Benedicto XVI Homilias 61006

EN LA SOLEMNE CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA PARA LA CANONIZACIÓN DE CUATRO BEATOS

Domingo 15 de octubre de 2006

15106

Queridos hermanos y hermanas:

Cuatro nuevos santos se proponen hoy a la veneración de la Iglesia universal: Rafael Guízar y Valencia, Felipe Smaldone, Rosa Venerini y Teodora Guérin. Sus nombres se recordarán siempre. Por contraste, viene a la mente inmediatamente el "joven rico", del que habla el evangelio recién proclamado. Este joven ha permanecido anónimo; si hubiera respondido positivamente a la invitación de Jesús, se habría convertido en su discípulo y probablemente los evangelistas habrían registrado su nombre. Este hecho permite vislumbrar enseguida el tema de la liturgia de la Palabra de este domingo: si el hombre pone su seguridad en las riquezas de este mundo no alcanza el sentido pleno de la vida y la verdadera alegría; por el contrario, si, fiándose de la palabra de Dios, renuncia a sí mismo y a sus bienes por el reino de los cielos, aparentemente pierde mucho, pero en realidad lo gana todo.

El santo es precisamente aquel hombre, aquella mujer que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja todo por seguirlo. Como Pedro y los demás Apóstoles, como santa Teresa de Jesús, a la que hoy recordamos, y como otros innumerables amigos de Dios, también los nuevos santos recorrieron este itinerario evangélico, que es exigente pero colma el corazón, y recibieron "cien veces más" ya en la vida terrena, juntamente con pruebas y persecuciones, y después la vida eterna.

Por tanto, Jesús puede en verdad garantizar una existencia feliz y la vida eterna, pero por un camino diverso del que imaginaba el joven rico, es decir, no mediante una obra buena, un servicio legal, sino con la elección del reino de Dios como "perla preciosa" por la cual vale la pena vender todo lo que se posee (cf.
Mt 13,45-46). El joven rico no logra dar este paso. A pesar de haber sido alcanzado por la mirada llena de amor de Jesús (cf. Mc 10,21), su corazón no logró desapegarse de los numerosos bienes que poseía.


Por eso Jesús da esta enseñanza a los discípulos: "¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!" (Mc 10,23). Las riquezas terrenas ocupan y preocupan la mente y el corazón. Jesús no dice que sean malas, sino que alejan de Dios si, por decirlo así, no se "invierten" en el reino de los cielos, es decir, si no se emplean para ayudar a los pobres.

Comprender esto es fruto de la sabiduría de la que habla la primera lectura. Esta sabiduría ?nos dice? es más valiosa que la plata y el oro, aún más que la belleza, la salud y la luz misma, "porque su resplandor no tiene ocaso" (Sg 7,10). Obviamente, esta sabiduría no se reduce únicamente a la dimensión intelectual. Es mucho más; es "sabiduría del corazón", como la llama el salmo 89. Es un don que viene de lo alto (cf. Jc 3,17), de Dios, y se obtiene con la oración (cf. Sg 7,7).

En efecto, esta sabiduría no ha permanecido lejos del hombre, se ha acercado a su corazón (cf. Dt 30,14), tomando forma en la ley de la primera alianza sellada entre Dios e Israel a través de Moisés. El Decálogo contiene la sabiduría de Dios. Por eso Jesús afirma en el Evangelio que para "entrar en la vida" es necesario cumplir los mandamientos (cf. Mc 10,19). Es necesario, pero no suficiente, pues, como dice san Pablo, la salvación no viene de la ley, sino de la gracia. Y san Juan recuerda que la ley la dio Moisés, mientras que la gracia y la verdad han venido por medio de Jesucristo (cf. Jn 1,17).

Por tanto, para alcanzar la salvación es preciso abrirse en la fe a la gracia de Cristo, el cual, sin embargo, pone una condición exigente a quien se dirige a él: "Ven y sígueme" (Mc 10,21). Los santos han tenido la humildad y la valentía de responderle "sí", y han renunciado a todo para ser sus amigos. Eso es lo que hicieron los cuatro nuevos santos, a quienes hoy veneramos particularmente.
En ellos encontramos actualizada la experiencia de Pedro: "Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mc 10,28). Su único tesoro está en el cielo: es Dios.

El evangelio que hemos escuchado nos ayuda a entender la figura de san Rafael Guízar y Valencia, obispo de Veracruz en la querida nación mexicana, como un ejemplo de quienes lo han dejado todo para "seguir a Jesús". Este santo fue fiel a la palabra divina, "viva y eficaz", que penetra en lo más hondo del espíritu (cf. He 4,12). Imitando a Cristo pobre se desprendió de sus bienes y nunca aceptó regalos de los poderosos, o bien los daba enseguida. Por ello recibió "cien veces más" y pudo ayudar así a los pobres, incluso en medio de "persecuciones" sin tregua (cf. Mc 10,30). Su caridad vivida en grado heroico hizo que le llamaran el "Obispo de los pobres".

En su ministerio sacerdotal y después episcopal, fue un incansable predicador de misiones populares, el modo más adecuado entonces para evangelizar a las gentes, usando su Catecismo de la doctrina cristiana.

Siendo una de sus prioridades la formación de los sacerdotes, reconstruyó el seminario, que consideraba "la pupila de sus ojos", y por eso solía exclamar: "A un obispo le puede faltar mitra, báculo y hasta catedral, pero nunca le puede faltar el seminario, porque del seminario depende el futuro de su diócesis". Con este profundo sentido de paternidad sacerdotal enfrentó nuevas persecuciones y destierros, pero garantizando la preparación de los alumnos.

Que el ejemplo de san Rafael Guízar y Valencia sea un llamado para los hermanos obispos y sacerdotes a considerar como fundamental en los programas pastorales, además del espíritu de pobreza y de la evangelización, el fomento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y su formación según el corazón de Cristo.

San Felipe Smaldone, hijo del sur de Italia, supo practicar en su vida las mejores virtudes propias de su tierra. Sacerdote de gran corazón, alimentado con la oración constante y la adoración eucarística, fue sobre todo testigo y servidor de la caridad, que manifestaba de modo eminente en el servicio a los pobres, en particular a los sordomudos, a los que se entregó totalmente. La obra que inició prosigue gracias a la congregación de las religiosas Salesianas de los Sagrados Corazones, fundada por él, que se ha extendido por diversas partes de Italia y del mundo.

En los sordomudos san Felipe Smaldone veía reflejada la imagen de Jesús, y solía repetir que, del mismo modo que nos arrodillamos ante el santísimo Sacramento, así también debemos arrodillarnos ante un sordomudo. Aceptemos, según su ejemplo, la invitación a considerar siempre indisolubles el amor a la Eucaristía y el amor al prójimo. Más aún, la verdadera capacidad de amar a los hermanos sólo puede venir del encuentro con el Señor en el sacramento de la Eucaristía.

Santa Rosa Venerini es otro ejemplo de discípula fiel de Cristo, dispuesta a abandonarlo todo para cumplir la voluntad de Dios. Solía repetir: "Me encuentro tan clavada a la voluntad divina, que no me importa ni la muerte ni la vida: quiero vivir cuanto él quiera, y quiero servirlo cuanto le agrade y nada más" (Biografía Andreucci, p. 515). De aquí, de su abandono en Dios, brotaba la clarividente actividad que realizaba con valentía en favor de la elevación espiritual y de la auténtica emancipación de las jóvenes de su tiempo. Santa Rosa no se contentaba con proporcionar a las muchachas una instrucción adecuada; también se preocupaba por garantizarles una formación completa, con sólidas referencias a la enseñanza doctrinal de la Iglesia. Su mismo estilo apostólico sigue caracterizando hoy la vida de la congregación de las Maestras Pías Venerini, fundada por ella. ¡Y cuán actual e importante es también para la sociedad de hoy el servicio que prestan en el campo de la enseñanza y especialmente de la formación de la mujer!

"Ve, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres..., y luego sígueme". Estas palabras han impulsado a innumerables cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia a seguir a Cristo en una vida de pobreza radical, confiando en la divina Providencia. Entre estos generosos discípulos de Cristo estaba una joven francesa, que respondió incondicionalmente a la llamada del divino Maestro. La madre Teodora Guérin entró en la congregación de las Hermanas de la Providencia en 1823 y se dedicó a la tarea de enseñar en escuelas. Luego, en 1839, sus superioras le pidieron que viajara a Estados Unidos para dirigir una nueva comunidad en Indiana.

Después de su largo viaje por tierra y por mar, el grupo de seis hermanas llegó a Saint Mary of the Woods. Allí fundaron una sencilla capilla, una cabaña de madera, en medio del bosque. Se arrodillaron ante el santísimo Sacramento y dieron gracias, pidiendo la ayuda de Dios para la nueva fundación. Con gran confianza en la divina Providencia, la madre Teodora superó muchos desafíos y perseveró en la obra que el Señor la había llamado a realizar. En el momento de su muerte, en 1856, las hermanas dirigían diversas escuelas y orfanatos en todo el Estado de Indiana. Como dijo ella misma: "¡Cuánto bien han hecho las Hermanas de Saint Mary of the Woods! Y mucho mayor bien podrán hacer si permanecen fieles a su santa vocación".

La madre Teodora Guérin es una hermosa figura espiritual y un modelo de vida cristiana. Estuvo siempre disponible para las misiones que la Iglesia le pedía; en la Eucaristía, en la oración y en una infinita confianza en la divina Providencia encontraba la fuerza y la audacia para llevarlas a cabo. Su fuerza interior la impulsaba a prestar atención particular a los pobres y en especial a los niños.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza. Jesús nos invita también a nosotros, como a estos santos, a seguirlo para tener en herencia la vida eterna. Que su testimonio ejemplar ilumine y anime especialmente a los jóvenes, para que se dejen conquistar por Cristo, por su mirada llena de amor.
María, Reina de los santos, suscite en el pueblo cristiano hombres y mujeres como san Rafael Guízar y Valencia, san Felipe Smaldone, santa Rosa Venerini y santa Teodora Guérin, dispuestos a abandonarlo todo por el reino de Dios; dispuestos a hacer suya la lógica del don y del servicio, la única que salva al mundo. Amén.


EN EL FUNERAL DEL CARDENAL DINO MONDUZZI

Lunes 16 de octubre de 2006

16106

Queridos hermanos y hermanas:

Con esta celebración eucarística despedimos a nuestro querido cardenal Monduzzi. Ante el silencio de la muerte, al desvanecerse las expectativas humanas, sentimos viva la esperanza cristiana que, más allá de las apariencias, descubre el amor de Dios, fiel a sus promesas.

En la primera lectura que se acaba de proclamar hemos escuchado estas palabras: "Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán" (
Da 12,2). Y el profeta Daniel añade: "Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad" (Da 12,3).

Este texto sagrado destaca la sabiduría de quien ha puesto su esperanza únicamente en el Señor y ha enseñado a los demás a hacer lo mismo. Este, al final de su existencia terrena, no quedará defraudado, porque participará de la misma luz divina y recibirá de Dios la vida que no tiene fin.

El pasaje evangélico nos ofrece la consoladora certeza de que nadie es excluido del amor de Aquel que, en Cristo, "nos ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz" (Col 1,12). El Señor Jesús nos asegura que "en la casa de mi Padre hay muchas moradas (...). Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros" (Jn 14,2-3). Jesús pronunció estas palabras en el clima de intimidad del Cenáculo, poco antes del inicio de su pasión.

Como a los discípulos, también a nosotros hoy Jesús nos dirige su exhortación a afrontar las vicisitudes de la vida con plena confianza en su presencia misteriosa, que nos acompaña en todos los momentos, especialmente en los más difíciles. En la hora de la prueba y del abandono escuchamos estas palabras suyas, fuente de consolación: "No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí" (Jn 14,1). La esperanza cristiana, arraigada en una fe sólida en la palabra de Cristo, es el ancla de salvación que nos ayuda a vencer las dificultades aparentemente insuperables y nos permite vislumbrar la luz de la alegría también más allá de la oscuridad del dolor y de la muerte.

Nos alegra pensar que el querido cardenal Monduzzi se encuentra entre los brazos amorosos del Padre celestial, que lo ha llamado a sí después de una larga y dolorosa enfermedad. Repasemos con la memoria su larga existencia, animada por una fe evangélica sencilla y profunda, recibida desde su más tierna infancia en la familia y en la comunidad cristiana de Brisighella, donde nació el 2 de abril de 1922. Gracias al ejemplo y a las enseñanzas de sus padres, de los sacerdotes y los educadores de la asociación de Acción católica, en la que ingresó desde su adolescencia, el Señor preparó su corazón para recibir el gran don de la vocación sacerdotal. Respondió con prontitud y generosidad a la llamada de Dios, entrando muy joven aún en el seminario diocesano de Faenza, donde realizó sus estudios de secundaria, así como los teológicos.

Ordenado sacerdote en 1945, en Brisighella, comenzó su ministerio sacerdotal en la diócesis; seguidamente fue enviado a Roma, donde, terminados los estudios jurídicos, fue llamado a formar parte del grupo de sacerdotes y laicos comprometidos en interesantes actividades pastorales encaminadas a la renovación religiosa y moral, denominadas "misiones sociales". Esa forma moderna de evangelización lo llevó a Calabria y a Cerdeña, y lo preparó para el compromiso, prácticamente pionero, de capellán de los braceros y los campesinos en el Instituto para la reforma agraria, de Fucino, que tantas esperanzas suscitaba en una zona caracterizada por una intensa depresión humana. Durante casi un decenio, con paciencia, tenacidad y empeño, estuvo presente entre las familias, en las obras de construcción y en los centros parroquiales.

Después de esos intensos años de trabajo apostólico, en 1959 fue llamado al servicio de la Santa Sede para desempeñar el cargo de secretario de la Oficina del maestro de cámara y, en 1967, tras la reforma de la Curia realizada por el siervo de Dios Pablo VI, fue nombrado secretario y regente del Palacio apostólico. Su largo y apreciado servicio a cuatro Pontífices culminó en 1986 con el nombramiento de prefecto de la Casa pontificia y con la elevación a obispo titular de Capri.

En ese cargo confirmó sus extraordinarias cualidades organizativas, tanto en la actividad ordinaria de la Prefectura de la Casa pontificia como en los viajes apostólicos del Papa en Italia. Como conclusión de una larga y fiel colaboración con el Sucesor de Pedro, el siervo de Dios Juan Pablo II, en el consistorio público del 21 de febrero de 1998, lo incluyó entre los miembros del Colegio cardenalicio.

En la segunda lectura que se ha proclamado en nuestra asamblea orante, el apóstol san Pablo recuerda a los Filipenses que "nuestra patria está en el cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Ph 3,20-21).

El cardenal Monduzzi, después de un largo itinerario humano y sacerdotal, llega ahora a la patria celestial, patria prometida a los que consagran su vida al servicio de Dios y de los hermanos. Por el reino de los cielos trabajó, viendo en los encuentros con la gente ocasiones valiosas para suscitar la nostalgia de las cosas de arriba y el amor a la Iglesia, "germen e inicio" del reino de Dios.

Se sentía un humilde colaborador de la misión que Cristo encomendó a Pedro y a sus Sucesores. Como prefecto de la Casa pontificia se encontró con los hombres más poderosos de la tierra, a los que acogió con la cortesía, la cordialidad y la simpatía que brotaban de su fe convencida y de sus orígenes romañolos. Al tratar con ellos, al igual que con las personas comunes que se dirigían a él presentándole todo tipo de peticiones, tanto al organizar grandes momentos eclesiales como en el ejercicio ordinario de su ministerio de prefecto de la Casa pontificia, se inspiraba constantemente en el lema episcopal que había elegido: "Patientiam praeficere caritati". En efecto, en todas las circunstancias supo encontrar en la virtud de la paciencia el camino real para conformar su vida a la de Cristo, soportando dificultades y sufrimientos, y tratando de practicar la caridad con todos.

Lo encomendamos ahora a la paternal bondad de Dios, que transfigurará su cuerpo consumido por la enfermedad en el cuerpo glorioso de Cristo. Al tributar al querido cardenal Monduzzi la última despedida, damos gracias al Señor por el bien que realizó y, al mismo tiempo, invocamos para él la misericordia divina.

Quiera Dios que él, que fue llamado a encargarse de la Casa del Vicario de Cristo y que había hecho de la acogida una dimensión primaria de su vida sacerdotal, encuentre en el Señor Jesús al amigo fiel que lo tome consigo para asignarle un lugar en la casa del Padre, morada de luz y de paz.

Que la Virgen María, a la que amó tiernamente, se muestre a él como Madre de misericordia y lo acoja en la comunión de los santos. Amén.


VISITA PASTORAL A VERONA CON OCASIÓN DEL IV CONGRESO NACIONAL DE LA IGLESIA ITALIANA


Estadio municipal "Bentegodi", Jueves 19 de octubre de 2006

18106


Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En esta celebración eucarística vivimos el momento central de la IV Asamblea nacional de la Iglesia en Italia, que se reúne hoy en torno al Sucesor de Pedro. El corazón de todo acontecimiento eclesial es la Eucaristía, en la cual Cristo nuestro Señor nos convoca, nos habla, nos alimenta y nos envía. Es significativo que el lugar escogido para esta solemne liturgia sea el estadio de Verona: un espacio donde habitualmente no se celebran ritos religiosos, sino manifestaciones deportivas, implicando a miles de aficionados. Hoy este espacio acoge a Jesús resucitado, realmente presente en su Palabra, en la asamblea del pueblo de Dios con sus pastores y, de modo eminente, en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

Cristo viene hoy a este areópago moderno para derramar su Espíritu sobre la Iglesia que está en Italia, a fin de que, reavivada con el soplo de un nuevo Pentecostés, sepa "comunicar el Evangelio en un mundo que cambia", como proponen las Orientaciones pastorales de la Conferencia episcopal italiana para el decenio 2000-2010.

A vosotros, venerados hermanos en el episcopado, con los presbíteros y los diáconos; a vosotros, queridos delegados de las diócesis y de las asociaciones laicales; a vosotros, religiosas, religiosos y laicos comprometidos, dirijo mi más cordial saludo, que extiendo a todos los que están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión.

Saludo y abrazo espiritualmente a toda la comunidad eclesial italiana, Cuerpo vivo de Cristo. Deseo expresar de modo especial mi aprecio a los que han trabajado largamente en la preparación y la organización de esta Asamblea: al presidente de la Conferencia episcopal, cardenal Camillo Ruini; al secretario general, mons. Giuseppe Betori, así como a los colaboradores de las diversas oficinas; al cardenal Dionigi Tettamanzi y a los demás miembros del comité preparatorio; al obispo de Verona, mons. Flavio Roberto Carraro, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración, también en nombre de esta amada comunidad veronesa que nos acoge.
Saludo asimismo con deferencia al señor presidente del Gobierno y a las demás distinguidas autoridades presentes; un cordial agradecimiento, por último, a los agentes de la comunicación social que siguen los trabajos de esta importante asamblea de la Iglesia en Italia.

Las lecturas bíblicas, que se acaban de proclamar, iluminan el tema de la Asamblea: "Testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo". La palabra de Dios pone de relieve la resurrección de Cristo, acontecimiento que ha reengendrado a los creyentes a una esperanza viva, como dice el apóstol san Pedro al inicio de su primera carta (cf.
1P 1,3). Este texto ha constituido la base del itinerario de preparación para este gran encuentro nacional.

Como sucesor suyo, también yo exclamo con alegría: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo" (1P 1,3), porque mediante la resurrección de su Hijo nos ha reengendrado y, en la fe, nos ha dado una esperanza invencible en la vida eterna, a fin de que vivamos en el presente siempre proyectados hacia la meta, que es el encuentro final con nuestro Señor y Salvador. Con la fuerza de esta esperanza no tenemos miedo a las pruebas, las cuales, por más dolorosas y pesadas que sean, nunca pueden alterar la profunda alegría que brota en nosotros del hecho de ser amados por Dios. Él, en su providente misericordia, entregó a su Hijo por nosotros, y nosotros, aun sin verlo, creemos en él y lo amamos (cf. 1P 1,3-9). Su amor nos basta.

De la fuerza de este amor, de la firme fe en la resurrección de Jesús que funda la esperanza, nace y se renueva constantemente nuestro testimonio cristiano. Ahí radica nuestro "Credo", el símbolo de fe en el que se basó la predicación inicial y que, inalterado, sigue alimentando al pueblo de Dios. El contenido del kerygma, del anuncio, que constituye la esencia de todo el mensaje evangélico, es Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros.

Su resurrección es el misterio fundamental del cristianismo, el cumplimiento sobreabundante de todas las profecías de salvación, también de la que hemos escuchado en la primera lectura, tomada de la parte final del libro del profeta Isaías. De Cristo resucitado, primicia de la humanidad nueva, regenerada y regeneradora, nació en realidad, como anunció el profeta, el pueblo de los "pobres" que han abierto su corazón al Evangelio y se han convertido, y se siguen convirtiendo, en "robles de justicia", "plantación del Señor para manifestar su gloria", reconstructores de edificios en ruinas, restauradores de ciudades desoladas, reconocidos por todos como linaje bendito del Señor (cf. Is 61,3-4 Is 61,9).

El misterio de la resurrección del Hijo de Dios, que, al subir al cielo para estar con el Padre, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, nos hace contemplar con la misma mirada a Cristo y a la Iglesia: el Resucitado y los resucitados, la Primicia y el campo de Dios, la Piedra angular y las piedras vivas, según otra imagen de la primera carta de san Pedro (cf. 1P 2,4-8). Así sucedió al inicio con la primera comunidad apostólica y así debe suceder también ahora.

Desde el día de Pentecostés la luz del Señor resucitado transfiguró la vida de los Apóstoles. Ya tenían la clara percepción de que no eran simplemente discípulos de una doctrina nueva e interesante, sino testigos elegidos y responsables de una revelación a la que estaba vinculada la salvación de sus contemporáneos y de todas las generaciones futuras.

La fe pascual colmaba su corazón con un ardor y un celo extraordinario, que los disponía a afrontar cualquier dificultad e incluso la muerte, e imprimía a sus palabras una fuerza de persuasión irresistible. Así, un puñado de personas desprovistas de recursos humanos, contando sólo con la fuerza de su fe, afrontó sin miedo duras persecuciones y el martirio. El apóstol san Juan escribe: "Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe" (1Jn 5,4). La verdad de esta afirmación está documentada también en Italia por casi dos milenios de historia cristiana, con innumerables testimonios de mártires, santos y beatos, que han dejado huellas indelebles en todos los rincones de la hermosa península en la que vivimos. Algunos de ellos han sido recordados al inicio de la Asamblea y sus rostros acompañan los trabajos.

Nosotros somos hoy los herederos de estos testigos victoriosos. Pero precisamente de esta constatación surge la pregunta: ¿Qué es de nuestra fe? ¿En qué medida sabemos comunicarla hoy?
La certeza de que Cristo resucitó nos asegura que ninguna fuerza contraria podrá jamás destruir la Iglesia. Nos anima también la conciencia de que sólo Cristo puede colmar plenamente las expectativas profundas de todo corazón humano y responder a los interrogantes más inquietantes sobre el dolor, la injusticia y el mal, sobre la muerte y el más allá.

Así pues, nuestra fe está fundada, pero es necesario que esta fe se transforme en vida en cada uno de nosotros. Es preciso realizar un esfuerzo amplio y capilar para que cada cristiano se convierta en "testigo" capaz y dispuesto a asumir el compromiso de dar a todos y siempre razón de la esperanza que lo impulsa (cf. 1P 3,15). Por esto, hace falta volver a anunciar con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y la resurrección de Cristo, centro del cristianismo, fulcro fundamental de nuestra fe, palanca poderosa de nuestras certezas, viento impetuoso que barre todo miedo e indecisión, toda duda y cálculo humano.

Sólo de Dios puede venir el cambio decisivo del mundo. Sólo a partir de la Resurrección se comprende la verdadera naturaleza de la Iglesia y de su testimonio, que no es algo separado del misterio pascual, sino que es su fruto, manifestación y actuación por parte de los que, recibiendo al Espíritu Santo, son enviados por Cristo a proseguir su misma misión (cf. Jn 20,21-23).

"Testigos de Jesús resucitado": esta definición de los cristianos deriva directamente del pasaje evangélico de san Lucas que se ha proclamado hoy, pero también de los Hechos de los Apóstoles (cf. Ac 1,8 Ac 1,22). Testigos de Jesús resucitado. Es necesario entender bien ese "de". Quiere decir que el testigo es "de" Jesús resucitado, o sea, que pertenece a él, y precisamente en cuanto tal puede dar un testimonio eficaz de él, puede hablar de él, darlo a conocer, llevar a él, transmitir su presencia.

Es exactamente lo contrario de lo que sucede con la otra parte de la frase: "esperanza del mundo". Aquí la preposición "del" no indica pertenencia, porque Cristo no es del mundo, como los cristianos no deben ser del mundo. La esperanza, que es Cristo, está en el mundo, es para el mundo, pero lo es precisamente porque Cristo es Dios, es "el Santo" (en hebreo Qadosh). Cristo es esperanza para el mundo porque resucitó, y resucitó porque es Dios. También los cristianos pueden llevar al mundo la esperanza porque son de Cristo y de Dios en la medida en que mueren con él al pecado y resucitan con él a la vida nueva del amor, del perdón, del servicio, de la no violencia.

Como dice san Agustín: "Has creído, has sido bautizado: ha muerto la vida antigua, ha quedado muerta en la cruz, sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida antigua, en la que has vivido mal; que resucite la nueva" (Sermón Guelf. IX, en M. Pellegrino, Vox Patrum, 177). Los cristianos sólo pueden ser esperanza en el mundo y para el mundo si, como Cristo, no son del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, mi deseo, que seguramente todos vosotros compartís, es que la Iglesia en Italia recomience desde esta Asamblea como impulsada por la palabra del Señor resucitado, que repite a todos y cada uno: sed en el mundo de hoy testigos de mi pasión y mi resurrección (cf. Lc 24,48). En un mundo que cambia, el Evangelio no cambia. La buena nueva sigue siendo siempre la misma: Cristo murió y resucitó por nuestra salvación.

En su nombre llevad a todos el anuncio de la conversión y del perdón de los pecados, pero sed vosotros los primeros en dar testimonio de una vida de conversión y perdón. Sabemos bien que esto no es posible sin estar "revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24,49), es decir, sin la fuerza interior del Espíritu del Resucitado. Para recibirla es necesario, como dijo Jesús a sus discípulos, no alejarse de Jerusalén, permanecer en la "ciudad" donde se consumó el misterio de la salvación, el acto supremo de amor de Dios a la humanidad. Es preciso permanecer en oración con María, la Madre que Cristo nos dio desde la cruz.

Para los cristianos, ciudadanos del mundo, permanecer en Jerusalén no puede significar más que permanecer en la Iglesia, la "ciudad de Dios", donde a través de los sacramentos recibe "la unción" del Espíritu Santo.

En estos días de la Asamblea eclesial nacional, la Iglesia que está en Italia, obedeciendo el mandato del Señor resucitado, se ha reunido, ha revivido la experiencia originaria del Cenáculo, para recibir de nuevo el don de lo alto. Ahora, consagrados por su "unción", id; llevad la buena nueva a los pobres, vendad los corazones destrozados, proclamad a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad, pregonad el año de misericordia del Señor (cf. Is 61,1-2).

Reconstruid los antiguos edificios en ruinas, levantad de nuevo las antiguas construcciones, restaurad las ciudades desoladas (cf. Is 61,4). Son muchas las situaciones difíciles que esperan una intervención salvadora. Llevad al mundo la esperanza de Dios, que es Cristo Señor, el cual resucitó de entre los muertos y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.


DURANTE LA MISA DE EXEQUIAS DEL CARDENAL MARIO FRANCESCO POMPEDDA

Viernes 20 de octubre de 2006

20106

Queridos hermanos y hermanas:

Después de pocos días, nos reunimos de nuevo en oración para despedirnos de otro hermano nuestro, el cardenal Mario Francesco Pompedda, al que el Señor ha llamado a sí, tras un largo período de sufrimiento. En estos momentos de tristeza y de dolor viene en nuestra ayuda la palabra de Dios, que ilumina nuestra fe y sostiene nuestra esperanza: la muerte no tiene la última palabra sobre el destino del hombre. "La vida (...) no termina ?afirma la liturgia?, se transforma, y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio I de difuntos).

En la primera lectura, tomada del libro del profeta Ezequiel, hemos escuchado palabras llenas de consolación: "He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. (...) Sabréis que yo soy el Señor" (
Ez 37,5-6). La visión del profeta nos proyecta hacia el triunfo definitivo de Dios, cuando hará que los muertos resuciten a la vida sin fin. La descripción que traza Ezequiel de "un ejército enorme, inmenso" nos hace pensar en una multitud de salvados, entre los cuales nos complace pensar que se encuentra también este hermano nuestro. Jesús dice en el evangelio: "El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás" (Jn 11,25-26).

Con esta certeza vivió y murió el cardenal Mario Francesco Pompedda. Nació el 18 de abril de 1929 en Ozieri, Cerdeña, y después de realizar sus estudios de primaria en el seminario arzobispal de Sássari, y los de bachillerato en el seminario regional de Cágliari, completó su formación filosófica, teológica y jurídica en Roma, en la Pontificia Universidad Gregoriana, el Pontificio Instituto Bíblico y la Pontificia Universidad Lateranense. Obtuvo el título de abogado rotal frecuentando el "Studium Sacrae Romanae Rotae".

Fue ordenado sacerdote el 23 de diciembre de hace cincuenta y cinco años en esta misma basílica de San Pedro. Y también en esta basílica fue consagrado obispo por mi predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II con el título arzobispal de Bisarcio, el 6 de enero de 1998. Hoy, también en la basílica de San Pedro, se celebra su funeral.

Dedicó toda su vida al servicio de la Santa Sede desde que, en 1955, comenzó a trabajar en el Tribunal de la Rota romana con diversos cargos hasta el nombramiento de defensor del vínculo y seguidamente, en 1969, de prelado auditor. En 1993 fue nombrado decano de ese tribunal apostólico y presidente del tribunal de apelación del Estado de la Ciudad del Vaticano.

Su preparación teológica, bíblica y especialmente jurídica lo convirtió en un colaborador competente de varios dicasterios de la Curia romana, hasta asumir la elevada responsabilidad de prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica, y presidente del Tribunal de apelación del Estado de la Ciudad del Vaticano.

Además del trabajo diario en la Rota romana y luego en la Signatura apostólica, de la enseñanza en la facultad de derecho canónico de la Pontificia Universidad Gregoriana y del Ateneo romano de la Santa Cruz, el cardenal Pompedda realizó actividad pastoral, ejerciendo el ministerio sacerdotal durante cerca de treinta años en la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe en monte Mario.

A todos aquellos con quienes se encontraba les comunicaba la solidez de su fe e iluminaba su conciencia con los principios y las enseñanzas de la doctrina católica. Con los límites de toda criatura humana, se esforzó por servir a Cristo sirviendo a la Iglesia, colaborando con el Sucesor de Pedro en todas las diversas misiones que se le fueron encomendando. Cuando hace cinco años, el 21 de febrero de 2001, fue creado cardenal por el amado Juan Pablo II, sintió aún más el valor y la responsabilidad de deber servir y testimoniar el Evangelio "usque ad effusionem sanguinis".

El último tramo de su camino terreno estuvo marcado por una enfermedad que prácticamente le impidió llevar a cabo cualquier tipo de actividad. Así, unido a la pasión de Cristo, este amigo y hermano nuestro tuvo que separarse progresivamente de todo, para abandonarse sin reservas a la voluntad divina.

"Soli Deo" fue el lema que eligió cuando fue nombrado arzobispo; sólo en Dios pudo encontrar verdadero consuelo en los momentos de sufrimiento y prueba, y ahora es él, el Padre celestial, quien le abre de par en par los brazos de su amor misericordioso.

San Pablo recuerda en la carta a los Romanos: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera!" (Rm 5,8-9). La confianza en Cristo guió siempre, pero de modo especial en los últimos meses, la existencia del cardenal Pompedda, cuya alma encomendamos ahora a la misericordia del Padre.

Cuán consoladoras resuenan, a este respecto, las palabras que hemos escuchado hace unos minutos en el evangelio: "Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6,40). El que cree en Cristo tiene la vida eterna. Jesús no elimina la muerte. La muerte sigue siendo una deuda pesada, que es preciso pagar a nuestro límite humano y al poder del mal.

Sin embargo, con su resurrección, él venció la muerte para siempre. Y con él la vencieron también los que en él creen y de su plenitud reciben gracia por gracia (cf. Jn 1,16). Esta conciencia íntima ilumina y orienta la existencia de todos los creyentes. El cardenal Mario Francesco Pompedda murió con la certeza de que Cristo es el vencedor de la muerte y con la esperanza de que él lo resucitará en el último día.

Al partir de este mundo, lo acompañamos con nuestra oración fraterna, encomendándolo a la protección celestial de María. Que el Señor le conceda, por intercesión de la Virgen santísima, el descanso prometido a sus amigos, y en su misericordia lo introduzca en el reino de la luz y de la paz.

Reunidos con afecto en torno a los restos mortales del cardenal Pompedda, pidamos a Dios la gracia de vivir constantemente proyectados hacia Cristo que, "tomando sobre sí nuestra muerte, nos libró de la muerte y, sacrificando su vida, nos abrió las puertas de la vida inmortal" (Prefacio II de difuntos). Amén.




Benedicto XVI Homilias 61006