la unión y resplandezcan los ejemplos de una vida honesta. Que nunca jamás —a Dios se lo pedimos ardientemente— se rompa tan bella, suave y necesaria concordia. Porque si la institución de la familia cristiana vacila, si se rechazan o desprecian los mandamientos del Divino Redentor en este punto, entonces se bambolean los mismos fundamentos del Estado y la misma convivencia civil se corrompe, produciéndose una general crisis con daños y pérdidas para todos los ciudadanos.



PARTE TERCERA - UNIDAD DE LA IGLESIA


Motivos de esperanza basados en la oración de Jesucristo

31 Y ahora vengamos a hablar de la unidad que de modo especialísimo llevamos en el corazón y que tiene íntima relación con el oficio pastoral que Dios nos ha confiado; es decir, de la unidad de la Iglesia.

32 Todos saben que nuestro divino Redentor fundó una sociedad, que habrá de conservar su unidad hasta el fin de los siglos: «He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo»[20], y que para esto Jesucristo dirigió al Padre celestial fervorosísimas súplicas. Esta oración de Jesucristo, que, sin duda, le fue acepta y escuchada por su reverencia[21]: «Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros»[22], engendra en nosotros una esperanza dulcísima y nos da la seguridad de que finalmente todas las ovejas que no pertenecen a este redil sientan el deseo de volver a él; y así, conforme a las palabras del divino Redentor, «habrá un solo rebaño y un solo pastor»[23].

[20]
Mt 28,20.
[21] Cf. He 5,7.
[22] Jn 17,21.
[23] Jn 10,16.


33 Profundamente animados por esta suavísima esperanza, hemos anunciado públicamente nuestro propósito de convocar un Concilio Ecuménico, al que habrán de acudir de todo el orbe de la Tierra sagrados pastores para tratar de los graves problemas de la religión, y principalmente para promover el incremento de la Iglesia católica, una saludable renovación de las costumbres del pueblo cristiano y para poner al día las leyes que rigen la disciplina eclesiástica según las necesidades de nuestros tiempos. Ciertamente, esto constituirá un maravilloso espectáculo de unidad, verdad y caridad, tal que al contemplarlo aun los que viven separados de esta Sede Apostólica sentirán —según confiamos— una suave invitación a buscar y lograr la unidad por la que Jesucristo dirigió al Padre celestial sus ardientes plegarias,


Aspiraciones a la unidad en las diversas comunidades separadas'

34 Sabemos, por otra parte, con gran consuelo nuestro, que en estos últimos tiempos se ha venido creando en el seno de no pocas comunidades separadas de la cátedra de San Pedro, cierto movimiento de simpatía hacia la fe y hacia las instituciones católicas y que, al estudio de la verdad que disipa los prejuicios, ha brotado una estima considerable hacia esta Sede Apostólica. Sabemos, además, que casi todos los que llevan el nombre de cristianos, a pesar de estar separados de Nos y desunidos entre sí, a fin de trabar entre sí la unión, han efectuado reuniones y para ello organizado asambleas; todo lo cual está demostrando el vehemente deseo que les impele a realizar por lo menos alguna unidad.


Unidad que quiso para la Iglesia su Divino Fundador

35 Indudablemente, nuestro divino Redentor fundó su Iglesia con el fundamento y la nota de una solidísima unidad, y si —por un absurdo— no la hubiera hecho así, habría fundado una cosa caduca y contraria a sí misma, por lo menos, para el futuro; como los diversos sistemas filosóficos, que, abandonados al arbitrio y opinión del hombre, con el correr de los tiempos nacen, se transforman y desaparecen uno tras otro. Esto se opone diametralmente al magisterio de Jesucristo, que «es el camilo, la verdad y la vida»[24]; no hay quien pueda ignorarlo.

[24]
Jn 14,6.


36 Esta unidad, venerables hermanos y amados hijos, que —como hemos dicho— no debe ser algo vano, incierto o caedizo, sino sólido, estable y seguro[25], si a las otras comunidades cristianas les falta, a la Iglesia católica no le falta, como fácilmente puede echarlo de ver quienquiera que con diligencia la examine. Tiene tres notas que la caracterizan y adornan: unidad de doctrina, de gobierno y de culto; es tal, que resulta visible a todos, de manera que todos la pueden reconocer y seguir; y es tal, además, que conforme a la voluntad de su divino Fundador, en ella todas las ovejas pueden reunirse en un solo rebaño bajo la guía de un solo pastor; y así todos los hijos están llamados a venir a la única casa paterna, que descansa sobre el fundamento de Pedro, y en ella se ha de procurar reunir fraternalmente a todos los pueblos como en el único reino de Dios: reino cuyos súbditos, unidos en la tierra en la concordia del espíritu, puedan gozar un día de la eterna bienaventuranza en el cielo.

[25] Cf. Encícl. «Mortalium animos» de vera religionis unitate fovenda; A.A.S., vol. XXX, 1928, p. 5 ss.


Unidad de fe

37 La Iglesia católica manda creer fiel y firmemente cuanto ha sido revelado por Dios, a saber, cuanto se contiene en la Sagrada Escritura y en la tradición oral y escrita y lo que, en el transcurso de los siglos, han promulgado y definido los Sumos Pontífices y los legítimos Concilios Ecuménicos. Siempre que alguno se ha alejado de este sendero, la Iglesia, con su maternal autoridad no ha cesado de llamarlo repetidamente al recto camino. Pues sabe muy bien y sostiene que sólo hay una verdad y que no pueden admitirse "verdades" entre sí contrarias; haciendo suya y afirmando la palabra del Apóstol de las gentes: «Pues nada podemos contra la verdad sino por la verdad» [26].

[26]
2Co 13,8.


38 Hay, sin embargo, no pocos puntos en los que la Iglesia católica deja que libremente disputen entre sí los teólogos, en cuanto se trata de cosas no del todo ciertas, y en cuanto —como notaba el celebérrimo escritor inglés, el Cardenal Juan Enrique Newman— tales disputas no rompen la unidad de la Iglesia, sino más bien sirven para una mejor y más profunda inteligencia de los dogmas, ya que preparan y hacen más seguro el camino para este conocimiento, puesto que del choque de varias sentencias sale siempre nueva luz[27]. Sin embargo, hay que retener el dicho que, expresado unas veces de un modo y otras de otro, se atribuye a diversos autores: en las cosas necesarias, unidad; en las dudosas, libertad; en todas, caridad.

[27] Cf. J. H, Newman, Difficulties of Anglicans, vol. I, lect. X, p. 261 ss.



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