Agustin - Confesiones 117

Capítulo XI: Afligido con una enfermedad pide el Bautismo; pero habiéndose mejorado prontamente, se dilata el dárselo por consejo de su madre


117 Desde mi niñez había oído hablar algunas veces de la vida eterna que nos está prometida por el abatimiento y humildad de Jesucristo, Dios y Señor nuestro, que se digno bajar hasta nosotros para curar nuestra soberbia: y por el cuidado y solicitud de mi madre, que tenía puesta en Vos su confianza, desde que nací era yo santiguado en vuestra Iglesia (14) con la señal de la cruz, y había sido participante de su misteriosa sal. Pues ya sabéis, Señor, que siendo, yo muy pequeño todavía, me vi acometido repentinamente de un gravísimo dolor de estomago, que me puso en términos de morir. Vos, Dios mío, que velabais como mí guarda y amparo sobre la salud de mi alma, visteis con cuanta ansia y anhelo de mi corazón, y con cuanta fe pedí a mí piadosa madre, y a la que es madre de todos nosotros, vuestra Iglesia católica, que me concediese el bautismo de Jesucristo, vuestro Hijo, Dios y Señor nuestro.

Este accidente conturbo mucho a mi madre, pero como deseaba mí salud eterna, y con el más fino amor y caridad me paria espiritualmente a vuestra fe, procuro a toda prisa que se me confiriese aquel saludable Sacramento, con que había de ser lavado de todas las manchas de mis culpas, confesando a mi Señor Jesucristo para lograr el perdón de todos mis pecados hubiera tenido efecto nuestra intención entonces, a no ser porque mejoré prontamente y quedé fuera de aquel peligro. Así se dilato para más adelante mí bautismo, en que se había de haber lavado y purificado mi alma, creyendo que después de aquel lavatorio serian mayores y más peligrosas las manchas de mis delitos; como si fuera inevitable y forzoso volver a mancharme, si quedaba vivo.

De modo, Señor, que desde aquella edad ya creía yo en Vos juntamente con mi madre y toda nuestra familia, exceptuando a mi padre solamente, cuyo respeto y autoridad nunca prepondero en mí estimación a la que yo tenía y hacia de la piedad de mi madre; y así no pudo él con su ejemplo apartarme del creer en mi Señor Jesucristo. Y por otra parte ponía mi madre toda su atención en procurar que a Vos, Dios mío, os tuviese por mi padre verdadero, más bien que al que me había engendrado. Y Vos, Señor, la ayudabais, haciendo que su dictamen y piedad prevaleciesen en mí, respecto de la autoridad y ejemplo del varón a quien ella no obstante obedecía y servía, siendo mejor que él; porque conocía que en esto os servía y obedecía a Vos, que se lo mandabais.

(14) No era permitido a los catecúmenos hacer ellos sobre si la señal de la cruz, ni tampoco tomar por sus manos la sal que se les daba durante el estado de catecúmenos; sino que esto lo recibían de mano de los ministros catequizantes. Tampoco se les permitía aprender ni rezar el Simbolo de la fe, ni la oración del Padre nuestro; solamente se les cantaba uno y otra, y se les explicaba algunos días antes de recibir el Bautismo; pero se les daba la sal misteriosa y bendita siempre que se les examinaba; y antes y después de recibirla, les hacia muchas veces la señal de la cruz con este orden: En primer lugar el padrino y la madrina, en segundo un acolito, en tercero el padrino, en cuarto otro acolito, en quinto el padrino, en sexto otro tercer acolito, en séptimo el padrino, en octavo un presbitero y en noveno lugar el padrino. La Iglesia romana había establecido fuesen síete estos exámenes o escrutinios que se hacían de los catecúmenos, en reverencia de los siete dones del Espíritu Santo: comenzaban el miércoles de la tercera semana de Cuaresma y se acababan en uno de los días de la Semana Santa; y solamente después del séptimo y último escrutinio era cuando se les explicaba la primera vez el símbolo de los catecúmenos, y desde entonces se les llamaba Competentes.



118 Pero quisiera saber, Dios mío (si esto fuere conforme a vuestra voluntad), con qué fin se dilato mí bautismo por entonces: y si acaso fue para mí provecho que con aquella dilación me dejasen como sueltas las riendas para pecar; o si verdaderamente no fue esto dejármelas sueltas para el pecado. Porque si no es así, ¿qué fundamento puede tener lo que aun ahora por todas partes oímos decir de muchos: Dejadle que haga lo que quiera, pues aun no está bautizado? Pero en verdad, que hablando de la salud del cuerpo no decimos: Dejadle que reciba mas heridas, o que tenga más llagas, pues todavía no ha sanado él de las primeras.

Pues ¿cuánto mejor hubiera sido que se me hubiese dado cuanto antes la salud, y que mis cuidados y los de mis padres se ocupasen en conservar y asegurar mediante vuestra protección la salud de mi alma, que hubiera entonces recibido de Vos? Mejor hubiera sido ciertamente. Pero las muchas y grandes olas de tentaciones que me amenazaban, y después de pasada la puericia habían de acometerme, ya mi madre las presentía y conocía anticipadamente; y mas quiso exponer a los golpes de aquellas olas el barro de que había de formar después mí imagen, que no la misma imagen, formada ya y perfecta.


Capítulo XII: Como le compelían y forzaban al estudio, y como Dios volvía en bienes sus males


119 En aquella misma edad de mí puericia, en que había menos que temer que en la juventud, no amaba yo las letras, ya aborrecía que me precisasen a estudiarlas. En esto me hacían bien, y yo era el que obraba mal, porque no hubiera aprendido si por fuerza no me hubieran obligado; y porque ninguno hace bien aquello que hace por fuerza, aunque sea bueno aquello mismo que hace.

Ni tampoco me hacían bien los que me violentaban al estudio; sino que todo el bien que se me hacía en esto de Vos provenía, Dios y Señor mío. Porque ellos no miraban ni atendían a qué fin podía yo ordenar aquellas letras que por fuerza me hacían aprender, más que a saciar los insaciables deseos de una rica pobreza y de una afrentosa gloria. Pero Vos, que tenéis contados todos los cabellos de nuestra cabeza, del error que cometían todos aquellos que me violentaban, usabais Vos y os servíais para mí provecho; y del que yo cometía no queriendo aprender, os valíais para mí castigo: que no dejaba de merecerlo, siendo en aquella edad tamañito muchachuelo y tamaño pecador. Así, Señor, de los que no hacían bien en lo que hacían conmigo, sacabais bien y provecho para mí; y de mí mismo pecado sacabais justamente mí castigo. Porque Vos tenéis dispuesto (y se cumple puntualmente el orden vuestro) que todo ánimo desordenado sea verdugo de sí mismo.


Capítulo XIII: A qué estudio se aficionaba mas


120 Desde mí tierna edad me hacían aprender el griego; pero yo aborrecía semejante estudio: y no sé por qué le tenía tanta aversión entonces, que aun ahora no he podido acabar de averiguar el motivo.

Al contrario me sucedió con el latín, al cual me aficioné mucho; no digo aquel latín que podían enseñarme los maestros de primeras letras, sino el que enseñan los que se llaman gramáticos, porque aquel otro estudio de las primeras letras, en que se aprende a leer, escribir y contar, no le tenía por menos pesado y penoso que el de todo el griego.

Pues ¿de dónde podía dimanar esta aversión, sino de mi pecado, y de lo caduco de esta vida, por ser el hombre compuesto de carne animada de un espíritu, cuya vida es (15) como un soplo de aire pasajero que va y no vuelve? Porque a la verdad el estudio de aquellas primeras letras era mejor y más sólido; pues con él podía conseguir, como de hecho conseguí entonces y también ahora, ya el leer lo que hallo escrito, ya también escribir todo lo que quiero. Pero en el otro estudio, a que yo me incliné mas, me obligaban a aprender los errados rumbos de no sé qué Eneas olvidándome de lo errado de los míos y a llorar la desgracia de Dido, que por amor de Eneas se mato a sí misma; cuando yo, miserable de mí, no lloraba la muerte que a mí mismo me daban estas fabulas, apartándome de Vos, que sois mi Dios y mi vida.

(15) Como se dijera: Esto nacía de lo caduco y frágil de mi vida, porque siendo el hombre compuesto de alma y cuerpo, tiene diversas y contrarias inclinaciones. Y, como dice el padre J. M., carne y espíritu aquí se deben tomar en el mismo sentido que cuando dijo nuestro Salvador: El espíritu esta pronto, pero la carne es flaca: Spiritus quidem promptus est, caro autem infama. (
Mt 26,41).



121 ¿Qué cosa más digna de compasión y lástima que un hombre infeliz y miserable que no tenía lastima ni se compadecía de sí mismo, y que lloraba la muerte de Dido, causada de su grande amor a Eneas, no llorando mí propia muerte, causada de no amaros a Vos, Dios mío, luz de mi corazón, sustento y fortaleza de mi alma, y virtud que la fecundáis, llenando toda la capacidad de mí entendimiento?

No os amaba yo, Señor; antes bien os era desleal. Y andando así perdido, por todas partes oía mis aplausos. Porque tener amistad con este mundo es apartarse de Vos; y por ese apartamiento recibe el hombre aplausos en el mundo, para que se avergüence, si no persevera en la unión y amistad de quien le aplaude tanto.

No lloraba yo esto, y lloraba a Dido, que por último extremo de su amor se mato a sí misma; siendo así que yo amaba extremadamente a vuestras criaturas dejándoos de amar a Vos, y portándome como terreno en tener puesta mí afición en cosas de la tierra. Y estaba tan aficionado y adherido a aquella lectura, que si me estorbaran leer aquellas cosas, lo sentiría mucho, porque no me dejaban leer lo que me causaría sentimiento. Pues estas y semejantes locuras son reputadas como mejores estudios y aplaudidas con el nombre de bellas letras; y su estudio se juzga de más utilidad que el otro en que me enseñaron a leer y a escribir.

122 Pero al presente, Dios mío, dad voces en el interior de mi alma y clame allí vuestra verdad diciéndome: No es así, no es así; mejor es sin duda aquella doctrina y enseñanza primera. Porque a la verdad yo mas quisiera que se me olvidaran los rodeos por donde anduvo Eneas y las demás historietas a este modo, que el escribir y leer.

Bien sé que las puertas de sus aulas las cubren los gramáticos con una especie de velos o cortinas, pero éstas no tanto sirven para significar los misterios que sus fabulas ocultan, cuanto para encubrir los errores y desvaríos que allí se enseñan.

No tienen que alborotarse ni dar voces contra mí, que no les temo desde que en vuestra presencia, Dios mío, confieso los afectos y deseos de mi alma, y he resuelto acusarme de las erradas sendas que he seguido, para enmendar lo que he errado, y seguir de aquí adelante el camino de vuestras santas leyes y preceptos.

No se me opongan, ni griten contra mí los que viven de vender y comprar las doctrinas y reglas de la gramática; porque si yo les pregunto si es verdad que Eneas vino alguna vez a Cartago, como dice Virgilio, los menos instruidos responderán que no lo saben, pero los que saben algo mas, dirán que aquello no es verdad. Pero si les preguntase con qué letras se escribe el nombre de Eneas, todos los que aprendieron a escribir responderán uniformemente y conformándose con aquellas reglas y forma de caracteres que están instituidos y determinados por el convenio y voluntad de los hombres, y será verdadera su respuesta. Y finalmente, si les preguntara cual sería mayor daño para esta vida, olvidársele a un hombre el leer y el escribir, u olvidársele todas aquellas ficciones poéticas, ¿quién no ve lo que respondería cualquiera que no estuviese olvidado enteramente de sí mismo?

Luego aun siendo muchacho hacia yo mal en amar y aficionarme más al estudio de aquellas cosas tan vanas, que al de éstas, que son más útiles y provechosas, o por mejor decir, obraba mal amando aquéllas y aborreciendo éstas. Pues ¿qué diré de mí repugnancia a los primeros principios de la aritmética? Era para mí una canción insufrible el oír a los otros, y repetir yo mismo: uno y uno son dos, dos y dos son cuatro; cuando por otra parte era para mi gusto un pasaje muy delicioso, el de aquel caballo de madera lleno de gente armada, el incendio de Troya y la sombra de Creusa.


Capítulo XIV: Del aborrecimiento que tenía al estudio de la lengua griega


123 Pues ¿cómo aborrecía yo también la gramática griega, que enseña estas y semejantes fabulas?, porque Homero verdaderamente es destrísimo en tejer estas ficciones, y es dulcísimamente vano; y no obstante, era bien amargo para mí cuando muchacho. Yo creo que lo mismo les sucederá respecto de Virgilio a los muchachos griegos de nacimiento cuando los obliguen a aprenderle, como a mí me obligaban a aprender a Homero.

Esto debía consistir en que la gran dificultad que generalmente hay en aprender una lengua extraña servía de amarga hiel con que se rociaban todas las dulzuras que yo hallaba en la narración de las fabulas griegas. Pues cuando aun no sabía palabra de aquel idioma, me obligaban con terribles amenazas y crueles castigos a que le aprendiera.

Es verdad que también durante algún tiempo de mí infancia estuve sin saber palabra alguna de la lengua latina; y con todo eso solamente de oírla hablar la aprendí (sin que me hostigasen con miedos ni tormentos), entre los halagos y caricias de las amas, y entre las chanzas y juegos de los que me entretenían o se divertían conmigo. Pero si la aprendí, sin que ninguno me estimulase con castigos ni amenazas, fue porque mí mismo corazón me obligaba a que manifestase sus interiores afectos; lo que no pudiera hacer si no hubiera aprendido algunas palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban en mí presencia, en cuyos oídos procuraba yo también ir pariendo a mí modo mis conceptos. De donde se infiere que para aprender estas cosas conduce más una curiosidad voluntaria que el temor y la violencia.

Pero ya conozco, Dios mío, que es voluntad vuestra serviros de este freno para reprimir el exceso de aquella curiosidad, siendo éste uno de los efectos de vuestras leyes y determinaciones, que comprenden y abrazan todas las edades de los hombres, desde las palmetas que sufren los niños de mano de sus maestros, hasta las torturas que padecen de los tiranos los mártires; y de este modo vuestras divinas leyes nos hacen volver a Vos, porque van mezclando saludables amarguras en los mismos deleites ponzoñosos que nos habían apartado de Vos.


Capítulo XV: Oración del Santo a la Majestad divina


124 Oíd, Señor, benignamente la suplica que os hago, y concededme que mi alma no desfallezca siguiendo los documentos de vuestra enseñanza, y no cese yo de alabaros y bendeciros por las misericordias que conmigo habéis usado, sacándome de todos los perversos caminos de la iniquidad, por donde yo andaba perdido. Haced, Dios mío, que perciba en Vos una dulzura incomparablemente mayor que la de todos los engañosos deleites que antes seguía; y así os ame ardentísimamente y cuanto me fuere posible, y que con todas las fuerzas de mi alma me abrace vuestra mano poderosa, para que me saquéis victorioso de todas las tentaciones que hasta el fin de mi vida me puedan acometer.

Y pues Vos, Señor, sois mí verdadero Rey y mi Dios, quiero emplear en servicio vuestro todo cuanto bueno y útil aprendí de muchacho. Sea, vuelvo a decir, para servicio vuestro todo cuanto aprendí y adelanté en hablar, en leer, en escribir y en contar, lo cual yo os consagro en reconocimiento de lo que me castigasteis por la adhesión que tenía a aquellas vanidades de las fabulas y de que me habéis perdonado los pecados de deleitarme en ellas. Es cierto que estudiándolas aprendí muchos buenos vocablos y palabras útiles, pero también lo es que se pueden aprender en otros escritos, que no son tan fabulosos y vanos; y éste es el camino seguro por donde se había de llevar a los muchachos (16).

(16) Esto que dice aquí San Agustín se vio claramente cumplido, con gran provecho de los estudiantes cristianos, en tiempo del emperador Juliano Apostata. Sintiendo éste y deseando impedir que los profesores cristianos, explicando a sus discípulos el poeta Homero y otros autores gentiles, les hiciesen ver lo ridículo de la religión pagana, publico dos leyes: por la una excluyo de toda cátedra y enseñanza a los cristianos; y en la otra prohibió a los cristianos estudiantes no solamente la entrada en los colegios públicos, sino también la lectura de los autores profanos. Entonces los hombres mas hábiles y sabios entre los cristianos, como San Gregorio Nacianceno, Apolinar, Orígenes y algunos otros que estaban muy versados e instruidos en toda clase de letras, compusieron en prosa y verso infinidad de tratados sobre todas materias, y los pusieron en manos de los jóvenes cristianos, por donde ellos aprendían todo cuanto era necesario y conducente para pulir e ilustrar su entendimiento, para ejercitar la memoria y para formar su corazón, sin el riesgo de beber con la doctrina la ponzoña del vicio. Pues esto mismo que consiguieron entonces los cristianos, compelidos de la persecución, se pudiera conseguir mejor en todo tiempo, como dice aquí San Agustín.



Capítulo XVI: Reprueba el método que comúnmente se observa en la enseñanza de la juventud


125 Pero ¡oh funesto y caudaloso (17) rio de la costumbre! ¿Quién te podrá resistir?, ¿hasta cuando ha de durar tu corriente sin secarse?, ¿hasta cuándo envolverás en tus olas a los hijos de Eva, dando con ellos en este mar profundo y espantoso que apenas en la sagrada nave de la cruz se puede vadear? ¿Por ventura no fue la costumbre la que puso en mí mano aquellos libros, en que leí que Júpiter truena en el cielo y adultera en la tierra? Y verdaderamente él no pudiera hacer estas dos cosas; pero esto se fingió con la mira de que el adulterio verdadero tuviese un modelo autorizado con un trueno fingido.

Pero ¿qué filósofo de buen juicio oye con serenidad de ánimo y con paciencia lo que el otro de su misma profesión está clamando y diciendo: Estas cosas las fingía Homero, que trasladaba a los dioses las flaquezas de los hombres, y más quisiera yo que hubiera trasladado a nosotros las virtudes de los dioses? Es muy cierto que Homero fingió todas estas cosas, pero fue siempre atribuyendo divinidad o haciendo dioses a unos hombres viciosos y malvados, para que los delitos más enormes no pareciesen tales; y para que se juzgase que cualquiera que hiciese aquellas maldades no imitaba a unos hombres perdidos, sino a unos dioses que habitaban en los cielos.

Y no obstante eso, ¡oh rio infernal de la costumbre!, a ti se arrojan los hijos de los hombres con los estipendios que dan por aprender unas máximas tan perjudiciales, y se tienen por una gran cosa cuando esto se ejecuta públicamente en la plaza y con autoridad de las leyes que determinen se den salarios y gratificaciones, además de sus ordinarios estipendios (18), y entonces conmovidas tus piedras con el imperio de tus olas, hacen gran ruido diciendo: aquí se aprende a hablar bien; aquí se adquiere elocuencia, tan necesaria para persuadir las cosas y explicar las sentencias. Pues qué, ¿no podríamos saber estas palabras, rocío de oro, regazo, engaño, bóveda del cielo, y otras tales voces que se hallan escritas en la misma fabula, si Terencio no hubiera introducido en una de sus comedias a aquel joven lascivo que toma a Júpiter por ejemplo de su impureza, mirando una pintura que había en la pared, donde se representaba el modo con que dicen que Júpiter engaño a Danae, bajando a su regazo disfrazado y transformado en rocío o lluvia de oro? Y ve aquí como aquel joven se provoca a sí mismo a deshonestidad, diciendo de este modo: "Pero ¿qué dios fue el que cometió este estupro? No menos que aquel dios tan poderoso, que con los truenos hace que se estremezcan y retumben las bóvedas del cielo. Pues yo, que soy un hombre mortal y flaco, ¿tendré por cosa indigna de ejecutarse lo que se dice haber ejecutado un dios tan grande? Lo hizo efectivamente con toda voluntad".

De donde se sigue que la obscenidad y torpeza de esta fabula no es la que sirve y conduce para que se aprendan mejor aquellas expresiones; antes al contrario, por medio de semejantes palabras se obra con mayor libertad aquella torpeza. No acuso yo las voces o palabras, que son como unos vasos preciosos y exquisitos, sino el vino del error que nos daban a beber en ellos unos maestros embriagados ya de él, y que nos castigaban si no queríamos beberlo, sin que nos fuera permitido apelar a algún juez sobrio y que no estuviese preocupado como ellos y poseído del error.

Y no obstante eso, yo, Dios mío, en cuya presencia hago memoria de estas cosas con seguridad, las aprendí gustoso y, pobre de mí, me deleitaba en ellas; y por eso se decía de mí que era un muchacho de grandes esperanzas.


(17) Prosigue quejándose de la costumbre de enseñar a la juventud por aquellos autores profanos y peligrosos; explicando la fuerza de la costumbre en la metáfora de un rio, que con su impetuosa corriente lo arrastra todo: pues también todos los hombres se dejan llevar de la costumbre, sin poder resistir el ímpetu y fuerza de su corriente.
(18) Continua la metáfora de un rio, que hace ruido con las piedras que conmueve dándose unas contra otras; y así también los hombres que se llevan de la costumbre de enseñar y leer aquellos poetas, dan voces y claman diciendo que allí se aprende a hablar bien, etc.

Esto es, alborotados los hombres, que siguen tu corriente.



Capítulo XVII: Continúa reprendiendo el modo acostumbrado de ejercitar a los jóvenes en el estudio


126 Permitidme, Dios mío, que diga también algo del ingenio que Vos me disteis y de los desatinos en que lo ejercitaba.

Se me daba un asunto, sobre el cual había de componer, y esto causaba bastante desasosiego e inquietud en mi alma, ya por ganar el premio de alabanza, ya por el deshonor a que me exponía, ya por el miedo de los azotes con que me amenazaban. Se me proponía, pues, por asunto, que dijera yo las palabras que diría Juno airada y muy sentida porque no podía impedir que abordase a Italia el rey de los troyanos, cuyas palabras nunca había oído que Juno las dijese; pero nos obligaban a que, siguiendo las huellas de las ficciones poéticas, dijésemos en prosa algo que fuese semejante a lo que el poeta hubiera dicho en verso. Y aquél era más alabado que con más propiedad había sabido contrahacer y remedar los afectos de ira y sentimiento correspondientes a la dignidad de la persona de Juno que él representaba, y que había usado de palabras más propias y expresivas para adornar y vestir con majestad oportuna las sentencias.

Pero ¡oh Dios mío y verdadera vida mía!, ¿de qué me servía, que cuando llegaba yo a decir lo que me tocaba, recibía mas alabanzas y aplausos que los otros mis coetáneos y condiscípulos?, ¿era más que humo y aire todo aquello?, ¿por ventura no había otra cosa mejor en que se ejercitasen mí ingenio y mí lengua? Vuestras alabanzas, Señor, vuestras alabanzas, de que están llenas vuestras Santas Escrituras, hubieran suspendido y fijado la inestabilidad de mi corazón para que no fuese agitado y arrebatado por el aire de aquellas vanidades, para venir a ser ignominiosamente la presa de los inmundos espíritus y potestades aéreas; pues no es uno solo el modo con que se sacrifica a los ángeles apostatas.


Capítulo XVIII: Que los hombres ponen cuidado en guardar las leyes y preceptos de los gramáticos, y no lo ponen en observar los mandamientos de Dios


127 Pero ¿qué hay que admirar que me dejase llevar tanto de las vanidades y anduviese tan apartado de Vos, Dios mío, en un tiempo en que se me proponían para mis modelos unos hombres que se llenaban de confusión y vergüenza si les enmendaban algún solecismo o barbarismo que hubiesen cometido al tiempo de referir algunas acciones propias suyas, que no eran defectuosas, y por el contrario, se gloriaban de verse aplaudidos cuando referían sus deshonestidades y torpezas con voces propias, expresivas, y con retorico adorno y elegancia?

Vos, Señor, veis estos desordenes y calláis como paciente, misericordioso y fiel en vuestras promesas; mas ¿por ventura habéis de callar siempre? También ahora os dignáis sacar de este profundo abismo a un alma que os busca sedienta de vuestros deleites, y os dice de corazón: Yo he buscado, Señor, y siempre he de buscar la luz de vuestro rostro; pues muy lejos están de ver los que siguen la ciega oscuridad de sus pasiones.

Porque el apartarse de Vos, o el volver a Vos, no se hace con pasos del cuerpo, ni consiste en distancia de lugares. ¿Acaso aquel vuestro hijo menor, de quien habla el Evangelio, tomó algún caballo, coche o nave, o voló con alas materiales y visibles, o echo a andar y se valió de sus pies para apartarse de Vos y llegar a aquella región remota y extraña, donde viviendo pródigamente desperdicio y malgasto cuanto le disteis al tiempo de su partida? Dulce y amoroso padre fuisteis cuando le disteis todos aquellos bienes, pero mas dulce, benigno y amoroso cuando volvió a Vos tan pobre y necesitado. Conque el estar un hombre apartado de la luz de vuestro rostro es estar sumergido en las espesas tinieblas de sus vicios.

128 Mirad, Dios y señor mío, y miradlo con la paciencia que acostumbráis, como observan los hijos de los hombres con mucho cuidado las reglas que han dejado establecidas los maestros antiguos para el uso y pronunciación de las letras y de las silabas, haciendo tan poco aprecio de las eternas leyes que Vos les habéis dado en orden a su salvación. De suerte que si alguno de los que hacen profesión de saber, o enseñar aquellas reglas en que convinieron los antiguos maestros, pronunciase o escribiese sin aspiración la primera silaba de esta palabra ombre, desagradaría a los hombres mucho mas, que si contra vuestras leyes aborreciese a un semejante suyo. Como si a un hombre pudiera otro enemigo hacerle mayor daño que él se hace a sí mismo con aquel odio con que se irrita contra su prójimo; o como si un hombre persiguiendo a otro pudiera hacer con él mayor estrago que el que causa en su propio corazón. Y a fe que no es tan íntima a su alma la ciencia de las letras como es la conciencia propia suya, donde esta escrito que en este odio y aborrecimiento ejecuta él con otro lo que no quisiera que ejecutaran con él mismo.

¡Qué ocultos son vuestros juicios, Dios mío! Solo Vos sois grande y habitáis en lo alto de los cielos silenciosamente, y por inmutables decretos de vuestra justicia esparcis por el mundo las ceguedades, que sirven de castigo y pena a los deseos desordenados de los hombres.

¡Qué mayor ceguedad que la de un hombre que, deseoso de adquirir fama de elocuente, acusa a otro hombre enemigo suyo, y persiguiéndole con odio crudelísimo, alega contra él en presencia de un juez, que es hombre también como ellos, y a vista de un concurso númeroso de hombres! Éste, pues, tiene grandísimo cuidado de que por ignorancia de la lengua no se le escape algún solecismo, como si en latín dijera inter hominibus, y en castellano entre de los hombres; y no se le da cuidado, ni se guarda de aquel odio, con que tira a quitar aquel hombre de entre los hombres.


Capítulo XIX: Que algunos vicios de la puericia pasan también a otras edades del hombre


129 A la entrada de semejantes costumbres yacía yo infeliz cuando muchacho, y en tal palestra y doctrina comenzaba a ejercitarme, temiendo mas cometer un barbarismo, que tener envidia a otros que no lo cometían.

Yo os confieso, Dios mío, todas estas cosas, que me las alababan aquellos a quienes yo deseaba agradar y en esto juzgaba entonces que consistía la rectitud y honestidad de mi vida, porque no veía el abismo de fealdad en que estaba sumergido y lo apartado que estaba de Vos. Pues aun entre aquellas gentes, ¿qué cosa había más fea y corrompida que yo, que aun siendo ellos tales les desagradaba engañando con innumerables mentiras a mí ayó, a mis maestros y a mis padres, por amor al juego y por la afición a ver vanos espectáculos y a imitar con inquietud bulliciosa los juegos y habilidades que en ellos se ejecutaban?

También hurtaba lo que podía de la despensa de casa y de la mesa de mis padres, ya por golosina, ya por tener que dar a otros muchachos que me vendían el gusto de jugar conmigo, no obstante que se divertían tanto como yo en el juego. En él comúnmente hacia trampas para quedar victorioso, siendo yo verdaderamente el vencido de aquel vano deseo de sobresalir y de quedar superior. Y no había cosa que menos pudiese sufrir que el que me hiciesen las mismas trampas que les hacia a ellos, ni había cosa que mas severamente reprendiese en los otros, cuando los cogía en alguna de ellas; y cuando a mí me cogían y reprendían, más quería enfadarme con todos y reñir, que ceder y darles la razón.

¿Es acaso ésta la que se puede llamar inocencia pueril? No lo es, Señor, no lo es, Dios mío, porque estas mismas propiedades ejecutadas con los ayos y maestros, con las nueces, bolitas y pajarillos (19), pasan después a ejecutarse con los gobernadores y reyes, con el oro, posesiones y esclavos; estos mismos procederes pasan ciertamente a las otras edades mayores, que suceden y se siguen a la puericia, como a las palmetas de los muchachos suceden otros mayores castigos.

Con que, mi Dios y mí Rey, cuando Vos dijisteis que el reino de los cielos es de aquellos que eran tales como los párvulos, no tanto fue aprobar en ellos la inocencia, cuanto la humildad que simbolizan por su pequeña estatura.


(19) De aquí puede colegirse el perjudicial engaño que padecen los que juzgan que son cosas leves, de poca consideración y consecuencia, las mentiras, los engaños, los hurtos y otros delitos que suelen hacer los muchachos, pues como dice San Agustín, estos mismos vicios crecen también con ellos, y los practican en materias más importantes y dañosas cuando son mayores.



Capítulo XX: Da gracias a Dios San Agustín por los beneficios que le hizo en la puericia


130 No obstante, Dios mío y mi Señor, sumamente bueno y excelentísimo Criador y gobernador del Universo, bien conozco que os debería dar infinitas gracias, aun cuando no me hubierais concedido que llegase a la edad de la juventud. Porque aun entonces tenía ser, vivía, sentía y cuidaba también de mí conservación (lo cual es como un rastro e indicio de aquella ocultísima e imperceptible unidad que compone todas las cosas, y de donde también yo procedía); guardaba con el sentido interior de mi alma la integridad de mis sentidos externos, y me deleitaba con la verdad que hallaba y descubría aun en las cosas pequeñas, y con los pensamientos que yo podía formar de tales cosas.

Además de esto, aun en aquella edad de mí puericia no quería ser engañado; tenía una memoria feliz, con el trato y comunicación me iba instruyendo; me era deliciosa la amistad; huía del dolor y pena, del menosprecio y de la ignorancia. En una criatura como ésta, ¿qué cosa hay que no sea admirable y digna de alabanza?

131 Pues todas estas cosas son dadivas de mi Dios, porque yo no me las di a mí mismo, y todas ellas son buenas, y yo consto y me compongo de todas ellas. Luego es bueno mí Hacedor, y él es todo mí bien, y le bendigo y alabo alegremente por todas aquellas bondades de que constaba yo aun cuando muchacho. En lo que entonces pecaba yo era porque en lugar de buscar en Él los deleites, las honras, las verdades y aun a mí mismo también, buscaba todo esto en sus criaturas y, por eso, venía a caer en sentimientos, en confusiones y en errores.

Bendito seáis, Dios mío, dulzura mía, honra mía y mí única confianza. Gracias os doy, Señor, por todos vuestros dones; pero guardádmelos y conservádmelos Vos, y de este modo me guardaréis a mí, se aumentaran y perfeccionaran los bienes que me disteis, y lograré estar con Vos, que me disteis el ser.

LIBRO II

200 Llora amargamente el año decimosexto de su edad, en que, apartado de los estudios, estuvo en su casa y se dejo llevar de los halagos de la lascivia, y se entrego a una vida derramada y licenciosa

Capítulo 1: De su adolescencia y vicios de aquella edad


201 Quiero traer a la memoria mis fealdades pasadas y las torpezas carnales que causaron la corrupción de mi alma; no porque las ame ya, Dios mío, sino para excitarme más a vuestro amor. Correspondiendo a vuestro amor hago esto, recorriendo mis perversos caminos con pena y amargura de mi alma, para que Vos, Señor, seáis dulce para mí, dulzura verdadera, dulzura felicísima y segura; y me reunáis y saquéis de la disipación y distraimiento que ha dividido mi corazón en tantos trozos como objetos ha amado diferentes, mientras he estado separado de Vos, que sois la eterna y soberana Unidad.

En algún tiempo de mí adolescencia deseaba ardientemente saciarme de estas cosas de acá abajo, y al modo que un árbol nuevo brota por todas partes espesas y frondosas ramas, yo también me entregué osadamente a varios y sombríos afectos y pasiones, con lo cual se afeo la hermosura de mi alma, y agradándome a mí mismo, deseando agradar y parecer bien a los ojos de los hombres, vine a ser hediondez y corrupción en los vuestros.



Agustin - Confesiones 117