Agustin - Confesiones 520

Capítulo XI: Como trato y confirió sus dudas con los católicos


520 Además de lo dicho, no juzgaba yo que podían bien defenderse aquellos lugares de vuestra Escritura, que los maniqueos reprendían e impugnaban; pero deseaba verdaderamente tener alguna ocasión de comunicarlos y conferirlos todos en particular con algún hombre muy docto y muy versado en la Sagrada Escritura, y ver como él los explicaba y entendía.

Porque ya me habían comenzado a mover, estando en Cartago, las razones de Helpidio, que públicamente predico y disputo contra los maniqueos, habiendo alegado tales textos de la Sagrada Escritura, que no se podían resistir ni darles fácil respuesta, y la que dieron los maniqueos me había parecido muy endeble y flaca. Aun ésta no la manifestaban fácilmente en público, sino secretamente a nosotros los de su secta, diciéndonos que las Escrituras del Nuevo Testamento habían sido falseadas por no sé quiénes, que quisieron mezclar y unir la ley de los judíos con la fe de los cristianos. Pero ellos no probaban esto, ni nos mostraban algunos otros ejemplares, incorruptos y que estuviesen sin la mezcla que decían. Mas mí costumbre de no pensar ni imaginar sino cosas corpóreas y abultadas me tenía tan preso y poseído, que como si las tuviera sobre mí me oprimían y agobiaban las mismas corpulencias de las cosas, bajo de cuya pesadez anhelaba fatigado, sin poder salir a respirar el aire puro de vuestra verdad.


Capítulo XII: Del engaño que practicaban en Roma los discípulos con sus maestros


521 Como el venir a Roma fue para enseñar allí el arte de la retorica, lo comencé a ejecutar con toda diligencia: al principio junté en mí casa algunos estudiantes que habían tenido noticia de mí, por los cuales también se divulgo mí fama, y antes de mucho conocí que tendría que sufrir en los estudiantes de Roma muchas cosas que no había experimentado en los de África. Pues aunque me aseguraron que en Roma no se ejecutaban aquellas eversiones y burlas perjudiciales que hacían los jóvenes perdidos de Cartago, también me informaron de que allí los estudiantes, por no pagar al maestro, se conspiraban repentinamente muchos de una vez y se pasaban a estudiar con otro, faltando a su fe y palabra, y haciendo poco aprecio de la justicia por amor del dinero.

También a éstos los aborrecía mi corazón, aunque aquel odio no era muy justo y perfecto, porque acaso más aborrecía el perjuicio que de ellos se me había de seguir, que el que hiciesen aquellas injusticias, que a todos les son ilícitas.

Como quiera, ellos verdaderamente afeaban sus almas, y se divorciaban y separaban de Vos, amando unas burlas y engaños que vuelan con el tiempo, y una ganancia de lodo que no se puede coger sin ensuciarse la mano; abrazando el mundo, que huye, os despreciaban a Vos, que sois permanente, y que estáis llamando al alma que os ha dejado, y perdonáis las ofensas que os ha hecho, como vuelva y se convierta a Vos. Yo aborrezco ahora también a semejantes hombres depravados e inicuos, al paso que amo y quiero que se corrijan y enmienden, para que estimen la doctrina que aprenden más que a su dinero; y a la misma doctrina y enseñanza os antepongan a Vos, Dios mío, que sois la verdad por esencia, la abundancia de todo bien seguro y cierto, y la unión y paz castísima de las almas. Pero entonces mas repugnaba yo que fuesen malos, mirando a mí interés, que deseaba que se hiciesen buenos, atendiendo a vuestro amor.


Capítulo XIII: Como fue enviado a Milán por catedrático de retorica, donde fue bien recibido de San Ambrosio


522 Así, con la noticia que tuve de que los magistrados de Milán habían escrito a Simaco (47), prefecto de Roma, para que proveyese a aquella ciudad de un maestro de retorica, dándole también su pasaporte (48) y privilegio de tomar postas, y costeándole el viaje, yo mismo solicité que se me propusiese asunto para un discurso oratorio, y oído y aprobado, me enviase allá el prefecto. Para esta pretensión me valí de los mismos que estaban embriagados con los errores maniqueos, de los cuales iba a librarme en Milán, sin saberlo ellos ni yo.

Llegué, pues, a Milán (49), y fui a ver al obispo Ambrosio, fiel siervo vuestro, varón celebrado y distinguido entre los mejores del mundo, quien en sus platicas y sermones ministraba entonces diestra y cuidadosamente a vuestro pueblo vuestra doctrina, que es para las almas aquel pan que las sustenta, aquel oleo que les da alegría y aquel vino que sobria y templadamente las embriaga. Pero Vos eráis quien me conducíais y llevabais a él ignorándolo yo, para que después, sabiéndolo, me llevase y condujese él a Vos.

Aquel hombre, todo de Dios, me recibió con un agrado paternal, y todo el tiempo que estuve allí, aunque extranjero, me trato con el amor y caridad que debía esperarse de un obispo. Yo también comencé a amarle, aunque al principio le amaba, no como a doctor y maestro de la verdad (la cual no esperaba yo que se pudiese hallar en vuestra Iglesia), sino como a un hombre que me mostraba benignidad y afición.

Yo le oía cuidadosamente cuando predicaba y enseñaba al pueblo, aunque mí intención no era la que debía ser, pues iba como a explorar su facundia y elocuencia, y a ver si era correspondiente a su fama, o si era mayor o menor de lo que se decía. Yo estaba atento y colgado de sus palabras, pero sin cuidar de las cosas que decía, antes las menospreciaba, me deleitaba con la dulzura y suavidad de sus sermones, que eran más doctos y llenos de erudición que los de Fausto, bien que no tan festivos y halagüeños por lo que toca al modo de decir; en cuanto a lo sustancial de las doctrinas y cosas que decían, no había comparación entre los dos, porque Fausto, caminando por los rodeos, engaños y falacias de los maniqueos, se apartaba de la verdad y Ambrosio, con la doctrina más sana, enseñaba la salud eterna. Pero esta salud está lejos de los pecadores, como entonces era yo, aunque me iba acercando a ella poco a poco, sin saberlo ni advertirlo.


(47) Simaco es aquel célebre personaje de la ciudad de Roma cuyos escritos se han conservado y llegado a nuestros tiempos, el cual por su nacimiento ilustre, por sus empleos honoríficos y por su talento y elocuencia había sido escogido por la nobleza de Roma para que hiciese frente a los progresos del Cristianismo y se opusiese a la destrucción de los ídolos; pero de él triunfo gloriosamente San Ambrosio.
(48) Todo esto me parece dio a entender San Agustín diciendo: Imperita etiam evectione pública. Véase la edición del padre J. M. y a Budeo.
(49) San Agustín permaneció en Cartago desde el principio del curso del año 377 hasta cerca de las vacaciones del año 383; conque estuvo enseñando allí retorica por espacio de seis años; y así en Roma estuvo solamente algunos meses, pues en el año de 384 fue cuando salió de allí para Milán.



Capítulo XIV: Como oyendo a San Ambrosio fue poco a poco saliendo de sus errores


523 No solicitando yo aprender lo que predicaba Ambrosio, sino oír solamente el modo con que lo decía, que era el cuidado único y vano que me había quedado, perdida ya la esperanza de que hubiese para el hombre algún camino que le condujese a Vos, juntamente con las palabras y expresiones que yo deseaba oír, entraban también en mi alma las doctrinas y las cosas de que yo no cuidaba, porque no podía separar las unas de las otras. Y abriendo mi corazón para recibir la discreción y elocuencia de estas palabras, se entraba al mismo tiempo la verdad de sus sentencias; pero esto era poco a poco y por sus grados. Porque primeramente comencé a sentir que también aquellas doctrinas podían defenderse; después ya juzgaba que positivamente se podía afirmar con fundamento la fe católica, que hasta entonces me había parecido que nada tenía que responder a los argumentos con que los maniqueos la impugnaban, y especialmente después de estar instruido en uno y otro sistema y haber visto disueltas las dificultades que me hacían algunos pasajes oscuros y enigmáticos del Antiguo Testamento, los cuales, tomados según el sonido de la letra, no los entendía bien, y daban muerte a mi alma.

Viendo, pues, declarados en sentido espiritual muchos pasajes de aquellos libros sagrados, ya me reprendía aquella preocupación en que había estado, creyendo que los libros de la Ley y de los Profetas no se podían explicar de modo que se diese satisfacción y respuesta a los que los detestaban y se burlaban de ellos. Mas no por eso me parecía que debía yo seguir el camino de la religión católica por tener ella también hombres doctos que la defendiesen, respondiendo abundantemente y con fundamento a las objeciones de los contrarios, ni tampoco creía que debía ya condenar la que hasta ahí había seguido, porque estaban iguales en cuanto a poder una y otra defenderse. Porque me parecía que la religión católica de tal suerte no era vencida, que tampoco fuese todavía vencedora.

524 Entonces me apliqué seria y eficazmente a buscar algunas razones solidas, y documentos firmes y seguros con que poder de algún modo convencer la falsedad de la doctrina de los maniqueos.

Que si yo hubiese podido concebir una sustancia espiritual, al instante se hubieran desbaratado todas aquellas maquinas de la doctrina maniquea, y las hubiera arrojado enteramente de la imaginación, pero no podía concebirla. No obstante, considerando cada día mas y mas lo que otros muchos filósofos habían dicho acerca de esta máquina del universo y de toda la naturaleza de las cosas que se perciben y tocan por los sentidos corporales, juzgaba que muchas de sus sentencias eran más probables que las de los maniqueos. Por lo cual, dudando de todas las cosas, como se dice que acostumbran los académicos, y fluctuando entre todas las sentencias, fue mí determinación que debía dejar a los maniqueos, porque una vez que me hallaba en aquel estado de duda y de incertidumbre, juzgaba que ya no debía permanecer en aquella secta, que aun en mí dictamen no era tan probable como las de otros filósofos; a los cuales rehusaba también encomendar la curación de mi alma porque no tenían ni profesaban el nombre que da la salud, que es el de Jesucristo. Y así determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que mis padres me habían alabado, hasta que descubriese alguna cosa cierta adonde pudiese dirigir la carrera de mi vida.

LIBRO VI

600 Cuenta lo que hizo en Milán en el año 30 de su edad, fluctuando en sus dudas todavía. Confiesa que San Ambrosio poco a poco le hizo ir conociendo que la verdad de la fe católica era probable. Mezcla también muchas cosas de Alipio y de sus buenas costumbres, y refiere el intento que él y su madre tenían de que tomase el estado del matrimonio

Capítulo 1: Como Agustín ni era maniqueo ni católico


601 ¿Dónde estabais, Señor, y adonde os habíais retirado por lo tocante a mí, Dios mío y toda mí esperanza, desde mi juventud? ¿Por ventura no me habíais Vos creado y llenado de dones que me diferenciaban de todos los animales de la tierra y de las aves del aire? Mas sabio y capaz me hicisteis que todos ellos, pero yo andaba por lo sombrío de la tierra como los unos y por lo resbaladizo del aire como los otros: os buscaba fuera de mí, Dios de mi corazón, y no os hallaba; antes vine a parar en un profundo abismo, desmayando y perdiendo la esperanza de hallar yo la verdad.

Ya mi madre había venido a mí (50), siguiéndome por mar y tierra, llena de fortaleza y piedad, y segura en todos los peligros por la confianza que tenía en Vos, pues en los riesgos del mar y tormentas que padecieron en el viaje, ella misma consolaba a los marineros, siendo ellos los que suelen consolar y animar a los otros navegantes que, por falta de experiencia de los peligros del mar, se afligen y atribulan en semejantes ocasiones, y además de eso les prometía que habían de llegar sanos y salvos al puerto deseado, porque Vos en una visión se lo habíais revelado y prometido (51).

Al fin me hallo en tan grave peligro como es el estar desesperado de poder hallar la verdad. No obstante, habiéndole yo dicho que ya no era maniqueo, pero que tampoco era católico cristiano, mostro mucha alegría, aunque no tanta como si oyera una cosa no pensada, porque ya contaba verme libre de aquella parte de mí miseria que la había obligado a llorarme como muerto, pero como un muerto a quien Vos habíais de resucitar para vuestro servicio, y que ella traía siempre en las andas de su pensamiento, esperando que dijeseis al hijo de esta viuda, como al de la otra del Evangelio: Mancebo, contigo hablo, levántate; y que él resucitase y comenzase a hablar, y Vos se lo entregaseis a su madre. Habiendo, pues, oído que ya habíais hecho en mí mucha y gran parte de lo que todos los días os pedía con lágrimas que hicieseis (pues si yo no estaba todavía aquietado en la verdad, estaba ya quitado del error y falsedad), no por eso se altero su corazón con ningún movimiento de alegría inmoderada, antes bien porque estaba muy segura de que también le habíais de conceder la parte que faltaba, porque Vos le habíais prometido el todo, me respondió muy sosegadamente y con un corazón lleno de confianza, que la fe que tenía en Jesucristo le hacía esperar firmemente que antes que ella saliese de esta vida me había de ver católico cristiano.

Esto es lo que me dijo a mí; pero delante de Vos, fuente inagotable de misericordias, multiplicaba oraciones y derramaba más copiosas lágrimas para que os dignaseis acelerar vuestros auxilios y alumbrar mis tinieblas. Acostumbraba acudir más cuidadosa y apresuradamente a vuestro templo, y pendiente de las palabras de Ambrosio recibía de su boca aquellas aguas vivas que dan la vida eterna, pues ella amaba y respetaba a aquel varón santo como a un ángel de Dios, porque sabía que él era quien me había puesto en aquel estado de dudas en que yo vacilaba, el cual presentía mi madre con toda certidumbre que era el medio por donde había yo de pasar desde mí dolencia a la sanidad, interponiéndose provechosamente aquel mayor peligro en que me hallaba, al modo del que los médicos llaman accesión critica.

(50) La ida de Santa Mónica a buscar a su hijo fue por la primavera del año 385.
(51) Alude al sueño, y a lo demás de que se hablo en el lib. V, cap. IX.



Capítulo 1I: De las viandas y ofrendas que acostumbraban llevar los fieles en África a los sepulcros de los santos mártires


602 Queriendo mi madre llevar a la iglesia, donde se veneraban las reliquias de algunos santos, la ofrenda de pan, vino y otras viandas (52), como lo acostumbraba en África, fue detenida por el ostiario del templo, pero luego que supo que aquello estaba prohibido en Milán por el obispo, con tal piedad y obediencia abrazo el mandato, que yo me admiré de ver con qué facilidad eligió antes reprenderse a sí misma sobre aquella costumbre, que examinar las razones que había para que se prohibiese. No estaba poseída del vicio de la embriaguez, ni el amor al vino la incitaba a aborrecer la verdad, como a otros muchos hombres y mujeres, a quienes hablarles de la templanza y sobriedad les mueve tanto a vomito como el vino con mucha agua a los que se han embriagado. Mi madre, trayendo su canastillo a la iglesia con las viandas acostumbradas, las cuales se debían probar antes de ofrecerse, no ponía en él más que un pequeño vaso de vino tan aguado como pedía su paladar, acostumbrado a la sobriedad y templanza, para tomar de allí aquel sorbo que requería la ceremonia, y si eran muchas las reliquias de los santos que ella quería venerar con aquella ofrenda, llevaba aquel mismo vasito para ponerle en todos los sepulcros donde ponía su ofrenda, porque lo que ella pretendía en esto era cumplir con su piedad y devoción, sin buscar el deleite y gusto del paladar.

Luego, pues, que entendió que aquel insigne y apostólico predicador y prelado celosísimo de la piedad había mandado que no hiciesen ofrendas semejantes aun aquellas personas que sobria y templadamente las hacían, ya por no darles ocasión alguna de embriaguez a los destemplados y vinosos, ya también porque aquéllas, como honras funerales, tenían mucha semejanza con la superstición de los gentiles, pronta y gustosamente se abstuvo de continuarlas, y en lugar del canastillo lleno de frutos terrenos, aprendió a llevar a los sepulcros de los mártires su mismo corazón lleno de los más puros y fervorosos afectos, como también algo que pudiese dar a los pobres, para que así se celebrase la comunicación con el cuerpo de Cristo, a cuya imitación fueron sacrificados y coronados los mártires.

Pero me parece, Dios y Señor mío (y no me queda otra cosa acerca de esto en mi corazón, como Vos lo veis), que acaso mi madre no hubiera desistido fácilmente de aquella costumbre que debía atajarse si se la hubiese prohibido otro a quien no amase tanto como a Ambrosio, al cual por lo que cooperaba a mí salvación, amaba con muchísimo extremo. Él también la amaba por el método de su vida religiosísima y el fervor de espíritu con que se ejercitaba en buenas obras y frecuentaba la iglesia, tanto que muchas veces cuando me veía, prorrumpía en sus alabanzas, dándome la enhorabuena de que tuviese tal madre, no sabiendo él cual hijo era yo, que dudaba de todas aquellas obras de piedad y no creía que se pudiese hallar el camino de la vida eterna.

(52) Santa Mónica, como en la primitiva Iglesia acostumbraban hacer todos los fieles (a excepción de los que eran muy pobres), seguía en Milán la costumbre que tenía en África de llevar a la iglesia pan, vino y otros manjares, de lo cual se formaba el agape o convite de los pobres; costumbre que observaron todas las iglesias de Oriente y Occidente, practicada en los primeros siglos por todos los cristianos y dimanada de los mismos apóstoles. Y, según San Gregorio Nacianceno, por tres motivos se hacían estos convites: en los días del nacimiento, en los de las bodas y en los de los entierros. De estos convites se comenzó a abusar, y en diversas iglesias se fueron quitando poco a poco. San Ambrosio los había prohibido en su tiempo, según prueban de este pasaje de San Agustín los autores que tratan de esta materia, y detenidamente Julio Selvagio, en el lib. III de sus Antigüedades cristianas, cap. IX, num. 35.
(53) La institución de estos juegos es casi tan antigua como la fundación de Roma, pues en el día que Rómulo robo a las Sabinas, instituyo estos juegos, que se llaman circenses por el lugar en que se tenían, que era un sitio no perfectamente redondo, sino ovalado, de suerte que fuese más largo que ancho. Estaba rodeado de gradas, que se levantaban las unas más que las otras, para que todos pudiesen estar sentados y ver los juegos y espectáculos sin estorbarse los unos a los otros. Aquí luchaban unas veces hombres a caballo, otras los púgiles a pie, otras los gladiadores reciarios, etc. Véase lo que se dijo en el lib. IV, cap. XIV, nota 36*.

* ["nota 1" en el original (N. del E.)]


Capítulo 1II: De las ocupaciones y estudios de San Ambrosio


603 No cuidaba yo entonces de gemir orando delante de Vos para que me socorrieseis, sino que toda mi alma estaba cuidadosa y ocupada en inquirir la verdad, e inquieta y desasosegada en discursos y disputas para hallarla. Al mismo Ambrosio le consideraba como un hombre dichoso y feliz según el mundo, viéndole tan honrado de los grandes y poderosos de la tierra, si bien el celibato que él observaba me parecía cosa dura y trabajosa. Pero ni yo había experimentado en mí, ni aun por conjeturas podía conocer la grande y firme esperanza que él tenía en Vos; sus combates contra las tentaciones de vanidad y soberbia que le ocasionaba su excelencia misma; los consuelos que le comunicabais en sus adversidades, y los sabrosos gustos que percibía el interior paladar de su alma rumiando el pan de vuestra celestial doctrina; ni tampoco él sabía las congojas de mi corazón, ni la profundidad del precipicio adonde estaba yo para caer. Porque yo no podía preguntarle todo lo que quería y del modo que quería, por la multitud de gentes que le ocupaban con diversos negocios y cuyas urgencias y necesidades se llevaban los cuidados de quien deseaba aprovechar y servir a todos; eso me impedía a mí el poder hablarle y aun el verle. Cuando no estaba con aquellas ocupaciones y negocios, que era por muy poco tiempo, lo gastaba en dar a su cuerpo el sustento necesario, o en la lección, que es el alimento del alma. Pero cuando leía, llevaba los ojos por los renglones y planas, percibiendo su alma el sentido e inteligencia de las cosas que leía para sí, de modo que ni movía los labios ni su lengua pronunciaba una palabra.

Muchas veces me hallaba yo presente a su lección, pues a ninguno se le prohibía entrar, ni había costumbre en su casa de entrarle recado para avisarle de quién venía; y siempre le vi leer silenciosamente, y como decimos, para si, nunca de otro modo. En tales casos, después de haberme estado sentado y en silencio por un gran rato (porque ¿quién se había de atrever a interrumpir con molestia a un hombre que estaba tan embebido en lo que leía?) me retiraba de allí, conjeturando que él no quería que le ocupasen en otra cosa aquel corto tiempo que tomaba para recrear su espíritu, ya que por entonces estaba libre del ruido de los negocios y dependencias ajenas. También juzgaba yo que el leer de aquel modo seria acaso para no verse en la precisión de detenerse a explicar a los que estaban presentes, y le oirían atentos y suspensos de sus palabras, los pasajes que hubiese mas oscuros y dificultosos en lo que iba leyendo, o por no distraerse en disputar de otras cuestiones mas intrincadas, y gastando el tiempo en esto repetidas veces, privarse de leer todos los libros que él quería. Sin embargo, el conservar la voz, que con mucha facilidad se le enronquecía, podía también ser causa muy suficiente para que leyese callando y solo para sí; en fin, cualquiera que fuese la intención con que aquel gran varón lo ejecutara, seria verdaderamente intención buena.

604 Lo cierto es que yo no podía lograr la ocasión de preguntarle todo lo que deseaba, ni oír las respuestas de aquel tan sagrado oráculo, que Vos teníais en el corazón de Ambrosio, sino que fuese acerca de alguna cosa que brevemente y como de paso se hubiese de resolver. Pero aquellos mis cuidados y desasosiegos requerían que estuviese muy desocupado el sujeto con quien habían de comunicarse, y ése no le hallaban. Oíale, si, predicar al pueblo todos los domingos y explicar rectamente el Evangelio, con lo cual mas y mas me confirmaba en el juicio que ya tenía hecho de que muy bien podían desatarse los nudos de maliciosas calumnias que aquellos impostores maniqueos hacían contra los Libros Sagrados.

Luego que llegué también a averiguar que aquello de la Escritura que dice: que hicisteis al hombre a vuestra imagen y semejanza, vuestros hijos espirituales, que por la gracia reengendrasteis en el seno de nuestra madre la Iglesia católica, no lo entendían de tal suerte que ellos creyesen ni pensasen que Vos teníais un cuerpo también de la forma y figura del cuerpo humano, aunque yo todavía no alcanzaba a imaginar y formar concepto de lo que es un puro espíritu o sustancia espiritual, siquiera levemente y en confuso; con todo eso tuve una alegría mezclada de vergüenza de ver que tantos años hubiese yo ladrado, no contra la fe católica, sino contra las ficciones y quimeras que los vanos y carnales pensamientos de los hombres habían fabricado. En tanto había incurrido en aquella temeridad e impiedad, en cuanto había dicho reprendiendo lo que debía haber aprendido preguntando. Así habría conocido que Vos, Señor, aunque seáis altísimo y ocultísimo, estáis al mismo tiempo próximo y presentísimo a todas las cosas: que no constáis de miembros, unos mayores y otros menores, sino que todo entero estáis en todas partes, y no estáis contenido en ningún lugar o espacio, que no tenéis esta configuración del cuerpo humano, y con todo eso es certísimo que hicisteis al hombre a vuestra imagen y semejanza, siendo así que él desde la cabeza a los pies tiene extensión y está ocupando lugar.


Capítulo 1V: Como oyendo predicar a San Ambrosio entendió la doctrina de la Iglesia, que antes no entendía


605 Supuesto que yo ignoraba como debía entenderse que el hombre era imagen vuestra, en lugar de insultar a los católicos y argüirlos como si ellos hubieran creído alguna vez lo que yo me había figurado, debiera consultarlos, para que, respondiendo a mis propuestas, me enseñasen como aquella razón de imagen debía tomarse y había de creerse. Así, tanto mas vivamente me consumía el cuidado y deseo de conocer lo cierto y abrazarlo, cuanto más me avergonzaba de haber vivido engañado tanto tiempo y burlado con la promesa de que hallaría lo cierto, de haber procedido con osadía y terquedad pueril en afirmar y sostener tanta multitud de cosas inciertas y dudosas como si fueran muy ciertas y averiguadas. Si más adelante conocí claramente que eran falsas, ya sabía antes que no eran ciertas, y no obstante obraba como si lo fuesen, cuando con ciega porfía acusaba a vuestra Iglesia católica. No me constaba todavía que ésta enseñase las doctrinas verdaderas; pero si el que no enseñaba aquellas cosas que yo tan gravemente había vituperado y reprendido.

Yo, pues, me avergonzaba, volvía sobre mí y me alegraba, Dios mío, de que vuestra Iglesia, única esposa de vuestro único Hijo, en la cual siendo yo niño se me comunico el nombre de Cristo, no adoptase ni creyese tan pueriles simplezas, ni tuviese entre los dogmas de su sana doctrina que Vos, que sois el Creador de todas las cosas, tuvieseis un cuerpo limitado por todas partes, como corresponde a la figura y miembros del cuerpo humano, y consiguientemente estuvieseis como encerrado en lugar o espacio alguno, aunque fuese muy grande y dilatado.

606 También me alegraba de que las antiguas Escrituras de la Ley y los Profetas no se me proponían ya de modo que las leyese con los ojos con que antes las miraba, cuando me parecían absurdas, y cuando acusaba y reprendía a vuestros santos, imputándoles que creían aquellos absurdos que a mí me parecía haber allí, siendo así que ellos no sentían de aquel modo, ni creían lo que yo me había figurado. Muy alegre y contento oía predicar a Ambrosio, el cual, como si a propósito y con todo cuidado propusiera y recomendara la regla para entender la Escritura, repetía muchas veces aquello de San Pablo: La letra mata, pero el espíritu vivifica; cuando quitado el misterioso velo de algunos pasajes, que entendidos según la corteza de la letra parecía que autorizaban la maldad, los explicaba en sentido espiritual tan perfectamente, que nada decía que me disonase, aunque dijese cosas que todavía ignoraba yo si eran verdaderas.

Y era que temiendo yo precipitarme, suspendía mí juicio sin dar asenso a nada y me mataba, más que el precipicio, el estar así como colgado y suspenso. Quería yo que se me hubiera hecho tan clara demostración de las cosas que no veía, que tuviese tanta evidencia de ellas como la tenía de que siete y tres son diez. Pues no estaba yo tan loco que juzgase que ni aun esta verdad podía comprenderse, antes bien con la misma claridad y certidumbre con que conocía esta verdad, quería y deseaba comprender todas las demás cosas, ya fuesen corporales, pero ausentes o distantes de mis sentidos, ya fuesen espirituales, de las cuales no sabia formar sino ideas corpóreas.

Yo hubiera podido sanar, si me hubiera determinado a creer, pues siendo los ojos de mi alma purificados y fortalecidos por la fe, se dirigiera de algún modo a vuestra verdad, que siempre permanece y por ninguna parte es defectible. Pero como suele acontecer que el enfermo que cayó en manos de un mal médico teme después entregarse a otro, aunque sea bueno, así era la disposición y estado de mi alma, que no podía sanar sino creyendo, y rehusaba esta curación temiendo creer alguna falsedad. Por esto es que se resistía a ponerse en vuestras manos, con las que Vos, Dios mío, confeccionasteis la medicina de la fe y la esparcisteis por todo el mundo para curar sus dolencias, a cuyo efecto le disteis tan grande autoridad y preeminencia.


Capítulo V: De la autoridad de los Libros Sagrados, y cuan necesario es el uso de ellos


607 Pero también en esto daba yo la preferencia a la doctrina católica, pues conocía que si ella mandaba creer lo que no demostraba, ya fuese porque no había sujeto capaz a quien hacerle estas demostraciones, ya porque la materia no fuese demostrable, era modestamente y sin engaño alguno; a diferencia de la doctrina de los maniqueos, que comenzaban burlándose de la credulidad de los que los seguían, prometiéndoles con temeraria arrogancia no enseñarles cosa alguna que no fuese cierta y demostrada, y después los obligaban a creer ciegamente una infinidad de cosas falsísimas y absurdísimas, que no se las podían probar ni demostrar.

Después de esto, Vos, Señor, con vuestra mano suavísima y misericordiosísima, fuisteis poco a poco ablandando y componiendo mi corazón, haciéndome considerar cuan innumerable multitud de cosas creía yo sin haberlas visto y sin haberme hallado presente cuando se ejecutaron, como son tanta multitud de sucesos que refieren las historias de los gentiles, tantas noticias de pueblos y ciudades que yo no había visto, tantas cosas como había oído y creído a los amigos, a los médicos y a otras mil personas, las cuales cosas si no las creyéramos, no podríamos absolutamente hacer nada en esta vida. Y por último, consideraba con cuanta seguridad y firmeza creía yo quiénes fuesen mis padres que me habían dado el ser y vida, cosa que no pudiera saberla si no la hubiera creído solamente por haberla oído. Estando yo reflexionando todo esto, me persuadisteis a que, habiendo Vos establecido la autoridad de vuestras Sagradas Escrituras en casi todas las naciones del mundo, no debían culparse aquellos que las creían, sino los que no las creían, y que no habían de ser oídos los que acaso me dijesen:

¿De dónde sabes tú que aquellos Libros han sido dictados y dados a los hombres por el Espíritu de un verdadero Dios y veracísimo?

Porque esto mismo era lo que más principalmente se había de creer, puesto que ninguna conferencia, con motivo de las muchas cuestiones que yo había leído en diferentes filósofos que mutuamente se impugnaban y contradecían unos a otros, jamás me pudo inducir a que tuviese la menor duda acerca de vuestra existencia, aunque ignorase todo lo que Vos podíais ser, ni tampoco acerca del cuidado y providencia que tenéis de las cosas humanas.

608 Es verdad que todo esto lo creía yo unas veces con mucha valentía y firmeza, otras veces con alguna flojedad; pero siempre creí que Vos existíais, y que teníais cuidado de nosotros, aunque no supiese ni lo que debíamos pensar y sentir de vuestra sustancia y naturaleza, ni cual era el camino por donde habíamos de ir o volver a Vos. Por eso, hallándome imposibilitado de encontrar la verdad con razones humanas, seguras y ciertas, vine a conocer que para esto nos era necesaria la autoridad de las Sagradas Escrituras, y comencé a creer que de ningún modo hubierais dado tan grande autoridad y aprecio en todo el mundo a aquellos Libros, si no quisierais que os creyésemos por aquella Escritura y os buscásemos por ella misma. Porque ya atribula a la profundidad de sus misterios todo lo que antes me parecía absurdo en tales Libros, después que muchos de aquellos pasajes que me repugnaban los oi explicar en un sentido probable.

Su autoridad me parecía tanto más respetable y más digna de creerse con una fe sacrosanta, cuanto la Escritura es por una parte fácil de ser leída de todos, y por otra esconde en un sentido más profundo toda la dignidad de sus misterios, dándose generalmente y acomodándose a todos por sus palabras llanísimas, por la sencillez humilde de su estilo, y ejercitando al mismo tiempo el entendimiento de los que no son leyes de corazón en el creer. De aquí resultan dos cosas muy importantes: la una es recibir a todos universalmente en su seno; y la otra, ser muy pocos los que llegan a Vos, Verdad eterna, teniendo que pasar e introducirse, como por estrechos poros, penetrando la corteza de la letra; los cuales pocos, sin embargo, son muchos más de los que serian si no estuviera la Escritura en tan altísimo grado de autoridad, o no recibiera y abrazara indiferentemente a todo el mundo en el seno de aquella santa humildad y sencillez de su estilo.

Pensaba yo todas estas cosas y Vos, Señor, me asistíais, suspiraba y me escuchabais, vacilaba y me gobernabais, proseguía caminando por el anchuroso camino el siglo y Vos no me dejabais solo.



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