Africae munus ES


EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL

AFRICAE MUNUS

DEL PAPA

BENEDICTO XVI

A LOS OBISPOS, AL CLERO,

A LAS PERSONAS CONSAGRADAS

Y A LOS FIELES LAICOS

SOBRE LA IGLESIA EN ÁFRICA

AL SERVICIO DE LA RECONCILIACIÓN,

LA JUSTICIA Y LA PAZ


«Vosotros sois la sal de la tierra...

Vosotros sois la luz del mundo»


(Mt 5,13 Mt 5,14)




INTRODUCCIÓN



1 El compromiso de África con el Señor Jesús es un tesoro precioso que confío en este comienzo del tercer milenio a los Obispos, a los sacerdotes, a los diáconos permanentes, a las personas consagradas, a los catequistas y a los laicos de ese querido continente y de las islas vecinas. Esa misión comporta que África ahonde en la vocación cristiana. Invita a vivir, en nombre de Jesús, la reconciliación entre las personas y las comunidades, y a promover para todos la paz y la justicia en la verdad.


2 He deseado que la segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, celebrada del 4 al 25 octubre de 2009, estuviera en continuidad con la Asamblea de 1994 que quiso ser un «acontecimiento de esperanza y de resurrección, en el momento mismo en que las vicisitudes humanas parecían más bien empujar a África hacia el desánimo y la desesperación»[1]. La Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa de mi predecesor, el beato Juan Pablo II, recogía las orientaciones y las opciones pastorales de los Padres sinodales para una nueva evangelización del continente africano. Convenía, al final del primer decenio de este tercer milenio, que se avivaran nuestra fe y nuestra esperanza para contribuir a construir una África reconciliada, por los caminos de la verdad y de la justicia, del amor y de la paz (cf. Ps 85,11). Con los Padres sinodales, recuerdo que «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Ps 127,1).

[1] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), : AAS 88 (1996), 5.


3 Los resultados más visibles del Sínodo de 1994 fueron una vitalidad eclesial excepcional y el desarrollo teológico de la Iglesia como familia de Dios[2]. Para dar a la Iglesia de Dios en el continente africano y en las islas vecinas un impulso nuevo cargado de esperanza y de caridad evangélica, me pareció necesario convocar una segunda Asamblea sinodal. Sostenidas por la invocación cotidiana al Espíritu Santo y la plegaria de innumerables fieles, las sesiones sinodales han producido frutos que desearía transmitir con este documento a la Iglesia universal, y particularmente a la Iglesia en África[3], para que sea verdaderamente «sal de la tierra» y «luz del mundo» (cf. Mt 5,13 Mt 5,14)[4]. Animada por una «fe que actúa por el amor» (Ga 5,6), la Iglesia desea aportar frutos de caridad: la reconciliación, la paz y la justicia (cf. 1Co 13,4-7). Esta es su misión específica.

[2] Cf. Primera Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, Mensaje final (6 mayo 1994), 24-25; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), : AAS 88(1996), 39-40.
[3] Cf. Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, Propositio 1.
[4] Cf. Propositio 2.


4 Me ha impresionado la calidad de las intervenciones de los Padres sinodales y de otras personas que han participado en la Asamblea. El realismo y la clarividencia de su contribución han demostrado la madurez cristiana del continente. No han tenido miedo de enfrentarse a la verdad y han intentado sinceramente reflexionar sobre las posibles soluciones a los problemas que afrontan sus Iglesias particulares, y también la Iglesia universal. Han constatado también que las bendiciones de Dios, Padre de todos, son innumerables. Dios nunca abandona a su pueblo. No me parece necesario insistir en las diferentes situaciones sociopolíticas, étnicas, económicas o ecológicas que los africanos viven diariamente y que no se pueden ignorar. Los africanos conocen mejor que nadie cómo, demasiado a menudo desgraciadamente, esas situaciones son difíciles, confusas e incluso trágicas. Rindo homenaje a los africanos y a todos los cristianos de ese continente que las afrontan con decisión y dignidad. Desean, con razón, que esa dignidad sea reconocida y respetada. Puedo asegurarles que la Iglesia respeta y ama a África.


5 Ante los numerosos desafíos que África desea acometer para llegar a ser cada vez más una tierra prometedora, la Iglesia podría sufrir la tentación del desánimo, como Israel, pero nuestros antepasados en la fe nos han enseñado la actitud adecuada que se ha de adoptar. En este sentido, Moisés, el siervo del Señor, «por la fe… se mantuvo firme como si estuviera viendo al Dios invisible» (He 11,27). El autor de la Carta a los Hebreos nos lo recuerda: «La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve» (He 11,1). Exhorto, pues, a toda la Iglesia a mirar a África con fe y esperanza. Jesucristo, que nos ha invitado a ser «la sal de la tierra» y «la luz del mundo» (Mt 5,13 Mt 5,14), nos ofrece la fuerza del Espíritu para llevar a cabo ese ideal cada vez mejor.


6 Pienso que las palabras de Cristo: «Vosotros sois la sal de la tierravosotros sois la luz del mundo», tendrían que ser el hilo conductor del Sínodo, y también el del período postsinodal. Dirigiéndome al conjunto de los fieles africanos en Yaundé, les dije: «Por Jesús, hace dos mil años, Dios ha traído en persona la luz y la sal a África. Desde entonces, la semilla de su presencia está en el fondo de los corazones de este querido continente y germina poco a poco más allá y a través de los avatares de la historia humana de vuestra tierra»[5].

[5] Discurso a los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos(Yaundé, 19 marzo 2009): AAS 101 (2009), 310.


7 La Exhortación apostólica Ecclesia in Africa ha hecho suya «la idea-guía de la Iglesia como Familia de Dios», y en ella los Padres sinodales «han reconocido una expresión de la naturaleza de la Iglesia particularmente apropiada para África. En efecto, la imagen pone el acento en la solicitud por el otro, la solidaridad, el calor de las relaciones, la acogida, el diálogo y la confianza»[6]. La Exhortación invita a las familias cristianas africanas a ser «iglesias domésticas»[7] para ayudar a sus comunidades respectivas a reconocer que pertenecen a un solo y mismo Cuerpo. Esta imagen es importante no sólo para la Iglesia en África, sino también para la Iglesia universal, en una época en que la familia está amenazada por quienes desean una vida sin Dios. Privar de Dios al continente africano, sería hacerlo morir poco a poco arrancándole su alma.

[6] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14 septiembre 1995), : AAS 88 (1996), 39-40.
[7] Cf. n. : AAS 88 (1996), 57-58; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
LG 11; Id., Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, AA 11; Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), FC 21: AAS 74 (1982), 104-106.


8 En la tradición viva de la Iglesia, como respuesta a las expectativas de la Exhortación apostólica Ecclesia in Africa[8], considerar a la Iglesia como una familia y una fraternidad, es restaurar un aspecto de su patrimonio. En esa realidad en la que Jesucristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), ha reconciliado a todos los hombres con Dios Padre (cf. Ep 2,14-18) y le ha dado el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22), la Iglesia se convierte a su vez en portadora de la Buena Nueva de la filiación divina de toda persona humana. Ella está llamada a transmitirla a toda la humanidad, proclamando la salvación que Cristo ha logrado para nosotros, celebrando la comunión con Dios y viviendo la fraternidad en la solidaridad.

[8] Cf. n. : AAS 88 (1996), 57-58.


9 La memoria de África conserva el dolor de las cicatrices dejadas por las luchas fratricidas entre etnias, por la esclavitud y la colonización. Todavía hoy, el continente se enfrenta a rivalidades, a nuevas formas de esclavitud y de colonización. La primera Asamblea especial lo había comparado a la víctima de los bandidos, dejada moribunda al lado del camino (cf. Lc 10,25-37). Por eso se ha podido hablar de la «marginación» de África. Una tradición nacida en tierra africana identifica al buen Samaritano con el mismo Señor Jesús e invita a la esperanza. En efecto, Clemente de Alejandría escribía: «¿Quién, más que él, ha tenido piedad de nosotros, que estábamos, por decirlo así, muertos por los poderes del mundo de las tinieblas, postrados por tantas heridas, temores, deseos, cóleras, tristezas, mentiras y placeres? El único médico de esas heridas es Jesús»[9]. Hay, pues, numerosos motivos para la esperanza y la acción de gracias. Así, por ejemplo, pese a las grandes pandemias –como el paludismo, el sida, la tuberculosis y otras–, que diezman la población, y que la medicina trata siempre de erradicar con más eficacia, África conserva su alegría de vivir, de celebrar la vida que proviene del Creador, acogiendo nacimientos para que crezca la familia y la comunidad humana. Veo también un motivo de esperanza en el rico patrimonio intelectual, cultural y religioso que África posee. Ella desea preservarlo, explorarlo más y darlo a conocer al mundo. Se trata de una aportación esencial y positiva.

[9] Quis dives salvetur29: PG 9, 633.


10 La segunda Asamblea sinodal para África abordó el tema de la reconciliación, de la justicia y de la paz. La rica documentación que me ha sido enviada tras las Sesiones –losLineamenta, el Instrumentum laboris, los informes redactados antes y después de la discusiones y las aportaciones de los grupos de trabajo–, invita a «transformar la teología en pastoral, es decir, en un ministerio pastoral muy concreto, en el que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y de la Tradición se aplican a la actividad de los obispos y de los sacerdotes en un tiempo y en un lugar determinados»[10].

[10] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.


11 Por preocupación paternal y pastoral, dirijo, pues, este documento al África de hoy, que ha conocido los traumatismos y conflictos que sabemos. El hombre está marcado por su pasado, pero vive y camina en el hoy. Mira el futuro. Como el resto del mundo, África experimenta un torbellino cultural que afecta a los fundamentos milenarios de la vida social y hace difícil a veces el encuentro con la modernidad. En esta crisis antropológica con la que se enfrenta el continente africano, podrá hallar caminos de esperanza instaurando un diálogo entre los miembros de los ámbitos religiosos, sociales, políticos, económicos, culturales y científicos. Tendrá entonces que hallar y promover un concepto de la persona y de su relación con la realidad basada en una renovación espiritual profunda.


12 En la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, Juan Pablo II subrayaba que «no obstante la civilización contemporánea de la “aldea global”, en África como en otras partes del mundo el espíritu de diálogo, paz y reconciliación está lejos de habitar en el corazón de todos los hombres. Las guerras, conflictos, actitudes racistas y xenófobas aún dominan demasiado el mundo de las relaciones humanas»[11]. La esperanza, que caracteriza la vida auténticamente cristiana, recuerda que el Espíritu Santo actúa en todas partes, también en el continente africano, y que las fuerzas de la vida, que nacen del amor, vencen siempre las fuerzas de la muerte (cf. Ct 8,6-7). Por eso, los Padres sinodales han visto cómo las dificultades que encuentran en sus países respectivos y en las Iglesias particulares de África no son obstáculos que impidan avanzar, sino que más bien desafían lo mejor que hay en nosotros: la imaginación, la inteligencia, la vocación a seguir sin arredrarse las huellas de Jesucristo, la búsqueda de Dios, «Amor eterno y Verdad absoluta»[12]. Junto con todos los que intervienen en la sociedad africana, la Iglesia se siente llamada a hacer frente a dichos desafíos. Es, en cierta manera, como un imperativo del Evangelio.

[11] N. : AAS 88 (1996), 51.
[12] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), : AAS 101 (2009) 641.


13 Con este documento, deseo ofrecer los frutos y esperanzas del Sínodo, invitando a todos los hombres de buena voluntad a mirar a África con fe y amor, para ayudarla a que sea, por Cristo y por el Espíritu Santo, luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14). Un valioso tesoro está presente en el alma de África, donde veo un «inmenso “pulmón” espiritual para una humanidad que se halla en crisis de fe y esperanza»,[13] gracias a la inaudita riqueza humana y espiritual de sus hijos, de de sus culturas multicolores, de su suelo y subsuelo con riquezas inmensas. Sin embargo, para mantenerse en pie, con dignidad, África necesita oír la voz de Cristo que proclama hoy el amor al otro, incluso al enemigo, hasta la entrega de su propia sangre, y que ora hoy por la unidad y la comunión de todos los hombres en Dios (cf. Jn 17,20-21).

[13] Homilía en la apertura de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (4 octubre 2009): AAS 101 (2009), 907.


PRIMERA PARTE: «AHORA HAGO NUEVAS TODAS LAS COSAS»

(Ap 21,5)


14 El Sínodo ha permitido discernir las líneas maestras de la misión para un África que desea la reconciliación, la justicia y la paz. Depende de las iglesias particulares traducir estas líneas en «fervientes propósitos y en líneas de acción concretas»[14]. En efecto, «en las Iglesias particulares es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas –objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios– que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura»[15] africana.

[14] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001),
NM 3: AAS 93 (2001), 267.
[15] Ibíd., NM 29: AAS 93 (2001), 286.


CAPÍTULO I: Al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz


I. Servidores auténticos de la Palabra de Dios

15 Un África que avanza, alegre y viva, manifiesta la alabanza de Dios. Como hacía notar san Ireneo: «La gloria de Dios, es el hombre viviente»; pero añade inmediatamente: «La vida del hombre, es la visión de Dios»[16]. Por eso, es tarea de la Iglesia todavía hoy el llevar el mensaje del Evangelio al corazón de las sociedades africanas, conducir a la visión de Dios. Como la sal da sabor a los alimentos, ese mensaje convierte a las personas que lo viven en auténticos testigos. Todos los que crecen así se hacen capaces de reconciliarse en Jesucristo. Se convierten en luz para sus hermanos. Por ello, con los Padres del Sínodo, invito «a la Iglesia […] en África a dar testimonio en su servicio de la reconciliación, la justicia y la paz, como “sal de la tierra” y “luz del mundo”»,[17] para que su vida responda a esta llamada: «Levántate, Iglesia en África, familia de Dios, porque te llama el Padre celestial».[18]

[16] Adversus haereses, IV, 20, 7: PG 7, 1037.
[17] Propositio 34.
[18] Homilía en la clausura de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (25 octubre 2009): AAS 101 (2009), 918.


16 Es una dicha que Dios haya permitido celebrar el Segundo Sínodo para África inmediatamente después del dedicado a la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia. Este Sínodo había recordado el imperioso deber del discípulo de escuchar a Cristo que llama a través de su Palabra. Por ella, los fieles aprenden a escuchar a Cristo y a dejarse orientar por el Espíritu Santo que revela el sentido de todas las cosas (cf. Jn 16,13). En efecto, la «lectura y la meditación de la Palabra de Dios nos inserta más profundamente en Cristo y orientan nuestro ministerio de servidores de la reconciliación, la justicia y la paz»[19]. Como recuerda el Sínodo, «para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser “los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es dar tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea de la llamada de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social»[20]. Escuchar y meditar la Palabra de Dios, es desear que ésta penetre y forme nuestra vida para reconciliarnos con Dios, para permitir que Dios nos conduzca a una reconciliación con el prójimo, camino necesario para la construcción de una comunidad de personas y de pueblos. Que la Palabra de Dios se encarne realmente en nuestro rostro y en nuestra vida.

[19] Propositio 46.
[20] XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Mensaje final (24 octubre 2008), 10.


II. Cristo en el corazón de la realidad africana: fuente de reconciliación, justicia y paz


17 Los tres conceptos principales del tema sinodal, a saber, la reconciliación, la justicia y la paz, han puesto al Sínodo ante su «responsabilidad teológica y social»[21], y han permitido preguntarse también por el papel público de la Iglesia y su lugar en el espacio africano actual[22]. «Se podría decir que reconciliación y justicia son las dos condiciones esenciales de la paz que, por consiguiente, también definen en cierta medida su naturaleza».[23] La tarea que hemos de precisar no es fácil, porque se sitúa entre el compromiso inmediato en política –que no corresponde a la competencia directa de la Iglesia– y el repliegue o la posible evasión en teorías teológicas y espirituales, corriendo así el peligro de resultar una huida frente a una responsabilidad concreta en la historia humana.

[21] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.
[22] Cf. Carta enc. Caritas in veritate, : AAS 101 (2009), 643-647.
[23] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.


18 «La paz os dejo, mi paz os doy», dice el Señor, que añade: «No os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). La paz de los hombres conseguida sin la justicia es ilusoria y efímera. La justicia de los hombres que no brote de la reconciliación por la «verdad del amor» (cf. Ep 4,15) queda inacabada; no es auténtica justicia. El amor de la verdad –«la verdad plena» a la que sólo el Espíritu puede llevarnos (cf. Jn 16,13)– es la que traza el camino que toda justicia humana ha de seguir para conseguir restaurar los lazos fraternos en la «familia humana, comunidad de paz»[24], reconciliada con Dios por Cristo. La justicia no es algo desencarnado. Hunde necesariamente sus raíces en la coherencia humana. Una caridad que no respete la justicia y el derecho de todos, es errónea. Animo a los cristianos, pues, a ser ejemplares en lo que toca a la justicia y la caridad (cf. Mt 5,19-20).

[24] Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz 2008: AAS 100 (2008), 38-45.



A. «Dejaos reconciliar con Dios»

(2Co 5,20b)


19 «Reconciliación es un concepto pre-político y una realidad pre-política, que precisamente por eso es de suma importancia para la tarea de la política misma. Si no se crea en los corazones la fuerza de la reconciliación, el compromiso político por la paz se queda sin su presupuesto interior. En el Sínodo, los Pastores de la Iglesia se comprometieron en favor de la purificación interior del hombre, que es la condición preliminar esencial para la edificación de la justicia y de la paz. Pero esa justificación y maduración interior hacia una verdadera humanidad no pueden existir sin Dios»[25].

[25] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 37.


20 En efecto, la gracia de Dios es la que nos da un corazón nuevo y nos reconcilia con Él y con los otros[26]. Es Cristo quien ha restaurado la humanidad en el amor del Padre. La reconciliación tiene, pues, su fuente en este amor; nace de la iniciativa del Padre de reanudar la relación con la humanidad, relación rota por el pecado del hombre. En Jesucristo, «en su vida y su ministerio, pero sobre todo en su muerte y resurrección, san Pablo ve a Dios Padre reconciliando consigo al mundo (todas las cosas en el cielo y la tierra), sin tener en cuenta ya los pecados de la humanidad (2Co 5,19 Rm 5,10 Col 1,21-22). El Apóstol ve cómo Dios Padre reconcilia a judíos y gentiles consigo mismo en un solo cuerpo a través de la cruz (Ep 2,16). San Pablo ve también a Dios reconciliar a judíos y gentiles, creando un hombre nuevo en lugar de dos pueblos (Ep 2,15 Ep 3,6). Así, la experiencia de la reconciliación establece una comunión en dos niveles: la comunión entre Dios y la humanidad; y a partir de la experiencia de reconciliación, nos convierte (a la humanidad reconciliada) “en embajadores de la reconciliación”. Se restablece también la comunión entre los hombres»[27]. «La reconciliación, por lo tanto, no se limita a Dios que en Cristo atrae a sí a una humanidad alienada y pecadora, a través del perdón de los pecados y el amor. También es la restauración de las relaciones entre las personas conciliando las diferencias y eliminando los obstáculos en sus relaciones, gracias a su experiencia del amor de Dios»[28]. La parábola del hijo pródigo lo explica cuando el evangelista nos presenta en el retorno del hijo menor, es decir en su conversión, la necesidad de reconciliarse, por un lado, con su padre y, por otro, con su hermano mayor por la mediación del padre (cf. Lc 15,11-32). Hay testimonios conmovedores de los fieles de África, «testimonios concretos de sufrimientos y de reconciliación en las tragedias de la historia reciente del continente»[29] que muestran el poder del Espíritu Santo que transforma los corazones de las víctimas y de sus verdugos para restablecer la fraternidad[30].

[26] Cf. Propositio 5.
[27] Relatio ante disceptationem, II, a.
[28] Ibíd.
[29] Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2009): AAS 102 (2010), 35.
[30] Cf. Homilía en la clausura de la Segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (25 octubre 2009): AAS 101 (2009), 916.


21 En efecto, sólo una auténtica reconciliación engendra una paz duradera en la sociedad. Ciertamente, sus protagonistas son las autoridades gubernamentales y los jefes tradicionales, pero también los simples ciudadanos. Después de un conflicto, la reconciliación, gestionada y llevada a cabo a menudo en el silencio y la discreción, restaura la unión de los corazones y la convivencia serena. Gracias a ella, tras largos períodos de guerra, las naciones encuentran la paz, y sociedades profundamente heridas por la guerra civil o el genocidio reconstruyen su unidad. Dando y acogiendo el perdón[31] se ha podido sanar la memoria herida de personas o de comunidades, y familias antes divididas hayan encontrado la armonía. «La reconciliación supera las crisis, restaura la dignidad de las personas y abre el camino al desarrollo y a la paz estable entre los pueblos a todos los niveles»[32], han podido subrayar los Padres del Sínodo.

Para llegar a ser efectiva, esta reconciliación deberá ir acompañada de un gesto valiente y honrado: buscar a los responsables de esos conflictos, de los que han ordenado los crímenes y se han entregado a toda clase de componendas, determinando su responsabilidad. Las víctimas tienen derecho a la verdad y a la justicia. Es importante actualmente y para el futuro purificar la memoria para construir una sociedad mejor en la que estas tragedias no se vuelvan a repetir.

[31] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la Paz 1997, 1: AAS 89 (1997), 1.
[32] Propositio 5.


B. Ser justos y construir un orden social justo


22 Ciertamente, la construcción de un orden social justo es en primera instancia una tarea de la política.[33] Sin embargo, una de las tareas de la Iglesia en África consiste en formar conciencias rectas y receptivas a las exigencias de la justicia, para que sean cada vez más los hombres y mujeres comprometidos y capaces de realizar ese orden social justo por medio de su conducta responsable. El modelo por excelencia, a partir del cual la Iglesia piensa y razona, y que propone a todos, es Cristo.[34] Según su doctrina social, «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende “de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados”. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir […] Esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera»[35].

[33] Cf. Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), : AAS 98 (2006), 238-240.
[34] Cf. Propositio 14.
[35] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), : AAS 101 (2009), 646-647.


23 Gracias a las Comisiones de Justicia y Paz, la Iglesia se ha comprometido en la formación cívica de los ciudadanos y en el acompañamiento del proceso electoral en diferentes naciones. Contribuye así a la educación de la población y a despertar su conciencia y sus responsabilidades ciudadanas. Este papel educativo concreto es apreciado por un gran número de países, que reconocen a la Iglesia como artífice de paz, agente de reconciliación y heraldo de la justicia. Conviene repetir que, distinguiendo el papel de los Pastores y el de los fieles laicos, la misión de la Iglesia no es de orden político.[36] Su función es educar al mundo en el sentido religioso proclamando a Cristo. La Iglesia desea ser signo y salvaguarda de la trascendencia de la persona humana. Por eso debe educar a los hombres a buscar la verdad suprema ante lo que ellos son y sus interrogantes, para encontrar soluciones justas a sus problemas[37].

[36] Cf. Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), : AAS 98 (2006), 238-240; Comisión teológica internacional, Algunas cuestiones sobre la teología de la Redención (29 noviembre 1994), 14-20.
[37] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
GS 40; Consejo Pontifico Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 49-51.


1. Vivir de la justicia de Cristo

24 En el plano social, la conciencia humana se ve interpelada por las graves injusticias que hay en nuestro mundo en general, y en África en particular. Que una minoría confisque los bienes de la tierra en detrimento de pueblos enteros, es inaceptable porque es inmoral. La justicia obliga a «dar a cada uno lo suyo» – ius suum unicuique tribuere[38]. Se trata, pues, de hacer justicia a los pueblos. África es capaz de asegurar a todos –personas y naciones del continente– las condiciones básicas que les permitan participar en el desarrollo[39]. Los Africanos podrán así poner los talentos y las riquezas que Dios les ha dado al servicio de su tierra y de sus hermanos. La justicia, vivida en todas las dimensiones de la vida, privada y pública, económica y social, precisa ser sostenida por la subsidiaridad y la solidaridad y, más aún, estar animada por la caridad. «Según el principio de subsidiaridad, ni el Estado ni ninguna sociedad más amplia deben suplantar la iniciativa y la responsabilidad de las personas y de las corporaciones intermedias»[40]. La solidaridad es garantía de la justicia y la paz, de la unidad, pues tiende a que «la abundancia de unos supla la falta de los otros»[41]. Y la caridad, que asegura el vínculo con Dios, va más lejos que la justicia distributiva. Porque si «la justicia es virtud que distribuye a cada uno su propio bien… no es la justicia del hombre la que sustrae el hombre al verdadero Dios»[42].

[38] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae,
II-II 58,1.
[39] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), CA 35: AAS 83 (1991), 837.
[40] Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1894.
[41] Lineamenta, 44.
[42] San Agustín, De civitate Dei, XIX, 21, 1: PL 41, 649.


25 Dios mismo nos muestra la verdadera justicia cuando, por ejemplo, vemos a Jesús entrar en la vida de Zaqueo y ofrecer así al pecador la gracia de su presencia (cf. Lc 19,1-10). ¿Cómo es la justicia de Cristo? Los testigos del encuentro con Zaqueo observan a Jesús (cf. Lc 19,7); su murmullo de reprobación manifiesta un amor de la justicia. Ignoran, sin embargo,la justicia del amor que se abre hasta el extremo, hasta hacer recaer sobre sí la «maldición» debida a los humanos, y recibir en cambio la «bendición» que es el don de Dios (cf. Ga 3,13-14). La justicia divina ofrece a la justicia humana, siempre limitada e imperfecta, el horizonte hacia el que debe tender para realizarse plenamente. Nos hace tomar conciencia, además, de nuestra propia indigencia, de la necesidad del perdón y la amistad de Dios. Es lo que vivimos en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía que fluyen de la acción de Cristo. Esta acción nos introduce en una justicia en la que recibimos mucho más de lo que teníamos derecho a esperar porque, en Cristo, la caridad es el compendio de la Ley (cf. Rm 13,8-10).[43] Por Cristo, único modelo, el justo es invitado a entrar en el orden del amor-agápe.

[43] Cf. Mensaje para la Cuaresma 2010 (30 octubre 2009): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (7 febrero 2010), 11.


2. Un orden justo en la lógica de las Bienaventuranzas

26 El discípulo de Cristo, unido a su Maestro, debe contribuir a formar una sociedad justa en la que todos puedan participar activamente con sus propios talentos en la vida social y económica. Podrán ganar lo que les es necesario para vivir según su dignidad humana en una sociedad en la que la justicia será vivificada por el amor.[44] Cristo no propone una revolución de tipo social o político, sino la del amor, realizada en el don total de su persona en su muerte en la Cruz y su Resurrección. Sobre esta revolución del amor se fundan las Bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-10). Éstas ofrecen el nuevo horizonte de justicia inaugurado en el misterio pascual, gracias al cual podemos llegar a ser justos y construir un mundo mejor. La justicia de Dios que nos revelan las Bienaventuranzas levanta a los humildes y abaja a los que se ensalzan. Se cumple verdaderamente en el reino de Dios, que llegará a su cumplimento al final de los tiempos. Pero se manifiesta ya desde ahora, allí donde los pobres son consolados y admitidos al festín de la vida.

[44] Cf. ibíd.


27 Según la lógica de las Bienaventuranzas, se ha de tener una atención preferencial con el pobre, el hambriento, el enfermo –por ejemplo de sida, tuberculosis o paludismo–, con el ex-tranjero, el humillado, el prisionero, el emigrante despreciado, el refugiado o el desplazado (cf. Mt 25,31-46). La respuesta a sus necesidades en la justicia y la caridad depende de todos. África espera esa atención de toda la familia humana así como de sí misma.[45] Pero deberá comenzar por introducir en su propio seno, y resueltamente, la justicia política, social y administrativa, elementos de la cultura política necesaria para el desarrollo y la paz. Por su parte, la Iglesia aportará su contribución específica apoyándose en la enseñanza de las Bienaventuranzas.

[45] Cf. Propositio 17.


C. El amor en la verdad: fuente de paz


28 La perspectiva social que muestra el actuar de Cristo, fundada en el amor, trasciende elminimum que exige la justicia humana: es decir que se dé al otro lo que corresponda. La lógica interna del amor va más allá de esta justicia y llega hasta dar lo que se posee[46]: «No amemos de palabra y con la boca, sino con hechos y de verdad» (1Jn 3,18). Como su Maestro, el discípulo de Cristo irá aún más lejos, hasta el don de sí mismo por sus hermanos (cf. 1Jn 3,16). Es el precio de la paz auténtica en Dios (cf. Ep 2,14).

[46] Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), : AAS 101 (2009), 644.



Africae munus ES