Agustin - Confesiones 913

Capítulo V: Consulta con San Ambrosio sobre qué Libros Sagrados le seria mas conveniente leer


913 Concluido el término de aquellas vacaciones, avisé a los magistrados de Milán que proveyesen a sus estudiantes de otro maestro de retorica, ya porque había determinado ocuparme en vuestro servicio, ya porque no podía continuar en aquel ministerio a causa de la difícil respiración y dolor que padecía en el pecho. También escribí al santo prelado Ambrosio mis pasados errores y extravíos, y los buenos deseos con que al presente me hallaba, a fin de que me dijese cuales de vuestros Libros Sagrados me convendría mas leer, para mejor disponerme a prepararme a recibir dignamente una tangrande gracia como la del Bautismo. Él me mando que leyese al profeta Isaías, y creo que lo hizo así porque entre los demás profetas éste es el que anuncia con mayor claridad la doctrina del Evangelio y la gracia de la vocación de los gentiles. Pero yo, no habiendo entendido bien lo que leí la primera vez en Isaías, y creyendo que todo lo demás estaría oscuro para mí y tan dificultoso de entender como lo primero, dejé de continuar en aquella lectura con ánimo de volver a ella cuando estuviese mas hecho al estilo y lenguaje de la Sagrada Escritura.


Capítulo VI: Vuelve Agustín a Milán, y en compañía de Alipio y Adeodato recibe el sagrado Bautismo


914 Habiendo llegado el tiempo en que debía inscribirse mí nombre en el catalogo de los que estaban admitidos para recibir el Bautismo y se llamaban competentes (98), dejamos la quinta y nos volvimos a Milán (99). Alipio quiso también acompañarme en renacer a Vos, para lo cual se había preparado con la grande humildad que requieren vuestros santos Sacramentos, y con tan grave y rigurosa mortificación de su cuerpo, que se atrevió a andar descalzo por aquella tierra de Italia que se hallaba cubierta de hielo, no estando él acostumbrado a eso.

Juntamos también con nosotros al joven Adeodato (100), que era mi hijo natural, fruto de mi pecado; pero Vos, Señor le dotasteis de unas cualidades muy buenas y excelentes. Aun no tenía quince años, y ya se aventajaba en el ingenio a otros muchos que por la edad y literatura pasaban por hombres graves y doctos.

Dones son y beneficios vuestros estos que os confieso, Dios y Señor mío, Creador de todas las cosas, que sois poderosísimo para reformar nuestras deformidades, pues yo en aquel muchacho no tenía otra cosa mía sino el pecado. Porque el que yo le crease, enseñándole vuestro temor y doctrina, Vos, Señor, me lo inspirasteis y no otro alguno: conque dones son y beneficios vuestros estos que os confieso.

Un libro hay mío, que se intitula Del Maestro, y Adeodato es aquel interlocutor que habla allí conmigo. Bien sabéis Vos, Señor, que aquellos pensamientos y sentencias que pongo allí en nombre del que introduzco hablando conmigo, todos son verdaderamente de Adeodato, cuando solo tenía dieciséis años de edad. Pero otras cosas experimenté en él que eran mucho más admirables. Asombrado me tenía aquel ingenio. ¿Y quién sino Vos puede ser el autor de tan grandes maravillas? Bien presto le sacasteis de este mundo; por eso me acuerdo de él ahora con mayor seguridad, sin temer que le suceda alguna desgracia, pues ni en la puericia, ni en la adolescencia, ni en toda su vida encuentro ni descubro cosa alguna que de ningún modo pueda darme cuidado.

Juntamos, pues, a Adeodato con nosotros, para que en la vida de la gracia fuese nuestro coetáneo y para continuar educándole con arreglo a vuestra ley y doctrina. Finalmente recibimos el Bautismo (101); y luego al punto se nos quito aquel cuidado en que nos tenía la memoria de nuestra vida pasada.

Ni me hartaba en aquellos días de la dulzura admirable que causaba en mi alma el considerar vuestra altísima e inescrutable providencia en orden a la salud del género humano. ¡Cuánto lloré también oyendo los himnos y canticos que para alabanza vuestra se cantaban en la iglesia, cuyo suave acento me conmovía fuertemente y me excitaba a devoción y ternura! Aquellas voces se insinuaban por mis oídos y llevaban hasta mi corazón vuestras verdades, que causaban en mí tan fervorosos afectos de piedad, que me hacían derramar copiosas lágrimas, con las cuales me hallaba bien y contento.

(98) En la Iglesia de Milán, y en otras muchas del Occidente, se llamaban competentes aquellos catecúmenos que, estando ya suficientemente instruidos, y reconocidos por de buenas costumbres, pretendían el Bautismo. A éstos les inscribían antes de la Cuaresma en un libro de registro que había para este fin: tenían que ir a la iglesia en aquellos días y horas que les señalaban para recibir allí nuevas instrucciones y sujetarse a nuevas experiencias y exámenes. San Agustín hace mención, aunque de paso, en el libro De Fide et operibus, de la atención, cuidado y respeto con que él oía y atendía las instrucciones de aquellos que enseñaban los principios de la Religión cuando pretendía recibir el Bautismo y estaba en el grado de los competentes.
(99) En el intervalo de tiempo que paso desde su llegada a Milán hasta la Pascua del año 387, hizo y escribió algunas otras obras que las pasa en silencio: entre ellas fueron la de la Inmortalidad del alma, la de la Gramática, los principios de los Tratados de la Dialéctica, de la Retorica, de la Geometría, de la Aritmética, de la Filosofía y Sobre las categorías, etc.
(100) Adeodato había nacido en el año 372, no teniendo su padre más que dieciocho años de edad; con que venía a tener Adeodato quince años, y su padre treinta y tres.
(101) En 25 de abril del año 387.



Capítulo VII: Como en Milán comenzó la costumbre de cantarse himnos y salmos en la iglesia. Y como fueron hallados los cuerpos de los santos mártires Protasio y Gervasio


915 No había mucho que la Iglesia de Milán había comenzado a practicar este género de ejercicio piadoso, que es de tanto consuelo y edificación para los fieles, los cuales concurrían a él con gran celo y devoción, cantando juntamente con las voces y con los corazones. Habría un año, o poco mas, que la emperatriz Justina (102), madre del joven emperador Valentiniano, había dado en perseguir a vuestro siervo Ambrosio, por causa de la herejía de los arrianos con que ella estaba inficionada y seducida; pasaban los fieles las noches en la iglesia, determinados y dispuestos a morir por su obispo y siervo vuestro. Mi madre, vuestra fiel sierva, a quien tocaba la mayor parte del cuidado y consternación que padecían los fieles, era la primera en concurrir también a aquellas vigilias que celebraban, de modo que no vivía sino de sus oraciones. Yo, que todavía estaba frio en la devoción y falto de calor y fervor de vuestro espíritu, no dejaba de conmoverme con el susto y turbación que padecía toda la ciudad. Entonces fue cuando se estableció que cantasen los fieles himnos y salmos, según se acostumbraba ya en las iglesias de Oriente, para entretener y divertir el tedio y la tristeza que pudiera acabar de sobrecoger al pueblo, y desde entonces hasta el día de hoy se ha continuado este piadoso ejercicio, que han adoptado ya casi todas las Iglesias del universo, siguiendo el ejemplo de la de Milán (103).

(102) La emperatriz Justina, que era arriana, perseguía a San Ambrosio porque no había querido ceder a los arrianos una iglesia; y estaba tan enconada contra él, que envió a su casa un asesino para que le matase, al cual, yendo a ejecutar el golpe, se le quedo yerto el brazo y sin movimiento alguno.
(103) Este fue el origen de la costumbre que siguió la Iglesia de Occidente de cantar himnos y salmos. San Ambrosio entonces compuso muchos himnos, que cantaban los fieles en la iglesia; y al mismo tiempo que servían a Dios de alabanza, a ellos les servían de consuelo en la dura y cruel persecución que padecían.



916 En este mismo tiempo fue cuando en una visión manifestasteis a vuestro santo obispo el lugar donde estaban enterrados los cuerpos de los santos mártires Protasio y Gervasio, que por tantos años habíais conservado incorruptos y escondidos en el secreto de vuestros tesoros, para manifestarlos oportunamente cuando conviniese y reprimir la rabiosa furia de una mujer, que además de eso era emperatriz. Porque habiéndolos descubierto y desenterrado (104), al tiempo de trasladarlos a la basílica ambrosiana con el honor y pompa que correspondía, no solo quedaban sanos y salvos los energúmenos a quienes mortificaban antes los espíritus inmundos, confesando vuestro poder los mismos demonios, sino que también un ciudadano que había muchos años que estaba ciego, y era muy conocido en toda la ciudad, preguntando el motivo que tenía el pueblo para aquellas demostraciones que hacía de júbilo y regocijo, e informado bien de todo, salto de contento y rogo al que lo iba guiando que le llevase al paraje por donde pasaba la procesión. Llevado allá, suplico que le permitiesen tocar con un pañuelo el féretro donde iban los cuerpos de aquellos santos cuya muerte había sido preciosa en vuestros ojos. Toco al féretro el pañuelo, se lo aplico el ciego a los ojos e inmediatamente recobro la vista. Al instante se divulgo por todas partes la fama de este milagro; al instante resonaron por toda la ciudad vuestras alabanzas publicas y fervorosas; y con esto el ánimo de aquella enemiga del santo obispo Ambrosio, ya que no se extendió ni dilató de modo que consiguiese la santidad de la fe, a lo menos se reprimió y estrecho, cesando de perseguirle con tan gran furor.

Infinitas gracias os sean dadas, Dios mío. Pero ¿cómo y hasta donde habéis ido gobernando mi memoria, para que también os alabase y bendijese por estas cosas, que no obstante ser tan grandes y maravillosas, las había olvidado y omitido? Con todo eso, extendiéndose tanto la fragancia de vuestros olorosos ungüentos y aromas, no os seguía yo entonces todavía, ni corría (105) tras de Vos. He aquí lo que me daba después mas motivo de llorar entre los himnos y canticos de vuestras alabanzas; en otro tiempo, antes de ahora, como quien suspiraba por Vos, pero ahora desahogado y como quien ya respira con tanta libertad como la que tiene el aire en una casa de heno (106).

(104) Fue este descubrimiento de los cuerpos de San Gervasio y Protasio a 17 de junio del año 386, según Mr. Tillemont, aunque Baronio lo aplica al año siguiente.
(105) Como este suceso fue un año antes de que recibiese San Agustín el Bautismo, por eso dice que todavía no corría él tras la fragancia y aromas que Dios comunicaba a los fieles.
(106) Con esta frase me parece quiere significar San Agustín la libertad con que ya respiraba su corazón, cuando antes oprimido suspiraba.



Capítulo VIII: De la conversión de Evodio; de la muerte de su santa madre, Mónica, y de la crianza y educación que tuvo desde sus primeros años


917 Vos, Señor, que hacéis que vivan juntos en una misma casa los que tienen una misma voluntad, trajisteis a nuestra compañía al joven Evodio (107), que era natural de mí mismo pueblo. El que era agente de los negocios del príncipe se convirtió a Vos y se bautizo antes que nosotros, y dejando el servicio del emperador, se dedico al vuestro.

Vivíamos, pues, en amigable compañía y con la santa resolución de no separarnos nunca. Buscando un lugar que nos fuese más cómodo y proporcionado para establecernos en él y emplearnos en vuestro servicio, determinamos volvernos a África todos juntos (108): estábamos en el puerto de Ostia, por donde desemboca el Tiber en el mar, y allí falleció mi madre.

Muchas cosas paso aquí en silencio, porque voy muy deprisa para referir otras que no quiero omitir. Aceptad, Dios mío, las alabanzas que deseo daros y la acción de gracias que os doy también en silencio por las innumerables cosas que dejo de referir. Pero no omitiré todas cuantas especies pueda parir mi memoria de aquella sierva vuestra, que me pario a mí, no solo en cuanto al cuerpo a esta vida temporal, sino también en el espíritu en orden a la eterna. Las cosas que de mi madre voy a referir, fueron dones y gracias vuestras, no suyas, pues ni ella se hizo a si propia, ni se educo a sí misma.

Vos, Señor, la creasteis, sin que tampoco supiesen su padre ni su madre qué tal seria en lo venidero aquella hija que les había nacido. La recta disciplina de Jesucristo, vuestro unigénito Hijo, régimen que observaba en la casa de sus fieles padres, que era una buena parte de vuestra Iglesia, fue quien la hizo instruirse en vuestro santo temor. Porque, a la verdad, no solía alabar tanto mi madre, Mónica, el cuidado de la suya en orden a su educación y enseñanza, como el de una criada que había muy anciana, la cual en otro tiempo había traído también en brazos a su padre cuando era niño, como suelen las muchachas grandecillas traer los niños en brazos.

En atención a esto, como también por su ancianidad, y las loables costumbres que siempre había practicado en una casa tan cristiana, era muy querida y honrada de los amos.

Por eso también ella cuidaba mucho de las hijas de sus amos, cuya educación le habían encargado. Para reprenderlas, cuando era menester, era áspera con una severidad santa; y para enseñarlas, moderada y suave con prudencia. Así, fuera de aquellas horas en que las niñas tomaban su alimento, muy corto y moderado, en la mesa de sus padres, aunque estuviesen abrasándose de sed, no les permitía beber ni aun agua sola, para que no tomasen alguna mala costumbre, añadiéndoles estas prudentes palabras: Ahora bebéis agua, porque no tenéis el vino a vuestra disposición; pero cuando lleguéis a estar casadas y seáis dueñas de las bodegas y despensas, os parecerá mal el agua, y la costumbre de beber se os quedara siempre. Con esta razón que presidia en lo que mandaba, y con la autoridad y poder que tenía para que ejecutasen lo mandado, conseguía refrenar los antojos de aquella edad más tierna, y arreglaba la sed de aquellas niñas a las leyes de la templanza, para que nunca les agradase lo que no fuese decoroso.

(107) Este Evodio fue después obispo de Uzales, y se hizo muy ilustre por su virtud, por su ciencia y por los muchos y grandes servicios que hizo a la Iglesia. Este mismo es con quien habla San Agustín en el libro De quantitate animae, y en los De libero arbitrio.
(108) En el poco tiempo que se detuvo en Roma, volviendo de Milán para África, escribió un libro De las costumbres de la Iglesia católica, otro De las costumbres de los maniqueos y el ya citado De la cuantidad del alma y los Del libre albedrio; de los cuales el segundo y el tercero dice que los concluyo estando ya en África.



918 No obstante todo este cuidado y enseñanza, imperceptiblemente se le introdujo en el corazón a mi madre y sierva vuestra el gusto y afición al vino, como ella misma me lo contaba. Porque en la confianza de que era niña, y que no bebia vino, ella era la que por mandato de sus padres iba regularmente a sacarle de la cuba, y antes de echarlo en la vasija en que lo había de llevar, aplicaba los labios al vaso con que lo sacaba, dando un pequeño sorbito, porque su paladar mismo repugnaba el beber algo más. Pues no hacia esto en fuerza de alguna pasión que tuviese al vino, sino impelida de ciertos excesillos y antojos de que abunda aquella edad, y se desahogan y explican en unos movimientos como burlescos, los cuales, con el peso y gravedad de los mayores y maestros, suelen contenerse y reprimirse en los ánimos de los muchachos. Así, añadiendo a aquel pequeño sorbo primero otros pequeños sorbos cotidianos (como el que desprecia lo poco, viene a caer en lo mucho), llego a contraer tal costumbre, que ya bebía con gran gusto una copa de vino casi llena.

¿Dónde estaba entonces aquella prudente anciana, y aquella su prohibición severa y rigurosa? Mas ¿por ventura habría alguna cosa que fuese de provecho para curar una enfermedad oculta, si Vos, Señor, que sois el verdadero médico de todos nuestros males, no estuvierais siempre velando sobre nosotros? Así, un día, estando ausente el padre y la madre, y también los que cuidaban de su educación, Vos, Señor, que estáis presente a todos, que nos habéis creado, que nos llamáis en todo tiempo, que hasta por medio de los hombres que son contrarios nos procuráis lo que es bueno para la salud de nuestras almas, ¿qué fue, Dios mío, lo que hicisteis en aquella ocasión?, ¿con qué remedio la curasteis?, ¿con qué medicina la sanasteis? ¿No es cierto, Señor, que os servisteis de aquel fuerte y agudo dicterio que le dijo aquella otra criatura, cuya injuriosa afrenta fue como un hierro cortante y medicinal, que sacasteis de los secretos senos de vuestra providencia, con el cual de un solo golpe cortasteis toda aquella corrupción?

Porque aquel día que ella estaba sola con una criada, que era precisamente la que solía acompañarla cuando iba por el vino, riñeron las dos entre sí, como muchas veces sucede en las casas; la criada le echo en rostro esta mala costumbre que su ama menor tenía, y con un modo áspero y desabrido la insulto llamándola borrachuela. Estimulada la niña con esta injuria, abrió los ojos para ver aquella fea costumbre, y desde aquel instante la condeno ella misma y la dejo.

Ello es cierto que así como los amigos adulando nos pervierten, así muchas veces los enemigos injuriando nos corrigen; pero Vos, Señor, les daréis el pago que corresponde a la voluntad e intención que ellos tuvieron, y no el que corresponde a lo que Vos mismo hacéis por medio de ellos. Porque aquella criada, llevada de la ira, no pretendía verdaderamente sanar a su ama menor, sino injuriarla y zaherirla; así fue que aquella reprensión se la dio sin testigos y a escondidas, o porque el lugar y tiempo de la riña casualmente las cogió solas, o acaso recelosa de que a ella le viniese algún daño por no haberlo descubierto antes. Mas Vos, Señor, que gobernáis todas las cosas del cielo y de la tierra, que de todas usáis, haciendo que sirvan al cumplimiento de vuestra voluntad y dando su debida ordenación, aun a las cosas que desordenadamente siguen el curso perturbado de los siglos, hasta de la misma enfermedad de la una os servisteis para sanar a la otra, conque cualquiera que advierta y reflexione esto, no tendrá motivo para atribuirse a sí mismo el buen efecto que sus palabras hicieron tal vez en otro a quien quería corregir de algún defecto.


Capítulo 1X: Continua Agustín refiriendo las loables costumbres de su madre


919 Siendo, pues, criada mi madre con honestidad y templanza, y hecha por Vos obediente a sus padres, más que hecha por ellos obediente a Vos, luego que cumplió la edad que se requiere para el matrimonio, obedecía y servía al marido que le dieron sus padres, como a su señor: puso gran cuidado en ganarle para Vos, proponiéndole y explicándole vuestro ser y perfecciones, no tanto con sus palabras como con sus costumbres, por las cuales la hicisteis tan hermosa y amable a su marido, que al mismo tiempo le causaba respeto y admiración.

Pero ella tolero de tal suerte las injurias de sus infidelidades, que jamás tuvo por esto la menor desazón con su marido, porque esperaba que vuestra misericordia había de concederle primeramente la fe y después la castidad conyugal. Además de esto, era mi padre por una parte muy benigno y amoroso, por otra muy iracundo y colérico; cuando ella le veía enojado, tenía la advertencia de no contradecirle ni de obra ni de palabra; después, cuando la ocasión le parecía oportuna, y pasado aquel enojo le veía ya sosegado, entonces le informaba bien del hecho, si acaso aquel enojo había nacido de su falta de consideración y de no estar bien informado.

Así, cuando otras muchas matronas, cuyos maridos eran más pacíficos y tratables, traían sus rostros señalados y afeados con cardenales, de los golpes que les daban, en sus conversaciones amigables solían ellas reprender la conducta de sus maridos y mi madre sus lenguas. Recordables como por chanza, pero en la realidad con mucho juicio, que desde que se les leyeron los contratos matrimoniales, debían considerar que se les había leído una obligación con la que habían quedado hechas criadas de sus maridos; que teniendo esto presente, estando en calidad de criadas, no debían engreirse ni ensoberbecerse contra sus señores. Admirándose ellas (que sabían muy bien cuan feroz marido tenía que sufrir) de que jamás se hubiese oído, ni por indicio alguno se hubiese rastreado, que Patricio hubiese puesto las manos en su mujer, ni siquiera un día hubiesen tenido alguna disensión; le preguntaban con familiaridad y confianza la causa de todo esto, y ella les enseñaba la conducta que tenía con su marido, que es la misma que dejo insinuada. Las que tomaban su consejo, le daban las gracias por el bien que habían experimentado; y las que no imitaban su conducta, se veian oprimidas y maltratadas.

920 También a puros obsequios y por medio de una continua paciencia y mansedumbre supo vencer el ánimo de su suegra de tal suerte, que siendo así que antes la tenía muy enojada por los chismes de algunas malas criadas, la suegra misma de su propia voluntad se quejo de ellas a su hijo Patricio, le descubrió cuales eran las que con sus malas lenguas habían sido causa de que ella estuviese mal con su nuera y de que se hubiese perturbado la paz de su casa, y le pidió que las castigase como correspondía. Así, después que él, ya por dar gusto a su madre, ya por cuidar del buen gobierno de su familia, ya por atender a la paz y concordia de dos personas tan suyas como esposa y madre, castigo a las acusadas a satisfacción de su madre, que las había acusado; dijo esta misma a todas las criadas que aquellos eran los premios que de allí en adelante debía esperar de su mano cualquiera que, juzgando que le agradaba, le fuese a contar algo de su nuera. Y no atreviéndose ya ninguna de ellas a ejecutar tal cosa, vivieron las dos con benevolencia y unión de corazones tan gustosa como memorable.

También Vos, misericordiosísimo Dios y Señor mío, habíais dado a aquella tan buena sierva vuestra, en cuyas entrañas me creasteis, el excelente don de apaciguar luego que podía los ánimos de cualesquiera que estuviesen entre sí reñidos y discordes. Portabase con tal prudencia, que oyendo de ambas partes todas las quejas, desabrimientos y palabras descompuestas que la enemistad colérica e indigesta suele dictar y proferir, cuando con una amiga presente habla otra de su enemiga ausente en confianza, exhalando por sus bocas la crudeza de sus odios y rencores, nunca descubría a las unas lo que había oído a las otras, sino aquello solamente que podía servir para reunirlas y reconciliarlas.

Este don me parecería pequeño si yo mismo no hubiera experimentado con sentimiento de mi alma lo que practican en esta materia innumerables gentes, por haber cundido dilatadisimamente no sé qué horrenda peste de pecados, quienes no solamente acostumbran revelar a los unos airados enemigos lo que los otros enemigos suyos, enojados también, han dicho de ellos, sino que también añaden otras cosas que no han dicho. Debiera ser tan al contrario, que a un hombre que obra conforme a la humanidad habría de parecerle poco el no excitar ni promover las enemistades de los hombres, hablando mal de unos a otros, si además de esto no procuraba también apagarlas enteramente hablando bien a todos. Esto es lo que mi madre practicaba, siguiendo las ocultas instrucciones que Vos, íntimo maestro suyo, le dictabais en la escuela de su corazón.

921 Finalmente, gano para Vos a su marido, reduciéndole a la fe algún tiempo antes de que él saliese de esta vida mortal (109). Desde que se hizo fiel, no le dio a mi madre motivos de llorar los malos procederes con que le había dado que sufrir y tolerar antes de serlo.

Además de esto, era mi madre una mujer dedicada a servir a todos los que os servían (110). Cualquiera de vuestros siervos que la había conocido os alababa, os reverenciaba y os amaba mucho en ella, porque los frutos de santidad de su inculpable vida testificaban que Vos estabais presente en su corazón.

Había sido mujer de un solo varón; había cumplido todas las obligaciones que tenía para con sus padres; había gobernado su familia y casa con mucha piedad; y las buenas obras que había hecho daban testimonio de la virtuosa conducta que había tenido. Ella, por sí misma, había criado a sus hijos, sintiendo después por ellos los dolores de parto tantas veces cuantas los veía apartarse de vuestros mandamientos.

Últimamente, Señor, ya que por vuestra gracia permitís que os hablemos vuestros siervos, a todos nosotros los que antes del sueño de su muerte vivíamos juntos, y unidos también a Vos, después de recibida la gracia de vuestro Bautismo, de tal suerte nos cuidaba, como si fuera madre de todos; y de tal suerte nos servía, como si cada uno de nosotros fuera su padre.

(109) La muerte de Patricio fue en el año 371, y habiendo quedado sola, tuvo más proporción para no perder de vista a su hijo Agustín y seguirle a Cartago, a Milán, a Casiciaco y a todas partes adonde él iba, hasta morir en Ostia con él a la cabecera.
(110) En estos siervos entiende aquí San Agustín a los que en otras partes llama santos, por estar especialmente consagrados a Dios y dedicados a su culto, como los eclesiásticos, los religiosos, las monjas.



Capítulo X: Coloquio de Agustín con su madre, acerca del reino de los cielos


922 Acercándose ya el día en que mi madre había de salir de esta vida, el cual para Vos, Señor, era tan sabido como para nosotros ignorado, sucedió, sin duda disponiéndolo Vos por los medios ininvestigables de vuestra providencia, que mi madre y yo estuviésemos solos y asomados a una ventana, desde donde se veía un jardin que había dentro de la casa que habíamos tomado en la ciudad de Ostia, donde, apartados del bullicio de las gentes, pudiésemos descansar de las molestias de un largo viaje y disponernos para la navegación. Estando, pues, los dos solos, comenzamos a hablar, y nos era dulcísima la conversación, porque olvidados de todo lo pasado, empleábamos nuestros discursos en la consideración de lo venidero. Buscábamos en la misma verdad, que sois Vos y que estabais presente, qué tal seria aquella vida eterna que han de gozar los santos, que consiste en una felicidad que ni los ojos la vieron, ni los oídos la oyeron, ni el corazón humano es capaz de concebirla. Abríamos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos que manan de la inagotable fuente de la vida, que está en Vos, para que, rociados con sus aguas, según nuestra capacidad, pudiésemos de algún modo pensar una cosa tan sublime y elevada.

923 Había llegado nuestra conversación a tales términos, que el mayor deleite de los sentidos corporales que pueda imaginarse, y el mayor auge de luz y resplandor terreno que pueda concebirse, no solamente nos parecía indigno de poderse comparar, sino también de que le trajésemos a la memoria, respecto de aquella delicia de la vida eterna; cuando elevándonos con mas fervoroso afecto hacia esto mismo, fuimos recorriendo sucesivamente por sus grados todas las criaturas corporales y hasta el mismo cielo, desde donde el Sol, la Luna y las estrellas envían a la Tierra su luz y resplandores. Subíamos todavía más, ya pensando interiormente en vuestras obras, ya comunicándonos uno a otro nuestros pensamientos con palabras, ya admirándonos de la excelencia de vuestras criaturas; vinimos a tratar de nuestras almas y de allí pasamos más adelante para llegar a tocar en aquella región de abundantes e indefectibles delicias, donde por toda la eternidad apacentáis a vuestros escogidos con el pábulo de la verdad infinita, donde es vida de todos los bienaventurados aquella misma Sabiduría, por la cual fueron hechas todas las cosas que al presente son, las que han sido y las que serán; sin que ella haya sido hecha, porque es y será siempre lo que ha sido.

En medio de nuestro coloquio, cuando mas ansiosamente suspirábamos por ella, llegamos a tocarla con todo el ímpetu y fuerza de nuestro espíritu, aunque repentina e instantáneamente, y suspirando por aquella eternidad, dejándonos allí las primicias de nuestra alma, nos volvimos a nuestro común modo de hablar, donde la palabra suena para ser oída y se comienza y se acaba. Pero ¿qué cosa hay semejante a vuestra palabra, que es nuestro Dios y Señor, que subsiste y permanece en sí misma, y lejos de poder envejecerse, renueva todas las cosas?

924 Decíamos, pues: si cesara enteramente la ruinosa inquietud que causan en un alma las impresiones del cuerpo; si no la conmovieran de modo alguno las especies que por la vista y demás sentidos corporales recibe de la tierra, de las aguas, de los cielos; si aun la misma alma no hablase consigo misma y, como olvidada de si, no se detuviese a reflexionar sobre sí misma; si no hablaran tampoco los sueños ni las revelaciones imaginarias; si, finalmente, cesaran todas las locuciones que puede un alma percibir de las criaturas, por manera que ni le hablaran con palabras de la lengua, ni por medio de signos o de señas, ni de otro cualquier modo de hablar sucesivo y pasajero, sino que enmudeciese todo lo creado, después de haberle dicho lo que están siempre diciendo estas cosas creadas a todo el que quiere oírlas, esto es: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos hizo el que permanece y dura eternamente. Si, dicho esto, callara enteramente todo lo creado y guardando un silencio profundo todo el universo, como para atender y escuchar al quele creo, entonces hablase Él solo a aquella alma, no por medio de las criaturas, sino por sí mismo, de modo que oyésemos su palabra, no de boca de hombres, ni de voz de ángeles, ni mediante algún ruido de las nubes, ni por símbolos ni enigmas, sino por el mismo Creador que el alma ama en estas criaturas, le oyera hablar sin ellas, como ahora nosotros mismos acabamos de experimentar en aquel feliz instante en que nuestro espíritu subió tan alto, que rápidamente llego a tocar nuestro pensamiento aquella Sabiduría infinita que eternamente subsiste sobre todas las cosas; pues si este conocimiento se continuara, de modo que, apartados todos los demás que son de esfera muy inferior, solo éste sea el que arrebate el alma, la posea toda y la introduzca donde esté rodeada y llena de gozos interiores, en el concepto de que la vida eterna sea tal cual ha sido este momento de clara inteligencia que hemos tenido suspirando, ¿no sería todo esto lo que se le promete, diciendo: Entra en el gozo de tu Señor? Pero esto ¿cuándo se cumplirá? ¿Sera cuando se verifique el que todos resucitaremos, pero no todos seremos inmutados?

925 Ve aquí con poca diferencia lo que entonces decíamos, aunque no fuese con estas mismas palabras ni del mismo modo que ahora. Pero bien sabéis, Señor, que aquel día en que estuvimos hablando de estas cosas, y que según las íbamos tratando, nos iba pareciendo mas vil y despreciable este mundo con todos sus deleites, dijo mi madre entonces estas palabras: Hijo, por lo que a mí toca, ya ninguna cosa me deleita en esta vida. Yo no sé qué he de hacer de aquí en adelante en este mundo, ni para qué he de vivir aquí, no teniendo cosa alguna que esperar en este siglo. Una sola cosa había, por la cual deseaba detenerme algún poco de tiempo en esta vida, que era por verte católico cristiano, antes que muriese. Esto me lo ha concedido mi Dios mas cumplidamente de lo que yo deseaba; pues, además de esto, te veo en el numero y clase de aquellos que, despreciando toda felicidad terrena, se dedican totalmente a su servicio. Pues ¿qué hago yo en este mundo?


Capítulo XI: Del éxtasis y muerte de su madre


926 No me acuerdo muy bien de lo que respondí a estas palabras de mi madre. Pero de allí a cinco días, o muy poco mas, cayo enferma de calenturas. En uno de los días de su enfermedad padeció una especie de desmayo, en que por algún tiempo estuvo enajenada de los sentidos. Nosotros acudimos, pero prontamente volvió en sí, y mirándonos a mí hermano y a mí, que estábamos allí inmediatos a su lecho, nos dijo en tono de quien pregunta: ¿Dónde estaba yo ahora? Y después, viéndonos sobrecogidos de aflicción, nos dijo: Aquí dejaréis enterrada a vuestra madre. Yo callaba y reprimía el llanto, pero mí hermano le dijo no sé qué palabras, que aludían a desearle como cosa más feliz el que muriese en su patria y no en país tan extraño. Ella, habiendo oído todo esto, mirándole primero con un rostro severo y desazonado, como reprendiéndole con los ojos que pensase de aquel modo, y mirándome después a mí, dijo: Mira lo que dice éste. Luego hablando con entrambos añadió: Enterrad este cuerpo dondequiera y no tengáis más cuidado de él; lo que únicamente pido y os encomiendo es que os acordéis de mí en el altar del Señor, dondequiera que os halléis. Habiendo manifestado este su sentimiento con las palabras que pudo, se quedo callando y, agravándose la enfermedad, creció también su fatiga.

927 Mas yo, Dios mío, considerando los dones que vuestra inescrutable providencia derrama invisiblemente en los corazones de vuestros fieles, haciendo que de allí nazcan frutos admirables, no podía menos de alegrarme y daros muchas gracias por lo que acababa de oír a mi madre, acordándome del gran cuidado que había tenido siempre de su sepulcro, y como lo tenía ya prevenido y preparado junto al de su marido. Porque habiendo vivido los dos con grande unión y concordia, quería también, como es propio de un alma que todavía no esta perfectamente capaz de las cosas divinas, que se añadiese a esta felicidad el que, después de su muerte, contasen los hombres como después de aquella peregrinación ultramarina le hubiese Dios concedido restituirse a su patria, para que la tierra de sus dos cuerpos se cubriese con la tierra inmediata y contigua de sus dos sepulcros. Como yo ignoraba cuanto tiempo había ya que vuestros dones habían llenado su corazón, y expelido de él un pensamiento tan vano como éste, me lleno de alegría y admiración lo que acababa de decirme. Es verdad que en aquel coloquio que tuvimos los dos a la ventana cuando me dijo: ¿Qué es lo que hago yo en este mundo?, no dio a entender de ninguna manera que tuviese ya deseo de morir en su patria.

También supe después, como en aquel mismo tiempo que nos detuvimos en el puerto de Ostia, un día en que yo me hallaba ausente, estuvo mi madre hablando con unos amigos míos, a quienes trataba con la confianza que pudiera una madre con sus hijos, acerca del menosprecio de esta vida y de los bienes y utilidades de la muerte. Admirándose ellos de la excelente virtud que Vos habíais concedido a aquella piadosa mujer, le preguntaron si verdaderamente no le daría sentimiento alguno el morir allí y dejar su cuerpo en una tierra tan lejos de su ciudad y patria, a lo que ella respondió:

Nada hay lejos para Dios; ni hay que temer que se le olvide o no sepa el lugar donde esta mí cuerpo, para resucitarme en el fin del mundo.

En fin, aquella alma tan llena de religión y piedad fue desatada de las ligaduras del cuerpo al noveno día de la enfermedad referida, a los cincuenta y seis años de su edad, y a los treinta y tres de la mía.



Agustin - Confesiones 913