Ad Petri cathedram ES 39

Unidad de régimen

39 Y además, como está a la vista de todos, hay en la Iglesia católica unidad de régimen. Porque, así como los fieles cristianos están sujetos a los sacerdotes, y los sacerdotes a los Obispos, a quienes «el Espíritu Santo puso... para regir la Iglesia de Dios» [28], así también todos los sagrados Pastores y cada uno de ellos se hallan sometidos al Romano Pontífice, como a quien se le ha de reconocer por el sucesor de Pedro. A él, Cristo Nuestro Señor lo constituyó piedra fundamental de su Iglesia[29], y a él sólo, peculiarmente, le concedió la potestad de atar y de desatar, sin restricción, sobre la tierra[30], de confirmar a sus hermanos[31] y de apacentar el rebaño todo[32].

[28]
Ac 20,28.
[29] Cf. Mt 16,18.
[30] Cf. ibid. Mt 16,19.
[31] Cf. Lc 22,32.
[32] Cf. Jn 21,15-17.


Unidad de culto

40 Y por lo que toca a la unidad de culto, nadie ignora que la Iglesia católica, ya desde sus primeros tiempos y a través de los siglos, siempre ha mantenido todos y solos los siete sacramentos, recibidos de Jesucristo como herencia sagrada, y jamás ha dejado de administrarlos en todo el orbe católico para nutrir y acrecentar la vida Sobrenatural de los fieles.

Igualmente por todos es sabido que en ella se celebra un solo sacrificio, el eucarístico, en el cual Cristo mismo, salvación nuestra y nuestro Redentor, de una manera incruenta pero tan real como cuando pendía de la cruz en el Calvario cotidianamente es inmolado en favor de todos nosotros y nos comunica misericordiosamente los tesoros inmensos de su gracia. Por eso con tanta razón San Cipriano hacía esta advertencia: «No puede, fuera del único altar y del único sacerdocio, establecerse un altar diverso o instituirse un nuevo sacerdocio»[33]. Esto, sin embargo, como es notorio, no impide la diversidad de los ritos que existen y están aprobados dentro de la Iglesia católica, mediante los cuales resplandece con mayor belleza y, como hija del Supremo Rey, ostenta rica variedad de vestiduras[34].

[33] Epist. XLIII, 5; Corp. Vind., III, 2, 594; cfr. Epist. XL, en Migne, PL, IV, 345
[34] Cf.
Ps 44,15.


41 Con el fin de que todos alcancen esa verdadera y concorde unidad, el sacerdote católico, al celebrar el sacrificio eucarístico, ofrece a Dios clementísimo la hostia inmaculada, suplicando en primer lugar «por tu Iglesia santa católica: dígnate pacificarla, protegerla, unificarla y regirla en todo el orbe de la tierra, junto con tu siervo el Papa nuestro y con todos los que, fieles a la verdadera doctrina, guardan la fe católica y apostólica»[35].

[35] Canon Missae


Paternal invitación a la unión

42 Ojalá este admirable espectáculo de unidad con que se destaca y resplandece, la única Iglesia católica, y esos anhelos y plegarias con que pide a Dios para todos esa misma unidad, conmuevan y alienten saludablemente vuestras almas: nos referimos a vosotros, que estáis separados de esta Sede Apostólica.

43 Permitid que os llamemos, con suave afecto, hermanos e hijos; permitidnos alimentar la esperanza que de vuestra vuelta acariciamos con paterno y amante corazón. Queremos hablaros con el mismo interés pastoral que Teófilo, Obispo alejandrino, cuando un infausto cisma había desgarrado la túnica inconsútil de la Iglesia, convocaba a sus hermanos e hijos con estas palabras: «Cada uno según su capacidad, oh dilectísimos, participantes de la celestial vocación, imitemos a Jesús, cabeza y consumador de nuestra salvación. Abracemos esa humildad de corazón y esa caridad que elevan y unen con Dios y una sincera fe en los divinos misterios. Huid de la división, evitad la discordia..., estrechaos con mutua caridad; escuchad a Cristo, que dice: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis mutua caridad»[36].

[36] Cf. Hom. in mysticam caenam; PG. LXXVII, 1027.


44 Os rogamos prestéis atención a que, al llamaros amorosamente a la unidad de la Iglesia, no os invitamos a una casa ajena, sino a la propia vuestra, a la que es común casa paterna. Permitid por eso que os exhortemos, con grande amor hacia todos «en las entrañas de Jesucristo» [37], a que os acordéis de vuestros padres, «que os predicaron la palabra de Dios; y, considerando el fin de su vida terrena, imitad su fe»[38]. El preclaro ejército de santos bienaventurados que de cada uno de vuestros pueblos ya han subido al cielo, y principalmente aquellos que con sus escritos transmitieron y explanaron tan recta y copiosamente la doctrina de Jesucristo, parecen invitar a vuestros corazones, con el ejemplo de su vida, a la unidad con esta Sede Apostólica, con la cual vuestra comunidad cristiana también ha estado vinculada durante tantos siglos.

[37]
Ph 1,8.
[38] He 13,7.


45 Por tanto, a todos los que están separados de Nos les dirigimos como a hermanos las palabras de San Agustín cuando decía: «Quieran o no, hermanos nuestros son. Sólo dejarían de ser nuestros hermanos si dejaran de decir: Padre nuestro»[39]. «Amemos a Dios Nuestro Señor, amemos a su Iglesia; a El como a Padre, a ésta como a madre; a El como a Señor y a ésta como a su esclava; porque somos hijos de su esclava. Tal unión se forja con una grande caridad; nadie mientras ofende a uno puede merecer bien del otro. ¿De qué te sirve no tener ofendido al Padre si El venga a la madre ofendida?... Asíos, por tanto, carísimos; asíos unánimemente a Dios Padre y a la madre Iglesia» [40].

[39] S. Aug., In Ps. 32, Enarr. II, 29; PL. XXXVI, 299.
[40] Ibid., In Ps. 82, Enarr. II, Migne, PL. XXXVII, 1140.


Necesidad de especiales oraciones

46 Nos a causa de todo esto dirigimos humildes súplicas a Dios benignísimo, dador de luces celestiales y de todos los bienes, para que sea amparada la unidad de la Iglesia y extendido el reino y rebaño de Cristo; y a todos los hermanos e hijos carísimos que en Cristo tenemos les exhortamos a que también las dirijan. Porque el feliz éxito del futuro Concilio Ecuménico, más que de humanos trabajos y de diligente habilidad, ciertamente depende de las oraciones hechas por todos con gran fervor, como en una piadosa competencia mutua. E invitamos con gran afecto a elevar tales peticiones hacia. Dios también a aquellos que, aun sin ser de este rebaño, reverencian, sin embargo, y rinden culto a Dios y con buena voluntad procuran obedecer a sus precepto.

47 Aumente y cumpla esta esperanza y estos votos nuestros la divina plegaria de Cristo: «Padre Santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno, como nosotros... Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad... Pero no ruego por éstos solamente, sino también por quienes han de creer en mí debido a su palabra; ...para que sean consumados en la unidad...»[41].

[41]
Jn 17,11 Jn 17,17 Jn 17,20-21 Jn 17,23.


De la unión y concordia de los espíritus brotan la paz y la alegría

48 Todo esto lo reiteramos Nos, junto con el orbe católico a Nos unido, en suplicante oración, Y lo hacemos así no solamente movidos por encendida caridad hacia todos los pueblos, sino también estimulados por evangélica humildad de espíritu. Porque conocemos la pequeñez de nuestra persona, a quien Dios, no por méritos nuestros, sino por misterioso designio suyo, se ha dignado elevar a la cumbre del Sumo Pontificado. Por lo cual a todos los hermanos e hijos nuestros que están separados de esta cátedra de San Pedro; les repetimos estas palabras: «Soy yo..., José, vuestro hermano»[42]. Venid; «acogednos»[43]; ninguna otra cosa deseamos; ninguna otra queremos, ninguna más pedimos, sino vuestra salvación y vuestra eterna felicidad. Venid; de esta concorde y tan deseada unidad, que la caridad fraterna debe mantener y fomentar, nacerá una grande paz: aquella paz «que sobrepuja todo entendimiento»[44], como que proviene de las mansiones celestiales aquella paz que Cristo, por medio de los ángeles que cantaban velando sobre su cuna, anunció a los hombres de buena voluntad»[45] y que, apenas instituido el sacramento y sacrificio de la eucaristía, impartió con estas palabras: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo»[46].

Paz y gozo. También el gozo, pues quienes pertenecen con realidad y eficacia al cuerpo místico de Jesucristo, que es la Iglesia católica, participan de esa vida, que desde la divina Cabeza se difunde hasta cada miembro; y, por razón de ella, quienes obedecen fielmente a todos los preceptos y mandatos de nuestro Redentor también en esta vida, mortal pueden gozar de aquella alegría que es auspicio y prenuncio de la celestial y sempiterna felicidad.

[42]
Gn 14,4.
[43] 2Co 7,2.
[44] Ph 4,7.
[45] Cf. Lc 2,14.
[46] Jn 14,27.


La paz del alma debe ser operosa

49 Pero esta paz, esta felicidad, mientras recorremos penosamente el camino de nuestro terreno destierro, es aún imperfecta. Porque es paz no completamente tranquila, no del todo serena; es paz laboriosa, no ociosa, ni inerte; es, sobre todo, paz militante contra todo error, aunque disimulado bajo falsa apariencia de verdad, contra los estímulos y halagos de los vicios, y, en fin, contra toda clase de enemigos del alma, que puedan debilitar, manchar o destruir nuestra inocencia y nuestra fe católica; y también contra los odios, las enemistades, las divisiones que pueden quebrantar o lacerar la misma. fe. Por esta razón, el divino Redentor nos ha dado y recomendada su paz.

50 La paz, pues, que hemos de buscar y que hemos de esforzarnos por alcanzar, es la paz que no cede a ningún error, que no desciende a compromisos de ninguna clase con los defensores de éste, que no se entrega a los vicios, que evita, en fin, toda discordia. Esta paz es tal, que exige a sus seguidores una disposición generosa para renunciar a sus propias comodidades y ventajas por la causa de la verdad y de la justicia según aquello: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia...»[47].

[47]
Mt 6,33.


51 ¡La Santísima Virgen María, Reina de la paz, a cuyo Corazón Inmaculado nuestro predecesor Pío XII, de feliz memoria, consagró el género humano, nos alcance de Dios —se lo suplicamos con fervor— unidad concorde, paz verdadera, operosa y militante, no solamente a todos los hijos nuestros en Cristo, sino también a todos aquellos que, aunque separados de Nos, no pueden menos de amar la verdad, la unidad y la concordia!



PARTE CUARTA - EXHORTACIONES PATERNAS


A los sagrados pastores

52 Queremos ahora dirigirnos con paternal corazón a cada una de las diversas clases de personas de la Iglesia católica. Y, en primer lugar, «nuestra palabra se dirige a vosotros»[48], venerables hermanos en el episcopado, tanto del Oriente como del Occidente; a vosotros, que, como guías del pueblo cristiano, lleváis, juntamente con Nos, «el peso del día y el calor»[49]. Conocemos la diligencia y celo apostólico con que os esforzáis cada uno en vuestro propio territorio por incrementar el reino de Dios, por consolidarlo y extenderlo a todos. Conocemos también vuestras angustias y vuestras penas ante tantos hijos que se alejan tristemente engañados por las falacias de los errores, ante las estrecheces que a veces impiden entre vosotros un mayor desarrollo de los intereses católicos y, sobre todo, ante la escasez de sacerdotes, cuyo número en muchas partes es desproporcionado a las crecientes necesidades. Pero confiad en Aquel de quien proviene «todo buen don y toda dádiva perfecta»[50], dirigiéndoos con oración insistente a Jesucristo, porque sin El «no podéis hacer nada»[51]; pero, con su gracia, podéis cada uno de vosotros repetir con el Apóstol de las gentes: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta»[52]. «Mi Dios os dará todo lo que os falta, según sus riquezas en gloria, en Cristo Jesús»[53]; de modo que podáis cosechar abundantes mieses y ricos frutos en el campo cultivado con vuestro sudor y trabajo.

[48]
2Co 6,11.
[49] Cf. Mt 20,12.
[50] Jc 1,17.
[51] Jn 15,5.
[52] Ph 4,13.
[53] Ibid., Ph 4,19,


Al clero

53 Otro llamamiento paterno dirigimos a los sacerdotes de ambos cleros: a los que os ayudan más de cerca, venerables hermanos, en los trabajos de la curia; a los que tienen la importante misión de instruir y educar en los seminarios a los jóvenes selectos llamados al servicio del Señor; a aquellos, en fin, que en las ciudades populosas, o en las villas, o en las apartadas y solitarias aldeas ejercen el ministerio parroquial, hoy tan difícil, tan arduo y tan importante. Procuren todos ellos —y que nos perdonen si se lo recordamos, aunque creemos que no lo necesitarán— mostrarse siempre respetuosos y obedientes a su Obispo según aquellas palabras de San Ignacio de Antioquía:- «Estad sometidos al Obispo como a Jesucristo... Es necesario, como ya lo practicáis, que no hagáis nada sin el Obispo»[54]. «Los que son de Dios y de Jesucristo están con su Obispo»[55]. Y acuérdense que no son funcionarios públicos, sino, sobre todo, ministros de las cosas sagradas. Por eso no crean nunca haber hecho ya demasiado, aunque hayan tenido que afrontar fatigas, sacrificar el tiempo y los bienes de este mundo y soportar gastos e incomodidades propias, cuando se trata de iluminar a las almas con la verdad divina y de doblegar con la ayuda del cielo y con la caridad fraterna las voluntades obstinadas procurando así el triunfo del reino pacífico de Jesucristo. Y más que en la propia industria y trabajo, confíen en el poder de la gracia, que han de implorar cada día con humilde y constante oración.

[54] Funk, Patres Apostolici, I, 243-245.


A los religiosos

54 También dirigimos nuestro paterno saludo y exhortación a los religiosos que, después de haber abrazado uno de los varios estados de perfección evangélica, viven bajo la obediencia de sus superiores, según las leyes peculiares del propio Instituto. Entréguense generosamente y con todas sus fuerzas, mediante la observancia de las normas de su Instituto, a realizar los ideales que sus fundadores se propusieron, entre los cuales se cuentan principalmente la vida intensa de oración, las prácticas de penitencia, la recta institución y educación de la juventud y el ejercicio de la caridad para con las diversas clases de necesitados y afligidos.

55 Bien sabemos que no pocos de estos amados hijos, por las actuales circunstancias, se ven llamados a menudo a ejercitar también la cura pastoral de los fieles con gran provecho de la religión y de la vida cristiana. A éstos exhortamos también instantemente —aunque confiamos que no tendrán necesidad de nuestro estímulo— que se animen a añadir a los preclaros méritos pasados de sus Ordenes o Institutos este de prestarse con gusto a remediar las urgentes necesidades de los fieles, en colaboración fraterna con los demás sacerdotes, según sus propias posibilidades.


A los misioneros

56 Nuestro pensamiento vuela ahora hacia aquellos que, abandonando la casa paterna y la queridísima patria, soportando graves trabajos y superando dificultades, han marchado a las misiones extranjeras, donde se afanan con sus sudores por instruir y formar a los gentiles de aquellas lejanas tierras en la verdad evangélica, a fin de que en todas partes «la palabra de Dios se difunda y sea El glorificado»[56]. Grande es en verdad la empresa a ellos confiada, y para que pueda llevarse a cabo más fácilmente, todos los verdaderos cristianos deben colaborar a ella según sus posibilidades, con sus oraciones y con sus limosnas. Tal vez no haya obra más agradable a Dios que ésta, que se halla tan estrechamente unida al deber común de propagar el reino de Dios. Estos heraldos del Evangelio, en efecto, consagran toda su vida en procurar que la luz de Jesucristo ilumine a todo hombre que viene al mundo[57] para que su divina gracia conquiste y encienda a todas las almas y a todos anime a una vida virtuosa y cristiana. Ellos no buscan sus propios intereses, sino los de Jesucristo[58]. Correspondiendo generosamente a la voz del Redentor Divino, pueden aplicarse el dicho del Apóstol de las gentes: «Somos embajadores de Cristo»[59] y también «aunque vivimos en la carne, no militamos según la carne»[60]. Consideran, a los países adonde han ido para llevarles la luz del Evangelio, como a su segunda patria y los aman con amor efectivo. Y aún conservando vivísimo el afecto a su dulcísima patria, a su propia diócesis, al propio Instituto religioso, con todo, están convencidos de que se debe poner por encima de todo el bien universal de la Iglesia y de que a ella, en primer lugar, se ha de servir con todos los medios.

[55] Ibid., I. 267; cfr. Migne, PG, V,699.
[56]
2Th 3,1.
[57] Cf. Jn 1,9,
[58] Cf. Ph 2,21.
[59] 2Co 5,20,
[60] Ibid. 2Co 10,3.


57 Sepan, por tanto, estos amados hijos —y todos aquellos que en esas regiones les prestan su generosa ayuda, sea como catequistas, sea de cualquiera otra manera— que los tenemos presentes en nuestra mente de modo especialísimo y que cada día elevamos nuestras oraciones a Dios en favor suyo y de sus empresas, y que, además, confirmamos ahora con nuestra autoridad y con igual encarecimiento todo lo que en materia de misiones han establecido acertadamente en sus encíclicas nuestros predecesores, de feliz memoria, en particular Pío XI[61] y Pío XII[62].

[61] Encícl. Rerum Ecclesiae, A. A. S. vol. XVIII, 1926, p. 65 ss,
[62] Encícl. Evangelii praecones, A. A. S. vol. XLIII, 1951, p. 497; y encícl. Fidei donum, A. A. S. vol., XLIX, 1957, p. 225 ss.


A las religiosas

58 Ni queremos pasar por alto a las santas vírgenes que se han consagrado a Dios por los votos religiosos para dedicarse a su único servicio y estar enteramente unidas al divino Esposo por los lazos de místico desposorio. Esas almas —ya sea que en el silencio de la clausura lleven una vida escondida dedicándose a la oración y penitencia, ya se empleen en obras externas de apostolado— no sólo pueden cuidar más fácil y dichosamente de su propia salvación, sino también ayudar en gran manera a la Iglesia, tanto en los países cristianos como en las lejanas tierras en donde no ha brillado todavía la luz del Evangelio. ¡Cuántas y cuán grandes obras no llevan a cabo estas vírgenes santas; obras como nadie podría hacerlas con tan virginal y materno cuidado! Y no en uno sólo, sino en muchos campos de trabajo, como son la recta instrucción y educación de la juventud, la enseñanza del catecismo a niños y niñas en el ámbito de la parroquia, el trabajo en los hospitales, en donde al tiempo que cuidan de los enfermos pueden elevar sus almas al pensamiento de las cosas del cielo; en los asilos de ancianos, a quienes asisten con paciente, alegre y compasiva caridad, induciéndolos con admirable y suave eficacia al deseo de la vida eterna; finalmente, la diversidad de asilos de niños, en donde brindan todo el afecto y la delicadeza materna a criaturas que, huérfanas o abandonadas de sus padres, no tienen de quién recibir los cuidados de la vida y las naturales muestras de ternura. Estas almas son, sin género de duda, altamente beneméritas no sólo de la Iglesia católica, de la educación cristiana y de las obras de misericordia, sino también de la sociedad civil, y se están, además, preparando una corona incorruptible para sí mismas en el cielo.


A la Acción Católica y a cuantos colaboran en el apostolado

59 Hoy día, sin embargo, como bien lo sabéis, venerables hermanos y amados hijos, aun en el campo cristiano las necesidades de los hombres son tan grandes y tan diversas que ni el clero ni religiosos y religiosas juntos parecen poder ya remediarlas plenamente. Además, los sacerdotes, religiosos y religiosas no pueden tener acceso a todas las categorías de personas; no todos los caminos les están abiertos; muchos, en efecto, no les prestan la menor atención o tratan de evitar su conversación, y hasta no faltan, desgraciadamente, quienes los desprecian y aborrecen.

60 Por este grave y doloroso motivo ya nuestros predecesores han hecho su invitación también a los seglares a que, formando filas en la pacífica milicia de la Acción Católica, presten su colaboración en el apostolado a la Jerarquía eclesiástica; lo que ésta no lograría hacer en las actuales circunstancias, podría llevarse a cabo gracias a la generosidad de hombres y mujeres católicos que con ánimo sumiso se presten a colaborar en las obras de los sagrados Pastores. Es, por cierto, de gran consuelo para Nos el considerar las obras que han realizado y las empresas que han podido adelantar en el decurso del tiempo aun en los países de misiones estos colaboradores de los Obispos y sacerdotes, apóstoles seglares de toda. edad, clase y condición, al contribuir con su ferviente y activo celo a que la verdad cristiana brille para todos y a todos llegue la invitación al ejercicio de la virtud cristiana.

61 Pero tienen todavía ante sí un amplísimo campo de trabajo, pues son aún innumerables los que reclaman su luminoso ejemplo, y su trabajo apostólico. Por lo mismo, es nuestra intención tratar en el futuro nuevamente y con mayor amplitud de esta materia, que consideramos ser de la mayor importancia. Mientras tanto, abrigamos la esperanza de que así los que militan en las filas de la Acción Católica como en las múltiples asociaciones piadosas que florecen en la Iglesia prosigan con la mayor diligencia en llevar adelante una obra tan necesaria; cuanto más grandes son las necesidades de nuestro tiempo, tanto mayores han de ser sus esfuerzos, su diligencia y las iniciativas de su celo. Sea su norma la perfecta, concordia mutua, pues, como bien lo saben, la unión hace la fuerza; dejen a un lado su propia opinión cuando se trata de la causa de la Iglesia católica, que ha de estimarse por encima de todo; y esto no sólo en cuanto se refiere a la sagrada doctrina. sino también en lo que hace a las normas de disciplina cristiana emanadas de la Iglesia, que reclaman siempre la sumisión de. todos. En compacto escuadrón y unidos siempre con la jerarquía católica y sumisos a ella, avancen en prosecución de nuevas conquistas; no escatimen trabajo alguno ni rehúsen ninguna dificultad por que triunfe la. causa de la Iglesia.

62 Para obtener esto debidamente, procuren ante todo en sí mismos —sin tener de ello la menor duda— la mejor conformidad con la doctrina y la virtud cristianas. Pues solamente en este caso podrán transfundir en los demás lo que ellos han logrado para sí con la ayuda de la gracia divina. Esta recomendación la dirigimos de modo especial a los jóvenes y adolescentes, cuya ardorosa voluntad fácilmente se entusiasma con los más nobles ideales, pero que al mismo tiempo necesitan la mayor prudencia, moderación y sumisión debida a los que tienen por superiores. A estos hijos amadísimos que forman la esperanza de la Iglesia, y en cuya activa y salvadora colaboración tanto confiamos, queremos llevar nuestra viva gratitud y la expresión de nuestro ánimo paternal.


A los afligidos y atribulados

63 Y ahora parecen llegar a nuestros oídos las voces de lamento de cuantos frente a la enfermedad del cuerpo o del espíritu se ven aquejados por el más amargo dolor, y de los que a tal punto sufren las estrecheces económicas de la vida que carecen hasta de una habitación digna de hombres, ni pueden, a pesar de sus sudores, asegurar para sí y para sus hijos el necesario alimento. Estos lamentos tocan vivamente y conmueven nuestro corazón. Así, queremos en primer lugar acudir a los enfermos y a los imposibilitados por la debilidad o la vejez con el auxilio y consuelo que viene de lo alto. Recuerden todos ellos que no tenemos en la tierra ciudad permanente, antes buscamos la futura[63]. No olviden que los dolores de esta vida mortal, válidos ya como expiación, elevan y ennoblecen el alma y son medio precioso para la adquisición del gozo eterno de los cielos; acuérdense de que el mismo Divino Redentor, para lavar las manchas de nuestros pecados, subió al patíbulo de la cruz y libremente sufrió por esta misma causa desprecios y tormentos y angustias crudelísimos. Como El, así también nosotros somos llamados a la luz por el camino de la cruz, conforme a estas palabras: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame»[64]; y tendrá un tesoro inagotable en los cielos[65].

[63] Cf.
He 13,14.
[64] Lc 9,23.
[65] Cf. ibid. Lc 12,33


64 Es además deseo nuestro —y confiamos en que sea recibida con agradó nuestra exhortación— que los dolores del cuerpo y los del alma se transformen no solamente en otros tantos escalones para poder ascender a la patria eterna, sino que contribuyan también a expiar los pecados ajenos para hacer volver al seno de la Iglesia a los que en mala hora se han alejado de ella y para conseguir el deseado triunfo del nombre cristiano.


A los que tienen menos fortuna

65 Por su parte, los que pertenecen al número de los que tienen menos fortuna y que se lamentan de las condiciones de su vida, miserables en extremo, sepan, ante todo, que no es menor el dolor que Nos experimentamos por su propia suerte. Y esto no sólo porque deseamos con ánimo paterno que las mutuas necesidades de las clases sociales tengan por norma y sean reglamentadas por la justicia, que es virtud esencialmente cristiana, sino también porque es para Nos en extremo doloroso el ver que los enemigos de la Iglesia abusan con tanta facilidad y se aprovechan de las injustas condiciones de los pobres para atraerlos a su partido con engañosas promesas y errores falaces.

66 Tengan presente estos queridísimos hijos nuestros que la Iglesia no es enemiga de ellos ni de sus derechos, sino que, como madre amantísima, los defiende, y en el campo social predica e inculca tales doctrinas y normas que, si fuesen totalmente puestas en práctica, como se debía hacer, eliminarían cualquier clase de injusticia y se llegaría a una mejor y más equitativa distribución de las riquezas[66]. Se fomentaría asimismo una amistosa y bienhechora actividad y cooperación entre las diversas clases sociales, de tal suerte que todos se podrían llamar y ser realmente ciudadanos libres de una misma comunidad y hermanos de una misma familia.

Por lo demás, si se ponderan con ecuanimidad las ventajas y mejoras que han conseguido en estos últimos tiempos los que viven del trabajo de cada día, es necesario reconocer que éstas se deben principalmente a la actividad que los católicos diligente y eficazmente han desplegado en el campo social, secundando las sabias disposiciones y repetidas exhortaciones de nuestros predecesores. Quienes se proponen defender los derechos económicos del pueblo tienen en la doctrina social cristiana. rectas y seguras normas, que, puestas debidamente en práctica, bastarán para satisfacer esos derechos. Por lo cual nunca deben acudir a los defensores de doctrinas condenadas por la Iglesia. Es verdad que éstos atraen con falsas promesas. Pero en realidad allí donde ejercen el poder público se esfuerzan con audacia temeraria en arrancar de las almas de los ciudadanos los supremos valores espirituales, es decir, la fe cristiana, la esperanza cristiana, los mandamientos cristianos. Asimismo restringen o aniquilan completamente lo que exaltan hasta las nubes los hombres de hoy día, a saber: la justa libertad y la verdadera dignidad debida a la persona humana. De esta manera, se empeñan en echar por tierra los fundamentos de la civilización cristiana. Quienes, pues, quieren verdaderamente mantener el nombre de cristianos están obligados con deber gravísimo de conciencia a rechazar esas engañosas invenciones que nuestros predecesores, en particular Pío XI y Pío XII, de feliz memoria, ya condenaron y que Nos de nuevo condenamos.

[66] Cfr. encícl. Quadragesimo anno, A. A. S. vol, XXIII, 1931, pp. 196-198.


67 Sabernos que no pocos hijos nuestros, afligidos por la pobreza o mísera fortuna, se lamentan con frecuencia de que no se han llevado todavía a la práctica todas las disposiciones cristianas sobre la cuestión social. Es necesario trabajar, y trabajar industriosa y eficazmente, —no sólo de parte de los particulares, sino, sobre todo, de los gobernantes—, para que cuanto antes, aunque por sus pasos, se lleve a la práctica real y completamente la doctrina social cristiana que nuestros predecesores tantas veces, tan amplia y sapientemente declararon y establecieron y que Nos mismo confirmarnos[67].

[67] Cf. Alocución de Pío XII a las Asociaciones de Obreros Cristianos de Italia, tenida el 11 marzo 1945; A. A. S. volumen XXXVII, '1945.


A los prófugos y emigrados

68 No es menor nuestra solicitud por la suerte de quienes, movidos ya por la necesidad de buscar sustento, ya por la triste situación de sus naciones y por las persecuciones levantadas a causa de la religión, se han visto obligados a abandonar su patria. ¡Cuántas y cuán grandes molestias y aflicciones han de soportar! Muy lejos de la casa paterna, muchas veces tienen que vivir en populosas ciudades y en ensordecedoras fabricas, con una vida tan distinta de las costumbres de sus antepasados y algunas veces —lo que es peor— no poco nociva y contraria a la virtud cristiana.. En tales circunstancias no es raro que muchos caigan en grave peligro y poco a poco abandonen sus sanas tradiciones religiosas. A esto se debe añadir que muchas veces se separa un esposo del otro, los padres de los hijos; se debilitan los lazos y relaciones domésticas con gran daño para la estructura de la familia.

69 Por tanto, Nos alentamos la obra industriosa, y eficiente de los sacerdotes que, empujados por el amor a Jesucristo y secundando las normas y los deseos de la Sede Apostólica, desterrados voluntarios, no escatiman ningún trabajo, según sus posibilidades, en favor del bien espiritual y social de estos hijos. Consiguen, además, que éstos sientan en todas partes la. caridad de la Iglesia, caridad tanto más presente y eficaz cuanto ellos se encuentran más necesitados de ayuda.

70 De igual manera, con sumo gusto, consideramos dignos de alabanza los esfuerzos realizados por varias naciones en favor de causa tan importante. De manera semejante, las iniciativas emprendidas recientemente por las mismas naciones en común para que este gravísimo problema sea conducido cuanto antes a la deseada solución. Estas medidas —de ello tenemos segura esperanza— conducirán no sólo a abrir un camino más ancho y fácil a los emigrantes, sino también a la reintegración de los núcleos familiares. Pues la familia, constituida según lo pide el recto orden, puede ciertamente velar con eficacia por el bien religioso, moral y económico de los mismos emigrantes, no sin beneficio de los países que los acogen.


La Iglesia perseguida

71 Mientras exhortarnos a todos nuestros hijos en Cristo a evitar los funestos errores que pueden destruir no sólo la religión, sino la comunidad de los hombres, vienen a nuestro recuerdo tantos venerables hermanos en el Episcopado y amados sacerdotes y fieles que por coacción han sido desterrados o detenidos en campos de concentración y en cárceles, precisamente porque no han querido faltar a su deber episcopal o sacerdotal ni apostatar de la fe católica.

72 A nadie queremos ofender; antes más bien deseamos conceder a todos el perdón y pedírselo a Dios. Pero la conciencia de nuestro deber sagrado exige que defendamos, según nuestra posibilidad, los derechos de estos hermanos e hijos, y que roguemos insistentemente para que sea concedida a todos ellos la legítima libertad, que a todos es debida, y, por tanto, también a la Iglesia de Dios. Quienes siguen los principios de la verdad, de la justicia; quienes sirven a los intereses particulares y colectivos, no niegan la libertad, no la extinguen, no la oprimen; no tienen necesidad de recurrir a estos medios. Pues es cierto que con la violencia y con la opresión de las conciencias nunca se llegará a la justa prosperidad de los ciudadanos.

73 Pensamos que se ha de tener por cierto, de una manera especial, que, cuando se desconocen o se conculcan los sacrosantos derechos de Dios y de la religión, más pronto o más tarde vacilan y caen por tierra las mismas columnas de la sociedad. Lo notaba sapientísimamente nuestro predecesor León XIII: «De donde se sigue... que, cuando se repudia la suma y eterna norma de Dios que manda y prohíbe, entonces se quebranta el vigor de las leyes y se debilita toda autoridad»[68]. Con lo cual concuerda aquélla sentencia de Cicerón: «Vosotros, ¡oh pontífices!, más, diligentemente defendéis la ciudad con la religión que con las mismas murallas»[69].

[68] Epíst. Exeunte iam anno; A. L., vol. VIII, 1888, p. 398.
[69] De Natura Deorum, III, 40.


74 Considerando estas cosas, con sumo dolor abrazamos en nuestro corazón a todos y cada uno de aquellos que son Oprimidos en el ejercicio de la religión y que muchas veces también «padecen persecución por la justicia»[70] y por el reino de Dios. Participamos en sus dolores, en sus angustias, en sus aflicciones, y elevamos nuestras súplicas al cielo para que rompa finalmente para ellos la aurora de tiempos mejores. Y esto mismo deseamos con toda el alma, a saber, que se unan a Nos todas nuestros hermanos e hijos en tal manera que desde todos los rincones de la tierra suba a Dios misericordioso un coro inmenso de súplicas que haga descender sobre estos desventurados miembros del Cuerpo místico de Cristo una abundante lluvia de gracias.

[70]
Mt 5,10.



Ad Petri cathedram ES 39